Estudio
Don Quijote con faldas como paradigma del quijotismo femenino
Pedro Javier Pardo
The Female Quixote (1752), título que el ingenio de Bernardo María de Calzada tradujo a nuestra lengua en 1808 como Don Quijote con faldas, ocupa una posición de privilegio en la historia de la recepción internacional de la novela de Cervantes. Como parte de ese proceso de producción de nuevas figuraciones o avatares del hidalgo que transforman el libro en mito, Lennox feminiza la figura quijotesca de manera paradigmática, además de añadir un desarrollo propio tanto de las estrategias paródicas y satíricas como del realismo romántico y antiliterario que Cervantes había patentado. De todo ello vamos a ocuparnos en el análisis que sigue, pero es importante dejar constancia también de que sus innovaciones estaban ya prefiguradas en autores anteriores y son fruto de un largo proceso que empieza en las lectoras quijotescas del siglo xvii, las francesas en especial. La autora inglesa se apropia de esas lectoras para convertirlas en la mujer Quijote y poner así en circulación un arquetipo que va a ser una constante recurrente en la literatura posterior y que se propagará de manera transfronteriza a través no solo de traducciones sino también de imitaciones. De hecho, la traducción española de Calzada no se hará directamente del inglés, sino desde la francesa de Isaac-Mathieu Crommelin (1801); ese mismo año el texto de Lennox será reescrito en la nueva república de los Estados Unidos de América con el título de Female Quixotism [Quijotismo femenino] de Tabitha Tenney; y esta ruta transatlántica se completará unos años después en la naciente república mexicana con La Quijotita y su prima (1818–1819), de Fernández de Lizardi. De esta manera, tanto la gestación como la difusión de The Female Quixote tienen el carácter transnacional que caracteriza a la tradición cervantina, lo que convierte a la novela de Lennox en una magnífica atalaya para estudiarlo. p. 245
1. Antes de Lennox: arqueología de la lectora quijotesca
Antes de la mujer Quijote fue la mujer lectora.
Sobre la mujer lectora, casi desde sus primeras apariciones en la literatura, ha pesado la sospecha –si no la acusación– de leer de forma inadecuada, de dejarse arrastrar, influir y transformar por los libros que lee, con el consiguiente perjuicio para sí misma y para la comunidad. Recordemos que ya Luis Vives en su De institutione feminae christianae [Sobre la instrucción de la mujer cristiana] (1524), un libro que tuvo enorme difusión en Europa, avisaba de los peligros que la lectura de libros de caballerías entrañaba para la mujer cristiana por fomentar su de por sí natural tendencia a la ensoñación. Paradójicamente, Teresa de Ávila es uno de los ejemplos más conocidos de esa peligrosa forma de leer tales libros, que la santa censura y contempla como una mala influencia en el capítulo II de su Libro de la vida (1565/1588), significativamente titulado «De cómo fue perdiendo estas virtudes y lo que importa en la niñez tratar con personas virtuosas». La mujer que lee ficción parece ser por naturaleza una misreader, como explica Amelia Dale, término difícilmente traducible al castellano que encierra un iluminador juego de palabras: «The “misreader,” or the reader who misreads a text, is nearly synonymous with “Miss reader”» [la mala lectura es casi sinónimo de señorita lectora]; y, como tal, añade Dale, es descrita en reseñas, obras de teatro, manuales de conducta, tratados contra las novelas y las novelas mismas (12). En todos estos textos se suele presentar a la lectora leyendo el tipo de ficción idealista o romántica conocida en inglés como romance, en diferentes variantes entre las que se cuenta la que hizo enloquecer al hidalgo. Subyace en ellos el convencimiento, implícito o explícito, de que esta clase de literatura afecta más a la mujer que al hombre y puede corromperla por la afinidad o conexión existente entre ambas y explicada por Langbauer: irracionalidad, imaginación excesiva, sentimentalismo (Women and Romance 78). En consecuencia, se puede caracterizar a tal lectora como quijotesca, tanto por lo que lee –literatura romántica– como, sobre todo, por la forma en que lee –inmersiva y absorbente, indiscriminada o sin discernimiento1.
La representación de esta lectora quijotesca en la literatura de creación se generaliza en el siglo xvii con la incorporación al mercado literario de la mujer y se intensifica en el xviii con el crecimiento de dicho mercado y de su implicación en él, no solo como consumidora sino también como productora de ficción. Esta relación de causalidad entre una realidad emergente y su traslado a la literatura, sin embargo, no tiene por qué ser de carácter mimético, es decir, reflejo de una propensión femenina a la práctica quijotesca de la lectura por la mayor vulnerabilidad del sexo femenino; sino que puede ser de tipo reactivo, o sea, expresión de una preocupación masculina por los efectos de la lectura no solo en las mujeres, sino en la sociedad en general, preocupación que se focalizaría en el colectivo femenino. En esta dirección se pronuncian estudiosos de la lectora quijotesca en el siglo xviii inglés como Paul Scott Gordon, quien afirma que el «problema de la ficción» se construyó como un problema femenino por un discurso patriarcal que abordó los peligros de la lectura vinculándolos al género sexual (34–35), para atacar así la imaginación excesiva y errática, los géneros narrativos populares que la alimentaban y a la propia mujer como agente principal de los dos males previos (36)2. Dale también ve en esa feminización de la mala lectura un indicador de ansiedades o miedos más generales, como los causados por la proliferación de la ficción en prosa, su enorme capacidad de influencia en cualquier lector y la feminización del mercado literario por el aumento de mujeres que leen y escriben; en suma, por el poder transformador de la imprenta y la expansión del dicho mercado (13)3. Los miedos que encarna la lectora quijotesca, por tanto, responderían no tanto a la idea de que las mujeres que leen son peligrosas como a la de que la propagación de la lectura es en sí misma peligrosa. p. 246
Sea como resultado del mayor impacto que la literatura de ficción pudo tener en la imaginación femenina o como fruto de una construcción patriarcal que feminiza un problema general, las figuras de mujeres lectoras menudean desde principios del siglo xvii, pero no puede, en la mayoría de los casos, postularse una relación genética o de influencia entre ellas y Don Quijote por la falta de referencias explícitas o de huella textual efectiva. Ello no es óbice, sin embargo, para calificarlas como quijotescas, pues reproducen, de forma total o solo parcial, una forma de leer e incluso vivir la literatura a la que ha dado nombre el hidalgo manchego y a la que podemos referirnos como el síndrome quijotesco4. Estas lectoras son el antecedente ineludible de la mujer Quijote de Lennox, cuya feminización del hidalgo no podría haber alcanzado el carácter paradigmático que reivindicamos en el título de este estudio sin este corpus que actúa como caldo de cultivo. Si con The Female Quixote empieza la historia oficial de la mujer Quijote, estas obras precursoras configuran una especie de prehistoria que requiere un trabajo de arqueología para sacarlas a la luz como vestigios de sus orígenes. Ello es particularmente necesario en el caso de las francesas, pues pudieron filtrar o mediar la huella cervantina en Lennox por el uso que ellas mismas hacen de Don Quijote. Pero merece la pena detenerse también en una tradición autóctona de índole menos explícitamente cervantina, aunque no, por ello, olvidable.
1.1. Lectoras inglesas: quijotismo accidental
El primer testimonio literario de una lectora en la que se atisba el síndrome quijotesco aparece, como indica bien Cristina Garrigós en su análisis del quijotismo femenino en cuatro novelas de lengua inglesa («Lecturas peligrosas» 309), en uno de los caracteres de Thomas Overbury, «A Chambermaid» [Una criada] (1614). De ella escribe Overbury que un libro de caballerías, el Espejo de príncipes y caballeros (Diego Ortúñez de Calahorra,1555), la saca de sí y muchas veces ha pensado en cambiar de vida y hacerse dama andante («lady-errant»). Tal pulsión imitativa hace pensar en don Quijote tanto por la coincidencia en el modelo literario como por la distancia entre el mismo y su condición –femenina y socialmente inferior– que la hace tan disparata y ridícula como la del hidalgo. Sobre los mismos peligros alertan en términos parecidos Robert Burton en su famosa Anatomy of Melancholy (1621) y Wye Saltonstall en el retrato de una doncella que ofrece en Picturae Loquentes (1631)5. Y una lectora de caballerías de similar extracción popular aparece también, como informa Joyce Boro (29), en la obra de teatro The Guardian (1633), de Philip Massinger. Calipso toma por reales los libros de caballerías, incluyendo de nuevo el Espejo, pero además los utiliza de forma torticera, para defender la virtud de otro personaje femenino cuya conducta sexual, como la suya propia, es más que dudosa, de forma que se establece una significativa asociación entre lectura femenina y sexualidad irregular. La ficción narrativa posterior desarrollará esta vinculación en nuevos personajes femeninos en los que este quijotismo que podríamos llamar accidental –por su carácter poco relevante o implícito, sin alusiones al Quijote– va unido o incluso sirve para explicar un comportamiento anómalo, inmoral o transgresor, ligado al erotismo, pero también a la delincuencia. Los primeros y titubeantes atisbos de quijotismo femenino se producirán en personajes con una capacidad de acción superior a la concedida por la sociedad, pero a costa de situarse en sus márgenes o convertirse en mujeres caídas. p. 247
Así se observa en las protagonistas de biografías criminales, un género inglés emparentado –aunque no coincidente– con la picaresca española, por ejemplo, en Mary Frith (The Life and Death of Mrs. Mary Frith, 1662), apodada Moll Cutpurse, quien, en un pasaje rescatado por Salzman (213) en que la descubren disfrazada de hombre, explica que ella no se ve como los demás, sino como la escudera de Dulcinea, que debía entregar un mensaje al caballero de su dama, y que se ha vestido de hombre para hacerlo de acuerdo con la etiqueta caballeresca, pero también para sorprender al escudero del caballero, al que llama su Sancho Pancha6. Es evidente que para la narradora el Quijote es un libro de caballerías más (algo característico de la recepción cervantina en el siglo xvii), por lo que es objeto de imitación actancial, no tanto modelo literario para construir un personaje como causa de su comportamiento quijotesco, ya que se ve a sí misma y actúa como si fuera un personaje del Quijote. La lectura quijotesca y sus implicaciones se formulan de forma más clara en The Counterfeit Lady Unveiled (1673), de Francis Kirkman, ficcionalización de la vida de Mary Moders, alias Mary Stedman, luego Mary Carleton, famosa por el gran número de relatos a que dio lugar. Un pasaje de esta obra invita al lector a considerar su carrera posterior de delincuente como fruto de sus lecturas de romances, que toma por históricos y le hacen creerse una heroína7. No es descabellado, por ello, entender este relato como la inmersión de un sujeto quijotesco en una trama picaresca, una hibridación que no debe sorprendernos, pues es la misma que aparece en otro libro del mismo autor publicado el mismo año, pero con protagonista masculino. En The Unlucky Citizen (1673) se encuentra la primera representación de un joven lector explícitamente quijotesco que cree en la historicidad de los libros de caballerías y a punto está de convertirse en «otro don Quijote» (13). Ello lo convierte en un claro antecedente del sujeto quijotesco que protagoniza la primera imitación en prosa narrativa del Quijote en suelo inglés, The Essex Champion [El paladín de Essex] (c. 1694) de William Winstanley, como se explica en el estudio que acompaña a la traducción al castellano de esta obra publicada en esta misma colección. Ambos textos son la mejor demostración de que los males provocados por la lectura de libros de caballerías no se percibían como exclusivamente femeninos.
Este uso de un cierto quijotismo femenino como componente de caracterización, pero sin apenas impacto en la acción en cuanto que no desencadena una trama quijotesca, sino que se inserta en un género narrativo diferente, se observa también en un relato que incluye una referencia directa a Cervantes. Se trata de The Fair Extravagant; or, the Humorous Bride. An English Novel (1682), de Alexander Oldys, a cuya protagonista, Ariadne, se le atribuyen en las primeras líneas todas las cualidades superlativas de una heroína de romance (es de familia noble y posee belleza, ingenio, educación y humor)8. La muerte de su tío, que la deja como sola heredera (1.200 libras de renta al año, más miles en dinero y joyas), añade a ese listado la riqueza. A continuación, se describen sus aposentos en Londres, ricamente decorados, destacando los excelentes cuadros que cuelgan de sus paredes, para finalmente detallar el origen literario de los que adornan su cuarto: uno que representa a don Quijote y Sancho Panza, otro a Amadís y un tercero con dos héroes de Cassandre, el romance de La Claprenède (vid. infra)9. Pese a lo explícito y significativo –por su posición en la tercera página– de esta alusión, no sería suficiente para convertir a la heroína en lectora quijotesca; pero, acto seguido, Oldys la pone en posesión de una nutrida biblioteca, de la que se enumeran algunos de sus volúmenes, todos de poetas y dramaturgos de la época (4). La curiosa forma en que están encuadernados, mezclando géneros, y el desorden con que están regados por el cuarto sugiere una lectura desordenada y sin rumbo claro, un rasgo que se repetirá en otras lectoras quijotescas. p. 248
Es llamativo, sin embargo, la ausencia de la prosa narrativa, especialmente los romances evocados por las pinturas, que confirmarían la alusión pictórica y emparentarían a la heroína con don Quijote. Así que el narrador se apresura a indicar que estos eran su lectura favorita, siendo muy aficionada e incluso un tanto adicta a la caballería andante: «Now be pleased to take notice, when she was weary of singing and dancing, she did often read in one or other of these Books, especially Romances, for she was a great lover of Knight Errantry, and was a little that way addicted, as I fear you’l find [sic]» (4). El final de la frase –‘como me temo que vais a descubrir’– parece vincular su carácter de lectora con la acción subsiguiente, y así lo entiende también Hammond, quien ve en Ariadne un anticipo de la protagonista de Lennox y argumenta que su devoción por los romances da forma a la historia en marcha10. Sin embargo, no explica de qué forma lo hace, lo que es lógico porque, si nos asomamos a la novela, comprobamos que ninguna de las acciones subsiguientes se vincula de manera explícita a las lecturas románticas de la heroína o a un patrón imitativo que permita relacionarla de forma clara con don Quijote. Más bien hay que presuponer esta vinculación a partir de ese comentario y del título de la obra, pues el adjetivo extravagant había quedado asociado al comportamiento quijotesco por la obra de Charles Sorel, Le Berger extravagant [El pastor extravagante] (1627–1628), traducida al inglés por John Davies como The Extravagant Shepherd en 1653 y reeditada en 1654 y 1660.
En efecto, Ariadne se disfrazará de hombre y se adentrará en la noche londinense para dar con un marido de su gusto y que no persiga su fortuna, una idea que muy bien ha podido tomar –aunque no se dice– de los romances, tanto en lo referente al disfraz masculino como a la voluntad de elegir marido libremente, lo que conseguirá tras una serie de enredos que conforman el argumento de la obra: muy pobre bagaje para poder considerarla una imitadora quijotesca. El quijotismo tiene, por tanto, una dimensión más potencial que real: quedaría reducido al hecho de que las lecturas podrían haber proporcionado a Ariadne el modelo para recuperar una iniciativa femenina en el amor inexistente en la sociedad patriarcal, pero notoria en el territorio encantado del romance, cuya variante francesa que estudiaremos más abajo y triunfaba en Inglaterra en esa época ofrecía un espacio de libertad y cierta capacidad de acción vedada a la mujer, justo lo mismo que se observa en The Female Quixote, como veremos, lo que podría justificar la opinión de Hammond, argumentada antes de manera convincente por Figueroa11. El quijotismo potencial de Ariadne, sin embargo, no se traduce en una trama imitativa, como en el caso de Lennox, solo en iniciativa femenina; pero esta ya no se actualiza en una historia picaresca o de delincuencia, como en los ejemplos previos, sino en una amatoria, como en Lennox. Desde ella Ariadne parece seguir confirmando la idea patriarcal de que las mujeres que leen son peligrosas, pero de manera radicalmente diferente a sus predecesoras criminales: tan importante como la lectura como factor de empoderamiento frente a la sociedad patriarcal es ahora la independencia o agencia que le proporciona una fortuna heredada, lo que explica que se vea coronado por el éxito, aunque sea relativo y efímero, pues el matrimonio seguramente supondrá el final del mismo. Pareciera que en este nuevo territorio literario la lectura ya no se asocia a caída –sexual– o castigo –penal– sino a liberación y triunfo. Pero, como vamos a ver, ello no será la norma, sino la excepción. p. 249
Ese nuevo hábitat en el que Oldys sitúa a la lectora quijotesca aparece formulado en la última palabra del título completo de la obra: novel. El término tenía en el inglés de la época un sentido semejante al del francés nouvelle, el italiano novella o el alemán novelle, el mismo en que lo usa Cervantes cuando escribe sus novelas ejemplares, es decir, el de ‘novela corta’. Las novelas inglesas del xvii y principios del xviii solían estar ambientadas en época y escenarios contemporáneos por contraposición a los romances y, en este sentido, tenían mayores aspiraciones de verosimilitud y suponían un avance hacia al realismo, como pone de manifiesto la famosa distinción de Congreve entre novel y romance formulada en el prefacio de su Incognita (1692), que se adscribe a la primera categoría; pero la distinción no era tan clara como podría parecer, pues su temática era habitualmente amorosa y romántica, como hemos visto en Oldys. Por ello, John Richetti se refirió a este género en su estudio seminal como amatory novel y Hubert McDermott lo emparenta con el romance heroico francés. Efectivamente, en el tipo de novela amatoria que este estudioso denomina romance of passion las heroínas se enfrentan al mismo conflicto entre obligación filial y amor al héroe que define el romance heroico, como veremos más abajo; pero en este caso la balanza se inclina por el segundo y la heroína se escapa con su amante, lo que conduce a un desenlace en el que es frecuente el matrimonio de conveniencia o incluso la muerte y en el que el héroe acabará comportándose como villano. Y es en este tipo de ficción donde vamos a encontrar nuevas lectoras quijotescas.
Una de sus autoras más relevantes es Mary Delarivier Manley, que escribió la popularísima colección de relatos The New Atalantis (1709), en uno de los cuales aparece Delia. Esta declara que los libros de caballerías y romances de su tía «poisoned and deluded my dawning reason», de forma que su imaginación le hacía ver en cada extraño que se cruzaba en su camino, no importaba la forma en que fuera vestido, un amante o príncipe disfrazado (cit. en Gordon 39), justo lo mismo que le ocurrirá a la Arabella de Lennox. Esta idea podría haber sido el germen de «The History of Dorinda», de Jane Barker, que aparece en una miscelánea titulada The Lining of the Patch-Work Screen: Design’d for the Farther Entertainment of Ladies (1726), tercera entrega de la conocida como trilogía de Galesia, pues tal es el nombre de la escritora cuyo desarrollo se narra en la historia marco donde se insertan diferentes géneros y voces. Dorinda, tras intentar suicidarse, responsabiliza de su desesperada situación a las fantasías románticas que alumbraron en ella las obras de teatro, novelas y romances que había leído; sus lecturas la hicieron creerse una heroína de romance, convertir en héroes a todos los hombres que la lisonjeaban o miraban con insistencia, y a un criado apuesto y de buenas maneras, Jack, en el hijo de algún noble (106); o, como afirmará un poco más adelante, «some Prince or Hero in disguise» (108), justo el mismo error que repetirá Arabella con su criado Edward. Aquí podemos ya detectar la quintaesencia de su carácter quijotesco, al que ella misma se refiere como su Romantick Humour (108) –se describe a sí misma más adelante como Romantick Humorist (113)–. Jack, ciertamente, fue recogido de las calles por su padre cuando era un niño y nunca ha revelado su verdadero nombre, como ocurre a menudo con los héroes de sus romances (111); y, habiéndose educado en su casa y, por tanto, habiendo leído muchos de los romances de Dorinda, puede aprovecharse de su quijotismo y seguirle la corriente. Las consecuencias para Dorinda serán trágicas e irreversibles, pues, tras rechazar a un candidato mucho más apropiado pero carente del aura romántica necesaria, se acabará casando con Jack, lo que hace que pierda su dignidad, su fortuna y hasta a su hijo. El escarmiento de la lectora quijotesca se propone así como un aviso sobre los peligros de la lectura, que, como indica Dale, la hace más vulnerable al sexo transgresivo, en este caso con su criado (12), y explica su caída12. p. 250
Todo ello no implica necesariamente la condena del romance. De hecho, como recuerda Borham («Tempranos Quijotes» 431–432), será reivindicado en el siguiente relato, «The Story of Young Jack Merchant», donde se contraponen la virtud y el honor que dominan en los romances con la suciedad y negrura de las historias contemporáneas (129), esto es, de las novelas, y hasta con la maldad y corrupción de la propia historia narrada por Barker (128), que se adscribiría a este género. La historia de Dorinda muestra que el problema no es el género literario, sino la forma indiscriminada de utilizarlo por parte de la lectora quijotesca, es decir, el género sexual. Es Dorinda quien, por falta de guía y educación, una característica recurrente en la lectora quijotesca, no imita el romance en ese terreno axiológico cuya superioridad reivindica Barker, sino en el epistemológico que la lleva a deformar o distorsionar la realidad: a diferencia de las heroínas de sus romances, cuyo comportamiento es intachable moralmente y ni siquiera permiten a sus enamorados que les declaren su amor, Dorinda incurre en una conducta poco decorosa cuando, en su búsqueda de aventuras románticas, va sola al teatro y otros lugares poco recomendables para la reputación de una mujer en la época (107–108); o le propone matrimonio a Jack cuando comprende que, pese a no haber comprometido su virtud, ha ido demasiado lejos y la sociedad ya la ha condenado, por lo que su única salida es una boda que la hará infeliz, como confirma su posterior intento de suicidio. El problema, naturalmente, no es el romance, sino su quijotismo, que le impide darse cuenta de que ni ella ni su mundo se corresponden con ese universo literario, sino con el de las novelas.
El comportamiento de Dorinda es quijotesco por la lectura indiscriminada de romances y su insensata aplicación a la realidad inmediata que define el síndrome quijotesco, pero no está necesariamente inspirado en el de don Quijote o vinculado con Cervantes, por eso hemos caracterizado este quijotismo como accidental. Deja de serlo por primera vez en el antecedente inglés más evidente de The Female Quixote, que no se produce en el territorio de la ficción narrativa sino de la dramática, como ya apuntó Doody (xxiv), precisamente en una de esas obras de teatro que también corrompen a Dorinda, a la que se adelanta veintiún años. En The Tender Husband (1705) Richard Steele creó la primera heroína inglesa explícita y no solo potencialmente quijotesca, pues como tal la describe un personaje de la obra, el capitán Clerimont al referirse a ella como «perfect Quixot in petticoats» [perfecto Quijote con enaguas] (38), argumentando el epíteto porque se rige por el romance, lo tiene metido en la sangre y lo imita en su comportamiento13. p. 251
En efecto, como se nos informa al inicio de la obra, la protagonista Biddy Tipkin, huérfana de madre, se ha educado aislada del mundo y en la lectura de romances (de nuevo la variante heroica francesa), justo las mismas circunstancias que se repetirán en Arabella; a partir de tales lecturas se crea eso que Juan Ignacio Ferreras ha denominado un intramundo, es decir, un mundo interior conformado por los escenarios, personajes y acciones de sus romances, que transforma el exterior al mismo tiempo que se proyecta hacia él en su forma de expresarse y de conducirse; o, en otras palabras, que se traduce en la conducta imitativa característica del quijotismo, si bien esta es descrita más que dramatizada. El paralelismo con don Quijote es más que evidente, especialmente si a ello añadimos que siente la necesidad de cambiar su nombre –del vulgar Bridget al refinado Parthenissa, tomado precisamente del romance homónimo inglés de Roger Boyle– para asumir una identidad heroica acorde a sus sueños románticos, una operación que completa imaginando que es la hija de una familia noble criada en un hogar que no es el suyo, como ocurre a menudo en los romances (18). A diferencia del hidalgo, sin embargo, su quijotismo no implica locura, aunque su tía la sugiera al decirle en cierto momento que su cabeza «has been turned by idle romances» (27) y al lamentarse por no haber quemado sus libros, evocando así la de don Quijote. Biddy no está loca, como indica Sloman en su texto pionero sobre el Quijote femenino como tipo de personaje en el siglo xviii, porque es perfectamente consciente de que el mundo real no sigue las reglas del romance, aunque desearía que lo hiciera y está dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad en que parezca hacerlo (88). En este sentido, anticipa de nuevo a Arabella y a la práctica totalidad de Quijotes femeninos posteriores, que no transforman la realidad objetiva, simplemente le añaden un filtro o coloración románticos. p. 252
Estamos ante la primera formulación explícita del quijotismo femenino como distorsión epistemológica ligada a la juventud, inexperiencia y falta de educación que se repetirá en Lennox. También lo hará la focalización del mismo en el amor, es decir, en la aparición de un pretendiente que cumpla con los requisitos románticos de la heroína, aquí encarnado por Clerimont. Este, sin embargo, dista mucho de ser un héroe romántico y solo persigue la fortuna de Biddy a través del matrimonio; pero es capaz de comportarse como si lo fuera, tanto de palabra como de acción, porque ha leído los mismos romances y utiliza ese conocimiento al servicio de sus mercenarios intereses. Se convierte así en un claro precedente no solo del Jack de Barker, sino, sobre todo, de Sir George Bellmour en The Female Quixote, como ha indicado Doody; al igual que este, en cierto momento comete un desliz que pone en guardia a Biddy porque deja traslucir la realidad escondida tras los ropajes románticos, cuando le habla de matrimonio e hijos (37). A diferencia de Sir George, sin embargo, Clerimont consigue su objetivo y acaba casándose con Biddy, lo que hace difícil interpretar ese final de modo unívoco: por un lado, puede considerarse feliz porque la heroína se casa con el candidato de su elección frente al que le quería imponer su padre y convierte su vida en el romance que perseguía, al que ella misma titula «The Loves of Clerimont and Parthenissa» (76); pero, por otro, el lector sabe quién es realmente Clerimont y puede imaginar el desengaño que vendrá antes o después, como parece anticipar el propio Clerimont cuando le dice que, si sus amores no pueden dar para un romance, al menos harán una bonita novela14. Tras lo que parece un triunfo y reivindicación del quijotismo puede vislumbrarse la ulterior curación, desengaño y sometimiento patriarcal de la heroína, y, por lo tanto, un posible castigo que trasluce la condena del quijotismo por parte del autor, como ha comentado Doody15. Y esta no es la única ambigüedad de la obra: pese al carácter cómico y ridículo de Biddy, dado por un comportamiento quijotesco que la hace víctima del engaño propio y ajeno, su inocencia e idealismo, junto con sus rasgos ciertamente románticos, despiertan nuestra simpatía, frente a los personajes que la rodean, solo atentos a lo material y al interés propio, al dinero y la posición social. De esta forma, tanto en lo referente a la dimensión romántica y admirable de la figura quijotesca, totalmente novedosa en ese momento en la escena literaria inglesa, como a la sátira que esta dimensión permite articular de forma germinal, Steele se anticipa no solo a Lennox, sino al que es su modelo oculto, Henry Fielding. p. 253
Finalmente, hay que destacar cómo Steele coloca a esta lectora quijotesca en una trama que nada tienen que ver con la de Cervantes, sino con la que dominaba en el teatro del momento: Biddy está destinada a casarse con su primo, el adinerado pero rústico Humphry, pero ella se enamora del romántico aunque pobre Clerimont; el padre de este quiere poner a su afrancesada mujer en una posición comprometida a través de su amante, Lucy, que se disfraza de hombre; pero al final no consigue hacerlo y pierde a su amante, que se casa con Humphry. Cualquier lector familiarizado con la comedia inglesa de la Restauración reconocerá no solo esta acción construida en torno al engaño, sino también los tipos humanos característicos de la misma: por un lado, las tretas o fraudes cruzados entre marido, esposa y amante en una batalla de ingenio y coquetería; por otro, el matrimonio concertado entre el rústico como marido indeseado, la heroína romántica y el héroe cínico que acaba imponiéndose (de nuevo, con el engaño); y, en la periferia, el padre de la heroína, tirano y materialista, la figura materna –aquí una tía– sexualmente frustrada convertida en ridícula competidora, o los subalternos que intentan parecerse a sus superiores. El quijotismo, por tanto, sigue siendo parte de la caracterización de la protagonista en el seno de una trama no quijotesca de carácter amoroso, como en el resto de obras inglesas de las que nos hemos ocupado, en la que la heroína se resiste al candidato impuesto para acabar uniéndose a uno de su propia elección. Algo parecido reencontraremos en la trama romántica de Lennox, pero esta la yuxtapondrá sobre una nítidamente quijotesca que será su gran aportación, como veremos16. Steele utiliza el quijotismo para caracterizar a su heroína y fija el territorio femenino del mismo en una trama amorosa de cortejo y matrimonio, pero apenas esboza una praxis imitativa, muy poco desarrollada y lejos de traducirse en una trama quijotesca.
Para encontrar esa praxis hay que volver la mirada a Francia, donde aparecieron los modelos que muy bien pudieron seguir Steele y luego Lennox porque los precedieron y fueron traducidos al inglés. Si lo hacemos, descubriremos que muchos rasgos de la mujer Quijote proceden de la literatura francesa, corroborando así una verdad que tendemos a olvidar: encerrar la historia literaria dentro de fronteras nacionales la convierte en un constructo ajeno a la realidad. p. 254
1.2. Lectoras francesas: la praxis imitativa
Al igual que Le Berger extravagant (1627–1628) es la primera imitación narrativa del Quijote, en Francia aparece también, casi cuarenta años después, la primera lectora inequívocamente quijotesca. En el Roman bourgeois (1666), Antoine Furetière articula por primera vez ese salto de la lectura a la imitación al que apuntará luego Steele, como hemos visto, pero lo hará con mayor grado de desarrollo: aun cuando no haya alusiones explícitas al Quijote, la conducta imitativa nacida de la lectura se explicita más allá de una pulsión para convertirse en una praxis que remite claramente al hidalgo y visibiliza, además, la de su autor en relación con Cervantes. Esta praxis tanto del personaje como del autor reaparece en obras posteriores y va en aumento a medida que avanzamos en el tiempo: algo más desarrollada en La Fausse Clélie (1670), de Adrien-Thomas Perdou de Subligny, y mucho más en la reescritura francesa del Quijote más importante del siglo xviii, el Pharsamon (1712/1737) de Pierre de Marivaux. Marivaux no se limitará a transferir el quijotismo a una mujer, como hacen los autores ingleses, sino que, como es también el caso de Furetière, hará lo propio con el realismo cervantino en el tipo de novela al que había dado lugar en Francia: el antiroman, término con el que Sorel subtitula la segunda edición de su Berger (1633–1634), que Paul Scarron lleva a su apogeo en su Roman comique (1651) y que puede englobarse dentro del género de la histoire comique, inaugurado por el propio Sorel con su Francion (1623) y estudiado por Jean Serroy en la monografía de referencia. Por ello, en la tradición francesa de quijotismo femenino se hace muy evidente la dimensión paródica ausente o muy diluida en la inglesa; pero, curiosamente, ya no va ligada a la ridiculización del personaje característica del xvii, evidente todavía en el Berger o el Essex Champion inglés, sino a una visión que se impondrá en el siglo xviii y rescata la dimensión admirable del hidalgo para romantizar a la heroína. De esta manera, se introduce una interesante y paradójica duplicidad en virtud de la cual se censura al tiempo que se reivindica el romance, como es especialmente visible en la Fausse Clélie. Por todo ello, puede afirmarse que los autores franceses trascienden el mero quijotismo y son intermediarios fundamentales en la asimilación del legado cervantino por parte de Lennox17.
1.2.1. Le Roman bourgeois y La Fausse Clélie
Le Romam bougeois responde claramente al modelo del antiroman y su crítica de la ilusión novelística, particularmente de índole romántica. La novela es un fresco de la burguesía parisina realizado desde el realismo oposicional o antiliterario definido por Walter Reed, es decir, que se define y despliega como refutación de las prácticas y estrategias que dominaban la ficción romántica de la época, como hacen evidente los numerosos comentarios autoconscientes del narrador en los que subraya las diferencias entre esta y su relato, su negativa a dar información sobre determinadas cuestiones que ignora o la propia estructura disgregada y multilineal de la novela18. En efecto, esta incluye muchos personajes e historias que articulan esa realidad burguesa a la que hace alusión el título y que se opone a la aristocrática del romance, siendo la de Javotte solo una entre ellas, pero la que más claramente representa el espíritu antiliterario de la novela por su carácter quijotesco, al que alude Cioranescu cuando califica a este personaje como una prefiguración de Madame Bovary (556). p. 255
Efectivamente, de Javotte se nos dice al inicio que era muy joven y que en su espíritu había «beacoup d’innocence, d’ingenuité ou de sottise» (907). Ello es resultado de la forma en que ha sido educada, con poca o ninguna libertad (nunca sale sin su madre, quien no la deja hablar con hombre alguno ni en público ni en casa [909]), lo que se traduce en una conducta extremadamente recatada y una total falta de experiencia del mundo. Su ignorancia se extiende al terreno de los libros, con excepción de un manual de conducta, La Civilité puérile (et honnêtte, añade el editor Antoine Adam en nota, donde también informa de que apareció en 1560 y era obra de Mathurin Cordier). Su vida transcurre dentro de esas coordenadas burguesas hasta que, prometida a Nicodeme, pero mientras su padre maniobra para casarla con el rico Bedout, le dan algo de libertad por primera vez y le permiten asomarse al mundo, en concreto a uno de esos salones literarios que lideraban las llamadas précieuses, en este caso Angélique. La conversación que allí escucha en su primera reunión la deslumbra de tal manera que quiere aprender a hablar así y le pide a Pancrace, uno de los asistentes, que le preste el libro donde puede aprender a hacerlo. Este le entrega los cinco tomos de L’Astrée, la famosa novela pastoril de Honoré d’Urfé, que tiene un efecto inmediato en ella: se encierra en su cuarto y se pone a leerla día y noche con tanto ardor que deja de beber, de comer y hasta de dormir, desatiende sus obligaciones y solo interrumpe la lectura para ir a casa de Angélique (1005–1006). Como en el caso del hidalgo, a quien recuerdan estos excesos –y aún más del protagonista del Berger, quijotizado por el mismo tipo de ficción pastoril y que sin duda sirvió de inspiración a Furetière– ello da lugar a una transformación en Javotte que pone su vida patas arriba y que la novela explica con detalle.
Primero se produce lo que Aragon denomina con acierto identificación (136). Al igual que cuando se nos habla de un hombre desconocido nos hacemos una idea de él a través de uno conocido, explica el narrador, Javotte imagina al héroe de L’Astrée, Celadon, con los rasgos de Pancrace, otorgando los suyos propios a la heroína. Este viaje de la vida a la literatura se completa con uno de sentido inverso: imagina que todo lo que Celadon le dice a Astrée se lo dice Pancrace a ella, y lo mismo de Astrée a Celadon (1005–1006). El resultado de este proceso identificativo circular que primero lee la literatura desde la vida para luego leer la vida desde la literatura es, naturalmente, que Javotte acaba enamorándose de Pancrace. Ello implica no tanto la confusión entre ficción y realidad que define la locura quijotesca (Javotte sabe que ni Pancrace es Celadon ni ella es Astrée), como la proyección de una sobre la otra, la interpretación de una a la luz de la otra, la confusión de literatura y vida que hemos denominado el síndrome quijotesco: vivir la literatura. Ello da lugar a un segundo cambio o etapa en su transformación, la de la imitación. Javotte toma a Astrée por modelo y la imita en todas sus acciones y discursos, se comporta con Pancrace igual que Astrée con Celadon y aspira a ser amada por aquel de la misma manera literaria en que este ama a aquella (1007). Aún podemos añadir una tercera fase que perfecciona esta imitación a través de un proceso de socialización: Pancrace, consciente de la manía literaria de ella, empieza a actuar al estilo de la novela, es decir, a fingir que es infeliz y quejarse de su crueldad, aunque no sea el caso, e incluso se pone a releer y estudiar la novela «si bien qu’il contrefaisoit admirablement Celadon» (1007). Y ahora que la imitación se ha propagado en forma de fingimiento y ya es cosa de dos, él toma el nombre del pastor y ella de la pastora: «Enfin ils imiterent si bien cette histoire, qu’il sembla qu’ils la joüassent une seconde fois […]» (1007). Contrefaire y jouer explicitan el carácter teatral y de juego autoconsciente que adquiere el quijotismo al socializarse. p. 256
La quijotización de Javotte culminará a través de nuevos libros que Pancrace le proporciona y que ella lee noche y día hasta convertirla en «la plus grande causeuse et la plus coquette fille de quartier» (1007). Los padres permanecen en la ignorancia hasta que llega el momento de firmar el contrato de matrimonio con Bedout, lo que Javotte se niega hacer ante todos los invitados. Explica su negativa diciendo que su belleza tal vez le permita casarse con alguien de más calidad, menos burgués, que le proporcione carrozas, lacayos y vestidos de terciopelo (1010), como ha observado en el nuevo círculo en que se mueve; pero, bajo esta explicación, se oculta su pasión secreta por Pancrace. La lectura ha convertido así a la dócil muchacha en una mujer que se enfrenta a sus padres para reivindicar su derecho a elegir marido, lo que conduce a un final cuanto menos incierto: se escapa del convento en el que aquellos la han hecho encerrar y no sabemos lo que es de ella porque el narrador dice desconocerlo, aunque promete al lector que, si tiene noticas, le dará parte (1019). Vemos así una repetición del mismo patrón narrativo que veíamos en las lectoras quijotescas inglesas, especialmente en Biddy Tipkin: la lectura descubre el amor a una joven sin experiencia del mundo o, como lo formula Aragon, es «un aprendizaje del deseo amoroso» (132), que se supone que no debía conocer antes del matrimonio (134); su enamorado aprovecha el conocimiento compartido del romance para seducirla; y ello conduce al empoderamiento de la lectora, pero también a una pasión ilícita, en este caso por su carácter secreto y no sancionado por la familia o la sociedad19.
Hay algo más que llama la atención y que conecta este texto con las lectoras inglesas al tiempo que lo aleja de las otras dos francesas: la representación negativa de la lectura no tiene un propósito paródico evidente. En Don Quijote, como se explica en el estudio sobre The Essex Champion publicado en esta misma colección, la parodia es actancial en vez de autoral (es el personaje y no el autor quien imita un tipo de literatura) y se sirve de la sátira del lector (se censura la actividad lectora para desacreditar la literatura leída). En los textos ingleses este propósito está muy difuminado, si es que subsiste. Y en el caso de Javotte queda descartado de una forma que puede pasar inadvertida por su sutileza: el narrador explica que el peligro de L’Astrée reside precisamente en que, a diferencia de otros libros (sin duda el romance heroico), describe de forma natural la pasión amorosa, por lo que es fácil tomarla como modelo. Dentro de una obra que es fundamentalmente paródica y antiliteraria y, más específicamente, en una historia diseñada para mostrar los peligros de la lectura, es llamativo que el texto que encarna tales peligros sea elogiado, aunque de manera indirecta, más que censurado; de hecho, no solo no es objeto de crítica, sino que es eximido de responsabilidad, porque esta recae en los padres y la educación que han dado a su hija. En efecto, es la represión que ejercen sobre Javotte, así como la ignorancia y falta de instrucción literaria debidamente regulada derivada de ella, lo que explica los efectos corruptores que la lectura sin control, combinada con la exposición a la vida social y, por tanto, a los hombres, tienen en ella (1006). Los padres no solo incurren en esta falta, sino que persisten en ella: la madre achaca el desastre a haber relajado el régimen de vida de su hija y, en consecuencia, optan por encerrarla en un convento para hacerla cambiar de opinión. El autor demuestra que se equivocan al informarnos de que el convento está lleno de coquetas retiradas ahí por diversas razones, de modo que Javotte realiza ahí un «noviciat de coqueterie» (1016); además, en él los enamorados pueden verse a solas siempre que lo desean; y la negativa a sacarla de ahí tras ocho meses de encierro no deja más salida a Javotte que aceptar la propuesta de Pancrace de escaparse con él. La sátira del lector no está al servicio de la parodia, sino al de la crítica de las prácticas literarias, que en este caso asocia los efectos perniciosos de la lectura a una educación errónea más que al modelo literario leído20. p. 257
Ahí radica la contribución fundamental de Furetière al tema de la lectura quijotesca, junto a la manera en que analiza y hasta se desmenuza la actividad lectora de una forma única en relación con los textos vistos hasta ahora e incluso con los que siguen, que la presuponen y por tanto omiten su análisis21. Hemos de imaginar que las lectoras quijotescas inglesas, Biddy en especial, son víctimas de la misma forma inmersiva y absorbente de leer, la misma identificación que da paso a la imitación y a su socialización, como resultado de la cual se produce «la transformación en el personaje que se imagina ser» (Aragon 140); pero no hay indicación alguna al respecto. Por ello, Javotte es seguramente la presentación más detallada y compleja del topos de la lectora quijotesca cuya caída viene provocada por la lectura de ficción. La traducción al inglés en 1671 de la novela de Furetière –aunque el título cambiaba su autoría: Scarron’s City Romance– jugó sin duda un papel importante en la propagación del mismo en las obras inglesas que hemos visto, particularmente en la de Steele, donde la pulsión imitativa nace de la misma aspiración a amar y a ser amada de acuerdo a pautas literarias románticas y desemboca igualmente en el empoderamiento a la hora de elegir marido contra los deseos paternos, con consecuencias que, como con Javotte, no se explicitan porque quedan postergadas a un futuro que no se cuenta, pero que podemos imaginar cuanto menos anti-romántico. La novela de Furetière, sin embargo, transforma esa pulsión en una praxis imitativa que ya contiene in nuce la trama quijotesca ausente en las lectoras inglesas y que las francesas francesas subsiguientes desarrollarán. En ellas veremos a la heroína quijotesca pasar de las palabras a la acción, aunque las primeras sigan dominando porque estamos en una esfera femenina en que la agencia es limitada. Solo con Lennox se convierte en mujer Quijote, es decir, protagonista de una trama imitativa quijotesca plenamente desarrollada.
En este camino francés hacia Lennox, la obra a la que se hace alusión más a menudo como modelo o influencia de The Female Quixote, desde que en 1970 ya la propusiera como tal Margaret Dalziel en su introducción a la edición moderna de referencia del texto inglés (xvi), es La Fausse Clélie ou Histoire françoise, galante et comique, escrita por Adrien-Thomas Perdou de Subligny, publicada por primera vez en 1670 (aunque la primera edición conservada es de 1671, como informa Serroy 670) y traducida al inglés en 1678 como The Mock-Clelia; Being a Comical History of French Gallantries, and Novels, in Imitation of Dom Quixote. La traducción inglesa opera un significativo cambio en el subtítulo, que describe mucho mejor su carácter de recopilación de cuentos, además de llamar la atención sobre la conexión cervantina de una obra que en ningún momento explicita la condición quijotesca de la protagonista, sobre la que insiste el título abreviado Mock-Clelia, or, Madam Quixote, que figura al inicio de cinco de los seis libros de que consta la obra, así como en el encabezado de todas las páginas. Y, en efecto, así puede calificarse a Juliette d’Arviane por sus evidentes similitudes con don Quijote, con la salvedad de que no es la protagonista de la obra. Esta gira, en realidad, en torno a un grupo de damas y caballeros cercanos a la corte de Fontainebleau que entretienen su ocio narrando historias sobre sí mismos o sus conocidos, un planteamiento que recuerda a los del Heptamerón o el Decamerón, a lo largo de una serie de jornadas (una por libro y un tema por día), sin que la historia de Juliette despierte mayor interés que el resto (de hecho, parecen desentenderse de su desenlace, por lo que el narrador extradiegético debe contarlo de forma apresurada en la última página), como ha indicado Serroy (672–673). La trama quijotesca de Juliette es la única que se desarrolla parcialmente en ese marco narrativo intradiegético en el que se van insertando la serie de relatos orales hipodiegéticos (denominados histoires en el original francés y novels en la traducción inglesa), lo que le otorgaría cierta primacía sobre las demás y justificaría el título de la obra; pero esa trama se reduce a menos de 50 páginas (siendo generosos en el cómputo) en una obra que cuenta 322 en su edición original y su desarrollo intradiegético se limita básicamente a tres episodios, por lo que el título es engañoso22. p. 258
El primero tiene lugar al comienzo de la novela y es el encuentro accidental en los jardines de Vaux-le-Vicomte entre Juliette y el marqués de Riberville, quien será, más que aquella, el hilo conductor de la acción intradiegética. Juliette, tras pedirle que la salve del hombre que la persigue por todas partes para raptarla, huye despavorida sin que el Marqués, enamorado a primera vista de la hermosa desconocida, pueda alcanzarla; sin embargo, esta reaparece a la mañana siguiente dormida en su vestidor, donde se refugió de su perseguidor al encontrar una puerta de la casa abierta. En ese momento la heroína se identifica como Clélie, la protagonista del romance heroico del mismo nombre de Madeleine de Scudéry, y hace un resumen de la misma como si se tratara de su propia vida, de manera que el marqués identifica lo que parece inicialmente una extravagancia (10) como una enfermedad –maladie en el original francés (10), distemper en su traducción inglesa (11), términos que se repetirán a menudo para describir su comportamiento– y el lector como enajenación mental quijotesca. Entonces aparece el perseguidor del que huía, el conde de Sarbedat, quien, para explicar el origen de este trastorno, narra la historia de Juliette, convirtiéndola así en la primera de las veinte que incluye la novela y, por tanto, proporcionando su primera parte o antecedentes desde el nivel hipodiegético.
Juliette se crio junto a un huérfano rescatado como único superviviente de un naufragio por su padre, el conde de Arviane, y fue prometida ya de niña al conde de Sarbedat, pero el exilio de su padre en Inglaterra por razones políticas frustró el matrimonio. En suelo inglés se produce el enamoramiento entre Juliette y el expósito, el alejamiento de este por la oposición paterna a un enlace desventajoso para su hija y la aparición de un poderoso y noble rival que pretende a Juliette y con el que se bate su enamorado. Estos obstáculos desaparecen al descubrirse su identidad perdida como descendiente de un noble inglés, lo que lo convierte en el marqués de Vingster (nombre que, curiosamente, se omite con puntos suspensivos en la traducción inglesa) y ello allana el camino para una boda que se concierta una vez que vuelven a Francia, cuando se le restituyen sus posesiones al conde de Arviane. El mismo día en que se va a celebrar la boda en Gascuña, la región de origen de Juliette, se produce un terrible terremoto en Burdeos, circunstancia que aprovecha el conde de Sarbedat, que se había desplazado con intención de raptarla, para hacerlo; y ello le provoca a Juliette unas fiebres, como consecuencia de las cuales y de todo lo acaecido llega a imaginarse que es Clélie. Vingster intenta recuperarla y se bate en dos ocasiones con Sarbedat, pero, desesperando de su curación y al ser reclamado desde Inglaterra, regresa a su país; los condes de Arviane mueren y la madre de Sarbedat, que es la tía y pariente más próxima de Juliette, se hace cargo de su tutela, pero los esfuerzos por obrar su curación son infructuosos, de manera que ha permanecido en ese estado de enajenación durante seis años. p. 259
Este primer episodio plantea evidentes similitudes con lo que encontraremos en The Female Quixote: Juliette se imagina ser una heroína de romance y huye de un raptor al que identifica también como un personaje de romance, una situación en la que su descendiente inglesa se creerá inmersa una y otra vez, como veremos. Este mismo patrón quijotesco se repite en los otros dos episodios, que son más breves y aparecen muchas páginas después, al principio y al final del libro IV, y que, de nuevo, reaparecerán en la novela inglesa. Primero Juliette toma al viejo consejero de Mulionne por un senador romano de la época de Tarquino y defiende a la legendaria Lucrecia de las dudas sobre su castidad que este suscita, como hará luego Arabella con Cleopatra y Julia; el consejero invoca a Tito Livio y otros historiadores para apoyar su visión patriarcal, como hará luego Selvin en The Female Quixote, pero ella, sumida en su demencia romana, le recrimina su apoyo al rey frente al pueblo, lo que lo confunde porque interpreta esta acusación en términos políticos contemporáneos y le hace guardar silencio, como le ocurrirá también a Selvin. En el tercer episodio, Juliette toma el campamento de Fontainebleau por el del rey Porsenna de Clélie, donde esta estuvo retenida como rehén y del que escapó arrojándose al Tíber, comportamiento que reproduce Juliette saltando con su caballo a un canal (y que luego repetirá Arabella), de donde la rescata un misterioso desconocido que se la lleva en un carruaje, para desesperación del marqués de Riberville. Tras ello, la obra parece olvidarse completamente de Juliette, salvo por una mención al final del libro V, cuando el Marqués la ve en el carruaje con el desconocido pero es incapaz de alcanzarlos. El lector llega así a la última página resignado a que la trama quede sin resolver, pero el narrador, imaginando su impaciencia, le informa en unas pocas líneas de que el desconocido era Vingster, deja la narración de la escapada y las aventuras subsiguientes para un tercer tomo y anuncia la curación final de «Clélie» y su boda con «Aronce» (322).
