Introducción
Pedro Centeno:
el Juvenal literario español del siglo XVIII

Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez

Para Vicente García González, por enderezar el entuerto

Canta, oh Musa, la madre poderosa
de la mentecatez y el hijo heroico
que, a la fértil Iberia trasplantado
de las playas tirrenas, mostró al mundo
cuán igualmente en todos los países
un verdadero zote fructifica,
y di cómo el antiguo Peripato,
que olvidado yacía en vil sepulcro,
a sus rebuznos despertó y, alzando
del polvo la cerviz, su frente adusta
volvió a mostrar ceñida de laureles.

Alberto Lista, El imperio de la estupidez, canto primero

1. Fray Pedro Centeno: la vida como literatura

Nos siguen faltando, lamentablemente, informaciones para precisar la biografía de nuestro autor, que resultarían cruciales, entre otros aspectos, a fin de conocer mejor ese periodo (por otra parte tan común a muchos ilustrados arrojados) en que se suceden de manera fulminante el éxito y la caída en desgracia, y en el que jugó un papel decisivo, amén del peso de los arriesgados antecedentes de un exceso de confianza y hasta de imprudencia en las fuerzas de la Ilustración española y en las suyas propias por parte de Centeno, la publicación de este Don Quijote el Escolástico.

p. 5Y así, carecemos de confirmación sobre la fecha y el lugar de su nacimiento, dato que acaso se dilucidaría con una concienzuda y no siempre fructuosa investigación en archivos. En general hoy se acepta que nuestro autor habría nacido hacia 1730. Santiago Vela, biógrafo de la orden de san Agustín, a la que perteneció Centeno, después de lamentarse de esta mengua de noticias, desecha Arenillas de Riopisuerga (en la provincia de Burgos) como patria de Centeno y prefiere seguir la opinión de Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar, quien le merece toda la credibilidad por la competencia de sus escritos y que se refiere a él como «fraile extremeño» (Santiago Vela 690–704, esp. 691)1. Miguel de la Pinta Llorente, a cuya entregada labor investigadora debemos la publicación de numerosos documentos del proceso inquisitorial seguido contra Centeno, da por sentado que era natural de la zona de Acebo y Villamiel, municipios del norte de Cáceres, próximos a Salamanca, criterio que comparto2.

Sabemos, siguiendo a Santiago Vela, que entró en la Orden de San Agustín en el convento de Salamanca (del que hoy apenas quedan los cimientos, en el parque arqueológico del Botánico), antes de 1771. En 1772 y 1773 figura como matriculado en los estudios de teología de su universidad, teniendo por compañeros a Juan Fernández Rojas («Liseno») y a Andrés del Corral («Andrenio»), y como maestro a fray Diego Tadeo González («Delio»). No se le menciona, sin embargo, como miembro de la escuela poética de Salamanca, a diferencia de los citados, acaso porque pronto se trasladó a Madrid. En cualquier caso y dados los escarceos poéticos incluidos en su Don Quijote el Escolástico, algo le debió de quedar de esos contactos.

En 1784 residía ya en Madrid. Según el testimonio del Memorial de junio de ese año era por entonces regente de teología en el colegio de doña María de Aragón (45); en 1786 y 1787 y en ese mismo establecimiento aparece como lector de artes (Sempere y Guarinos 194–195), y en 1789 como presentado en teología en el convento de San Felipe el Real, ocupación que siguió desempeñando al menos hasta 1794, pues con ese título firma la Oración o sermón del 20 de septiembre de 1789 y las Adiciones al año cristiano del Padre Jean Croisset, publicadas en esas dos fechas, respectivamente, y a las que nos referiremos enseguida. Todo indica, pues, que en este periodo crucial de su vida ejerció su actividad docente, literaria y pastoral en esos dos conventos agustinos madrileños.

El prestigio de Centeno era sin duda considerable, pues fue nombrado académico correspondiente de la Real Academia de la Historia en 1791 y supernumerario en 1792. Contaba con el favor de los poderosos, en especial de Carlos III y de José Moñino y Redondo, primer secretario de Estado, conde de Floridablanca. Solo así se explica, en parte, el arrojo o la inconsciencia de sus discursos y de sus escritos.

Porque es obvio que los sectores reaccionarios, con la Inquisición a la cabeza, estaban tomando buena nota de la temeridad de sus afirmaciones, según un patrón que se repite con buen número de espíritus arrojados durante esas décadas. Si el primer tomo de las Adiciones lo escribió junto con su compañero de orden Juan Fernández Rojas, los siguientes aparecieron únicamente a cargo del autor de la Crotalogía. Los editores, en el prólogo a la edición de 1804, justifican la ausencia de Pedro Centeno señalando que se encontraba enfermo. Desde luego que lo estaba, pero se trata también de una manida excusa: después de 1794 a nuestro autor se le había retirado de la circulación de manera expeditiva.

