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Capítulo XI
Terrores nocturnos y hazañas caballerescas del vaquero

Tras esta amena conversación, fueron llamados para la cena, justo en el momento en el que el marqués obtenía el consentimiento para postrarse bajo la ventana de la condesa durante la noche y allí conversar. La idea de un acontecimiento tal le producía tanta satisfacción que se estuvo regodeando en ella durante toda la cena. ¡Hablaría con una encantadora condesa durante la noche, bajo su ventana, y en secreto! Ahora casi se despejaban las dudas sobre la realidad de su marquesado. Con impaciencia contemplaba al sol como a un viejo que con pie vacilante se agachaba escondiéndose tras la cima de las montañas, para ceder su lugar a la atractiva muchacha castaña de manto oscuro. Para hablar claro: el día se le hizo muy largo y en su lugar habría deseado que ya hubiese llegado la noche.

Cuando el marqués, para gran satisfacción suya, comprobó que la aguja del reloj marcaba por fin las nueve, se excusó ante la condesa y su madre, si bien con grados de consideración bien distintos, y Du Bois le mostró el camino a través del salón hasta su habitación.

Una vez allí, permaneció sentado, todavía vestido, durante un rato, y pidió a su ayuda de cámara que le dejase solo. Una vez que este le obedeció y se retiró a su cama, el enamorado Bellamonte se situó en la ventana y esperó con ansia el instante en el que no se escuchase a nadie más en la casa. Para su desgracia, pues le hubiera gustado mucho más poder mantener la inminente conversación en la oscuridad, en ese justo momento salió la luna. Ante tales circunstancias, se le ocurrió que frecuentemente sus compañeros de gestas también solían ser poetas, y se decidió a distinguirse en ello de igual forma. Apenas le hubo surgido este pensamiento, cogió papel y pluma, y se apoyó en la ventana y a la luz de la luna se puso a contemplar y a escribir:

Cubre tu rostro reluciente,
Oh, Febe, bajo el manto de las nubes,
Para que estas escondan el falso brillo que,
Únicamente prestado, no las atraviesa.
Sí, te avergüenza una luz clara:
Oh, Febe, huye, huye y atemorízate,
Antes de que te cause más vergüenza su resplandor,
Que penetra a través de las más espesas nieblas.
Sí, Iris, brilla como el sol,
Más encantadora que tú durante la noche,
Cuando mi corazón por ella entregado vela,
Mis sentidos, en todo momento de placer henchidos,
Por ello, huye, pues incluso la luz de Febe,
Me resulta, ante ella, superflua18.

p. 59Apenas había escrito esta última palabra cuando Bellamonte se vio sorprendido por un grito agónico, que resonaba con un tono grave desde la habitación cercana y parecía provenir de la garganta de Du Bois. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que detrás de todo debía de estar la malvada guardiana de su condesa, y que o bien trataba de desalentarle respecto a su cita a través de espíritus, o bien intentaba asesinarlo en secreto. Todo esto despertó en él miedo, ira, repugnancia, desesperación y todos los sentimientos que su nobleza de espíritu marquesil podía albergar.

El marqués se llevó de inmediato la mano a su invencible espada y la sacó a relucir conforme avanzaba hacia la puerta de la estancia. La puerta carcomida crujió en sus goznes, ya devorados por el orín, entre el horrible eco de un griterío sordo y un continuo repiqueteo de golpes. Tal y como la tormenta de negras nubes se abalanza desde la cima de la montaña y cubre el valle con su manto, así se desplomó la puerta bajo el peso de dos criaturas vestidas de blanco que forcejeaban entre sí. La puerta cayó en dirección al marqués, pero nuestro héroe logró zafarse del golpe que lo habría aplastado, y se quedó contemplando esta aventura con asombro. Pese a haberse zafado, la confusión hizo que trastabillara y cayera de bruces sobre las dos criaturas vestidas de blanco, llegando a percibir algo negro en la parte inferior en una de ellas. Bellamonte mantenía alzada su espada por puro miedo a que los espíritus, pues casi llegó a tomarlos por tales, se la arrebatasen. Completamente aturdido por los gritos y rugidos de los caídos, finalmente logró ponerse en pie de un salto y comprobó que los dos supuestos espíritus eran dos hombres. Uno de ellos era su fiel ayuda de cámara, mientras que el otro tenía toda la apariencia de un campesino, vestido solo en mangas de camisa, pero también provisto de pantalones y botas.