Las coincidencias episódicas no dejan lugar a dudas sobre el parentesco entre la novela de Subligny y la de Lennox, reforzado por el modelo común –Clélie– que orienta el quijotismo de sus respectivas protagonistas. Pero es importante dejar constancia también de las diferencias. En primer lugar, el origen del quijotismo de Juliette no radica tanto en la lectura como en los acontecimientos externos que le sobrevienen y la empujan a reconocerse en Clélie por su similitud con lo narrado ahí: tras volver del exilio inglés, lee el romance de Scudéry y detecta un parecido que hace que no pueda dejar de leerlo durante dos años23. Tal parecido es refrendado por el propio narrador extradiegético que en el párrafo final se refiere a Juliette y Vingster con los nombres de los protagonistas del romance de Scudéry, al igual que hace el conde de Sarbedat como narrador intradiegético de la vida de Juliette, que comienza mencionando la «conformidad» (16) entre esta y Clélie, y cuyos paralelismos va subrayando sistemáticamente. El lector, además, puede verificarlos, aunque no haya leído este larguísimo romance, porque previamente la propia Juliette ha resumido la trama al contarla como si fuera su vida al marqués de Riberville (10–11). La vida de Juliette coincide punto por punto con la de Clélie y, en este sentido, es la vida misma y no ella la que imita a la literatura; por ello, no es de extrañar que la desesperación y la fiebre le hagan dar el salto a creerse Clélie. De hecho, este puede entenderse como un mecanismo mental de compensación por los infortunios que le han acaecido y, en ese sentido, su quijotismo es único por carecer de todo componente autoconsciente o deliberado para ser un caso exclusivamente patológico, como ha indicado con acierto Aragon24. p. 260
Ello nos lleva a una segunda diferencia fundamental que también marca claras distancias con Lennox y con Cervantes: Juliette no imita a Clélie, por ejemplo, cuando salta con su caballo al canal, sino que cree que es Clélie y el canal es el Tíber. Su enajenación va mucho más lejos de la identificación de Javotte e incluso un paso más allá del trastorno identitario de don Quijote y Arabella, pues no se conforma con creerse una heroína de romance (como Arabella), sino que asume la identidad de una heroína literaria particular (como si el hidalgo creyera ser Amadís); y, no contenta con ello, cree que vive en la antigua Roma, es decir, transforma el universo real en el diegético de Clélie. En ese sentido, podemos hablar de una profundización en la locura quijotesca, pero esta se ve compensada porque tal locura no es permanente, sino que se produce en ataques periódicos que duran entre diez y doce horas y luego no se repiten durante al menos dos días, habitualmente provocados por la mención de algo romano o que evoque este universo para ella (13). Ello permite concebirla en términos de enfermedad, como una patología sobre la que se consulta a médicos en París para curarla, de la que ella misma es consciente y que efectivamente se acaba curando en las condiciones precisas, tanto fisiológicas (el agua que traga en el canal refresca su bilis, de la que se nutría su melancolía) como emocionales (la alegría de volver a ver a su enamorado) (322). La locura quijotesca queda así, aun siendo más intensa que la del hidalgo, paradójicamente rebajada, y no solo por su carácter periódico y fisiológico (reforzado por el léxico médico utilizado para referirse a ella), sino por su propia justificación en la realidad que parece imitar a la literatura, como hemos visto. Por todo ello, podemos concluir que el quijotismo de Mademoiselle d’Arviane es al tiempo más radical o intenso porque toca la locura plena, y en ello difiere del de Arabella, pero también más superficial o atenuado, lo que lo acerca a ella: es fruto de un trauma vinculado a ciertas experiencias juveniles sobrevenidas y, en ese sentido, ajenas a la protagonista, que se cura a medida que se superan.
No es esta la única similitud con Arabella escondida en las diferencias. En el proceso de socialización, Juliette es objeto tanto de admiración como de diversión: despierta el interés del grupo de damas y caballeros por el entretenimiento que puede proporcionar su quijotismo; pero también por su belleza y cualidades positivas, que hacen que continuamente le surjan pretendientes indeseados25. No es de extrañar, pues Juliette responde a los cánones de la heroína de romance; de hecho, y en ello Subligny prefigura claramente a Lennox, su historia acaba siendo la de un romance, como ponen de manifiesto los paralelismos con Clélie: en el fondo no es la vida, como hemos afirmado, sino el propio Subligny quien imita a la literatura; es él quien traslada la acción del romance de la Antigüedad de Scudéry a la Francia contemporánea, como sugiere el propio autor en el prefacio de la novela cuando llama la atención sobre el hecho de que da nombre franceses en vez de antiguos a los «héroes» de su obra, aunque ello pueda incurrir en la censura de ciertos «espíritus novelescos»26. Por ello, la descripción del libro como una parodia de la Clélie y el romance heroico –de la que se hace eco la versión inglesa al traducir fausse por mock (Clelia burlesca en vez de falsa Clelia) y que domina en el análisis que de la misma hace Bardon en su monumental estudio de la influencia del Quijote en Francia (254)– es inadecuada por insuficiente: no se trata de una versión tanto burlesca como actualizada del romance (es falsa porque no es la auténtica del libro original, sino una adaptación francesa); y, si bien esa actualización tiene una indudable dimensión cómica dada por la presencia de la locura quijotesca, que ridiculiza la literatura parodiada, también la tiene seria: los numerosos paralelismos no solo entre la historia de la heroína y Clélie sino entre las historias galantes narradas y el romance heroico, lejos de mostrar la distancia entre este y la Francia contemporánea, tienden puentes entre ellos, como ha apreciado acertadamente Dalziel27. Por ello, la obra no debe leerse exclusivamente como una parodia del romance, pues también afirma –pese a la distancia de su cronotopo– su presencia y relevancia en la realidad de la época. p. 261
Esta ambivalencia del romance como blanco paródico al tiempo que objeto de reescritura actualizadora, subrayada por el carácter romántico de la propia heroína quijotesca, reaparecerá en Lennox y muestra la indudable huella que deja en ella esta obra y la tradición francesa, tan diferente en este respecto de la tradición inglesa, focalizada en la crítica de la lectura y de la lectora. Semejante ambivalencia se traslada también a la valoración del quijotismo femenino: no solo no provoca la caída y destrucción de la heroína, sino que, antes al contrario, la envuelve en un halo romántico. Y aún hay otra diferencia que separa el quijotismo femenino de Subligny de la tradición inglesa y lo acerca a Lennox: su iniciativa, aun cuando sea reactiva más que proactiva, se traslada a la acción y genera un primer vislumbre de trama quijotesca imitativa, aunque solo esté esbozada por su carácter disperso y episódico.
1.2.2. Pharsamon o Le Don Quichotte moderne
Más de cuarenta años después de la aparición de la Fausse Clélie, un joven escritor llamado a convertirse en uno de los novelistas y dramaturgos franceses más importante del siglo xviii utilizaría a Cervantes como modelo sobre el que construir sus primeras novelas y, por tanto, su concepción y práctica narrativas, retomando, entre otras innovaciones de sus predecesores franceses, la idea de un Quijote femenino. Marivaux va más lejos que ellos, con la excepción de Sorel, puesto que una de sus obras de juventud, Pharsamon ou les Nouvelles Folies romanesques –publicada en 1737 pero terminada en diciembre de 1712, como detalla Frédéric Deloffre en el estudio que acompaña a su edición de la novela en la Bibliothèque de la Pléiade (1163–1168)– es una reescritura del Quijote. Así lo pondrá de manifiesto el subtítulo de la cuarta edición de 1739 publicada en la Haya –Pharsamon ou le Don Quichotte français– y el título de la quinta de 1765 –Le Don Quichotte moderne– publicada en las Obras diversas de M. de Marivaux, dos años después de la muerte del autor, que se repite en las Obras completas de 1781 y 182528. Esta modernización sobre la que se llama la atención no es algo baladí, pues ciertamente la reescritura de Marivaux contiene un cambio de paradigma en la visión del Quijote y del quijotismo que es observable también en la literatura inglesa del medio siglo y particularmente en The Female Quixote. No me refiero a la transformación del sujeto quijotesco de viejo en joven y de loco en extravagante, algo que ya era observable en el protagonista del Berger de Sorel; sino a su evolución desde el personaje básicamente ridículo característico de la visión cómica dominante en el siglo xvii, que es el que prevalece en Sorel, a uno admirable e incluso heroico porque está investido de algunos rasgos románticos de sus modelos literarios, como ya apuntaba Subligny. A ello hay que añadir que Marivaux es el primero que quijotiza a Dulcinea, que no es lo mismo que feminizar a don Quijote: no solo crea un Quijote femenino, como hará después Lennox, sino que encarna a la amada idealizada del hidalgo en un personaje tan quijotesco como él. Marivaux crea una pareja de Quijotes, masculino y femenino, y los convierte en el objeto principal del quijotismo del otro, que ahora es de naturaleza fundamentalmente amorosa. Tal emparejamiento, que Marivaux repetirá en su siguiente novela, La Voiture embourbée (1714), es irrelevante en lo que atañe a The Female Quixote –no así para la primera imitación narrativa del Quijote en Alemania, El don Quijote alemán de Wilhelm E. Neugebauer (1753), que lo replica–, pero no lo es la nueva concepción del quijotismo que puede rastrarse en ambos, especialmente el masculino29. p. 262
Jean Bagnol es un joven huérfano cuya tutela, tras la muerte de sus padres, ha recaído en un tío, militar retirado, quien fomenta en él sus propias inclinaciones por la gloria guerrera y el amor a las damas a través de la lectura de «les anciens romans, les Amadis de Gaule, l’Arioste, et tant d’autres libres» (393). Estamos de acuerdo con Deloffre (1174) cuando apunta que estos «otros libros» que se mencionan junto a los de la tradición caballeresca renacentista hispánica e italiana, pero no se especifican, bien podrían ser los romances heroicos franceses, apoyándose en otro texto de Marivaux en el que aparece una lectora de tales modelos, así como en el parecido entre uno de sus títulos más famosos, el Pharamond de La Claprenède (vid. infra), y el nombre que adoptará nuestro Quijote, Pharsamon, con el que lo identifica el narrador desde el principio (su nombre real no se da hasta II. 425). Así lo sugiere también la mayor cercanía temporal de este género de romance a Marivaux y el hecho de que es el sucesor de la tradición caballeresca por su doble concentración en las esferas guerrera y amorosa, aunque con el dominio de la segunda sobre la primera, como veremos más abajo, justo lo mismo que ocurre en la práctica quijotesca de Pharsamon. La consecuencia de su intensa lectura de tales modelos en ausencia de una educación reglada es que Pharsamon concibe una idea literaria de cómo debe ser el amor (lleno de sufrimiento, pruebas y lamentaciones) y su amada (que debe tratarlo con distancia, rigor y hasta crueldad). Esta idea, que podemos calificar como formalismo romántico amoroso, le hace rechazar a las numerosas candidatas que se le ofrecen para el matrimonio por su entrega y benignidad, dándose así el salto de la teoría a la práctica, o de la pulsión a la praxis imitativa, que desencadena su quijotismo30. El paralelismo con Arabella se hará evidente cuando nos ocupemos de la novela de Lennox.
La feminización que añade la autora inglesa también está apuntada en Marivaux porque el mismo formalismo se da en la heroína de su novela, Cidalise (cuyo nombre prosaico y auténtico, como en el caso de Pharsamon, se revela ya bien entrada la novela): huérfana de padre, como se nos informa en las primeras líneas del texto justo antes de mencionar la orfandad del héroe para subrayar así el paralelismo, aunque él lo es también de madre (I. 393), oímos su voz por primera vez en la novela unas páginas después (396–97) mientras explica a su criada Fatime por qué rechaza a un pretendiente: no reúne las características precisas, que son, como no podía ser menos, las de sus lecturas, las mismas que las de Pharsamon31. En esto, como en todo lo demás, el quijotismo de Cidalise es un reflejo especular del de Pharsamon, aunque con algunos matices diferenciales dados por su condición femenina. El primero tiene que ver con la visión firmemente implantada, como hemos comentado, de la mayor predisposición femenina a la lectura quijotesca: el narrador justifica que el cerebro de Cidalise pueda parecer más trastornado por el mayor efecto que el romance produce en las mujeres, cuya imaginación es más viva y, por ello, la «llena» antes, lo que explica que ella se comporte desde el principio como una auténtica heroína de romance (I. 413). A esta mayor sensibilidad y por tanto vulnerabilidad y extravagancia, se añade un tinte más subversivo porque, como ya hemos visto en las lectoras inglesas, el quijotismo la empodera a la hora de elegir marido y se permite rechazar a un candidato. Ello no es óbice para que, finalmente, su capacidad de acción sea mucho más limitada y su rol subalterno: tratándose de una mujer, Cidalise carece de iniciativa, que corresponde a Pharsamon, del que va a remolque en toda la novela. p. 263
Pero, aun dentro de la pasividad y escasa agencia propia de una heroína, en Cidalise podemos detectar el mismo salto de la lectura a la imitación que veíamos en Pharsamon y abre el camino hacia la mujer Quijote. Así se observa, sobre todo, en esos abundantes y largos diálogos en que se expresa con toda la retórica amorosa típica del romance, una imitación estilística que se extiende también a gestos y miradas, actitudes y conductas, de forma que se convierte en sujeto de una imitación formal tanto en palabras como en actos, que reaparecerá en Arabella, pero que no encontramos en ninguna lectora quijotesca anterior –tan solo era esbozada en Javotte–. La imitación solo se hace más activa cuando Cidalise se escapa con Pharsamon de la casa en la que la ha recluido su madre y a la que este llega por casualidad, en consonancia con el tipo de acción disponible y característica de la heroína quijotesca que aparecía en Javotte y Juliette y que reencontraremos en Arabella: la huida, es decir, una acción que es, ante todo, una reacción. Pese a este considerable avance hacia la trama imitativa de The Female Quixote, es evidente que el quijotismo femenino de Marivaux surge de un proceso de transferencia del masculino, de forma que queda marcado por esta relación de dependencia tanto en sus características, que replica de Pharsamon, como en su acción, subordinada o sometida a él. En consecuencia, y por paradójico que pueda parecer, hay que volverse al quijotismo de Pharsamon si queremos entender la configuración del femenino en Lennox32.
Para describirlo adecuadamente hay que ir más allá de lo que hemos llamado el síndrome quijotesco para observar cómo difiere notablemente de unos Quijotes a otros por la forma en que viven o imitan sus lecturas. Así parece entenderlo el propio Marivaux cuando, al inicio mismo de la novela, explica perfectamente la distancia que separa a Pharsamon de don Quijote sin mencionar a este: su locura, nos dice el narrador, no consistía en imitar a los héroes de sus libros en todo, solo en su forma de amar; tan solo deseaba experimentar sus aventuras amorosas, provocadas por el rigor o la pérdida de sus amadas, pues era consciente de que los combates con gigantes y encantadores eran solo una ficción; los romances le habían dejado únicamente el gusto por el amor heroico, es decir, una forma literaria de amar –esa que hemos denominado formalismo romántico amoroso– por la que estaba dispuesto a arrostrar cualquier peligro; y concluye que su locura era una mezcla de valor extravagante y amor ridículo, pero que no necesitaba ser caballero, le bastaba con haber nacido gentilhombre33. En otras palabras, no hay rastro de la locura transformista quijotesca, esto es, la que transforma al hidalgo en caballero y a su entorno en un libro de caballerías. Por eso mismo, bastan los primeros contratiempos para despertarlo a la realidad: tras encontrar por casualidad a Cidalise en su jardín y batirse con un pretendiente rival, sus heridas no solo debilitan su cuerpo, sino sus ganas de aventura, empieza a abrir los ojos a la realidad (I. 412) y solo la presencia de Cidalise, en cuya casa se recupera de las mismas, le impide completar su «conversión» (414). Esta se produce cuando, al verse forzado a abandonarla, regresa a la de su tío y, en ese entorno doméstico, lejos de su amada, llega la sorprendente –por prematura– curación de su quijotismo: ve claro que le gustaría ser caballero andante, pero sabe que no lo es y que Cidalise no es una princesa, aunque se merece ser amada como tal; sigue admirando a sus modelos literarios, pero sabe que no es como ellos (II. 429–430). Al día siguiente de su llegada, siente vergüenza de sus acciones pasadas y, ya perfectamente cuerdo, su intento de parecerse a los caballeros de sus libros le parece una locura, aunque estas aventuras literarias conservan para él todo su encanto. Reconoce que ya no son tiempos de caballerías, aunque desearía que lo fueran para que esa forma de amar siguiera vigente (445). Y declara a su tío que todo lo hecho es una locura que atribuye a su juventud y al exceso de lectura, que ha nublado su imaginación (446). p. 264
El quijotismo de Pharsamon no solo no es transformista (como el del hidalgo o Juliette), sino que apenas confunde literatura y vida (como Biddy o Javotte cuando asumen que deben ser amadas de acuerdo con patrones literarios), pues parece ser consciente de que tal aspiración es una quimera. De hecho, puede calificarse como de baja intensidad o superficial por la facilidad con que se abandona, como si fuera una especie de error de juventud fácilmente superable a través de la cruda experiencia, lo que permitiría concebirlo como parte de un proceso de maduración. Sin embargo, tal proceso queda abortado por una segunda salida que se produce acto seguido cuando, yendo de caza con su tío, llega a un paraje solitario semejante al que fue testigo de su primer encuentro con Cidalise y se imagina que la casa que se ve desde allí es el retiro de algún enamorado infeliz, lo que le hace dirigirse hacia ella. El encuentro con su inquilina, Clorinne, cuya forma de amar es tan extravagante como la suya, y el posterior con Cidalise, hacen el resto. Este paso sin solución de continuidad de la curación a lo que parece recaída es difícil de explicar, a menos que lo entendamos como expresión de la peculiar naturaleza del quijotismo de Pharsamon: en él conviven la cordura que reconoce su mundo tal cual es y admite que él no es un caballero, con la añoranza del amor heroico de otro tiempo y esa voluntad de anacronismo que solo necesita del estímulo y contexto precisos para desencadenar su imitación34. Por ello, puede calificarse tal quijotismo como autoconsciente, en cuanto que es consciente de su carácter de error y de su condición de ilusión, lo que lo convierte en un caso diferente y novedoso del síndrome quijotesco: la imitación no se asienta en la confusión de realidad y ficción, en la que podemos separar la variante ontológica (que da lugar a transformaciones o alucinaciones, como en el Berger o la Fausse Clélie) de la epistemológica (que resulta de interpretar la realidad de acuerdo a patrones de ficción, como en The Tender Husband o el Roman bourgeois); sino simplemente en un deseo de vivir la literatura, a la manera de esos juegos de rol que implican teatralización (larping en inglés: ‘live action role-playing’). Su imitación no es fruto de locura alguna, sino un acto deliberado, como ha explicado acertadamente Aragon35. p. 265
Ello da un carácter deliberadamente teatral a ese formalismo romántico amoroso que define su imitación, un componente de fingimiento que comparte con Cidalise. Así se hace evidente, por ejemplo, cuando esta interrumpe su réplica a los cumplidos de Pharsamon porque tales silencios en sus libros dan a entender lo que no se quiere decir (I. 408); o cuando intenta suspirar al ver que Pharsamon cae herido, pero lo hace demasiado fuerte y le sale un grito, lo que hace comentar al narrador que aún no sabía suspirar como una heroína y que sobreactuaba («elle outrait un peu son rôle», 409); o cuando se desmaya no una sino dos veces porque se siente obligada a revestir su aventura de todas las formalidades requeridas (410). Algo parecido ocurre cuando Clorinne empieza a insinuar a Pharsamon su amor por él y a este no le genera ningún tipo de conflicto o inquietud, antes al contrario, lo ve como la oportunidad perfecta para imitar a sus modelos (IV. 499) y se confiesa encantado de oponer a los sentimientos amorosos de ella la mayor crueldad, «enivré para avance du rôle d’ingrat qu’il se promet de faire» (503). Esta repetición de la palabra rôle para cada uno de los enamorados es sintomática de la autoconciencia imitativa y teatral de la que venimos hablando; de hecho, utilizada en este contexto amoroso, hace que podamos dudar de la sustancia o realidad de su amor, como pone de manifiesto Deloffre al describirlo como narcisista: Pharsamon no ama tanto a Cidalise como el verse a sí mismo de la manera en que se sueña; es de la imagen de sí como amante heroico de lo que está enamorado, e intenta proyectarla sobre ella, su escudero y los demás; y lo mismo podría decirse de Cidalise, pues los dos conciben el amor no como actividad vital, sino como espectáculo, comedia o representación36. Así lo confirma el final de la obra, cuando el héroe es curado por un médico en un abrupto y precipitado final –poco verosímil y un tanto inconsistente por cuanto implica tratar su quijotismo como la locura e incluso la patología que no es– y se olvida por completo de Cidalise para comprometerse con la madura y calculadora Félonde en lo que será un matrimonio burgués, como lo califica Bardon (458).
Evidentemente, esta autoconciencia quijotesca ya estaba apuntada en el hidalgo cervantino y está presente en mayor o menor medida en la progenie femenina que hemos descrito aquí (con la excepción de Juliette), pero Marivaux la lleva a sus últimas consecuencias para crear una nueva forma de quijotismo amoroso que encierra una curiosa paradoja que no tenemos espacio para desarrollar: Pharsamon ni está verdaderamente enamorado ni es verdaderamente quijotesco. Este quijotismo único por su carácter extremadamente autoconsciente aúna ciertas cualidades diferenciales –baja intensidad, teatralidad y narcisismo– que configuran un nuevo tipo de Quijote hacia el que bascula Arabella, de forma que no es descabellado decir que esta tiene más que ver con Pharsamon que con el hidalgo. Ello es aún más notorio si a esta autoconciencia añadimos otro rasgo que también se dejará sentir en Arabella: su carácter heroico, basado no tanto en las cualidades admirables que ya podían encontrarse en don Quijote –como el propio narrador se ocupa de subrayar al contrastar la falta de sentido y razón en su mente con la generosidad, grandeza y probidad de su corazón (IV. 508)– como en la desaparición del carácter antiheroico del hidalgo (loco, viejo, inadecuado) y su sustitución por las cualidades románticas de un héroe. p. 266
Estas aparecen ya en su descripción al inicio de la novela, que subraya la excepcionalidad de sus gracias tanto físicas como espirituales, así como su idoneidad para convertirse un día en «ilustre aventurero»37; y se ven confirmadas por las acciones subsiguientes, tanto en las armas, donde hace gala de notable valor, fortaleza y habilidad, como en el amor, despertando el interés y hasta la pasión de varias mujeres. Siendo este el ámbito privilegiado de su quijotismo, es significativo el número de candidatas a casarse con él antes de iniciar su andadura quijotesca, pero, sobre todo, lo es el hecho de que, una vez que esta lo convierte en ocasional objeto de diversión y blanco de burla, su apostura despierta la compasión del bello sexo y es el favorito de las damas (VIII. 612). Así lo demuestra el amor de Cidalise, cuya exigencia quijotesca lo confirma como arquetipo del amante heroico, el de Clorinne y, sobre todo, el de Félonde. Frente a la extravagancia de las dos primeras, esta tiene la sensatez suficiente para reconocer el trastorno de Pharsamon, pero este, lejos de ahogar su amor, lo intensifica, como explica el narrador: al provenir su locura de un carácter tierno o sensible, sus gracias naturales se hacen más irresistibles (X. 672); o, en otras palabras, dado el sustrato romántico o heroico de la naturaleza de Pharsamon, su quijotismo impostado no solo no resta, sino que suma. Lo que en un varón viejo y poco agraciado es ridículo y objeto de risa, en un joven apuesto es digno de compasión y amor, algo ya observable en caballeros como Lanzarote u Orlando, quienes son víctimas de una locura amorosa transitoria que los convierte en precedentes de don Quijote. La imitación quijotesca de Pharsamon, pese a ponerlo en situaciones cómicas, despierta admiración porque está a la altura de sus capacidades o cualidades, en suma, porque se trata de un héroe de romance. Aparece así un nuevo tipo de Quijote al que podemos calificar de heroico porque su quijotismo ha sido romantizado y, por tanto, es héroe y no antihéroe. Y esta romantización afecta no solo al Quijote sino al universo en que se mueve, de forma que el carácter romántico de su quijotismo es triple: por su origen literario, por las cualidades de la figura quijotesca y por la naturaleza de la propia novela.
Efectivamente, si en todo lo que no atañe a su quijotismo Pharsamon responde al arquetipo del héroe de romance, la acción de la novela, dejando de lado su dimensión cervantina (de la que no podemos ocuparnos aquí), sigue muchas de las convenciones del romance. Ello es fácilmente comprobable simplemente comparando la frustración que acompaña siempre las expectativas aventureras del hidalgo y muchos de sus sucesores con el cumplimiento de las mismas en el caso de Pharsamon: la ley del deseo que rige en el romance parece determinar la lógica narrativa de esta novela. Apenas ha salido a cazar con su tío, se aleja del grupo y se detiene a pensar en cómo debería ser el encuentro con su hipotética dama, recordando una escena protagonizada por un caballero andante: tal encuentro se produce acto seguido justo en esos términos. Ignorando la identidad de la bella desconocida, parte en busca de su morada y da con ella por casualidad; y, a mayores, también con un rival que justo en ese momento está declarándole su amor en el jardín y con el que se bate. La convalecencia de sus heridas permite ejercitar a los enamorados toda la retórica amorosa que consolida su amor narcisista, hasta que llega la madre inesperadamente y lo echa de la casa con cajas destempladas, por lo que al rival se une ahora la oposición materna, los dos obstáculos característicos del romance heroico. Y, cuando entra en esa mansión solitaria y recóndita a la que lo conduce de nuevo el azar durante la caza con su tío, esperando encontrar un amante desafortunado como él, así ocurre efectivamente (III), pero de nuevo con un plus: se trata de una mujer disfrazada de hombre, Clorinne, otro motivo característico del romance, como está también disfrazada su confidente Élice; y Clorinne, naturalmente, se enamora de Pharsamon porque este es la viva imagen de su enamorado Oriante, cuya muerte ha provocado su retiro, lo que permite añadir al rival masculino de Pharsamon uno femenino para Cidalise y poner así la constancia del héroe a prueba (IV), otra vez siguiendo las convenciones del género heroico. p. 267
Además, la historia de Clorinne, denominada «Histoire du Solitaire» (III. 463), es una trama claramente tomada del romance, en la que la pareja de enamorados superlativos debe enfrentarse al problema del origen inferior de ella, que provoca la oposición de ambas madres, finalmente superado al descubrirse su verdadero y noble origen (la niña fue abandonada para ser criada por otra familia). La coincidencia juega un papel esencial en ese descubrimiento y en toda la trama: se conocen al ensayar una obra de teatro de la que él, por casualidad, se sabía el papel principal; se reencuentran por azar, tras ser separados, cuando ella está recluida en una mansión apartada en la que él pide hospitalidad; y el azar también provoca la muerte accidental de Oriante al producirse el retorno inesperado de la madre de Clorinne. Es evidente que la casualidad romántica que rige esta historia secundaria es la misma que lo hace en la principal, pero, aun cuando así no fuera, la pertenencia de ambas al mismo plano ontológico de realidad supone una romantización automática del universo diegético de toda la novela, como ocurre también con las historias intercaladas del Quijote. En este caso, a diferencia de lo que pasaba en Cervantes, la historia de Pharsamon y la de Clorinne poseen la misma naturaleza romántica, como confirma su relación especular: al separarse de Pharsamon, Cidalise ha sido recluida primero en su casa y luego en una mansión apartada para que renuncie a su amor y lo olvide, como Clorinne; ha empezado a sospechar, al igual que Pharsamon, que sus padres no son los reales y que sus orígenes son nobles, como era el caso de Clorinne; se reencuentra con Pharsamon de la misma manera que Clorinne y Oriante (V); y, una vez se ponen de acuerdo para fugarse de noche, llegará inesperadamente la madre, como hacía la de Clorinne (VI). El mismo patrón especular se repite con la otra historia romántica intercalada, la de la desconocida a la que Pharsamon rescata de su perseguidor y que resulta ser una persona de rango disfrazada con ropajes humildes (VIII). La especularidad es ahora virtual, pues sirve a Pharsamon para imaginar su reencuentro con Cidalise –que ha desaparecido y a la que va a buscar– en términos semejantes a los narrados por Tarmiane (X). Por supuesto que la «Histoire de Tarmiane» responde de nuevo al patrón narrativo del romance –como ya detectó Bardon, también en la de Clorinne (461)– aunque de un género diferente, y tiene, por tanto, el mismo efecto de romantización del universo diegético de la novela38. p. 268
Esta dimensión romántica tanto en la trama principal como en las secundarias convierte la novela de Marivaux en una actualización o modernización del romance heroico en la realidad contemporánea, como ya vimos que ocurría en la Fausse Clélie; pero, en este caso, tiene un carácter abiertamente cómico por la trama imitativa quijotesca que se yuxtapone sobre él y que está mucho más desarrollada, en la línea de lo que ya había hecho Sorel en el Berger extravagant. La diferencia fundamental con este último radica en que ahora la imitación tiene el viento a favor, pues se produce en un universo que parece hecho para cumplir los deseos del sujeto quijotesco, como hemos visto, el único en el que sería posible el quijotismo autoconsciente que acabamos de describir, por lo que el personaje no necesita crear aventuras o que se las creen, como en Don Quijote o el Berger, le basta con aprovechar lo que la misma realidad le ofrece para proceder a su imitación. Esa realidad, sin embargo, no siempre es tan benigna y, en ocasiones, ofrece el correctivo anti-romántico característico de la parodia cervantina y desarrollado en la tradición francesa del antiroman. De esta forma, se produce en la novela de Marivaux una llamativa duplicidad que solo se apuntaba en la Fausse Clélie y que se repetirá en The Female Quixote: el texto contiene un romance al tiempo que una crítica del mismo por inmersión en la realidad anti-romántica, lo afirma y lo niega simultáneamente, la distancia va acompañada de complicidad. Esta complejidad podría explicar la decisión por parte del autor de parodiar un género que a principios del siglo xviii ya estaba en declive y que más de veinte años después, cuando fue publicada la novela, había perdido toda su relevancia en el sistema literario, como ha indicado con acierto Sermain, lo que le hace postular un propósito diferente del paródico que podríamos formular como una especie de nostalgia del romance39. En efecto, la parodia no sería el fin, sino el medio para la incorporación del romance dentro de la novela. Se trata no solo de criticarlo a fin de abrir un camino hacia el realismo a través de su negación, es decir, eso que hemos llamado el realismo antiliterario cervantino en otro lugar (Tradición cervantina 436–488); sino de hacerlo sin renunciar a aquellos elementos del género que pueden hacer atractiva una intriga demasiado ordinaria o falta de imaginación y que pueden redimir un mundo excesivamente degradado o desprovisto de ideal, es decir, eso que podemos llamar el realismo romántico cervantino. Nos detendremos más en este segundo aspecto cuando nos ocupemos de Lennox, donde reencontramos la parodia del romance como pretexto para su modernización en y para la representación de la realidad contemporánea. p. 269
Finalmente, es necesario dejar constancia de cómo funciona el correctivo anti-romántico en la obra y el papel que juega en él un componente esencial de la trama quijotesca ausente de todas las obras estudiadas hasta ahora, a saber, el compañero sanchopancesco, en este caso Colin Michard, que romantiza su nombre como Cliton, un joven criado con el que Pharsamon se crio en casa de su tío. El correctivo cómico o realista es en principio sutil, por ejemplo, en la parte I, cuando el rival con el que combate no lo hace de acuerdo con lo que cuentan los libros de caballerías, o el barbero se ocupa con poca delicadeza de sus heridas, o la vieja criada Margaret irrumpe en el cuarto donde los enamorados –también Cliton y la criada de Cidalise, Fatime– hablan de amor y los reprende, dando lugar a un altercado al que se une su marido y desemboca en batalla campal. Una vez abierta esta caja de pandora, el correctivo se va haciendo más escandaloso en forma de antiheroicas peleas, con el número de contrincantes y sus efectos disruptivos en aumento. Al abandonar la casa de Clorinne, sus criados intentan detenerlos y se produce una primera escaramuza en la que Pharsamon se ve obligado a blandir un espetón de asar en vez de su espada (IV). La noche fijada para la huida con Cidalise, su madre y Margaret van a acostarse a los dormitorios ocupados por Pharsamon y Cliton, respectivamente, y ello da lugar a la consabida por cervantina escena de confusiones nocturnas. En este caso desemboca en el terror general que se apodera de todos los habitantes de la casa al creer que espíritus o diablos la están asaltando, según Pharsamon movilizados por nigromantes que se han confabulado para impedir la huida, que acaba realizándose, aunque de forma un tanto indigna para un caballero y su dama, esto es, a pie (VI). Así es como llegan a una mansión en cuya cocina tendrá lugar una multitudinaria pelea de Pharsamon y Cliton –también Cidalise y Fatime, que acaban heridas– contra los pinches y ayudantes del cocinero, que en cierto momento salta de la cocina a los salones para interrumpir un banquete de bodas (VI). Los invitados actuarán como los del palacio de los Duques, siguiéndoles la corriente con la idea de divertirse con las locuras tanto de Cliton –para el que montan una pequeña farsa que es un remedo distante de la de la Ínsula Barataria (VII)– como de Pharsamon, al que tratan de caballero andante y solicitan conocer sus aventuras (VIII).
Hay que destacar que el desencadenante de esta última pelea –como de las dos anteriores– es el criado, lo que llama la atención sobre su función como agente principal del correctivo anti-romántico: así lo hace tanto de palabra –en sus jugosos y cómicos diálogos con Pharsamon– como en acto –con tantas acciones que ponen el contrapunto panzaico, carnavalesco, degradante, a las del caballero. Este papel de contrapunto es interno además de externo, pues, en una vuelta de tuerca al personaje del escudero cervantino, Cliton es también un imitador del romance –o más bien de su imitador, Pharsamon– y conforma con Fatime, su amada, una quijotesca pareja; pero lo hace desde su idiosincrasia sanchopancesca, de forma que su imitación es un espejo anti-romántico que deforma, degrada y trasviste su objeto40. p. 270
La intensa presencia del contrapunto panzaico permite afirmar que estamos ante una novela quijotesca, y no solo ante una ficción protagonizada por un sujeto quijotesco. La lectora forma parte, por primera vez, de una narrativa quijotesca plenamente desarrollada, es decir, construida sobre una trama basada en la imitación quijotesca y el contrapunto panzaico, aunque su participación en la misma sea subalterna. Será Lennox quien la lleve a una posición central, no dependiente de un Quijote masculino, pero Marivaux le señala el camino y, además, articula una nueva concepción del quijotismo y de la novela cervantina –en ambos casos de índole romántica– de la que la autora inglesa, como veremos, sacará partido. Llama por ello la atención que la relación entre Pharsamon y The Female Quixote haya pasado desapercibida hasta ahora, máxime si tenemos en cuenta que la traducción al inglés de la novela francesa se publicó en 1750, solo dos años antes que la novela de Lennox41. Si Subligny proveyó a esta de un modelo romántico femenino y algún paralelismo episódico para su mujer Quijote, Marivaux le legó una imitadora a la que vemos hablando y actuando como una heroína de romance, junto a algo menos evidente pero más profundo: ese quijotismo autoconsciente y romántico, esto es, narcisista y de baja intensidad, por un lado, y admirable y heroico, por otro, así como la duplicidad de un texto que es simultáneamente novela y romance, que critica al tiempo que actualiza este último. Ambas dualidades están claramente relacionadas: el quijotismo romántico requiere correctivo cómico, pero no tiene consecuencias irreversibles, sino que es fácilmente reconducible, esto es, curado y reintegrado en la sociedad, a lo que contribuye su naturaleza superficial. Estos más que posibles modelos foráneos de Lennox confirman la posición de la narrativa francesa del xvii y principios del xviii como intermediaria en la expansión transnacional del Quijote por Europa y particularmente en Inglaterra, a la que ya apuntaba el caso de The Essex Champion. Si en este puede rastrarse la influencia de Sorel y su Berger, como se explica en el estudio que acompaña la traducción de la novela inglesa en esta colección, lo mismo ocurre ahora con The Female Quixote en relación con Subligny y, sobre todo, con Marivaux.
Nuestro examen de esta intermediación pone de manifiesto la necesidad de diferenciar la lectora quijotesca –o simplemente el quijotismo– de una narrativa quijotesca: esta se caracteriza por la presencia y desarrollo de esa trama imitativa a la que nos hemos venido refiriendo, que es la que define a la mujer Quijote. Hemos visto la progresión que conduce hacia esta a partir de la lectora quijotesca: desde la pulsión imitativa apuntada en las lectoras inglesas a la praxis que ya se observa en Javotte, que se explicita y detalla, pero no se dramatiza o muestra, es decir, no se traduce en una trama imitativa; pasando por un primer esbozo de esta trama en Juliette, quien actúa como Clélie porque se cree Clélie, pero todavía precario por su carácter episódico; hasta el mayor desarrollo que adquiere en Cidalise, aunque todavía insuficiente por su carácter subordinado en una narrativa quijotesca masculina, que impide considerarla como mujer Quijote plena. Marivaux se queda a las puertas que Lennox abre de par en par en la novela paradigmática de la mujer Quijote: lo es porque la representa de forma modélica y, sobre todo, porque su difusión internacional la convertirá en modelo para novelas posteriores y para el quijotismo femenino en general. p. 271
2. The Female Quixote: el año cero de la mujer Quijote
Con la publicación de The Female Quixote en 1752 Lennox convierte a la lectora quijotesca que hereda de la tradición inglesa y, sobre todo, la francesa en protagonista absoluta de una narrativa en la que pueden distinguirse los elementos nucleares de lo que vamos a llamar fórmula quijotesca. Tales elementos, que ya se habían sustanciado en Le Berger extravagant y The Essex Champion, incluyen no solo el sujeto aquejado de quijotismo, sino la trama imitativa a la que este da lugar y el compañero sanchopancesco que le da el contrapunto. Se produce así un salto desde el motivo del síndrome literario que encarna el tipo de la lectora quijotesca al mito del Quijote que implica un patrón narrativo definido por la imitación y el contrapunto. Lennox procede al mismo tipo de reescritura del paradigma quijotesco que era ya observable en esas dos novelas previas: el desplazamiento a una nueva realidad espacial, temporal y hasta corporal, esto es, a un sujeto rejuvenecido y feminizado. El desplazamiento del mito tiene todavía un sentido adicional en Lennox, interno en vez de externo. Pese a la pervivencia de algunos rasgos literales del texto fundacional, la fórmula quijotesca se somete a un grado mayor de transformación: la locura desaparece, como las aventuras en el camino, y lo sanchopancesco se diluye en lo panzaico; o, en otras palabras, el desplazamiento se produce en forma de aproximación al universo diegético contemporáneo y también de alejamiento de la formulación literal cervantina.
En este salto del motivo al mito los modelos franceses, en particular La Fausse Clélie y Pharsamon, son fundamentales. Pero también lo son en la concepción cervantina, por antiliteraria al tiempo que romántica, de la novela que pone en juego Lennox. Así se observa en la recuperación de la parodia, que ahora se dirige contra los mismos referentes literarios que son blanco de crítica en Subligny y Marivaux en vez de los libros de caballerías cervantinos, así como en la paradójica incorporación de convenciones y motivos de esos referentes a la propia novela. A la hora de situar a Lennox en esta tradición cervantina de la novela no debemos olvidar, sin embargo, a los autores autóctonos y contemporáneos. Samuel Johnson había acogido a Lennox en su círculo literario cuando todavía era una escritora en ciernes y durante la redacción de su novela le presentó a Richardson, quien le aconsejó y ayudó tanto para escribirla como para publicarla. No es de extrañar, por ello, que la influencia de Richardson pueda discernirse en el quijotismo de Arabella y en la concepción moral y didáctica de la obra. Su dimensión satírica, sin embargo, remite a la peculiar e influyente reinterpretación que del Quijote y su protagonista había hecho Fielding, como lo hace también el planteamiento y la acción de la novela como romance cómico. Aunque sus vínculos con Lennox no sean tan obvios y su conocido antagonismo con Richardson haya contribuido a ocultarlos, pensamos que Fielding es el hilo invisible que recorre las costuras de The Female Quijote. No es de extrañar, por ello, que este autor escribiera una muy elogiosa reseña en la que analiza de forma muy aguda la relación de Lennox con Cervantes: estaba describiendo la suya propia con el autor español. p. 272
2.1. «Borrowed from Cervantes»: repeticiones y variaciones
The Female Quixote declara abiertamente su deuda con Cervantes no solo en el título sino también en la primera línea de la novela. El epígrafe del capítulo I insiste en la conexión cervantina al indicar que su asunto, los efectos negativos de una educación caprichosa, podrá parecer a algunos un préstamo de Cervantes42. Y, en efecto, basta leer los capítulos iniciales de la obra para percibir de forma nítida el quijotismo de su protagonista. El rasgo quijotesco esencial de Arabella es la posición central que la literatura ocupa en su vida, en su forma no solo de percibir la realidad sino también de intervenir en la misma, en su manera de actuar además de pensar, pues está basada en la lectura de obras de ficción a las que ella, como hacía el hidalgo con sus libros de caballerías, atribuye valor histórico y convierte, por ello, en modelos de imitación43. La lectura produce la interpenetración de literatura y vida que define el síndrome quijotesco y la pulsión imitativa que es su expresión más evidente, por cuanto no se limita a dar una coloración literaria a la realidad, sino que convierte la literatura en pauta de conducta, aunque tal síndrome no se manifieste como la locura alucinada que caracteriza al héroe manchego sino solo como enajenación de la realidad. Esta diferencia es importante, pues apunta al proceso de desplazamiento al que ya hemos hecho alusión, pero es de grado, no de clase: el quijotismo de Arabella se origina en la misma confusión entre realidad y ficción, y se manifiesta en la misma praxis imitativa de la literatura que son observables en el Quijote. Además, tiene el mismo efecto paródico, esto es, desacreditar los modelos literarios que orientan ese quijotismo, y estos van a ser el punto de partida de nuestro análisis.
2.1.1. El romance heroico, una cuestión de género
Los modelos literarios que son el blanco paródico de Lennox hacen su aparición en el primer capítulo de la novela. Este describe cómo Arabella, cuya madre murió en el parto, vive aislada del mundo en un castillo en el que, tras desengañarse de la vida en la corte y la política, se recluyó su padre –al que se identifica solo por su título aristocrático, el Marqués, convertido nada menos que en valido por Calzada–. Orfandad y aislamiento explican que la heroína desde su más tierna edad se vuelque en la lectura de las obras de ficción que encuentra en la biblioteca del castillo y con las que su madre se había distraído de la soledad impuesta por el retiro de su marido. Estas obras se identifican como romances mal traducidos del francés (I.1. 7), y sus títulos y autores se irán explicitando a medida que Arabella cite personajes y episodios de los mismos como las fuentes sobre los que modela su conducta: Cassandre (1642–1645) y Cléopâtre (1647–1657), de Gauthier de Costes, señor de La Calprenède; Artamène ou le Grand Cyrus (1649–1653) y Clélie, histoire romaine (1654–1660), de Madeleine de Scudéry. Estos cuatro títulos, que en cierto momento Arabella prestará a Glanville para instruirlo, junto con otro citado en la novela, Faramond ou l’histoire de France (1661–1663) de La Calprenède, pertenecen al género que hemos venido citando en la primera parte de este estudio como romance heroico, pues tal fue el nombre que recibió en francés: roman heroïque44. Este apelativo se explica porque sigue girando en torno a la consabida combinación de amor y armas, erotismo y heroísmo que ya había patentado el romance de caballerías, aunque con notables diferencias. p. 273
La primera de ellas es que los romances heroicos narraban historias protagonizadas por personajes históricos, ambientadas habitualmente en la Antigüedad o al menos en un pasado identificable y en una geografía reconocible, lo que para algunos los muda en antecedentes de la novela histórica. Por ejemplo, Casandra es el nombre que adopta la hija del emperador persa Darío para ocultar su identidad, convertida luego en prisionera y a la postre esposa de Alejandro Magno; Cleopatra es la hija de la famosa reina egipcia y Marco Antonio. Esta vocación histórica es fundamental en la credibilidad que dará la protagonista a este corpus narrativo y, por tanto, un factor a tener en cuenta a la hora de calibrar su quijotismo; pero denota, ante todo, una evidente voluntad de dotar al nuevo género de mayor verosimilitud frente al carácter fabuloso de las coordenadas espacio-temporales de los libros de caballerías. Tal voluntad se reconoce también en la eliminación de todo lo sobrenatural o maravilloso (uno de los rasgos más característicos del universo caballeresco) y de la trama de aventuras inconexas para ganar en unidad estructural. Además, el romance heroico introduce cambios en las prácticas amorosas que ilustran sus protagonistas de manera idealizada, sustituyendo los códigos corteses medievales por la galantería contemporánea, y hacen que el interés erótico prevalezca sobre el heroico, tal como ha explicado McDermott (116). Si en la narrativa caballeresca el amor se subordinaba narrativamente a las armas –que ocupan el centro de la acción– como la dama lo hacía al caballero –que es el protagonista indiscutible–, ahora las prioridades se invierten: el amor es el motor de la acción y la heroína se desplaza al centro de la historia. En este cambio puede detectarse la huella de la ficción griega o bizantina de inspiración heliodórica que resurge con fuerza en Europa en el Renacimiento y que se superpone sobre el sustrato de los libros de caballerías hispánicos –que tan populares fueron en Francia durante el siglo xvi– para producir esta nueva fórmula narrativa. En ella la acción gira en torno a una pareja de enamorados que deben superar un buen número de obstáculos hasta poder finalmente consumar su amor en el matrimonio. Tales obstáculos incluyen los internos, que van desde la oposición paterna, la diferencia de rango o la posibilidad del incesto; pasando por los villanos que intentan secuestrar e incluso violar a la heroína o los rivales que la cortejan y cuentan con la ventaja de su posición y el favor paterno; hasta los externos en forma de peripecias o accidentes varios como naufragios o terremotos que separan físicamente a los amantes, así como los combates y empresas de armas en las que el héroe debe demostrar su valor o las tentaciones y pruebas en cuya superación ambos demuestran su constancia45. p. 274
Las obras de Scudéry, La Calprenède y otros autores fueron traducidas al inglés de manera muy precoz (Artamenes, 1643–1655; Cassandra, 1652; Cleopatra, 1652–1659; Clelia, 1656–1661; Pharamond, 1662) y con notable éxito, como demuestran sus numerosas reediciones posteriores, tanto que dieron lugar a imitaciones autóctonas como la Parthenissa (1676) de Roger Boyle, también citada en la novela de Lennox46. Por ello, podríamos decir que este nuevo género vino a reemplazar al caballeresco, que había sido tremendamente popular en las décadas finales del siglo xvi y las iniciales del xvii, en el favor del público, si bien se trataba de otro tipo de público, de extracción social más elevada y con gustos más refinados (el mismo que antes se había entregado a la literatura pastoril)47. Habiéndose publicado todas estas traducciones en las décadas centrales del siglo xvii, la mayoría se siguieron reeditando hasta finales de siglo y unas pocas incluso hasta bien entrado el siglo xviii: Haviland da noticia de una edición de Pharamond en 1703, otra de Ibrahim en 1723, dos de Cassandra en 1725 y 1737 (además de otras dos resumidas de 1703 y 1705), y una de Cleopatra en 1741. Estos datos podrían hacernos dar por muerto al género en la década de los 40, como hace Beasley (24), quien sitúa la última edición de Cleopatra en los años 30, que habrían visto aparecer por última vez, según este autor, las dos obras mayores de La Calprenède. Por tanto, la parodia de Lennox se dirigiría contra un género cuanto menos agonizante, como sugiere Henry Fielding en su reseña de la novela de Lennox (vid. infra), más tarde Clara Reeve en The Progress of Romance (1785) cuando afirma que tal parodia llegó con treinta o cuarenta años de retraso (cit. en Gilroy xix), o Anna Laetitia Barbauld en el prefacio a la edición de la novela publicada en 1810 dentro de su colección British Novelists (cit. en Mainil 69).
Pero, aun siendo evidente que la popularidad del romance heroico francés debía de haber disminuido bastante a mediados del xviii, la muerte editorial de un género no implica su desaparición. Así lo confirman las referencias al mismo que rescata Doody (xv–xvi), tanto en lectores ficticios, como el Barón del poema épico-burlesco The Rape of the Lock (1712, 1714) escrito por Alexander Pope, quien inmola en su altar de amor doce romances franceses; como de lectores reales, es decir, los jóvenes que los leyeron en la década de los 30, como es el caso de Mary Granville y Horace Walpole. A los testimonios rescatados por Doody, Jean Mainil añade el de dos lectoras que intercambian cartas en Irlanda en 1732 (73), junto con algunos otros de la prensa de los años 50 y 60 (77), para concluir categóricamente que la de Lennox no es una satire sans objet, como habían planteado Fielding, Reeve o Barbauld (76). Naturalmente, habría que añadir también como lectores a la propia Lennox –a tenor del conocimiento que demuestra de las obras que parodia en The Female Quixote– o incluso al mismo Fielding. En efecto, en su famoso prefacio a Joseph Andrews, donde ofrece la primera teoría inglesa de la novela como épica cómica en prosa o comic romance, utiliza el género francés para ejemplificar la variante seria del romance y, lo que es más importante, se sirve de él en su propia novela, como veremos más adelante. La presencia de este género narrativo en la novela de Fielding y en la de Lennox nos recuerda que, aun cuando estuviera agotado en las décadas que preceden a The Female Quixote en lo referente a la producción o traducción de nuevas obras e incluso reediciones de las ya traducidas, seguía presente en el sistema literario por cuanto todavía tenía lectores, lo que lo haría suficientemente conocido como para al menos garantizar el reconocimiento del blanco paródico48. p. 275
Hay que recordar, en ese sentido, que algo parecido había ocurrido con el Pharsamon de Marivaux, como hemos visto, y que el Quijote mismo apareció cuando los libros de caballerías ya estaban en declive, lo mismo que The Essex Champion, cuya publicación prácticamente coincidió con la de la última traducción inglesa de uno de ellos. Las parodias quijotescas parecen así producirse a distancia del apogeo editorial del género parodiado, de forma que, más que causa, son síntomas de su declive. Pero es evidente también que tal distancia parece ser mayor en el caso de Lennox (como en el de Marivaux), lo que sugiere una intencionalidad que va más allá de la parodia. Su elección de un blanco paródico casi agotado a mediados del siglo xviii podría justificarse no solo por su supervivencia residual en el sistema literario sino, sobre todo, por su adecuación para una joven lectora que tendría muchas razones para identificarse con las heroínas que lo protagonizan, como han explicado Dalziel y Aragon, aunque solo fuera por la centralidad que adquieren en este tipo de relatos y el consiguiente empoderamiento que permiten49. En este sentido, al propósito paródico se uniría la intención de explorar el tema de la lectura, su impacto en la condición femenina y sus repercusiones sociales, es decir, la sátira de la institución literaria. La parodia, en este sentido, sería un mero pretexto para la sátira, tanto de la lectora como de la sociedad a su alrededor. La imitación quijotesca de los modelos literarios franceses que ya habían vivido sus mejores días hace tiempo resultaría ser una cuestión de género en un sentido adicional: femenino y no solo literario50.
