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Capítulo V
El cual contiene cosas que se adecúan para cerrar un volumen

El narrador concluyó su novela con una mueca digna de autor, y se colocó bien su rubia peluca. Era la hora del almuerzo, y ambos decidieron entrar en su alojamiento. Al hacerlo, el marqués comenzó a sentir una cierta inquietud porque Du Bois no había regresado. Pensó en escribir a su amada condesa de Villafranca, pero no tenía a nadie a quien poder enviar con su carta. Expuso su pesar al autor, quien ya se había ofrecido a acompañarlo en sus aventuras para así estar más preparado para narrar sus grandes hazañas, por lo que se mostró inmediatamente dispuesto y le prometió a Bellamonte la segura entrega de la carta si es que se le hacía este encargo. De hecho, le explicó al marqués cómo, al ser un desconocido, se hallaba en mejores condiciones que Du Bois para entregar la carta.

El marqués aceptó esta oferta con los brazos abiertos, y se sentó a escribir una carta. En un principio le resultó algo difícil, ya que jamás había tenido ocasión de hacer algo parecido. Finalmente, de su pluma salió el siguiente escrito, que obtuvo la aprobación del autor, quien se hizo con una copia del mismo.

¡Madame!

Jamás ha sentido corazón alguno tal y como ahora lo hace el mío. Separado de vos de la manera más terrible, y suponiéndoos en las más conmovedoras circunstancias, podréis imaginar vos misma si puedo también encontrarme en un estado medianamente tolerable. Esperaré al portador de estas líneas con una impaciencia indescriptible. El latido de mi corazón lo esperará impaciente, y de acuerdo con mi sentir, cada minuto se transformará en un día. Las horas irán avanzando a hurtadillas para mí, o quizás se detengan totalmente, mientras que a otros parece que les pasan volando. Únicamente vuestra imagen, bella condesa, y el recuerdo de vuestros encantos, serán capaces de lanzar de vez en cuando un rayo iluminador a través de las nubes de mi tristeza. Iluminadme, o dispersadlas al menos con alguna noticia del lugar en el que os encontráis, de vuestro estado. ¿Necesitáis alguien que os auxilie? ¿Podría mi brazo, mi espada, mi destreza, seros de ayuda? ¡Ordenádmelo! ¡Solamente una palabra, y me veréis a vuestros pies a la mayor brevedad, Madame!

Vuestro fiel,

Marqués de Bellamonte.

p. 99El autor se puso en marcha portando esta carta… pero ahora se me ocurre algo: ¿Con qué medios viajó? ¿Y con cuáles había llegado hasta la aldea? Sí, pasó por allí una posta rural en la que se montó, pues no necesito hacer bajar de los cielos a divinidad alguna para obrar un milagro. Si le asignase un caballo propio, aunque este fuese únicamente un penco de labranza que valiese unos pocos táleros, parecería todo tan maravilloso como si hiciese que su Apolo lo llevase de un lugar a otro cogido del pelo, que se había dejado corto por la peluca. En un principio tendrá que emprender su viaje hasta la condesa de Villafranca a pie. Nuestro héroe le describió su residencia tan bien, que resultaba del todo imposible que el autor no la encontrase en su camino a través del bosque. Dejó, por lo tanto, al marqués sumido en el recuerdo de su amada y pensando en su desaparecido ayuda de cámara.

Este último llegó con el viento, que desde la ciudad había transportado sobre sus alas el aroma del asado y de los pasteles de carne, cumpliendo de este modo los deseos del gran Bellamonte. Para hablar claro: Du Bois encontró a su señor sentado a la mesa, justo en el momento en el que se disponía a comer, pues sus tribulaciones no le impidieron abalanzarse sobre un buen trozo de ternera que tenía un aspecto estupendo, acción que quedó interrumpida por la llegada del sirviente, que supuestamente traía su espada.

Poco faltó para que Du Bois se olvidase de su empresa y para que pasase a emplearse a fondo con ese filete y con las tortitas que le acompañaban, que eran su plato favorito. Tampoco ha faltado mucho para que yo mismo interrumpiese mi historia para ofreceros una digresión respecto a la satisfacción que un estómago hambriento siente al ver una buena mesa puesta, pero en el momento en el que escribo estas palabras ya hace un buen rato que ha pasado el mediodía, y comparto el destino de muchos autores y poetas, quienes tantas veces han escuchado el reloj dar las doce sin sentir el consuelo que a otros cuerpos –quizás no tan bien dotados de almas tan buenas como las suyas– les sirve de solaz tras el trabajo o para la ociosidad.

