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Capítulo II
Nueva aventura de la heroína

Mortificado Glanville de haber oído ridiculizar a Arabela, resolvió apoderarse de las conversaciones y elegir solo asuntos sobre los que pudiese su prima lucir, sin absurdo, su talento; este proyecto le salió bien y se pasó divertidamente una parte del día.

Propuso el caballero Jorge salir a caza por la tarde. Arabela, como acostumbrada a este ejercicio, aceptó la proposición, después de haber mostrado a Carlota la repugnancia con que la dejaba sola. Muchos amigos de Jorge se encontraron al tiempo de salir a la puerta de la quinta, de manera que se formó un lucido escuadrón. El vestido que llevaba nuestra heroína la sentaba muy bien: mostrábase su talle de un modo que la favorecía, un sombrerillo con plumas blancas acompañaba su ondulante melena y realzaba tanto sus gracias que Glanville estaba como embobado. El caballero Jorge, animado de una pasión más poderosa en él que la del amor, se puso al frente de los cazadores y dejó partir a Glanville con su prima. Corrieron juntos algún tiempo en silencio y Arabela, satisfecha de su discreción, creyó, por su delicadeza en el proceder, que debía proporcionar a su amante la ocasión de que la hablara de su cariño; para esto pretextó algún cansancio y dijo que sería bueno reposar a la sombra de algún ramaje espeso (porque era puntual en la observancia de las costumbres heroicas). Gozoso, Glanville se desmontó; ayudó a su prima a que lo hiciese y se sentó a su lado sobre unos menudísimos céspedes: las rosas de la modestia colorearon el rostro de Arabela; Glanville lo advirtió y dijo cosas muy altisonantes que tuvieron buen efecto. La heroína se humanizó en aquel diálogo hasta tanto como declarar a Glanville que no lo aborrecía, cosa que, en el estilo sublime, es un insigne favor. Habría un cuarto de hora que estaban en conversación cuando Arabela dio un grito de espanto, se levantó atropelladamente y corrió a su caballo.

—¿Cuál es la causa de ese terror, prima mía?

—¿No veis aquel caballero que viene hacia nosotros?

—¿Qué hay, pues, en ese hombre de extraordinario?

—Es el mismo, lo conozco, que intentó robarme algunos meses ha.

—Y cuando quisiera hacerlo ahora, yo basto para defenderos.

—Sí, no lo dudo de vuestra buena voluntad, pero él habrá tomado, sin duda, sus medidas para lograr su empresa... Dejadme huir.

No quiso Glanville perder tiempo en razones, la ayudó a montar y la siguió. p. 125

—Vuestro antagonista –le dijo Arabela– está a pie... yo estimo mucho vuestra vida, pero no puedo dispensarme de representaros que es contra las leyes de la caballería el no pelear con armas iguales; os prohíbo, pues, olvidar (aun para mi seguridad propia) lo que debéis a vuestra gloria.

Aunque sofocado Glanville con la extravagancia de su prima, la suplicó sumisamente que no se inquietase por cosas tan poco verisímiles.

—Dejemos llegar a ese viajero: si trae mala intención (como os lo persuadís), confiad en que os defenderé hasta derramar la última gota de mi sangre. Y ahora, para tranquilizaros, pongámonos en marcha sin afectación y vamos a reunirnos con los cazadores, a quienes, acaso, tenemos con cuidado.

Arabela miró a Glanville con sumo enojo, guardó silencio algún tiempo y después le dijo:

—¿Será dable que me haya engañado en el concepto que he formado de vos? ¿No os sentiríais, Glanville, con bastante ánimo para pelear con mi robador?

—¡Ah, cielos! ¡Qué decís! No hagáis conmigo tales experiencias... ¡Yo falto de ánimo!... ¡Por vida de!... ¿Habéis, en efecto, jurado trastornarme el juicio? ¿Quién es, por Dios, el que quiere robaros, ya que esa es vuestra quimera?

—Ese que viene ahí –replicó sosegadamente Arabela, señalando con el dedo hacia el caminante–… Sabe, pues, frío e insensible amante, que ese caballero es tu competidor… y, acaso, más digno que tú de mi aprecio, pues, amándome lo suficiente para formar el proyecto de robarme, tendría ciertamente valor para defenderme, si estuviera en su poder. Más perdonable es su violencia que el oprobio con que, a mis ojos, os cubrís...

Dicho esto, picó a su caballo y dejó al pobre Glanville en la postura de un hombre petrificado. No se atrevió a seguirla; receloso de pasar por cobarde deploró su suerte y exhaló su cólera con mil imprecaciones contra las malditas novelas heroicas.

Hervey (a quien un asunto de importancia había traído por aquel país) había oído las lamentaciones de Glanville y creído que acababa de ser tratado como él. Acercósele, riendo a carcajadas, y le dijo:

—Caballero, no tengo el honor de que me conozcáis, pero permitidme que os pregunte si conocéis a la dama que os ha dejado con tanto despego. Es la criatura más extravagante que hay bajo la bóveda del cielo.

Glanville, aunque de malísimo humor, amaba a su prima y no sufría que se la ultrajara; arrugó, pues, el ceño, se encasquetó el sombrero y respondió a Hervey que era una insolencia tratar de aquel modo a una dama del mayor mérito, del nacimiento más distinguido y, además, parienta suya.

—Os debo disculpas, caballero –repuso Hervey con tono burlón–, supuesto que sois el campeón de esa dama; pero, si pretendéis reñir contra cuantos se burlan de ella, os declaro que tendréis muchísimos desafíos. p. 126

Glanville, transportado de furor, hizo un gesto injurioso; Hervey desnudó la espada y se arrojó intrépido a Glanville, quien por algunos instantes solo pudo parar los golpes con el mango del látigo, pero pudo sacar su cuchillo de caza y la pelea fue reñidísima. Arabela, escondida detrás de un árbol, vio, con gozo, que su amante era valiente. Dejose sentir en su corazón un movimiento de ternura y se disponía ya a interponer su autoridad para separarlos cuando divisó a muchos hombres que corrían hacia los dos combatientes: eran unos segadores, bautizados por ella con el nombre de satélites del robador. Asustada de aquel refuerzo, corrió, a toda brida, a advertir a los cazadores del peligro en que se hallaba Glanville y se desmayó al llegar. No viendo el barón a su hijo, entró en gran cuidado y se aprovechó del momento en que Arabela abrió los ojos, para preguntarla por él.

—Vuestro hijo queda peleando contra una multitud de gente armada con un valor igual al de Cleomedón. No perdáis tiempo que, aunque es valiente, el gran número puede oprimirlo.

—¡Dónde está, en el nombre de Dios!

—Id por este lado y seguid el rastro de la sangre de los enemigos que ha vencido...

El padre de Glanville, sin responder cosa alguna, partió al galope y con él todos los demás. El caballero Jorge, continuando su chanza y viendo a Arabela, que se disponía a montar también a caballo, se ofreció a quedarse con ella para defenderla si algún raptor se presentaba. Procuró darla a entender que los horrores de una batalla no eran para ojos como los suyos, pero, no pudiendo persuadirla, se vio obligado a volar con ella al socorro de Glanville.