Las noticias, según las precarias fuentes de que disponemos (por parciales y no muy abundantes), acerca de los últimos años de Centeno, desde su caída en desgracia hasta su muerte, siguen siendo un tanto confusas y contradictorias, como veremos enseguida. En cualquier caso, gracias a la notable labor investigadora de Miguel de la Pinta Llorente podemos hacernos una idea cabal de su fatal desenlace.

p. 6Entre sus coetáneos y aun con errores, me inclino por considerar como más fidedigno el relato de Juan Antonio Llorente, por cuanto acierta en los motivos fundamentales de su destino trágico. Con un tono elogioso respecto a Centeno, al que considera debelador de la superstición y del fanatismo, Llorente afirma que los problemas le sobrevinieron con la publicación de El Apologista universal, sin duda su obra más destacada. Vale la pena reproducir sus palabras:

Comenzó a ser objeto de las iras y mala voluntad de frailes, clérigos y seglares, preocupados con una obra periódica intitulada El Apologista universal de todos los escritores malaventurados. En ella combatía furiosamente con las armas de la ironía más fina el gusto de la literatura eclesiástica y profana; de manera que los teólogos escolásticos y los que ignoraban o no querían sujetarse a las reglas de la crítica llegaron a temblar de la pluma del padre Centeno, porque su apología irónica era más formidable que mil condenaciones directas, a causa de que todo el mundo leía con placer y se generalizaba en pocos días la mala opinión del autor. El estado de preocupación general en que se hallaba España no podía menos de producir enemigos del Juvenal literario, quien, sabiendo tanto y tan bueno de literatura, ignoró lo que más le convenía para su felicidad individual, esto es, los modos de vencer a tan encarnizados contrarios cuando le acometiesen a traición en el campo de batalla de la fe católica […]3. (263–264)

Llorente considera que las delaciones fueron varias, como diversos y todos igualmente contundentes fueron los cargos que se le imputaban (impío, hereje hieracita, luterano y jansenista, calificativo que era habitual contra muchos de los agustinos a lo largo del siglo XVIII [Llorente 264; cfr. Fraile Miguélez 39, 267, 281–283; Tomsich 30, 64–69, 119–123, 144]). Siempre en opinión de Llorente, la fama de Centeno, la protección de Floridablanca y ciertas prevenciones por si existía voluntad calumniadora contra él determinaron que la Inquisición lo recluyera en su convento de San Felipe el Real de Madrid y no en cárceles secretas, afirmación que, como veremos, es inexacta (319).

Entre otras faltas se le acusaba de reprobar la religiosidad externa (devociones y prácticas supuestamente piadosas, tales como novenas y procesiones), y de negar la existencia del limbo. En cuanto a lo primero, se utilizaba como prueba la Oración del 20 de septiembre; para lo segundo, su censura del catecismo. Estos dos asuntos constituyeron de manera puntual la base del proceso inquisitorial que se entabló contra Centeno, pero lo sustentaba una larga y osada trayectoria de ataques y agravios. En efecto, si consideramos el conjunto de las obras que podemos atribuirle con certeza, comenzando por Don Quijote el Escolástico, a sus muchos adversarios les sobraban argumentos para desear su ruina.

Llorente acierta cuando menciona su amargo fin de manera sumaria, aunque yerra en los detalles. Hoy sabemos que murió en el convento de Salamanca, donde se negaban a recibirlo. Volveremos sobre los últimos y desgraciados años de nuestro autor con el repaso a sus creaciones literarias, pues fueron inequívoca consecuencia de estas. Sea como fuere, Centeno encarna, como otros muchos ilustrados excesivos, una trayectoria que va desde la confianza, incluso la euforia, hasta la decepción y el desengaño4.

2.La literatura como ideología

En su conjunto, la obra de Centeno representa el maridaje, típicamente dieciochesco, entre literatura e ideología, entre creación y compromiso. En este sentido sus producciones, como otras muchas en la época de las Luces, tienen un evidente carácter programático: las letras, con sus artificios y su juego, atienden inequívocamente a la consecución de un objetivo ilustrado. Estas consideraciones rigen, desde el principio, la escritura de su Don Quijote el Escolástico.