En fin, no voy a comenzar digresión alguna, puesto que ya veo delante de mí el final de esta parte de mi historia. Continuemos. Podemos imaginar con facilidad que Bellamonte exigió inmediatamente la espada a su ayuda de cámara, y también que su malestar, no a causa de su ausencia, sino por su adverso destino, fue bien grande cuando escuchó que, antes de que llegase a la ciudad, cuatro bandidos habían obligado a Du Bois a entregarles el talego con el oro que le había dado. No podía hacerse a la idea de seguir mucho más tiempo sin espada, pues lamentaba esto mucho más profundamente que la pérdida del talego con el oro, que no era suficiente como para conmover su gran corazón. Du Bois tendría que volver de nuevo a por la espada, y con ese fin le dio algo de oro, pero su ayuda de cámara se mostró más deseoso de comer que de cabalgar de vuelta con el estómago vacío, ya que sabía perfectamente que se encontraría con Herr Glück. Por lo tanto, convenció a su señor de aplazar su marcha hasta primera hora de la mañana siguiente, y le explicó que estaba totalmente exhausto y que de todas formas no lograría llegar allí antes de que cayera la noche, ya que los caminos eran mucho más peligrosos por la noche que por el día. El marqués comprobó con desgana que los argumentos de Du Bois eran bastante sólidos, por lo que dejó tranquilo al ayuda de cámara y se puso a comer. Mandó a Du Bois a la cocina a comer, algo que fue muy bien recibido por este, que dejó a Bellamonte tan sumido en sus pensamientos, con la cabeza sujeta por sus dos manos y con los codos apoyados en la mesa, que acabó completamente perdido en ellos. Mientras tanto, el ayuda de cámara, que se vio acompañado en la cocina por su posadera y su doncella, se ocupó en una conversación que, si bien no era tan dulce como las que mantenía con Lisette, fue al menos igual de agradable.

La posada permaneció en este estado durante un par de horas hasta que este fue interrumpido por la llegada de Herr Glück y del honesto y anciano Thomas.

p. 100El marqués se quedó pasmado al escuchar la voz de su tío, que se dirigió a él. Se levantó, colocó los brazos en cruz y puso unos ojos como los que pone un ternero cuyo hilo vital se dispone a ser cortado por el inmisericorde puño del carnicero. Comenzó diciendo:

—Mi señor, no veo por qué…

—¿Cómo, mi querido sobrino? –le interrumpió Herr Glück–. ¿En dos días me he vuelto un extraño para vos? ¿Y ese «mi señor»?

Bellamonte se puso en pie, y dijo:

—Dejadme hablar, mi señor. Sé que habéis venido para intentar llevarme de nuevo a casa y a la ociosidad. Sin embargo, os aseguro que mi amor y mi orgullo me impiden dar un paso tan deshonroso.

—¿Qué decís, sobrino? –respondió Herr Glück–. ¿Que no queréis venir a casa?

Al viejo Glück le hubiera gustado seguir hablando, pero la sabia precaución de Thomas se lo impidió.

—Herr Johann –dijo con un gesto de inteligencia y de autoridad–, por Dios os pido que no nos causéis más disgustos. No os podéis imaginar cuán afligidos hemos estado hasta que hoy, por la mañana temprano, Görge…

Aquí retomó la palabra nuestro héroe:

—¡Tú! ¡Traidor! –le gritó al pobre Du Bois–. ¿De este modo me lo agradeces?

Du Bois había entrado a la habitación justo en ese momento, y quedándose a una distancia prudente, dijo:

—Ay, señor… Yo mismo me he visto traicionado… Mi padre me ha encontrado hoy… Pensad… ¿qué podemos sacar de todo este vagabundeo? En un día me han apaleado a fondo tres o cuatro veces, y aun así queréis seguir… pero, mirad… Solamente hemos experimentado aventuras penosas… Ayer por la mañana temprano con los campesinos… Apenas nos habíamos repuesto un poco gracias al encuentro con dos bellas muchachas y tomado una cena cuando llegaron unos fantasmas, los asesinos y las brujas… Vos mismo tenéis que sentir todavía el dolor… y la nariz sangrienta… Ay, mi señor, volvámonos a casa… allí podremos estar tranquilos, comer, beber y vivir felices… Nadie podrá apalearnos… Entrad en razón, estimado señor marqués.

Görge habló ininterrumpidamente de este modo, ya que la ira de Bellamonte le ofreció tiempo suficiente para ello.

Herr Glück permanecía completamente asombrado.

—¡Los malditos libros! –dijo suspirando–. Al fin veis, sobrino mío, las consecuencias que estos acarrean. Volved conmigo a casa y que nadie sepa lo que os ha ocurrido. Reconoced mi amor… ¿No es mejor vivir con un tío que tanto os quiere y que pone todas sus esperanzas en vos, antes que vagar por el mundo haciendo el necio?

Estas palabras conmovieron al valiente aprendiz de comerciante. Avergonzado, bajó la mirada. La bella condesa apenas si ocupaba una pequeña parte de sus pensamientos, y sin oponer resistencia dejó que se le llevase en silencio al carruaje. De este modo cabalgaron y se dirigieron hacia la ciudad, y Herr Glück añadió:

—¡Ay! ¡Los malditos libros!

FIN DE LA SEGUNDA PARTE