Con el fin de que mis lectores no se vean completa e impetuosamente deslumbrados por los altos vuelos que ha cogido mi pluma, me gustaría interrumpir mi narración un poco para poder satisfacer la curiosidad que sin duda les habrá surgido por conocer quién fue aquel que osó perturbar los pensamientos del gran Bellamonte.

Tal y como he narrado con anterioridad, al lado de la alcoba de Du Bois se encontraban unos graneros, en el primero de los cuales tenían sus aposentos nocturnos las damas de la hacienda. Como Amor llega tanto a los palacios como a las cabañas de los pastores, y tan pronto alcanza con sus flechas a un marqués como a un criado, debo señalar que mi héroe y su marquesa no eran los únicos enamorados, sino que el vaquero y la porquera también habían dado pie a que el afecto se instalase en sus corazones. Esa noche, en la que la entrevista de Bellamonte con la reina de su corazón estaba destinada a tener lugar, también fue la designada por estos dos para llevar a cabo un proyecto similar. Dado que estos no podían sentir el amor en un grado tan refinado como mis distinguidos enamorados, sino de una manera más pragmática y más acorde con sus inclinaciones corporales, se había organizado este encuentro de modo que el caballero campesino pudiese subir por unas escaleras hasta el ventanuco en el tejado de su amada, para atreverse posteriormente a adentrarse donde ella se encontraba. Para esto, se había preparado en la taberna con unas buenas bebidas vigorizantes, y poco antes de que mis aventureros hubiesen entrado en sus aposentos nocturnos, él ya había emprendido la subida hasta la ventana.

p. 60Su asombro fue inimaginable cuando vio que se hallaba en un lugar distinto al que había acordado, y trasladó su temor al tacón de su bota, que empujó la escalera hacia atrás. Si su talante heroico hubiera sido algo más grande, quizás se hubiera atrevido con un peligroso salto hacia su salvación, pero esto no sucedió, pues poco después escuchó el paso de un hombre que se acercaba, lo que le decidió a esconderse detrás de unos arreos de los caballos, que colgaban en un rincón de la alcoba. El ayuda de cámara entró inmediatamente después, se desvistió y se tumbó sin preocupaciones en la cama. El escondido vaquero comenzó a reflexionar sobre este acontecimiento, y la embriaguez fue retirándose poco a poco de su nebuloso cerebro. Finalmente se decidió a utilizar los arreos de los caballos como un medio seguro para su huida, que llevaría a cabo una vez que Du Bois se hubiera dormido. Poco pensó en lo que se diría a la mañana siguiente cuando los arreos fuesen vistos en la ventana. ¿Puede acaso esperarse que un vaquero piense más allá de la mañana siguiente?

Cuando creyó que era el momento para completar su jugada caballeresca, el vaquero se armó con algunos arreos de los caballos y pasó junto a la cama en dirección a la ventana. Du Bois, sin embargo, no estaba del todo dormido. Sus pensamientos se ocupaban con Lisette y con cómo algún día bien podría llegar a ser también un marqués como su señor. Estas agradables ensoñaciones se vieron interrumpidas por una figura que logró percibir mientras pasaba a su lado. Todos los cuentos de brujas y fantasmas, y todas las aventuras de hechiceros y aparecidos que había leído o escuchado hasta ese momento se presentaron de la manera más viva ante su deteriorada imaginación. El vaquero le parecía mucho más grande de lo que realmente era, y los arreos de los caballos debieron de parecerle cadenas cuyo horroroso sonido metálico escuchaba arrastrarse por el suelo.

Movido por estas ensoñaciones, Du Bois saltó de la cama con un alarido terrorífico, tanto que el pobre diablo que supuestamente era el aparecido dejó caer las supuestas cadenas, sin pensar en otra cosa que en cómo escaparía de allí. Intentó hablar con el ayuda de cámara y convertirle en su confidente, pero no se le podía convencer de nada. El vaquero trató de aplacar sus gritos tanto como pudiese, por lo que se abalanzó sobre él para cerrarle la boca. Lo único que consiguió fue que Du Bois gritara aún más alto, y cuando trató de abrazarlo, el aterrorizado ayuda de cámara intentó zafarse de él de tal manera que lo único que sacó el vaquero de sus pacíficos esfuerzos fueron algunos fuertes golpes en la cabeza y en el estómago. Su poca paciencia y el aguardiente aún sin evaporar le llevaron a adoptar la medida de responder ojo por ojo y diente por diente.

p. 61El intercambio de golpes duró hasta que ambos se lanzaron contra la puerta, tal y como he narrado. El pobre Du Bois creía firmemente que el diablo le estaba haciendo picadillo, ya que los golpes de los nervudos puños del vaquero caían sin parar, y aun así, le respondió tan bien como le fue posible, ya que todavía no veía correr la sangre.