p. 7En cuanto a su posicionamiento concreto, y considerando que la Ilustración española no fue uniforme (Sánchez-Blanco Parody 264–265), vida y obras de Centeno lo sitúan en el seno de una ilustración católica de carácter inequívocamente crítico y reformador, aun diría que erasmista, y eso tanto por la continuidad en nuestra historia del pensamiento de Erasmo como por las indudables afinidades que se observan entre nuestro agustino y el de Rotterdam (respecto al Elogio de la locura fundamentalmente). De modo más preciso, Centeno pertenece, sin duda, al sector de los ilustrados que confía en un progreso lineal e imparable de las Luces y en cuya defensa llega a adoptar una actitud beligerante5. La confianza en la razón le lleva, de manera indisoluble, a defender la nueva ciencia y a intentar depurar el cristianismo de supercherías, vanidades y prácticas externas. En su rechazo visceral del neoescolasticismo, raíz de la confección de Don Quijote el Escolástico, cristaliza su común aversión a ambas degeneraciones, la de la Iglesia y la de la ciencia, pues la escolástica, de plena vigencia en las aulas universitarias españolas durante todo el siglo XVIII, comportaba la unión antimoderna de esas dos esferas, con absoluta sumisión de la física, convertida en mera esclava, a una teología tomista muy degenerada, desde luego anacrónica.

De esas dos axiologías o cosmovisiones enfrentadas en el siglo XVIII europeo, con sus símbolos respectivos de la luz (el racionalismo ilustrado) y las sombras (el barroco en decadencia), Centeno se posiciona inequívocamente como un activista enfrentado a las tinieblas del pasado. No encuentro en nuestro agustino atisbos de entendimiento con sus contrarios, nada tampoco de un posible eclecticismo: es la posición común en un siglo que en España, como es sabido, no llega salvo en momentos puntuales a un enfrentamiento cívico y físico (el motín de Esquilache, luego la Guerra de la Independencia, que ya fue conflicto interno), pero donde las actitudes beligerantes, prestas a asestar el golpe, como en Duelo a garrotazos de Goya, son inequívocas.

En su rechazo racional hasta la víscera de lo barroco, Centeno arremete contra cualquier esfera o parcela que pertenezca a esa axiología antagónica. De ahí que en el conjunto de su obra, y en particular en El Apologista universal y en Don Quijote el Escolástico, la metralla directa contra la Summa philosophica de Salvatore Roselli se acompañe de fuego continuo contra esa literatura que considera caduca y de salvas precisas contra cualquier cuestión que le parezca impropia de los tiempos nuevos: Centeno, con su singular pedagogía, dispara contra el fanatismo, la erudición superflua, la pedantería o las defensas desmedidas de la nación surgidas a raíz de la publicación en la Enciclopedia metódica del desafortunado artículo de Masson de Morvilliers, en 17826.

En cuanto a la estética de Centeno, faceta que no es separable de las otras que conforman el carácter global de la literatura para buena parte de la intelectualidad de la época, nuestro autor se sitúa en un neoclasicismo característico, de defensa del buen gusto y con profundas raíces grecolatinas. Conocía bien el latín y el griego, como demuestran numerosos pasajes de sus obras y en concreto su posición vigilante y quisquillosa respecto de los textos canónicos, que tantos sinsabores le produciría7. De manera más concreta, son muy notables sus conocimientos poéticos, como revela asimismo su Don Quijote o su labor de reseñista. Sobre estas cuestiones, enmarcadas en una preocupación filológica rigurosa, volveremos en el estudio.p. 8

3.Textos propios y atribuidos: la vocación satírica en las obras de Centeno

La nebulosa que envuelve momentos cruciales en la vida de Centeno se extiende asimismo a su obra, pues solo una parte de ella es inequívocamente suya y otra, en general opúsculos, se le atribuye con desigual criterio. A esta indefinición contribuyó sin duda el carácter satírico y polémico que caracteriza el conjunto de su producción, del que es reflejo el recurso a los pseudónimos. Tan solo la Oración del 20 de septiembre, las Adiciones y, como es natural, los informes de censura, se publicaron con su nombre; en el resto utilizó distintos subterfugios: Eugenio Habela Patiño, Policarpo Chinchilla Galiano (P.C.G.), José Antonio Flox, Simplicio Benedicto (vid. Aguilar Piñal 368) o Alejandro de Moya; como señalaré más abajo, alguno de estos no corresponden a nuestro agustino.

3.1. El Apologista universal como marco

Su obra señera es la constituida por el periódico El Apologista universal, hasta el punto de que dicha cabecera lo identificará en el futuro entre entusiastas y adversarios, del que se publicaron dieciséis números, de julio de 1786 a enero de 1788. El Apologista es una publicación periódica dedicada en sus distintas entregas a otras tantas reseñas literarias de obras recién publicadas que, con criterios a la vez subjetivos y de compromiso reformista, merecieron la atención de Centeno. En prácticamente todas esas reseñas, supuestamente elogiosas y en la práctica severas descalificaciones, al comentario estrictamente literario subyace el desencuentro del agustino con las ideas de tales autores. En mi opinión y a efectos de autoría, esta obra es toda e inequívocamente suya, pese a que en los expedientes de censura aparece junto a él como coeditor Joaquín Ezquerra8.