En cualquier caso, los modelos literarios de Arabella, pese a ese cambio de género en un doble sentido (del sujeto quijotesco y de la literatura que imita), son similares a los del hidalgo en su naturaleza romántica, esto es, pertenecen al mismo modo de ficción que en inglés se denomina mediante el término romance, aunque en la variante heroica en vez de caballeresca. Estamos ante un tipo de representación idealista, resultado de la mediación de una doble perspectiva vertical que polariza la realidad en dos mundos contrapuestos idílico y demoníaco, hace depender el universo sensible inferior de uno inteligible superior y se actualiza a través de diferentes épocas y sociedades en diferentes géneros (vid. Pardo, Tradición cervantina 46–54). Este sustrato romántico que el quijotismo de Arabella comparte con el del hidalgo posee la misma dualidad de modo y género: su visión de mundo y expectativas están inspiradas por el idealismo característico del modo romántico, pero se fundamenta en un género específico de romance que reduce la complejidad del mundo a un patrón narrativo recurrente. En este sentido, podemos decir que la lectura de la realidad de Arabella, como la del hidalgo, es formulaica, es decir, sigue al pie de la letra la fórmula de un género literario, aunque la fórmula haya cambiado. p. 276
Ello se hace evidente en la monomanía amorosa que da contenido a su quijotismo: no se trata solo de que, tal y como ha aprendido en sus lecturas, el amor sea motor y centro del mundo51, sino de que debe seguir de manera rigurosa las convenciones o pautas que lo codifican en la fórmula narrativa del romance heroico, que ella misma va explicitando en los muchos ejemplos que expone con profusión de detalles a lo largo de la novela. Sus dos pilares son la resistencia frente a la decisión paterna a la hora de aceptar el marido elegido para ella y el absoluto sometimiento a sus designios del enamorado elegido por ella. Sobre este, además, cae una especie de voto de silencio consistente en que nunca debe declarar su amor y debe superar una serie de pruebas a lo largo de un periodo prolongado de tiempo para demostrarse digno de ser correspondido, no siendo la menor el mostrar fidelidad y constancia absolutas. Esta visión formulaica del amor –esto es, articulada en la fórmula narrativa heroica–, que ya detectamos en Pharsamon y a la que ya nos referimos como formalismo romántico amoroso, se observa especialmente en la relación de Arabella con Glanville, su primo, cuyo amor rechaza, primero por ser el candidato elegido por su padre –«What Lady in Romance ever married the Man that was chose for her?» (I.8. 27)– y porque solo concibe el matrimonio «brought about with an inifinite deal of Trouble» (27); después porque no sigue en su cortejo las pautas literarias requeridas, cometiendo continuas faltas de etiqueta galante, inaceptables para Arabella (la primera de ellas, hablarle abiertamente de sus sentimientos), por las que lo destierra (banish) de su presencia en varias ocasiones.
Pero, si bien la relación con Glanville es el hilo narrativo conductor que da unidad a la novela, la visión formulaica de Arabella se deja sentir también en incidentes y episodios que nacen de su propensión a ver enamorados por todas partes, a muchos de los cuales, además, atribuye aviesas intenciones y convierte en agresores o raptores (ravishers) sin motivo aparente. Así se observa en el arranque mismo del relato, cuando Arabella detecta la forma insistente en que un desconocido la mira en la iglesia y ello la lleva a asumir que está interesado en ella. No está del todo desencaminada, aunque el interés de Hervey reside más en su fortuna que en su persona, pero la comedia quijotesca comienza cuando ella devuelve la carta que recibe de él sin abrir, porque no puede recordar ninguna heroína que haya aceptado la carta de un desconocido, y se asombra de que Hervey se haya reído en vez de desesperarse por ello, como hacen los enamorados de sus novelas, aunque resuelve esta anomalía asumiendo que la desesperación ha alterado su razón (I.4. 15). El asombro deja paso a la acción cuando, al acercarse Hervey a caballo para hablar con ella, asume que va a secuestrarla, pide ayuda a sus criados y estos lo desmontan, desarman y retienen hasta que se aclara el malentendido. El siguiente pretendiente imaginario es un ayudante del jardinero, Edward, al que cree una persona de calidad disfrazada para poder estar así cerca de ella. Pese a que es despedido por robar carpas del estanque, de nuevo la interpretación se convierte en imitación cuando, unos capítulos más adelante, va a verla acompañado del mayordomo para pedir su readmisión y Arabella huye despavorida por estar convencida de que vienen a secuestrarla. Tras desmayarse en su huida, es rescatada por un caballero a quien cuenta la fantástica historia que ha imaginado y a cuyo carruaje sube para escapar, ajena al peligro real en que se está colocando por las intenciones nada románticas de su salvador, del que la librará un oportuno accidente. Todos estos episodios muestran cómo la imitación formulaica se asienta en una hermenéutica textual, es decir, la lectura del mundo como si fuera un texto, que da lugar a una praxis imitativa. Arabella, como don Quijote, proyecta los personajes y situaciones característicos de sus libros en una realidad circundante que poco o nada tiene que ver con ellos para luego actuar en consecuencia52. p. 277
A estos dos pretendientes imaginarios se unen dos reales: uno es Glanville, a quien intenta educar como enamorado dándole los cuatro romances mencionados, pero de forma infructuosa; el otro es Sir George Bellmour, quien, poseyendo todo el conocimiento de ese tipo de literatura del que carece Glanville, lo aprovecha para seguir la corriente a Arabella y divertirse a su costa desde su primer encuentro en unas carreras de caballos, que Arabella transforma nada menos que en juegos olímpicos. Su mayor extravagancia, sin embargo, tras ordenarle por carta que no muera (por la desesperación de no ser correspondido), como ha hecho antes con Hervey (cuando atribuye una enfermedad de este a esta misma causa), será pensar que Bellmour tiene la intención de suicidarse delante de ella. Aún se añadirá a la lista de enamorados un quinto tan imaginario como los dos primeros, su tío y padre de Glanville, Sir Charles, convertido en su guardián o tutor al morir el Marqués. La confluencia de Glanville con tres de estos cuatro rivales –Sir George, Sir Charles y Hervey– en un mismo espacio crea una serie de confusiones cómicas narradas en los capítulos V–VIII del libro cuarto, causadas no solo por los errores provocados por la hermenéutica quijotesca de Arabella, sino también por los que cometen sus enamorados al infringir los códigos amorosos románticos y al interpretar la realidad por influencia o al menos proximidad del sujeto quijotesco. Así se genera una especie de comedia de errores −de hecho, la palabra mistake se repite en los títulos de todos estos capítulos− que amenazan con propagar la confusión epistemológica asociada al quijotismo a otros personajes (al modo de las confusiones nocturnas en la venta de Juan Palomeque del Quijote). Al final del capítulo IX (175), que pone fin al primer volumen de los dos en que se divide la novela, Arabella hace balance de los devastadores efectos de su belleza en sus cinco pretendientes (Edward incluido), en un perfecto epítome de cómo la fórmula romántica que orienta su quijotismo remodela la realidad.
En este clímax con que concluye el primer volumen empiezan a vislumbrarse también los efectos disruptivos y desestabilizadores que la praxis imitativa derivada de esa hermenéutica textual puede tener en su entorno y, por tanto, su trascendencia social. Ello se hace más evidente cuando, a partir del libro séptimo (ya en el segundo volumen), Arabella sale del círculo doméstico y rural inicial, que limitaba el impacto de su quijotismo, para trasladarse a centros urbanos como Bath, Londres y Richmond, donde queda más expuesto al escrutinio social y se convierte en objeto de ridículo y hasta de escándalo público. De camino a Bath, en compañía de su prima Charlotte Glanville, se repite el motivo de identificar a los hombres que se aproximan a caballo –en este caso bandoleros– con personas de calidad que quieren llevárselas por la fuerza; y, ya en Bath, convierte a Mr. Selvin y a Mr. Tinsel en enamorados y les escribe para pedirles que no utilicen la violencia para forzar su amor, como se imagina que está a punto de ocurrir cuando uno de ellos intenta entrar en su cuarto. Su praxis imitativa bordea la alucinación característica del hidalgo cuando, tras desmayarse por la impresión, está convencida de que ha sido en efecto secuestrada y posteriormente rescatada por Glanville; o cuando, más adelante, destierra a Mr. Selvin de Inglaterra, cree que ha causado su muerte al hacerlo y se declara dispuesta, en caso de no ser así, a ordenarle que viva, para mortificación de Glanville, que es consciente de la comprometida situación en que semejantes extravagancias la están poniendo en el selecto círculo social que frecuenta los baños, fiestas y bailes de Bath53. La atención que ya había atraído sobre sí al aparecer en una de esas reuniones sociales ataviada con ropajes que ha encargado siguiendo el ejemplo de sus romances –algo que ya había ocurrido en sus salidas con semejante atuendo anacrónico a la iglesia donde encuentra a Hervey y luego a las carreras donde aparece Bellmour– se convierte, al hilo de tales desvaríos, en maledicencia, especialmente femenina, y llevan su quijotismo al dominio público hasta el punto de que se convierte en blanco de burla general, como el propio narrador explicita (VIII.5. 323). Ello hace que Sir Charles se plantee si su sobrina está loca y el propio Glanville dude de la boda planeada. p. 278
Esta mayor trascendencia social quijotesca, que bien puede relacionarse con lo que hemos denominado en otro lugar socialización del quijotismo, da lugar a una primera intervención externa –es decir, de alguien ajeno a la familia– para sacarla de su error, la de la Condesa, aunque sus esfuerzos se ven interrumpidos porque debe partir por la súbita enfermedad de su madre. Tras mantener a Arabella recluida para evitar que se ponga en evidencia, los Glanville optan por marcharse a Londres, pero la dinámica de socialización es ya imparable y ahí tiene lugar su punto álgido. Durante una velada en los jardines de Vauxhall, Arabella toma a una prostituta vestida de hombre que acompaña a un soldado por una heroína disfrazada, la defiende de las burlas de un caballero y se dirige a ella en términos románticos con la idea de ayudarla, para mofa y rechifla de la multitud allí convocada y desesperación de Glanville, que la convence para que se marchen diciéndole que el soldado es el enamorado al que la dama por fin ha reencontrado. Finalmente, en Richmond, donde se desplazan huyendo del clima londinense, tiene lugar la aventura final y más radicalmente quijotesca por la literalidad y desmesura con que la hermenéutica textual se traduce en praxis imitativa: mientras está en compañía de otras damas, ve aproximarse a tres jinetes, a quienes naturalmente toma por agresores; así que decide arrojarse al Támesis para huir nadando, siguiendo el ejemplo de Clelia, que se arrojó al Tíber para escapar de su asaltante Sextus (el mismo episodio que ya reencontramos en la Fausse Clélie). El incidente a punto está de costarle la vida, pero finalmente será clave en su curación: ante el temor de que la fiebre resultante tenga un desenlace fatal, se avisa a un teólogo (divine; Lennox también se refiere a él como doctor), cuyos argumentos culminan la labor iniciada por la Condesa. La curación mental y física deja el camino expedito para la boda con Glanville, que pone fin al relato.
2.1.2. La fórmula quijotesca, literalidad y desplazamiento
Hemos narrado con cierto detalle la trama quijotesca de la novela no solo para ilustrar el quijotismo de la heroína, sino para mostrar cómo da lugar a una serie de aventuras que emanan de él y le dan movimiento narrativo. Lo que hace quijotescas esas aventuras es precisamente que nacen de la imitación –actancial, no autoral– de un género específico de romance, el heroico, y por ello son igualmente literarias, aunque haya cambiado su índole respecto de las del hidalgo porque lo ha hecho la fórmula imitada, así como las circunstancias particulares de quien y en que las imita. Pero tal imitación obedece a la misma doble dinámica que instaura el Quijote: la procedente de la imaginación literaria del sujeto quijotesco y la derivada de lo que Hanlon ha denominado su mimetic appeal [reclamo imitativo], que se traduce en el fingimiento de los que lo rodean a medida que se produce la socialización del quijotismo54; por ello, se puede hablar de una doble imitación y distinguir dentro de la aventura imitada que define la trama quijotesca, la imaginada –por el Quijote– y la fabricada –por otros–. En este segundo tipo juega un papel muy importante la teatralización o la farsa –piénsese en la del caballero de la Blanca Luna y la de la princesa Micomicona, orquestadas por sus amigos, o las varias que organizan los Duques en la segunda parte– y tienen propósitos dispares que van del terapéutico (atenuar los efectos disruptivos de su locura y en última instancia curarla) al ventajista (aprovecharse de él para divertirse a su costa u obtener algún tipo de beneficio). p. 279
El primero es fácilmente observable en Glanville, que efectivamente le sigue la corriente a Arabella con el propósito confeso de protegerla de su propio desvarío y de combatirlo interviniendo en el momento oportuno; el segundo en el personaje de Sir George, quien, ya desde el primer encuentro, utiliza su conocimiento de la literatura preferida por Arabella, primero para divertirse y más tarde por interés, para ganar su mano y con ello un matrimonio económicamente muy ventajoso. Así se observa en el relato romantizado de su vida –en cuanto que sigue las convenciones y pautas del romance heroico para presentarla como una historia de amores desafortunados y atraer así a Arabella– que le hace oralmente en el libro sexto; y, sobre todo, cuando en el noveno contrata a una actriz para hacer de Cynecia, princesa de Gaula, y deshacerse así de su principal rival: esta se presenta ante Arabella y cuenta la historia de cómo ha sido abandonada por Ariamenes, que no es otro que Glanville (caps. III, IV y V). Esta dramatización del romance en el nivel hipodiegético sirve para confirmar a Arabella en un quijotismo que, tras las dudas sembradas por la Condesa, empezaba a tambalearse. Así lo confirma que, justo después, se arroje al Támesis, lo que muestra el peligro de esta quijotización del mundo –es decir, la asunción, aunque sea impostada o fingida, del quijotismo por parte del entorno– que es otro efecto disruptivo de la socialización de la hermenéutica y la praxis quijotescas55.
Esta serie de aventuras imitadas conforman un patrón narrativo que, junto con el sujeto quijotesco que las origina y que hemos descrito en el apartado previo, son dos de los tres motivos que constituyen lo que hemos denominado fórmula quijotesca. Evidentemente no estamos ante la serie de aventuras en el camino, con la alternancia de espacios cerrados (posadas, mansiones) y campo abierto, que define la trama del Quijote y que podemos reencontrar, además de en las primeras imitaciones inglesas del siglo xvii como Hudibras (1663, 1664 y 1678), de Samuel Butler, o The Essex Champion (c. 1694) de William Winstanley, en otras más o menos contemporáneas de Lennox como Joseph Andrews (1742) de Henry Fielding, Launcelot Greaves (1761–1762) de Tobias Smollett o The Spiritual Quixote (1773) de Richard Graves; y no solo en el dominio británico, también en el francés con Marivaux y su Pharsamon (1737) o el alemán con Neugebauer y su Don Quijote alemán (1753). En ese sentido, podemos decir que en este terreno Lennox ha operado un mayor alejamiento de la literalidad cervantina, semejante al que se observa en el quijotismo con la desaparición de la locura del sujeto quijotesco; pero, como ocurría ahí también, el paradigma subyacente que define la fórmula –la aventura imitada y, por ello, formulaica– sigue siendo el mismo. Este desplazamiento, del que nos ocuparemos con detalle en el siguiente apartado y que caracteriza el proceso de transformación de Don Quijote en el mito quijotesco, va acompañado en The Female Quixote, sin embargo, de numerosos rasgos literales que revelan la relación directa de la obra con el texto fundador cervantino. Algunos de ellos ya han sido apuntados en lo que precede y la mayoría han sido mencionados por alguno de los estudiosos que se han ocupado a fondo de la relación entre Cervantes y Lennox (Hoople, Medrano, Pawl, Pardo [«Lennox, Charlotte»] y Torralbo), por lo que nos limitaremos a ponerlos en una perspectiva más amplia como motivos secundarios o elementos periféricos de la fórmula quijotesca que estamos analizando.
(1) El carácter entreverado de la enajenación quijotesca sobrevive en la combinación de inteligencia e ingenio con desvarío y despropósito que muchos personajes detectan en Arabella, que esta demuestra en diferentes lances de la novela y sobre la que Lennox llama la atención repetidamente de diferentes maneras. Glanville la comenta (VIII.1. 309), como Sir Charles (VIII.3. 314) o la Condesa (VIII.5. 323). Arabella muestra su capacidad retórica y de razonamiento en muchas ocasiones, por ejemplo, cuando formula sus Rules for Raillery que dan título al capítulo V del libro séptimo56. p. 280
(2) La adopción de un atuendo desfasado o pasado de moda por parte de Arabella, que puede observarse en la iglesia, las carreras o el baile en Bath, es también uno de los atributos externos más característicos del hidalgo (como ya indicó tempranamente Hoople). Se trata tal vez del rasgo más evidente de la voluntad de anacronismo que identifica al sujeto quijotesco a primera vista y que puede detectarse, además, en su empleo de un lenguaje literario ya en desuso, observable en Arabella apenas abre la boca, dando lugar a frecuentes malentendidos lingüísticos. También puede entenderse como expresión de algo más profundo o general, la alienación que vincula a ambos personajes: Medrano explica que se trata de solitarios con escasa vida social y cierta situación marginal (la nobleza venida a menos, el colectivo femenino) que buscan refugio en la lectura, a través de la cual crean un intramundo que los aparta aún más del mundo que los rodea (277–278).
(3) Arabella comparte con su original cervantino el convencimiento de que algún autor escribirá su historia (IV.5. 160), lo que le otorga ese carácter autoconsciente de quien se sabe personaje de un libro futuro que, en cierta manera, puede escribir con sus acciones. Esta autoconciencia prospectiva está relacionada con una retrospectiva, la que se produce cuando imita los modelos literarios del pasado de forma deliberada y planeada, no descontrolada, demente o arrastrada por su monomanía, a la manera de una escritora que practica la imitatio clásica o de una actriz interpretando un papel. Aquí es evidente la huella del quijotismo autoconsciente de Marivaux, particularmente visible cuando Arabella se viste con su atuendo clásico para aparecer así ante los otros, como quien lo hace para una función teatral; también cuando, en diferentes momentos de la novela, parece sobreactuar (por ejemplo, al morir su padre) o simplemente actuar sin ninguna consideración hacia los sentimientos o incluso la integridad física de los otros (por ejemplo, la de Glanville al enfrentarse de forma violenta a Hervey por su causa). Ello eleva al cuadrado el carácter literario del comportamiento del sujeto quijotesco, pues no solo sigue unos modelos, sino que aspira a convertirse en modelo; su conducta está determinada por la literatura de la que es lectora, pero también por aquella de la que será protagonista; la historia que va escribiendo en su cabeza condiciona su actuación tanto como la que ha leído, lo que le da un marcado carácter teatral.
(4) La autoconciencia quijotesca puede vincularse con otro rasgo literal del hidalgo que reaparece en Arabella y podemos denominar su resiliencia hermenéutica. Me refiero al hecho de que, pese a los muchos desengaños y correctivos que recibe a lo largo de sus andanzas, el hidalgo siempre pone en juego su hermenéutica textual para encontrar una explicación alternativa –generalmente a través de los encantadores– que le permite salvaguardar su visión formulaica frente la refutación de la realidad y ponerse a cubierto de la duda. Pues bien, como ya detectó Pawl, Arabella muestra una resiliencia semejante, bien descrita por la voz narrativa de la novela como «most happy facility in accommodating every incident to her own Wishes and Conceptions» (I.7. 25), tanto más meritoria por cuanto no pone en juego el recurso fácil al encantamiento. La capacidad de Arabella para encontrar siempre una interpretación favorable es notoria: véase, por ejemplo, su explicación ya comentada de la reacción de Hervey cuando le devuelve su carta; cuando el jardinero rondaba el estanque con gesto pensativo no era porque estuviera planeando el robo del que se le acusa, sino porque estaba contemplando la idea de suicidarse por su amor frustrado; y su desaparición ulterior, que los criados atribuyen a su temor de que se descubran otras fechorías, responde a algún plan oculto para obtener su amor (I.7. 24–26)57. p. 281
(5) La socialización de la enajenación quijotesca en The Female Quixote, como hemos visto, tiene el mismo efecto dual que en el Quijote: por un lado, la victimización del sujeto quijotesco por parte del mundo, al convertirlo en objeto de burla y ridículo general; por otro, la quijotización del mundo, cuando este finge asumir su quijotismo y le sigue la corriente. Tal fingimiento se articula en The Female Quixote mediante la misma combinación de quijotismo impostado e impostura quijotesca observable en Don Quijote: como sobrina, cura y barbero, Glanville, su círculo familiar e incluso la Condesa adoptan el primero en mayor o menor medida con la intención de sacar a Arabella de su error; Sir George, por el contrario, se sirve de la segunda para divertirse e intentar conseguir su fortuna, utilizando la misma teatralización del romance tan presente en el Quijote, especialmente en los episodios del palacio de los Duques, aunque su precedente inmediato es el Pancrace de Furetière o el Clerimont de Steele58.
Junto a estos rasgos quijotescos, podemos mencionar algunas semejanzas episódicas, por ejemplo, la escena de errores que hemos comentado más arriba y que remite a la aventura de las confusiones nocturnas en la venta. Otro episodio emblemático que reaparece es el de la quema de los libros (un paralelismo al que presta particular atención Torralbo 90–93), aunque en este caso por evocación más que por repetición, pues es abortada por Glanville (I.13. 56–57), como ya apuntaron Pawl (145) y antes Dalziel (xiv). Esta también relaciona el discurso sobre los libros de caballerías del canónigo de Toledo al final de la primera parte del Quijote con el del clérigo al final de The Female Quixote. En realidad, tal episodio puede englobarse en una categoría más amplia, la discusión metaliteraria, tan repetida en Cervantes, que Lennox recupera –frente a la tradición francesa– en el diálogo con el teólogo (o el que lo precede con la Condesa), pero también en otras conversaciones sobre el valor literario de las lecturas de Arabella: la primera con Glanville y su padre (I.12-13. 47–57), la segunda con su tío tras morir su padre (II.3) y la tercera, que se prolonga de forma discontinua, con Mr. Selvin y Mr. Tinsel en Bath (VII.3, 5 y 7). En las tres, y en otros pasajes más breves, Arabella pronuncia sendas apologías del romance heroico francés no muy diferentes a las que realiza a menudo don Quijote de sus libros de caballerías.
Todos estos paralelismos menores sirven para subrayar la relación directa con la obra de Cervantes, que el desplazamiento de la fórmula quijotesca tiende a desdibujar. Falta, sin embargo, rastrear el tercer motivo constituyente de tal fórmula en The Female Quixote. Me refiero, naturalmente, al personaje que acompaña al sujeto quijotesco en sus aventuras y actúa como correctivo, contrapunto o contrapeso, y que aquí se corresponde con la criada Lucy, elegida por Arabella para realizar el papel de confidente recurrente en el romance heroico, un papel para el que es tan inadecuada como Sancho para el de escudero caballeresco. En este tercer elemento se observa la misma combinación de literalidad y desplazamiento que ya hemos apuntado en los dos anteriores. La primera se basa en su condición social de criada, que implica obediencia, y en la conservación de ciertos atributos sanchopancescos apuntados por casi todos los especialistas; pero la distancia aumenta de forma aún más evidente que en los otros dos motivos, como resultado tanto de su pérdida de peso en la trama como de un deslizamiento de lo sanchopancesco a lo panzaico. Con este término nos referimos a la conservación de la función del personaje cervantino pese a la desaparición de muchos de sus rasgos originales. p. 282
En efecto, Lucy es un personaje mucho menos desarrollado que el de Sancho y no llega a tener el protagonismo del que goza este como sujeto de un diálogo constante con don Quijote. Además, falta en su composición la preocupación por la comida y todo lo material (aunque al principio acepta dinero de Hervey y al final de Tinsel), así como la dimensión escatológica o carnavalesca, e incluso la agudeza, sentido común y pragmatismo que asociamos con el escudero cervantino, pues estos se ven en gran medida anulados por una cualidad sanchopancesca que Lennox lleva al extremo en detrimento de todo lo anterior. Me refiero a la simpleza y credulidad que hace a Lucy asumir por completo y prácticamente desde el principio las opiniones y fantasías de su señora sin cuestionarlas, demostrando siempre una absoluta fidelidad y lealtad, incluso cuando no entiende su forma de actuar; llorando con ella y desesperándose por ella cuando está en imaginario peligro; y con la misma propensión al miedo o un carácter aprehensivo similar al que veíamos en Sancho ante ciertas tesituras en las que se encuentra su señora59. Valga como ejemplo de todo ello, muy significativo por su posición al inicio de la novela (lo que marca diferencias con el proceso gradual de quijotización de Sancho), su petición a Arabella de que impida otro intento de suicidio por parte de Edward ordenándole que viva (I.7. 26). Esa creencia en el poder de su señora sobre la vida de sus pobres pretendientes, reales o fingidos, será ya una constante en la novela: Hervey y Glanville viven porque Arabella se lo ha ordenado; y cuando esta recibe la carta de Bellmour anunciando su suicidio y le dice a Lucy que no tiene más remedio que dejarlo morir, pues no puede corresponderle, Lucy se horroriza y la reconviene por el carácter poco cristiano de su comportamiento (IV.9. 174–176). El relato de Lucy del supuesto intento de secuestro de Edward y la escapada de Arabella, en el que da por real todo lo imaginado por Arabella (II.10. 97–98), tampoco deja lugar a dudas de esa quijotización de la criada.
Esta credulidad y lealtad de Lucy le impiden ejercer de forma significativa y consistente el papel de correctivo y contrapunto dialógico de la visión quijotesca que es la función fundamental de la visión panzaica, es decir, la convierten en doble más que en contrapunto; pero ejerce ocasionalmente esta función que es la que la conecta de forma más profunda con Sancho. Lucy actúa como portavoz involuntario de una realidad ordinaria y prosaica que contradice las expectativas románticas de Arabella, por ejemplo, cuando da testimonio de la risueña reacción de Hervey al devolverle su carta (I.4. 15) o cuando le recuerda que Edward ha desaparecido porque fue sorprendido con la carpa robada en la mano (I.7. 26). Lo mismo ocurre en su incapacidad de elaborar relatos según las convenciones del romance, por la que su señora la reprende severamente: primero sobre la vida de la propia Arabella, para la posteridad, a cuyo fin esta la alecciona y le da instrucciones a las que Lucy va replicando desde el puro sentido común (III.V. 121–123); luego sobre lo que Arabella imagina que ha ocurrido mientras ella estaba desmayada, pero Lucy no puede contar porque «I can’t make a History of nothing» (305), dando lugar a uno de los diálogos en los que se aprecia mejor la colisión entre la imaginación romántica quijotesca y el correctivo panzaico (VII.14. 304–306). Esta incapacidad de Lucy para seguir las instrucciones de Arabella sobre su praxis imitativa o a la hora de reproducir sus parlamentos y la retórica elevada que esta utiliza son el equivalente perfecto de las prevaricaciones lingüísticas de Sancho y apuntan al mismo proceso de dialogización involuntaria del romance a través del par contrastivo panzaico60. p. 283
La pérdida de peso del personaje sanchopancesco y el debilitamiento consiguiente de su función dialógica panzaica se ve compensada por su transferencia a otros personajes, especialmente a los Glanville que acompañan a Arabella durante la mayor parte de la acción. Además del héroe, que ejerce esta función de manera sutil al reprimir la risa en algunas ocasiones, está Sir Charles, que posee todo el pragmatismo y sentido común ausente en Lucy y asume claramente este papel de contrapunto panzaico por la forma deslenguada y cómica en que lo hace, no solo con Arabella, sino también con Sir George y su relato romántico (VI). Pero es, sobre todo, Miss Glanville, la que en diferentes ocasiones actúa como correctivo del quijotismo de Arabella desde una perspectiva antagónica, la del uso o la norma social, aunque sin una dimensión cómica tan notoria, por ejemplo, cuando se escandaliza de su afán por conocer las aventuras de Miss Groves (II.9. 87–90) o por visitar a Sir George en su cuarto (V.I. 183–185). El primer incidente pone de manifiesto el diferente significado que una y otra atribuyen al término adventure, una desde su visión literaria romántica, la otra desde la mundana contemporánea, llamando así la atención sobre las diferentes concepciones de la realidad latentes en el uso del lenguaje y los cómicos malentendidos que pueden producir, como hacía también Cervantes en el diálogo entre don Quijote y Sancho. Esta dimensión lingüística del conflicto dialógico de visiones de mundo se deja sentir con otros términos como favours (II.9. 88–89) y offence (VII.11. 289–290). En general, toda la obra pone de relieve la forma en que el idealismo romántico de Arabella está ligado de forma indisoluble al lenguaje aprendido en sus romances: se trata de esa imitación lingüística o estilística, parte esencial del formalismo romántico amoroso, que veíamos en los dos Quijotes de Marivaux. Así se subraya desde el principio de la novela, cuando el padre de Arabella se convierte en portavoz del lector al exclamar: «Foolish Girl! […] how strangely do you talk?» (I.13. 54).
A modo de conclusión, podemos afirmar que, pese a la considerable distancia de Cervantes a la que se sitúa Lennox en lo que a este tercer motivo de la fórmula quijotesca se refiere, superior a la constatada en los otros dos (que vamos a desarrollar en el siguiente apartado), The Female Quixote es probablemente la reescritura más literal del Quijote en el siglo xviii inglés, con la sola competencia de Henry Fielding y su Joseph Andrews antes y de Richards Graves y su The Spiritual Quixote después. Así lo atestigua la repetición de la fórmula quijotesca de forma integral, con todos sus componentes o motivos: sujeto quijotesco, aventuras imitadas y compañero panzaico; y lo confirma la presencia de ciertos rasgos literales que no dejan dudas de la imitación directa del modelo cervantino. Sin embargo, basta comparar esta novela con la primera que imita al Quijote en suelo inglés, The Essex Champion, para constatar el proceso de desplazamiento que supone la desaparición de la locura quijotesca, de las aventuras en el camino y de los atributos sanchopancescos. Tal desplazamiento es, por tanto, no solo contextual o externo, fruto de la inmersión de la fórmula quijotesca en territorio inglés más de un siglo después, sino intertextual o interno, fruto de la pérdida de literalidad de dicha fórmula. Con su mujer Quijote, Lennox crea un nuevo avatar del hidalgo por su carácter inglés y dieciochesco, además de femenino, pero, sobre todo, inventa un nuevo tipo de quijotismo por su carácter formativo.
2.2. Quijotismo formativo y método satírico
El 24 de marzo de 1752, solo doce días después de la publicación de la novela de Lennox, apareció en el Covent-Garden Journal una reseña de la obra firmada por el editor y autor de la mayoría de los contenidos publicados en este periódico, Henry Fielding. En su muy elogiosa valoración de The Female Quixote, Fielding realiza una comparación entre el original cervantino y la reescritura de Lennox que llama la atención por su fineza y perspicacia, especialmente en lo referente a las diferencias entre uno y otra, pese al escaso tiempo transcurrido entre la publicación de la novela y la de la reseña (lo que sugeriría un interés en la obra más allá del puramente literario, como ha documentado Brian Hanley61). p. 284
Su cotejo está organizado atendiendo a la inferioridad, igualdad o superioridad de la imitación respecto del modelo. Fielding justifica la primera porque la creación original está siempre por encima de la copia, por la manera en que Cervantes combina diversión con instrucción (aludiendo de forma velada a su capacidad para reformar el pernicioso gusto por los libros de caballerías en España) y por la superioridad tanto en la composición de los personajes de don Quijote y Sancho como en la comicidad de sus aventuras. Sin embargo, realiza en este último punto una matización de mucho calado: la superioridad de Cervantes no es resultado del genio del autor, sino del carácter masculino de sus personajes, que les permite una mayor esfera de acción y, por tanto, representar lo absurdo y lo ridículo mediante actos y no solo palabras62. Fielding detecta igualdad entre ambas obras en lo referente al afecto que sus personajes principales despiertan en el lector, a pesar de sus desvaríos, debido a las buenas cualidades de que están dotados, a saber, inocencia, integridad, honor y benevolencia, además de buen sentido y juicio en todo excepto en lo atinente a sus libros; también cita la simpleza y fidelidad de Sancho Panza, que ve reflejadas en la criada Lucy. Finalmente, Fielding declara superior a Lennox en más cosas de las que la hacían inferior: en primer lugar, la enajenación causada por la lectura de romances resulta más fácil de aceptar en una mujer joven que en un viejo hidalgo y, además, las circunstancias en que la envuelve la autora le otorgan verosimilitud63; en segundo lugar, la juventud y belleza de la heroína la hacen más atractiva –endearing (160)– y su relación con Glanville hace su historia más interesante; además, esta tiene mayor coherencia y unidad que la de Don Quijote, pues no reproduce su estructura episódica; finalmente, sus aventuras son menos extravagantes e increíbles, lo que relaciona con la diferente naturaleza de su desorden mental, que la lleva a confundir el rango o condición de las personas, pero sin caer en el absurdo de transformar molinos o cueros de vino en gigantes y ovejas en ejércitos. Fielding añade todavía una última virtud de la obra: su limitado interés paródico –pues su blanco ya no gozaba del favor del público– se ve compensado por el que tiene como aviso y censura sobre ciertas prácticas o hábitos femeninos64.
Fielding llama la atención sobre algo que nos parece esencial, a saber, cómo del cambio de género y edad del sujeto quijotesco pueden deducirse muchas de las diferencias entre el quijotismo de uno y otro personaje: en combinación con sus circunstancias particulares, consiguen que el de Arabella sea mucho más creíble y menos radical en sus manifestaciones; hacen que la personalidad de la heroína, de por sí admirable por sus afinidades con la del hidalgo, resulte aún más cautivadora; y dotan a su historia de mayor interés, tanto romántico (Fielding invoca a Glanville) como satírico, lo que la hace más relevante como comentario sobre la sociedad de la época que sobre los libros que provocan la disfunción quijotesca. Fielding ofrece así una sucinta guía para el análisis de las innovaciones de Lennox que vamos a realizar en este apartado. El autor inglés las ha captado a la perfección, lo que no es de extrañar en absoluto, pues en ellas, sin duda, reconoció la traza de algunas que él mismo había llevado a efecto diez años antes en su Joseph Andrews, cuyo subtítulo, no lo olvidemos, era «Written in Imitation of the Manner of Cervantes».
2.2.1. De la deformación a la transformación
Las observaciones de Fielding sobre el quijotismo de Arabella en relación con el del hidalgo pueden resumirse si describimos aquel como de baja intensidad: es un quijotismo atenuado o limitado, menos radical y subversivo, más socializado o domesticado, resultado, en gran medida, aunque no exclusivamente, de su transferencia de un varón viejo a una mujer joven. p. 285
Para empezar, y como indicaba Fielding, el quijotismo de Arabella no es tanto locura como foible (21) –esto es, ‘manía’, ‘debilidad’– o mistake (‘error’), que son las palabras que se repiten una y otra vez en la novela para referirse a su comportamiento, y que tienen el efecto de rebajar o domesticar el trastorno de Arabella. Esta no alucina, no transforma la realidad objetiva o exterior, como don Quijote, simplemente comete errores en sus juicios sobre la realidad interior y subjetiva –las características o intenciones, condición o naturaleza– de otros personajes, especialmente los masculinos65. Estos se basan en la correspondencia automática entre aspecto externo y naturaleza interna que caracteriza al romance: todo hombre que se acerca a ella tiene que ser un enamorado, sea con buenas o malas intenciones; y si lo hace a caballo, solo puede ser con las segundas; los bandoleros en el camino, al ir bien vestidos, no pueden ser ladrones sino caballeros; una mujer disfrazada de hombre debe necesariamente tener una historia de amores contrariados detrás. La enajenación quijotesca no se manifiesta como locura transformativa, sino como distorsión interpretativa, o, en otras palabras, la falacia quijotesca de confundir realidad y ficción no es ontológica sino epistemológica. A diferencia de Juliette o del propio don Quijote, que transforman la realidad hasta el punto de la alucinación y cometen, por tanto, un error ontológico, el error de Arabella, como el de Javotte o Biddy, es solo epistemológico, sobre su interpretación. Por eso mismo, tal error es mucho más resistente a la refutación de la realidad, tanto más en cuanto que, a veces, las apariencias apoyan sus erróneas interpretaciones; y no solo porque hay personajes que, por motivos no siempre loables, actúan de acuerdo con las expectativas románticas de Arabella, confirmándolas y justificando así tales errores, como hemos visto; sino porque Lennox hace que, en ocasiones, la realidad se acomode a su interpretación de la misma, de forma aparente –como cuando pide a Hervey o Glanville que vivan y en efecto se curan de sus enfermedades– pero también real, es decir, dotando a la realidad de un perfil deliberadamente romántico –como en el duelo entre Sir George y Glanville, convertidos así en rivales que compiten por el amor de la heroína a la manera del romance–. p. 286
A esta primera limitación del quijotismo dada por su caracterización como error hemos de añadir una segunda más claramente relacionada con su condición femenina, por cuanto se refiere a su alcance social. Al tratarse de una mujer, el espacio vital y la capacidad de acción de Arabella aparecen considerablemente reducidos, tanto por las ideas de decoro femenino propias de la época que niegan a la mujer cualquier tipo de agencia, como por las restricciones que sus modelos románticos aplican a tal agencia, lo que da lugar a lo que Pawl ha caracterizado como un tipo de movilidad reactiva en vez de activa66. Esta movilidad reducida del quijotismo femenino explica que Arabella no ejerza su praxis quijotesca en el mundo exterior, como el hidalgo y sus avatares masculinos, sino, como indicó Dalziel, en un ámbito doméstico y amoroso, básicamente reducido a la cuestión de elegir marido. En ello se parece a todas las lectoras quijotescas previas, aun cuando su iniciativa se vea considerablemente incrementada como protagonista única de una trama imitativa, y solo Ariadne la supera en este respecto. Los efectos desestabilizadores de su quijotismo, por tanto, se dejan sentir fundamentalmente en su entorno inmediato, familiar, y solo con el traslado a Bath, Londres y Richmond adquiere cierta trascendencia social. Pero ni siquiera ahí tales efectos pueden compararse con los que las acciones del hidalgo provocan para él y los que tienen la desgracia de cruzarse en su camino, mucho más disruptivos y violentos, hasta el punto de convertirlo, de hecho, en un fuera de la ley. El quijotismo de Arabella produce, todo lo más, malentendidos cómicos, y solo los incidentes finales de Londres y Richmond se aproximan a los peligros reales que entrañan algunas aventuras del hidalgo, aunque siempre en esta esfera amorosa propia del quijotismo femenino: el principal para la mujer Quijote es que arruine su reputación y con ello sus posibilidades matrimoniales. Así se apunta cuando Arabella se sube al carruaje de un desconocido, lo que, de no mediar el accidente, bien pudiera haberla expuesto a una agresión sexual; el episodio en los jardines de Vauxhall causa irritación en Glanville y su padre por el ridículo social a que los expone y Sir Charles, que ya tenía sus dudas sobre la cordura de Arabella, ahora se plantea si no debería internarla en vez de casarla con su hijo; y el incidente del Támesis ciertamente nos lleva un paso más allá porque atenta contra su integridad no solo moral sino física, pero, como en el caso anterior, los efectos se limitan a su persona. El impacto desestabilizador o disruptivo queda así considerablemente atenuado en el quijotismo femenino, como fruto de esta movilidad reducida dada por el género (en el doble sentido literario y sexual), pero también de su carácter interpretativo más que transformativo, o epistemológico en vez de ontológico. p. 287
Finalmente, el hecho de que el quijotismo femenino no implique locura y tenga un margen de acción limitado o, en otras palabras, su falta de radicalidad tanto en su disfunción cognitiva como en su impacto social, está íntimamente ligado al hecho de que se presenta como algo transitorio, que no constituye la esencia del personaje y, por tanto, se abandona con relativa facilidad, y hasta con vergüenza y arrepentimiento, a diferencia de lo que ocurre con don Quijote, para quien el retorno a la cordura va unido a la muerte67. De hecho, Arabella se cura por pura lógica, en un ejercicio de racionalidad, gracias a los argumentos intelectuales del doctor y, en cierta medida, de una condesa amiga que había preparado el terreno, lo que invita a hablar de reforma o reeducación más que de curación. La Condesa, que fue lectora de romances en su juventud, pero posee la experiencia del mundo de la que carece Arabella, decide pasar por alto el error cognitivo de atribuir a los romances carácter histórico para centrarse en su carácter anacrónico y sus implicaciones éticas. Lo que los invalida como modelos de comportamiento es que describen sociedades y costumbres que, independientemente de que hayan existido o no, han cambiado, por lo que sus conceptos de virtud y heroísmo no solo han quedado obsoletos y son inoperativos en la sociedad contemporánea, sino que incluso son contrarios a la moral cristiana. El doctor, de forma complementaria, centrará su ataque en estas deficiencias morales ya apuntadas por la Condesa, en la forma en que incitan a una crueldad y violencia contrarias a los valores cristianos, un argumento que desarrolla por extenso, tras haber esgrimido otros de índole cognitiva afines a los de la Condesa (su falta no solo de historicidad sino también de verosimilitud). Un quijotismo que puede extirparse de la manera que acabamos de ver –aun cuando ello pueda ser efecto de ciertas prisas a la hora de cerrar la novela por parte de la autora, vid. nota 76– puede calificarse de epidérmico, en cuanto que parece no haber echado raíces demasiado profundas o duraderas en la identidad o la personalidad del sujeto quijotesco. En este respecto se parece al de Pharsamon, que implica la misma concepción epidérmica del quijotismo, aunque en este caso por tratarlo de forma radicalmente diferente, como una patología cuya curación –igual de apresurada que la de Arabella– requiere solo de los conocimientos médicos precisos. Recordemos, sin embargo, que esta curación era la segunda: la primera lo trataba como reforma o subsanación de un error transitorio y se obraba aún con mayor facilidad, por el efecto combinado de las heridas recibidas y el retorno al hogar. p. 288
Esta última transformación de Arabella está sin duda vinculada a la otra más sobresaliente que, junto a la de género, hemos anotado al principio: la edad. Y es que su quijotismo, como el de Javotte y a diferencia del del hidalgo, no procede exclusivamente de la lectura, sino de la combinación de esta con la inexperiencia y la vida recluida que han marcado su juventud. Don Quijote es viejo y por tanto tiene experiencia del mundo, de forma que solo la locura puede justificar su confusión de realidad y ficción; en el caso de Arabella, la ignorancia del mundo exterior causada por la edad y la reclusión explican esta confusión y sus consiguientes errores. Arabella tiene, además, más motivos para atribuir a sus lecturas valor de verdad y convertirlas en guía hermenéutica: por su carácter supuestamente histórico –pues el romance heroico, como hemos visto, fomentaba esa confusión con su ambientación y personajes tomados de la historia– y por la falta de orientación parental o dirección educativa a la hora de elegir sus lecturas –muy vinculada a la orfandad materna, heredada de las lectoras quijotescas inglesas68–. Ello hace que su quijotismo sea no solo perfectamente plausible, como indicaba con acierto Fielding, sino también que su curación pueda obrarse justamente mediante aquello de lo que ha carecido en su educación, a saber, contacto con el mundo real y personas que ejerzan como educadoras; o, en otras palabras, mediante un proceso formativo, no importa lo rudimentario o lo sumariamente descrito del mismo. La curación del sujeto quijotesco ya no es la recuperación repentina de la cordura que permite recobrar una identidad y vida previas, sino la transformación fruto de un proceso de crecimiento o desarrollo que permite acceder a una nueva identidad, la adulta frente a la juvenil, y a una nueva vida, en cuanto que entraña una nueva posición o estatus social. Se produce así un giro radical en la concepción del sujeto quijotesco y emerge un nuevo tipo de quijotismo que podríamos denominar formativo, frente al deformativo (o monomaníaco) instaurado por Cervantes y bien presente en las letras inglesas del xviii. Este último se vincula con lo que puede denominarse veteroquijotismo (tanto por la edad del sujeto como por su mayor proximidad al modelo cervantino), una deformación permanente de una personalidad ya formada, basada en una monomanía tan firmemente implantada en la identidad de un Quijote viejo que solo la muerte puede ponerle fin. El primero o novoquijotismo (por la juventud, pero también por su novedad frente al anterior) es un error juvenil transitorio y forma parte de un proceso de formación, crecimiento o maduración, es decir, de transformación, que culmina precisamente cuando el sujeto lo supera y abandona. A este quijotismo formativo apuntaba Pharsamon por edad y por su primera curación, pero luego quedaba abortado y se producía una regresión hacia al veteroquijotismo. Lennox completa el camino iniciado por Marivaux: el quijotismo de Arabella es una especie de ceguera temporal cuya superación se presenta como culminación al tiempo que metáfora de la transformación o desarrollo de su carácter, que se produce en los tres niveles intelectual, emocional y social indicados por Borham (Quijotes con enaguas 51).
(1) En el primer terreno, como hemos visto, la protagonista comprende su error gracias primero a los argumentos de la Condesa, que enuncia la norma social que Arabella ha transgredido, y luego gracias a los del clérigo, que formula la norma moral. p. 289
(2) Si estos personajes ponen en juego argumentos intelectuales, el amor de Glanville pone en juego los emocionales y contribuye también, en segundo lugar, a su despertar: entre la intervención de la Condesa y el teólogo, Arabella siente celos al creer que Glanville es el amante de la fingida princesa de Gaula, descubriendo así sus verdaderos sentimientos por él, hasta entonces reprimidos por su pulsión imitativa69. Aquí se produce una innovación muy interesante por parte de Lennox: no es solo que sus sentimientos por Glanville le ayuden a superar su quijotismo, sino que, a la inversa, tal superación le permite comprender sus sentimientos por él. El quijotismo de Arabella, como hemos visto, tiene algo de la autoconciencia y el formalismo que caracterizaba el de Pharsamon y ocluía el amor genuino y los sentimientos en general, anulados por el narcisismo de crear y proyectar una imagen idealizada o fantaseada de sí, lo que lo convertía en espectáculo, representación, ejercicio teatral. Si en este caso tal narcisismo no dejaba ver que no había nada auténtico detrás, por lo que, al curarse, Pharsamon se olvidaba de Cidalise y se casaba con otra, en el de Arabella no le deja ver que sí está enamorada de Glanville, un descubrimiento que, en su caso, se hace posible gracias a su curación en cuanto que le permite (re)conocerse; y, de paso, reconocernos: no hace falta ser una mujer Quijote para que los prejuicios literarios nos impidan ver el amor que tenemos delante o adentro.
(3) Este despertar emocional precede al intelectual que produce su curación y esta, a su vez, culmina en una escena que tiene lugar justo a continuación, en el último capítulo de la novela, y dramatiza un tercer despertar, el social. En ella, Glanville interviene de nuevo de forma coherente con el papel que ha asumido durante toda la novela, pero de manera más decisiva gracias al peso emocional que ha adquirido. Si antes ha sido mortificado por el ridículo social de los errores de Arabella, del que ha intentado protegerla, ahora es él quien la enfrenta deliberadamente al mismo al hacer que Sir George le revele cómo ha abusado de su credulidad. Tras escuchar la confesión de este, la autora nos dice que Arabella se quedó absorta en desagradables pensamientos sobre lo absurdo y ridículo de su comportamiento pasado (IX.12. 383). Esta toma de conciencia social se une a la afectiva sobre su amor reprimido y a la intelectual sobre su error cognitivo para rematar así una sanación que permite la integración de Arabella en el mundo adulto, claramente marcada por su renuncia a sus fantasías románticas, la petición de disculpas a Sir Charles y la decisión de convertirse en la esposa de Glanville, es decir, de asumir la posición social a la que estaba destinada70. p. 290
Así pues, el proceso de superación del quijotismo se convierte en el equivalente o correlato de un aprendizaje emocional, intelectual y social que permite a la heroína conectar con un yo y un mundo reales de los que ha sido alienada por sus lecturas, por el aislamiento de la reclusión paterna y por la orfandad materna que la deja sin guía, en suma, por una educación inadecuada. Ello no convierte a la novela en un bildungsroman, pues tal aprendizaje y el crecimiento o maduración en que desemboca, es decir, el proceso de bildung o ‘formación’ que da nombre al género, no está debidamente desarrollado, por lo que, como mucho, lo sería in nuce71. En primer lugar, apenas se esboza la interioridad o la autorreflexión que, para Moretti y Ellis, respectivamente, caracteriza el género, es decir, la atención a una conciencia insatisfecha e inconformista como lugar último de ese aprendizaje y la propia conciencia del personaje de ese proceso, su capacidad para asimilar de manera subjetiva su experiencia y así aprender de ella. En segundo lugar, el conflicto con el orden adulto (familiar, social, patriarcal…) que pone en marcha ese proceso cuya culminación resuelve el conflicto y permite la reintegración final –es decir, la otra característica del género que Moretti y Ellis denominan movilidad o agencia, respectivamente– queda metaforizada en la práctica quijotesca, que cuestiona y desafía el orden establecido, y en su curación, que pone fin al desafío y supone la aceptación de tal orden, pero no descrita o explicada. Buena prueba de ello es el papel que juega en tal curación la enfermedad, esas fiebres heredadas de la Fausse Clélie –donde marcaban no solo la curación, también el inicio de la patología quijotesca– y convertidas en desencadenante un tanto inverosímil, al tiempo que correlato físico o externo, del crecimiento o transformación interior. La novela de Lennox se acerca así a la retórica metafórica del romance más que a la metonímica propia del realismo en el que se integra el bildungsroman y manifiesta mayor afinidad con la conversión romántica inexplicada que con la transformación realista detallada: nada de extrañar en una novela que, como veremos más abajo, incorpora dentro de sí el romance. Podemos decir que la trama quijotesca es una metáfora –y, por tanto, un sucedáneo– de la trama de formación, de los errores de juventud que se superan en virtud de un proceso de aprendizaje; pero ese proceso de aprendizaje previo a la curación está presente solo de modo germinal o implícito; y ello si estamos dispuestos a asumir que no se habría alcanzado sin todos los correctivos que la realidad aplica a sus errores, lo que es dudoso, pues Lennox, más atenta a su modelo cervantino que al de la novela de formación emergente, se centra en la narración cómica de esos errores –que siempre repiten la mecánica de imitación quijotesca y refutación de la misma por la realidad, sin que esta parezca hacer mella alguna en Arabella72– más que en el contenido positivo y serio del proceso de aprendizaje. De ahí que, de ser un bildungsroman, The Female Quixote lo sería de forma negativa, y todavía más si tenemos en cuenta el resultado de tal proceso: el ingreso en el mundo adulto y la integración en la sociedad implica aceptar no solo el orden religioso representado por el teólogo y el social, por la Condesa, sino también el patriarcal que representan Glanville y su padre; y, por tanto, renunciar a la agencia conquistada en virtud de su quijotismo, a la que el matrimonio pondrá fin73. p. 291
Por todo ello, parece más sensato pensar que este nuevo quijotismo formativo que asoma la cabeza en The Female Quixote por primera vez en la literatura inglesa no produce una novela de formación en sentido estricto, sino de transformación o desarrollo: se trata de un término más neutro y, por ello, adecuado, para referirse a este tipo de ficción en la que el bildungsroman se deja entrever de forma embrionaria y cuya variante masculina, en la literatura inglesa, ya había ensayado Fielding en su Tom Jones (1749), aunque a partir de una trama picaresca –y, por tanto, netamente de desarrollo– más que quijotesca. El componente quijotesco falta también en el antecedente femenino más claro de la novela de Lennox, The History of Miss Betsy Thoughtless (1751), de Eliza Heywood, cuya protagonista no es una lectora sino una coquette (más parecida a Charlotte que a Arabella: la coqueta utiliza el poder de sus encantos para jugar con sus admiradores); pero no está ausente en Harriot Stuart (1750), donde Lennox ya había convertido a esa coqueta en lectora de romances (los mismos que Arabella: se ve a sí misma como Clelia o Statira). La forma quijotesca que adopta este tipo de relato de desarrollo femenino en la obra de Lennox la conecta con las novelas que a finales de siglo publicará su sucesora más eminente, Frances Burney74; y, en última instancia, con las de Jane Austen, que son la culminación de esta tradición de quijotismo femenino convertido en obstáculo principal de una trama de matrimonio (marriage plot) que en sus novelas más maduras acaba siendo también de aprendizaje, lo que permitiría calificar como bildungsroman a una novela como Emma. Y, ya en plena época victoriana, la protagonista de la novela de formación femenina prototípica en suelo inglés, Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, también es una lectora quijotesca, al igual que las de los exponentes posteriores de George Eliot. En ellos es muy evidente el carácter negativo de la variante femenina del género, pues la integración de esa lectora vía matrimonio conduce a la pérdida de agencia en Middlemarch (1871–1872) y, aún peor, a la desintegración personal en The Mill on the Floss (1860). Esta progenie muestra la trascendencia del giro que da Lennox al mito de don Quijote, al convertir el quijotismo en una expresión de las ilusiones y fantasías de una mente femenina inexperta, cuya superación a través del conocimiento y la adaptación a la realidad indican un proceso de desarrollo y maduración que culmina en el matrimonio75.
