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Capítulo IV
La catástrofe de una tragedia

En el escenario todavía permanecían mi héroe, su sirviente y el pobre infeliz que había resultado herido. Este último se había cansado ya de gritar, pues sus gritos no habían surtido efecto alguno, cuando de repente a Du Bois le vino en mente un pensamiento que le impidió permanecer en silencio durante más tiempo:

—Excelencia –le dijo al marqués–, me parece que si este ladrón ha robado a más gente en otras ocasiones, bien podría ser que tuviera consigo algunas cosas que pudieran resultarnos de utilidad. Si lo registramos, quizás nuestro esfuerzo se vea recompensado, y así se compensaría la pérdida que habéis sufrido al regalarle un anillo al estirado del hacendado, que ni siquiera se ha molestado en invitarnos a comer a su hacienda.

Mientras decía esto se acercó al bandido, pero Bellamonte intentó detenerlo:

—Avergüénzate, Du Bois, de intentar cometer un acto tan vil, y recuerda que al tratar de robar a este desgraciado te equiparas a él. La mayor desgracia que tiene es la ausencia de un corazón noble, ya que de esta circunstancia mana toda desventura que le pueda suceder. No te iguales a él, y considera, Du Bois, si acaso has escuchado o leído alguna vez que el sirviente de un marqués haya robado a un bandido al que su señor ha arrancado de sus garras a un menesteroso.

—Leído o no leído –replicó el sirviente–, no veo por qué uno ha de ponerse en peligro a cambio de nada. Quizás no encuentre de nuevo otra oportunidad de verme en una igual. No me lo toméis a mal, excelencia, pero sois un poco extraño: mejor pájaro en mano que ciento volando, y la ocasión hay que asirla por los cabellos, pues si se vacila, ya se sabe que a la ocasión la pintan calva.

—¡Qué forma de hablar, patán! –le interrumpió su señor–. Súbete al caballo y deja ahí tirado al pobre hombre.

—¡Excelencia, me resulta imposible! –gritó Du Bois–. Creo que tiene un reloj de oro, puede que valga unos cien táleros, tan bien contados como tengo contados los pelos de la cabeza, y si no es así, no quiero llamarme Du Bois ni ser el sirviente del más valiente marqués bajo todo el orbe.

Habiendo dicho esto, se acercó al herido, a pesar de las amenazas de su señor, y trató de asaltarlo. Este, al ver que el sirviente desobedecía al marqués, decidió que no se dejaría robar tan fácilmente. La herida recibida, que únicamente resultó ser un rasguño en la carne, ya que había caído demasiado pronto al suelo, no era lo que le había llevado a dejar que su camarada huyese en solitario, sino más bien el miedo a recibir más heridas. Permaneció totalmente inmóvil en el suelo, tanto que Du Bois gritó:

p. 35—¡Ya se muere! ¡Con mayor derecho puedo apropiarme de sus cosas!

Conforme intentó agarrarlo, el bandido cogió al sirviente por una pierna hasta hacerlo caer al suelo, se puso en pie y le dio tales golpetazos con la pistola que todavía tenía que Du Bois gritó como si le sometieran al martirio de la rueda. El temor lo abrumaba de tal manera que el bandido llevaba todas las de ganar. Bellamonte, mientras tanto, observaba cómo le iba a su criado, el cual, al igual que su atacante, no dejaba de alzar la voz al grito de ladrones y asesinos. Quedó anonadado y no supo cómo comportarse ante esta situación. No era capaz de recordar un acontecimiento similar y, al mismo tiempo, veía claramente que su sirviente estaba necesitado de ayuda. Su magnanimidad le prohibía matar a cuchilladas a ese hombre, como bien podría haber hecho, pero finalmente llegó a una resolución. Se acercó con la espada desenvainada al enemigo y le puso la punta de la misma sobre el pecho:

—¡Desgraciado! –le espetó con ademán severo–. Tu vida está en mis manos. Has de saber que puedo quitártela en este mismo momento.

El bandido no se había imaginado que el señor ayudaría a su sirviente tras haberle desobedecido. Palideció y la pistola cayó de sus temblorosas manos. Du Bois, empero, aprovechó la ocasión, se levantó a duras penas y se situó tres pasos detrás de su señor.

—¡Atraviese al maldito perro hasta que muera, excelencia! –gritó a todo pulmón–. ¡Casi me parte la columna en dos! –dijo entre sollozos.

