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Capítulo X
De doncellas de cámara y muchachas

Apenas hubieron salido del cenador, los enamorados se encontraron con Lisette y Du Bois, que se dirigían hacia ellos. Esta le había mostrado los aposentos nocturnos. Del edificio de la derecha se prolongaba hacia el patio un ala que constaba de establos y graneros. Allí donde se entraba a la vivienda, podía encontrarse un cuarto y una alcoba destinada a los invitados. Junto a ellos estaban los graneros y entre ellos, la cocina. El caballero pasaría la noche en el cuarto, y su sirviente lo haría en la alcoba. De esta circunstancia puede colegirse lo que habían hecho el ayuda de cámara y la doncella. Este la encontraba muy de su gusto, y pronto comenzó a dirigirse a ella con expresiones que imitaban a las de todas las novelas reunidas, y que le resultaron tan agradables que ella también comenzó a mostrarse más inclinada por él que por otros.

Conforme le mostraba su habitación, comenzó a hablarle de una manera muy cortés y a decirle que dormiría mucho mejor allí ahora que tenía por seguro que una persona tan afable como la doncella Lisetilla le había honrado con su presencia. Lisette le contestó con un movimiento de la cabeza y de las manos, que tenía en sí algo de reservado y complaciente a un mismo tiempo, según la usanza de las doncellas de cámara:

—¡Ay, señor ayuda de cámara! ¡Si se os llegase a creer! No me aduléis, pues ya sé cuál es mi valor –dijo como si realmente lo supiese.

—¡Oh, mi doncella! –respondió Du Bois–. No os adulo, pues sé muy bien que sois agradable, ya que lo veo. En realidad, muy agradable, pues tenéis…

—¿Qué tengo? –le interrumpió Lisette, dejando al pobre diablo completamente confundido, pues no supo qué más decir. Por resumir, tenía el aspecto que únicamente un enamorado acobardado puede tener cuando está delante de su soberana. Besó su mano y balbució de manera miserable:

—Mi... mi doncella… os… os puedo ase… gurar… que… tengo… que tengo todo el respe... to… por vos –de tal modo que aquella terminó por compadecerse de él y postergó sus turbadoras artes frente a este aprendiz en el amor.

Finalmente, Du Bois besó de manera silenciosa y en repetidas ocasiones sus manos, que le parecieron muy suaves y mucho más dulces que las de la bocazas de su Marie. Con ello aumentó su osadía, y su pobre carne y su sangre se vieron violentamente tentadas. Su acaloramiento se mostró en sus mejillas pardas, y Lisette pudo comprobar con satisfacción el dulce desconcierto de su adorador. Nada le satisfacía más que actuar en esta escena propia de nobles aventuras, o más bien, el hecho de ocupar un papel principal en ellas.

p. 56—Os engañáis, señor ayuda de cámara –le dijo a Du Bois, que se mostraba bien entusiasmado, bien medroso–, si pensáis que podéis convencerme de que albergáis unos sentimientos tan apasionados como los que parecéis mostrar.

Tras haberse mostrado tan misericordiosa con su enamorado, se llevó la mano a los ojos, cosa que no había podido hacer antes. El descaro y la lengua se confabularon en el ayuda de cámara, y como no había reflexionado tanto sobre los principios del afecto como su señor, pasó a explicarse rápidamente:

—Desde el primer momento en el que os vi, he sentido una clara inclinación por vuestros encantos, bella Lisetilla, y esta inclinación es tan fuerte que no puedo llamarla de otra manera que con el nombre de amor.

Aquí el crítico del arte fruncirá el ceño y se detendrá para dar rienda suelta a algunas reprobadoras e inmisericordes expresiones sobre este discurso. Este podrá, sin embargo, guardarse su crítica si le digo que, en estas ocasiones, Du Bois se acordaba de los libros que habían leído, y utilizaba sus expresiones, si bien algo cambiadas. De hecho, si se observa de una manera más exacta, podrá verse también que sus discursos más elegantes no son del mismo molde que los de su señor, ideados por él mismo para prevenir incluso la recriminación más dura de mi crítico. Pero podrá decir lo que quiera, lo cierto es que Du Bois no habló de manera distinta. Este no dejó de mirar a la bella doncella con miradas ardientes que partían de sus pequeños ojos.