2.2.2. De la parodia a la sátira
El nuevo tipo de Quijote que acabamos de delinear sigue estando al servicio de un propósito paródico, pero sus innovaciones tienen la virtud de ampliarlo para otorgarle una dimensión satírica. En efecto, Lennox utiliza el quijotismo para criticar el tipo de literatura que lo induce, sirviéndose así del método paródico que hemos denominado la sátira del lector, inventado por Cervantes, patentado por Sorel al aplicarlo a un género y cronotopo diferentes en su Berger extravagant y utilizado por primera vez en la literatura inglesa en The Essex Champion, dos obras cuyos protagonistas son también jóvenes lectores. Pero, a diferencia de lo que ocurre en estas, Lennox atenúa considerablemente la intensidad de este quijotismo juvenil sobre el que se construye la parodia para apuntar una trama de desarrollo, dándole ese carácter formativo y, en consecuencia, positivo. Si a ello unimos que, como vamos a ver a continuación, adereza tanto la parodia de la literatura romántica como la sátira de su lectora con importantes dosis de complicidad, se produce una transformación de esta figura en instrumento satírico, aunque sin perder su condición de blanco paródico. Este cambio no es, sin embargo, mérito exclusivo de Lennox, puesto que es deudor de la nueva utilización de la figura quijotesca que había inaugurado Henry Fielding. p. 292
Para describir adecuadamente la trayectoria de la novela de Lennox desde la parodia de la literatura a la sátira del mundo, es preciso detenerse en la primera y reconocer cómo se articula no solo narrativamente a través de la fórmula quijotesca sino también discursivamente en los parlamentos de diferentes personajes que condenan de forma explícita el romance heroico francés. El primero es Sir Charles, quien, cuando Arabella invoca sus precedentes librescos para justificar sus desmedidas muestras de dolor ante la muerte de su padre (II.3), asume ese papel panzaico al que nos hemos referido y actúa como correctivo. Su cuestionamiento es triple: pone en duda el carácter histórico que atribuye Arabella a sus romances (61) y afirma que sus personajes solo existen en la imaginación de su sobrina (63); opina que están llenos de «ridiculous Nonsense» (61) y los califica como «improbable Tales» (62); y los declara perjudiciales para la juventud por plantar «strange Notions» (61) en sus cabezas. Curiosamente, el último y más decisivo portavoz de esta condena formula exactamente las mismas tres objeciones, aunque de forma mucho más articulada, detallada y rigurosa. El doctor, en primer lugar, deconstruye el supuesto carácter histórico de los romances, comparándolos con las fuentes históricas de la Antigüedad, para así demostrar que están llenos de invenciones tanto en los personajes y sus acciones como en la geografía. En segundo lugar, argumenta su carácter inverosímil aduciendo ejemplos de acciones y comportamientos contrarios al uso tanto de la especie humana como del mundo moderno, por lo que establece su carácter anacrónico además de improbable. Finalmente, orienta su crítica desde una perspectiva moral o cristiana para condenarlos porque, en lugar de instruir, encienden pasiones violentas como el amor y la venganza, por lo que a un tiempo afeminan y endurecen el corazón. Las objeciones del teólogo, como ya hemos visto, coinciden en gran medida con las formuladas por la tercera portavoz de la condena a los romances, la Condesa, pero, además de su dogmatismo y tono doctrinal, les da un desarrollo estético, pues implican una teoría de la novela. De hecho, tal teoría tiene mucho que ver con la que formuló Samuel Johnson en un conocido ensayo publicado en The Rambler (n.º 4, 31 de marzo de 1750), en el que preconizaba el tipo de literatura de ficción tanto realista o verosímil como didáctica o moral representada por Richardson, del que su artículo venía a ser un encendido elogio, tal y como ha explicado detalalladmente Birke (69–72). No es de extrañar, por ello, que la crítica haya visto a Johnson, que fue uno de los principales valedores de Lennox en los círculos literarios del Londres del xviii, tras la figura de este divine e incluso lo haya responsabilizado de la escritura de este capítulo, significativamente titulado «Being in the Author’s Opinion, the best Chapter in this History»76. p. 293
La condena del romance, por tanto, está al servicio de una teoría de la novela de inspiración johnsoniana y richardsoniana a la que se acogería The Female Quixote, de forma que el discurso metaliterario responde a una voluntad no solo antiliteraria sino también autoconsciente, es decir, de explicación o comentario de la propia novela. A ello hay que unir que tal condena no es tan tajante como pudiera parecer a primera vista, pues la misma Condesa que censura los romances declara haber leído y disfrutado en su juventud de ese tipo de literatura. La contraposición de esta y Arabella como lectoras del mismo género sugiere que el problema no radica tanto en sus cualidades literarias como en la (falta de) formación del sujeto lector. El ejemplo de la Condesa indica que la educación y la experiencia permiten una lectura equilibrada, mientras que su ausencia crea lectoras quijotescas. Así lo argumenta Birke en el capítulo de su estudio dedicado a Lennox, donde matiza la condena del romance que presupone la parodia cervantina para llamar la atención sobre la ambivalencia con la que Lennox trata el blanco paródico, afirmando que no se critica el romance –que explica en gran medida la superioridad moral e intelectual de Arabella frente Charlotte, quien carece de formación lectora (72–75), y es una herramienta con la que suplir una autoridad paternal deficiente (79–80) –sino una forma inapropiada de leerlo, en cuanto que no está socialmente integrada (75–78). La novela promueve así un debate no tanto sobre este género literario como sobre la lectura, más en concreto sobre la mujer lectora y, por tanto, sobre el género femenino. Pero es evidente que es precisamente el método paródico cervantino basado en la sátira –y por tanto en la representación– del lector lo que permite, si no desplazar, al menos sí ampliar el énfasis desde los libros a la lectura, esto es, de la parodia –la crítica de la literatura– a la sátira –la crítica del lector– o, en otras palabras, de la dimensión intramural de la literatura (sus géneros, convenciones, etc.) a la extramural (su público, prácticas, etc.). Pasamos así de la parodia de la literatura, que no ofrece lugar a dudas sobre la condena, a la sátira de la experiencia literaria, en este caso la lectura, que, como explica Birke, atenúa considerablemente la condena y dota al romance de cierta ambivalencia en la obra.
Este salto de la parodia a la sátira no se limita a la lectora quijotesca, sino que se extiende también al mundo que la rodea y sus insuficiencias éticas o morales, lo que incide en esa ambivalencia del romance y la hace extensible a la protagonista. Para entender este segundo salto hemos de distinguir en el quijotismo la dimensión axiológica de la cognitiva. El hidalgo cervantino está loco, es decir, es víctima de una grave insuficiencia a la hora de conocer e interpretar la realidad, lo que lo coloca en una posición de inferioridad epistemológica respecto de los personajes con los que interacciona; de ella resulta su dimensión ridícula y la parodia de la literatura responsable de esa inferioridad. Pero tanto sus cualidades como sus valores, extraídos de esa literatura desacreditada, son superiores a los de prácticamente todos esos personajes, lo que le otorga una dimensión admirable y una superioridad moral; ello lo convierte en vehículo para una crítica cuyo blanco no es él mismo sino el mundo circundante, no de índole literaria sino social, es decir, para la sátira. Aunque esta se manifiesta de forma explícita solo en los episodios del palacio de los Duques, está presente de forma implícita en aquellos que tienen lugar en ventas y caminos con personajes de raigambre picaresca, o en aquellos en los que la conducta quijotesca se alinea con los oprimidos. Evidentemente, ello implica una ambivalencia no solo en el tratamiento de don Quijote, sino también del romance caballeresco que orienta su comportamiento. Tal ambivalencia es posible por la diferencia que ya hemos explicado entre fórmula y modo: se condena la primera, un género específico de romance, por su insuficiencia mimética, pero no el idealismo moral del modo al que pertenece, que es el medio para satirizar una realidad degradada que no está a su altura. p. 294
De esta manera, en el Quijote convive la parodia de los libros de caballerías con la sátira de la realidad de la época porque su protagonista es blanco de la primera y, por tanto, ridículo, al tiempo que admirable y, por ello, instrumento de la segunda. Lennox en The Female Quixote reproducirá esta dualidad cervantina, como detectó Pawl con el acierto que la caracteriza77, pero lo hace gracias a la mediación de Fielding, pues es él quien recupera esa dimesión satírica del quijotismo basada en la ambivalencia que había desaparecido de la literatura inglesa. En efecto, la lectura dominante hasta el giro copernicano que supone Fielding en la recepción del Quijote en Inglaterra lo interpeta como una obra fundamentalmente cómica, tal y como pone de manifiesto el título de su adaptación teatral más conocida, The Comical History of Don Quixote (1694, 1695), de Thomas D’Urfey, aun cuando se reconociera una utilidad seria para la sátira, como en el Hudibras (1663, 1664, 1678) de Samuel Butler o en el prefacio de Motteux a su traducción (1700), pero siempre con la figura quijotesca concebida en términos exclusivamente ridículos y objeto de censura, como se observa también en The Essex Champion, hasta el punto de desfigurarlo y convertirlo en un bellaco y un hipócrita, como hacen los comentarios de Gayton, Pleasant Notes upon Don Quixot (1654). Fielding da la vuelta a esa visión negativa e inicia la redención de don Quijote: primero lo resucita para llevarlo a suelo inglés en la obra de teatro Don Quixote in England (1734), donde, aun preservando su locura extrema, hace aflorar su dimensión admirable para satirizar la sociedad y la política del momento; y luego, en su novela Joseph Andrews (1742), lo reencarna en un avatar inglés, Parson Adams, en el que suaviza las aristas de la locura quijotesca (que convierte en manía o excentricidad) y al que sitúa en una perspectiva moral (por su condición de párroco, con la Biblia y los clásicos como referentes literarios). Todo ello, en conjunción con la inocencia y benevolencia que destaca en su caracterización, sirve a Fielding para poner en evidencia a los que se burlan y ríen de él, o simplemente no están a la altura de sus valores, todos ellos representantes de los vicios que el autor propone como blanco satírico en su prólogo: la hipocresía y la vanidad. El rescate de la dimensión admirable del hidalgo se utiliza así, como puso de manifiesto Staves en el que es posiblemente el mejor artículo publicado sobre la recepción del Quijote en la literatura inglesa del siglo xviii, para convertirlo en medio o instrumento en vez de objeto o blanco de la sátira (vid. Pardo, «Formas de imitación del Quijote»). p. 295
Frente a la visión del siglo xvii que solo se ríe del personaje cervantino como si de un bufón se tratara, Fielding inaugura una corriente de simpatía que culmina en la visión Romántica de principios del xix, la cual elimina la dimensión cómica o risible para convertir a don Quijote en un héroe. Fielding está a medio camino entre una y otra por su emparejamiento de lo ridículo con lo admirable, lo mismo que Corbyn Morris, quien, por los mismos años, dio forma y base ensayística a esta corriente en su Essay towards Fixing the True Standards of Wit, Humour, Raillery, Satire and Ridicule (1744). Ahí incluye al hidalgo en un triunvirato –con el Falstaff shakesperiano y el sir Roger de Coverley de Thomas Addison– cuya combinación de excentricidad y benevolencia dará lugar a un tipo de personaje denominado amiable humorist (humorista amable en el sentido de ‘excéntrico benevolente’), del que podemos encontrar algunos ejemplos netamente quijotescos en algunas creaciones de Goldsmith, Smollett y Sterne. Este tipo de personaje viejo y antiheroico no es la única posibilidad para reencarnar esta nueva concepción admirable del sujeto quijotesco: Sarah Fielding, la hermana de Henry, había publicado su David Simple (1744) el mismo año que Morris su ensayo, donde ofrece una variante rejuvenecida y seria. El quijotismo explícito de su protagonista queda ya desprovisto de todo referente literario y desaparece su dimensión cómica para dejar solo la marginalidad del sujeto superior pero maltratado por el mundo, la cualidad que Hanlon ha llamado excepcionalismo y es para él la quintaesencia de la conducta quijotesca; la misma que reencontraremos luego en otro avatar joven y heroico de don Quijote, el Launcelot Greaves de la novela homónima de Tobias Smollett (1760–1761)78. Es interesante constatar que la crítica ha visto en David Simple un héroe feminizado, por lo que no es una sorpresa que, después de Sarah Fielding y antes de Smollett, un personaje quijotesco femenino siga esta nueva vía abierta por los Fielding en su interpretación tanto admirable como satírica del hidalgo, aunque conservando la cómica ausente en Sarah y recuperando la paródica ausente en ambos.
Lennox incorpora a su Quijote femenino la dimensión admirable que permite utilizarlo como instrumento satírico. No es de extrañar que Fielding, en la reseña que hemos glosado más arriba, identificara esa dimensión del quijotismo de Arabella y se refiriera a las cualidades que él mismo había proyectado en Adams, a saber, su inocencia, integridad, honor y benevolencia, además de buen sentido y de buen juicio en todo excepto en lo atinente a sus libros. Esta excepción alude a las carencias cognitivas provenientes de sus libros, es decir, las mismas que esgrimen Sir Charles, la Condesa y el clérigo contra sus romances heroicos; pero, paradójicamente, estos poseen el idealismo característico de esa y otras formas de romance y la consiguiente superioridad moral, como la propia Arabella reivindica cuando, en una conversación con Glanville al principio de la novela, responde a la crítica epistemológica de aquel desplazando el debate a ese terreno axiológico en el que puede proclamar tal superioridad79. Es precisamente este idealismo que el romance ha insuflado en Arabella lo que permite trascender la parodia y otorga a la obra su potencial satírico: la superioridad axiológica del sujeto quijotesco se convierte en un comentario crítico sobre la degradación de la realidad circundante, como se observa durante la estancia de la heroína en Bath80. p. 296
La convivencia de insuficiencia epistemológica y superioridad axiológica se hace bien evidente en el primer episodio que tiene lugar nada más llegar. El velo que Arabella se pone imitando a Clélie en su primera aparición en Bath (VII.4) despierta inicialmente sorpresa y extrañeza, pero finalmente su gracia, dignidad y, sobre todo, su condición de rica heredera del Marqués, silencia la censura y despierta no solo admiración sino justificación para la rareza de su atuendo; así es como el ridículo inicial de Arabella se transforma en una crítica de la sociedad por su hipocresía y esnobismo a la hora de juzgar la conducta de sus miembros con criterios que tienen que ver con las apariencias y la posición económica o social más que con el juicio objetivo. El patrón se repite dos capítulos despúes (VII.7), cuando decide vestirse a la manera de Julia, la hija de Augusto, para el baile y, pese a lo ridículo del atuendo y la reacción inicial de burla, acaba despertando similar admiración por su porte y gracia, poniendo en evidencia los caprichos y servidumbres de la moda y la superficialidad de la sociedad que los sigue. La misma crítica de los valores sociales imperantes desde códigos literarios periclitados se observa después cuando, tras pedirle a Tinsel que le recite las aventuras de los congregados en el salón de baile, esperando escuchar relatos sobre ilustres personajes cuyas acciones heroicas y virtuosas se parezcan a las de los héroes y heroínas de la Antigüedad, recibe historias de «Vices, Follies, and Irregularities» (VII.8. 277). La comparación pone de manifiesto lo lejos que se encuentran los romances de la realidad, pero, desde el punto de vista axiológico, es evidente que la censura recae en la realidad: los valores literarios de Arabella, aun siendo anacrónicos y ajenos a los del mundo contemporáneo (como le dirá luego la Condesa), ponen estos en entredicho, aun sin pretenderlo, lo que convierte a Arabella en involuntaria herramienta satírica, como lo era Adams de vicios similares –vanidad, hipocresía– a los que Fielding enfrentaba su cristianismo igualmente anacrónico y alienado. p. 297
Esta función satírica involuntaria va acompañada de una explícita como sujeto o portavoz satírico. Ello se observa cuando Arabella, actuando como comentarista social, hace una crítica de la costumbre de burlarse oralmente de los otros (raillery en inglés, que Calzada traduce como zumba), poniendo en evidencia y silenciando al petimetre Tinsel, que la estaba practicando con Selvin (VII.6. 268–269); o cuando censura el tipo de conversación chismosa y difamatoria que practica de nuevo Tinsel cuando Arabella se interesa por las aventuras de los que la rodean y, ante la defensa de Miss Glanville, Arabella equipara a los difamadores con los difamados, de forma que el mismo quijotismo insensato que reclamaba relatos románticos queda convertido en norma ética que censura a los satíricos que recibe en su lugar81. Esta función normativa culmina cuando, de nuevo en respuesta a la afirmación de Miss Glanville de que los compromisos sociales en Bath no le dejan ni un momento libre, Arabella replica que dedicar el tiempo a tales entretenimientos frívolos desposee la vida de sentido (por supuesto el que ella encuentra en los romances): primero censura a las mujeres que se dedican exclusivamente al cuidado de sus ropas, a bailes y canciones, y a pasear con otras tan descerebradas como ellas; luego la falta de valentía y constancia de los hombres afeminados que pueden encontrarse en esos ambientes, de los que duda que sean capaces de vencer en una batalla o ser leales a su dama (VII.9. 279)82. Cuando Miss Glanville le reprocha ser mucho más severa que Tinsel en sus relatos satíricos, Arabella le contesta: «When Actions are a Censure upon themselves, the Reciter will always be consider‘d as a Satirist» (VII.9. 280). Pese a esta reserva planteada por Arabella a ser considerada satirista, no cabe duda de que en eso la ha convertido un capítulo que lleva por título precisamente «Being a Chapter of the Satyrical Kind» (VII.9. 278). Se trata, por supuesto, de una satirista quijotesca: la sátira surge de la comparación entre los libros que son la fuente de su quijotismo y la realidad social circundante. En este sentido, podemos decir que la sátira quijotesca se realiza desde arriba, desde el idealismo, la inocencia y el desconocimiento del mundo, y no desde abajo, como es el caso de la zumba o raillery de Tinsel, que opera desde el concocimiento y la participación en ese mundo. Arabella representa la virtud frente a los códigos de conducta contemporáneos: sus expectativas románticas se ven refutadas por la realidad en el plano epistemológico, pero critican la realidad en el axiológico.
Esta crítica se focaliza en las dos mujeres que actúan como portavoces de esos códigos de conducta contemporáneos y funcionan como un espejo negativo de Arabella. Una es Miss Groves, cuyo relato de sus desdichas funciona de manera similar al de Tinsel, es decir, para poner de manifiesto el desfase entre las expectivas literarias de Arabella y la realidad: se fugó con su profesor, con el que tuvo dos hijos ilegítimos, para terminar en un matrimonio de conveniencia. Estamos ante la trama característica del género narrativo amatorio al que nos referimos al hablar de las lectoras quijotescas inglesas: Arabella, como Biddy y Dorinda, espera un romance, pero se encuentra con una novel, si bien no en su propia historia, como les ocurría a estas, sino en la de Groves. Más allá de la conducta inmoral que tal historia pone de manifiesto, sus cualidades personales la erigen en representante del tipo de mujer que va a encontrar Arabella en su interacción social: se aburre con la conversación de esta porque no se ocupa de la moda, los eventos sociales, las cartas o los chismes escandalosos (II.4. 68). Pese a ello, Arabella la defiende de la crítica de su prima Charlotte y justifica su conducta porque está convencida de que estaba casada en secreto con su profesor, que sin duda era un noble disfrazado (IV.1. 141–142). El error de la visión romántica de Arabella la pone en ridículo, pero su carácter inocente e idealista es claramente superior tanto al inmoral de Miss Groves como al poco compasivo de Miss Glanville. p. 298
Esta última es sin duda la representante por excelencia de ese mundo que se burla de los errores quijotescos –al servicio de la parodia– pero es inferior en términos éticos –víctima de la sátira–. Charlotte adopta desde el principio una actitud hostil hacia su prima por pura envidia de su belleza y cualidades, que la hacen verla como una rival, y también por la situación comprometida en la que la ponen algunos de sus errores. Lo peor, sin embargo, es que a esa animosidad añade la hipocresía con la que decide actuar, fingiendo amistad para así buscar la mejor ocasión de venganza. La oportunidad perfecta se presenta en Bath, cuando las mujeres se ríen de Arabella por celos de su belleza y atractivo, y secundan la campaña de descrédito contra ella que pone en marcha Tinsel, en la que Charlotte participa activamente (VIII.5. 322). A lo largo de toda la novela, esta asumirá la función de llamar la atención sobre la falta de propiedad de la conducta de Arabella en relación con la norma social, por ejemplo, cuando pretende visitar a Sir George en su habitación o pregunta por la vida privada de otras personas. A su vez, Arabella llama la atención sobre la falta de propiedad moral de esa norma, como cuando, frente a la fidelidad en el amor que es esencial para Arabella porque así lo es en sus modelos literarios, Charlotte declara que nada la satisface tanto como robar un enamorado a otra mujer (IV.3. 151–152); o confiesa su disposición a coquetear y flirtear sin empacho (V.1. 183–185). El idealismo moral del romance se ceba en la crítica de la conducta femenina, como confirma la desilusión de Arabella cuando se dice que buscó en Londres mujeres como las heroínas de sus lecturas, pero solo encontró a Miss Glanville y otras similares (IX.3. 340–341).
Sin duda los personajes de Groves y, sobre todo, Charlotte, epitomizan la dimensión satírica de la novela y justifican las afirmaciones de Fielding a propósito de la sátira antifemenina, máxime si tenemos en cuenta que en esta puede también incluirse la mala praxis de Arabella como lectora y el consiguiente peligro de la literatura para las mujeres. Estas parecen, en efecto, ser el blanco privilegiado de la sátira de Lennox, pues, en principio, se encuentran más expuestas a la mala influencia tanto de los libros –cuando carecen de la experiencia y educación adecuadas, lo que las deja a merced de la lectura de ficción: el caso de Arabella– como de la sociedad –cuando su única experiencia y educación son las convenciones y normas sociales que las convierten en criaturas frívolas y subalternas: el caso de Charlotte–. Evidentemente, la sátira de Lennox se dirige contra esa sociedad en su conjunto y, en ese sentido, podemos hablar de una dimensión subversiva del quijotismo de Arabella en lo que tiene de cuestionamiento o desafío del orden social imperante; Fielding, en su reseña, simplemente llama la atención sobre el área más evidente del mismo, la femenina, lo que no creo que deba atribuirse, siguiendo uno de esos automatismos a los que nos tiene acostumbrados cierta crítica feminista, a la visión patriarcal del autor, sino a la de la propia Lennox, que utiliza una mujer Quijote para satirizar la forma de leer –Arabella– y de actuar –Charlotte, Groves– de las mujeres desde presupuestos claramente patriarcales. Esta interpretación de la novela, sin embargo, como viene siendo ya la norma en esta obra profundamente ambivalente, no agota su complejidad: Lennox utiliza el quijotismo de Arabella para transgredir esos mismos presupuestos patriarcales que su novela suscribe. p. 299
2.3. Quijotismo romántico y método narrativo
En el quijotismo de Arabella conviven insuficiencia epistemológica y superioridad axiológica, una duplicidad que discurre de manera paralela a la que conjuga la dimensión paródica de la novela y, en ese sentido, antirromántica, con la satírica, que se ve reforzada por el carácter romántico de Arabella. Tal carácter no se limita a su persona, sino que se extiende a su peripecia, lo que hace de ella una heroína en toda regla, como las de los libros que imita, e incluso traspasa elementos de tales libros al universo diegético de la novela. Esta incorporación del romance dentro de la novela no solo como ficción o imaginación sino como realidad, como mundo y no solo visión de mundo, o como un componente objetivo y no solo subjetivo del mundo, que ya vimos en la tradición francesa de quijotismo femenino, especialmente en Pharsamon, puede leerse como una reivindicación del romance. Esta afirmación del tipo de narrativa que la propia obra censura profundiza en su ambivalencia y ha dado lugar a una interpretación de la novela que vincula tal reivindicación al empoderamiento femenino. La cuestión del romance trasciende así el problema de la lectura planteado por la novela para extenderse a la escritura de la novela; o, en otras palabras, no solo concierne a Arabella como lectora y su método educativo sino al método narrativo de Lennox como escritora.
2.3.1. Del Quijote antiheroico a la heroína quijotesca
Hemos visto cómo la juventud de Arabella juega un papel fundamental en la emergencia de un nuevo quijotismo formativo, pero está también ligada a otra peculiaridad de la protagonista como mujer Quijote, que su presentación en el primer capítulo pone de manifiesto. Arabella, además de joven, es de familia noble (la hija de un marqués), está dotada de un bello rostro, un hermoso cuerpo y una dulce voz, tiene gracia natural, dignidad en su porte y elegancia en el vestir; y sus atributos no se reducen solo a los físicos, también posee los intelectuales, si bien estos no se han desarrollado todo lo debido a falta de una educación apropiada83. Pese a ello, a lo largo de la novela dará pruebas de una sobresaliente capacidad argumentativa y buen juicio en todo lo que no toque a los romances, además de virtud, honestidad y sensibilidad. En suma, Arabella está dotada de todas las cualidades que la naturaleza, por un lado, y el rango o el dinero, por otro, pueden proporcionar a una mujer, por lo que apenas difiere de las heroínas que tanto admira. Glanville, de hecho, llega a describirla como «one of the most accomplished Ladies in the World» (I.12. 50). Y así lo corrobora Gordon, quien, tras enumerar las virtudes que la novela destaca de ella –«Generosity […] Disinterestedness and Greatness of Soul» (229), «romantic Generosity» (254), «Valour […] Generosity […] and Fidelity» (328), «Virtue, Courage, Generosity» (328)– las identifica como las de una heroína romántica (61); o Gilroy, quien insite en su increíble belleza y los efectos que tiene en todos los que la contemplan (xxiii)84. p. 300
En este respecto, Arabella es radicalmente diferente de don Quijote, como ha destacado Pawl85. Para este, creerse un héroe caballeresco es casi una alucinación semejante a ver gigantes donde solo hay molinos. Arabella, por el contrario, no necesita hacer uso de hermenéutica o resiliencia quijotesca alguna en lo que concierne a su persona, como es evidente cuando se mira en el espejo justo al inicio de la novela y lo que ve es la imagen de la perfecta heroína de romance, lo que le hace quejarse de la insensibilidad de un mundo sobre el que sus encantos no parecen tener ningún efecto86. De hecho, a diferencia del hidalgo y de tantos de sus sucesores, no necesita cambiar de nombre, pues ya está en armonía con los de sus modelos, lo que es en sí mismo muy revelador de su naturaleza romántica: no tiene que inventar una identidad heroica porque está en posesión de la misma desde el principio y, en este sentido, tal identidad es independiente y ajena a su quijotismo. Se produce así una separación entre heroísmo y quijotismo impensable en el hidalgo: el idealismo de este y el proceso de heroicización que la crítica ha discernido en la segunda parte del Quijote –en la medida que admitamos un heroísmo de la voluntad– procede de su imitación del romance. La condición inicial de heroína precede a la imitación formulaica de Arabella, que simplemente es consistente con aquella o la pone de relieve, al tiempo torna al personaje ridículo socialmente. La mejor prueba de ello es la admiración que sus atributos de heroína despiertan en otros personajes a pesar de su quijotismo, lo que crea una nítida separación entre ambas facetas. Tal es el caso de Glanville, quien establece un radical contraste entre los excepcionales atributos personales de Arabella, que justifican su enamoramiento, y las extrañas ideas, caprichos y rarezas que los libros han plantado en su cabeza y supondrán una fuente continua de inquietud y penalidades, además de un serio obstáculo para ganarse su amor87. La Condesa es otro ejemplo de alguien que distingue claramente un quijotismo que atribuye a sus lecturas, reclusión, ignorancia del mundo y viva imaginación, de las extraordinarias cualidades físicas e intelectuales que la adornan (VIII.5. 323). Y recordemos cómo durante el baile en Bath su hermosura torna la burla inicial por su anacrónico vestido en admiración (VII.7. 271–272). Esta separación entre quijotismo y heroísmo reaparecerá en otros textos que, por influencia de Lennox, utilizarán el mismo tipo de héroe romántico, como The Spiritual Quixote, en el que el quijotismo distorsiona o va a contracorriente de la naturaleza heroica del protagonista de forma aún más clara por el contenido ideológico y no romántico del mismo. En este caso, el «Essay on Quixotism» que Richard Graves inserta en su novela transforma la separación en antagonismo. p. 301
Este proceso de romantización del sujeto quijotesco ya había sido puesto en marcha en las lectoras quijotescas inglesas y francesas (recordemos a Biddy o Juliette), particularmente por Marivaux, pues lo hacía por partida doble (Cidalise y Pharsamon). Como en este último caso, el proceso no se limita a la heroína, sino que incluye a otros personajes y a la acción misma. En efecto, Glanville también tiene los atributos de un héroe y encaja perfectamente en el papel, como reconoce la propia Arabella de manera inmediata al apreciar «the Gracefulness of his Figure» (I.8. 28), y, sobre todo, la propia narradora cuando afirma que Arabella tenía demasiado juicio como para no ver el mérito de Mr. Glanville, que cifra en su apostura, su buen juicio, su fácil trato y una seductora vivacidad (I.9. 30). Más allá de esas cualidades apreciables a primera vista, su comportamiento a lo largo de toda la novela, en especial su intento de proteger continuamente a la heroína de los demás y, sobre todo, de sí misma, su constancia y honestidad, su cortesía y valor cuando se requieren, confirman su condición de héroe; tanto más en cuanto que su decisión de someterse a su amada, plegándose a todos los caprichos para intentar cumplir sus expectativas literarias a fin de conquistarla (I.11. 46), le hacen ajustarse aún más al papel de héroe romántico. De manera similar, Bellmour seguirá las convenciones del romance en su cortejo de Arabella y encajará perfectamente en el de rival; pero lo hace por razones mercenarias, esto es, por interés en la fortuna de Arabella y sirviéndose de su conocimiento del romance heroico para aprovecharse del quijotismo de la heroína, lo que lo convierte, de hecho, en lo opuesto, en un villano, al menos del tipo que podía encontrarse en las novelas amatorias. Así lo sanciona su relato biográfico, en el que, a través de los ropajes románticos de que lo viste, se deja ver su deshonestidad e inconstancia.
Por todo ello, no es descabellado afirmar que Arabella consigue romantizar la realidad que la rodea no solo de forma imaginaria o fingida, sino también de forma efectiva, por lo que va más allá de la quijotización del mundo que, como hemos visto, resulta de la praxis quijotesca. Consigue que Glanville acepte un largo y doloroso cortejo lleno de pruebas y sinsabores en vez del matrimonio rápido arreglado por su padre; y tales pruebas incluyen tanto las que crea la propia Arabella siguiendo sus patrones literarios como las intrigas de un rival sin escrúpulos que también sigue los mismos patrones; e incluso las de una competidora celosa, Charlotte88. Así lo ratifica el desenlace, que incluye a Bellmour orquestando una farsa para alejar a Arabella de Glanville, a Charlotte asumiendo la identidad de aquella para concertar una cita con Bellmour (a la que acude disfrazada con el velo de su prima), a Glanville confundiéndola con su amada cuando los descubre juntos y batiéndose en duelo con Bellmour, y a este, una vez herido de gravedad, arrepintiéndose y pidiendo la mano de Charlotte en caso de que viva. Y, entretanto, Arabella está también en peligro de muerte por su caída al Támesis. El desenlace y aventuras finales del Female Quixote son tan románticos como los de los romances parodiados, por lo que la novela puede considerarse básicamente una variante actualizada, en un contexto contemporáneo, de la trama característica de los romances heroicos: las dificultades y obstáculos que se interponen entre el amor de un héroe y una heroína idealizados, que finalmente se superan románticamente para acabar en boda. Justo lo que veíamos en la Fausse Clélie de Subligny, a la que se parece también en el hecho de que el metacomentario sobre el romance heroico acaba siendo un comentario autoconsciente sobre la propia novela por su evidente parecido con aquel, de modo que sirve para llamar la atención sobre la naturaleza romántica de la misma89. p. 302
No deja de ser paradójico que Arabella renuncie a su quijotismo justo cuando logra imponerlo a su entorno, es decir, cuando culmina el proceso de romantización a que ha sometido al mundo que la rodea. Pero no lo es tanto si tenemos en cuenta el precedente en que pudo inspirarse Lennox, precisamente el que está detrás de los argumentos del clérigo y la teoría johnsoniana de la ficción. Richardson había publicado en 1740 su novela Pamela, convertida de inmediato en un éxito de ventas y protagonizada por una joven sirvienta que, tras el fallecimiento de la aristócrata que la ha educado casi como si de una hija se tratara, sufre el acoso de su hijo, Mr. B., quien intenta obtener los favores sexuales habituales entre señores y criadas en la época. Pamela se resiste heroicamente y su virtud es recompensada, tal y como anuncia el subtítulo, de forma un tanto sorprendente: el matrimonio con su acosador y el consiguiente ascenso social, lo que despertó y sigue despertando recelos sobre tal virtud. Bajo la numantina resistencia de Pamela subyace una estrategia que la convierte en quijotesca: romantizar la realidad a través de la escritura de las cartas a sus padres y el diario que componen la novela de Richardson, siguiendo no una fórmula específica de romance, sino el modo común del que hemos hablado. De acuerdo con la polarización que orienta el universo del romance, Pamela demoniza a Mr. B. y sus aliados y se idealiza a sí misma y a los suyos; y, por supuesto, se asegura la protección de un principio superior, en este caso la Providencia, que es el que ordena y rige la acción en el romance. Ello no convierte a la novela de Richardson en un romance, sino en una representación realista del funcionamiento de una imaginación romántica, la de la narradora, sobre la que llaman la atención otros personajes de la novela. La falta de lecturas o modelos explícitos para la romantización de la realidad por parte de Pamela ha hecho pasar desapercibido su quijotismo. Además de esta falta de referentes literarios, hay otras dos diferencias con el hidalgo que son más relevantes y que la convierten en un antecedente de Arabella: Pamela tiene todas las virtudes de una heroína romántica; y su quijotismo tiene éxito, lo que, paradójicamente, le pone fin, pues es la propuesta matrimonial la que le permite volver a la realidad y dejar atrás los excesos de una visión que ya no necesita90.
Existe, por lo tanto, una relación limitada pero evidente entre el quijotismo romántico de Arabella y el de Pamela que permite profundizar en la conexión existente entre la teoría johnsoniana de la novela basada en Richardson que hemos descrito más arriba y la práctica de Lennox en The Female Quixote. Richardson le ofreció a Lennox un precedente para escribir un tipo de ficción que podía ser fiel a la realidad sin renunciar a ser moral, como postulaba Johnson, pero lo hizo de una forma mucho más específica de lo que podría parecer: a través de una heroína cuya insuficiencia epistemológica podía ser censurada desde el realismo al tiempo que su superioridad axiológica podía ser sancionada con el triunfo final del romance que orienta su conducta. Lennox, por supuesto, explicita el quijotismo solo implícito de Pamela porque imita abiertamente el modelo cervantino cuya influencia Richardson silencia mediante las diferencias indicadas y, sobre todo, mediante la desaparición de la dimensión cómica91. Sin embargo, la vía abierta por Richardson al utilizar una protagonista quijotesca sin intención cómica alguna será seguida por algunos Quijotes sentimentales y altamente feminizados del siglo xviii, como los protagonistas de la novela de Sarah Fielding ya mencionada, de la de Henry Brooke The Fool of Quality (1764–1770), cuyo quijotismo de nuevo se formula de forma explícita, o la de Henry MacKenzie The Man of Feeling (1771). Lennox, por su parte, seguirá la senda cómica que había abierto en la novela inglesa del xviii el rival de Richardson, Henry Fielding, y no solo en lo referente al método satírico ya explicado, sino, como veremos enseguida, también en el narrativo. p. 303
De todo lo dicho se concluye que Arabella es lo que a primera vista podría parecer un oxímoron andante: una heroína quijotesca. A diferencia del hidalgo, no es antiheroica ni antirromántica; su quijotismo es romántico no solo porque está inspirado por los romances que lee, sino porque va acompañado de los atributos típicos de sus heroínas. Es exactamente lo mismo que ocurre en el Pharsamon de Marivaux tanto con el Quijote femenino como con el masculino. Como en estos dos personajes, el núcleo básico de Arabella es admirable porque es romántico y es solo ridículo en su quijotismo juvenil. Cuando este se erradica en virtud de un proceso de desarrollo o transformación, su sustrato romántico se depura y queda una heroína perfecta, lo que es ratificado por su matrimonio final con el héroe, que es el clímax de una trama romántica que en lo esencial no difiere demasiado de los romances que causan su quijotismo. Naturalmente, ello da lugar a una paradoja insoslayable que, de nuevo, vincula a Lennox con Marivaux: un texto dedicado a extirpar el síndrome quijotesco de su protagonista es al mismo tiempo la crónica de su triunfo en la trama narrativa; una novela que desacredita el romance a través de una heroína engañada por él acaba narrando un romance; o, en otras palabras, la parodia del romance acaba siendo un medio a través del cual se produce una reapropiación del romance dentro de la novela. De ahí que la pregunta que plantea Pawl, tras constatar esta reapropiación (en la que han insistido otros estudiosos, particularmente Ivana), sea muy pertinente: ¿por qué hacer del Quijote femenino una heroína de romance? Su respuesta se orienta a la lectura feminista del texto: para hacer disfrutar a las mujeres de una fantasía del poder que esa forma de romance pone a su disposición (150).
Esta respuesta en clave feminista, sin embargo, no es la única posible, como los paralelismos con Pharsamon, que comparte la misma ambivalencia del romance, ponen de manifiesto. Lennox incorporar el romance dentro de la novela para desplazarlo en clave realista al tiempo que conservar el idealismo moral propio del mismo, es decir, para articular una concepción de la novela en la que romance y realismo se dan la mano, como en Richardson, pero en clave cómica en vez de seria, como ya ocurría en Marivaux. Por ello, la referencia autóctona del método narrativo de Lennox no es tanto Richardson como Fielding: asumiendo que ambos comparten un modo post-romántico, en cuanto que implica un cambio o ruptura al tiempo que una continuidad o dependencia con el romance, el del primero puede caracterizarse como neo-romance o novela romántica (vid. Pardo, Tradición cervantina 705), mientras que Fielding, siguiendo la definición que él mismo formula en el prefacio a su Joseph Andrews, es un comic romance92. Y eso es precisamente lo que es la novela de Lennox, como vamos a explicar a continuación. p. 304
2.3.2. Del anti-romance al romance cómico
Hemos visto que la novela de Lennox se plantea inicialmente como un anti-romance, es decir, como una parodia de un género específico de romance, el heroico francés, a través de la sátira del lector que imita a Cervantes, para poner de manifiesto no solo el carácter ficticio sino también irreal o inverosímil del género parodiado, es decir, su falta de correspondencia con la realidad. Ello permite a Lennox presentar una descripción de la realidad contemporánea cuyo realismo se hace evidente por contraposición al romance, es decir, el tipo de realismo antiliterario cervantino que vimos también en Pharsamon. Sin embargo, paradójicamente, la censura antiliteraria está aderezada con considerables dosis de complicidad, y no solo porque el romance sea reivindicado desde un punto de vista axiológico por sus valores superiores, sino porque forma parte de la realidad que describe la novela, como ocurría también en la novela francesa, tanto en la heroína como en la trama93. Esta complicidad confiere al romance una dimensión subversiva que no se limita a la norma social, duramente atacada desde su superioridad axiológica, sino que puede expandirse al orden patriarcal, seriamente comprometido por la agencia que el romance otorga a la mujer y que Arabella actualiza en su praxis quijotesca. Por ello, el quijotismo de Arabella ha dado pie a una lectura que lo considera una forma de empoderamiento tanto de la heroína como de sus lectoras y que interpreta la novela como reivindicación protofeminsta. Esta lectura está en línea con la utilización satírica del quijotismo ya analizada, pero ni puede ni debe desligarse de su dimensión paródica o antirromántica y, por tanto, de la censura del romance que implica. El método narrativo de The Female Quixote se caracteriza por el equilibrio entre ambas dimensiones, no por el predominio de una sobre la otra, y por ello es fundamental entenderla como romance cómico.
Es innegable que la utilización que hace la mujer Quijote de sus modelos románticos y la consiguiente romantización de la realidad es una forma de empoderamiento femenino. A través del romance, como puso de relieve la crítica feminista de los 80 y los 90 (vid. Langbauer, Spacks, Doody y Roulston, entre otras), la heroína no solo da voz sino que traslada a la acción una mirada o punto de vista femenino sobre el mundo frente a la perspectiva patriarcal dominante, tal y como se observa claramente en una serie de discusiones en las que Arabella defiende los romances heroicos frente a personajes siempre masculinos que los desprecian y/o critican: primero su padre, que amenaza con quemarlos (I.13. 55); luego su tío, Sir Charles (II.3. 61–64 et passim); más tarde Mr. Selvin (VII.5 y 7); y, finalmente, el teólogo (IX.11). En este respecto son particularmente significativas las discusiones que tienen lugar a propósito de ciertas heroínas femeninas que son subestimadas o condenadas abiertamente por estos y otros personajes y defendidas por la heroína. Ocurre primero con Cleopatra, a la que un caballero declara abiertamente una ramera («whore») para indignación de Arabella, que reivindica su belleza y su virtud (II.11. 105–106). Luego esta hace un encendido elogio de Thalestris, la reina de las amazonas, lo que suscita la burla de Sir Charles, que no puede creerse que una mujer dirigiera ejércitos y cuestiona la historicidad de lo contado por su sobrina, además de referirse a Cleopatra como Gipsey por su condición de egipcia (V.6. 205–207). Y, finalmente, Julia, la hija de Octavio Augusto, es calificada de licenciosa por Mr. Selvin, que la describe como «the most abandon’d Prostitute in Rome» (VII.7. 273), a lo que Arabella replica defendiendo su castidad. Selvin, como los demás, termina callando porque cree a Arabella poseedora de un conocimiento de la historia superior al suyo (VII.8. 273), pero su silencio es más significativo por una conversación previa. p. 305
Esta conversación visibiliza la forma en que Arabella utiliza los romances como fuentes de información histórica alternativa y hasta oposicional a las tradicionales manejadas por hombres (VII.5. 264–267). Mr. Selvin es presentado como un pedante porque su conocimiento de la historia antigua es muy superficial, más fingido («affected») que real, pero no deja pasar ninguna ocasión para hacer ostentación del mismo y, por ello, pasa por sabio. La desavenencia con Arabella comienza a propósito de unos baños termales en Grecia con los que ella compara los de Bath, cuya existencia niega Selvin, y luego se extiende a figuras y hechos de la historia antigua griega. Cuando él utiliza la autoridad de Plutarco, ella invoca a Scudéry, a quien Selvin toma por un historiador que desconoce, lo que le hace recular, consciente de su ignorancia. Esta se muestra abiertamente cuando dice que Herodoto, Tucídides y Plutarco citan a Scudéry a menudo y que si no lo ha leído es porque, pese a ser romano, escribía en un latín muy pobre, lo que provoca la corrección inmediata de Arabella: era francés y escribía en esa lengua94. Selvin se justifica diciendo que solo lee a los antiguos, no a los modernos, pero Glanville le pregunta cómo puede ser moderno si lo citan los antiguos. La escena es otro ejemplo de la instrumentalización satírica del quijotismo que ya hemos explicado, en este caso para desenmascarar la pedantería, soberbia e ignorancia de Mr. Selvin (y de la sociedad que lo aplaude y respeta); pero aquí es también relevante la forma en que el quijotismo de Arabella transforma el romance heroico no solo en histórico, sino en una especie de reescritura femenina de la historia oficial escrita por los hombres. Aunque la propia Arabella no sea consciente de ello, su utilización del romance en este y en los ejemplos previos hace de él una versión alternativa y revisionista que pone de manifiesto el carácter sesgado y patriarcal de la masculina. Poco importa que esta utilización carezca de fundamento real, ya que se basa en obras de ficción: lo decisivo es que Arabella silencia a sus contrincantes masculinos e impone su visión incluso sobre el erudito Selvin.
Este hecho, junto a las habilidades retóricas de las que la heroína hace gala a lo largo de toda la novela, que pueden relacionarse también con los romances que ha leído, como argumenta Gilroy (xxii), y en contraste con la ignorancia y banalidad de la que hace gala Miss Glanville (o Miss Groves), matiza la condena de los mismos que la propia novela enuncia: parece que, a falta de una educación reglada a la que las mujeres no tenían acceso, la lectura de romances es mejor que nada. A diferencia de las mujeres que la rodean, frívolas y pasivas, sometidas a los caprichos de la moda y a una función decorativa e insustancial, Arabella, gracias a sus romances, posee sólidas convicciones y valores, además de una capacidad retórica que le permite discutir en un plano de igualdad con los varones. La heroína utiliza sus lecturas no solo para vocalizar y reivindicar un punto de vista femenino sobre el mundo, sino como arma de combate, estrategia de resistencia o forma de empoderamiento frente a la imposición del masculino. Tal empoderamiento es evidente, sobre todo, en su oposición a un matrimonio impuesto por su padre, es decir, a ser tratada como un producto por la sociedad patriarcal, de forma análoga a como hacía Pamela con relación a Mr. B. Los modelos literarios a los que acude le otorgan la capacidad decisoria de la que la mujer carecía en la realidad, de ahí la indignación y perplejidad de los hombres de su entorno. El quijotismo adquiere así un valor añadido de desafío o rebelión femenina frente al orden patriarcal y la autoridad masculina que le niega cualquier tipo de agencia, que ella recupera gracias a su quijotismo romántico95. p. 306
El único inconveniente que presenta esta atractiva interpretación es la tentación de convertirla en exclusiva o excluyente, haciendo caso omiso precisamente de esa condición quijotesca de Arabella que permite su actividad subversiva y del valor correctivo o normativo que el quijotismo tiene en el siglo xviii, muy diferente de nuestra concepción posmoderna del mismo, heredera de la interpretación Romántica, como ha explicado con acierto Paul Scott Gordon96. Incluso prescindiendo de la visión histórica a la que acude Gordon y ateniéndonos exclusivamente a la evidencia interna de la novela, está claro que el empoderamiento de Arabella es inseparable del tratamiento como anomalía o error del quijotismo que lo posibilita, evidente a lo largo de toda la novela y, sobre todo, al final, cuando de modo inexorable es curado. La curación de Arabella por representantes de ese orden patriarcal en su dimensión social (la Condesa), religiosa (el teólogo) y familiar (Glanville), así como su matrimonio con este último, marca la restauración de tal orden y la domesticación de la subversión contenida en el quijotismo a través de la asunción del papel asignado a la mujer como hija y esposa. Como explica bien Gordon, el final de The Female Quixote no es una aberración conservadora en una novela subversiva, sino un cierre conservador que hace aberrante tal subversión (63)97. Y, más allá del desenlace, el carácter de anomalía o error del quijotismo de Arabella es evidente en la perspectiva cómica desde la que se presentan todos sus errores (empezando por el de pensar que los personajes, lugares y hechos narrados en sus romances son todos históricos), tanto los cognitivos propios de lo que hemos denominado hermenéutica quijotesca como los sociales derivados de su praxis imitativa; y tanto los propios como los que induce en otros la socialización de su quijotismo, como ya hemos visto al analizar la fórmula quijotesca. Todo ello convierte a la protagonista en risible, a pesar de su dimensión admirable. La risa que el enamorado Glanville debe contener en numerosas ocasiones cuando la realidad aplica su correctivo y pone en ridículo las pretensiones románticas de Arabella es, en este sentido, un marcador textual de la risa que Lennox pretende despertar en el lector y de la manera constante en que la novela ridiculiza su quijotismo98.
