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Capítulo IV
El cual contiene cosas que a cierto tipo de gente no le gustarán

Con la salida de Herr Le Petit se restableció de nuevo la paz, si bien todavía hubo algún que otro conato de pelea. La pelea de la cocina entre Liese y Du Bois terminó asimismo a causa del cansancio de los contrincantes. El ayuda de cámara escapó de su enemiga y entró en la sala sin que ella lo siguiera.

La muchacha estaba del todo abatida. Se marchó a su alcoba y se puso otra falda. Entretanto, su caballero limpiaba con un pañuelo de seda las salpicaduras más gruesas de su jubón y pensaba cómo debía comportarse ante una situación como esta.

Parbleu, mademoiselle –le dijo a la muchacha, que acababa de volver–, ¡ha sido una maldita emboscada! Disculpez-moi, mademoiselle... No podía yo..., pero, morbleu, si tuviera aquí al cuillón que empujó al otro... Sed tan amable de disculparme... Esta misma semana recibiréis otra falda... Esta pelea me ha desconcertado del todo*.

La pretendida simplemente respondió:

—Soy yo la que estoy en deuda con vos. Pour moi no os molestéis..., ha sido una simple casualidad.

Hasta que se restableció el orden de todas las cosas y se hubo puesto la mesa con nuevos platos, el aprendiz prosiguió esta breve conversación con numerosas reverencias a ambos lados, durante las cuales las manchas del jubón despedían un triste reflejo cuando les daba la luz, y la muchacha, con una sonrisa forzada, con movimientos de cabeza y varias genuflexiones.

Esta villa era un lugar de esparcimiento para los habitantes de la ciudad debido a la belleza de sus parajes, y esa era la razón de que el aprendiz de comerciante se encontrara aquí. Él, su pretendida, el valiente marqués de Bellamonte y su cronista eran las personas que conformaban la mesa, que aumentó con la presencia de otro aprendiz. Herr Le Petit se encontraba junto a los caballos y se recuperaba de la disputa. El caballero del jubón de ragú le contaba a su amigo la riña y le mostraba los daños que había recibido la mejor parte de sí mismo, lo cual aquel lamentaba sinceramente. Acto seguido, comenzó una pequeña riña con el posadero, el cual no quería dejar pasar a su poeta de corte, sino que pretendía hacerle llevar la comida a su alcoba para que no diera pie a nuevas disputas. Al final, sin embargo, el posadero no puso más reparos cuando se le prometió que el dramaturgo permanecería pacífico y contó con la aprobación del autor, a petición de Bellamonte. Herr Le Petit se convirtió, así pues, en la sexta persona de la mesa y comenzaron todos entonces a comer tranquilamente.

p. 111Los ademanes y conversaciones que tuvieron lugar durante la comida fueron, en mi opinión, tan singulares que es ahora mi propósito ocupar algunas líneas con todo ello. A mí –me permito incluirme entre los observadores competentes– no pueden resultarme indiferentes. La insensatez del alma humana de pretender ser admirado y respetado, la cual es producto de una cierta vanidad, tiene un influjo enorme sobre las actividades de la vida cotidiana. Uno tiene que estar ya habituado a distinguir entre la bondad del corazón y el raciocinio si quiere descubrir el motivo de tales insensateces y si son producto de la carencia de lo último o de ambos al mismo tiempo. Las carencias del último tipo pueden encontrarse por lo general entre los petimetres. Estas gentes no permiten que su alma actúe demasiado, como si tuvieran capacidad de buen juicio, y ciertos prejuicios erróneos junto con una educación insensata les impiden tener buen corazón. En Alemania es posible encontrar a la mayoría de los petimetres entre los aprendices de comerciante y entre los jóvenes mercaderes, una observación que queda justificada gracias a la experiencia. No piensen llegados a este punto que por mi edad yo pudiera ser alguien que repruebe a los jóvenes porque imitan las últimas modas, por muy absurdas que sean. Esto es algo que más bien apruebo y no incluyo a quienes lo hacen entre los petimetres, sino solo a aquellos que hacen de ello un mérito y que consideran galantes y bien escogidos tales atuendos de mal gusto cuando son ellos quienes los visten. Este ilusorio mérito es por lo general tan vacuo que casi no es posible que exista sin presunción. Un fanfarrón como estos hablará de París como si hubiera vivido allí una buena temporada sin haber puesto nunca un pie en la ciudad. En tales relatos yo mismo he apreciado muchas cosas ridículas que otros pasaron por alto cuando una persona de estas suelta expresiones de nuestra lengua ante personas que considera que no le entenderán.

