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Capítulo VI
De un cirujano, doctor y acontecimientos nocturnos

Fueron enseguida a llamar a un cirujano y a un doctor, pues no confiaban demasiado en que Heraldo fuera capaz de vendar las heridas de Bellamonte, a pesar de que él se ofreció a ello al instante y adujo que ya las había vendado una vez. Mientras tanto, intentaban detener la sangre y las mujeres ofrecían de buena gana sus mocadores y pañuelos. Poco percibía de todo ello el marqués, si no eran las caricias que le hacía su amada. Las suaves manos de ella vendaron las espaldas de él. Lamentaba que fuera ya la segunda vez que lo veía sangrar, y no le importunaban las gotas que caían sobre su falda de tafetán, pues ya la noche anterior había corrido la misma suerte cuando iba sentada delante de él sobre el caballo. Él le besó al menos cien veces los delicados dedos, que tan ocupados estaban en cuidar de él, y lo hacía con tal fervor que la baronesa tuvo que apartar la mirada. Esta se quedó mirando al príncipe de Macedonia, que tenía un acceso de fiebre, y le resultaba tan encantador que le habría gustado olvidarse del marqués. Sin embargo, vio que el buen Vardanes se hallaba desfallecido y que además había perdido por completo la razón. Bellamonte, en cambio, tenía algo más de juicio y seguramente en cuestión de horas habría recobrado sus fuerzas. Pensaba que debía de ser de cuna al menos noble y, sopesándolo todo, decidió continuar con su primera resolución, esto es, ver cómo podía disuadirlo de sus delirios, así como de su amor hacia la hermosa condesa. No estará de más una breve descripción de esta señora tan enamoradiza. Era de complexión pequeña, aunque bien proporcionada, y algo rolliza, mas lo justo para darle mayor suntuosidad. Tenía las manos muy blancas, así como el cuello y el voluptuoso pecho, y los pies pequeños y delicados. Su forma de caminar revelaba una enérgica vitalidad, así como sus grandes ojos azules, que refulgían sensualidad y cuyo trono parecían ser los labios rojos y algo voluminosos, y el pecho, que se agitaba de una manera seductora. En pocas palabras, lo único que le faltaba para eclipsar a la condesa de Villafranca era la apariencia majestuosa y lánguida que hacía de esta un ser tan digno de veneración. ¿No tenía derecho la baronesa a considerar que tales encantos y miradas apasionadas eran capaces de llevar a cabo conquistas rápidas? Pese a todo, no conseguía quebrantar la integridad del gran Bellamonte, que ahora recobraba nuevas fuerzas. Tras repetidos lamentos del héroe enamorado por la indiferencia de su condesa y de preguntarle si no querría demostrarle lo contrario, ella le aseguró, no sin gran pudor y discreción, que lo amaba y que le sería tan fiel como lo era él.

p. 158Finalmente llegó el cirujano. Preguntó dónde estaban las heridas y cuando se lo dijeron, comenzó a hablar con erudición de los síntomas de las heridas en la carne. Les estuvo explicando todos los tipos, cómo debían ser curadas, qué daños podían derivarse de una herida mal curada y cómo se debía proceder en un caso así. Elogió además sus tratamientos en el caso de tales heridas y creo que si estas hubieran sido de otra índole habría elogiado de igual manera su tratamiento de las heridas de ese otro tipo. El posadero, Du Bois y el autor estuvieron escuchándolo largo rato, pues los demás estaban demasiado distraídos u ocupados consigo mismos como para prestar un mínimo de atención a lo que contaba. Finalmente, el autor comenzó a decir:

—Os ruego, señor, que os ahorréis todas estas bellas cosas hasta que hayáis visto las heridas de las que aquí se trata. El señor no espera más que a vos para retirarse a la cama y lo único que haríais sería robarle su descanso.

Estas palabras hicieron que el locuaz cirujano observara los daños, que él, tras un examen en profundidad, consideró muy peligrosos, a pesar de que carecían casi por completo de importancia y de que el aspecto del enfermo contradecía completamente sus eminentes conclusiones. También Bellamonte sentía que solamente le flaqueaban algo las fuerzas para estar como había estado antes, lo cual esperaba remediar mediante un reparador sueño. Tras tener que escuchar de nuevo y para concluir los magníficos discursos del cirujano, sentía la necesidad de dormir, pues un cirujano charlatán puede tener un efecto tan narcotizante como un poeta trágico rastrero.

