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Capítulo VII
Pruebas del verdadero afecto

El sol mostraba ahora su refulgente faz, la cual parecía haber cobrado un nuevo resplandor en las olas del mar para comenzar el último día de las grandes hazañas que habrán de otorgar a mi pluma una fama imperecedera, y alumbraba tanto juveniles lechos nupciales como aposentos en los que un Marte pasional desbarataba con una delicada Venus la vigilante custodia de ciertos incapaces Vulcanos. Con todo, después de que su purpúrea cabeza ya hubiera descollado por encima de las montañas, encontró a la vivaz baronesa ya fuera de la cama.

Se había echado en la cama solo con su camisón de noche, pues la visión de Bellamonte medio desnudo le había arrebatado el sosiego. Su acalorado estado debía por fuerza provocarle algunos deseos y muchas voluptuosas pasiones. Su espejo no podía recriminarle que la debilidad de sus encantos fuera la culpable de la indolencia del joven caballero. Así pues, lo achacó a la ofuscación novelesca y se propuso intentar esa mañana poner a prueba las aptitudes de tales encantos para devolver la razón a un sujeto tan encantador y hacer que correspondiera su inclinación por él. El posadero les había confesado a ella y a los demás, excepto a los acompañantes del marqués, que a todos sus huéspedes les estaba prohibido moverse de allí por culpa de aquel, y que había llegado a oídos del burgomaestre que en su locura había escapado de sus parientes, los cuales eran, al parecer, gente respetable. Por ello, pensaban retenerlo allí hasta que se recibieran noticias de esos parientes. Esta novedad reforzó en la baronesa la insensata convicción de se trataba de un noble y que, por tanto, era digno de recibir la mano de ella. Así pues, se vistió de manera totalmente incuriosa, aunque bien escogida, de modo que apenas dudaba de la conquista de su corazón. Su tez había alcanzado un color rojo vivo a causa de estas figuraciones y su pecho se había henchido de manera tan agradable por la voluptuosa excitación que bajo el fino fular se podía percibir tanto la blancura del mismo como sus cautivadores movimientos.

Tras haberse cerciorado más de cien veces ante el espejo de su atractiva hermosura, bajó a solas al patio, a un rincón en el que el posadero había hecho instalar para el solaz estival un cenador con un tupido emparrado verde e hizo llamar al marqués para que acudiera a aquel lugar a tomar el té con ella. Este no pudo negárselo. La condesa, con quien se encontraba, comenzaba a tener algunas sospechas. Ella, sin embargo, no le confesó nada y él se marchó meditando acerca del afecto de la baronesa. Ella lo recibió con una cara especialmente amable y le preguntó cómo se encontraba su herida, cómo había dormido y le instó a que se sentara.

p. 162Poco después trajeron el té. Ella desvió el tema de conversación hacia los centinelas que permanecían ante la casa y le contó que creía que él era el único motivo de que estuvieran allí. Él le dio la razón y la consecuencia natural fue que ella quiso saber más de sus hazañas.

Él no puso reparos en complacerla y le habló tanto de su intenso amor por la hermosa Villafranca que ella volvió a dudar del poder de sus encantos. Con todo, él no mencionó nada de la conversación que la noche anterior habían mantenido él y la condesa.

La baronesa dijo entonces, tras pensarlo un buen rato:

—Yo no sé, señor mío, si el afamado objeto del apasionado amor que habéis declarado puede ser digno de tal, pero que será dichosa puedo ya presentirlo. Sois el hombre más íntegro del mundo –y con una afectuosa sonrisa terminó diciendo–, ojalá tuviera yo un pretendiente como vos.

—Sois muy bondadosa, señora –respondió Bellamonte–, al concederme un elogio tan extraordinario, el cual no puedo merecer. Sin embargo, para placeros no os voy a contradecir excepto en lo que parece concernir a un cierto desprestigio de mi amada. Vuestro juicio resultaría algo más favorable si conocierais la sublime alma de ella.

—Pero id con cuidado –replicó la baronesa, molesta por ello– de no sublimar demasiado a vuestra amada. Miradme un momento y decidme si merezco que me digáis que la condesa tiene un alma tan sublime.

—Os ruego me disculpéis, señora –se excusó el marqués–, si por causa del demasiado afecto no he tenido en vuestra presencia toda la consideración que debería haber tenido.

