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Capítulo XI
El heroico rapto de la princesa

Así las cosas, mientras la fatalidad auguraba lo peor para el intrépido Bellamonte, las tornas se volvieron en un solo instante. Se escuchó un ruido de caballos al otro lado de la casa, y ya creía el marqués que venían más enemigos que querían acabar con él porque venían a caballo, cuando aparecieron de repente dos hombres a caballo cuyo aspecto hizo que cesara la batalla, pues este era el más extraordinario del mundo. Se notaba que uno debía de ser el señor del otro y ambos iban vestidos a la manera de la antigua Roma, de modo que Bellamonte también pensó que debían de ser comediantes. Aquel extraño llevaba puesta una ostentosa coraza de rico material cuyas escamas estaban recubiertas de flecos dorados, un faldín rojo bordado con soles dorados le llegaba hasta las rodillas y una capa de la misma disposición le pendía de los hombros. La cabeza iba cubierta por un casco sobre el cual sobresalía un penacho larguísimo policromado que caía hasta la grupa del caballo. En un costado llevaba un sable de hoja ancha en una vaina recubierta de oro, y en la mano izquierda un brillante escudo ovalado. Llevaba las piernas cubiertas solo hasta la mitad de la pantorrilla con unas pequeñas botas turcas y su escudero iba vestido de la misma forma, pero bastante mal y sin capa.

Estos insólitos personajes se detuvieron entonces allí. El caballero preguntó qué era lo que estaba sucediendo. Con su voz seria y rimbombante se ganó al instante el aprecio del marqués, que lo miraba con atención y que estaba obnubilado por su majestuoso porte, pues era de una altura considerable, tenía un rostro gracioso y aún muy joven, y montaba con mucha corrección a caballo, aunque se podía entrever algo triste e indómito en sus gestos. Así, Bellamonte comenzó a decir:

—Señor mío, me veo entorpecido en mi empeño de liberar a la más excelente señora en este mundo de una imposición repulsiva. Además, estoy decidido a morir antes que rendirme a mis enemigos.

Se adelantó entonces el noble rural.

—Señor –dijo–, cuídese de meter las narices en lo que no sea asunto suyo. Me han de llevar los diablos si cedo ni un ápice ante este fantoche. A ti te voy a enseñar lo que es bueno –dijo en dirección al marqués.

El romano vio que éste era el cabecilla de la parte contraria. A continuación, dijo:

—Sabed, caballero, que no pienso tolerar ninguna iniquidad. Mi apoyo ha de ser para vos, que tan heroicamente os habéis defendido, en caso de que los otros se nieguen a entregaros por las buenas a la princesa cautiva. Y vos –dijo dirigiéndose al noble rural–, vos veréis que mi brazo es invencible si alentáis mi cólera contra vos.

p. 137El noble rural, sin embargo, no quería transigir con tal facilidad.

Pour tous los demonios, voy a enseñarte, jovencito –le gritó al caballero–, cómo has de tratar a un noble.

Con ello se abrió la veda: el caballero extrajo el atroz sable y le gritó al marqués:

—¡Valeroso héroe, por mediación de esta espada pronto venceréis! ¡Seguidme! –Y junto con su escudero, al que llamaba Heraldo, arremetió contra los campesinos de tal manera que tres de ellos cayeron arrollados al suelo. Bellamonte estaba maravillado por este prodigioso auxilio. Creía que debía de tratarse de algún espíritu protector y lo admiraba por su rapidez, pues corría de un lado a otro como un rayo entre los enemigos y lograba esquivar los golpes más peligrosos con la mayor destreza. Pese a ello, algunas plumas de su ostentoso casco se desprendieron y la violenta culata de una escopeta alcanzó con tal vehemencia su escudo, el cual quizá fuera de madera, que este le cayó hecho añicos del brazo inmovilizado.

Mientras tanto, el marqués reposaba y, puesto que los enemigos estaban demasiado ocupados con aquel desconocido como para fijarse en él, volvió a montar en su caballo. Cabalgó entonces en dirección al noble rural, el cual no se consideraba seguro entre su propia gente, a la que aquel insólito caballero atosigaba de buena manera, de modo que, atemorizado, escapó del furioso y colérico Bellamonte y entró en la casa. Este no lo persiguió, sino que regresó para ayudar a su compañero. Sin embargo, la hermosa condesa lo hizo desistir de tal empeño. Había visto esta que su hermano había emprendido la huida y entrado en la casa y temía, no sin motivo, que se dirigiera hacia su habitación. Puesto que creía firmemente que su amado había de ser quien se llevara la victoria, se apostó junto a la ventana y se abalanzó hacia el exterior. Él estaba allí en el momento de recogerla y tomarla con él sobre su caballo. Justo en ese momento llegó también Du Bois montado sobre su corcel y recogió a Lisette de la misma manera. Su caballo había estado paciendo tranquilamente durante todos estos acontecimientos y en la sabrosa hierba había engullido el poco alimento que había en este patio.

En cuanto dieron la vuelta, vieron a algunos de los enemigos escapar, otros estaban tirados por el suelo heridos y paralizados de temor, y las antorchas tampoco habían logrado mantenerse derechas. Los alguaciles que allí permanecían, unos cinco o seis, se retiraron bajo el mando del circunspecto juez a una esquina del edificio y el romano se acercó a nuestro héroe a lomos de su caballo con ademanes pomposos.

—Valeroso caballero –le dijo–, vuestro heroísmo no tiene ya enemigo a quien vencer aquí. Mi brazo os ha auxiliado, y su alteza real –dijo dirigiéndose a la condesa– ya está libre de la coacción a la que esas injustas gentes la tenían sometida. Debo agradecer yo mucho ahora a la Fortuna que me haya permitido tomar parte, aunque esta haya sido ínfima, en esta liberación. Si la pesadumbre que desasosiega mi pecho me permitiera buscar la compañía de las personas, me demoraría algo más en encomendarme a vuestra ulterior protección, alteza real, y a la vuestra, magnánimo héroe.

Con estas palabras hizo una reverencia inclinando la cabeza hasta el pomo de la silla y, atravesando el foso, se adentró como un rayo en el bosque junto con su escudero, y Bellamonte apenas si tuvo tiempo de gritarle:

—Os estaré eternamente agradecido de corazón por vuestra liberalidad.

p. 138En cuanto hubo desaparecido, volvieron a acercarse los enemigos para lanzarse contra ellos. Sin embargo, el marqués y el ayuda de cámara llevaban en sus corceles un botín demasiado valioso como para que los cogieran desprevenidos en la pelea. Los campesinos habían estado atemorizados porque a los dos desconocidos, debido a su extraña apariencia y furor, los tenían por demonios. Así pues, para mis aventureros resultó sencillo ahuyentarlos de allí a todos. Tras ello, cabalgaron hacia el foso para buscar un lugar donde poder vadearlo tranquilamente, y la voz del autor, que ya había encontrado un vado, los alegró tanto como el hecho de tenerlo de nuevo junto a ellos. Lo primero que Du Bois le contó fue que él, en lugar de su viejo sable, se había apoderado ahora de la espada del hidalgo al que Bellamonte había derrotado en su duelo, si bien aquella no entraba demasiado bien en su vaina, y así continuó el viaje mientras se adentraban cada vez más en el bosque.

FIN DE LA TERCERA PARTE