Al marqués le agradó la situación que contemplaba en ese momento, teniendo la punta de su espada en el pecho de un hombre que con manos alzadas y ojos llorosos le pedía que le perdonase la vida. El sirviente, en cambio, como veía que su señor titubeaba tanto, cogió de un lado aquello que quedaba de lo que antaño fuera una daga, tan afilada como un cuchillo de cocina romo y que resultaba más útil para golpear que para clavársela a alguien. Conforme posó los ojos sobre el arma desnuda, su valentía y su arrojo fueron creciendo, tanto que se acercó de nuevo a su enemigo. La terrorífica espada –cómo me hubiera gustado poder llamarla reluciente, de no ser por mis obligaciones como cronista– ya se encontraba alzada por encima de su cabeza, y la muerte colgaba de sus manos, cuando un acontecimiento le impidió completar su tarea, algo que nos recuerda claramente la mano maravillosa del destino en los acontecimientos de los personajes célebres.

Bellamonte no deseaba que su herido fuese ajusticiado e impidió con su espada el tosco golpe del sirviente, dirigiéndole una mirada iracunda. Este acontecimiento podría haber dado lugar a la más bella conversación del mundo entre Du Bois y su señor y, si la señorita de Scudèry hubiera estado en mi lugar, me atrevo a apostar, incluso a riesgo de perder mi ingenio, que, en lugar de estas páginas, se encontraría un tratado sobre el perdón y sobre cómo conducirse en la victoria10. Sin embargo, no me gustaría que Du Bois fuese tomado por la mayoría de mis lectores como alguien vil, tal y como ellos tampoco deben ser así considerados. En su defensa me gustaría decir que cada hombre tiene en su alma algún motivo para la elevación espiritual, o como se dice ahora, todo hombre tiene una chispa de honor en su cuerpo –una manera de hablar que resulta tanto más comprensible cuanto más sensual se muestra–. La irrupción de este honor o de esta elevación podrá apreciarse según el modo en el que esté compuesto el temperamento de la persona, por lo que mis lectores deberán llamar otros comportamientos, y no este, con el nombre de vileza, pecado que por otra parte la mayoría de ellos sabrán perdonar en sí mismos.

p. 36En cualquier caso, y para no olvidarnos de nuestro héroe, señalaremos que el cambio de escena consistió en la entrada de cinco o seis campesinos que presumiblemente se encontraban allí dedicándose a la recogida del heno, puesto que iban armados con horcas, rastrillos y guadañas. En mi opinión, debieron de escuchar en algún momento el ruido del disparo de la pistola y este debió atraerlos hasta allí al estar prohibida la caza en ese bosque. Que no apareciesen antes quizás se deba a que se encontraban algo lejos, o a que no montaban a caballo como el marqués. Sea como fuere, llegaron con sus armas alzadas al cielo, y dirigiéndose a toda prisa hacia el marqués y su sirviente, gritaron con grandes alaridos:

—¡Asesinos! ¡Ladrones! ¡Deteneos! ¡Salid! ¡Queremos saber quiénes sois!

Alguno de ellos reconoció al bandido:

―¡Pero si es mi cuñado Märten! ¡Märten! ¿Eres tú?

―¡Ah, compadre! –dijo el otro–. ¡Sálvame de estos dos asesinos!

De este modo, el bandido fue incitando a los campesinos, que fueron enfureciéndose, a pesar de que podían ver a las claras que ninguno de los dos iba vestido como lo hacían los otros.

Bellamonte se quedó profundamente sorprendido por una casualidad como esta, y se situó en un árbol cercano con su espada extendida. Esta postura no hizo más que convencer aún más a los campesinos de su locura, mientras que Du Bois, por su parte, se situó a un lado, detrás de su señor. El enemigo se dispuso a atacar, y nuestro héroe fue lo suficientemente resistente como para protegerse de cuatro de estos vulgares bribones, mientras que el resto vendaba al herido, que se hallaba algo débil y que era el hijo del herrero de su aldea. Al principio, los muchachos se estorbaban entre ellos con sus alargadas armas y el marqués pudo defenderse de sus golpes cómodamente. Cuanto más aumentaba el peligro, más crecía la valentía de nuestro héroe, e incluso Du Bois llegó a golpear con todas sus fuerzas a los campesinos entre sus horcas. Pronto vio que no se trataba de una lucha a vida o muerte, y luchó tan bien que su señor exclamó: «¡Así, Du Bois! ¡Ahora veo que eres digno de mí!».