El Apologista se sitúa en la línea crítica de otra publicación periódica, El censor, y es obvio, como veremos, que entre los autores y colaboradores de ambos existió una afinidad ideológica y literaria que respondía a un propósito de intervención y transformación públicas. Si la intención crítica y hasta la sátira es común con el periódico de Luis Cañuelo, se aleja de él, con ventaja para Centeno, en el derroche de ingenio y, antes que nada, en el desarrollo de un particular procedimiento, la falsa apología, que es precisamente la que da título a la iniciativa. Fingiéndose adalid de autores y obras reaccionarios, Centeno emprende una defensa tan aparatosa de sus protegidos que los hunde: ¡pobres de aquellos que tuvieron la desgracia de merecer su amparo! Es cierto que, en el inicio de la obra, Centeno afirma que oficiará de valedor de cuantos estaban recibiendo «los azotes del rígido Censor» (n.º 1, p. 4), pero nuestro agustino no era hombre de sujetarse a un molde: muy pronto pasará revista, por su cuenta, a cualquier autor y obra que ponga en riesgo la idea que él y otros ilustrados avanzados se habían hecho, en términos ideológicos y literarios, de la nueva España.

Entre todos los contrincantes o víctimas (esto último para ser más exactos) de Centeno figura en posición de privilegio Juan Pablo Forner, en especial desde que el emeritense publicara su Oración apologética por la España y su mérito literario (1786), desmedida y contraproducente réplica a la célebre pregunta de Masson de Morvilliers sobre qué le debía Europa a España. De modo que a partir del número 12 del Apologista y en lo sucesivo, Centeno convertirá a Forner en su particular chivo expiatorio, tal como ocurre en Don Quijote el Escolástico, donde la línea estructural (el Quijote como sátira para ridiculizar y desterrar vicios) y el propósito concreto (desarmar el efecto de la publicación en España de la Summa philosophica de Salvatore Roselli) se disipan en buena medida, en el último cuarto de la obra, ante su irreprimible naturaleza antiforneriana. Forner es el protagonista indiscutible del «potaje» literario que dispone el agustino en el número XIII del Apologista universal; en el inicio del XIV llegará a traducir por libre versos de los Discursos al castellano… Forner, a su vez, replicó siempre que tuvo ocasión a Centeno, como bien reflejan sus Demostraciones palmarias9.

p. 9Centeno y Forner representaban, por supuesto, posiciones ideológicas bien distintas. El primero no podía aceptar la complacencia del segundo con una tradición que, por emplear un término de la época, le resultaba «rancia». Creo que disfrutaba además de la satisfacción de saber que, en términos de agudeza y de estilo, el erudito Forner no estaba ni mucho menos a su altura10. A ambos, finalmente, les unían, para repelerse mutuamente, no solo la competencia literaria y su referencialidad en la época, también la común demasía, esa falta de medida que practicaban ambos11.

Tratándose de literatura de acción, El Apologista universal, así como el conjunto de la obra de Centeno, acentuaron los posicionamientos y las diferencias en las élites de una sociedad dividida. Juan Sempere y Guarinos, que escribe cuando van aparecidos catorce números, reseña brevemente en términos laudatorios el proyecto y afirma que «el objeto de este periódico es ridiculizar algunas obras muy malas, costumbres y expresiones extravagantes, particularmente en materia de literatura». A los indudables méritos literarios de Centeno se refiere cuando continúa en estos términos: «Ha manifestado un talante muy original para este género de escribir. Su ironía es muy fina y sostenida, su crítica delicada, y el estilo gracioso y lleno de agudeza. Esta obra es muy útil para corregir el mal gusto, el chabacanismo, la irregularidad, pedantería y demás vicios de los escritores» (Sempere y Guarinos 194–195). Marcelino Menéndez Pelayo, en cambio y como se podía prever, no ve ningún mérito relevante en nuestro autor y encuentra pesado el recurso insistente a la falsa apología. De hecho, desmiente la atribución a Centeno de la (esta sí) plomiza Crotalogía o ciencia de las castañuelas con el argumento de que, refiriéndose a Juan Fernández Rojas, «es obra de un ingenio mucho más culto y ameno que él»12. En general la crítica moderna valora positivamente el periódico, y por ende el conjunto de la obra de Centeno, y se mueve en la ecuanimidad cuando deja constancia de sus menguas13.

En cualquier caso, El Apologista generó de manera directa abundante literatura, pues los ataques a la par ideológicos y literarios de Centeno merecieron severas contestaciones. Es el caso de El discípulo del Apologista universal, obra de un tal «Juan Picante y Amargo», quien replicó a nuestro autor con solvencia14.