Esta perspectiva ridiculizadora o cómica es esencial para no sobredimensionar la seriedad con la que puede contemplarse la dimensión romántica –o protofeminista– de la heroína y no perder nunca de vista la naturaleza dialógica del método narrativo de Lennox. Por un lado, The Female Quixote está protagonizada por una heroína de romance que consigue romantizar la realidad y elevarla axiológicamente sobre su prosaísmo y banalidad (e incluso, en ocasiones, sobre su patriarcalismo); pero esa heroína es el sujeto de una trama quijotesca que actúa como contrapeso epistemológico y pone de manifiesto su carácter de fantasía (y acaba reforzando la autoridad patriarcal); o, en los términos de Gordon, el contenido romántico del quijotismo implica una visión subversiva, pero su estructura epistemológicamente conservadora restaura su función normativa. La trama quijotesca y la romántica confluyen en la misma heroína, iluminándose y criticándose mutuamente, dialogando en el sentido bajtiniano de este término: el romance es corregido por la prueba de la realidad que le impone el realismo y este es corregido por el idealismo subversivo del romance99. De esta forma, la yuxtaposición de quijotismo con un sustrato romántico que produce una heroína quijotesca encuentra su réplica estructural en la yuxtaposición de las fórmulas quijotesca y romántica para construir un romance cómico, es decir, el tipo de novela que se caracteriza precisamente por esa dualidad o diálogo. p. 307
El modelo de este tipo de novela dialógica basada en la yuxtaposición de romance y realismo que hemos caracterizado como post-romance es indudablemente Cervantes. El Quijote es una crítica del romance desde el realismo, es decir, un anti-romance, pero, a diferencia de la picaresca, incorpora el primero como parte de su universo, si bien de forma subjetiva, es decir, como parte de la imaginación romántica del protagonista. Por ello, puede calificarse el realismo cervantino, a diferencia del picaresco, de romántico, es decir, se trata de una representación realista que incorpora en vez de rechazar el romance, máxime si tenemos en cuenta que este también está presente en el Quijote en forma de realidad objetiva en las historias intercaladas: en efecto, estas utilizan otras fórmulas románticas diferentes a la cabelleresca de manera respetuosa y no paródica, de forma que dialogan a su vez con el anti-romance cómico quijotesco, aunque este domina claramente. En la novela francesa del xvii Paul Scarron equilibrará el diálogo entre estos componentes romántico y cómico al fundirlos o combinarlos en una misma realidad, pero prescindiendo de la trama quijotesca. En su ya citado Roman comique tenemos figuras e historias románticas –especialmente Étoile y Destin, acaso los protagonistas de esta obra coral, tomados del romance heroico– narradas en gran medida mediante relatos hipodiegéticos, como en el Quijote, pero integrados en una compañía de actores en cuyo seno tienen lugar todo tipo de episodios cómicos y anti-románticos –especialmente los protagonizados por el enano y contrahecho Ragotin, quien protagoniza la trama cómica y cuyo comportamiento le confiere ciertos ecos quijotescos, como ha indicado Goldberg100–. Frente al romance heroico de moda en la época, pero también frente al anti-romance quijotesco que ya había cultivado en la literatura francesa Charles Sorel con su Pastor extravagante, Scarron ofrece una nueva vía, la del romance cómico, consistente en conservar la fórmula romántica, pero sumergiéndola en la realidad ordinaria y vulgar de la Francia de la época, lo que le da el giro cómico que lo diferencia de su modelo serio. Finalmente, hemos visto cómo en Pharsamon Marivaux hace protagonistas absolutos a dos figuras igual y extremadamente románticas, pero los quijotiza, es decir, recupera la trama quijotesca de la que prescinde Scarron, para así exponerlos al mismo correctivo de una realidad anti-romántica, produciendo así una variante de romance cómico más explícitamente cervantina. El nacimiento de la novela moderna en la Francia del siglo xvii, por tanto, no se produce de espaldas al romance, sino incorporándolo dentro de sí, en un diálogo con el realismo que puede tener diferentes matices, distancias o inflexiones. Y lo mismo se observa en Inglaterra a lo largo del siglo xviii.
En efecto, Fielding hace converger a Cervantes y Scarron en su Joseph Andrews (1742), «Written in Imitation of the Manner of Cervantes», como reza el subtítulo, pero cuyo prefacio utiliza la traducción inglesa del título de Scarron para proponer su conocida teoría de la novela como comic romance, ilustrada por Joseph Andrews y llevada a su máxima expresión en Tom Jones (1749). Basta una mirada somera a aquella para detectar la huella de Scarron: el protagonista, Joseph, viaja para reunirse con su amada Fanny, quien a su vez viaja en su busca, hasta que, tras una serie de aventuras, se reúnen; pero en ese viaje les acompaña Abraham Adams, uno de los avatares ingleses de don Quijote más logrados e influyentes, del que ya hemos hablado más arriba, de manera que la trama romántica y la quijotesca discurren juntas durante la parte central de la novela y su yuxtaposición confiere la consabida dimensión cómica a la primera (libros II y III)101. El desenlace no deja lugar a dudas sobre la presencia del romance en el seno de una realidad ordinaria y anti-romántica: la aparición de nuevos obstáculos a su amor, incluyendo un rival, el repentino descubrimiento de que son hermanos, cancelado por el de los orígenes nobles de Joseph, a través de una serie de románticas causalidades, allana al camino a la boda final. Esta trama dual se repite en Tom Jones, pero aquí se observa un nuevo salto evolutivo del modelo cervantino, pues, en vez de estar escindida en personajes diferentes –el quijotesco Adams frente a la romántica pareja–, converge en uno solo, el protagonista –es dialógica pero no dual– y la trama quijotesca es reemplazada por la picaresca. p. 308
El huérfano Tom se deja llevar por sus instintos e impulsos con demasiada facilidad, lo que hace que tenga que dejar la seguridad de la familia noble que lo ha adoptado y lanzarse a los caminos, donde experimenta una serie de aventuras de raigambre picaresca por su ambientación y por centrarse en la satisfacción de sus necesidades y apetitos básicos (incluidos los sexuales). Estas aventuras se prolongan en Londres, donde da con sus huesos en la cárcel y a punto está de ser ahorcado, cumpliendo así con lo que parece ser su destino antiheroico. Tom, sin embargo, es de naturaleza noble y tiene buen corazón, y además está enamorado de la romántica y aristocrática Sophia, quien viajará también a Londres y, tras una serie de románticas peripecias que permiten de nuevo descubrir el verdadero y noble linaje de Tom, se casará con él, depurando así su quintaesencia romántica de toda impureza picaresca. Fielding sigue utilizando el método dialógico cervantino que yuxtapone realismo y romance, pero el componente realista se articula ahora en una trama cercana o heredera de la picaresca, justo lo mismo que, curiosamente, un año antes había hecho Tobias Smollett en Roderick Random (1748). El protagonista homónimo de esta novela posee la misma doble naturaleza romántica y picaresca –esta última articulada formulaicamente de forma todavía más clara– y la novela desarrolla una trama dialógica que combina sus andanzas picarescas con la historia de su amor romántico por la heroína Narcissa, para culminar en el matrimonio y una similar depuración de su esencia. Es llamativo que, si Fielding llega al romance cómico a través de Scarron, Smollet lo haga a través de Alain-René Lesage –su modelo confeso, junto con Cervantes– y la romantización a la que el autor francés somete al género picaresco en su Gil Blas (1715, 1724, 1735)102. p. 309
Pues bien, esta transformación del método narrativo cervantino en el romance cómico de Fielding, con la intermediación francesa de Scarron, es precisamente el que encontramos en The Female Quixote, aunque en este caso con la de Marivaux, de cuyo Pharsamon Lennox toma la trama dialógica –romántica y anti-romántica– pero unitaria de su novela, en vez de la dual que veíamos en Joseph Andrews. Si en esta la trama quijotesca está escindida en un personaje diferente del héroe, Adams, Lennox la incorpora a la trama romántica de la heroína, Arabella, mediante su quijotización, siguiendo así los pasos de Marivaux, pero sin duplicar especularmente su quijotismo mediante un héroe quijotesco que le quitaría protagonismo, es decir, sin hacerla Dulcinea de Quijote alguno. The Female Quixote articula así por primera vez en la literatura inglesa la confluencia de método cervantino y mito quijotesco que ya era visible en Pharsamon y Joseph Andrews, pero en una heroína y una trama únicas, aunque de naturaleza dialógica. En este sentido, Lennox avanza por la senda cervantina de la novela y desarrolla el romance cómico inglés fundado por Fielding. De hecho, su forma de concebirlo y ejecutarlo será decisiva en formulaciones posteriores del mismo, como es el caso de la obra de Richard Graves citada más arriba, que se describe a sí misma como tal al final del título completo –The Spiritual Quixote; or, The Summer’s Ramble of Mr. Geoffrey Wildgoose: A Comic Romance– y en la que la huella de Lennox es muy ostensible, como lo será en otras novelas que siguen el ejemplo de Graves y llevan la sátira quijotesca al ámbito de la amistad, la benevolencia o la política. Me refiero a la anónima The Amicable Quixote; or, The Enthusiasm of Friendship (1788) [El Quijote amigable; o el entusiasmo de la amistad], o a William Thornborough, the Benevolent Quixote (1791) y The History of Sir George Warrington; or the Political Quixote (1797), ambas de las hemanas Purbeck (Jane y Elizabeth), aunque esta segunda se atribuye en la portada a Lennox103.
Solo falta en Lennox la autoconciencia novelesca presente en sus predecesores para dotar a The Female Quixote de esa dimensión metaficcional que sobrevive en los títulos de algunos capítulos (cuya formulación e ironía recuerda claramente a los de Fielding). Con esta salvedad, toda la complejidad y ambivalencia que caracteriza el método narrativo inventado por Cervantes y desarrollado por Scarron, Marivaux y Fielding puede encontrarse en esta novela, como esperamos haber demostrado: una heroína quijotesca que es a la vez ridícula y admirable, lo que explica su funcionamiento simultáneo como blanco paródico e instrumento satírico; una trama quijotesca en virtud de la cual el romance es corregido, pero que convive con una romántica que lo reivindica; un realismo antiliterario que es simultánemente romántico, es decir, un romance cómico que contiene un anti-romance; y la subversión protofeminista que se resuelve en sometimiento patriarcal. Lennox encuentra así en la tradición cervantina la forma de articular su propia posición liminal como escritora en el sistema literario: entre su marginalidad como mujer, de la que surge la reivindicación del romance, y el deseo de inscribirse en tal sistema, que explica su sometimiento a o integración en el realismo104.
En este sentido, The Female Quixote es un texto clave para comprender que el nacimiento de la novela en Inglaterra no es el triunfo del realismo sobre el romance, como argumentó Ian Watt en el estudio fundacional sobre el tema. Bajo este antagonismo, por el contrario, se esconde una cierta complementariedad, puesto que en estos compases iniciales de la novela esta es un género híbrido en que romance y realismo se dan la mano, como ha explicado Deborah Ross en el excelente y pionero estudio donde caracteriza al primero como un espacio femenino. Así parece confirmarlo el caso de The Female Quixote, aunque, como hemos intentado demostrar aquí y tiende a olvidarse, el modelo sobre el que se construye esta hibridación no es otro que el creado por Miguel de Cervantes y desarrollado luego por sus sucesores franceses. p. 310
3. Después de Lennox: de la mujer Quijote a la lectora quijotesca
De todo lo escrito hasta ahora se colige que la contribución de Lennox a la tradición narrativa que inaugura el Quijote de Cervantes se produce por partida doble, en ese doble ámbito del mito y el método, por utilizar los términos de Welsh, o, simplemente, del quijotismo y del cervantismo. Tal contribución tuvo, a su vez, un enorme impacto en dicha tradición, pues The Female Quixote dio lugar a una proliferación de figuras quijotescas femeninas en la literatura inglesa de finales del siglo xviii y principios del xix, de la que han dado cuenta Small, Pawl y, sobre todo, Borham (Quijotes con enaguas), prolongado luego al resto de esta centuria y al siglo xx con algunos exponentes más estudiados por Birke105. Tal proliferación, naturalmente, debe ser entendida en el contexto de la consolidación de la mujer como productora y consumidora de ficción, pero también, más allá de la cuestión de género, de la versatilidad del dispositivo quijotesco para intervenir en los debates literarios e ideológicos de la época. Por ello mismo, la propagación del modelo de quijotismo femenino patentado por Lennox no se limita a las islas británicas, pues The Female Quixote es tempranamente traducida a otras lenguas europeas e incluso adquiere una dimensión transatlántica con la aparición de imitaciones americanas. Todo ello convierte a la novela de Lennox en un texto fundamental en la difusión transnacional de la tradición cervantina: como vamos a ver a continuación, su refiguración femenina de la fórmula quijotesca es una de sus metamorfosis más decisivas e influyentes.
3.1. La heroína quijotesca en la novela inglesa de entresiglos
Lennox somete el modelo cervantino a una profunda transformación del quijotismo –como error formativo– y de la figura quijotesca –como lectora joven e inexperta–, así como de su funcionamiento en la novela: utiliza el primero para fines paródicos –atacando un tipo de literatura romántica, aunque salvando su idealismo– o satíricos –censurando a la lectora y su modo de leer, pero haciendo de su idealismo romántico un comentario crítico sobre al realidad–; y sitúa a la segunda en el centro de una trama que sigue siendo romántica porque gira en torno al amor. Esta reconfiguración se dejará sentir en la literatura inglesa de forma inmediata en dos obras de teatro, la anónima Angelica; or, Quixote in Petticoats (1758) y Polly Honeycombe (1760), de George Colman106. A continuación, pasará a la narrativa, inicialmente de forma indirecta y, por tanto, menos previsible, en los Quijotes masculinos de índole espiritual, amigable, benevolente y política que hemos citado más arriba107. En todos ellos, sin embargo, la deuda con Lennox se explicita también mediante la inclusión de lectoras quijotescas: tal es el caso de la heroína de The Spiritual Quixote (1773), Julia Townsend, que lo es de forma diluida, al contrario que la muy evidente de The Amicable Quixote (1788), Miss Bryant; en un papel más claramente subalterno hay que mencionar a Miss Darley en The Benevolent Quixote (1791) y a Miss Charlotte en The Political Quixote (1797), esta última la más claramente inspirada en The Female Quixote por los abundantes paralelismos de detalle, confirmados por la referencia al nombre de Lennox contenida en el del personaje. Estos paralelismos y la presencia del adjetivo político en el título de esta novela apuntan al impacto más directo que Lennox tendrá en una serie de novelas escritas por mujeres y publicadas a lo largo de los últimos años del siglo xviii y la primera década del xix, en las que la lectora quijotesca será ya protagonista absoluta, pero al servicio de un debate ideológico108. p. 311
3.1.1. Los peligros de la lectura: la politización del quijotismo
Esta es la cronología de las diez obras a las que nos referimos:
1795 Mrs. Bullock, Susanna; or, Traits of a Modern Miss
1796 Mary Hays, Memoirs of Emma Courtney
1796 Jane West, A Gossip’s Story
1799 Jane West, A Tale of the Times
1800 Elisabeth Hamilton, Memoirs of Modern Philosophers
1801 Mrs. Bullock, Dorothea; or, A Ray of the New Light
1801 Maria Edgeworth, «Angelina; or, L’Amie Inconnue», en Moral Tales for Young People
1805 Charlotte Dacre, Confessions of the Nun of St. Omer
1810 Sarah Green, Romance Readers and Romance Writers
1811 Mary Brunton, Self-Control
Todas estas obras comparten esa particular concepción del quijotismo que es deudora de Arabella más que de don Quijote. La repetición en ellas de las innovaciones que introduce Lennox en el modelo cervantino convierte a su personaje en la formulación paradigmática del quijotismo femenino y hace de las mismas las señas de identidad de un arquetipo al que podemos denominar la heroína quijotesca: aunque no todas están en cada una de las novelas y hay excepciones –o aparecen en diferentes grados de desarrollo narrativo que van del motivo a la fórmula– sí pueden rastrearse en una mayoría suficiente como para postular la existencia de este arquetipo. De esta manera, se puede afirmar que la preocupación por la lectura femenina y sus peligros que caracteriza el período de entresiglos, como han indicado Pearson o Bray, se canaliza literariamente a través del patrón implantado por Lennox109. p. 312
(1) Juventud y lectura, literatura e ideología
El primer rasgo en común es, naturalmente, la juventud, habitualmente vinculada a algún tipo de aislamiento del mundo y al motivo recurrente de la orfandad y la madre ausente, lo que provoca un déficit experiencial y educativo en la heroína. Es en este contexto de una joven sin experiencia ni educación en el que la lectura inmersiva e indiscriminada viene a sustituir a ambas y produce el quijotismo, de forma que este es el resultado de estas tanto como de aquella. Así se observa en todas las novelas enumeradas, por ejemplo, en una que apenas ha recibido atención en este contexto quijotesco, la de Charlotte Dacre, que toma su nombre del convento de St. Omer en que su protagonista, Cazire Arieni, se acaba recluyendo al final del relato, pero en el que fue internada muy joven por su padre cuando este dejó a su madre por la condesa de Rosendorf. El aislamiento y el abandono paterno le hacen buscar refugio en la lectura de textos de ficción, significativamente descrita en el capítulo correspondiente del primer volumen como «Dangerous Reading», pues, en efecto, su representación romántica del amor, absorbida a una edad tan impresionable y sin guía educativa, será decisiva en su infortunada trayectoria posterior. Como en el caso Cazire, la lectura de estas heroínas quijotescas de entresiglos tiene como objeto principal la ficción narrativa de índole romántica, pero se observa una interesante progresión desde diferentes formas de romance –incluyendo su género más popular en estas décadas de entresiglos, el gótico– a textos más realistas como la novela sentimental del xviii, y de estas a las novelas francesas –especialmente la Nouvelle Heloïse de Jean-Jacques Rousseau, que ocupa un lugar de privilegio en muchas de estas obras–110. Esta progresión está claramente vinculada a un deslizamiento desde lo epistemológico a lo axiológico a la hora de valorar los peligros de la lectura: el romance, pese a su inverosimilitud, al menos inculcaba virtudes y valores respetables. Aunque entrañaba ciertos riesgos para la reputación de la heroína, como vimos en Lennox, no tenía los efectos corruptores de las novelas, sobre todo extranjeras, que alientan pasiones ilícitas y conducen a la caída de sus lectoras, como le ocurrirá a Cazire: uno de sus amantes le lee fragmentos de Werther y utiliza así sus ideas literarias para seducirla.
El punto final de tal progresión del romance a la novela y de la novela inglesa a la francesa es el salto de esta a la no ficción de origen o tema francés, es decir, los textos filosóficos o históricos que defienden el tipo de ideas que la Revolución Francesa estaba propagando por toda Europa (y que en inglés formularon pensadores como Thomas Paine, William Godwin o Mary Wollstonecraft): se produce una llamativa equiparación entre las ideas y las novelas de origen francés o, en otras palabras, una identificación del imaginario simbólico de los creadores con el ideario político de los pensadores de ese país. Por supuesto, esta es resultado del debate ideológico o la guerra de ideas entre radicales y lealistas que se estaba produciendo en la política y la sociedad inglesas del momento y que, desde este segundo campo, da lugar a un tipo de novela llamada antijacobina, en la que se inscriben la mayor parte de las obras –aunque no todas– que se apropian del dispositivo quijotesco al servicio de un ideario reaccionario que defiende la ortodoxia política y moral, tanto en su variante masculina –la ya citada The Political Quixote o The Infernal Quixote (1801), de Charles Lucas, son buenos ejemplos de ello– como en la femenina que encontramos en las novelas de West, Bullock y Hamilton111. En estas se aprecia perfectamente la transición de la parodia literaria a la sátira política a través del desplazamiento de la heroína desde el quijotismo que podemos llamar literario al ideológico, según la terminología de Staves (195, 200), observable dentro de una misma autora en dos novelas sucesivas e incluso dentro de una misma novela en dos fases sucesivas de una heroína. p. 313
Marianne, la protagonista de A Gossip’s Story es una Quijote puramente literaria a la que sus lecturas de índole romántica y sentimental conducen a un matrimonio infeliz; la Geraldine de A Tale of the Times experimenta también la frustración de un matrimonio que no responde a sus expectativas literarias, pero ello la convierte en presa fácil para Fitzosborne, un libertino imbuido de ideas radicales, que utiliza para corromperla, junto a la lectura de novelas francesas con mayor contenido sexual como la Nouvelle Heloïse, lo que implica un avance hacia el terreno ideológico. Susanna Bridgeman, la protagonista de la novela homónima de Mrs. Bullock, comparte el mismo quijotismo oscilante –en el sentido de que sus fuentes literarias van cambiando– de Marianne y, como ella, pasa por diferentes variedades de romance –por primera vez el gótico– hasta llegar de nuevo a Rousseau, para finalmente recalar en un tipo de quijotismo ideológico, pero de índole religiosa en vez de política. El salto al quijotismo político lo da Bullock en su siguiente novela, Dorothea, cuya heroína modela su conducta sobre los textos de William Godwin, aunque su traslado a la acción se limita a fundar un colegio para propagar un modelo educativo acorde a sus ideas, una acción más moderada –esto es, acorde con su naturaleza femenina– que la de otros personajes radicales masculinos con los que se la asocia, como Williams, quien participa en la rebelión irlandesa de finales de siglo: es precisamente la asociación de ambos la que sirve para articular el discurso antijacobino de la novela.
El viaje del Quijote literario al político que describen West y Bullock dentro de una heroína o desde la primera a la segunda novela lo sintetiza Hamilton en su Bridgetina Botherim, también partícipe de ese quijotismo oscilante: empieza como lectora de literatura sentimental para acabar en Godwin y su Political Justice, pasando, como no podía ser menos, por la novela de Rousseau. Este periplo reproduce de manera simplificada el que detalla Hays en Emma Courtney, novela que la propia Bridgetina lee y queda así incorporada como blanco paródico del dispositivo quijotesco (al igual que la propia Hays es caricaturizada en la antiheroica Bridgetina). Modern Philosophers es, sin duda, el epítome de esta nueva dimensión política que adquiere el quijotismo femenino en los confines del siglo xviii, aquí expandida, además, por su desdoblamiento en dos en vez de una sola heroína: Julia Delmond recorre el mismo itinerario de la ficción a la filosofía, con el añadido de vincular la seducción intelectual a través de la lectura a la física a manos de un libertino francófilo, Vallaton, como ya vimos en la Geraldine de West, y como volveremos a ver en las protagonistas de las novelas de Dacre y Green que comentamos más abajo. p. 314
(2) Error, curación y (trans)formación
El quijotismo de todas estas heroínas, pese al incremento de su potencial disruptivo por su sesgo ideológico, sigue sin ser la locura de Cervantes y persevera en la pauta del error instaurada por Lennox112. Tal error acaba siendo superado y es, por lo tanto, formativo en vez de deformativo o, en otras palabras, la deformación no es permanente, sino que conduce en última instancia a la transformación. Podría pensarse que el quijotismo oscilante cuestiona este carácter transitorio y superable, como si viniera a decir que, una vez Quijote, siempre Quijote, no importa las fuentes que utilice. Así parece confirmarlo el caso de la Susanna de Bullock, quien, de acuerdo con el arquetipo instaurado por Lennox, se cura y parece haber madurado, tras las fiebres de rigor, como Arabella (Susanna es una de las heroínas que más de cerca sigue su patrón); pero la muerte de su madre le hace recaer en la variante religiosa –metodista– de quijotismo ya explorada por Graves, dejando así en suspenso la posibilidad de transformación y apuntando a la deformación permanente. Lo mismo ocurre con la Julia Dawkins de Self-Control, cuya lectura no se ciñe a género alguno, sino que lee todo tipo ficción protagonizada por heroínas a las que imita de forma quijotesca, sin importarle su naturaleza o carácter, lo que da lugar a cómicas situaciones que la ponen en ridículo: justo así termina su historia cuando, inspirándose en una de sus lecturas, en la que una institutriz se casa con un gran señor, decide prepararse para ese puesto tomando a su cargo a las vulgares hijas de un rudo ganadero.
Los casos de Susanna y Julia, sin embargo, son una excepción: el patrón de la curación y la consiguiente transformación como metáfora de un proceso de maduración domina, incluso cuando la disfunción quijotesca ha sido profunda por su transgresión sexual o su deriva ideológica, como se observa en las dos heroínas de Hamilton, que acaban arrepintiéndose y renunciando a su quijotismo. También ocurre así en la Dorothea de Bullock, pero en este último caso la transformación gana visibilidad porque, en primer lugar, se produce un proceso de desarrollo a través de la exposición al mundo externo, más allá del ámbito doméstico, como fruto del cual llega el desengaño y la consiguiente curación; y porque, en segundo lugar, esta da paso a una versión mejorada de sí misma, pues no vuelve a su ser anterior de rica caprichosa, sino que asume de forma modélica el papel que la sociedad patriarcal asigna a la mujer. Y aún hay otro par de textos en los que, además, este desarrollo final no está al servicio de la ejemplaridad patriarcal, como en Bullock, Hamiton o –como veremos– Dacre y Green, sino de un modelo de feminidad alternativo que apunta a una auténtica formación –y no solo transformación– femenina. Se trata, naturalmente, de obras que se salen de la línea conservadora del resto.
Tal es el caso de la novela jacobina de Mary Hays, cuya Emma es huérfana de madre, su padre la abandona y su tía la educa mediante la lectura de los ya viejos romances de tema caballeresco o heroico, afición que se convierte en adicción cuando se suscribe a una biblioteca de préstamo y llega a consumir una docena de novelas por semana. La orientación de sus lecturas cambia cuando se vuelca en la biblioteca paterna, donde encuentra libros de filosofía o historia que llenan su cabeza de ideas radicales y también, una vez más, la Nouvelle Heloïse, que despierta en ella un desmedido y descontrolado apetito amoroso y determina la forma poco ortodoxa, por su desinhibición sexual y su desinterés en el matrimonio, que adopta su pasión por Augustus113. La marginación final a la que la conduce esa forma de desenvolverse le permite comprender su error y avisar de los peligros que entraña la lectura absorbente, desregulada e imitativa –quijotesca, en suma– que ha practicado. De esta manera, el proceso de desquijotización y la maduración consiguiente responde al deseo de postular no un modelo de conducta femenina ejemplar, de acuerdo con los conceptos patriarcales de deber y virtud, sino uno de construcción personal superadora de los obstáculos que interpone la sociedad patriarcal y que su trayectoria ilustra. p. 315
Esta es la línea que adopta también Edgeworth en su relato, que parte de la misma situación de orfandad, inexperiencia y falta de guía que hace refugiarse a Anne Warwick –quien se da a sí misma el más romántico nombre de Angelina– en la lectura de ficción, en particular las novelas sentimentales de una autora que firma como Araminta. Anne se escapa de su casa y viaja a Gales primero y a Bristol después para encontrarse con ella, pero lo que descubre es una mujer ordinaria, zafia y alcoholizada, lo que provoca una desilusión que ya se ha iniciado con algunas peripecias que tienen lugar en el camino y que culmina cuando está a punto de dar con sus huesos en la cárcel por culpa de ella, tras lo que decide regresar al hogar. La curación se completa con una confesión de sus desvaríos quijotescos a Lady Frances, un personaje claramente inspirado en la Condesa de Lennox, quien la reconviene en el tono amable y empático de esta y, como parte de su cura, le hace leer The Female Quixote. Pero lo relevante aquí es que su curación no obedece tanto a la intervención de esta figura maternal como a un proceso de aprendizaje a través del desengaño que supone un paso adelante hacia un auténtico relato de formación: el carácter formativo del error quijotesco se desarrolla a través de un viaje que expone a la heroína al mundo exterior y no desemboca en el matrimonio. Edgeworth emancipa así al quijotismo femenino tanto de la inmovilidad doméstica como de la trama romántica que son rasgos definitorios de la heroína quijotesca, como vamos a ver a continuación.
(3) Carácter romántico, espacio doméstico
La juventud de Arabella está vinculada a su carácter romántico en vez de anti-romántico, una innovación que se perpetúa en estas obras: las protagonistas se parecen a las de sus lecturas mucho más que don Quijote a los de las suyas, si bien la Bridgetina de Hamilton –o la Margaret de Green– son notorias excepciones a esta norma por sus cualidades antiheroicas. No lo son en la que es la otra cara de este carácter romántico, a saber, el hecho de que sus vidas giran en torno al área de la experiencia que define a la heroína romántica, a saber, el amor (lo que, en el caso de las dos citadas, las hace aparecer más ridículas por la discrepancia entre sus aspiraciones amorosas y su condición anti-romántica). Como explica con acierto Gordon al enunciar los rasgos característicos de la narrativa quijotesca ortodoxa, la trayectoria de la heroína quijotesca se define exclusivamente en términos de cortejo amoroso, reafirmando así que el matrimonio con el candidato adecuado es el telos natural de todas las mujeres y que la práctica del quijotismo les impide desarrollarse de la manera esperable, por lo que las consecuencias del mismo suelen tener lugar en su vida romántica o sexual. Por ello, prosigue Gordon, este tipo de relatos curan a la protagonista lo suficientemente pronto como para que sea «casable» y reclutan a su pretendiente como agente de su curación (48–49), tal y como ocurría en The Female Quixote. p. 316
Pero no siempre sucede así, especialmente cuando la transgresión adquiere las dimensiones ideológicas que hemos constatado y la conducta de la heroína quijotesca la deja fuera del mercado matrimonial, como se observa en la Emma de Hays o en la Bridgetina de Hamilton. Aun así, incluso en estos casos, la práctica quijotesca se focaliza en el amor y, de manera muy sintomática, ambas ven en los hombres a los que aman la encarnación del St. Preuse de la Nouvelle Heloïse. Esta tendencia del quijotismo femenino a utilizar la lectura como manual de conducta amorosa o filtro a través del cual se contempla al pretendiente o enamorado se observa también en A Gossip’s Story, cuya Marianne rechaza al pretendiente Mr. Pelham porque no se adecua a la idea del mismo adquirida en sus romances y se casa con el que es realmente inadecuado, Clermont; y la Geraldine de A Tale of the Times va más lejos, pues la disonancia entre su matrimonio y sus lecturas la conduce a sucumbir a la seducción de un libertino y, en este sentido, el matrimonio no pone fin a su quijotismo, como ocurría en Lennox, sino que este pone fin a su matrimonio. Algo parecido ocurre en la Dorothea de Bullock, quien, por las mismas razones, acaba escapándose de su marido. Susanna hace lo mismo, con el agravante de que fueron las mismas nociones idealizadas y literarias sobre el amor y su pareja las que la condujeron a un matrimonio infeliz. Y ya hemos visto el efecto de los libros en la Emma de Hays, justo el mismo que se observa en la Cazire de Dacre, el de liberar un apetito sexual poco ortodoxo que la arroja a una serie de relaciones extramatrimoniales, primero con Fribourg, que es un hombre casado y con hijos, luego con el mujeriego Lindorf. De esta forma, la fascinación por la ficción es tanto metonimia como preparación de la seducción amorosa y se produce así la sexualización de la lectura sobre la que ha escrito Pearson (8), es decir, la equiparación de textualidad y sexualidad, de lectura desregulada con transgresión o corrupción sexual. Aun sin llegar a estos extremos, en todas estas novelas la elección de marido o enamorado es culminación o epítome de la actividad quijotesca de la heroína.
Tal vez sea Romance Readers and Romance Writers la novela que mejor resume todo lo concerniente a esta dimensión romántica del quijotismo femenino. Margaret –o Margaritta, como ella romantiza su nombre– es una ferviente lectora de romances –cuyo género no se concreta más allá de su origen medieval– que, siguiendo el patrón de Arabella, ve un pretendiente en todo hombre que se le acerca y lo juzga de acuerdo con los mismos prejuicios románticos, de forma que su quijotismo es exclusivamente una forma literaria de concebir el amor y a los hombres que interaccionan con ella. Como tal, parece inocuo, pero adquiere los tintes ideológicos que hemos venido viendo en las heroínas de West, Bullock y Hamilton cuando Margaret empieza a leer novelas contemporáneas francesas –sí, por supuesto, la Nouvelle Heloïse entre ellas– inducida por Lady Isabella, quien la reeduca en las ideas de Wollstonecraft y Godwin, lo que acaba produciendo la pérdida de su virtud y honor, con la consiguiente marginación familiar y social, de forma que la seducción ideológica anticipa la física y la caída consiguiente. Lo mismo ocurre en la novela más cercana en el tiempo de Dacre, en la que Fribourg es ateo y seguidor de Godwin, y mantiene con la heroína largas conversaciones y debates sobre estas ideas antes de su caída; St. Elmer, por el contrario, representa la ortodoxia cristiana y social. De esta manera, en estas cinco autoras la desintegración de la mujer se convierte en metáfora de la desintegración de la nación, la corrupción del cuerpo femenino en la del cuerpo político; el amor es alegoría de la sociedad, lo privado de lo público114. p. 317
Pero, por eso mismo, la práctica quijotesca sigue circunscrita a la esfera romántica o amorosa que es el territorio propio del heroísmo femenino o, en otras palabras, la alegoría permite mantener a las heroínas encerradas en ese espacio doméstico en el que estaban confinadas por su condición femenina: no es necesario sacarlas a la esfera pública para demostrar los efectos perniciosos de la ideología radical o jacobina (eso queda para las figuras masculinas). De hecho, las pocas heroínas quijotescas que lo hacen no es para defender una causa política. La Susanna de Bullock hace gala de gran movilidad y capacidad para salir de ese ámbito doméstico y desempeña un papel activo y no solo reactivo en la búsqueda de aventuras. Este carácter excepcional por iniciativa y movilidad reaparece en la Anne de Edgeworth, en cuyo viaje, además de experimentar una serie de aventuras, va acompañada por una criada a la que ella misma describe como una Sancho Panza femenina (sin ser consciente de su propio parecido con don Quijote). Pero su auténtica excepcionalidad, en la que difiere de Susanna, radica en que su viaje no tiene motivación amorosa, lo que, junto a un desenlace feliz pero sin matrimonio, la sitúa al margen de cualquier trama romántica115.
(4) Norma y correctivo, ambivalencia y reivindicación
Gordon cifra otro rasgo de la narrativa quijotesca ortodoxa en el hecho de que no se permite al lector compartir la percepción quijotesca de las personas u objetos porque el narrador siempre deja clara la realidad antes de que la Quijote la distorsione; el proceso en virtud del cual esta interpreta el mundo aparece siempre en un contexto que recuerda sin descanso que ese proceso es defectuoso (45). Aquí es preciso empezar anotando la notoria salvedad a esta norma que supone la novela de Hays, pues su formato epistolar permite dar voz a la heroína: el relato homodiegético articula la subjetividad de la imaginación romántica desde dentro, el funcionamiento mental del sujeto quijotesco. Ello responde, como en Pamela, a la voluntad de fomentar la empatía con la narradora quijotesca, en vez de su enjuiciamiento a través de una voz narrativa heterodiegética. Pero, como decimos, el caso de Emma Courtney es una excepción, pues lo que domina en el resto de obras es esa voz que funciona como correctivo porque establece claramente la norma epistemológica y también axiológica de la que diverge la heroína quijotesca, para poder así reintegrarla a la misma al final mediante la curación y el matrimonio. Así se hace patente en la novela de Mary Brunton, como ha puesto de manifiesto Borham («Seduction» 21), tal vez porque tiene la peculiaridad de que sus dos heroínas quijotescas, Julia Dawkins y Laura Mandeville, imitan de forma explícita –la primera– o implícita –la segunda– también a heroínas de novelas protagonizadas por lectoras quijotescas como Pamela, Evelina o A Gossip’s Story (21–22). Ello exige –especialmente en el caso de Laura, cuya ejemplaridad puede ocultar su quijotismo– que la posición autoral se establezca de forma muy clara. El matrimonio final de esta con el candidato adecuado –De Courcy, que representa la ortodoxia y el tipo de lecturas adecuado, frente Hargrave, el subversivo lector de ficción del que estaba enamorada y al que aspira a reformar– señala, como ocurre con la heroína quijotesca desde Lennox, su reintegración a la norma al tiempo que el retorno a la invisibilidad de la que la ha sacado efímeramente su quijotismo. p. 318
Sin duda como respuesta al mayor desafío que supone el quijotismo femenino de entresiglos por su dimensión ideológica y política, la norma y el correctivo se ven en algún caso, además, reforzados por la utilización de otra heroína como contraste positivo y de un castigo ejemplarizante tras la curación en vez del premio del matrimonio. Con lo primero nos referimos a ese tipo de contrapunto que veíamos en Lennox en el personaje de su prima Miss Glanville, pero funcionando a la inversa: si esta servía para subrayar la superioridad axiológica de Arabella pese a su insuficiencia epistemológica, la censura moral de algunas de estas heroínas quijotescas se ve reforzada por su proximidad a un modelo de virtud femenina que es igualmente pariente suya, a veces incluso su hermana. Tal es la función de Louisa respecto de Marianne en A Gossip’s Story o de Harriet tanto con Bridgetina como con Julia en Modern Philosophers, o de Mary frente a Margaret en Romance Readers. En lo referente al castigo, está vinculado al carácter tardío que tiene la curación en algunos casos, que llega después de la seducción y caída de la heroína que la condena al ostracismo familiar o social, como se observa, por ejemplo, en Margaret, madre soltera y marcada por ello de por vida; o incluso la conduce a la muerte con la que se castiga a la Geraldine de West por su adulterio. Hamilton reúne ambas posibilidades en sus dos heroínas quijotescas: la romántica Julia muere sola y abandonada en un hospicio tras su seducción; la anti-romántica Bridgetina se arrepiente de su quijotismo, pero se le niega el matrimonio y es relegada a los márgenes de la sociedad. Otras novelistas como Bullock y Dacre amagan con tan trágicos correctivos sin llegar a ponerlos en práctica116.
Naturalmente, este quijotismo normativo está al servicio de la parodia de los géneros literarios que son la fuente de los excesos de la heroína, como en Lennox, pero también de la sátira de las peligrosas ideas que extrae de ellos la lectora quijotesca, de modo que esta encarna de forma casi exclusiva el blanco de censura, lo que deja poco espacio para esa ambivalencia basada en el carácter admirable que veíamos en Arabella o para la sátira del mundo circundante basada en su superioridad axiológica. La primera sobrevive de forma residual en Marianne (West) o Julia (Hamilton), la segunda ciertamente existe en Anne (Edgeworth), que se mueve en un universo claramente inferior a ella por su trivialidad y prosaísmo. Pero esa sátira a la que la heroína quijotesca sirve de instrumento en vez de blanco en algunas obras desemboca en una reivindicación más que una condena de la mujer lectora: el problema no es la lectora sino la lectura, no lo que lee sino la forma en que lee, la falta de juicio crítico causada por la falta de educación. Esta preocupación por la formación de la lectora ya es observable en Hamilton, pero se hace más perceptible en Hays y explícita en Edgeworth. p. 319
Como explica Bray en el capítulo de su monografía dedicado a Hamilton y Hays, esta deja claro lo que solo apuntaba aquella, que la lectura no es mala si se hace con la combinación adecuada de sentimiento y razón, que la sensibilidad debe estar controlada por el juicio y que solo cuando se practica de forma inmersiva, indiscriminada e imitativa conduce al desastre, dejando así implícito un modelo de lectura positivo por contraste con el negativo que ella misma representa; tras su aviso y autocondena late una invitación a leer de la manera correcta, esto es, en el marco de una educación que ella no tuvo. Edgeworth, como explica Borham (Quijotes con enaguas 105–106), había abordado el tema de la educación femenina y el papel que debía ocupar en ella la lectura en textos como Letters to Literary Ladies (1795) y Practical Education (1798), en los que argumentó que solo la falta de experiencia y pensamiento crítico en las mujeres hace la lectura peligrosa, no la lectura en sí misma, ideas que sintetizarán en Belinda (1801), cuya protagonista encarna un modelo positivo de lectura femenina que aúna literatura y experiencia (Quijotes con enaguas 113–115). Estas mismas ideas son las que Edgeworth ilustra de forma negativa –es decir, quijotesca– en Anne, pues no son tanto las novelas que lee como estos factores, unidos a una inteligencia que se siente asfixiada en la superficialidad de su entorno, lo que da lugar a su quijotismo; en él, al menos, encuentra vía de expresión a una evidente superioridad intelectual y moral que no puede desarrollarse de manera más adecuada. Nos encontramos así no muy lejos de ese carácter subversivo que la crítica feminista reconocía en Arabella117.
3.1.2. El retorno al Quijote literario: Barrett y Austen
Pese a la deuda que todas estas autoras mantienen con Lennox, en la mayoría de los casos –especialmente las más conservadoras– suponen una involución en la interpretación del quijotismo al perder, en función de su agenda política, la dimensión admirable y hasta heroica que había recuperado Lennox. Así lo ha constatado con acierto Pawl, quien llama la atención sobre la diferencia a este respecto con el quijotismo masculino, que sigue progresando hacia el Quijote heroico del Romanticismo118. También se alejan de Lennox en la medida en que profundizan en ese proceso de desplazamiento interno de la fórmula quijotesca que ella había iniciado. La fórmula se va desdibujando al hacer desaparecer a la criada sanchopancesca e incluso las aventuras imitadas para preservar casi exclusivamente el motivo esencial del síndrome literario y retornar así a la lectora quijotesca desde la que vimos emerger a la mujer Quijote. Este proceso no es común a todas ellas –Susanna y «Angelina», por ejemplo, conservan la fórmula quijotesca– y parece detenerse en una obra que acaso pueda considerarse la reescritura de Cervantes en la clave femenina de Lennox más fiel tanto a uno como a otra en el siglo xix, lo que exige detenerse en ella. Se trata de The Heroine; or, The Adventures of a Fair Romance Reader (1813), de Eaton Stannard Barrett, que, en una segunda edición muy corregida y aumentada publicada al año siguiente, pasó a llamarse The Heroine; or, Adventures of Cherubina y se convirtió en un auténtico superventas. Como indica el pseudónimo Cervantes Hogg con el que Barrett había publicado dos obras previas de sátira política antijacobina, el texto desanda parte del camino recorrido por Lennox a partir del Quijote, para acercar a su heroína quijotesca a la fuente original cervantina; pero también hace lo mismo con la ideologización a la que habían sometido a la heroína quijotesca las seguidoras de Lennox, para devolverla al quijotismo literario en que se movía la heroína fundadora. Ello no implica, sin embargo, una desaparición total del componente ideológico de la novela, solo un giro hacia la parodia literaria desde la sátira política que, siguiendo a Wilson (39, n. 22), podemos observar en la novela inglesa a partir de 1810 como resultado de un cierto relajamiento en la tensión política de la vida pública, ya observable en la novela de Brunton citada más arriba. p. 320
Barrett utiliza el dispositivo quijotesco para realizar una parodia del género gótico, particularmente las obras de Ann Radcliffe, que había hecho furor en Gran Bretaña precisamente durante el tránsito del siglo xviii al xix, pero empezaba ya su declive. La protagonista, Cherry Wilkinson, pierde la cabeza como consecuencia de la lectura abusiva de romances góticos: insatisfecha con la poco aristocrática familia que le ha tocado en suerte y con un padre cuya bonhomía y devoción por ella lo incapacitan para el papel de villano gótico, concibe la idea, a partir de indicios que su imaginación distorsiona, de que desciende de los Willoughby del castillo de Gwyn y, al igual que don Quijote, se fabrica una identidad heroica como Cherubina de Willoughby. Ante la posibilidad de un matrimonio impuesto con su compañero de juegos de la infancia, Robert Stuart, Cherubina, recuperando esa movilidad e iniciativa ausente en Lennox, huye en busca de su verdadera familia y su legítima herencia. Al llegar a Londres, siguiendo el patrón quijotesco de ver castillos donde solo hay ventas y castellanos donde solo venteros, la heroína transforma un teatro –el Covent Garden– en un castillo y en su castellano a un actor, Abraham Grundy, quien adopta el nombre de Montmorenci, se viste con armadura y yelmo, y finge seguir las convenciones del amor caballeresco para hacerse con el dinero de Cherubina, llevando así al extremo el tipo de conducta que caracterizaba a Bellmour en The Female Quixote. A partir de ese momento la heroína se ve rodeada de una tropa de actores y prostitutas, vividores y buscavidas, que dan la réplica anti-romántica –incluso picaresca– a los ideales de Cherubina y articulan ese nivel de realidad inferior o degradada en la que se movía el hidalgo cervantino, pero que apenas tenía cabida en Lennox, y cuya presencia refuerza el tratamiento cómico de la heroína en detrimento de su dimensión admirable119. Este séquito que acompaña a la heroína interpreta toda suerte de mascaradas y engaños para alimentar sus desvaríos, reproduciendo así también la dualidad cervantina entre aventuras imaginadas (por ella) y fabricadas (por otros), que articula el motivo de la aventura imitada sin el cual no podemos hablar de fórmula quijotesca. Esta, además, regresa a la literalidad cervantina porque recupera el cronotopo del viaje y son aventuras en el camino, y se completa con el tercer motivo también de forma literal, el criado sanchopancesco: se trata del irlandés Jerry Sullivan, cuyo nombre Cherubina cambia a Jeronymo, quien asume la función panzaica de bajar a tierra a su señora y ofrecerle un contrapeso realista y prosaico. p. 321
Esta atmósfera de farsa y representación, característica de la segunda parte del Quijote, toma un tono decididamente cervantino cuando una aristócrata, Lady Gwyn, decide seguir la corriente a Cherubina, pero no para curarla, como la Condesa, sino para divertirse y divertir a sus invitados, como los Duques del Quijote. A tal fin, adopta el papel de tía y usurpadora que retiene a la supuesta madre de Cherubina prisionera, organizando un encuentro entre madre e hija en una celda del castillo. En un episodio típicamente gótico, pero modelado en última instancia sobre el de la condesa Trifaldi del Quijote, la fingida madre –en realidad el sobrino de Lady Gwyn disfrazado de mujer– recita a esta sus desventuras, pero su obesidad, su lenguaje vulgar, sus maneras toscas y su comportamiento indecente hacen sentirse a Cherubina terriblemente decepcionada. Por esta y otras razones se marcha y, tras una quijotesca confusión de lo que en realidad son ovejas con lo que parecen bandidos, se instala en el castillo en ruinas de Monkton, que acondiciona con los adornos góticos pertinentes, rodeada de su variopinta corte de compañeros de aventuras. Tras una serie de peripecias que incluyen el asalto al castillo de Lady Gwyn y el secuestro de Cherubina por otro noble, el fingido Barón Hildebrand, el descubrimiento del engaño tras una de las varias aventuras góticas fabricadas para ella y la irrupción liberadora de Robert Stuart marcan el inicio del proceso de recuperación de la cordura. Esta se produce tras las consabidas fiebres nerviosas y la intervención educadora de un religioso y del propio Stuart, siguiendo así de cerca el modelo de Lennox. El último pronuncia una perorata sobre los peligros de la lectura para las mujeres –mayor que para los hombres por su falta de experiencia del mundo– y sobre el correcto uso de la literatura, que culmina con la entrega de una copia de Don Quijote –y no de The Female Quixote, como en Edgeworth, lo que dramatiza a la perfección el retorno de Barrett al modelo cervantino– para que aprenda los perniciosos efectos del romance (292). (La novela cervantina, por cierto, había sido ya invocada en el prefacio, en el que aparece un curioso diálogo con el propio don Quijote.) La historia concluye así con el reconocimiento por parte de la heroína de su error, tras una enfermedad y una reeducación patriarcal, a las puertas de su matrimonio con el héroe que la ha defendido frente a los rivales que querían aprovecharse de sus extravagancias, siguiendo así el patrón instaurado por Lennox y su romantización tanto de la narrativa como de la heroína quijotesca. p. 322
De acuerdo con tal instauración, podemos leer tras esta reafirmación final del orden patriarcal una respuesta a la subversión de los roles de género que entraña el quijotismo femenino tal como lo planteaba Lennox: al transformarse en Cherubina, Cherry se dota de la agencia que le permite salir del ámbito doméstico y del plan de cortejo y matrimonio trazado para ella, y gana en iniciativa y movilidad, aunque sea de la misma forma efímera, dotando así al texto de cierta ambivalencia (vid. Horner y Zlosnik 7–11 para esta lectura). El hecho de que el autor sea ahora un hombre y, a mayores, un perfecto representante del establishment es muy útil para no sobredimensionar tal subversión desde posiciones feministas, aunque el hecho de que Barrett dé voz a su quijotismo (que tiene, por cierto, una capacidad de resiliencia hermenéutica no inferior al de Arabella), pues está compuesta por las cartas que escribe la propia heroína, pudiera aconsejar hacerlo120. La dimensión subversiva en lo referente al género que comparte con Lennox se traslada, además, al terreno social cuando Cherry materializa sus pretensiones aristocráticas tomando posesión de un castillo –aunque esté en ruinas– y, todavía más, cuando lidera a su cohorte de desheredados en el asalto a una propiedad aristocrática. La dimensión política no se articula aquí a la manera metafórica que hemos venido viendo en las novelas quijotescas antijacobinas, es decir, mediante la equiparación del cuerpo femenino y el cuerpo político, sino que es literal, pues se materializa en una auténtica sublevación popular contra las clases dirigentes en la que ella misma se convierte en portavoz de ideas libertarias (248). El quijotismo femenino salta así del territorio de lo privado al de lo público y lo local se convierte en metáfora de lo nacional, la subversión quijotesca de la social. Aquí, de nuevo, se observa un retorno a Cervantes, ya que Cherry está simplemente recuperando la capacidad de disrupción social de don Quijote cuando libera a los galeotes y está articulando una similar utopía libertaria, aunque ahora resuena el contexto contemporáneo, tanto histórico –la rebelión irlandesa de 1798, la amenaza napoleónica– como ideológico –el debate entre radicales y conservadores–121.
