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Capítulo XII
Continuación del anterior: intento en la escritura heroica

Llegados a este punto casi me resultaría necesario cumplir mi deseo de que mi pluma fuese capaz de reproducir de una vez y al mismo tiempo todas las escenas que se desarrollaban en la sala y en el patio. No obstante, como a un escritor honesto no puede exigírsele algo tan inverosímil, deberéis conformaros con estas descripciones y con cómo las voy revelando poco a poco, para poder imaginar todo tal y como si ocurriese al mismo tiempo delante de vuestros ojos.

El pobre ayuda de cámara, por empezar con lo acontecido en la sala, apenas había tenido la aterradora satisfacción de comprobar cómo su señor perseguía a aquel diablo de vaquero cuando a la luz de la luna se le aparecieron dos figuras aún más espantosas, y que salían del dormitorio de la señora. Estas no eran otras que la noble dama y su doncella: dos esqueletos viejos y secos, en los que se podían ver algunos vestigios de carne amarillenta y rugosa a través de las aperturas de sus camisones, y que, sin sus gorros de dormir, mostraban un par de cabezas que más que con cabellos, parecían pobladas por las grises cerdas de un cepillo. Estas fueron las dos figuras sobrenaturales que asustaron a Du Bois, aunque él no las aterrorizó menos. El grito anterior, y el ruido y barullo que tenían lugar en ese momento en el patio, así como la presencia del ayuda de cámara vestido únicamente con su camisón, eran razones más que suficientes como para instaurar el temor de las féminas de verse a expensas de fantasmas o de ladrones.

Así pues, ambas rivalizaban con Du Bois en el volumen de sus gritos de auxilio. Este último opinaba que toda la casa tenía que estar embrujada, y la señora debía ser necesariamente una bruja. Lisette finalmente salió con una luz. La doncella de cámara, completamente asustada, había sido enviada por su no menos aterrorizada señora, que pensaba que se estaba emprendiendo alguna acción contra el marqués. Esta finalmente reconoció a las personas implicadas, por lo que la señorita se retiró junto a los otros lo más rápidamente posible para poder echarse encima algo de ropa. Du Bois se quedó tremendamente avergonzado delante de su enamorada, que a pesar de sus temores lo encontró tan gracioso que apenas pudo contener las carcajadas. Iba a interrogarlo, pero se apiadó de él al ver que su camisón estaba manchado de sangre en algunos sitios. Du Bois apenas pudo volver en sí, y solamente logró decir algo inconexo, y ella también se dio cuenta inmediatamente de que el debido decoro exigía que no continuase hablando con su enamorado vestida únicamente con un camisón. Por ello le cedió la luz y le pidió que se marchara rápidamente y que se vistiera. Ella, por su parte, volvió a buscar a su señorita, quien se encontraba en la ventana enfrascada en una conversación con el valiente marqués, mientras que varios sirvientes acudían al patio desde sus madrigueras, al igual que Du Bois, que ya había bajado hasta allí.

p. 63Bellamonte había asediado a su enemigo de tal modo que este se encontraba en un rincón debajo de todos los árboles viejos y caducos que todavía resistían allí con sus ramas, escondido y gritando casi sin parar por el miedo a los asesinos. En la oscuridad de la noche, ya que la luna no iluminaba esa zona, el valiente marqués apenas podía diferenciar entre las ramas que el vaquero había movido al esconderse y brazos extendidos y armas, lo que reforzó sin duda la idea que ya venía teniendo de antes: sin duda había caído en manos de toda una banda de asesinos.

―¡Aquí, malandrines! ¡Aquí estoy! –gritaba una y otra vez con una voz aterradora, mientras que su espada se empleaba tan insistentemente con las ramas secas que las astillas volaban por todo el patio. Su acaloramiento era tan grande que pensó que había sido alcanzado cuando un trozo de madera cortada le golpeó la cabeza.

Finalmente, la voz de la condesa lo sacó de esta ocupación tan fatigosa y, según su propia opinión, tan violenta. Le gritó completamente asustada:

―¡Señor marqués! ¡Ay, Bellamonte! Qué… ¡Qué confusión! –Bellamonte se dio la vuelta inmediatamente hacia su ventana, sin pensar que el enemigo le podría atacar por la espalda.

—Estimada señora –dijo tomando la palabra–: Ya veis cuán malvada es la persona bajo cuya tutela habéis tenido que languidecer hasta ahora. Habéis podido comprobar que debe dominar las artes sobrenaturales, pues en caso contrario no hubiera podido oponerse a mi gloriosa empresa de dedicaros mi vida, disponiendo todo un regimiento de asesinos para evitar que la lleve a cabo. Prometo, sin embargo, por todo aquello que es sagrado –y en ese preciso momento dejó caer su espada, elevando la mano izquierda–, que vos, mi bella señora, seréis liberada, y que vuestros enemigos serán castigados de una manera aún no vista.