3.2. Don Quijote el Escolástico como secuela del Apologista universal

Como es habitual en los periódicos españoles del XVIII, El Apologista universal tuvo sus derivaciones o «franquicias». Las dos principales, detalladas más abajo, configuran la obra que nos ocupa aquí, Don Quijote el Escolástico, que se publicó en dos entregas. Y así, en 1788, y a nombre de Eugenio Habela Patiño, supuesto cliente y delegado de Centeno y en verdad pseudónimo propio, apareció El teniente del Apologista universal, número I15. Aunque la apariencia parece la de un diario (el título claramente derivado del periódico fundacional y un «número I» que anuncia continuidades), ciertamente se trata más bien de un librito (tiene 64 páginas) autónomo e independiente de su matriz16. Fuera del prólogo, en el que el autor justifica la delegación de funciones en el marco del Apologista universal («comenzarás a ejercer tu cargo defendiendo la Suma Filosófica del padre Roselli», le dice), la obra tiene por tanto andadura propia y no se publicó jamás un segundo número con esta cabecera. En síntesis, y siguiendo el modelo habitual en la época del Quijote como sátira narrativa moralizante, Centeno recoge aquí la primera salida de su Don Quijote el Escolástico. Ciertamente este título como tal no aparece en la presentación externa de la obra, pero sí en su desarrollo interno, y viene confirmado de manera inequívoca por la otra publicación en que Centeno continúa la narración de las disparatadas andanzas peripatéticas de su personaje.

p. 10Me refiero al Apéndice a la primera salida de Don Quijote el Escolástico, aparecido un año después y bastante más extenso que la primera tanda de aventuras (sus 150 pp. suponen más del doble que la primera entrega17). Aunque surgido, pues, en el seno del Apologista universal, Don Quijote el Escolástico en su conjunto tiene vida propia, su particular desarrollo; y si bien es cierto que Centeno nunca abandona del todo una técnica que le resulta tan cara, y que en términos conceptuales o metafóricos esta obra puede entenderse como una desmesurada reseña de la Summa philosophica de Salvatore Roselli, lo cierto es que Centeno deja en segundo plano el procedimiento satírico de la falsa apología, habitual en su periódico, para seguir de manera concreta y fiel el de la sátira narrativa que le ofrecía el Quijote. Por supuesto, Centeno se había burlado en El Apologista universal de la escolástica y de la pervivencia de sus autores en la enseñanza académica de su época (números XI y XIV, fundamentalmente), contraponiéndolos a los científicos modernos, pero es ahora cuando se ocupa del asunto de manera casi monográfica, amplificando los recursos paródicos que había anticipado en su periódico.

De modo que, aunque el título Don Quijote el Escolástico como tal no conste en la cabecera de ninguna de las dos publicaciones de la obra, no hay duda de que por la intencionalidad del autor y por el desarrollo de la iniciativa (singularmente ese «apéndice a la primera salida» y las numerosas menciones internas), la obra, en mi opinión, puede y debe mencionarse de este modo y ser entendida y valorada de manera autónoma respecto a su matriz18.

3.3.El corresponsal del Apologista

Es precio mencionar ahora otra secuela notable de El Apologista, no solamente por la probable autoría de Centeno sino también por el carácter del único número que parece se publicó del mismo. Me refiero al Corresponsal del Apologista, periódico del que Óscar Barrero Pérez localizó un ejemplar, un cuadernillo en 8º, de 19 páginas, que se publicó sin fecha ni lugar de impresión, como indicó Hartzenbusch en sus Apuntes para un catálogo (13), y que debió de aparecer, como señala Barrero, entre el 10 de agosto y el 10 de noviembre de 1787, dado que es anterior al n.º 14 del periódico del que es su vástago (2). Barrero aprecia diferencias de estilo y tono con su marco, El Apologista, por lo que descarta la autoría de Centeno, si bien considera que sería alguien próximo a él dada la afinidad de planteamientos. Ciertamente, el tono burlón de la obra principal de Centeno está en su mayoría ausente, pero el carácter de la pieza, un breve discurso sobre la sátira y su probada eficacia en apoyo de la labor del Apologista, exigían un acercamiento serio y de ese cambio de planteamiento bien pueden derivar las indudables desviaciones respecto al estilo con el que lo identificamos. ¿A quién más que al propio Centeno podría interesarle apoyar su propia labor creando un corresponsal que lo legitimara desde un punto de vista teórico19?