Al instante, a aquella bella dama se le ocurrió algo que su experiencia le había confirmado ya muchas veces. Sabía que las pasiones, y en especial la voluptuosidad, se avivaban mucho más con un solícito acercamiento de los cuerpos, tal como el fuego solo surge de la piedra mediante una esmerada fricción con el acero. Así pues, no aceptó la fría disculpa del caballero. Se levanto y rápidamente se acercó a él.

—Oh, no penséis, mi estimado señor, que vais a conseguir con tanta facilidad mi perdón, pues solicitáis este perdón de tal manera que solamente consigue acrecentar vuestra culpa. Decidme vos mismo, ¿no merecéis algún otro castigo?

Mientras decía esto, le colocó una de sus delicadas manos bajo el mentón y con la otra le dio unos suaves cachetes. El recuerdo de esta breve escena y de las muecas que mientras tanto hacía la baronesa todavía hoy provocan en mí un acaloramiento que los sentidos de Bellamonte sí percibieron, pero que, dado el tiránico dominio que el alma tenía sobre los sentidos, lograron que no se dejara seducir.

Es cierto, sentía ahora algo que no había sentido hasta el momento, mas lo tomó por una sensación relacionada con la infidelidad y reprimió toda excitación. Sin embargo, a pesar de este dominio de sí mismo, apareció en su rostro cierto sonrojo y la mirada reflejaba cierta turbación, de tal modo que la baronesa creyó deducir de estas manifestaciones los sentimientos del otro. Su triunfo parecía asegurado, mas no sabía que a menudo los sentidos, por su estructura mecánica, permiten surtir efecto en ellos a algunas cosas a las que el espíritu en ese mismo instante se opone.

p. 163Este mismo era el estado en el que se encontraba Bellamonte. No sabía qué debía decir para responder a esta señora que había ido a sentarse a su lado y que lo observaba con la mirada más apasionada del mundo. Él se levantó y se alejó de ella.

—Ay, señora –exclamó–, ¿es que queréis…?

—No quiero nada de vos, señor mío –respondió la baronesa y tiró de él hacia sí–, pero os ruego que me miréis y me digáis abiertamente si amáis a la condesa de Villafranca de manera tan extraordinaria como me habéis dicho antes.

La excitada señora olvidaba en esos momentos que tenía ante sí a una persona cuyo juicio no estaba en las condiciones en que habría debido estar.

El marqués volvió a tomar asiento. Su turbación hacía que a ojos de la señora resultara aún más encantador, pues no lograba articular palabra. Ella lo tomó de la mano.

—Señor mío –dijo–, estoy quebrantando el orden acostumbrado al haceros partícipe de lo siguiente. Sin embargo, mis actos os habrán revelado que vuestros méritos han causado cierta impresión en mi corazón, el cual es demasiado sensible como para mantenerse indiferente. Amáis a una persona cuya condición puede que sea dudosa, que puede que no sea digna de este amor, pues he observado que el verdadero deleite de una pasión tan cautivadora todavía le resulta desconocido. Yo no soy como otras mujeres que se torturan a sí mismas por su desmedido afán de reconocimiento o como aquellas a las que una rigurosa virtud impide probar todos los placeres que un amor pasional puede provocar en dos personas jóvenes. No, no me escondo. Confieso que vuestros méritos me han impresionado, y aún más, lo admito ante vos. Vos mismo debéis juzgar qué recompensa merece de vuestra parte una confesión de afecto como esta.

A continuación, se cubrió los ojos con la mano e hizo como si se avergonzara. Al mismo tiempo se regocijaba con la impresión que este discurso debía de haber causado a mi héroe, pues con astucia lo había dispuesto muy al gusto de él.

Pese a todo, él consideraba tan oportuna esta incitación a poner a prueba su verdadero afecto por su amada condesa de Villafranca que estaba decidido a enfrentarse a las mayores tentaciones. Lanzó un suspiro y comenzó a hablar:

—No me diríais cosas tan increíbles, señora, si no quisierais poner a prueba mi amor por el objeto que el mismo afecto siente por mí, y tengo motivos para creerlo. No dudéis de este amor. Ha conseguido calar tan hondo en el interior de mi corazón como para no ceder ante tales tentaciones y dejarse domeñar. Os confirmo de nuevo que mi amor por la condesa y mi vida terminarán ambos en el mismo instante.