La condesa de Villafranca no pudo responder nada ante este discurso, y lo único que pudo decir fue:

—Pongo en vuestras manos, mi estimado señor marqués, mi destino. Veo que la desgracia se ceba demasiado conmigo, y me veo necesitada… –aquí interrumpió su discurso y no supo cómo continuar.

En ese instante llegaron corriendo entre cuatro y cinco mozos de labranza, armados con grandes palos, a los que se sumó el vaquero. Nuestro aventurero los tomó por asesinos que querían robar la casa durante la noche. Por ello, el marqués se vio obligado a ponerse en posición defensiva junto a su ayuda de cámara, quien se dispuso en la medida de lo posible a no apartarse del lado de su señor. Este acontecimiento sirvió para demostrar a la condesa que sus suposiciones y las que se desprendían del discurso del marqués debían ser ciertas, por lo que sintió un profundo temor por su propia situación y por la de su enamorado.

Cuando la vieja dama bajó al patio algo más vestida, se encontró a su familia en este estado. Nuestro héroe, al poco de verla, gritó con voz terrible:

—¡Vieja infame! Comprueba cómo castigo a los malditos instrumentos de tu condenada maldad, y tiembla después por tu propia vida.

Estas palabras y los gritos constantes de sus mozos, que eran supuestamente los dos bandidos extraños, hicieron que la dama instigara a estos aún más contra el marqués y el pobre Du Bois, que cada vez estaba más desesperado por los muchos golpes recibidos.

p. 64En este punto, me veo obligado a probar cuán lejos llega mi dominio del arte de la escritura heroica. Les ruego que adopten por un minuto el estado de ánimo que normalmente se adquiere durante la lectura de un poema heroico.

Tal y como Bóreas, emergiendo de las heladas cuevas de Groenlandia junto con las escarpadas olas que forma, golpea una roca que se yergue en mitad del mar, así atacaron los mozos al invencible Bellamonte. Sus gruesos y nudosos palos silbaban como si fueran una granizada que atraviesa el aire partido y que a él se dirigía, pero su poderosa espada resistió sus destructoras sacudidas20. La presión era cada vez más fuerte, y el héroe vio cómo sus piernas y sus brazos eran alcanzados, lo que hizo no sólo que diera algunos saltos en el aire, sino también que su ira aumentase aún más. Finalmente, en mitad de todo el barullo surgió un mayal cuyo mortal peso alcanzó la espada del marqués, que saltó por los aires partida en dos.

―¡Oh, adversa fortuna! –gritó el marqués–. ¡Ahora debo rendirme ante ti, pero no sin honor! –Y habiendo dicho esto, arrojó con gran fuerza el grueso mango de la espada contra las filas enemigas.

Di, oh Musa, ¿a quién alcanzó el terrorífico lanzamiento? No sería a otro que a Andreas, el mozo mayor, un hombre curtido en los golpes y cuya hombría había quedado demostrada en el pueblo gracias a sus seis hijos fuera del matrimonio, pero al que esperaba un destino adverso. El mango de la espada tomó vuelo en dirección a su amplia boca, partiéndole la nariz e infligiéndole una herida en las mejillas y en los labios, y consiguiendo finalmente que escupiese sus mejores dientes entre ríos de sangre y grandes alaridos. El mayal había estado en posesión suya, pero cayó de sus temblorosas manos y acabó sirviendo al valeroso marqués en su defensa. Uno de sus camaradas lanzó lleno de ira un enorme palo contra nuestro héroe, que fue capaz de esquivarlo con su terrorífico mayal, desviándolo hacia su ayuda de cámara. Aquí Du Bois puso a funcionar su astucia, ideando una treta que había surgido de su cerebro algunos minutos antes con el fin de proteger su cuerpo de más golpes. Apenas hubo sentido el golpe del palo desviado sobre sus espaldas, decidió tirarse al suelo. El marqués vio al compañero de sus aventuras caer y creyó que había muerto, por lo que prometió por todo lo que es sagrado vengar este doloroso accidente. Bellamonte materializó este juramento en Hans, el asesino de su fiel ayuda de cámara. El furioso mayal golpeó con estruendo su cráneo, y la sangre humeante buscó una dolorosa salida. Hans elevó un grito al cielo, una exclamación que solamente puede ser comparada con los alaridos de las llamadas al dios de la guerra por parte de los troyanos.

Desgraciadamente, mi pluma acabará roma de continuar con este estilo de escritura, y para suerte de todos, la bella condesa ya está bajando al patio, pidiendo una tregua con dulce y quejumbrosa voz.

20.En la mitología griega, Bóreas, también conocido con el nombre de Septentrio, es el dios-viento de los vientos del Norte.