3.4. Otras obras de Centeno

3.4.1. Oración o sermón pronunciado el 20 de septiembre de 1789

Fue, pues, como señalaba más arriba siguiendo el parecer de Llorente, El Apologista universal (incluidas sus secuelas, singularmente nuestro Don Quijote el Escolástico) la obra que presentó a Centeno en la sociedad de su época y la que abonó concienzudamente el terreno para su inminente caída en desgracia. El motivo puntual de este giro vital se debe, sin embargo, a una obra claramente menor, la Oración o discurso que pronunció Centeno en su convento de San Felipe el Real en Madrid el 20 de septiembre de 1789, con motivo de la acción de gracias de las niñas pobres del barrio de la Comadre por las atenciones recibidas del monarca, y publicada ese mismo año20.

p. 11Se trata de un texto breve, que seguramente habría tenido menor recorrido si no fuera por su naturaleza oratoria, por el marco concreto en que lo pronunció Centeno (ante una destacada representación de las élites de la Corte, como Marcos Argáiz en nombre de Floridablanca, o la dirección de la Real Sociedad de Amigos del País), por su deliberada y hasta gratuita intencionalidad combativa y, como remate de todo lo anterior, porque nuestro agustino tuvo el atrevimiento de enviarlo a la imprenta. En efecto, lo más llamativo en esta pieza de Centeno, que no tiene nada de ingenua, son las continuas provocaciones a los detractores de las Luces desde la primera frase, algunos de cuyos miembros estarían sin duda presentes o tuvieron noticia inmediata de la diatriba. No se entiende esta actitud sino en el contexto, común a otros espíritus audaces, de una confianza ciega en sus débiles fuerzas y en las de la Ilustración española en su conjunto.

La Oración o sermón representa, pues, en mi opinión, el momento preciso de mayor apogeo de Centeno y, a la vez, el principio de su caída irreparable, y fue pronunciada en el contexto de la sucesión de festejos que tuvieron lugar en Madrid durante los días 21 a 24 de septiembre de 1789 con motivo de la coronación de Carlos IV y María Luisa de Parma, así como de la proclamación de Fernando como Príncipe de Asturias21. Al igual que otros muchos, Centeno no percibiría que el nuevo reinado no era el de antes, que las circunstancias habían cambiado.

Ciertamente la Oración contiene un elogio genérico de las labores y establecimientos benéficos puestos en marcha por los monarcas ilustrados, bien de modo directo o a través de sociedades y otras entidades, como las diputaciones de caridad, y de modo concreto de lo que fueron los primeros atisbos de escuelas públicas femeninas, una de ellas la de las niñas del barrio, cuyo agradecimiento justificó el acto. Centeno, en consonancia con otros ilustrados, defiende el derecho a la enseñanza de la mujer y establece sus puntos básicos, en este orden: principios sólidos de auténtica religión cristiana, labores propias de su sexo, lectura y escritura, esto último con las debidas y acostumbradas prevenciones22. Es precisamente al insistir en la educación religiosa, cuando Centeno critica de manera velada pero inequívoca el catecismo (los de Jerónimo de Ripalda y Gaspar Astete), uno de los motivos precisos de su condena y proceso23. Sigue luego señalando que es el desconocimiento de la religión el origen de los males que asolan al país y, en una vuelta de tuerca, siempre en un tono polémico, entiende esa ignorancia desde una perspectiva declaradamente reformista, lo que constituyó el segundo argumento para su reprobación: ignorancia de la religión es limitarla a prácticas externas e hipócritas, al lujo y a la ostentación vanidosa24.

Al tiempo que la Oración recibía elogios, como la Carta de Amadeo Vera a Centeno (vid. Vela 696), las denuncias ante la Inquisición comenzaron a tomar cuerpo.p. 12

3.4.2. Carta a Ramón Carlos Rodríguez

En verdad, el rechazo de Centeno al catecismo de Ripalda se había plasmado unas pocas semanas antes de pronunciar su discurso de San Felipe, en una carta dirigida a Ramón Carlos Rodríguez y fechada a 7 de agosto de 178925. En ella, y refiriéndose a los de Ripalda y Astete, dice del catecismo en su conjunto que es un «perverso librete», que ambos textos «están llenos de disparates, desde la cruz a la fecha», que «se nos venden en ellos mil embustes y patrañas», en fin, que contienen «sus cachitos de herejía» (Pinta Llorente, «El proceso» 237–238). Recordando la prohibición real de enseñar en las universidades por los textos de los jesuitas tras su expulsión, apela a la memoria del Quijote cervantino y señala con sorna que tales catecismos «son los únicos que se escaparon del escrutinio del Cura y son los libros de la nación» (ibidem 118). Arremete luego contra la «patraña» del limbo, encajada en el catecismo como si se tratara de dogma y, tras repasar cuestiones sueltas con su puntilloso celo filológico, entre ellas la necesaria revisión de los textos básicos (padrenuestro, avemaría, salve, credo y mandamientos), propone con buen tino la creación de un catecismo adaptado para los niños. De nuevo apelará al ejemplo del Quijote, ahora para referirse a la depuración del texto llevada a cabo por la Real Academia Española en «edición exacta y correctísima» (se refiere a la impresión de Joaquín Ibarra de 1780, en cuatro tomos) y contraponerlo al misal, al que nadie ha pensado en corregir, pese a que está «lleno de erratas, solecismos y disparates». En su despedida Centeno le pide a Ramón Carlos la debida reserva, pues «ni vuestra merced ni yo tenemos el espíritu quijotesco que era necesario para desfacer tantos entuertos, y así no hay más que callar y esperar a que Dios quiera remediarlo» (ibidem 241)26.