Estas palabras le costaron en verdad gran esfuerzo, pues su naturaleza humana apenas si lograba oponer resistencia a los encantos que veía ante sí. La baronesa, con el calor, había retirado un poco el fular, de tal manera que podía verse una parte de sus tiernos pechos, y estiró tanto una de las primorosas piernas que podía verse claramente la tersura de medio muslo gracias a la falda remangada. En definitiva, todo en ella, incluso su aliento, era voluptuoso y seductor. Percibía muy a las claras la turbación del héroe. Veía que él contradecía sus propios sentimientos arrastrado por su espíritu novelesco. Finalmente, consideró ella que nada era más probable que una conquista inminente.

p. 164La fogosidad de sus miradas se redobló. Se acercó aún más a él, se echó de manera descuidada en el banco de hierba y se apoyó sobre los codos para dejar ver bien sus redondeados brazos, mientras sus melancólicos ojos hostigaban el heroísmo del marqués. Este se encontraba en una situación tal que habría preferido estar entre los enemigos a los que con tanta valentía había vencido la noche del rapto. Pese a ello, al mismo tiempo la idea de que una mujer respetable sintiera tal amor por él como para confesárselo ella misma suponía un halago tal para su amor propio que ahora se enorgullecía tanto de todos sus méritos como antes lo había hecho de sus delirios marquesiles y de su extraordinaria intrepidez. Además, todavía percibía aquellos encantos por los cuales apenas si lograba no darse por vencido a la baronesa.

Esta, haciendo uso del tono de voz más amartelado del mundo, lamentaba los recelos de que ella estuviera fingiendo.

—Leed en mis ojos y en mis gestos –dijo ella para incitarlo a que la mirara– si podéis percibir en ellos la más mínima simulación. Habéis conquistado mi corazón, querido Bellamonte, y solo de vos dependerá si seréis su dueño, así como de mi mano.

Abandonó entonces su anterior posición, le pasó un brazo por el cuello al marqués y lo tomó de la mano, al tiempo que acercaba su rostro tanto al de él que por fuerza tenía que notar cómo ardía de amor y de deseo.

Sólo él, esto es, una persona completamente dominada por ideas quiméricas, era capaz de no sucumbir ante tales arremetidas. Ya estaba poniendo todo en duda, ya había fijado su mirada en el cielo y suspiraba por su sino cuando un apasionado beso que la baronesa le estampó enérgicamente en los labios debía haberlo conquistado del todo. Sin embargo, en este instante imaginó en sus adentros la grandeza de un sacrificio tal y la fama resultante en toda su dimensión. Recordó que el amor sólo se vence con la huida y se soltó del abrazo enamorado de la enardecida y hermosa viuda.

—¡No, señora! –exclamó él–. Si no me opusiera a vuestras tentaciones, pronto tendríais todo motivo para regocijaros por el triunfo que obtendríais sobre el más íntegro de los hombres. ¡Oh, cielos, qué me quedaría entonces! Vuestro escarnio, el ser repudiado por mi amada y no sería más que una persona que ha perdido todo su honor, pues mi falta de integridad os resultaría a vos misma execrable. Así pues, es mejor que deje ahora de exponerme a encantos como los vuestros.

—Desagradecido –le gritó la baronesa mientras aquel se apartaba–, ¿es que mi afecto merece una respuesta así? –y le lanzó algunas miradas tan férvidas como vanas. Él hizo entonces una profunda reverencia y se dispuso a salir del cenador, si bien con pasos vacilantes, pues luchaba todavía contra todos aquellos encantos sensuales. Como viera ahora la señora que los delirios que ocupaban su cabeza se habían adueñado por completo de él, ideó la manera de salvar su propio buen nombre. Y así, cambió de pronto su temperamento e hizo un esfuerzo por parecer completamente indolente. Le hizo detenerse cuando todavía estaba ante la puerta del cenador. Él se quedó asombrado de esta transformación y aún más de las siguientes palabras:

—Sois en verdad tan loable, señor marqués, que merecéis la reputación de héroe en el amor. Otro no se habría resistido a estas tentaciones. Pero no dejéis que otros sepan nada de todo esto. Mis intenciones eran en verdad buenas. Y además no os voy a ocultar que la condesa de Villafranca habría tenido enseguida conocimiento de todo si os hubierais entregado.

La contención que colegía de sus gestos y su amor propio evitaron que Bellamonte concediera credibilidad a estas palabras y se despidió de ella con cumplidos acordes a su respuesta.