Sin embargo, con estas palabras el marqués solamente consiguió que la audacia del buen sirviente se volviese en su contra, ya que se aventuró demasiado y un astuto mozo de campo consiguió lanzarle un rastrillo entre las piernas. Besó el suelo y los campesinos pronto se apropiaron de su arma. ¡Qué lluvia de palos y mojicones cayó sobre el pobre Du Bois! No pudo ni siquiera revolverse para defenderse, ya que con su propia espada le amenazaron con rebanarle el gaznate como a un polluelo.

p. 37Bellamonte observó el triste destino de su valiente sirviente, miró hacia el cielo y suspiró. Su ánimo se vio redoblado y la sed de venganza se apropió de él. A pesar de todos los golpes que caían sobre su espalda, se alejó del árbol y atacó desesperadamente a uno. Mientras con el brazo izquierdo le arrebataba la horca, con el derecho intentó después clavarle la espada. Desgraciadamente, falló en su ataque, y su enemigo retrocedió asustado, tropezó con la fatídica pistola de Märten y, al caer, se abrió una enorme brecha en la cabeza. La abundante sangre y sus gritos horrorizaron a los otros, que se quedaron asombrados, aunque se enfurecieron aún más. La disputa fue encendiéndose más y más, y el audaz Bellamonte atacaba a los campesinos como si fuera el dios de la guerra. Sus ardientes miradas resultaban tan aterradoras como su terrorífica espada, que encendía el aire con los destellos de los rayos del sol cuando la blandía alrededor de su cabeza. Finalmente, Märten y uno de los campesinos idearon uno de los más maravillosos ardides bélicos. El primero gritó de repente: «¡Aquí tengo pólvora y balas!», y le dijo de nuevo al otro: «¡Ahí las tienes!» como si las sacara de su zurrón y se las diera. Este último se colocó como si fuese a cargar la pistola, y saliéndose de la refriega, empuñó la pistola y dijo que quien no se entregase sería abatido como un perro.

El marqués se quedó anonadado. En su valeroso corazón, el honor, la vergüenza y el deseo de venganza luchaban con el amor a la vida y el miedo a una muerte ignominiosa a manos de esa carroña. Finalmente decidió envainar su espada y preguntó qué iban a hacer con él.

—¡Eres un sinvergüenza y mereces ir al patíbulo! –gritaron los campesinos–. Te llevaremos ante la presencia de nuestro señor.

En ese preciso momento, Du Bois gritó con voz lastimera:

—¡Ay, excelencia, marqués de Bellamonte! ¡Entregaos, por Dios! ¡No tentéis más a nuestra adversa suerte!

El pobre diablo estaba tan débil que apenas podía mantenerse en pie, y parecía un pobre pecador entre los dos campesinos que lo sostenían después de que lo hubieran golpeado a conciencia.

Bellamonte le lanzó una mirada compasiva, suspiró y volvió de nuevo en sí, sintiendo cómo la sangre se le enfriaba un poco y cómo apenas podía levantar de nuevo el brazo por el dolor de los golpes que había recibido. Clavó la punta de su espada en la tierra y dijo lo siguiente:

—Buenas gentes, no soy ni un sinvergüenza ni un asesino, por lo que ansío poder justificarme ante vuestro señor. Me entregaré si prometéis no hacerme mal alguno antes de que haya hablado con él. Que uno de vosotros se adelante y selle la promesa con un apretón de manos, y en ese momento entregaré mi espada.

Los campesinos se congratularon de su propio ardid, pero aún temían acercarse demasiado a Bellamonte mientras tuviera la espada en su mano, que volvió a alzar. Finalmente, el que tenía la pistola pareció decidirse a dar un paso adelante. La llevaba en la mano izquierda, como si estuviese lista para disparar, y avanzó con la mano derecha extendida hacia el marqués y le dijo:

—Estamos satisfechos con vuestra resolución, quienquiera que seáis.

Bellamonte estrechó la mano del campesino y le entregó la espada.

p. 38Después, los campesinos entablaron un consejo para decidir qué harían con su prisionero. Llevarlo a su señor no les pareció aconsejable, ya que deberían trasladar con ellos a los heridos, y se les podría llegar a escapar alguno de ellos. Entretanto, el marqués le recordó a su sirviente que le había llamado marqués de Bellamonte, pero que en presencia de otras gentes debía llamarlo caballero de Laideval.

Ambos esperaron su destino pacientemente, y los campesinos finalmente decidieron enviar a uno de ellos a informar a su señor. Este volvió tras más de media hora con la noticia de que su excelencia se dirigiría hasta allí, y pronto lo vieron llegar a caballo junto con algunos otros. Märten quedó muy satisfecho de que su historia hubiera salido tan bien y de tener como su prisionero a aquel que había tenido su vida en sus manos. Además, tenía a su señor a su lado, el cual era la personificación de la cicatería, por expresar su personalidad con pocas palabras.

10.Referencia a Madeleine de Scudéry (1607-1701), una de las principales cultivadoras del roman à clef o novela en clave, fue autora también de las novelas heroico-galantes Ibrahim ou l’Illustre Bassa (1642), Artamène ou le Grand Cyrus (1649-1653), Clélie, histoire romaine (1654-1660), Almahide ou l’esclave reine (1660) o Matilde d’Aguila, histoire espagnole (1667).