Pese a todo y de algún modo la carta se filtró al bando opuesto, pues mereció un severo dictamen de Francisco Conque, delegado para ello por la Inquisición, a 4 de julio de 1791, quien entiende que Centeno es «sospechoso de herejía» (de seguir a Lutero y Calvino, entre otras consideraciones). Su censura sería ratificada al día siguiente por los inquisidore de Corte27.

Poco más tarde, el 31 de agosto de 1791, Fray Tomás Muñoz, calificador del Santo Oficio, que ha recibido la Oración y la carta de Centeno, así como la carta de Amadeo Vera y la censura previa de Conque (a la que remite con frecuencia), concluye su extenso y detallado informe, pese a la dureza de sus juicios, con una condena más que benigna del agustino, pues aparte de una amonestación severa para que se modere en sus funciones, especialmente en el púlpito, y a que no ejerza docencia alguna en las escuelas de niñas, atribuye sus desviaciones, justificándolas, a su «charlatanería», a su «locuacidad desordenada»28.p. 13

3.4.3. «Defensa o exposición»

En respuesta a estas acusaciones Centeno escribió la conocida como «Defensa o exposición de los reparos al catecismo», fechada en Madrid a 21 de noviembre de 1791 y que Miguel de la Pinta rubricó como «Explanaciones y comentarios»29. En el texto Centeno comienza afirmando su ortodoxia y su sumisión a la Iglesia, pero continúa irreductible defendiendo sus principios, pues Ripalda y Astete «pudieron ser y serían muy santos y componer libros muy malos» (243). Lo que Centeno plantea, en suma, es la diferencia entre dogma e interpretación y, en cuanto a esta última, su libertad para ejercerla. Pasa luego a justificar en detalle sus afirmaciones respecto al texto de Jerónimo de Ripalda por la edición de José Urrutia (1791) y secundariamente respecto al de Astete, siempre con acopio de argumentos y sin renuncia puntual a la ironía. Recurre para ello a su saber filológico (sus conocimientos del griego, del latín y aun de la lengua de la calle), confrontando los textos originales con las lecturas del catecismo. A medida que se extiende, al tratar de los artículos de la fe y siguientes, crece el aplomo y el atrevimiento de Centeno: nada diría que se está dirigiendo al Santo Oficio; combina su formación teológica y literaria y afirma que «si la religión fuera un cuento de viejas, no estaría en lenguaje más bajo que el del catecismo» (250). Y continúa sin arredrarse cuando, al tratar de las obras de misericordia, penetra en el terreno social y denuncia que en la lectura del catecismo el ejercicio de la caridad no es obligatorio, mientras que el Redentor vino a enseñarnos justamente esto: «los estrechísimos vínculos de caridad mutua», y será ese el criterio que seguirá en el juicio final, más que la fe, la religión o el culto (251–252)30. Ciertamente, reconoce, la edición del catecismo de Ripalda del año 91 enmienda algún error de la del 86 (que era la que circulaba cuando escribe su carta a Ramón Carlos), pero perviven otros muchos y aun se han aumentado; Centeno, implacable, los detalla, se ofrece (si es el caso) para ayudar a corregir estos y otros, y recurre de nuevo al ejemplo del Quijote de Ibarra para reclamar una depuración esmerada31. En su despedida insiste nuestro autor en el carácter confidencial de la carta y de que en esta y en la Oración de 20 de septiembre su propósito no fue otro que corregir errores peligrosos. Reconoce que en aquella mezcló «alguna ironía o llámese sátira», y concluye precisando que su propósito burlesco se ha dirigido siempre, no contra las verdades de la fe, sino contra quienes «las profanan con opiniones y expresiones extravagantes y ridículas» (256)32.

A tenor de la firmeza de Centeno y de que en el fondo se trataba de dos posiciones irreconciliables, no puede extrañarnos que la «Defensa» mereciera una nueva reprobación de 16 de febrero de 1792, refrendada el 2 de abril («El proceso» 365–382). Centeno, que seguía indómito, replicó a las distintas acusaciones y, en consonancia con su tendencia a la escritura desatada, parece pidió licencia para escribir un tratado teológico sobre el limbo.