Pese a esta dimensión política antijacobina, que Stuart explicita al final en su ataque a las novelas francesas y a la de Rousseau en particular («Thus, since France became depraved, her novels have become dissolute», 293), y que no es de extrañar teniendo en cuenta la actividad literaria previa de Barrett como autor satírico y su actividad política como miembro del Parlamento británico, en la novela prima lo literario, el propósito de parodiar el romance gótico y también la tradición sentimental de la que en última instancia deriva la heroína gótica, incluyendo las consabidas novelas francesas (La Nouvelle Héloïse de Rousseau, Corinne de Mme. de Staël) e incluso autores respetables como Richardson (Pamela, Clarissa), Burney (Evelina) o Goethe (Werther). Todos ellos comparten lo que podríamos denominar una concepción romántica de la heroína –de ahí el título de la novela– que ya había sido objeto de burla en Self-Control de Brunton, como hemos visto, y que volverá a serlo, junto con el género gótico, en Northanger Abbey (1818), de Jane Austen. Esta culmina el retorno a lo literario desde lo ideológico iniciado por Barrett al depurar el propósito paródico de toda implicación política y al quijotismo de toda disrupción social. p. 323
En efecto, Northanger Abbey se sirve de la heroína quijotesca para parodiar tanto el romance gótico inglés como el arquetipo de la heroína romántica en general. Este doble blanco se hace ya evidente en las primeras líneas de la novela, que presentan a la protagonista, Catherine Morland, de forma decididamente anti-romántica, como alguien que en absoluto había nacido para ser una heroína, para acto seguido desgranar las carencias que la incapacitan como tal en el marco del romance gótico: un padre poco dado a encerrar a sus hijas, una madre que no murió de parto, ningún héroe de orígenes desconocidos en la familia ni en las cercanías y, sobre todo, un físico carente de atractivo y un intelecto más bien obtuso122. El viaje de Catherine a Bath con el que arranca la acción –y los prosaicos consejos que recibe de su familia– tampoco tiene nada que ver con los de las heroínas góticas por exóticos escenarios. Austen, como antes Brunton o Barrett, está rompiendo con ese sustrato romántico que estaba presente incluso en las heroínas de autores realistas como Richardson, Fielding, o la propia Lennox, quien lo amalgamaba con el quijotismo: comparada con Arabella, Catherine es antiheroica, aunque mucho menos que el hidalgo. La técnica paródica del principio de la novela se basa en el contraste cervantino entre lo romántico literario y la realidad antiliteraria y anti-romántica, pero está articulado a través de la voz narrativa y su característica ironía, y no en la conducta quijotesca de la protagonista, que no se producirá hasta el segundo volumen. El quijotismo de Catherine, sin embargo, empieza a gestarse durante su estancia en Bath narrada en el primero, durante la cual se ve inmersa en la comedia social característica de los textos de Austen, al ampliar su círculo de amistades a los Thorpe y los Tilney. De Henry Tilney se enamora y con Isabella Thorpe se inicia en la lectura de romances góticos, los de Mrs. Radcliffe, en especial The Mysteries of Udolpho, pero también otros menos conocidos enumerados en una lista de lecturas que detallan el banco paródico de manera semejante a como lo hacía el escrutinio de la biblioteca de don Quijote. Como consecuencia de ello, los primeros síntomas del síndrome quijotesco aparecen cuando Catherine se interesa por un castillo porque se parece a los de sus novelas o cuando un paisaje en los alrededores de Bath le recuerda el sur de Francia, donde nunca ha estado, pero que ha visto en el Udolpho. p. 324
Estos síntomas premonitorios desembocan en el quijotismo concebido a la manera de Lennox, es decir, como error cognitivo de orígenes literarios, cuando los Tilney la invitan a su mansión, donde se desencadena la trama quijotesca que ocupa el segundo volumen. Catherine empieza a leer la realidad como si se tratara de un romance gótico, primero de forma pasiva (la hermenéutica textual), luego activa (la praxis imitativa). Llega a Northanger Abbey provista de una serie de expectativas literarias –en gran medida fomentadas por el propio Henry, quien, durante el viaje y de forma burlona, inventa un romance gótico con Catherine como protagonista– que una a una se van viendo frustradas por la realidad nada más llegar: ni la mansión, ni su habitación, ni los muebles, ni el manuscrito que encuentra en un misterioso escritorio –y que resulta ser un simple listado de ropa lavada– responden a lo esperado. Pese a este primer y severo correctivo de la realidad, Catherine no desiste y, ya instalada en la mansión, ahora es ella la que inventa una trama gótica con el padre de Henry, el general Tilney (en quien reconoce un gran parecido con el Montoni de Udolpho), en el papel de villano. La historia de la inesperada muerte de Mrs. Tilney le hace imaginar que su marido fue el responsable o, todavía peor, que este la tiene encerrada en una misteriosa galería de la mansión. De nuevo a la ilusión sucederá la desilusión cuando descubre que la alcoba en la que debería estar prisionera Mrs. Tilney está vacía. El desengaño es en este caso definitivo, gracias en parte a Henry Tilney, quien, como Glanville en The Female Quixote o Stuart en The Heroine, asumirá el papel de educador además de pretendiente y a la postre marido, cuando la trama romántica de la que actúa como héroe culmina en el matrimonio con la heroína123. En una discusión sobre los romances góticos similar a las que tienen lugar en Lennox o Barrett, Henry convence a Catherine no tanto de su inverosimilitud o inmoralidad como de su imposibilidad en Inglaterra (una estrategia que es deudora de la Condesa en The Female Quixote). Esta nada agresiva crítica del género queda además matizada por el hecho de que, al final de la novela, el censurable y clasista comportamiento del general Tilney hacia Catherine justifica en cierta medida su demonización gótica: como planteaba también Lennox, la visión romántica de la heroína no es sino una forma de articular temores fundados y acertadas intuiciones sobre el carácter del General y su situación como mujer sometida a un poder patriarcal absoluto. p. 325
Por ello, finalmente, el gran error de Catherine no es equivocarse al juzgar el carácter del General, sino el de su amiga Isabella Thorpe (un personaje que funciona de la misma manera contrapuntística que Miss Glanville en Lennox), cuya hipocresía y falsedad aquella comprende al final de la novela. La heroína llega a confesar que nunca antes había estado tan engañada sobre el carácter de nadie, y este segundo desengaño se antoja tan importante o más que el primero, pues actúa a modo de epifanía gracias a la cual la protagonista abre del todo los ojos a la realidad y completa su proceso de maduración. El engaño, en este caso, no tiene orígenes literarios, no es quijotesco, pero está ligado a él: en primer lugar, porque ambos son manifestaciones del mismo problema, cómo leer o interpretar la realidad adecuadamente, de modo que el quijotismo queda caracterizado como un subrayado, una formulación radical del más amplio problema de la correcta interpretación de la realidad; en segundo lugar, porque los dos errores proceden en última instancia de la ingenuidad e inexperiencia de Catherine y quedan así enmarcados en el tema de la educación o aprendizaje de una joven a través de la superación de un fallo cognitivo, de una ilusión que, tras la curación de su quijotismo y el desengaño sobre Isabella, no desemboca tanto en desilusión como en maduración y reconocimiento de la realidad. De esta forma, y como indicó Kauvar en un artículo fundamental sobre la relación entre Lennox y Austen, Northanger Abbey explicita la conexión entre quijotismo femenino y novela de desarrollo apuntada por Lennox, al tiempo que la posibilidad de desvincularlos, es decir, enseña el camino que conduce a la emancipación de la segunda respecto del primero. Austen parte de la parodia quijotesca del romance para acabar explorando ese tema de la interpretación errónea de la realidad, que empieza a desligarse de su origen cervantino en esta novela y acabará de hacerlo de forma gradual en las siguientes. El despertar del quijotismo queda subordinado al ulterior despertar a una realidad cuya ocultación no dependía del mismo, sino de su inmadurez o falta de experiencia, y ello apunta ya a la desaparición del síndrome literario que tendrá lugar en las siguientes novelas de Austen124.
No es este el momento para exponer con detalle esta desaparición progresiva, que ya he explicado en otro lugar («Heroína quijotesca»); baste decir que en Sense and Sensibility (1811) [Sentido y sensibilidad] reencontramos todavía a la lectora quijotesca en la figura de Marianne Dashwood. Marianne ha adquirido sus ideas sobre la vida y en especial sobre el amor (que solo concibe como pasión arrebatadora y descontrolada, nunca en segundas nupcias o a partir de cierta edad), en sus lecturas de autores como Scott, Cowper o Thomson, y las proyecta en una trama romántica con Willoughby, pero este al final resulta no ser el héroe que ella imaginaba. El síndrome literario sigue ahí, aunque la trama quijotesca se ha atenuado y subordinado a la de aprendizaje más que en Northanger Abbey. La mejor prueba de ello es que esta epifanía quijotesca –más que curación, pues carece de la parafernalia heredada de Lennox presente todavía en la de Catherine– no produce los efectos correctivos que tenía en esta y Marianne sigue actuando de la misma manera hiperbólica y literaria que antes, solo modificada cuando toma conciencia del error que ha cometido a la hora de enjuiciar a su hermana Elinor. Esta ha actuado durante toda la novela –siguiendo ese patrón contrastivo que ya hemos visto en las novelas del apartado anterior y que consiste en emparejar a la heroína quijotesca con una sensata y modélica– como correctivo del quijotismo de Marianne, una función normativa que provoca el prejuicio y la animadversión de esta. El momento en que comprende la superioridad axiológica de Elinor marca el fin de su distorsión epistemológica y, por tanto, de su quijotismo, que hace crisis en las consabidas fiebres, de modo que la curación física se convierte ahora en correlato objetivo no de la de la disfunción quijotesca, que ya se ha producido antes, sino de un proceso subjetivo de autoconocimiento que conduce a la maduración intelectual, coronada por el matrimonio con el coronel Brandon, cuya propuesta inicial había rechazado. p. 326
De esta manera, podemos decir que en Sense and Sensibilty el patrón de Lennox sigue siendo claramente reconocible, pero la trama imitativa y su dimensión paródica se han diluido bastante para abrirle paso a una que podríamos calificar de hermenéutica, pues gira en torno al tema de la correcta interpretación de la realidad, y a una estructura que podríamos denominar dialógica, articulada en un juego de visiones alternativas y conflictivas de la realidad. Esta consiste en la serie de contrastes que tienen como centro a Marianne y Elinor, pero que se extienden a otros personajes y las relaciones existentes entre ellos: Willoughby frente a Edward y también Bradon, la pareja Marianne-Willoughby frente a Elinor-Edward. La trama hermenéutica y la estructura dialógica, ambas de evidente inspiración cervantina, aunque pasadas por el filtro de Lennox, reaparecerán en novelas posteriores de Austen, pero el síndrome literario desaparece y ya no será ni causa del error ni parte en el diálogo. Las novelas posteriores de Austen seguirán girando en torno a heroínas que ya no son quijotescas sino simplemente ilusas, en cuanto que sus ideas e ilusiones sobre la realidad deben ser corregidas como parte de un proceso de aprendizaje, y que aparecen situadas en el centro de una red de contrastes, como se observa en la siguiente, Pride and Prejudice (1813) [Orgullo y prejuicio]. Elizabeth Bennet, la protagonista, vive en el seno de una familia de lectores (su padre y, sobre todo, su hermana Mary), pero la lectura es ya un mero telón de fondo y los libros nada tienen que ver con el error de Elizabeth en torno al que gira la novela. Su insuficiencia epistemológica, sin embargo, la sigue emparentando claramente con las heroínas quijotescas de las dos novelas previas, como ocurrirá también con la homónima de Emma (1815, 1816 en la cubierta).
Por todo ello, podemos decir que la huella de Lennox en Austen es evidente en Northanger Abbey y luego se va diluyendo poco a poco hasta desaparecer, aunque queda en la forma cervantina de concebir la novela. Hemos descrito esta progresión dejando de lado el hecho de que Northanger Abbey se publicó al final de su carrera, de hecho, póstumamente, de forma conjunta con Persuasion, en diciembre de 1817 (aunque en la portada figura 1818 y, por ello, es la fecha que se le suele asignar). Ello es debido a que, pese a esta publicación tardía, fue la primera novela a la que Austen dio la forma definitiva en que sería finalmente publicada (en 1799, cuando ya tenía borradores de sus dos siguientes novelas), y prueba de ello es que fue la primera que vendió a un editor (en 1803), lo que autoriza a considerarla la primera novela que escribió125. Es muy significativo que Austen inicie su carrera como novelista con una reescritura de Lennox, a la que sabemos de forma fehaciente que conocía bien por una carta de 1807 a su hermana Casandra en la que indica que está releyendo The Female Quixote (Kauvar 211). Lennox sería, más que el propio Cervantes, el origen de ese método cervantino que puede detectarse en la novelística de Austen, de forma que esta no puede entenderse sin The Female Quixote: el síndrome literario y la trama imitativa desaparecen, pero queda el error cognitivo como centro de una trama no solo hermenéutica sino de aprendizaje. La maduración es fruto de un proceso de descubrimiento o crecimiento, no de una curación repentina, como mucho de una epifanía en la que desemboca a la vez que desencadena un proceso psicológico más complejo, lo que introduce la interioridad o autorreflexión que vimos era una de las características definitorias del bildungsroman126. Austen, con los antecedentes de Edgeworth y Burney, marca así el tránsito de la novela quijotesca de desarrollo femenino que se inicia con Lennox hacia una novela de formación femenina que encontramos ya claramente articulada en Emma y que novelistas victorianas como las Brontë o George Eliot llevarán a su plenitud. Al describir una trayectoria que va de la heroína que actúa de acuerdo con cierta idea quijotesca –esto es, romántica y literaria– de la realidad a la que lo hace con una idea simplemente errónea de la misma –no solo por su insuficiencia epistemológica sino también por su desajuste axiológico– y debe aprender lo que es la realidad, las novelas de Austen son el el eslabón que une a la heroína quijotesca dieciochesca con la heroína superior pero falible decimonónica127. p. 327
The Heroine y Northanger Abbey son la culminación del paradigma creado por Lennox a partir de Cervantes y suponen un retorno a lo literario –con la parodia del romance gótico como centro de gravedad– desde la ideologización del quijotismo femenino y su utilización para la sátira política que caracteriza a las novelas de entresiglos. Ese retorno, anticipado en la «Angelina» de Edgeworth, se completa en otra novela de Green que podemos considerar el canto de cisne de esta tradición narrativa, Scotch Novel Reading (1824), cuyo blanco paródico es Walter Scott y otros autores escoceses, en este caso a través de la quijotesca Alice. Tal retorno, sin embargo, toma caminos diferentes en uno y otra. En Barrett se orienta hacia Cervantes y la fórmula quijotesca original, aunque protagonizada por una mujer Quijote, en una especie de viaje a la semilla, tras el proceso de desplazamiento progresivo que había empezado en Lennox y avanzado con sus sucesoras. Austen parte de la mujer Quijote de Lennox para desvincularla de la fórmula quijotesca y reducirla al motivo de la lectora quijotesca, que anuncia la práctica desaparición de aquella en la novela victoriana.
3.2. La difusión transnacional: quijotismo transatlántico
En su reciente y exhaustiva biografía de Lennox, Susan Carlile incluye un listado con todas las ediciones y reimpresiones de sus obras, que constata la popularidad de muchos de sus libros, especialmente The Female Quixote, y un prestigio que se extiende a la primera mitad del xix, como explica en el último capítulo, titulado «Lennox’s Afterlife». El listado incluye las traducciones a otras lenguas y completa el que ya había proporcionado Small en la primera biografía publicada sobre Lennox.
1754 Don Quixote im Reifrocke, oder die abentheuerlichen Begebenheiten der Romanenheldinn Arabella. Trad. H. A. Pistorious. Hamburg y Leipzig, G. C. Grund y A. H. Holle.
1762 Adventuuren van Donna Quichote: Zeldzaame gevallen van Arabella. Países Bajos: K. van Tangerlo.
1773 Don Quichote femelle. Trad. I.-M. Crommelin: Les Libraires Associés.
1798 Le avventure di Arabella, donna Chisciotte. Trad. Ornella de Zordo. Ferrara: L. Tufani
1801 Arabella ou le Don Quichote femelle. Trad. I.-M. Crommelin. París: Bertrandet.
1808 Don Quijote con faldas, o perjuicios morales de las disparatadas novelas. Trad. B. M. de Calzada. Madrid: Fuentenebro.
p. 328
Esta serie de traducciones, que cierra la de Bernardo María de Calzada a la que acompaña este estudio, da cuenta de la temprana difusión transfronteriza de la novela de Lennox en una especie de circuito internacional por las lenguas europeas más importantes, lo que da a la mediación de Lennox en la conformación del mito quijotesco y la tradición cervantina una evidente dimensión transnacional. Así lo confirma el impacto que tuvo en obras de creación más allá del viejo continente, por lo que podemos unir al circuito europeo la ruta transatlántica a la que nos referimos en el arranque de este estudio. La travesía al continente americano llevó a Lennox, poco antes de morir en 1804, de vuelta a los Estados Unidos de América en los que había vivido en su primera juventud (cuando todavía eran una colonia inglesa), donde se publicó en 1801 Female Quixotism, de Tabitha Gilman Tenney. Su itinerario transnacional giró luego hacia el sur, al México que estaba en pleno proceso de independencia, donde José Joaquín Fernández de Lizardi dio a la imprenta La Quijotita y su prima, que apareció por entregas entre 1818 y 1819, aunque de forma incompleta (solo los dos primero tomos, los dos restantes verían la luz póstumamente en 1831–1832). Se trata de dos obras que tienen en común su vocación didáctica, de aviso sobre la importancia de la educación femenina a través del ejemplo negativo de una lectora quijotesca; comparten también una posición conservadora o visión patriarcal de la mujer y su papel en la sociedad, con poco o ningún asomo del potencial subversivo que veíamos en Lennox, aunque algo queda de forma residual en un terreno político que es más implícito que explícito; y, finalmente, prolongan la involución en la representación del quijotismo femenino que se observa ya en las recreaciones inglesas, pero de forma aún más categórica y manifiesta.
Ello es evidente en el caso de Tabitha Tenney, quien sigue los pasos de Lennox, pero regresa al modelo cervantino para recuperar la dimensión más ridícula del personaje y hacer envejecer a su protagonista hasta convertirla en el avatar femenino más cercano al hidalgo, algo totalmente inusual y anómalo, casi único en la tradición de quijotismo femenino. Como Arabella, Dorcas Sheldon –Dorcasina, tras romantizar su nombre– ha leído demasiado y espera que la realidad y, más en concreto, el amor responda a lo descrito en sus lecturas; y, como ella y tantas de sus predecesoras o sucesoras, tiene un notable componente de vanidad que le hace ver en todos los hombres que le salen al paso pretendientes o enamorados. Sin embargo, su historia termina convirtiéndose en una especie de versión de la que habría sido la de Arabella si Glanville no hubiera perseverado. Tras la propuesta de matrimonio de Lysander, frustrada por las pretensiones literarias de la protagonista, este sale de la novela y deja paso libre no a uno sino a varios buscadores de fortuna que se aprovechan de su vanidad y su extravagancia para intentar conseguir su fortuna. Por ello, podemos decir que Glanville se esfuma, dejando a la heroína sin un héroe que la ame, proteja y salve de sí misma, y Bellmour se multiplica en la serie de pretendientes que intentan aprovecharse de su quijotismo128. La otra novedad radica en que el tiempo pasa, Dorcas va envejeciendo y, al final, cuando por fin sale de su error, es demasiado tarde para corregir el rumbo. El quijotismo de Dorcasina, por ello, más que de baja intensidad es de larga duración, pues se extiende a lo largo de muchos años y prácticamente condiciona su vida entera, aunque se manifiesta en brotes episódicos separados por largos intervalos. En este sentido, está más cerca del quijotismo deformativo del hidalgo que del formativo de Arabella y otras heroínas quijotescas: la curación llega demasiado tarde y solo deja margen para una transformación de senectud; el desarrollo es diferido hasta hacerlo inútil. p. 329
Pese a esta novedad, es fácil reconocer en esta breve sinopsis el síndrome quijotesco desarrollado en la misma dimensión epistemológica y no ontológica, interpretativa y no transformativa, que caracterizaba a Arabella y sus sucesoras, pero ahora su origen no son los romances franceses sino las novelas sentimentales inglesas, en particular Sir Charles Grandison (1753) de Samuel Richardson, un desplazamiento que ya veíamos en las heroínas quijotescas finiseculares y que podría parecer sorprendente si no tenemos en cuenta el hecho de que el componente romántico, como hemos visto, está presente en los primeros compases de las novelas inglesas junto al realista. Es muy significativo, en este sentido, que, tras leer el Roderick Random de Smollett, Dorcasina crea que bajo la apariencia de un sirviente se esconde un caballero disfrazado, un motivo procedente del romance que moldeaba la visión formulaica de Arabella y aquí hace lo propio con la de Dorcasina, pero cuya fuente se encuentra ahora en una novela. El síndrome literario da lugar, como en Lennox, a una hermenéutica y a una praxis quijotescas, que desencadenan la serie de aventuras imitadas que conforman el segundo núcleo de la fórmula quijotesca. En ellas encontramos la duplicidad característica entre las imaginadas y las fabricadas: las primeras surgen de la necesidad del sujeto quijotesco de vivir el amor según los términos y requisitos de sus lecturas; en las segundas podemos diferenciar las mascaradas de amigas como Harriet Stanly, que intentan sacarla de su error o evitar males mayores, o de personajes como Philander que solo pretenden divertirse a su costa, y las de los diferentes impostores sin escrúpulos que intentan casarse con ella por su dinero. La fórmula quijotesca se completa con la criada sanchopancesca que actúa como contrapunto panzaico: Betty asume la función correctiva de forma más clara que Lucy porque no tiene su credulidad absoluta sobre las ilusiones románticas de su señora y recupera el sentido común sanchopancesco (para Betty, vid. Hanlon 117–127).
Dorcasina sigue de cerca a Arabella en otros detalles de su quijotismo, aunque, naturalmente, con pequeños matices diferenciales y cambios de énfasis: la orfandad que la deja sin guía a la hora de educarse en el aislamiento, retirada del mundo y sin contrapeso para las ideas que la literatura planta en su cabeza; el foco amoroso y matrimonial de su imitación (aunque apenas invoca sus modelos, a diferencia de Arabella, que nombraba continuamente a las heroínas que la inspiran); el mismo carácter pasivo o reactivo y su alcance fundamentalmente doméstico, incrementado porque la acción prácticamente se desarrolla dentro de los confines de la propiedad de la casa paterna; la excepción son algunas salidas a la arboleda de Mr. Sheldon –convertida en un espacio de transgresión en lo que a las códigos de conducta femenina se refiere– y las visitas al pueblo, únicos espacios en los que la heroína traspasa la línea que separa lo privado de lo público, por lo que hay una menor trascendencia social y exposición al mundo de su quijotismo. Dorcasina conserva también, aunque en un grado menor, algo de la resiliencia hermenéutica de Arabella, que debe poner en funcionamiento, sobre todo, para seguir creyendo que alguno de sus pretendientes es un hombre de honor. Y lo mismo puede decirse de la función satírica y de empoderamiento de su quijotismo, todavía visible, pero considerablemente atenuada. p. 330
Incluso en una obra en la que prima la dimensión paródica, como es el caso de Female Quixotism, el lector no puede dejar de pensar que, aunque extravagante y ridícula, Dorcasina es superior a casi todos sus pretendientes, en su mayor parte bromistas y arribistas. De esta manera, aunque de forma menos evidente que en The Female Quixote, la sátira se deja sentir junto a la parodia y la crítica de la literatura va acompañada de la crítica de la sociedad. Dorcasina, como Arabella, articula a través de su quijotismo una visión del amor como pasión y del matrimonio por amor claramente contrapuesta a la tradicional y patriarcal, en la que priman otras consideraciones que convierten amor y matrimonio en algo prosaico, racional y mercantil, representada por los personajes masculinos y también por algunos femeninos. Esto es evidente en el episodio inicial de Lysander y, sobre todo, en el de Mr. Cumberland, que intenta concertar su matrimonio con ella como si de una transacción comercial se tratara, lo que se hace particularmente evidente en el lenguaje que utiliza y lo que despierta la indignación y resistencia de Dorcas. Sin embargo, es cierto que esta resistencia, tanto frente a uno como frente a otro, conduce en última instancia al fracaso, la soledad y el arrepentimiento, lo que cuestiona y castiga su empoderamiento y hace insuficiente, por estéril, la agencia que proporciona el quijotismo, situando así a la autora claramente del lado de la concepción patriarcal dominante. No elimina del todo, sin embargo, la ambigüedad característica del quijotismo femenino. De hecho, Sarah Wood discierne en la carta final a su amiga Harriet un desengaño no solo de sus ilusiones románticas, sino del ideal doméstico matrimonial republicano, es decir, una crítica no solo de la ficción que ha moldeado su idea del amor, sino de una realidad norteamericana que falla a la hora de cumplir las expectativas y los ideales de felicidad conyugal que ha promovido en sus mujeres (196–197)129.
La diferencia fundamental con Lennox, sin embargo, reside en el carácter antiheroico de Dorcasina. Aunque esta posee algunas cualidades positivas o admirables –inteligencia y benevolencia– y una muy moderada belleza, su presentación recuerda a la de Catherine: es, simplemente, una mujer corriente. A diferencia de esta, que evoluciona y acaba asumiendo el papel de una heroína, Dorcasina se irá convirtiendo, según envejece, en un personaje cada vez más ridículo, muy cercano al Quijote original por la enorme distancia que separa la visión romántica que tiene de sí misma y la realidad anti-romántica que representa: una mujer vieja comportándose como la heroína a la que pudo aspirar a parecerse un día, pero que ya definitivamente no es. A medida que Dorcasina cumple años se va alejando de Arabella y acercándose al hidalgo cervantino. Ausentes las gracias físicas y las dotes espirituales que convertían a Arabella en una auténtica heroína y, por tanto, explicaban su limitado pero heroico destino (casarse con el héroe), la novela de Tenney supone un retorno a la pureza antiheroica original y al anti-romance cervantino. Es muy revelador, a este respecto, el diferente funcionamiento del motivo quijotesco del atuendo inapropiado o improcedente en uno y otro personaje: si en aquella despertaba admiración pese a su carácter desfasado o anacrónico por su porte, distinción y belleza, Dorcasina, cuando intenta ir a la última moda y ocultar su edad, es objeto de burla, como don Quijote. Esta manera en que el paso del tiempo la va alejando de la heroína romántica explica la crueldad del desenlace, que la deja junto a don Quijote y muy lejos de Arabella: arrepentida o reformada –en virtud de una epifanía no muy diferente de las que experimentaban las heroínas de Austen– y habiendo recuperado su nombre verdadero, pero vieja, soltera y sola, Dorcas reflexiona amargamente sobre la esterilidad de su vida y su alienación social. Su destino final, de hecho, es incluso peor que el del hidalgo, pues a la curación de este sucede de forma casi inmediata la muerte, pero a ella le quedan años para rumiar y sufrir las consecuencias de sus errores130. p. 331
La negativa por parte de Tenney a otorgar un final feliz a su mujer Quijote obedece naturalmente al propósito didáctico de la novela, mucho más central y evidente que el de Lennox, que responde a una doble perspectiva, de género y política, patriarcal y nacionalista. El propósito fundamental de la novela es evidentemente pedagógico: avisar a las jóvenes norteamericanas de que se abstengan de entregarse a fantasías románticas indeseables y ofrecer un modelo educativo alternativo. Así lo demuesta el inicio y el cierre de la novela, que identifican a esas jóvenes como víctimas privilegiadas de una lectura indiscriminada y como público receptor de la obra. El libro se abre con una carta dedicatoria de la autora dirigida «To all Columbian Young Ladies, who read Novels and Romances» (3). Ahí Tenney se presenta como compiladora o narradora de una historia que escuchó primero durante su estancia en Philadelphia y luego en boca de la propia protagonista, quien le dio permiso para publicarla «for the advantage of the younger part of her sex» (3), para al final proponerla como ejemplo negativo de los efectos perniciosos de la lectura de ficción, que causa desgracias y desastres, convirtiendo la vida de una muchacha sensible y bondadosa en despreciable y miserable131. Y la novela se cierra con la carta de Dorcas en la que aconseja a Harriet, ya convertida en Mrs. Barry, que evite que sus hijas lean este tipo de novelas porque no hacen sino apartarlas de la realidad y llenar su cabeza de sueños imposibles de amor y felicidad. A esta lectura en clave de género femenino claramente formulada en las cartas que enmarcan la historia narrada, se puede añadir otra en clave nacionalista, no tan evidente pero no menos interesante: los sueños románticos que incapacitan a la mujer para vivir un presente satisfactorio en la nueva nación norteamericana quedan asociados al viejo continente por los modelos literarios que seducen a la joven Dorcasina y por algunos de los impostores que intentan aprovecharse de su desvarío literario, quienes comparten similar origen europeo. Esta lectura de índole política ha sido sólidamente defendida por Wood, aunque no tanto a través de lo que el texto de Tenney formula de forma explícita como inscribiéndolo en el contexto de una serie de escritos educacionales y doctrinales que establecieron un ideal femenino de esposa y madre en la nueva república americana132.
Por ello, es fácil detectar la conexión de la Dorcasina de Tenney con el quijotismo politizado y trágico de las novelas inglesas de entresiglos, más que con el cómico y literario de Lennox; más que en Arabella, el final de Dorcasina hace pensar en el desengaño final de algunas heroínas de estas novelas con las que, de hecho, la compara Wood, como la Emma Courtney de Hays, cuya soledad y aislamiento social final comparte (196), o la Bridgetina de Hamilton, que construye su nombre de manera similar (186). El trasfondo ideológico antijacobino característico del quijotismo inglés de entresiglos se desplaza del eje Inglaterra-Francia hacia el de América-Inglaterra para articular un antagonismo colonial; o, en otras palabras, la dinámica nacionalista se proyecta en una dimensión transatlántica en vez de continental, como ha apreciado acertadamente Mainil (52). Diríase, de hecho, que, en esta nueva perspectiva transatlántica , el final infeliz y trágico del sujeto quijotesco que sirve a un fin didáctico –pero bajo el que se esconde una intención política– está llamado a jugar un papel importante, como ha indicado Wood133. Y así parece confirmarlo el uso que del quijotismo hará el mexicano Lizardi: parece responder también a la necesidad de ofrecer patrones de conducta en el nuevo continente, en cierta manera poscoloniales en cuanto que en oposición a o al margen de los modelos coloniales. p. 332
En La Quijotita y su prima Lizardi se aleja aún más que Tenney del paradigma de quijotismo romántico y formativo femenino instaurado por Lennox. Y ello no solo porque deja de lado la lectura de ficción romántica para encuadrarse en el quijotismo ideológico vinculado a la lectura de no ficción, sino, sobre todo, por la frivolidad y vanidad, la falta de valores y de ejemplaridad, que incapacitan a su Quijota para ser una heroína romántica. Así lo confirma su muerte prematura causada por la sífilis, tras un proceso de degradación moral que la lleva a prostituirse, lo que la sitúa un poco más lejos en la misma senda antiheroica de Tenney. Esta concepción antiheroica responde al mismo énfasis punitivo al servicio de un común interés didáctico e ilustrado, igualmente focalizado en la educación femenina como elemento decisivo para la configuración de la nación emergente y su emancipación de la influencia negativa del viejo continente134. También aquí, de nuevo, este interés es llevado mucho más lejos que en Tenney, pues se articula no solo en la trama narrativa sino en un componente doctrinal cuya hipertrofia acaba relegando a un segundo plano a la primera. La doctrina es impartida por el personaje que funciona como oráculo y portavoz del autor, don Rodrigo, en extensas y abundantes peroratas, especialmente sobre educación, que acaban devorando tanto a la acción como a la caracterización novelescas, claramente supeditadas a la ilustración de las ideas defendidas y atacadas por el coronel. Para ello, Lizardi crea una trama dual en torno a dos familias, la de los Linarte, formada por don Rodrigo, su esposa Matilde y su hija Pudenciana; y la de los Langaruto, integrada por la hermana de aquella, Eufrosina, su marido don Dionisio y la hija, Pomposa. La primera es la familia ejemplar, de padres modélicos cuya educación también modélica produce una hija, desde luego, modélica; la segunda es el anverso de la primera, la encarnación de todos los males y errores posibles a la hora de educar a una hija, los denunciados por don Rodrigo, de forma que Pomposa, la Quijotita del título, es el espejo negativo, el doble invertido de Pudenciana. Ni una ni otra, pese al título, pueden considerarse protagonistas, ni siquiera el centro de la novela, que más bien lo constituye el coronel con sus disertaciones, aunque es cierto que Pomposita va ganando en importancia a medida que avanza la lectura. Buena prueba de ello es que su quijotismo está ausente durante buena parte de la novela, aquella en la que son más abundantes los sermones del coronel sobre todo tipo de temas, y, cuando aparece, ya mediada la obra, lo hace de forma, si no anecdótica, sí al menos subsidiaria. Esta aparición se produce en dos tiempos.
Irrumpe primero en el capítulo XX con la decisión de un colegial del círculo que frecuenta a Pomposita de ponerle el mote de Quijotita. Así es como Sansón Carrasco, pues el colegial se llama igual que el bachiller cervantino, justifica su elección:
Don Quijote era un loco y doña Pomposa es otra loca. Don Quijote tenía muy lúcidos intervalos en los que se explicaba bellamente, no tocándole sobre caballería; doña Pomposa tiene los suyos, en los que no desagrada su conversación; pero delira en tocándole sobre puntos de amor y de hermosura.
p. 333
El fantasma que perturbaba el juicio de don Quijote era creerse el más esforzado caballero, nacido para resucitar su orden andantesca; el que ocupa el cerebro de doña Pomposa es juzgar que es la más hermosa y la más cabal dama del mundo, nacida para vengar su sexo de los desprecios que sufre de los hombres, haciendo a estos confesar, en campal batalla en el estrado, que la belleza es todo cuanto mérito necesita una mujer para atraerse todas las adoraciones del universo. Don Quijote siempre esperaba llegar a ser emperador a costa de la fuerza de su brazo; doña Pomposa siempre espera ser cosa grande, título de Castilla cuando menos, a favor del poder de su belleza. Don Quijote tenía su dama imaginaria, a quien juzgaba princesa; doña Pomposa ya tendrá en la cabeza algún amante prevenido a quien hacer digno de sus favores, y este será un embajador o un general. Don Quijote en los accesos de su locura a nadie temía; doña Pomposa en los suyos a nadie teme, y se expone a los más evidentes peligros con los hombres, creyendo salir siempre victoriosa de sus asaltos. Don Quijote acometió una manada de carneros como si fuesen caballeros armados; doña Pomposa entra a las batallas amorosas que le presentan mil caballeros armados de malicia, con más confianza que si lidiara con carneros, y tanto fía de las saetas de sus ojos, que temo vuelva chivo al que se descuidare. Don Quijote… pero ya habré cansado vuestra atención, serenísimo congreso, con tanto quijotear. Sí, en efecto; basta con lo dicho para probar que este nombre le conviene. (223–224)135
Tal vez lo más llamativo de este pasaje sea la ausencia de la literatura a la hora de explicar el quijotismo de Pomposita y, por tanto, del síndrome literario y de la subsiguiente hermenéutica quijotesca; solo queda la distorsión cognitiva asociada a ella, que ya no gira en torno a la imaginación romántica característica de las heroínas quijotescas, pero sí se hace presente en una identidad enajenada de la realidad, en este caso la vanidad de creerse una beldad que le permite empoderarse a la hora de relacionarse con los hombres y aspirar a un matrimonio aristocrático. Nada queda del idealismo de don Quijote o Arabella, sino todo lo contrario, más bien se trata de una inversión materialista del mismo que la acerca a lo que denominamos antiquijotismo en nuestro estudio del Paladín de Essex en esta misma colección. El hecho de que la Quijotita ya no sea una lectora quijotesca, sin embargo, no significa que no sea una mujer leída. Al contrario, se nos ha informado en el capítulo VI de que leía comedias y sainetes (72) y, más adelante, se la llama, «erudita a la violeta» (XII. 141) por su pedantería en el hablar, que trufa con referencias eruditas sacadas de una instrucción que don Rodrigo juzga desregulada y a la postre inútil. Entronca así con una tradición de quijotismo erudito que no tenemos espacio para exponer aquí, pero que, en su variante femenina, se había encarnado en las femmes savantes de Molière y de la literatura francesa en general. No obstante, ninguna de estas lecturas de no ficción tiene relación alguna con el quijotismo que enuncia Sansón Carrasco: Lizardi en ningún momento las vincula y mucho menos responsabiliza de su condición quijotesca. El autor, simplemente, convierte la coquetería en quijotismo (en la afortunada expresión de Catherine Jaffe: «Quixotism as coquetry» 87), pero de forma muy superficial, radicalmente diferente a como Lennox había convertido a la coqueta Harriot Stuart en la quijotesca Arabella. p. 334
Las detalladas explicaciones del bachiller son ciertamente poco bagaje para justificar el título de la obra y, tal vez consciente de ello, Lizardi añade un poco más adelante, a partir del capítulo XIX, un segundo núcleo de quijotismo, con poca por no decir ninguna relación con el primero, pero que al menos produce las fuentes literarias y la praxis imitativa que se echaba de menos en aquel: las lecturas religiosas sustituyen a las eruditas en ese nuevo sustrato de quijotismo ideológico y dan lugar a una aventura quijotesca. Pomposita experimenta una especie de conversión a partir de su creencia supersticiosa de que se le ha aparecido el diablo en varias noches sucesivas, lo que interpreta como un aviso del cielo para que mude de vida. Como consecuencia, decide romper con sus costumbres y prácticas mundanas y entregarse a una devoción religiosa que la lleva a leer vidas de santos, la de san Francisco de Sales primero y la de santa Rosalía después. Inspirada por el ejemplo de esta, decide imitarla y hacerse ermitaña para convertirse también en santa, de modo que, tras proveerse de los pertrechos y del atuendo apropiados, que se detallan en un claro intento de desarrollar el paralelismo quijotesco (XXX. 323–324), sale de su universo doméstico y familiar para adentrarse en uno exterior y ajeno. En clara sintonía con las salidas de don Quijote, tienen lugar una serie de incidentes –como la tormenta que cree haber calmado gracias al poder de su fe– y encuentros con personajes degradados –los soldados españoles del velatorio, los indios que la acogen en su miserable choza– que concluyen en el inevitable retorno al hogar. Ahí se lleva a cabo el cervantino escrutinio de la biblioteca familiar para condenar al fuego los libros piadosos causantes de su locura y se produce la curación que, siguiendo a Lennox, llega tras las consabidas fiebres.
Dicha curación, en este caso, no es más que una recaída en su quijotismo mundano previo, que parece haber sido sustituido temporalmente solo por el religioso para dotarlo así del componente literario e imitativo del que carecía. Pese a ello, esta coquetería quijotizada es la base que permite al narrador seguir calificándola de «Quijotita» y a alguna de sus acciones como «quijotada», y la que, en conjunción con algunas desgracias sobrevenidas, causarán su ulterior caída y, en última instancia, su muerte, para impartir así la lección sobre los efectos en la mujer de una mala educación. Esta y no la literatura es la responsable última de sus extravíos quijotescos, de sus delirios de grandeza tanto en su versión mundana –su aspiración de conseguir ventajas económicas de los hombres y en última instancia el ascenso social mediante un matrimonio con un marqués– como ascética –el ascenso espiritual a través de la santidad, otra forma de promoción identitaria, cuya causa última se encuentra en su creencia ignorante en la aparición del diablo–. En esta dualidad radica tal vez la dimensión más interesante del quijotismo, pues en ambas cuestiones puede detectarse una pulsión anticolonial. Como señala acertadamente Jaffe, la primera entronca con esa obsesión o atracción fatal tan española por la nobleza y el nacimiento ilustre, incluso la predilección por la ociosidad y el lujo aristocráticos frente a la laboriosidad y austeridad de la clase media, de la que Pomposa es víctima; la segunda atañe a su práctica religiosa, que entronca con la fe supersticiosa característica del catolicismo barroco español136. La doctrina educativa de Lizardi, en este sentido, forma parte de un proyecto emancipador al que este dedicó gran parte de su vida y que aspiraba no solo a la independencia de la colonia sino a erradicar los males implantados en ella por la mentalidad colonial y encarnados por la Quijotita mediante una educación adecuada que produjera ciudadanas como Pudenciana. El quijotismo se convierte así en herramienta con la que articular un discurso no solo educativo sino también anticolonial y, por tanto, es utilizado al servicio de esta empresa doblemente reformista para erradicar no solo la educación deficiente sino también la mentalidad heredada y así crear una nueva sociedad137. p. 335
En esta pulsión anticolonial Lizardi también coincide con Tenney, como hemos visto. Podemos decir que el quijotismo transatlántico tal como lo formulan estos dos autores en sus primeros compases responde a un propósito político latente, que queda encubierto en el propósito didáctico manifiesto y que solo se hace visible en la medida en que el quijotismo de sus heroínas representa la literatura y las prácticas del viejo continente del que buscan emanciparse, pero que nunca se explicita y mucho menos enuncia con la contundencia que el didáctico. Además, este quijotismo transatlántico opera un viaje de vuelta a Cervantes –al que ambos autores citan– desde Lennox, tal vez en un intento de borrar las huellas de su modelo femenino más evidente para así parecer más originales, pero ese retorno es también un retroceso en la interpretación cervantina: el sujeto quijotesco vuelve a ser un personaje fundamentalmente ridículo, carente de dimensión heroica o romántica, blanco en vez de instrumento satírico, con la consiguiente merma en su dimensión subversiva. Así había empezado ya a ocurrir, como hemos visto, con su proceso de politización en la novela inglesa de entresiglos: las causas políticas no casan bien con la sutileza y la ambivalencia. Este viaje de retorno a Cervantes, de hecho, puede que no sea tal en Lizardi, pues no parece que haya habido viaje de ida a Lennox: en otras palabras, la presencia de The Female Quixote en La Quijotita es, cuanto menos, dudosa. A diferencia de la novela de Tenney, en la que hemos localizado evidentes puntos de contacto, en esta no hay evidencias claras que permitan postular la influencia de Lennox, tan solo elementos residuales que no permiten excluirla del todo: la juventud y belleza de Pomposa, la esfera doméstica y amorosa de su quijotismo mundano, la adquisición de agencia que supone frente a la posición subordinada al hombre, las fiebres que la curan del quijotismo religioso y la estructura contrastiva ejemplar/antiejemplar de Pudenciana y Pomposa, que recuerda a la de Arabella y Charlotte, aunque con los valores invertidos. Tales elementos, sin embargo, sugieren la inevitable mediación de Lennox: es inevitable en cuanto que su carácter paradigmático la convierte en el referente ineludible siempre que se feminiza el quijotismo, aunque solo sea como un estímulo para divergir, como hace Lizardi, para alejarse de la imitadora inglesa y acercarse al original cervantino138.
En última instancia, y a la luz de todo lo expuesto, ¿se puede afirmar que Pomposa es realmente una Quijote? De acuerdo con los criterios que hemos manejado aquí y la distinción que hemos trazado entre fórmula y motivo, mujer Quijote y lectora quijotesca, es obvio que se trata de lo segundo más que de lo primero. A diferencia de Dorcasina (o de Cherubina), Pomposa, pese al título, no es una mujer Quijote, y tiene solo lo justo para considerarla una lectora quijotesca, pues la lectura juega un papel significativo solo en su quijotismo religioso, pero no en el mundano; este, por su parte, carece de praxis imitativa, que se reduce en aquel a un solo episodio, su corta salida. De esta forma, el quijotismo más completo es solo episódico y el más consistente a lo largo de la obra carece de síndrome literario y praxis imitativa. Estamos ante una paradójica situación que invierte la que veíamos en el quijotismo accidental con el que empezamos nuestro recorrido: Pomposa es identificada como Quijotita por su autor desde el título mismo de su obra, pero su quijotismo se ve reducido a la mínima expresión y, en general, ocupa una posición subsidiaria en la novela, en la que tiene una función más decorativa que relevante. Responde más a la retórica autoral que al contenido, como un reclamo para llamar la atención a una novela de educación, o de la mala educación, en la que las lecciones de doctrina son lo fundamental. En este sentido, el título se revela más apto de lo que podría parecer a primera vista, si bien por razones seguramente ajenas a las que motivaron su elección por el autor: el diminutivo no indicaría solo la corta edad de la protagonista, sino también la pequeña dosis o escasez de su quijotismo. p. 336
A este uso superficial y retórico del mito quijotesco, más que efectivo y real, al servicio de un propósito extrínseco a la obra más que orgánico, más atento a su recepción o impacto que a su presencia intramural, lo podemos denominar tropo, pues el quijotismo queda reducido a una figura de pensamiento, un símil en virtud del cual se compara un determinado personaje a don Quijote para aprovecharse de su popularidad o prestigio, de su capital simbólico. Ello no deslegitima esta práctica o resta interés a su estudio; al contrario, enriquece el espectro de posibilidades de uso del mito quijotesco añadiendo un nuevo grado de presencia del mismo en una obra: la narrativa de la mujer Quijote en Lennox y algunos de sus seguidores como Edgeworth, Barrett o Tenney; el tipo de la lectora quijotesca antes y después de Lennox en la literatura francesa e inglesa; y el tropo quijotizante de Lizardi, tan lejos de Lennox. Esta forma de quijotismo sin Quijote, por así decirlo, o como pretexto más que como inspiración –en la afortunada formulación que aparece en el título de una obra de López Navia, de quien hemos tomado también, aunque en un sentido diferente, la distinción entre quijotesco y quijotizante (Ficción autorial 158)– puede reencontrarse en otros textos. De hecho, abunda en aquellos de naturaleza propagandística o didáctica, satírica y política, como el francés Le Dom Quixote gascon (1630) de Adrien de Montluc, el español Don Quijote El Escolástico (1788–1789) de Pedro Centerno, o el inglés The Infernal Quixote (1801) de Charles Lucas139.
Lo ocurrido con la Quijotita es sintomático del proceso por el que la heroína quijotesca se emancipa de la fórmula narrativa para quedar reducida a tipo o incluso a tropo, un proceso que ya se había iniciado en el período de entresiglos y que continúa a lo largo del siglo xix. La Quijotita también es sintomática de la evolución del quijotismo femenino hacia una de sus manifestaciones más influyentes en dicho siglo, el bovarismo, que es el desarrollo extremo de ese narcisismo que aparece cuando el quijotismo se concentra exclusivamente en el amor, como ya se observaba en Pharsamon e incluso en The Female Quixote. Jean Mainil ha explicado bien la diferencia entre quijotismo y bovarismo por el carácter centrípeto en vez de centrífugo de este último (10), pero hay una vía que conduce del primero al segundo y en la que Pomposita –final trágico incluido– es un punto importante de inflexión. Madame Bovary (1856) convierte a la lectora quijotesca en esa mujer insatisfecha decimonónica que prolifera en tantas novelas, aunque no siempre con esa pulsión introvertida, hedonista y mundana, inmoral y narcisista: junto a Flaubert, George Eliot y Elizabeth Braddon, Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas «Clarín», son algunos de los novelistas en los que podemos encontrar todavía ese regusto quijotesco. Ese regusto es la forma en que sobrevive en el siglo xix el quijotismo femenino, como motivo y no como narrativa, pero su estudio trasciende los límites de este ya demasiado extenso recorrido por sus formas y fortunas antes, en y después de Lennox. Por ello, bastará, para darle fin, volver a la frase con que lo iniciamos y ponerla del revés.
Después de la mujer Quijote, fue la lectora quijotesca.
Bibliografía citada
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1 En su excelente estudio sobre las representaciones de la mujer lectora desde el siglo xviii hasta el xxi en la literature inglesa, en el que Dorothee Birke analiza en profundidad cinco novelas protagonizadas por lectoras quijotescas –o lo que ella califica como «quixotic plots» protagonizados por «the quixotic figure of the obsessive reader» (7)–, comenta a propósito de esta feminización de la mala lectura: «The attributes that make readers “quixotic” are to a large extent conventionally coded as feminine in patriarchal Western societies: readers typically are represented as becoming obsessive because they are naïve about the workings of the world that surrounds them; because they are impressionable, even to the point of hysteria; and, more prosaically, because they have a great deal of leisure time that allows them to immerse themselves in books. One might say that in all those cases where reading is not understood primarily in the light of a rational pursuit of knowledge but associated with aspects such as consumption, leisure, the body, emotional involvement, identification or immersion, the typical reader is much more likely to be coded as female (or at least as feminine or feminized)» (15–16). En esta línea, y de manera más específica para el período de 1750 a 1835, es útil el estudio de Jacqueline Pearson, en el que constata «the ubiquity of the woman reader in discourses of all kinds – of gender and sexuality, education, economics, class, “race”, social stability and revolution, science, history and so on. The woman reader is a key icon for this period» (220). Y para la lectura femenina en el resto del siglo xix, en el que nos adentraremos al final de este estudio, véase la monografía de Kate Flint.
2 Gordon indica con acierto que «at the heart of the Quixote figure, of course, lies anxiety about reading» (33): pese a la existencia de abundantes Quijotes masculinos dieciochescos que implican el reconocimiento de que no era un problema solo femenino, el discurso dieciochesco representa a las mujeres como más dadas a dejarse absorber, fascinar o arrastrar por la lectura y la ficción, víctimas propicias de una imaginación excesiva o incontrolada, de forma que «misreading tends to be gendered as feminine» (35).
3 Naturalmente, este desplazamiento de ciertos problemas o ansiedades de toda la sociedad a un grupo localizado y subordinado, las mujeres, permite crear la ilusión de que está ausente en el resto: «Eighteenth-century quixotism puts women on stage, demanding that they practice quixotism, both to initiate a cure (and thus reaffirm the “reality” to which they return) and to enable the rest of the culture to disavow their own quixotism» (Gordon 38).
4 Utilizo el concepto de ‘literatura vivida’ que da nombre a una recopilación de artículos sobre lectores quijotescos en la novela europea editada por Theodor Wolpers. Aunque muy similar, el concepto de ‘síndrome quijotesco’, entendido como la interpenetración entre literatura y vida descrita más arriba, es más amplio que el de ‘falacia quijotesca’, formulado por Gilliam Brown como una versión extrema de lo que Wimsatt y Beardsley llamaron la falacia afectiva y con el que designa la confusión de ficción y realidad por parte de un lector (52).
5 Escribe Overbury de su criada que «she reads Greene’s works over and over, but is so carried away with the Mirror of Knighthood, she is many times resolved to run out of herself and become a lady-errant» (citamos por la edición en línea del Proyecto Gutenberg). Donovan cita el texto de Wye Saltonstall en su estudio: «[she] reades now loves historyes as Amadis de Gaule and the Arcadia, & in them courts the shaddow of love till she know the substance» (57). Y Boro recuerda que Robert Burton veía los libros de caballerías como una fuente de potencial corrupción para las mujeres (17).