Así pues, este Macaón aburrido y vocinglero se despidió y dejó su lugar al doctor, que estaba en camino64. Ya habían despojado al joven conde de su estrafalaria armadura y lo habían acostado en una cama, donde estaba volviendo en sí, aunque también deliraba vivamente. El doctor subió las escaleras diciendo que ya eran veinte los pacientes a quienes había atendido esa noche y que aún le faltaban doce. A continuación examinó al enfermo, le recetó una bebida sedante mezclada con opio y que tres veces al día se le lavara la cabeza con agua fría. Acto seguido se marchó a toda prisa y dejó al preceptor totalmente anonadado por estos remedios, que le parecían tan insólitos que no estaba dispuesto a aplicar ninguno de ellos. De hecho, tampoco fue necesario. Aquella noche el conde volvió en sí, si bien estaba tan debilitado que apenas si lograba incorporarse. Para gran dicha del preceptor, gracias a las violentas sacudidas que su cuerpo había padecido habían desaparecido todos los delirios novelescos. Ni siquiera recordaba nada de ello y había olvidado el amor por la señora cuyo casamiento le había causado tantos trastornos.

Todo estaba ahora en paz en la posada. Todo el mundo dormía y solo algunas personas de los más bajos estamentos se resistían a la poderosa fuerza de Morfeo embriagados por el amor, que todo lo domina. Uno de estos era un criado del conde que desde hacía ya mucho tiempo conocía a la criada de la baronesa. Se había propuesto así renovar dicho conocimiento y una conversación en privado debía resultar en la ratificación de esta amistad. Acordaron que fuera durante la leal noche. La muchacha debía dormir en la misma alcoba que su señora, mas le había dicho ya al criado dónde se encontraba su cama y que debía esperar en el patio al que daban las habitaciones de la alcoba hasta que ella le diera cierta señal de que su señora estaba ya profundamente dormida.

p. 159El criado no percibió esta señal sino hasta la hora de los espíritus. Ella dijo tres veces su nombre por la ventana y él entró en la casa y subió las escaleras. Sin embargo, en lugar de entrar por la segunda puerta que se le había descrito que estaría abierta, pensó que debía ser la primera, porque la encontró asimismo entornada. Mas se equivocaba, pues esta era la alcoba de la condesa de Villafranca, y junto a la puerta dormía también su Lisette, a cuyo descuido se debía que la puerta no se hubiera cerrado bien. El enardecido criado apreció que en la cama yacía una persona, en concreto una figura femenina que dormía, o que él creía que simplemente fingía estar dormida. Así pues, con la convicción de que pretendía tomarle el pelo, sin mayores rodeos y puesto que había subido sin casaca y sin botas, se introdujo en la cama junto a Lisette. Sus abrazos despertaron a la doncella de cámara y sus besos la convencieron de que un hombre se encontraba en su cama. Lo que siguió naturalmente no podía ser sino un estruendoso grito que le mostró al criado su error y que despertó a la condesa de su sueño. El primero se levantó asustado de la cama y buscó la puerta de la alcoba, que no lograba encontrar a causa del miedo. La otra, por su parte, aunaba sus llamadas de socorro con los lamentos de la doncella, de tal modo que la baronesa y el resto de la casa vieron interrumpido su reposo. La muchacha que había sido la causa del alboroto sospechó enseguida lo que había sucedido con su amante y parecía estar tan asustada que apenas si lograba encontrar su falda, que, por cierto, ya llevaba puesta. Acudieron todos a la alcoba de la condesa y el criado se escabulló en la oscuridad con tal destreza que nunca se habría sabido qué sucedió si la muchacha hubiera guardado silencio. ¿Mas puede esperarse de una mujer, y en especial de una doncella, que guarde silencio? Lisette le estaba contando lo sucedido a la baronesa cuando llegaron el preceptor y los dos criados –de los cuales el culpable aparentaba estar tan asombrado como el inocente– para cerciorarse del motivo del tumulto.