—Si tengo que creeros –dijo ella distanciándose algo de él, ya que, por alguna razón, el cuerpo de Du Bois, bien sea por efecto de las fuerzas magnéticas o de las simpatéticas se había acercado demasiado–, deberéis darme pruebas de vuestra honestidad conforme nos vayamos conociendo más.

—¡Ah! –gritó el apasionado enamorado–. ¡Estoy absolutamente entusiasmado! –Después, hincó una de sus rodillas ante ella y le besó las manos, asegurándole su fidelidad. Ella se gustó en esa pose, con su enamorado a sus pies. ¡Un enamorado entusiasta! Ahora se cumplían por fin sus deseos, y sus dudas sobre si existía realmente gente como la de los héroes librescos se desvanecieron por completo.

Lisette se repuso de estos agradables pensamientos para pedir a su enamorado que se levantase, algo que conllevó que el atrevimiento de él se incrementase, pues la obedeció, pero únicamente para cometer un error tras hacerlo:

—Mi amada, si me lo permitís, me gustaría mostraros un gesto acorde con vuestro favor… Este beso –Y en ese mismo momento la besó.

¡Con qué contrariedad lo recibió! Se echó para atrás y sentándose en una silla exclamó de la manera más amarga posible:

—¡Qué asco! ¡Avergonzaos! No estoy acostumbrada a que se me trate de esta manera… como a una campesina, o a una prostituta callejera… ¡Tan afectuoso al principio… y después os comportáis de esta manera tan tosca!

—Perdonadme, mi preciosa Lisetilla –dijo Du Bois intentando disculparse–. La intensidad de mi amor… –En definitiva, se disculpó tal y como uno se disculpa en estas ocasiones, y finalmente fue perdonado.

p. 57Acto seguido, Lisette no pudo resistirse a su curiosidad de doncella de cámara, y pasó a preguntarle por su señor y por sus circunstancias. La simpleza de Du Bois se vio atenuada por las habituales destrezas de un sirviente, y fue lo suficientemente astuto como para hacer pasar al marqués por un francés de verdad, y a él mismo por otro, probablemente nacido de padres de noble estirpe cuya identidad todavía no había sido revelada.

La bella, en cualquier caso, se había dado cuenta muy bien de que su enamorado estaba compuesto más bien de una madera un tanto basta. Es por ello que no quiso darle más oportunidades de besarla tan a destiempo, sin el debido ceremonial previo. Finalmente llegaron al jardín, donde los dos ilustres enamorados se estaban contando su historia mientras daban un paseo.

El marqués vistió su historia con unas circunstancias tan artificiosas que todo lo que apareció en ella resultaba digno de consideración. Por su parte, la bella condesa de Villafranca supo presentar muy conmovedoramente todo el relato de las desgracias que había tenido que soportar por parte de aquellos que todo el mundo consideraba como su madre y su hermano. No podía creer, decía, que unas personas cuyo talante resultaba tan distinto al suyo pudieran estar emparentadas con ella en un grado tan cercano.

—Me he convencido a mí misma –dijo– de que debo pertenecer a una clase y a un género totalmente distintos a los que se cree que tengo, y que por un destino insondable me he visto situada en este lugar, en el que para mi desgracia esta vieja dama ejerce su vigilancia sobre mí. Por mi nombre podréis extraer, señor marqués, todo lo que pienso sobre esto.

La condesa dejó al marqués, que ya se encontraba bastante conmovido, en un cierto estado de estupefacción cuando le dio noticia de su futuro matrimonio con un hombre de clase burguesa, al que su madre y hermano la querían obligar.