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Capítulo V
Un duelo

Tanto agradaron los discursos críticos del marqués a la baronesa y al preceptor, los cuales se maravillaron al escuchar hablar de manera tan cabal a un hombre de quien habían pensado que era un insensato al principio y hasta hacía tan solo unos instantes, como mala fue la impresión que causó en el príncipe de Macedonia. Le enojaba que pudieran considerar increíbles aquellas cosas de cuya certeza él estaba tan convencido porque la locura se había adueñado completamente de él. La ira causada por las dudas acerca de la dignidad de su persona, la locura que se le atribuía y el desprecio que parecían mostrar hacia su condición le hicieron perder los estribos.

—Príncipe de Ródope –increpó al preceptor–, ¿es que el rey Absimaro, mi señor padre, os ha dado derecho a que con tal indiferencia observéis que se insulte de este modo mi condición? Y vos, audaz marqués o caballero, quienquiera que seáis, gran honor será para vos poder dirimir en un duelo a espada vuestras injurias contra mí. Gracias a mi puño tenéis toda vuestra dicha, vuestra vida y a vuestra amada, y así de ingrato sois. Deberíais reunir todas vuestras fuerzas para favorecer mi viaje a Siria, con lo cual podríais compensar, aunque mínimamente, el auxilio que os presté. Mas sabed que este mi puño puede arrebataros de nuevo todo cuanto os ha regalado –y en diciendo esto se levantó impetuoso de su silla y llamó a Heraldo para que le trajera su sable.

La baronesa se estremeció ante este acto. El interés que sentía por el destino de Bellamonte ya había dado pie antes a unos celos frente a la condesa de Villafranca y ahora temía por la vida de aquel. Su constitución corporal le había sugerido ya todo tipo de halagüeñas ilusiones acerca del placer que él podía causar en una mujer. El preceptor se levantó de golpe en dirección al joven señor.

—¡Vuesa merced –gritó–, por el amor de Dios! ¿Queréis mostraros aquí como un completo loco?

El marqués ya se había levantado. Otro habría pasado por alto el desafío de un loco, pero a él le vinieron a la mente al instante las ambiciosas ideas que normalmente lo alentaban y, por tanto, vio más la valentía de su adversario que su locura. Así pues, sin considerar los llamamientos de la baronesa o del preceptor, desenvainó su espada y se colocó en posición. El preceptor salió afuera para llamar a los criados. Sin embargo, ¿es posible que unos criados se mantengan sobrios durante horas en una posada? ¡Eso es una pretensión irrazonable! Estaban, junto con Du Bois, borrachos y dormían un sueño del que era imposible sacarlos. Entretanto, Heraldo echó el cerrojo en el interior para que el preceptor no impidiera que los dos héroes llevaran a cabo su duelo sin ser molestados.

p. 156El temible Vardanes alzó su resplandeciente sable, el cual ya había resultado tan terrible para tantos ejércitos, y el invulnerable Bellamonte, a quien la ira causada por las recriminaciones del príncipe enardecía aún más, hizo lo propio con su famosa espada, y ambos entablaron una lucha con los golpes de espada más atroces. La inconsolable baronesa se había echado en una silla y dejaba escapar un grito de angustia y lamento tras otro de la manera más escandalosa. Heraldo había apartado a un lado la mesa con la comida y los candelabros para que hubiera así más espacio para la lucha, y, mientras tanto, el posadero, el preceptor y otras gentes vociferaban ante la puerta para que los dejaran entrar.

Fue una suerte extraordinaria que tanto el príncipe como el marqués estuvieran cegados por la ira y que, al mismo tiempo, fueran ágiles. De este modo, no conseguían dar ningún golpe certero y siempre los conseguían parar todos. Finalmente, la impetuosidad de los adversarios, la sangre enfermiza del macedonio y las inusuales fatigas a las que se había visto expuesto Bellamonte llevaron a que esta lucha terminara con impetuosos movimientos de ambas partes y sin que hubiera que lamentar mayores daños, pues Vardanes tuvo un acceso de debilidad. Comenzó a echar sangre por las narices y cayó en los brazos del caballerizo, donde quedó inconsciente. Al marqués, por su parte, se le abrieron las heridas. La sangre brotaba con fuerza y un sudor frío le recorrió el cuerpo. Los ojos se le nublaron y dejó de oír, en definitiva, se vino abajo sin fuerzas con la espada en la mano tras haber visto inconsciente a su adversario. La baronesa vio que se desplomaba. La compasión y otra pasión que germinaba en ella la dotaron de alas para correr adonde él estaba y sujetarlo antes de que se derrumbara por completo. Se manchó un poco de sangre, mas no le prestó atención, y consideraba un placer inenarrable que Bellamonte le dijera:

—¿Qué he hecho yo, señora, para merecer esta atención? ¿Hay alguna cosa en este mundo con que pudiera yo compensaros? Os encomiendo mi vida. –Y en este punto hizo un esfuerzo por darle un respetuoso beso en la mano como agradecimiento, si bien ella se lo impidió, lo levantó y le estampó un beso tan fogoso en los labios que habría logrado hacer volver en sí a un desmayado mejor que el más costoso de los bálsamos.

En ese mismo instante se abrió de golpe la puerta de la sala. El posadero, junto con algunos de los suyos, la hermosa condesa con Lisette, el preceptor con los dos lacayos, Du Bois y el autor entraron para ver una escena que ya habían sospechado. Al ver al marqués, Villafranca lanzó un estridente grito y cayó desmayada sobre Lisette. Todos pensaban que ambos caballeros debían de estar gravemente heridos, mas cuando observaron con detenimiento, descubrieron que las heridas del marqués eran ya viejas y que el príncipe macedonio solamente había sufrido un fuerte desmayo. La hermosa condesa sentía un intenso dolor por no haber estado allí en lugar de la baronesa para prestarle ella misma a su amado el favor que le había otorgado la otra.