Sin embargo, cuando su señor cayó sobre ellos con su espada al descubierto, los dos combatientes a mojicones creyeron que debían estar heridos, pues ambos notaban que estaban calados, humedad que bien podría haber tenido su origen en el miedo del ayuda de cámara. Nuestro héroe también sintió que estaba mojado. Se encontraba en un lugar iluminado en ese momento por la luna y veía su mano y los puños de su ropa ensangrentados. Comprobó también que su cara estaba humedecida.

Mi lector no se asombrará ante estos acontecimientos, ya que es bastante probable que, al caerse, Bellamonte acabase golpeándose la nariz y sangrando, y que no solamente él, sino también los otros dos combatientes hubiesen quedado marcados por la sangre. No obstante, a él le parecía que uno de los supuestos asesinos le había infligido una herida, por lo que comenzó a gritar:

―¡Bellaco, no escaparás a tu castigo, pues mi invencible brazo te erradicará del mundo para después hacer lo mismo con tus compinches y, finalmente, con la impía instigadora de este vergonzoso acto!

Dicho esto, se acercó de nuevo a ellos empuñando su espada, y ordenó a Du Bois que se levantase. El vaquero comprendió el peligro de muerte ante el que se encontraba, por lo que huyó a toda prisa del lecho de honor sobre el cual yacían –me refiero a la puerta de la alcoba–, y salió corriendo hacia los arreos equinos para coger uno de estos y comenzar a golpear a diestro y siniestro.

Bellamonte entró en batalla con el vaquero, y Du Bois, por miedo al diablo, huyó de la habitación. El ayuda de cámara puso el grito en el cielo: «¡Auxilio! ¡El diablo! ¡Fantasmas!», gritaba sin parar mientras que su señor se batía con el supuesto asesino, quien, retirándose hacia la puerta, luchaba como los partos19 y con violentos golpetazos de correas y bridas le medía las espaldas y el lomo a nuestro héroe, quien no solo a causa de ello, sino también por sus movimientos de retirada, no lograba alcanzarlo. Finalmente, el demonio y asesino bajó por las escaleras, pasando delante de Du Bois, y el valiente Bellamonte lo persiguió con su espada desenvainada.

Entretanto, los gritos de Du Bois habían atravesado toda la casa. El estruendo anterior había sido escuchado por la vigilante condesa de Villafranca, y por ello permanecía escuchando y observando con gran atención desde su ventana todo lo que ocurría en el patio.

La señora, que se había despertado, había acudido corriendo en camisón al salón en compañía de su sirvienta, cuando justo en ese momento la condesa vio correr por el patio al vaquero con los arreos de los caballos y detrás de él a su enamorado con la espada desenvainada. Este último le gritaba sin parar al primero:

―¡Osado! ¡Asesino! ¡Maldito seas! ¿Dónde están tus compinches? ¡Confiesa! ¿Dónde están? ¡Quiero darles castigo! ¿Dónde está tu señora? ¡La impía! ¡La castigaré!

Y justo en ese momento, su señora, a la que le vinieron a la cabeza todas las aventuras propias de los marqueses de las novelas, alzó sus manos al cielo y exclamó: «¡Ay, marqués!».

18.Según la Teogonía de Hesiodo, Febe era una de las Titánides originales, hija de Urano y Gea, consorte de Ceo –su hermano–, madre de Leto y Asteria, y abuela de Apolo y Artemisa. Habitualmente retratada con una corona de oro, en Las bacantes de Esquilo se le encarga el control del oráculo de Delfos, para otorgárselo posteriormente a su nieto Apolo. Artemisa, en su papel de diosa de la luna, habitualmente recibía el epíteto de Febe. Es por lo tanto una divinidad asociada a la noche y a los cultos oraculares. Por su parte, Iris, hija de Taumante y Electra, es habitualmente asociada en la literatura clásica a Hermes y Hera, a los que sirve como mensajera, siendo a su vez la diosa del arcoiris que anuncia la tregua entre el Olimpo y la tierra tras la tormenta. Renunciamos a intentar reproducir la métrica del original.

19.Referencia a los partos, pueblo asentado en la región histórica de Partia, al noreste de la actual Irán. La región fue subyugada por los medos y por el posterior imperio aqueménida de Ciro el Grande en el siglo VI a.C. En el siglo IV a.C., tras la conquista de Alejandro Magno, sería incorporada al imperio seléucida, el estado helenístico sucesor del imperio del macedonio.