Traducción
Original
Capítulo XXII
Reflexiones sobre los capítulos precedentes
No pudo menos de romper en risa Glanville, gustoso de ver a su amigo castigado de su bufonada. Belmur se mordía los labios y digería trabajosamente aquel sonrojo, pero, en fin, abrazó un partido.
—¿Podía yo imaginarme –dijo chanceándose– que un héroe tan famoso marchitase sus laureles por su poca maña?
—En verdad, mi amado príncipe –respondió Glanville sin dejar de reírse– que estáis obligado a restablecer vuestra reputación, ya sea volviéndoos a vuestra gruta para vivir en ella con suspiros dedicados a Sidimiris, o ya recorriendo el mundo en busca de la divina Filoniza.
—No hay otro medio. No triunféis todavía –replicó Belmur, echándose también a reír–, compadecedme algo y confesadme que es para sentir ese demonio de paso falso que di al finalizar mi historia; a no ser por él iba a igualarme, cuando menos, a Orondates y a Juba.
—Teniendo una imaginación tan fértil –añadió el barón– debe seros fácil la reparación de esa falta; lástima es que no seáis suficientemente vago para poder aumentar la lista de los autores de Grub Street, porque podríais ocupar alguna guardilla* en dicha calle y adquirir reputación108.
—En mí consiste ser autor, para ello tengo más caudal que se necesita109: mi cartapacio contiene cinco tragedias, unas acabadas y otras a medio acabar; tres o cuatro ensayos sobre la virtud, seis cantos de un poema épico, muchos epitafios, epitalamios y canciones; tres o cuatro óperas bufas para el teatro de París, coplas sin número, corregidas por sujetos hábiles; cuentos morales, proverbios y una colección de agudezas, con que pienso formar un diccionario.
—Tenéis fama de excelente crítico en el café de Bedford –dijo Glanville–. Allí se juzgan magistralmente las obras de Richardson, de Young, de Johnson, a quienes, ya que no pueden hallarles defectos, se les ridiculiza a roso y velloso110; al buen lenguaje llaman estilo trabajado; al orden y al método, pedantismo; a la claridad, difusión; y a la imaginación, prolijidad. Ponen en prensa al entendimiento para encontrar algunas frases nuevas y, en habiendo hallado una que corra entre los semi-eruditos, se juzgan ya con un mérito gigante; ese es, Belmur, vuestro campo de batalla y en él triunfáis. p. 172
—Por cierto, Glanville, que sois el hombre más mordaz que conozco: temo que os burléis de mí en yéndome y que persuadáis a vuestra prima que nada hay de verdad en mi historia… ¿Serás tan cruel, que me quites los derechos que tengo al reino de Kent y la gloria de haber peleado valerosamente solo contra quinientos hombres?
—Ignoro –dijo el barón– si habéis engañado a mi sobrina con vuestras aventuras maravillosas, pero confieso que lo fui por algunos instantes.
—Bien castigado estáis –continuó Glanville–, no aumentaré vuestro infortunio: sed, pues, el príncipe Veridomer, pero mirad que ese título no os permite aspirar a más que a Filoniza.
Entendió muy bien Belmur lo que esto quería decir. Fuese a su casa poco satisfecho de su ninguna destreza y con deseos de salir del apuro. El barón no comprendió nada de la extraña narración de Belmur; Carlota creyó que había ridiculizado a su prima y por lo mismo le pareció mucho más amable; solo Arabela tomó el asunto por lo serio:
—¡Ay! –exclamaba–. ¡Cuántas razones no tendría Filoniza para aborrecerme, si supiese que soy la que hizo ingrato al príncipe Veridomer!... ¡Desgraciadísima amante! No confundáis, os lo ruego, las culpas nacidas de la voluntad con las producidas por la fuerza del destino. Soy, a la verdad, causa de vuestros infortunios, pero inocente; repararé, si puedo, los males que mi hermosura fatal os ocasiona.
Mientras Arabela se entregaba a esta generosidad novelesca, formaba Glanville el proyecto de llevarla a Londres, esperanzado en que la vista de infinitos objetos nuevos trocarían sus ideas. El barón solicitó el viaje y obtuvo el consentimiento. Y como Glanville no estaba enteramente restablecido de su última enfermedad, se determinó unánimemente el pasar a Bath, para estar allí unos quince días.
i guardilla] forma habitual a comienzos del siglo xix, como atestigua –ya unos años antes– Aut.
108 Según Samuel Johnson (Dictionary of the English Language, 1755), Grub Street era «originally the name of a street in Moorfields in London, much inhabited by writers of small histories, dictionaries, and temporary poems; whence any mean production is called grubstreet». La calle se denomina Milton Street desde 1830, pero el nombre antiguo ha quedado lexicalizado en inglés para referirse al tipo de autor que escribe fundamentalmente por motivos económicos y ajeno a estándares de calidad literaria.
109 ‘me basto conmigo mismo para ser autor’.
110 El café de Bedford fue un lugar muy concurrido cerca del teatro de Covent Gardent, en Londres, al que acudían numerosos escritores como Henry Fielding, Alexander Pope, Horace Walpole o Richard B. Sheridan. Samuel Richardson (1689-1761) es uno de los novelistas ingleses más prominentes del siglo xviii, autor de obras como Pamela (1740) y Clarissa (1748), que convirtieron a este impresor en una celebridad literaria. Samuel Johnson (1709-1784) es tal vez la figura que representa mejor el Neoclasicismo inglés (junto con Alexander Pope) y es autor de una obra ingente que incluye poesía y ficción, biografías y libros de viajes, crítica literaria y ensayo periodístico, además del famoso diccionario, que redactó en solitario. Edward Young (1683-1765) es un poeta prerromántico inglés, conocido sobre todo por sus Night Thoughts (1742-1745), muy influyentes en la poesía europea de la segunda mitad del xviii y que, en España, inspirarían las Noches lúgubres de nuestro Cadalso. Finalmente, hablar a «roso y velloso» es hacerlo ‘sin consideración’, o, con otras palabras, «modo de hablar que vale todo, sin excepción, ni distinción alguna en la materia de que se habla. Regularmente se dice en materia de destruición» (Aut).