6 «In my own thoughts I was quite another thing: I was Squiresse to Dulcinea of Toboso, the most incomparable beloved Lady of Don Quixot, and was sent of a Message to him from my Mistress in the Formalities of Knight Errantry, that I might not offend against any punctilio thereof which he so strictly required; and also to be the more acceptable to my lovely Sancho Pancha, that was trained up by this time in Chivalry, whom I would surprise in this disguise» (213).
7 De nuevo es Salzman quien comenta que «Kirkman describes her early love of romance as an explanation of her behaviour» y cita el pasaje en cuestión: «[…] from her frequent and often reading, she believed all to be true, she was much in love with the actions of those great and renowned heroes, and supposed herself to be no less than a heroina» (213).
8 Así lo indica Jorge Figueroa Dorrego en uno de los pocos análisis sobre esta poco conocida obra, como subraya el propio Figueroa al señalar que hasta la publicación de su texto (2008), solo Charles Mish se había ocupado de ella en su panorámica de la narrativa breve del xvii (Charles Mish, «English Short Fiction in the Seventeenth Century», Studies in Short Fiction, vol. 6, pp. 233–330, 1969).
9 «But much more with excellent Pictures of the best Hands, and those chiefly in her Closet, where (if ever you were there) you might have observed that of Don Quixot, and Sancho Panca, which hung just over against Amadis de Gaul, and directly opposite to Oroondates and Caesario in Combat when they had mistaken one another; with many more fantasticks» (3).
10 «Anticipating the heroine of Charlotte Lennox’s The Female Quixote (1752), Ariadne is in fact a devoted reader of romances and a “great lover of Knight Errantry, and was a little that way addicted” (4), which fixation shapes the developing story» [énfasis añadido] (282).
11 «Ariadne does not become a female knight in an unknightly world like Cervantes’s hero, nor does she attempt to interpret her whole world in terms of French heroic romances like Arabella, the protagonist of Charlotte Lennox’s The Female Quixote (1752). However, we may say that, like the latter, Ariadne tries in a certain way to extend the period of courtship by making the hero undergo a series of tests before submitting herself as a wife. That may certainly be an idea she has got from her reading of romances, where heroines usually enjoy that prerogative. The problem in this novel comes from the fact that, in a clear reversal of roles, it is she who chooses, seduces, and besides she marries the hero before putting him into those trials. Moreover, the tests sometimes become too capricious, cruel, and even dangerous, and everything is done without the hero knowing what is going on, which plunges him into a constant state of perplexity and anxiety» (Figueroa 434).
12 En esta misma línea puede citarse otro personaje femenino de Barker rescatado por Borham («Tempranos Quijotes» 431), que aparece en el relato anterior «The Story of Tangerine, The Gentleman Gypsie», cuyo comportamiento inmoral se atribuye a la lectura de «some ridiculous Romance or Novel, that inspired her with such a vile Undertaking, from whence she could rationally expect nothing but Misery and Disgrace» (333). Dale (1) menciona también a la lectora de romances que delinea Richard Allestree en su manual de conducta The Ladies Calling (1673), que puede considerarse un antecedente de los personajes de Barker por su conducta inmoral, a propósito de cuyo carácter quijotesco implícito y no explícito escribe lo siguiente esta autora: «This collective corpus of quixotic narratives is not even limited to those that directly cite Don Quixote. The romance reader in Allestree’s The Ladies Calling, for example, demands to be classified as quixotic. Like Don Quixote, she puts her book down only to attempt to live her reading. She tries to emulate the behavior of a heroine in a romance, using her books to “instruct” her, and, like Don Quixote, she is ultimately unsuccessful. While Don Quixote dies, lamenting his prior follies, Allestree’s romance reader’s sexual “ruin” is the result of her reading» (14).
13 «[…] she governs herself wholly by Romance. It has got into her very blood. She starts by rule and blushes by example […]» (38). Esta descripción tiene lugar en el segundo acto, pero ya en el primero otro personaje, Pounce, dice que «[…] the young lady by being kept from the world, has made a world of her own. She has spent all her solitude in reading romances, her head is full of shepherds, knights, flowery meads, groves and streams […]» (16).
14 «[…] though our amours can’t furnish out a romance, they’ll make a very pretty novel» (61).
15 Doody cuestiona la visión positiva de este final y lo asemeja al de las narrativas quijotescas posteriores que castigan el quijotismo y a la heroína: «Steele, like other male creators of female Quixotes, emphasizes the folly of the girl’s delusion, and in such male works the girl is customarily humiliated or tamed by some man more informed, worldly, or socially skilled» (xxiv). Borham coincide en esta visión del final, aunque no discierna la condena patriarcal a la que apunta Doody: «La protagonista tiene un final digno del romance que ha escrito para sí misma […]. No obstante, es un final agridulce: Steele no condena su quijotismo, sino que permite que este permanezca, y que aun así la protagonista tenga su final de cuento de hadas, aunque su matrimonio sea fruto del engaño y la manipulación», por lo que, añade en la nota 24, se trata de «una recompensa cuestionable» («Tempranos Quijotes» 425).
16 Gordon resume así esta yuxtaposición característica no solo de The Female Quixote sino también de obras posteriores protagonizadas por heroínas quijotescas: «These quixote narratives insist that young women who read too many romances will mistake unfit men as promising suitors, will expect all suitors to behave in ways that few actually will, and will refuse promising suitors as unfit: these behaviors form the basis of most female Quixote plots» (39).
17 Por carecer de esa trascendencia novelesca y centrarse en un tipo de lectora erudita diferente de la romántica que nos interesa aquí, dejamos fuera de nuestro recorrido al exponente teatral francés más evidente de la lectora quijotesca, Les Femmes Savantes (1669/1672) de Molière. Hay que dejar constancia, sin embargo, de la presencia en esta obra de Bélise, quien se considera una heroína como las de sus lecturas novelescas (no especificadas, aunque podemos imaginar que son los mismos romances heroicos que venimos citando). Bélise cree que todos los hombres que se le nombran son enamorados potenciales y todos los que se le acercan están enamorados de ella (Dorante, Damis, Cléonte y Lycidas), pese a que el comportamiento de estos desdice esta creencia (dos de ellos se acaban de casar), lo que ella explica porque los códigos literarios exigen que no le declaren su amor. Con esta y otras estrategias se niega a aceptar toda evidencia en sentido contrario, empezando por las palabras de los interesados y de otros que intentan sacarla de su error, lo que acerca su manía a la alucinación y hace que la consideren loca: como don Quijote, vive aislada en un mundo irreal que se ha construido a partir de sus lecturas, un evidente caso de «locura por identificación novelesca», como lo diagnostica Sandrine Aragon en su análisis de este personaje (155–156) en su extensa y exhaustiva monografía sobre las lectoras en la ficción francesa desde el siglo xvii al xix. Pero, como explica esta autora (163–64), Bélise obedece a una lógica diferente a la que rige en las otras lectoras de las que vamos a ocuparnos aquí: por su edad más avanzada, más determinante que su quijotismo a la hora de ridiculizar al personaje (el problema no es solo que se comporte como una heroína, sino que lo hace como la joven que ya no es); y por el contexto en que aparece, al que alude el título de la obra, el de las mujeres que confunden el conocimiento o instrucción que se obtiene de la lectura de textos de no ficción con la pedantería, y que desplaza a Bélise a un papel muy secundario. A este ejemplo teatral Alexandre Cioranescu añade la Mélisse (nótese la similitud fónica con el nombre de personaje de Molière) de Les Visionnaires (1638), comedia de Desmarets de Saint-Sorlin, cuya imaginación y lecturas le hacen enamorarse de Alejandro Magno y creerse universalmente admirada (556); y Mlle. Crisotine de la comedia de Charles de Saint-Évremond Les Opéra (1678), quien, fascinada por la ópera, solo habla cantando.
18 De todo ello se ocupa Serroy en el largo capítulo que dedica a la novela de Furetière (585–656). A su carácter paródico y antiliterario se refiere en particular cuando describe la obra como «un roman contre les romans, un contre-roman, qui n’est que l’application pratique de théories que Furetière n’était pas seul à partager, à un moment où le roman épique apparaissait comme périmé […] [énfasis añadido]» (601). Serroy sustenta esta afirmación enumerando las convenciones del romance que son parodiadas o ironizadas (605–611) por el narrador y la práctica novelesca que la obra pone en juego, incluyendo algunas del dominio más general de la narrativa («Ne l’appelez plus roman», 646–656). Con el término novela épica Serroy se refiere tanto al romance heroico (del que se citan dos exponentes en la obra) como al caballeresco (se hace referencia al Amadís) e incluso al pastoril representado por L’Astrée, aunque en este caso la parodia se produce por la vía actancial quijotesca, como vamos a ver.
19 Aragon llama la atención sobre las connotaciones sexuales que rodean la lectura de la Astrée por parte de Javotte: un hombre le da el libro, lo esconde en su cama como si se tratara de un amante, se entrega a él con el frenesí de un amor prohibido y todo ello está aderezado con la metáfora del veneno y el envenenamiento (131–133).
20 Serroy, a diferencia de Aragon (159), sí detecta la anomalía que supone el comentario del narrador sobre L’Astrée en el marco de una parodia o, en otras palabras, de la ausencia de blanco paródico en el quijotismo de Javotte, y la explica separando el elogio del novelista y la condena del moralista: «Le romancier épris de vraisemblance ne peut que marquer son admiration pour le roman de d’Urfé. Mais, s’agissant des incidents morales de l’œuvre (car il est question ici de l’éducation de Javotte), il n’en va plus de même: Furetière souligne alors le côté pernicieux du roman, d’autant plus dangereux qu’il est mieux réussi» (603). De esta manera, y de forma análoga a como hemos hecho aquí, Serroy sitúa el juicio del modelo literario del sujeto quijotesco en el marco de la problemática educativa planteada por la novela, que formula así: «…Furetière insiste sur la nécessité de former l’esprit des adolescents, et en particulier des filles, pour leur éviter de tels engouements dangereux, tout en montrant que l’éducation qui élève les enfants “en secret, avec un trop grande retenue” est coupable, en ce qu’elle ne prépare pas aux réalités de la vie […]. Une telle réflexion apporte au problème de l’éducation des filles une solution raisonnée: ce n’est ni l’éducation rigoriste qui est de règle dans les familles bourgeoises, ni inversement le féminisme agressif des précieuses ou l’égalitarisme tel que le prône Poullain de la Barre […]» (633–634).
21 Aragon pone de relieve esta originalidad: «L’image de lectrice qu’il inclut au cœur de la première partie, possède l’extrême originalité d’être décrite avec minutie au cours même de son acte de lecture, de sa transformation, tandis que la majorité des personnages de lectrices ne sont caractérisés que par les actes qui témoignent a posteriori de leurs lectures. Cet auteur qui laisse donc tant de blancs dans son récit n’hésite pas à affronter l’indicible, l’instant où le lecteur déchiffre le texte et les opérations mentales qui s’opèrent lors d’une lecture avec identification admirative» (160, n. 85).
22 La edición de Amsterdam de 1712 que puede encontrarse en el repositorio Gallica, de la BNF, lleva un título más adecuado al poner el original en plural: Histoires françaises, galantes et comiques.
23 «On vint ensuite à Paris où on leut la Clelie. Monsieur de Scuderi, dit-elle cent fois en la lisant, a prédit dans ce Roman les Aventures que je devois avoir. Elle ne pouvoit cesser d’admirer ce rapport surprenant de celles de Clelie avec les siennes; Elle les leut jour & nuit deux ans durant, pendant lesquels Vigster ne la laissait manquer point d’autres divertissements» (20). Subligny transforma aquí a la autora de Clélie en monsieur, un error explicado porque sus obras aparecieron firmadas por su hermano Georges (aunque la autoría verdadera se conocía en los círculos literarios parisinos), y que reaparecerá en The Female Quixote (vid. nota 94), una prueba más, junto a los paralelismos episódicos, de la influencia francesa en Lennox. Pero, curiosamente, en la página 264 de la Fausse Clélie se subsana el error y se la identifica correctamente como Mademoiselle de Scudery.
24 «Is s’agit là d’un mécanisme de défense du moi actionné par les mésaventures de sa jeunesse, et elle est beaucoup plus gravement atteinte que les lecteurs-imitateurs plus ou moins conscients de leur jeu d’identification, elle représente un cas pathologique declaré» (152).
25 Los pasajes donde se elogian sus gracias son muchos, baste como muestra un botón: «Toutes les Dames n’eurent pas moins d’admiration pour sa beauté, que le Marquis en avoit eu, et confesserent qu’elles n’avoient jamais veu tant de douceur dans un visage, tant d’agrément dans une bouche, ny tant de grace dans toutes les actions de personne» (46). Y a continuación dará muestras de sus dotes musicales cantando y tocando. Así lo subraya también la descripción que hace de ella Serroy: «Juliette, en effet, quoiqu’elle soit intoxiqué par les romans, ne présente pas ce caractère bouffon qu’offraient le berger et le chevalier dans leur folie romanesque. Au contraire, la jeune femme, lorsque sa fièvre ne la prend pas, apparaît comme tout à fait normale, et, reconnaissant ses interlocuteurs pour ce qu’ils sont réellement, se mêle a leurs discussions et montre bien, par son esprit et sa distinction, qu’elle est du même monde qu’eux» (672).
26 «Il ne me reste maintenant à parler de la nouvelle façon d’écrire, qu’il pourra sembler que j’ay introduite. Peu de gents avant moy s’estoient avisez de donner des noms François à leurs Heros. Et il est à craindre que quelques esprits Romanesques voyant un nom de Marquis de Riberville, de Mirestain, de Franlieu, & autres, au lieu de celuy d’un Tiridate ou d’un Cleante, ne fassent d’abord le procez à mon Livre. Mais je demande pardon à ces esprits delicats, si pour leur plaire je ne fais pas des Grecs our des Arabes de ces que je veux, faire passer pour des François un peu galans. Je suis un bon Picard qui appelle un chacun du nom qui luy est propre» (s. p.).
27 «The emphasis of de Subligny does not fall very heavily upon the evils of female reading, however, and he seems primarily concerned with recognizing the romances’ relationship to French contemporary life» (xxiii); tal relación reside en las guerras civiles de las que ha sido víctima Juliette y que no son muy diferentes a los conflictos narrados en romances, lo que daría motivos a la heroína para identificarse con sus lecturas a causa de su historia personal. Esta conexión con el romance heroico se ve, además, ratificada por su presencia en otras historias, como ha detectado Serroy: «Alors même que l’auteur ne se prive pas, en présentant son héroïne, de stigmatiser les conventions du roman héroïque, il ne craint pas, dans certains récits, de lui emprunter ses plus vieilles recettes» (677).
28 Preferimos este título al original por motivos obvios, pues pone de relieve el evidente carácter de reescritura del Quijote que tiene la obra y que es objeto de estudio aquí; y le damos preferencia sobre el subtítulo de Don Quijote francés por considerar que este corresponde a la primera de estas reescrituras en el tiempo, la de Sorel, que, junto con la de Winstanley en inglés y Neugebauer en alemán conforman un auténtico triunvirato de primeras reescrituras en los tres dominios, una primacía que esta colección ha reconocido al traducirlos en los sus tres primeros volúmenes. Si el Pastor extravagante es el Don Quijote francés, Marivaux lo estaría modernizando.
29 Fue Bardon el primero en llamar la atención sobre los paralelismos entre Don Quijote y tanto Pharsamon como la Voiture, en el que constituye el primer análisis comparativo entre Marivaux y Cervantes, que puede encontrarse en el capítulo IV de su libro. En efecto, como explica ahí (470–72), los viajeros del carruaje que se ha quedado atascado en el barro y tienen que esperar en una posada para poder seguir su viaje, entretienen la espera inventando por turnos una historia cuyos protagonistas, Amandor y Félicie, una pareja de lectores ya más cerca de la madurez que de la juventud, imitan de forma ridícula (por el desfase de edad, además del social o de ambiente) a los amantes de sus modelos literarios (ella cambia su nombre a Ariobarsane), una imitación secundada por la de sus criados, Pierrot y Perette (como ocurrirá también en Pharsamon). Sermain amplía la nómina de personajes cervantinos con una tercera novela, el Télémaque travesti (escrito en 1712–1715 y publicado en Amsterdam en 1736), también protagonizada dos por lectores quijotescos del libro de François Fénelon Les Aventures de Télémaque: «Marivaux a imaginé deux lecteurs fous qui, ayant découvert le livre de Fénelon, y voient une anticipation de leur destin, et font tout pour connaître les mêmes aventures que Télémaque et Mentor. Dans cette entreprise aberrante, ils forment de nouveau un couple quichottesque: le jeune homme qui se veut Télémaque, par son sens des réalités concrètes, sa naïveté, son désir de bien faire, est un autre Sancho Pança, tandis que l’oncle qui se prend pour Mentor, par son enthousiasme et son idéalisme confus, joue le rôle du chevalier á la Triste Figure» (4–5). Sermain concluye: «[…] les héros de Pharsamon, du Télémaque travesti, de La Voiture embourbée sont de mauvais lecteurs qui se réfèrent aux romans pour se repérer dans la vie, et en particulier pour vivre leurs rapports amoureux» (7).
30 Los antecedentes de tal salto son descritos más adelante en la novela por Cliton, cuando cuenta su vida a los invitados del banquete de bodas, que incluye la narración de cómo Pharsamon y él pasaron de la lectura de romances a los juegos basados en ellos y de ahí a su teatralización (VII. 78–80), que no deja de ser una imitación fingida que está muy cerca de la imitación teatralizada que caracteriza a Pharsamon, como se verá más adelante.
31 Aunque no se enuncian de manera explícita, sus expectativas románticas las identifican claramente como los romances heroicos franceses de mediados del siglo xvii, como precisa Aragon, quien, además de las afinidades con Pharsamon y el nombre de este, cita como evidencia el relato improvisado en La Voiture, a cuya protagonista femenina se la presenta leyendo un libro cuya descripción, aunque no se cita el título, hace pensar de forma inmediata en los romances de La Claprenède y Scudéry (238–239), y a cuya criada Perette se la describe como «confidente digne de remplacer celle de Clélie même» (238). Por tales fuentes y por su modo de leerlas Aragon emparenta a las lectoras quijotescas de Marivaux con las folles ingénues ridiculizadas en las obras de los 60 y 70, Bélisse, Javotte y Juliette (238).
32 Aragon afirma, a propósito de esta feminización de la lectura que implica el quijotismo de Cidalise, que «le lecteur de Cervantès était seul dans son monde, mais celui de Marivaux trouve des adeptes des romans tout autour de lui. Le lectorat des romans a augmenté cosidérablement en un siècle, et les femmes sont desormais reconnues tout aussi nombresuses que les hommes» (248). De ello concluye que «Marivaux montre que les hommes et les femmes sont désormais à égalité: l’identification admirative est propre aux deux sexes, tout comme la fonction de narrateur et d’auteur» (257). Pero ello no quiere decir que la lectora quijotesca se sitúe en un plano de igualdad con el lector, pues solo se hace efectivo en cuanto a lo que lee o cómo lo lee, no en la manera en que traslada lo leído a su vida a través de la imitación quijotesca.
33 Citamos en francés este largo pasaje por su importancia: «Quelque chicaneur me dira sans doute que ce jeune gentilhomme ne pouvait se persuader qu’il était chevalier, puisqu’il n’en avait pas l’armure; mais je réponds à cela, que sa folie n’avait point encore été jusqu’à vouloir en tout reseembler aux héros de ses livres; il n’en aimait que cette espèce de tendresse, avec laquelle ils faisaient l’amour; leurs aventures lui faisaient plaisir, je parle de celles, où les jetait, ou la rigueur de leurs maîtresses, ou la perte qu’ils en faisaient. Voilà celles qu’il souhaitait d’éprouver, n’ayant point encore poussé l’extravagance jusqu’à s’imaginer qu’ils pourfendaient de véritables géants, et qu’ils combattaient contre des enchanteurs: Les romans lui avaient laissé une impression qui lui donnait du goût pour l’amour héroïque, et qui même lui eût fait mépriser le danger le plus évident; en un mot, sa folie était un composé de valeur outrée et d’amour ridicule, voilà tout. Pour ce qui est du titre de chevalier, il lui suffisait d’être né gentilhomme pour que son imagination fût trompée et satisfaite» (I. 400–401).
34 Así lo señala Bardon cuando indica como una de las diferencias entre don Quijote y Pharsamon que la cordura que aquel tiene en todo lo que no toca a su locura caballeresca la incorpora este dentro de su locura: «Son bon sens en outre, — car il y a du bon sens comme don Quichotte, — se exerce, pour ainsi dire, à l’intérieur de sa folie et n’as pas uniquement rapport à ce qu’elle laisse en dehors d’elle: il se rend compte parfois de son exaltation […]. Trop peu raisonnable, nous dit Marivaux, pour perdre un sensibilité d’exception, il l’est, du moins, assez pour se convaincre de l’égarement où il tombe» (462).
35 «Les héros de Marivaux prennent la decisión d’imiter les héros qu’ils admirent. Ils choisissent l’identification non par une folie subite, mais par un désir raisonné, une aspiration à vivre autrement» (245).
36 «Entre les deux jeunes, il n’y a pas véritablement amour: il n’y a qu’une “espèce de tendresse” (p. 555) née de la conformité de leur destin […]. L’amour que les deux jeunes gens ont l’un pour l’autre n’étant qu’une forme de narcissisme, il suffit à Félonde d’entrer dans le cercle pour le détruire de l’intérieur […]. Tout situation de cœur intéressante comporte une “posture” appropriée — le mot revient sans cesse […]. En un mot, Pharsamon et Cidalise jouent la comédie de l’amour dans les mots, les gestes, les regards, les sentiments. La mise en scène n’est pas négligée, et le décor même joue discrètement sa partie dans la représentation» (Deloffre 1177–1178).
37 «Ce jeune homme […] il était bien fait, l’air vif; et les sentiments de son cœur, et la disposition de son esprit ajoutaient encore aux grâces de sa physionomie je ne sais quoi de noble et de sérieux, qui faisait qu’on remarquait notre jeune homme, en un mot il semblait être fait exprès pour être un jour un illustre aventurier» (I. 394).
38 Así lo subrayan los criados de los protagonistas, quienes comentan que escuchar esta historia ha sido como estar leyendo uno de esos libros en los que se habla de damas y princesas a las que les ocurren las más bellas historias (X. 668).
39 Sermain explica que los romances parodiados en Pharsamon y la Voiture «sont en 1713 totalement décriés: ils n’ont plus de lecteurs et ne sauraient donc avoir le moindre effet perverse! Les romans de Marivaux apparaissent par conséquent à contre-courant, comme des parodies qui visent des textes déjà morts […]». Por ello, Sermain conjetura que la motivación oculta de Marivaux podría residir en una intención provocadora, de desafío a la poética clásica dominante, a la jerarquía de géneros y a la coherencia narrativa, mediante la reivindicación de la poesía y lo fabuloso que pueden encontrarse en la realidad ordinaria (7). Y, hacia el final de su libro, extiende este propósito de reapropiación del romance oculto bajo su parodia a otras reescrituras de Quijote como las de Lennox o Wieland (242), sugiriendo así otro punto de contacto entre nuestra autora y Marivaux.
40 No podemos extendernos sobre los rasgos sanchopancescos de Cliton, que no son relevantes de cara a nuestro estudio de Lennox, pero remitimos al lector interesado al acertado resumen de los mismos que hace Bardon: la glotonería, la preocupación por el dinero, su carácter hablador (con la característica energía expresiva, utilización de refranes y fallida grandilocuencia), su sentido común, su franqueza (465–466). Lo mismo ocurre con la interesantísima duplicación cómica de la imitación quijotesca llevada a cabo por los dos criados, detectada también por Bardon en esta novela (468) y en la Voiture (472), lo que permite hablar de dobles parejas quijotescas. En este caso, remitimos al sagaz comentario de Aragon: «Les serviteurs participent en camarades de jeu a cette mise en scène […]. Par cette double représentation du couple de lecteurs, Marivaux égalise non seulement la situation des hommes et des femmes lecteurs, mais aussi des classes sociales. Les personnages de lecteurs sont présents à tous les niveaux de l’échelle sociale: serviteurs, jeunes et vieux, femmes et hommes, tout le monde lit, tout comme dans les contes de fées où l’éventail des lecteurs s’étendait des jeunes filles sans fortune aux princesses ou aux fées et n’admettait pas de distinction entre les sexes» (249–250).
41 Solo Cristina Garrigós, hasta donde alcanzan mis conocimientos, apunta con acierto en una nota al pie de su introducción que en Pharsamon aparece «un personaje femenino mezcla del Quijote y Dulcinea» (17, n. 11), aunque fecha el libro en 1712 (la de la escritura, no la publicación) y la traducción al inglés en 1749. La traducción de John Lockman, titulada Pharsamond; or, the New Knight-Errant se publicó en dos volúmenes en 1750, tal y como informa Deloffre, en Londres por C. Davies y L. Davies, y en Dublín por George Faulkner (esta última edición está disponible en Google Books). Hay un detalle en esta traducción que puede confirmar la influencia que la evidencia textual examinada aquí hace más que posible. En la página 221 de la traducción (vol. I, parte V), el narrador llama la atención sobre la ambivalencia de la palabra favours, que en un sentido romántico se refiere a la amabilidad (kindness) de una princesa de romance, mientras que el lector tendrá en mente el sentido sexual. Pues bien, Lennox utilizará esa misma ambivalencia para contrastar a su heroína, que la emplea en el primer sentido, con las personas mundanas que la rodean y le atribuyen el segundo, como se verá más abajo.
42 «The bad Effects of a whimsical Study, which some will say is borrowed from Cervantes» (I.1. 5).
43 La confusión entre ficción e historia se establece claramente al principio de la novela: «Her ideas, from the Manner of her Life, and the Objects around her, had taken a romantic Turn; and, supposing Romances were real Pictures of Life, from them she drew all her Notions and Expectations» (I.1. 7). La pulsión imitativa que genera esta confusión la explica Arabella cuando dice que sus lecturas «give us the most shining examples of Generosity, Courage, Virtue, and Love; which regulate our Actions, form our Manners, and inspire us with a noble Desire of emulating those great, heroic, and virtuous Actions, which made those Persons so glorious in their Age, and o worthy Imitation in ours» (I.12. 48).
44 También fue conocido como roman à longue haleine por lo voluminoso de sus exponentes: el intervalo en las fechas de publicación se explica porque estas obras se extendían a lo largo de 10 volúmenes (que llegan a los 12 en el caso de la Cléopâtre), lo que explica que Lucy tenga dificultades para transportarlos para entregárselos a Glanville y que este se arrepienta de haberse comprometido a leerlos y finalmente no lo haga. Otros títulos que se incluyen habitualmente en el canon del género son el Polexandre (1637) de Marin le Roy, señor de Gomberville, o Ibrahim ou l’illustre Bassa (1641) y Almahide ou l’esclave reine (1660–63) de Madeleine de Scudéry. Bannister, en el estudio de referencia sobre el género en inglés, de donde tomo las fechas de publicación, incluye las ocho obras mencionadas aquí como «the most sucessful examples» (8).
45 McDermott resume de manera magistral la trama característica del género: «As in all romances, hero and heroine fall madly in love with one another. He is noble and extremely courageous, she is noble, chaste and an exemplary young lady. The romance details their numerous adventures from the time they meet until their eventual marriage, and happy life thereafter. The couple are invariably prevented from marrying by one, or several reasons—parental opposition, disparity in rank, the threat of incest, the machinations of villains and the intrigues of rivals. Natural disasters such as shipwrecks, as of old, contrive to keep the lovers apart, also. The romancers of the seventeenth century were sufficiently ingenious to hit upon a “land equivalent” of the shipwreck, viz. earthquake. Eventually, all difficulties are miraculously ironed out when true parentage is discovered, or the villains reform, or characters long dead solve a seemingly insoluble problem by “returning to life”» (116–17). McDermott apunta también que en el meollo de la fórmula está el conflicto entre amor de la heroína por el héroe y su obligación de obediencia al padre, conflicto en el que la heroína se debate hasta que finalmente queda resuelto con la aceptación paterna de su elección amorosa.
46 Para la difusión del género en Inglaterra el estudio de referencia sigue siendo, pese a su antigüedad, el de Haviland, que actualizan las partes oportunas de las visiones de conjunto de la narrativa del xvii de Salzman y Keymer. Sigo a Haviland en la datación de las traducciones y en la información sobre sucesivas ediciones de estas obras en el siglo xvii, aunque este autor avisa de que no es fácil de establecer por la publicación de las obras en partes separadas y el reciclaje de estas para lo que parecen nuevas ediciones que en realidad no lo son: Cassandra (5 partes): 1652, 1661, 1664, 1665, 1667, 1676 y 1687; Cleopatra (12 partes): 1652–1659, 1663, 1665, 1668, 1674 y 1689; Pharamond, or The History of France: 1662 (4 partes) y 1677 (12 partes); Ibrahim, or The Illustrious Bassa (4 partes): 1652, 1665, 1674; Artamenes, or The Grand Cyrus: 1653–1655, 1691; Clélia: 1655 (parte I), 1656 (parte II), 1656–1661 (5 partes) y 1678.
47 Vid. el primer título de esta colección, El paladín de Essex, en cuyo estudio y primer apéndice se ofrece amplia información sobre la difusión de los libros de caballerías hispánicos en Inglaterra; y en cuyo segundo apéndice puede encontrarse una tabla con los títulos y fechas de publicación de las traducciones inglesas de todos los romances heroicos mencionados en El paladín, que incluyen los aludidos en The Female Quixote y alguno más que se habían traducido al inglés pero que no menciona Lennox: Ariana (1641) y The Grand Scipio (1660).
48 Tal es la conclusión de Dalziel, cuya soberbia anotación de todas las referencias de Arabella a los romances franceses en su edición de la obra la hacen posiblemente la interlocutora más autorizada en este respecto: «It is clear too that the French romances were still being read; we know, for example, that people as disparate in station and taste as Fielding, Johnson, Horace Walpole, and Mrs. Chapone all read them in their youth, and were no doubt typical of many others who would enjoy the jokes in The Female Quixote with full understanding» (xvii–xviii). Mainil insiste también en que la presencia de los libros en las bibliotecas familiares y de préstamo que permite su lectura es un testimonio tan a tener en cuenta como las ediciones (75).
49 Dalziel explica así las razones para la identificación: «French romances […] have certain specific qualities which make it plausible that they should be accepted by a young lady as guides to conduct. Mlle. de Scudéry in particular concentrates on love rather than war, and makes the experience of her heroines very important. They are pictured in ideal terms; they are of high birth, and impossibly beautiful, wise, and good; they are the objects of universal admiration and love […]» (xiii). Aragon cifra la atracción que el romance heroico ejercía sobre las lectoras francesas del xvii en el protagonismo y gloria que otorgan a la mujer (citando al propio Charles Sorel en este respecto), la libertad de elegir marido que le confieren en un contexto social de matrimonio impuesto y el sueño del amor que fabrican a su medida, que incluye un poder absoluto sobre el amante (128–129). Algo parecido indica Mainil, quien añade el potencial subversivo del que hablaremos más adelante (39–40).
50 Naturalmente, estamos jugando con el título de un conocido artículo de Edward Riley, maestro inolvidable del cervantismo, «Cervantes: una cuestión de género». A propósito del género literario, Isles recuerda en su apéndice a la edición de Dalziel que The Female Quixote no es el primer intento por parte de Lennox de ridiculizar los romances heroicos franceses y mostrar sus perniciosos efectos en lectoras sin experiencia: la parodia de sus convenciones aparece en uno de sus poemas publicados en 1747, «Shallum to Hilpah», y sus peligros son ilustrados en su primera novela, Harriot Stuart, cuya protagonista se parece a Arabella en sus lecturas y en la forma en que se ve como una Clelia o una Statira (420).
51 «By them [romances] she was taught to believe that Love was the ruling Principle of the World; that every other Passion was subordinate to this; and that it caused all the Happiness and Miseries of Life» (I.1. 7).
52 A esta dimensión hermenéutica del quijotismo apunta Amy Pawl en el que es posiblemente el mejor estudio sobre la relación entre Cervantes y Lennox: «Both Arabella and Don Quixote govern their lives according to literary precedent […]. In addition, they both employ literary precedents in an effort to understand the world and to explain or predict the actions of those around them. Their notions of probability are based on their reading» (143).
53 Siendo Mr. Selvin y Mr. Tinsel los los dos personajes que capitalizan la visión formulaica de Arabella en Bath, no es de extrañar que, como ocurría al final del primer volumen, los malentendidos quijotescos generen un malentendido entre ellos, poniendo de manifiesto los ya comentados efectos desestabilizadores de la epistemología quijotesca en su entorno, como destaca el título del capítulo: «In which our Heroine being mistaken herself, gives occasion for a great many other Mistakes» (VII.11. 286).
54 Hanlon, en uno de los pocos estudios existentes sobre el mito quijotesco (aunque él nunca utiliza este término y prefiere el de archetype o character mode), centrado en su utilización e implicaciones políticas, explica que «Quixote is not just an imitator but also a figure capable of inspiring imitation. Quixote’s mimetic power is evident when others, despite knowing better, play along with his delusions, speak in the language of romance fiction to mock or humor him, and sometimes find themselves unexpectedly buying into his fantasies» (27).
55 Ambos episodios identifican claramente a Sir George como autor además de lector de romance, una identificación que se explicita al final de su relato (VI.11. 52–53); su imitación, frente a la de la lectora quijotesca, es la del escritor profesional que utiliza la literatura para sus intereses (de hecho, uno de los personajes le dice que bien podría vivir en Grub Street, el barrio londinense asociado a los autores que escribían como medio de subsistencia, es decir, por interés económico y no por aspiración artística).
56 Dalziel ya indicaba tempranamente al ocuparse en la introducción a su edición de la relación entre don Quijote y Arabella que «both are prepresented as being perfectly rational, indeed very sensible and intelligent, when they can forget their books» (xiv). El mismo rasgo es analizado con más detalle por Hoople, quien comenta que «not one is competely devoid of sanity, and all possess under certain circumstances a high degree of humanitarianism and lucidiry» (120); «passage after passage of The Female Quixote describes a beautiful young woman of outstanding intelligence, elegance, and compassion» (123–124), lo que refrenda con las declaraciones de Glanville en la propia novela (124).
57 Pawl describe esta cualidad como ingenuity [ingenio, inventiva], con la que Arabella manipula sus fuentes literarias «in order to come up with an explanation that accommodates their romantic vision and prevens reality from obtruding itself upon their notice» (144). Gordon, tras citar a Pawl, utiliza un término acuñado por McKeon –exegetic energy (54)– para referirse a este proceso en virtud del cual se solventan los conflictos entre romance y realidad, y concluye: «The problem with this practice of quixotism is that there seems to be no way to dispute a system so capable of “reconciling” or “accommodating” anything to itself, since any “Object” or evidence presented turns out to (or is made to) reconfirm what the individual already believes» (57).
58 Hoople se refiere también a la prevalencia de las mascaradas, los disfraces y el engaño (138), ofreciendo la misma doble motivación para asumirlos: «from the malicious drive to gain one’s personal ends to the more positive desire to help a deluded character, the overall purpose is, of course, deception» (138). Pawl llama la atención sobre el parentesco entre los Duques y sir George: «Sir George’s actions here do resemble in a number of ways those of the Duke and Duchess in Don Quixote» (146).
59 Hanlon, en un análisis muy interesante de la relación entre señora y criada, la explica en base a una dinámica de clase, de forma que atribuye la aceptación por parte de Lucy de la fantasía romántica de Arabella a su subordinación socioeconómica, manifiesta en la forma en que Lucy es «abused, ridiculed, terrorized, and blamed» por Arabella, lo que explica el miedo a su señora y el ciego seguimiento de su autoridad aristocrática, lo que la diferencia de la aceptación de Sancho, que, aun naciendo de la misma relación de servidumbre, se basa en su expectativa de obtener ventajas económicas (la ínsula) (113–14). Además, Arabella pone a Lucy en la posición paradójica o imposible de ser la criada sin educación que se somete a sus designios al tiempo que la confidente aristocrática de sus romances (115). Siendo ello verdad y tratándose de una diferencia importante con la relación existente entre don Quijote y Sancho, nos parece evidente que, al igual que las expectativas económicas o el interés propio de Sancho no basta para explicar su quijotización progresiva, tampoco la aceptación por desventaja social explica la quijotización inmediata y absoluta de Lucy, que tiene que ver también con su idiosincrasia, a saber, con su inferioridad no solo social, sino también intelectual, y su falta de asertividad, lo que no es el caso de Sancho. Todo ello, junto con el menor desarrollo del personaje y su progresiva difuminación de la trama hasta su desaparición bastante antes del final hace que, en la afortunada formulación de Hanlon, Lucy se convierta en «Arabella’s unfortunate double» (116).
60 Esta dimensión lingüística del contrapunto panzaico, que se ve en buena medida sacrificada en la versión de Calzada, se aprecia sobre todo en escenas en las que Lucy debe transmitir mensajes y tanto su mala memoria como, sobre todo, su ignorancia o mala interpretación de los términos escuchados dan lugar a cómicos malentendidos lingüísticos sin duda modelados sobre los de Sancho (recuérdese el episodio de la embajada a Dulcinea). Cuando los criados de Selvin y Tinsel intentan entregarle cartas que ella rechaza porque tiene instrucciones de no recibir cartas de amor, aquellos la convencen, aduciendo uno que la suya contiene business of consequence y el otro un billet doux: al entender business en sentido literal como ‘negocio’ en vez de ‘asunto’ e ignorar el sentido de la expresión francesa, las acepta convencida, aunque luego es incapaz de repetir los términos a su señora (VII.12. 292–293), como le pasa más tarde con los de Glanville (IX.5. 350). En el mismo capítulo del libro VII le dice a Tinsel que su señora le concede dience, en vez de audience (299); y a Sir Charles que Arabella la envía para dar solation, en vez de consolation, a Tinsel (VIII.3. 315).
61 Hanley argumenta que la reseña pudo responder al interés comercial de Andrew Millar, editor de la obra de Lennox pero también amigo personal de Fielding y accionista de su Covent-Garden Journal. El primero habría convencido al segundo para escribir una reseña a fin de promocionar la novela, lo que explicaría los términos extremadamente favorables de la misma (hasta el punto de situarla por encima de Cervantes en algunos aspectos). El propio Johnson, quien, como protector de Lennox, habría convencido primero a Richardson para que se interesara por la novela durante su escritura y aconsejara a la autora, y luego a Millar para que la publicara, utilizó el prestigio y la reseña de Fielding en la que él mismo publicó en The Gentleman’s Magazine. Por ello, no es descabellado incluir la reseña de Fielding en una operación de marketing literario manejada por Johnson en la sombra y de tremendo éxito, como atestiguan las numerosas ediciones de la novela en el siglo xviii y principios del xix, así como las traducciones a otras lenguas. Aunque estos móviles espurios pueden cuestionar la sinceridad del juicio de Fielding, no cuestionan, desde mi punto de vista, lo certero de su análisis.
62 «I cannot help observing, they may possibly be rather owing to that Advantage, which the Actions of Men give to the Writer beyond those of Women, than to any Superiority of Genius. Don Quixote is ridiculous in performing Feats of Absurdity himself; Arabella can only become so, in provoking and admiring the Absurdities of others. In the former Case, the Ridicule hath all the Force of a Representation; it is in a Manner subjected to the Eyes; in the latter it is conveyed, as it were, through our Ears, and partakes of the Coldness of History or Narration» (Covent-Garden 159–160).
63 «First, as we are to grant in both Performances, that the Head of a very sensible Person is entirely subverted by reading Romances, this Concession seems to me more easy to be granted in the Case of a young Lady than of an old Gentleman. Nor can I help observing with what perfect Judgement and Art this Subversion of Brain in Arabella is accounted for by her peculiar Circumstances, and Education. To say Truth, I make no Doubt but that most young Women of the same Vivacity, and of the same innocent good Disposition, in the same Situation, and with the same Studies, would be able to make a large Progress in the same Follies» (160). Pawl (149), Dale (36) y otros ven tras este comentario de Fielding la reproducción del estereotipo patriarcal de que la mala praxis lectora era característica de las mujeres, de ahí que sea más creíble; pero, si se lee el pasaje en conjunto, es evidente que la juventud y las circunstancias particulares de la heroína tienen tanto peso como su género, y está fuera de toda duda que son estas las que hacen su trastorno más verosímil que el del hidalgo.
64 «But I cannot omit observing, that tho’ the Humour of Romance, which is principally ridiculed in this Work, be not at present greatly in fashion in this Kingdom, our Author hath taken such Care throughout her Work, to expose all those Vices and Follies in her Sex which are chiefly predominant in our Days, that it will afford very useful Lessons to all those young Ladies who will peruse it with proper Attention» (161).
65 Motooka ve en ello una característica de los Quijotes ingleses del siglo xviii, que no están locos desde el punto de vista empírico porque sus sentidos son fiables, sino que se caracterizan «by their uncommon ways on interpreting the findings of common sense» (6); o, en otras palabras «[they] never err in their senses (they never mistake burlap for silk, or garlicky breath for Arabian perfume); they err only in their judgements about the empirical evidence before them» (92). Gordon discrepa de esta categorización porque cuestiona la separación entre percepción e interpretación y estudia narrativas quijotescas del xviii que la cuestionan, pero nos parece válida para distinguir la locura de don Quijote de la disfunción de sus sucesores diechochescos ingleses.
66 Amy Pawl explica cómo no solo estas diferencias entre lo que se considera apropiado en un hombre y una mujer, sino también los modelos que imita Arabella le impiden lanzarse a los caminos en busca de aventuras: «Arabella, after all, does not want to be a female knight. She wants to be a lady out of romance: Clelia, Julia, and Statira are her heroines, not Britomart or Joan of Arc» (148). Esto plantea un problema a la hora de proveerse de aventuras, cuya solución reside en el rapto y el confinamiento, que para ella tienen así una capacidad liberadora en vez de opresora, por cuanto generan un «tipo de movilidad femenina» (149) que es, por supuesto, pasiva o reactiva en vez de activa: «[it] gives her the opportunity not to act, which would be unfeminie, but to react, which allows her to remain true to her romance models while still generating adventures» (149).
67 Pawl compara así ambos personajes: «Don Quixote […] has the advantage here: death lends an unmistakable éclat to his reform; the loss of his romance ideals is nearly coterminous with the loss of his life and character […] The female Quixote, restored to her proper place in the social hierarchy, has dwindled into a wife; the male Quixote has grown into an icon» (153). A ello apunta también Dalziel cuando, en su sintético pero muy acertado repaso de las similitudes y diferencias entre ambas obras, comenta así una de estas últimas: «But Mrs. Lennox could not send the conventional heroine of an eighteenth-century novel, virtuous and gently-bred, to wander about looking for adventures. Her heroine’s life must be confined within the bounds of literal possibility set by her social and economic position, and the range of possible predicaments in which her romanic illusions can involve her is restricted. On the other hand, she has to grow and change as she learns what life is really like» (xiv).
68 Malina ha escrito sobre este motivo de la «madre ausente», aunque tal ausencia es característica recurrente no solo –e incluso no tanto– del quijotismo femenino como del formativo en general.
69 «Our charming Heroine, ignorant till now of the true State of her Heart, was surpriz‘d to find it assaulted at once by all the Passions which attend disappointed Love. Grief, Rage, Jealousy, and Despair made so cruel a War in her gentle Bosom, that unable either to express or to conceal the strong Emotions with which she was agitated, she gave Way to a violent Burst of Tears» (IX.5. 349).
70 A propósito del matrimonio que culmina el proceso de transformación escribe Gordon: «The object the female quixote misunderstands most is herself. These texts show that the female quixote consistently misvalues herself, having learned from romance to see herself as a “heroine” rather than, as the story eventually teaches her, as a “wife”» (131). Y añade: «the practice of quixotism […] prevents young women’s “natures” from unfolding according to their proper trajectory [courtship and marriage…], these tales reaffirm marriage to a proper suitor as the natural telos for all young women» (132).
71 Definir el bildungsroman es un asunto más complejo de lo que podría parecer. Hay cierto consenso sobre el género en la literatura alemana: como explica Martin Swales, bildung designa la formación entendida como crecimiento o realización del potencial de un yo joven cuya insatisfacción y aspiraciones lo pone en conflicto con la realidad, un conflicto que finalmente se resuelve cuando, a través de un proceso de desilusión o desengaño, alcanza la madurez que le permite la integración de su yo y de este con el mundo. El texto fundacional sería el Wilhelm Meisters Lehrjahre (1795–1796) de Johann W. von Goethe, en el que aparecen algunos rasgos que luego se convertirán en recurrentes: la voluntad de aprendizaje del sujeto, materializada en una búsqueda que habitualmente toma forma de viaje, las experiencias amorosas, incluso una vocación teatral o bohemia... En esta concepción la novela de formación se diferencia de la de educación (Erziehungsroman), en la que el aprendizaje es educación reglada y no implica desarrollo a través de la experiencia, y de la novela de desarrollo (Entwicklungsroman), en la que este no resulta necesariamente del aprendizaje, sino más bien de una reforma o una conversión. El problema surge a la hora de exportar este patrón a otras literaturas o a las novelas protagonizadas por mujeres. El primero lo resuelve Moretti reduciendo al tiempo que ampliando el género a dos características esenciales: interioridad (la concentración en una subjetividad inquieta e insatisfecha) y movilidad (entendida como desafío al y exploración del mundo, con una posible pero no necesaria resolución integradora). La extrapolación a la ficción feminocéntrica es más problemática por la falta de agencia de la mujer en la época de surgimiento del género, que hace la experiencia femenina representada muy diferente de la masculina. Tal diferencia ha dado lugar a dos posturas antagónicas: Fraiman cuestiona la pertinencia del término bildungsroman en el ámbito femenino y se inclina por el de novela de desarrollo porque las mujeres ni podían en la realidad ni lo hacen en la ficción ejercer una voluntad de aprendizaje, explorar el mundo o alcanzar crecimiento alguno (y mucho menos mediante el viaje, el amor o la vida bohemia), pues su único horizonte era el matrimonio; Ellis, por el contrario, en vez de centrarse en las diferencias, enfatiza las similitudes entre bildungsroman masculino y femenino, que reduce a tres características comunes (no muy diferentes de las de Moretti): «1) the protagonist’s agency, which shows that he or she is actively involved in his or her own development, 2) self-reflection, which shows the protagonist’s ability to learn and grow from his or her experiences, and 3) the protagonist’s eventual reintegration with society, which demonstrates the fundamentally conservative nature of the genre» (25).
72 Así lo constató Sloman: «The humor of the novel comes from the simple and episodic pattern by which she misinterprets one experience after another; unfortunately, it becomes repetitious because Mrs. Lennox has not developed a way to show Arabella growing to doubt the validity of her system and many of the events are equal in emotional force […]» (91).
73 Esta es una de las objeciones fundamentales planteadas por Fraiman, a saber, que el matrimonio con el que suele terminar la novela de desarrollo femenino aborta el potencial crecimiento de las heroínas y pone fin a cualquier tipo de agencia a la que aspiraran (en la formulación de Ellis, terminan growing down, en vez de growing up, disminuyendo en vez de creciendo). Ellis la salva argumentando que algunas son capaces de encontrar en el matrimonio final espacios en los que ejercer esa agencia dentro de los límites que marca el orden patriarcal, alcanzando así un compromiso entre agencia y sometimiento. Para Ellis, de hecho, tal compromiso final es la prueba decisiva para decidir si estamos o no ante un bildungsroman femenino: por esa razón, The Female Quixote no lo sería, pero sí la Betsy Thoughtless de Eliza Heywood, obra publicada el año anterior que para Ellis es la novela de formación femenina fundacional. Esta concepción tan específica del final obliga también a dejar fuera del género la variante trágica o desintegrada representada por The Mill on the Floss, de George Eliot (vid. infra).
74 Así lo apuntan Brack y Carlile cuando escriben que «Lennox marks the transition between Eliza Haywood and Frances Burney» (390), cuyas novelas giran en torno al proceso de maduración de una joven heroína desencadenado por su ingreso en el mundo adulto y social.
75 Llama la atención que, de manera simultánea, aparecieron en Alemania novelas de desarrollo primero y luego de formación con un sujeto quijotesco masculino, primero el Don Quijote alemán (1753) de Wilhelm Neugebauer, publicada solo un año después que la novela de Lennox, luego la primera y muy quijotesca novela de Christoph Wieland, Don Sylvio von Rosalva (1764), y finalmente su Agathon (1766–1767), el primer bildungsroman pleno reconocido por la crítica. En suelo británico hay que esperar a 1814 y el Waverley de Scott para encontrar esta forma masculina de novela de formación, en este caso de carácter plenamente quijotesco, lo que permite hablar (ahora sí, pero creemos que no en el caso de Lennox) de un tipo de bildungsroman quijotesco, fruto del cruce de la tradición cervantina con esta trama formativa de origen germánico, tal y como ha estudiado Alfredo Moro.
76 Isles aduce una serie de argumentos que parecen muy sólidos para cuestionar esta idea (422), que puso en circulación John Mitford en el siglo xix (vid. Small 79–82), que luego han repetido otros estudiosos (Paulson 171) y que es definitivamente descartada por Brack y Carlile en un artículo sobre el tema. Ello no es óbice para detectar los evidentes paralelismos entre las ideas literarias de ambos doctores y reconocer en Johnson el modelo para el teólogo que obra la curación de Arabella, lo que, además, sería un homenaje de Lennox a su mentor. Como sugiere la referencia encubierta a Clarissa por parte del teólogo («an admirable Writer of our own Time, [who] has found the Way to convey the most solid Instructions [...] in the pleasing Dress of a Novel», 377), Richardson sería el novelista que mejor ilustraría el programa de Johnson, o quizás, más bien, en el que se inspiró Johnson para formularlo, por lo que no es de extrañar la insistencia de este en que Richardson aconsejara a Lennox sobre su novela. De hecho, tales consejos, como explica Isles, pudieron influir en Lennox a la hora de terminarla de forma más abrupta, con la repentina reforma por obra del teólogo, en vez de con la reeducación gradual dirigida en gran medida por la Condesa, en la que el realismo de la novela sustituiría al romance como sustrato fundamental de las lecturas de Arabella, y cuyo desarrollo Lennox pudo planear inicialmente a lo largo de un hipotético tercer volumen que no llegó a escribir (vid. Hanley).