El posadero y su gente también habían despertado de sus sueños. Todo en la casa era confusión. Encendió la luz y acudió también allí. La condesa y su doncella de cámara se dieron cuenta entonces de cuántos hombres las estaban observando en sus camas. La primera lanzó un grito y se escondió bajo el cobertor. La segunda, en cambio, no sabía exactamente si debía hacer lo mismo o si debía preguntar por el desvergonzado visitante cuando entraron en la habitación Bellamonte y Du Bois, ambos en camisón y empuñando las espadas desenvainadas, y vieron todo aquel desconcierto. Preguntaron qué era lo que sucedía y nadie sabía bien qué decir.

La baronesa se regocijaba de ver al marqués. En su camisón de noche estaba tan seductora que habría podido derretir un muñeco de nieve, y ella lo sabía. Así pues, se aproximó a él para contarle el motivo de aquel desorden. Él, sin embargo, notó que la presencia de los hombres resultaba por fuerza embarazosa a su amada. Se dirigió entonces a todos ellos pidiéndoles que abandonaran la habitación ahora que todo había pasado ya. Cuán doloroso no debió de ser esto para la enamorada baronesa al ver que las atenciones que él le dispensaba a la condesa le impedían entablar una conversación con ella. El preceptor le dio también noticia de que su señor iba recobrando paulatinamente el juicio y todos abandonaron la alcoba sosegados y con la opinión de que la causa debía de haber sido la imaginación de la doncella o un fantasma, aunque el posadero contradijo con vehemencia que hubiera sido esto último, pues no quería que su establecimiento adquiriera mala fama.

p. 160Con todo, unas horrendas voces gritando «fuego» procedentes de abajo y secundadas poco después por muchas otras voces los dejaron a todos atónitos. Bellamonte volvió a toda prisa a la alcoba y dejó que Du Bois sostuviera a la baronesa, quien había intentado arrojarse en sus brazos. Con la mayor presteza, la hermosa condesa y Lisette se pusieron sus enaguas y se dejaron llevar afuera por el marqués. Qué de encantos no vio este afortunado héroe. A pesar del sobresalto, se mostraba completamente apasionado y se tomó todas las libertades posibles, sin llegar al extremo de un beso. Ella escuchó sus disculpas y el miedo hizo que olvidara toda etiqueta.

—No os disculpéis, querido Bellamonte –dijo ella–. Os considero mi prometido, incluso mi futuro esposo –prosiguió diciendo con la mirada baja–, simplemente rescatad deprisa a vuestra amada.

Pese a la excitación, hincó una rodilla ante ella y le besó la mano con tal pasión que la baronesa, que lo estaba observando todo, a punto estuvo de estallar de celos. Los gritos de fuego la amedrentaban, los celos la torturaban, y ambas cosas juntas llevaron a que cobrara la suficiente fuerza para ponerse a salvo ella misma. Se liberó del ayuda de cámara y corrió junto con el preceptor hacia el patio, adonde la siguieron su Bellamonte con la condesa y Du Bois con Lisette, para observar desde allí si había algún indicio de fuego o humo. Mas no se percibía nada de ello. El posadero y su gente recorrieron toda la casa y no encontraron nada.

Cuando finalmente el posadero iba por el pasillo de la planta baja, escuchó una voz que lo llamaba y le pedía auxilio. En un primer momento se sobresaltó, mas se dirigió hacia el lugar desde donde le llegaba dicha voz. En este lugar había una pieza oculta que utilizaban como muladar para la caballeriza contigua y que esa noche había quedado abierta para limpiarla al día siguiente. El autor, en el momento en que se había producido todo el barullo, había querido dirigirse hacia el salón de abajo porque creía que el joven conde iba a realizar una nueva hazaña novelesca y porque había escuchado la voz del preceptor en el pasillo. Desafortunadamente cayó en esta abertura tal como iba, vestido solamente con una camisa y unos calzones. El posadero lo encontró allí con los brazos levantados y lo reconoció. Tiró entonces de él para sacarlo de la pieza oculta, donde estaba emporcado hasta los hombros. Le contó entonces que había gritado fuego para que acudiera en su auxilio la gente que antes no lo había podido escuchar. Después se limpió y todo quedó en silencio hasta la mañana siguiente.

64.En la mitología griega, hijo de Asclepio, de quien heredó el arte de la Medicina, dentro de la cual habría sobresalido como cirujano.