Con todo, acabo de darme cuenta de que de repente he vuelto a caer en el mismo error tan característico de mi edad y que durante tanto tiempo he evitado, así que volvamos enseguida a nuestra historia. Ambos aprendices estaban sentados uno frente al otro, igual que Herr Le Petit y el autor. Mi héroe, sin embargo, se había sentado en un extremo de la mesa para tener a la vista a la muchacha. Sus profundas cavilaciones le impedían hacer otra cosa que no fuera seguir comiendo, observar a los demás y escucharlos. Constantemente sacaban a relucir los jubones, los alisaban y estiraban, lanzaban hacia atrás las casacas y alisaban los puños. Se atildaban el cabello y lo sacudían. Consultaban el reloj, lo volvían a guardar y tomaban una pizca de rapé. Al final alguien cayó en la cuenta y le sirvió a la muchacha. Esta hizo una reverencia con todo el espinazo, cada cuarto de hora daba un bocado y de vez en cuando sonreía con la boca entreabierta por una mísera obscenidad que le habían dicho los dos que estaban sentados a su lado. Los autores, en cambio, comían sin soltar palabra, evitando que sus miradas se cruzasen, y fueron los que más contribuyeron al vaciado de las fuentes. Los aprendices, por su parte, hablaban cada vez más alto, contaban de sus viajes, de las últimas modas, del billar, de las muchachas, de las tabernas y de sus divertidas aventuras. De tanto en tanto alguien chapurreaba una triste palabra en nuestra lengua o mezclaba una maldición de la misma.

No me sorprende que gentes de este tipo sean tan populares entre las mujeres alemanas, puesto que entre nosotros la situación no es diferente. Pero me extraña que los nuestros compartan el gusto de aquellos, pues en Alemania tiene uno que ir de una ciudad a otra para encontrar a una muchacha tan ingeniosa como las que uno encuentra por docenas en cada calle de París.

Cuando había pasado ya una buena parte de la cena así, Bellamonte extrajo los dos pliegos impresos de la oda de Herr Le Petit para leerlos.

p. 112—Señor mío –le dijo a aquel–, esta pieza ha pasado ya por tantas manos que espero que no os opongáis a que también yo la lea. Voy a tomarme la libertad de darle a los dos señores escritores mis opiniones acerca de la valoración que le doy.

Herr Le Petit y el autor inclinaron varias veces la cabeza y él comenzó a leer. Después de haberla leído entre algunas sonrisas, se la devolvió al autor con las siguientes palabras:

—Infiero de estas páginas, así como de otras cosas, vuestra aptitud para la escritura, pero, señor mío, mostráis aquí cierta amargura de expresión que no es correcta en el quehacer de un crítico de arte.

A punto estaba el autor de estallar en cólera, mas logró mantener la compostura. Recordó el caballo de regalo y la fama que esperaba adquirir con la narración de la historia del marqués. Así pues, guardó en silencio los papeles con tan solo algunas muecas de fastidio.

Bellamonte se dirigió a continuación a Herr Le Petit:

—Vos, en cambio, señor mío, habéis dado pie con razón a burlas. Habéis atentado contra la buena dicción en vuestra oda, a la cual habéis dado injustamente el nombre de aria. Expresiones redundantes e incorrectas, como, por ejemplo, «hermoso don de la hermosura», «estrella de Venus», «pechos redondeados como una manzana», «mares lácteos», y muchas otras cosas similares que más bien parecen burlescas que naturales y agudas. Parecéis vanagloriaros de ciertas cosas que vuestra amada apenas si os habrá permitido y que atentan contra todo decoro, en especial en la última estrofa del regazo, donde decís:

...Tu regazo, que no podré desnudar
Hasta el fin de mis días...