77 «The nobility of their respective quixotes’ characters brings us to a larger structural similarity between Don Quixote and the Female Quixote: the identically vexed relationship in both texts between parody and satire. Both books begin by mocking a literary genre, chivalric romance, through the creation of a character who exemplifies (and exaggerates, where possible) the salient traits of the genre. But each work rapidly reveals that it has an equal if not greater investment in satire, as the “real world” of the text is paraded before the reader and made to look petty, foolish, and even grotesque, especially as seen through the virtuous and defamiliarizing eye of the Quixote» (147).
78 Para Hanlon, lo que convierte a Alonso Quijano en don Quijote no es el síndrome literario o la falacia quijotesca, sino «the act of choosing to make an exception of himself within a larger social or global order», y añade unas líneas más abajo: «[…] the specific logic by which Don Quixote enters the world is the logic of exceptionalism, the belief in a grander purpose that justifies, quite rationally, elevating the believer above the concerns and limitations of everyone else. More than simple idealism, then, quixotic exceptionalism is founded on a sense of urgency not only to realize an ideal but also to understand oneself as the key to realizing that ideal, as the moral center of some type of reform» (28).
79 «Ah for Heaven’s sake, Cousin, interrupted Glanville, […] do not suffer yourself to be governed by such antiquated Maxims! The World is quite different to what it was in those Days; and the Ladies in this Age would as soon follow the Fashions of the Greek and Roman Ladies, as mimick their Manners; and I believe they would become one as ill as the other.
I am sure, replied Arabella, the World is not more virtuous now than it was in their Days, and there is good Reason to believe it is not much wiser; and I don’t see why the Manners of this Age are to be preferred to those of former ones, unless they are wiser and better […]» (I.11. 45).
Esta reinvindicación del romance y el uso de su superioridad axiológica con fines satíricos por parte de Lennox invita a distinguir lo moral de lo axiológico: los principios morales del romance heroico son sólidamente cuestionados desde un punto de vista cristiano no solo por el clérigo y la Condesa, también por Sir Charles y el propio Glanville, y ello es, en última instancia, un argumento de peso en la curación de Arabella; pero sus insuficiencias en términos de moralidad cristiana, como en términos epistemológicos, no son incompatibles con la superioridad axiológica que les otorga su visión idealista –es decir, idealizadora o idealizada– de la realidad.
80 No creemos que la superioridad axiológica de Arabella provenga solo de las características positivas que posee la heroína, independientemente de su quijotismo, como argumenta Gordon (52), sino que también lo hace, como había afirmado antes Sloman, del idealismo que el romance ha insuflado en su personalidad y, por tanto, de su quijotismo: «[…] Arabella is morally and intellectually superior to most of the people around her. Not all her superiority is innate; some of it is the effect of her reading, which has not entirely been wasted time […] The romances really have provided her with patterns of behavior that are appropriate and helpful guides in difficult situation» (94). Y así lo había explicado el propio Gordon en un artículo anterior a su libro, donde afirma que Lennox rescata del romance los valores altruistas y positivos propios de héroes y heroínas para enfrentarlos a los dominantes en la sociedad de la época, movida solo por intereses económicos y sociales («The Space of Romance» 510, 512). En ese sentido, podemos decir que la educación romántica que le hace adoptar una postura crítica con esa sociedad y la convierte así en una herramienta satírica está en línea con el abandono de la corte y la vida social por parte de su padre a causa de la corrupción: de tal palo…
81 «I am afraid, Miss, said Arabella, those who can divert themselves with the Faults of others, are not behind hand in affording Diversion. And that very Inclination, added she, smilingly, to hear other People’s Faults, may by those very People, be condemned as one, and afford them the same Kind of ill-natur’d Pleasure you are so desirious of» (277).
82 Pawl relaciona esta dimension satírica con la de autores como Pope y Swift: «In these passages and others like them, Lennox seems to be offering up a familiar, sincere satire, much like that of Alexander Pope or Jonathan Swift, which targets the superficiality of modern society and the frivolous belles and effeminate beaux who inhabit it» (148).
83 «Nature had indeed given her a most charming Face, a Shape easy and delicate, a sweet and insinuating Voice, and an Air so full of Dignity and Grace, as drew the Admiration of all that saw her. These native Charms were improved with all the Heightenings of Art; her Dress was perfectly magnificent; the best Masters of Music and Dancing were sent for from London to attend her. She soon became a perfect Mistress of the French and Italian Languages, under the Care of her Father; and it is not to be doubted, but she would have made a great Proficiency in all useful Knowledge, had not her whole Time been taken up by another Study» (I.1. 6–7).
84 «In spite of the satire against Arabella, and the romances with which she is identified, she is undoubtedly a heroine, whom we are meant to admire and with whom we are encouraged to empathize […] It is impossible to read Arabella purely as a mock-heroine, however much we are invited to laugh at her “foible” of imagining herself as a romance heroine […]» (Gilroy xxiii).
85 «For Arabella makes a far better lady of romance than Don Quixote does a knight. Her creator has endowed her with tremendous advantages: she is the daughter of a nobleman, she is immensely rich and beautiful, and she does live in a castle. Her imagination need only change the world, whereas the lean and aged Don Quixote has the much greater task of reimagining himself» (150).
86 «Her Glass, which she often consulted, always shewed her a Form so extremely lovely that, not finding herself engaged in such Adventures as were common to the Heroines in the Romances she read, she often complained of the Insensibility of Mankind, upon whom her Charms seemed to have so little Influence» (I.1. 7). Naturalmente, como comenta Dale a propósito de este pasaje, ello la reafirma en su quijotismo: «That her “Form” resembles a romance heroine’s by being “so extremely lovely” encourages her quixotic conflation» (25).
87 «Here he sat, ruminating upon the Follies of Arabella, which he found grew more glaring every Day: Everything furnished Matter for some new Extravagance; her Character was so ridiculous, that he could propose nothing to himself but eternal Shame and Disgrace, in the Possession of a Woman, for whom he must always blush, and be in Pain. But her Beauty had made a deep impression on his Heart: He admired the Strength of her Understanding; her lively Wit; the Sweetness of her Temper; and a Thousand amiable Qualities which distinguished her from the rest of her Sex: Her Follies, when opposed to all those Charms of Mind and Person, seemed inconsiderable and weak; and, though they were capable of giving him great Uneasiness, yet they could not lessen a Passion which every Sight of her so much the more confirmed» (III.3. 116–117). Gordon expresa una opinión similar: «Arabella’s practice of quixotism establishes her, as perhaps only quixotism could, as a romance heroine. Her quixotism establishes this, however, not by showing that Arabella has learned these virtues from reading romance, a claim the novel never makes. (These virtues seem inherent parts of her character, which some, such as Glanville, recognize despite the quixotism that threatens to obscure them.) Quixotism preserves Arabella as a romance heroine because it allows readers to trust that her generosity and disinterestedness are not strategic or dissimulated [, like those of the coquette]» (61–62).
88 Malina apunta en esa dirección cuando escribe que Glanville «has begun to take seriously the terms of romance which Lennox parodies. He has begun to play the role Arabella writes for him» (280). Bannet llama la atención sobre el poder que ejerce sobre los hombres gracias al afán de estos por imitar sus modelos literarios para ganarse su estima (562). Y Pawl comenta que Arabella triunfa «by getting others to enact her romance fantasies for her» (152), particularmente Glanville: «he does (twice) take up his sword for her, and he does suffer a protracted and anxious period of courtship, which stands in pointed contrast to his initial, complacent marriage proposal [...]. We are certain that Glanville has been deeply affected by Arabella when we catch him speaking her language to himself» (152).
89 Así lo sugiere Birke cuando indica que las referencias a los romances franceses en The Female Quixote «appeal to a more playful type of reading which understands the parody to be not just ridiculing the text, but also laying bare some of the precepts on which The Female Quixote itself is based» (87). Dragos Ivana, en el capítulo que dedica a Lennox en su monografía sobre el quijotismo en la novela inglesa de la segunda mitad del xviii, ha constatado también esta reapropiación del romance que lleva a cabo Lennox en su novela: «Though The Female Quixote upholds Fielding’s theoretical reform of Romance as comic by ridiculing French Romances, it actually characterizes the world of the novel as a perfect replica of the much despised world of Romance. In the world of the novel, Lennox’s heroine, Arabella, proves that she naturally possesses what she has learnt from French Romances: courage, virtue, generosity and love» (182–183).
90 El quijotismo de Pamela ha sido descrito en un texto (Pardo, «Richardson’s Pamela») que explora las relaciones entre Don Quijote y Pamela y en el que pueden encontrarse estas ideas desarrolladas por extenso, aunque no estudia las que tal quijotismo mantiene con The Female Quixote. Bartolomeo se ha ocupado de las que pueden postularse entre Clarissa y The Female Quixote. De dicha descripción se deduce que estamos ante ese tipo de quijotismo que hemos denominado accidental en este estudio por la ausencia de referencias directas o indirectas a Don Quijote, pero este carácter, teniendo en cuenta la popularidad e influencia de esta obra en el siglo xviii inglés, puede obedecer al intento de Richardson de desdibujar tal filiación cervantina y ocluir cualquier tipo de influencia para sustentar así su conocida pretensión de estar inventando «a new species of writing».
91 Así lo constata Ronald Paulson en su conocida e influyente monografía: «Lennox comes from the camp of Richardson, and her heroine Arabella derives not from Parson Adams but from Richardson’s feminine heroines […] there is no way avoiding the fact that Pamela was a prototype of the solemn Quixote—and that Lennox thematizes the Pamela model or uncovers the Quixote in her» (174). Y concluye en la página siguiente: «Arabella is Richardson’s Pamela (or Clarissa) with her Quixotic apparatus showing» (175).
92 Tomo el concepto de ‘post-romance’ de Dale, quien lo aplica a la novela de Lennox: «The Female Quixote describes a world that is post-romance, and here I use the prefix “post” in the same way it is often used in “postcolonial,” “postmodern,” “postdigital,” and “postfeminist”: to signify a rupture and significant cultural shift, but also, simultaneously, to describe that what follows is crucially dependent on, and inseparable from, what has come before […], something that is “both and neither”» (38).
93 El romance parece quedar validado no solo axiológicamente, sino incluso epistemológicamente en cuanto que se presenta como una forma verdadera –aunque no realista o verosímil– de representación, en el relato de Sir George: este encubre su biografía amorosa disfrazándola con los ropajes del romance, pero, pese a ello, estos permiten a Arabella descubir la verdadera naturaleza de su personalidad y aventuras. De la narración de Bellmour y la reacción de Arabella se desprende la idea de que el romance es otra forma de contar la realidad.
94 Arabella presenta a Scudéry como un hombre, una confusión que aparece ya en II.3. 62, donde Arabella, en línea con lo que hace en esta discusión con Mr. Selvin, reivindica que, si este Scudéry no hubiera contado las vidas y hechos ilustres de ciertos personajes históricos, los desconoceríamos –o los conceríamos de forma errónea–. La confusión, evidentemente, es de Lennox, quien asigna las novelas de Madeleine de Scudéry a su hermano Georges, un error explicable porque en las primeras fue él quien figuró como autor, pero que ya había sido aclarado por el propio Georges (una figura literaria muy conocida en la Francia de mediados del xvii) y por algunos estudios (por ejemplo, el de Pierre Daniel Huet, Traité de l’origine des romans, publicado en 1670, traducido al inglés dos años después y reeditado en esta lengua varias veces). Lennox atribuye también a Scudéry obras de La Claprenède, como aclara Dalziel en su nota i a la p. 62. Calzada, siguiendo al francés Crommelin, subsanará el error en su traducción al referirse repetidamente a Magdalena Scudery ya desde el prefacio de la novela.
95 Posiblemente la formulación más influyente, por su capacidad sintética y su enorme difusión, de esta interpretación feminista que hemos resumido y simplificado mucho aquí es la de Margaret Anne Doody en la nueva introducción que redactó en 1989 para la edición en rústica de la novela editada por Dalziel: leer romances en los que las mujeres tienen enorme importancia permite a Arabella ocultarse la triste verdad de que es un peón en el juego de la propiedad, enfrentarse a un matrimonio impuesto y exigir obediencia en vez de obedecer (xxi). «It is through assuming the powers the romances offer that Arabella can command a space, assert a woman’s right to “a room of one’s own,” and take upon herself the power to control the movements and behaviour of others. She succeeds amazingly in making her male kinsmen pay attention to her wishes and not assume that she is automatically under their control. Arabella educates them so they do not in fact treat her as patronizingly as they might otherwise have done, and she is allowed her own way—and her own words—a surprising amount of the time. She speaks, emphatically and at length, when according to conduct books and contemporary rules a young unmarried woman should remain totally silent» (xxv). Patricia Meyer Spacks había formulado ideas similares en los términos de deseo que orienta su famosa monografía Desire and Truth al afirmar que los romances proporcionan a Arabella «enabling fictions to express the truth of her desires» («Dr. Johnson» 541), que incluyen el de ser cortejada y obedecida por sus enamorados y reconocida por su belleza y su fama; también una visión de la virtud femenina que no se basa solo en la castidad, sino en cualidades masculinas como el valor, la dignidad y el heroísmo. Laurie Langbauer, al ocuparse de la utilización del romance por parte de las novelistas inglesas del xviii, analiza a fondo la novela para sostener que los romances «give women voice» y, en ese sentido, son «empowering, not imprisoning» (Women and Romance 84–85), un idea que ya había desarrollado en un artículo previo a propósito de The Female Quixote («Romance Revised»). Y ya bien entrados los 90, Christine Roulston insistirá en que el mayor peligro que representa el romance «is not so much the threat of sexual corruptibility, as the assumption of female power» (32), poder sobre el hombre, quien en el romance debe ponerse al servicio de la mujer durante años para ganar su favor, lo que indudablemente hace el género muy atractivo para las mujeres. Las convenciones del romance permiten a Arabella servirse del único período de agencia femenina, el cortejo, para hacerse inalcanzable y para controlar un relato que ella construye como autora: «Arabella becomes inscribed as author within her own fiction» (31).
96 Para Gordon The Female Quixote es el prototipo de lo que llama «narrativa quijotesca ortodoxa», es decir, la que responde a la agenda emancipadora característica de la Ilustración anticipada en la obra de Francis Bacon, pues dramatiza el triunfo de la razón sobre el error a través de la curación final, que permite destruir las barreras de la percepción y el prejuicio (los ídolos de Bacon) para ver las cosas como realmente son (3–4); por oposición a la visión posmoderna (subyacente en la lectura feminista) que «portrays all subjects as fundamentally and irremediably quixotic, encountering “reality” only as shaped or organized by the assumptions and stories that our culture has deposited in our minds» (5). Gordon deja claro que «Don Quixote exposed the genres or stories that haunt our perception in order to dispel them and to restore a properly unmediated encounter with the real» (5), y declara este esfuerzo «the fundamental telos of the typical quixotic tale» (5). Su libro ilustra en su capítulo 2 este uso normativo de la figura quijotesca con una serie de Quijotes femeninos del siglo xviii, especialmente The Female Quixote, que representa a la perfección esta ortodoxia, lo que no es incompatible con la posibilidad de que el sujeto quijotesco encarne también un ideal subversivo: «[…] orthodox quixote narratives, even when offering in the content of the quixote’s ideals an affront to the dominant culture, carry a counterweight that stabilizes rather than subvert norms: these texts reject the structure of quixotism, the quixote’s tendency to substitute the figments of his imagination for the “real” itself» (13). Pero, aun así, a este conservadurismo cognitivo que separa claramente lo real de sus distorsiones, Gordon añade el social, pues lo real participa del orden dominante en el que las mujeres deben casarse y pasar así de la tutela de los padres a la de los maridos (40). Las ideas de Gordon, además de irreprochables en la argumentación y diáfanas en la exposición, tienen la autoridad de quien dedica la mayor parte de su libro (capítulos 3 al 6) al análisis de narrativas no ortodoxas, es decir, las que incitan al lector a identificarse con la perspectiva quijotesca y reconocer así su propio quijotismo, cuestionando la nítida separación entre lo real y lo ilusorio de las ortodoxas (tal es the practice of quixotism que da título al libro), y por tanto con una clara afinidad con la visión posmoderna.
97 Ello no es óbice para que, como ha explicado Kate Levin, tras ese conservadurismo final pueda discernirse una motivación comercial, una estrategia de marketing para hacer de su novela una lectura no sospechosa o recomendable para las mujeres lectoras, en un intento de lavar la reputación de una autora que se había visto comprometida por la coquetería de su primera heroína, Harriot Suart. La rehabilitación de Arabella sería así la de su autora y explicaría las novelas ya moralmente irreprochables que siguieron a The Female Quixote. Existiría, por tanto, un paralelismo entre la reforma del personaje y la de la autora: la primera visibiliza el intento de la segunda de ser aceptaba por el establishment literario patriarcal, un paralelismo y un proceso que puede extrapolarse a la mujer escritora en general durante el siglo xviii inglés y su necesidad de reconocimiento a su labor literaria.
98 «It is the character of Arabella herself—not the agency her quixotism leads her to assume—that the novel admires and that stands in contrast to or rebukes those around her. Her quixotism itself remains a constant source of derision, and in heroizing Arabella to recover a subversive text, recent readings necessarily ignore or obscure the steady ridicule that the novel directs at this quixotism […]. The novel spends enormous energy detailing—and ridiculing—the process by which Arabella’s imagination assembles and preserves an alternate reality» (Gordon 52–53). Ignorar esta evidencia interna, por ello, convierte en quijotes a los que propugan esta lectura, según Gordon, víctimas de lo que él llama quijotismo crítico en la sección final de su análisis de The Female Quixote: «Critics who invoke Arabella’s “will to power,” in effect, engage in a practice that resembles that within the text itself: just as Arabella sees herself as identical to the objects (heroines) that populate the texts that give her pleasure (seventeenth-century romances), so too recent critics see Arabella as identical to the objects (feminine heroines) that populate the texts that give us pleasure […]. The cost of this account is that we celebrate the very things the novel treats as problems […]» (59). Véase el análisis pormenorizado de Lennox, que nos parece uno de los más lúcidos, en pp. 50–66.
99 Todas las autoras de introducciones a la novela de Lennox han llamado la atención sobre esta hibridación de romance y realismo. En la más reciente, Gilroy escribe: «While the text appears to mock the absurdity of romances, it also attempts to rescue or regenerate certain aspects of the genre, notably the ethical values of romance» (xxiv); «The Female Quixote incorporates romance in a way that undercuts claims for the new realist genre’s “novelty” and cultural purity» (xxii), llamando la atención sobre el interesante paralelismo que puede establecerse entre el movimiento del realismo al romance que describe la heroína –o la propia novela– y el de su padre al recluirse en un castillo alejado de las intrigas de la vida política y social (xxii). Garrigós expresa esta misma ambivalencia y discierne, siguiendo a Langbauer, una correlación entre lo que ella llama insumisión feminista y la crítica del realismo, o, en otras palabras, una oposición entre el romance como género femenino frente a la masculinidad del realismo: «La crítica más reciente es unánime al afirmar que Lennox en La mujer Quijote desaprueba, pero al mismo tiempo, además, celebra los romances. Es indudable que La mujer Quijote es una invectiva contra estas obras, pero también expone el atractivo y las posibilidades que ofrecen a las mujeres, pues les permiten vivir mentalmente las aventuras a las que no tienen acceso de otra manera […]. Nos encontramos pues, ante una novela que ridiculiza los romances, pero al mismo tiempo, ridiculiza las pretensiones de racionalismo que apunta el nuevo género de la novela» (46). Doody, por su parte, vincula esta ambivalencia a la trayectoria de Lennox como novelista, quien consciente –tras las grandes novelas de Richardson y Fielding publicadas en los 40– de que se está produciendo una revolución en la narrativa –la del realismo de la novela moderna– comienza en The Female Quixote un giro desde el romance, que había conformado sus lecturas de juventud y todavía sigue muy presente en las vicisitudes de la protagonista de su primera novela, Harriot Stuart, hacia el realismo que se impone en The Female Quixote y luego en el resto de novelas: «Meanwhile, however, she had to deal with her own attraction to romance and her necessity but not willing relinquishment of it. The resulting complexity of thought and vivacity of emotion that went into The Female Quixote have given it its depth and lasting value […]» (xx). Los análisis de Garrigós y Gilroy sobre The Female Quixote como combinación de romance y realismo son deudores del excelente estudio de James Lynch sobre el tema.
100 «He [Scarron] also made his principal comic figure […] a debased Quixote. Like his Spanish ancestor, the dwarf Ragotin envisions for himself a romantic and heroic role for which he is radically unqualified, pugnaciously engaging in a succession of grotesque battles in which he is invariably the loser. But this little pettifogger has no trace of the knight’s desinterested virtue or wisdom; he is motivated solely by contumacious vanity» (43–44).
101 Goldberg, de nuevo, ha llamado la atención sobre el paralelismo entre el Roman comique y Joseph Andrews: «The Roman comique casts a long shadow on the eighteenth-century English novel, a much longer one than on the French. We can detect it in the general plan of Fielding’s Joseph Andrews and the novels of Smollett—a Quixotic fool and a pair of lovers, both parties pursued and persecuted, with one at least partly guilty and with ridiculous reactions to his persecution, the other innocent and dignified in adversity» (35).
102 Véase Pardo (La tradición cervantina) para un desarrollo pormenorizado de estas ideas esquemáticas sobre diferentes variantes de realismo romántico en el Quijote (248–319), Joseph Andrews (769–784) y Tom Jones (789–845). Para Smollett, vid. Pardo, «Spanish Speculations».
103 Para una aproximación cervantina a estas obras, vid. Borham, «Quijotes satíricos».
104 Ya hemos citado en la nota 97 las ideas de Kate Levin sobre cómo la curación final de Arabella responde a la necesidad de respetabilidad de la propia autora, de forma que la reforma del personaje está ligada a la de su autora. Este paralelismo puede extenderse también a la oscilación entre romance y realismo que caracteriza la novela: tras haber reivindicado su perspectiva femenina y una cierta rebelión frente al orden patriarcal a través del romance, heroína y autora se someten a la visión patriarcal y la representación realista de la misma; Lennox subordina el empoderamiento romántico al propósito didáctico que lo cuestiona, es decir, el romance al realismo. Su romantización de la realidad o novelización del romance sigue los pasos de la propuesta richardsoniana y de la teoría de la novela johnsoniana basada en la misma en busca de aceptación por parte de sus mentores y, a través de ellos, de credibilidad y capital simbólico en el sistema literario. Pero su forma de articularla está más cerca del romance cómico de Fielding que del neo-romance de Richardson o, cuanto menos, a medio camino.
105 Mainil añade a este corpus la historia de Clorinda, aparecida en el número del 4 de julio de 1754 en The World: lectora de la Clélie francesa, rechaza al candidado paterno a marido, Théodore, porque no la corteja en los términos que establece tal obra y acaba siendo seducida por su criado francés, que sí lo hace adoptando el nombre de Antoine, por lo que al final queda soltera el resto de su vida. Como comenta Mainil, en este caso la lectora quijotesca alerta de un doble peligro para el orden establecido, por el carácter tanto extranjero como socialmente inferior de Antonie, y muestra un sesgo conservador y nacionalista, lo que añade a la evidente influencia de Lennox el perfil ideológico del que vamos a ocuparnos a continuación. Duncan Isles cita a la Imperia delineada por Samuel Johnson en el número 115 de The Rambler, publicado precisamente el 23 de abril de 1751, cuyas coincidencias con Arabella sugieren influencia en Lennox; pero Isles matiza que seguramente fue Lennox quien influyó en Johnson, pues aquella le habría comentado su proyecto de novela y de ahí surgió el sketch (420).
106 La primera incluye un aviso que informa a los lectores de que los protagonistas femenino y masculino están tomados de la novela de la «ingeniosa Mrs. Lennox», aunque el título remite a la descripción que hacía Steele de Biddy. En efecto, Angelica, como Arabella, cita a heroínas de romances heroicos, se atribuye poder absoluto sobre sus enamorados y considera a todos los hombres con que se encuentra potenciales raptores; pero está inserta en el mismo tipo de trama teatral utilizada por Steele: su padre, William Lovemore, quiere casarla con el viejo y rico Mr. Gripe, y su enamorado Careless, lector de romances también, finge un duelo del que resulta vencedor para así ganar su mano de acuerdo con las premisas románticas y allanar el camino a la boda, que cura a Angelica de su desvarío. Similares lecturas, en este caso de novelas sentimentales, inducen a la protagonista de Polly Honeycombe (1760) a pensar que el hijo de un sirviente es en realidad un caballero, como le ocurre también a Arabella y a tantas lectoras quijotescas previas. El mismo patrón de la heroína cuya imaginación romántica procede de sus lecturas y la hace ridícula al tiempo que admirable, pero ahora en un papel secundario, es detectable en dos obras de mucha mayor entidad: antes de Lennox, en The Beggar’s Opera (1728), de John Gay, donde Polly tiene una visión idealizada del amor y del bandido del que está enamorada en contra del deseo de sus padres, más chocante o quijotesca por el entorno de delincuencia y prostitución en que se desenvuelve la obra; y, después, en la Lydia Languish de The Rivals (1775), una de las obras cumbre del teatro inglés del xviii, escrita por el prestigioso dramaturgo Richard B. Sheridan.
107 Ello justifica lo que, de atender solo al quijotismo femenino, podría parecer una exageración por parte de Dale: «While the figure of the female misreader is prevalent throughout the century, representations of her proliferated following Lennox’s influential novel. All Anglophone eighteenth-century quixotic narratives after Lennox can be read as being, to a greater or lesser extent, in conversation with her work» [énfasis añadido] (19).
108 La novela de Elizabeth Sophia Tomlins The Victim of Fancy (1787) es una variante muy interesante de quijotismo femenino y muchos críticos contemporáneos la compararon con The Female Quixote, por lo que merecería un estudio por separado que no podemos abordar aquí por motivos de espacio.
109 Pearson afirma que entre 1752 (The Female Quixote) y 1824 (Scotch Novel Reading) multitud de textos de toda índole, no solo literarios, analizan la práctica lectora femenina, especialmente a partir de 1790, momento en el que tal práctica toma un cariz netamente quijotesco: «Indeed, the endangering of the heroine by unwise reading—which may mean politically radical or religiously sceptical works, but will most often mean novels—became “one of the most hackneyed situations in the novel of this period”» (8). Bray reivindica al principio de su estudio que, si bien ello es cierto, la novela de este periodo «frequently represents the female reader not as passive and impressionable, but rather as active and creative» (2).
110 Pawl ha comentado este salto del romance a la novela como objeto privilegiado de la lectura quijotesca femenina, sobre el que llama la atención George Colman en Polly Honeycombe, lo que es perfectamente consecuente con la emergencia y popularidad del género en el siglo xviii británico y, naturalmente, genera una praxis imitativa diferente: «The female quixotes who follow Arabella are in one important respect a new breed: they are reading not Antique romances but the latest and most popular of literary genres—the novel» (153). En el mismo sentido, Bray afirma que han cambiado las lecturas, pero el patrón de Lennox sigue siendo válido (19).
111 Kelly ha escrito en Women, Writing and Revolution a propósito de este uso político del Quijote femenino de Lennox en la novela antijacobina que está basado en la concepción del quijotismo dominante en la novel of manners desde Burney a Austen e inspirada por Lennox, en virtud de la cual la Quijote intenta negociar el espacio público o social que le es ajeno pertrechada con las falsas expectativas derivadas de romances y novelas, lo que las conduce a repetidos errores de lectura hasta que son purgadas por alguna revelación impactante o por un mentor que las reeduca en los valores burgueses. Kelly afirma que esta versión del quijotismo femenino es la que abunda en las novelas antijacobinas, que retratan «the Quixote as an impractical dupe of “Jacobin” intriguers, conspirators, and seducers» (146). Mainil sitúa el quijotismo femenino inglés del xviii en un mismo contexto ideológico, aunque insistiendo en el trasfondo nacionalista del mismo: «Sous l’influence d’éléments littéraires bien souvent présentés comme étrangers […] les lectrices mettent en doute la souverainneté de leur nation, crime particulièrement dangereux et lourd de conséquences lorsqu’il frappe une nation entière. En Angleterre, il convient à tout prix de se prémunir contre toute ingérence étrangère et en particulier contre toute influence de la France dont les écrits politiques et romanesques sont considérés comme particulièrement dangereux» (50). El mismo autor cita tres cartas publicadas en periódicos ingleses en 1653, 1760 y 1796 que atestiguan esa pulsión nacionalista antifrancesa (51).
112 Mainil no menciona en su definición del Quijote con faldas, como llama a las lectoras quijotescas, locura alguna, solo esa superposición de literatura y vida que hemos denominado aquí el síndrome literario: «Sera donc “Quichotte en jupons” tout personnage qui décode compulsivement la réalité selon une grille d’essence romanesque, tout personnage qui veut faire basculer le principe de plaisir diegétique dans le principe du réel pour remplacer définitivement celui-ci» (23).
113 Tal vez sea esta una de las novelas quijotescas que estamos comentando en las que se observa mejor el estrecho vínculo que se crea en el imaginario simbólico inglés de la época entre la altamente sexualizada novela de Rousseau y las ideas radicales. Bray comenta el tremendo impacto de esta novela francesa a finales de los 80 y en los 90, y constata que la asociación tanto de las ideas de Rousseau como de la apasionada subjetividad y sexualidad representadas en su novela con la Revolución Francesa dan como resultado que las frecuentes alusiones a la Nouvelle Heloïse en este período suelen tener resonancias sociales (15–16).
114 Así lo ha sugerido con acierto Borham en Quijotes con enaguas cuando, a propósito de algunas de estas novelas, comenta que igualan «la ruptura doméstica con el caos nacional […], el espacio público y el privado, el ámbito ético y político» (76), o habla del «tropo de la familia-política» y de cómo «el destino del núcleo familiar y la nación inglesa están entrelazados» (81).
115 Este carácter excepcional es más notorio si la comparamos con otra heroína quijotesca de Edgeworth, la que aparece en una historia intercalada en el capítulo XXVI de Belinda. Virginia se ha criado en completo aislamiento cuando es descubierta por Harvey, quien se hace cargo de su educación de acuerdo con los preceptos rousseaunianos, lo que la convierte en lectora quijotesca de romances, que exaltan su imaginación hasta el punto de enamorarse de un personaje ideal literario, lo que desemboca en la insatisfacción y decepción de su matrimonio con Harvey.
116 Dorothea, tras abandonar hogar y marido para poner en práctica sus planes filantrópicos, se ve abandonada por todos y hasta agredida físicamente por una de las beneficiarias de los mismos, pero su marido acude al rescate y acaba reconduciendo su filantropía quijotesca dentro de la norma patriarcal. Cuando Cazire, tras su doble caída y otros amoríos frustrados, da con sus huesos en la cárcel embarazada de Lindorf, aparece St. Elmer, quien la ha seguido tutelando a través de cartas que firma como Ariel, para redimirla casándose con ella, asumiendo así el papel representado por Glanville. Dacre, sin embargo, da una vuelta de tuerca adicional a este patrón instaurado por Lennox y finalmente hace que Fribourg mate a su marido en un duelo, lo que provoca el retiro definitivo de la protagonista al convento de St. Omer: la redención, aun cuando culmina en el matrimonio, no exime del castigo final.
117 Este carácter se apunta ligeramente en la movilidad de las heroínas de Bullock, cuyo quijotismo las emancipa de la sociedad patriarcal y las hace visibles al sacarlas del ámbito doméstico, aunque sea de manera efímera; o en el de la de Dacre, que permite visibilizar y articular el deseo femenino y la represión del mismo por parte de una sociedad hipócrita. Pero es sobre todo en esa utilización de la lectora quijotesca para condenar de forma indirecta a una sociedad que mantiene a la mujer en la ignorancia y el asilamiento doméstico donde puede detectarse de forma más clara la ambivalencia quijotesca de estas heroínas de entresiglos y sustentarse mejor una lectura feminista. La fuente última de esta ambivalencia son las propias autoras, pues tanto las más conservadoras como las más radicales comparten la condena de la lectura de novelas, aunque con matices y énfasis diferentes. El caso de Wollstonecraft es paradigmático de la actitud de mujeres avanzadas como Hays o Edgeworth, en las que pudo influir. Como explica Bray (12–15), en su Vindication of the Rights of Women (1792) deja claro, por un lado, que «the effect of novel-reading, then, is to hinder the growth of intellect and understanding, and thus to render women weak and subservient to men» (13), caracterizando la debilidad femenina resultante como un «romantic twist of the mind, which has been very properly termed sentimental» (13), por lo que urge la lectura de obras que permitan cultivar su inteligencia más que su sensibilidad. Pero, por otro lado, y como indica Birke, tal como había sugerido Lennox a través del contraste entre Arabella y Charlotte, leer novelas es mejor que no leer nada: «any kind of reading I think better than leaving a blank still a blank, because the mind must receive a degree of enlargement and obtain a little strength by a slight exertion of its thinking powers; besides, even the productions that are only addressed to the imagination, raise the reader a little above the gross gratification of appetites, to which the mind has not given a shade of delicacy» (73).
118 Pawl deja claro que el quijotismo de Arabella es mucho más cercano al de don Quijote que el de las heroínas quijotescas posteriores no solo en el tiempo sino en espíritu: «Arabella […] marks the high point of heroism for female quixotes. Despite her conservative ending, Lennox has taken her heroine seriously, producing a blend of comedy and heroism that resembles the ambiguity of Cervantes’s original more closely than anything that follows. After Lennox, the female Quixote becomes a straightforward figure of fun, deployed by her author to suit a much simpler and rhetorical agenda. If, as contemporary commentators feared, novel reading might lead women astray, the female Quixote could always be used as a scarecrow to frighten women away from the fertile fields of romance and back onto the straight and narrow paths of duty and virtue» (157–168).
119 El retorno al característico método cervantino de yuxtaponer de manera cómica –y con efectos ridiculizadores para la protagonista– una realidad material e inferior carnavalesca y la fantasía literaria elevada e ideal quijotesca se observa ya antes, en el episodio en que Cherry se va a la cama sin cenar, pero con un volumen de su autora favorita, Ann Radcliffe, esperando que, como en los romances góticos, un sueño premonitorio le revele sus auténticos orígenes; pero su estómago vacío le juega una mala pasada y su sueño gótico y ciertamente macabro tiene como protagonista a un pavo que le hace gestos desde la cazuela para conducirla, enojado, al lugar en que yace su cabeza cortada y sus plumas (15–16). Más adelante, este retorno a Cervantes se deja sentir en el hecho de que Cherry es sometida, a diferencia de sus predecesoras, a un cierto castigo físico, «to the kind of “comic” abuse usually reserved for male quixotes» (Pawl 157), por ejemplo, en el episodio de la compra del sombrero, que pretende no pagar imitando la costumbre de las heroínas (y la de don Quijote en la venta imitando a sus héroes), lo que da lugar a un combate en el que recibe una bofetada de la empleada (41).
120 La recuperación por parte de Barrett del método cervantino en su literalidad, con su correctivo más físico o violento y el contacto con una realidad baja y degradada, puede entenderse como un intento de eliminar toda ambivalencia. Pero la utilización del método epistolar sitúa su obra como una de las pocas en las que al sujeto quijotesco se le concede agencia narrativa, junto con las de Richardson y Hays, con lo que ello supone de debilitamiento de ese correctivo, aunque compensado por la notoria falta de fiabilidad narratorial y, por tanto, el incremento de la ironía autoral o narrativa.
121 Para esta dimensión ideológica de la novela, véase el artículo de Kelly, que la pone en el contexto de una carrera literaria siempre vinculada a la sátira política desde posiciones conservadoras y antijacobinas. Kelly insiste en la subversion social articulada mediante «recurring themes of aristocratic decadence, middle-class emulation, and lower-class gullibility» (235). Pero el propio Kelly viene a reconocer su carácter subordinado a lo literario cuando aborda la figura de otro miembro del séquito de Cherubina, el poeta Higginson, a quien entronca con un precedente en la prensa antijacobina para afirmar lo siguiente: «The less menacing character of Higginson compared to that of his literary forbear suggests that satiric emphasis has shifted since the 1790s from Jacobinical philosophy to emergent Romantic literature, from the older generation of Jacobins in Gillray’s 1798 Anti-Jacobin cartoon to the younger Wordsworthian generation of writers pilloried there» (236).
122 No podemos dejar de citar el magnífico comienzo de la novela: «No one who had ever seen Catherine Morland in her infancy, would have supposed her born to be a heroine. Her situation in life, the character of her father and mother, her own person and disposition, were all equally against her» (1). A continuación, la narradora enumera las limitaciones que hemos resumido, para al final indicar que, a los quince años, su aspecto empezó a mejorar para llegar a ser “casi guapa”, una mejoría que, sin embargo, le permite terminar la presentación en la misma clave antiheroica: «To look almost pretty, is an acquisition of higher delight to a girl who has been looking plain the first fifteen years of her life, than a beauty from her cradle can ever receive» (3). Como comenta Kelly a propósito de otro pasaje similar a este (pues la contraposición entre las acciones de Catherine y las que serían esperables en una heroína románica seguirá presente en el resto de la novela), lo que se está satirizando aquí no son las expectativas románticas de Catherine, sino las del lector o lectora (Women, Writing and Revolution 198). Entronca así con la sátira de la institución literaria que caracteriza la parodia cervantina, pues no se limita a criticar un género literario sino una forma de leer y, por tanto, incluye al lector que puede estar leyendo la obra, como indica con acierto Borham (Quijotes con enaguas 128–131) y como había ya indicado en relación con Hamilton (90–91), quien explicita esta crítica de la lectura al incluir como narratarias a lectoras virtuales cuyas expectativas románticas –y, en cierta manera, quijotescas– corrige para educar. Para un análisis de la representación de la lectura y la lectora en Northanger Abbey, véanse los capítulos correspondientes de los libros de Bray y Birke; y Esther Bautista para una descripción detallada de los paralelismos argumentales y episódicos con Don Quijote.
123 La presencia de esta trama supone una romantización de la novela, que al final se ajusta así a los patrones del romance, pero con una protagonista anti-romántica. Este es uno de los grandes hallazgos de Austen, y puede considerarse fruto de su transformación de la trama quijotesca: algunas de sus novelas más conocidas giran en torno a una joven ordinaria (en lo referente a sus cualidades físicas, a veces incluso intelectuales, y a sus orígenes sociales), que está muy lejos de ser una heroína, pero que finalmente se casa con alguien extraordinario, muy cercano a un héroe; es decir, pone a una antiheroína en el centro de una historia propia de una heroína. Austen hace así realidad una fantasía amorosa romántica en un mundo anti-romántico, lo que explica el éxito de sus novelas entre cierto tipo de lectoras y su imitación por parte de escritoras como Helen Fielding y su serie sobre Bridget Jones.
124 Kauvar parte de una interpretación de The Female Quixote como cruce de un componente burlesco, la parodia quijotesca a través de la lectora de romances, con uno educativo, la progresión desde la ilusión a la realidad, desde una percepción errónea del mundo a una aceptación feliz y realista del mismo (214). Por tanto, la deuda de Austen con Lennox radica en esa dualidad de quijotismo y desarrollo femeninos que hemos recogido en nuestro concepto de quijotismo formativo: «Jane Austen makes use of both the quixotic formula and the coming-of-age theme in her own fiction» (215). A partir de esa constatación, Kauvar estudia cómo en las novelas de Austen hay una inversión de las proporciones o importancia de uno y otro componente, que va en aumento a medida que pasamos de una a otra. En Northanger Abbey Austen «places much less emphasis on and devotes less space to Catherine’s fictional delusions than does Charlotte Lennox, we are forced to question their importance in the whole novel. Mrs. Lennox devotes much of her novel to the burlesque, giving us hints now and then that the novel also contains the coming-of-age theme; Catherine’s realizations come about more naturally and normally than do those of Arabella because Jane Austen is more interested in using the burlesque element to reinforce Catherine’s education than in the burlesque per se» (216–217). A partir de ahí, el elemento de desarrollo va aumentando en la misma proporción en que disminuye el quijotesco, algo subrayado por la desaparición de la literatura como origen de los errores de la heroína, hasta culminar en Emma, de quien Mr. Knightly comenta que nunca ha leído los libros que figuran en su lista de lecturas, lo que para Kauvar revela «Jane Austen’s deliberate attempt to break away from the burlesque of literary fashions» (219): «[…] the notion of fiction as the prime cause of illusions has been replaced by human delusions. Emma misjudges situations because of her lack of information not because of her reading» (218).
125 Este desfase cronológico entre escritura y publicación es muy relevante a la hora de evaluar los evidentes paralelismos con la novela de Barrett: pese a lo que las fechas de publicación podrían hacer pensar, Austen no había leído la novela de Barrett cuando escribió la suya, pero la leyó después y dejó testimonio de su impresión favorable en 1814, justo cuando estaba escribiendo Emma (Kelly, «Unbecoming a Heroine» 238). Barrett tampoco pudo leer la novela de Austen hasta 1818. Es evidente que ninguno leyó la del otro cuando escribió la suya, por lo que sus concomitancias solo pueden explicarse por la fuente común de Lennox y la tradición del Quijote femenino (que explica también las existentes entre The Heroine y Emma constatadas por Kelly 238).
126 A este respecto, son muy útiles las ideas de Kauvar a propósito de cómo Austen sustituye la curación quijotesca como deus ex machina por un proceso de desengaño que conduce a la comprensión del error y al conocimiento de sí, ideas que desarrolla mediante la comparación entre Arabella y Marianne: «Both become ill because of their self-deception and both gain insight into their situations because of their illnesses. However, in The Female Quixote it takes the Doctor of Divinity to convince Arabella that her reading has led her astray. In Sense and Sensibility, Marianne’s realizations are the outcome of her own efforts to understand her situation; and they come about because of her illness, which Jane Austen uses in a more imaginative way. Therefore, more consistency in plot and character exists in Marianne’s realization than in Arabella’s» (217). Algo parecido ocurre en Pride and Prejudice y Emma, donde ya desaparecen las fiebres y hay mayor énfasis en el aprendizaje y la subjetividad (218–219).
127 Así lo indica sucintamente Ronald Paulson: «Once Quixote is embodied in a woman, Austen can create a novel that is centered on the woman who is cleverer than those around her but deluded in one area» (177). Paulson comenta que este patrón se encuentra también en las heroínas de Radcliffe, «sensitive young women who are wrong about one thing», con la paradoja resultante de que «Austen makes the Radcliffe novel serve as the romances of chivalry in her specifically Quixotic novel, Northanger Abbey […]» (178). En efecto, este deslizamiento de la trama quijotesca a la hermenéutica, de lo literario a lo epistemológico, se produce en algunos romances góticos, como ha demostrado Gordon en su libro al analizar la práctica quijotesca de las protagonistas de The Mysteries of Udolpho y The Recess, lo que las convierte en una interesante variante de quijotismo femenino.
128 Pawl comenta con acierto la diferencia entre la amenaza que supone Sir George, quien es un aristócrata, y la de algunos de estos pretendientes que son de clase baja, por lo que entrañan una subversión del orden social, como ya había ocurrido con Grundy en The Heroine (156).
129 «Like its predecessor, Female Quixotism demands to be read both ways […] Tenney is the respectable author of an ingenuous tome, a double-tongued narrative that claims to be a satire of novel-reading, but turns out to be a satire of republican rhetoric, a novel that effectively outs the extravagant expectations and romantic fictions of the feminine ideal peddled to women at the turn of the New Jeffersonian century» (198).
130 A este respecto comenta Hoople de manera muy perceptiva: «Arabella and Dorcasina undergo similar though of course not deathbed cures, but the mood of each novel’s ending is quite different […]. Lacking Arabella’s physical charms, the now elderly Dorcasina comes to her senses abruptly when Seymore, in disgrace, informs her that he has wooed her only for her money and ridicules her unattractive old age […]. The conclusion of Female Quixotism with Dorcasina’s unrealistic swift return to sanity does not echo the sad solemnity of Don Quixote’s demise—of course, Tenney’s Dorcasina lacks the fascination of his lofty madness—but in its unsentimental realism, it reflects more closely than The Female Quixote the spirit of its Spanish original» (141).
131 En esta dedicatoria Tenney, además, reconoce su deuda con Cervantes, confirmando así el retorno a la fuente cervantina: «But when you compare it [this biography] with the most extravagant parts of the authentic history of the celebrated hero of La Mancha, the renowned Don Quixote, I presume you will no longer doubt its being a true uncoloured history of a romantic country girl, whose head had been turned by the unrestrained perusal of Novels and Romances» (3).
132 «In the newly-constituted USA, the alleged evils of reading fiction appeared especially pernicious, for the vitiated sentiments of European novels were perceived to pose an insidious threat to the purity of the nation and the future of republicanism» (169). Wood reconoce, sin embargo, una cierta ambivalencia en este planteamiento: «[…] Female Quixotism is the cautionary tale of a girl who refused to grow up; it is an enlightened satire of an irresponsible escapist whose un-republican ideals and distinctly un-American attachments—to novels, to romantic self-fashioning, to suspicious Europeans and, finally, to spinsterhood—are perceived to jeopardize the future of the newly founded nation. When it is read with greater sympathy, though, the text presents the tragedy of a girl who refuses to grow into the republican ideals of womanhood available to her; it enacts the drama of one woman’s quest for individuation, and it critiques both the plausibility and the desirability of conforming to the period’s self-sacrificing ideals of republican wife and mother» (166).
133 «While the romance-reading women of British literature often inhabited comic texts, raising laughter on their way towards a happy end, their American counterparts were more frequently the tragic figures of cautionary tales, fallen women facing ridicule, ruin, and even death» (168).
134 Asumimos plenamente la lectura que de la obra y su relación con el Quijote hace Mariela Insúa en un breve pero esclarecedor artículo, del que citamos las dos ideas esenciales con las que lo abre y cierra y en las que el planteamiento de Lizardi coincide totalmente con el de Tenney: «Fernández de Lizardi recupera estos dos aspectos de la recepción ilustrada del Quijote: en primer lugar, la concepción del personaje quijotesco como una figura ridícula y, en segundo término, la lectura de la obra cervantina como un texto en clave satírica con finalidad didáctica» (703); «Esta propuesta de educación se postula en un momento político y social en el que se están sentando las bases para la formación de la conciencia de ciudadano de una nueva nación. En este contexto, y siguiendo las ideas ilustradas acerca del rol femenino en la sociedad, Lizardi estima que la mujer es “útil” al Estado en tanto acompaña al marido y cría a sus hijos con corrección a fin de convertirlos en hombres de bien. Así, considera que solo si las mujeres cumplen adecuadamente con su función se logrará formar un hogar armónico, el cual a su vez ha de colaborar a la felicidad del complejo social en su totalidad» (707).
135 Nos parece muy acertada la glosa de Insúa a propósito de este pasaje: «Pomposita es una “loca” porque, como don Quijote, tiene ansias de grandeza y lucha con desmesura en función de un anhelo disparatado. En don Quijote este deseo es resucitar la caballería andante (aspecto que desde la lectura dieciochesca era considerado una auténtica insensatez), mientras que Quijotita, valiéndose de las armas de su hermosura, está dispuesta a transformarse en una vengadora “de los desprecios que sufre de los hombres” el género femenino y de paso aspira a conseguir algún noble como esposo» (705).
136 Así es como explica Jaffe esta pulsión anticolonial: «Through his female quixotic protagonist, Lizardi critiques traditional values associated with Spain, such as regard for aristocratic titles and superstitious religious practices associated with Baroque Catholicism, as well as modern customs such as luxury and coquetry» (83); «[…] the young protagonist in La Quijotita adopts the decadent values that colonial reformers associated with Spain: a ruinous dedication to fashion and disdain for work; ignorant and superstitious religious faith; and a blind reverence for aristocratic titles. This essay argues that in Lizardi’s novel Spain is an ambivalent cultural model that serves as both the cultural foundation of Mexican society (represented by allusions to Cervantes and other Spanish writers) and as the decadent colonial ruler whose moral values must be rejected (the anti-heroic female Quixote) [...]» (85). Jaffe recapitula así estas ideas al final de su artículo: «Lizardi adapts the female quixotic character, then, in two contradictory ways —coquetry and religious heroism— to interrogate the authority of colonial institutions in Mexico. He criticizes the mistaken esteem of the criollos for what he sees as superficial and decadent values of Spain, such as luxury and aristocratic privileges. He denounces in a more veiled way the role of the Catholic Church in the colony and shows that it exercised a great deal of control over the population by maintaining it in ignorance, superstition, and poverty instead of providing an enlightened education» (93).
137 Conviene llamar la atención sobre las tensiones internas dentro del discurso reformista de Lizardi en La Quijotita: la concepción de género que manifiestan las ideas sobre la mujer que se ponen en boca de don Rodrigo para articular su manifiesto educativo es profundamente patriarcal, abiertamente retrógrada en muchos momentos y, por tanto, brilla en él por su ausencia la aspiración emancipadora latente en el discurso político implícito; ciertamente, como afirma Jaffe, «Pomposa’s quixotic coquetry is a rebellion against social hierarchy in which women are destined to occupy a subordinate position» (88–89), pero tal rebelión es aplastada por el discurso radicalmente patriarcal de don Rodrigo y por el aleccionador final de la novela.
138 De hecho, no solo es factible que Lizardi conociera la traducción de Bernardo María de Calzada publicada en 1808, sino hasta probable, si atendemos a dos volúmenes que se encuentran en la biblioteca familiar de los Langaruto: Pamela (1740) y Clarissa (1748) de Richardson. La primera fue vertida al castellano por Ignacio García Malo en 1794, la segunda, con el título de Clara Harlowe, por José Marcos Gutiérrez en 1794–1796, en ambos casos desde el francés, como Don Quijote con faldas. La presencia de estos títulos en la novela de Lizardi verifica el tráfico de traducciones de novelas inglesas entre España y su colonia mexicana.
139 En ellos el tropo depende de una decisión o retórica autoral que se manifiesta en el título; pero también podemos hablar de un uso del mito como tropo por parte del lector o del crítico, como parte de una estrategia hermenéutica que permite leer un texto como quijotesco en ausencia del síndrome literario y de referencia alguna a don Quijote o a Cervantes por parte del autor, como hemos hecho con el quijotismo de Pamela, como hace Gordon con las heroínas de The Recess y The Mysteries of Udolpho y como se podría hacer con las de Sense and Sensibility o Emma.