Chapter XI
Containing only a few inferences, drawn from the foregoing chapters.
Mr. Glanville, excessively delighted with this event, could not help laughing at the unfortunate baronet, who seemed, by his silence, and downcast looks, to expect it.
“Who would have imagined,” said he, “that so renowned a hero would have tarnished the glory of his laurels, as my cousin says, by so base an ingratitude? Indeed, prince,” pursued he, laughing, “you must resolve to recover your [119] reputation, either by retiring again to your cave, and living upon bitter herbs, for the generous Sydimiris; or else wander through the world, in search of the divine Philonice.”
“Don’t triumph, dear Charles,” replied Sir George, laughing in his turn. “Have a little compassion upon me, and confess that nothing could be more unfortunate than that damned slip I made at the latter end of my history. But for that, my reputation for courage and constancy had been as high as the great Oroondates or Juba.”
“Since you have so fertile an invention,” said Sir Charles, “you may easily repair this mistake. Odds-heart! It is pity you are not poor enough to be an author; you would occupy a garret in Grub Street, with great fame to yourself and diversion to the public.”
“Oh! Sir,” cried Sir George, “I have stock enough by me to set up for an author tomorrow if I please: I have no less than five tragedies, some quite, others almost finished;* three or four essays on virtue, happiness, etcetera; three thousand lines of an epic poem; half a dozen epitaphs; a few acrostics; and a long string of puns that would serve to embellish a daily paper if I was disposed to write one.”
“Nay, then,” interrupted Mr. Glanville, “you are qualified for a critic at the Bedford Coffee-house, where, with the rest of your brothers, demi-wits, you may sit in judgment upon the productions of a Young, a Richardson,* or a Johnson; rail with premeditated malice at the Rambler; and, for the want of faults, turn even its inimitable beauties into ridicule. The [120] language, because it reaches to perfection, may be called stiff, laboured and pedantic; the criticisms, when they let in more light than your weak judgment can bear, superficial and ostentatious glitter; and because those papers contain the finest system of ethics yet extant, damn the queer* fellow for over-propping virtue; an excellent new phrase! (which those who can find no meaning in may accommodate with one of their own); then give shrewd hints that some persons, though they do not publish their performances, may have more merit than those that do.”
“Upon my soul, Charles,” said Sir George, “thou art such an ill-natured fellow that I am afraid thou wilt be sneering at me when I am gone; and wilt endeavour to persuade Lady Bella that not a syllable of my story is true. Speak,” pursued he, “wilt thou have the cruelty to deprive me of my lawful claim to the great kingdom of Kent, and rob me of the glory of fighting singly against five hundred men?”p. 235
“I do not know,” said Sir Charles, “whether my niece be really imposed upon, by the gravity with which you told your surprising history; but I protest I thought you were in earnest at first, and that you meant to make us believe it all to be fact.”
“You are so fitly punished,” said Mr. Glanville, “for that ill-judged adventure you related last, by the bad opinion Lady Bella entertains of you that I need not add to your misfortune. And therefore, you shall be Prince Veridomer, if you please, since, under that character, you [121] are obliged not to pretend to any lady but the incomparable Philonice.”
Sir George, who understood his meaning, went home to think of some means by which he might draw himself out of the embarrassment he was in; and Mr. Glanville, as he had promised, did not endeavour to undeceive Lady Bella with regard to the history he had feigned, being very well satisfied with his having put it out of his power to make his addresses to her, since she now looked upon him as the lover of Philonice.
As for Sir Charles, he did not penetrate into the meaning of Sir George’s story; and only imagined that, by relating such a heap of adventures, he had a design to entertain the company, and give a proof of the facility of his invention; and Miss Glanville, who supposed he had been ridiculing her cousin’s strange notions, was better pleased with him than ever.
Arabella, however, was less satisfied than any of them: she could not endure to see so brave a knight, who drew his birth from a race of kings, tarnish the glory of his gallant actions by so base a perfidy.
“Alas!” said she to herself. “How much reason has the beautiful Philonice to accuse me for all the anguish she suffers! Since I am the cause that the ungrateful prince, on whom she bestows her affections, suffers her to remain quietly in the hands of her ravisher, without endeavouring to rescue her. But, oh! Too lovely and unfortunate fair one,” said she, as if she had been present, and listening to her, [122] “distinguish, I beseech you, between those faults which the will and those which necessity makes us commit. I am the cause, it is true, of thy lover’s infidelity, but I am the innocent cause; and would repair the evils my fatal beauty gives rise to, by any sacrifice in my power to make.”
While Arabella, by her romantic generosity, bewails the imaginary afflictions of the full as imaginary Philonice, Mr. Glanville, who thought the solitude she lived in confirmed her in her absurd and ridiculous notions, desired his father to press her to go to London.
Sir Charles complied with his request, and earnestly entreated her to leave the castle, and spend a few months in town. Her year of mourning being now expired, she consented to go; but Sir Charles, who did not think his son’s health absolutely confirmed, proposed to spend a few weeks at Bath, which was readily complied with by Arabella.
THE END OF BOOK VI