Y permitidme también que añada que las palabras «Aquí mana un manantial de néctar» conforman una expresión de lo más ridícula. Por otro lado, el siguiente verso, «¿Qué podría ser más dulce?», casi me lleva a pensar que pretendíais afirmar que habríais probado dicho néctar. Bien sé qué es lo que queríais implicar con estas imágenes, mas estas imágenes me resultan muy mal escogidas y desdeñables. No obstante, quiero creer que compusisteis esta aria a vuelapluma y que puede que sea la pieza menos elaborada de entre todas las vuestras.

Con esto concluyó y observó algunas muecas extrañas en el gesto de Herr Le Petit, de su mandante y de la amante de este. Esta última se levantó avergonzada y se retiró a su alcoba. El adonis del jubón suntuoso no era capaz de conciliar del todo su ira y su pusilanimidad. El dramaturgo, por su parte, no sabía qué decir. En resumen, los tres estaban desconcertados, pues el pequeño poeta había compuesto la oda allí examinada en nombre del aprendiz para elogio de la muchacha que se había marchado avergonzada. Al final, el que llevaba el jubón de ragú se vio animado por la presencia de su amigo. Le hizo una señal a este, recibió en respuesta un gesto aprobatorio y comenzó a hablarle al marqués con voz atronadora y arrogante:

—Yo no sé, señor mío, quién os ha dado la liberté de raisonnar con tal atrevimiento sobre cosas que no os incumben.

—Sí –dijo el otro–, os recomiendo que dejéis de mélieros en los affaires de los demás. Aceptad esta mi advertencia o habrá que enseñaros modales.

p. 113—¿Pero cómo? –exclamó Bellamonte y se levantó de la silla con el rostro descompuesto y aspavientos violentos–. ¿Cómo? ¿Osáis prescribirme cosas que no permitiría ni a un príncipe? Exijo una satisfacción. Los dos a una vez no serán demasiado para mí. –Y dicho esto dejó relucir su temible espada. Los aprendices se quedaron estupefactos, se levantaron e hicieron amago de echar mano de sus espadas, pero el temor se apoderaba de sus trémulas extremidades. Finalmente, el héroe del jubón consiguió balbucir unas palabras:

—No quisiéramos ser tan deshonestos como para enfrentarnos a vos los dos al mismo tiempo. Mi amigo aquí presente no permitirá que le niegue el honor de ser el primero –dijo a modo de cumplido hacia el otro.

Aquel, sin embargo, le devolvió el cumplido y el marqués captó su animosidad pusilánime, resultándole aquellos de lo más despreciable. Habrían podido continuar durante horas intercambiándose cortésmente la prioridad en la lucha si el posadero no hubiera entrado por fin a la estancia. Observó los gestos de los aprendices de comerciante y a Bellamonte blandiendo la espada. Enseguida adivinó la causa de esta disputa y se dispuso, cumpliendo con su deber, a mediar una solución pacífica entre las partes. Los aprendices aceptaron con gusto la mediación y arguyeron que aquel extraño había considerado tan ofensivas sus corteses advertencias acerca de algunas libertades en su discurso que los había desafiado a un duelo. Bellamonte comprendió que sus adversarios no tenían ninguna intención de medirse con las espadas, y cuando el posadero afirmó con resolución que no aceptaría ningún duelo en su casa y los aprendices se mostraron dispuestos a no poner en entredicho el buen nombre de esta casa, dijo:

—Desistís de nuestro lance, por lo que veo. Ellos y vos, señor posadero, podéis atestiguar que habría luchado de manera honesta si lo hubieran permitido. –Y dicho esto volvió a enfundar la espada y cada uno se fue por su lado.

Du Bois había disfrutado tanto de la comida en la cocina tras el enfrentamiento con la gorda Liese que se fue de lo más ufano a la cama junto con su señor y el autor. El resto de las personas allí congregadas regresaron a la mañana siguiente a la ciudad por temor al indómito marqués de Bellamonte.

*Nos encontramos ante un deliberado uso afectado del francés por parte de Neugebauer, que revela la falsa erudición del caballero. Parbleu y morbleu, pese a ser términos anticuados, aparecen en el diccionario Larousse de la lengua francesa, mientras que cuijon parece una deformación de couillon, que hemos tratado de castellanizar como cuillón. A su vez, hemos adaptado la mezcla entre el francés y el alemán de pardonniren por Disculpez-moi para tratar de reflejar el limitado francés del personaje.