El 25 de abril de 1792 el Consejo de la Inquisición acuerda llevar ante el tribunal de la Fe a nuestro Pedro Centeno, en virtud de las acusaciones que se derivaban de la Oración o Sermón, la carta a Ramón Carlos Rodríguez y el «papel o defensa» que había presentado el 21 de noviembre (Pinta Llorente, «El proceso» 10).

Durante esta primera parte de la causa Centeno permaneció en el convento de san Felipe el Real de Madrid, lo que explica las aseveraciones de Juan Antonio Llorente de que se le trató con cuidado, confirmadas por la documentación que estudió y publicó Miguel de la Pinta Llorente. En efecto, sea por la protección de los poderosos, por su prestigio o por mayor amplitud de miras en los inquisidores que la que se observará en los miembros de su propia orden, ciertamente parece que Centeno recibió consideración y atenciones («Notas eruditas», esp. 162 y ss.).

p. 14Lo peor, por supuesto, estaba por llegar. Según propia confesión de Centeno, en marzo de 1793 sufrió un amago de perlesía; no obstante, algunos meses más tarde, a primeros de julio, conserva su orgullo o vanidad habituales cuando solicita se sustituyan sus calificadores por otros más competentes33.

A lo largo de 1794 se forma el expediente de acusación, que superaba a esas alturas los 500 folios. Miguel de la Pinta considera un punto de inflexión en la trayectoria de la causa de Centeno el momento –estamos a 21 de septiembre de 1794– en que Francisco Rodríguez, provincial de los agustinos de Castilla, pide al inquisidor general que se le castigue con severidad y sin que ello perjudique a su orden, así como que se le aleje de Madrid «porque he oído a muchos hablar de él como de un libertino» («El proceso» 398). Entretanto y según confiesa el citado provincial, Centeno, que se encontraba enfermo, disfrutaba de una licencia para recuperarse en su tierra natal, Extremadura («El proceso» 397 y ss.; vid. 407–408).

Desde luego, en esas primeras semanas de otoño se percibe un giro desgraciado para Centeno, seguramente derivado de ese escrito de Rodríguez: el cese de sus prerrogativas y su progresivo ostracismo. Y así, el 17 de noviembre de 1794, la Suprema ordena que se le detenga e ingrese con el mayor disimulo en las cárceles secretas de la Inquisición en Valladolid. Sus rivales saben de su deterioro físico y de que se ha trasladado primero a Villamiel, muy cerca de Acebo, en la misma sierra de Gata, y luego al convento de su orden en Arenas de San Pedro. La ambivalencia en las interpretaciones, que es tan característica en el caso de Centeno, se repetirá hasta su muerte acerca de la gravedad de sus males, pues los inquisidores de Valladolid, por ejemplo, notifican «que se tenía por fingida entre las gentes la enfermedad que pretextaba dicho religioso» (quebradura y fiebres) («El proceso» 411; vid. 409–412).

Pese a todo se produjeron sin duda dilaciones, pues no fue hasta un año más tarde, el 10 de octubre de 1795, cuando dos comisionados de la Inquisición toledana salen hacia Arenas, y allí prenden a Centeno. Del 20 de octubre a junio de 1796 será recluido en las cárceles secretas de Valladolid, adonde llegó «muy torpe y quebrantado». La sentencia definitiva se emitió el 23 de junio, ciertamente atenuada, pues se le condenó a reclusión y penitencia durante un año en el convento de Arenas de San Pedro («El proceso» 403 y 413). Entretanto, la Oración pronunciada ante las niñas pobres, la carta a Ramón Carlos Rodríguez y el escrito de su defensa fueron prohibidos por edicto de la Inquisición el 13 de noviembre de 1796 e incorporados al Índice.

p. 15Parece probado que Centeno deseaba permanecer cerca de su tierra y que todavía contaba con algún apoyo, pues el inquisidor general insiste ante sus superiores para que, una vez transcurrido ese año en Arenas, pueda residir en el convento agustino de Ciudad Rodrigo, cercano a Cáceres. Sin embargo, como ocurrirá en lo sucesivo, la comunidad mirobrigense no quiere recibirlo; argumenta que el cenobio es pequeño, que no dispone de personal ni de enfermería para atenderlo… En el fondo, tanto los conventuales como el provincial de la orden consideran que Centeno sigue siendo peligroso y temen el contagio de sus ideas y la mala reputación que conlleva el acogerlo (ibidem 405)34. Aunque la opinión del inquisidor general se impone y Centeno llega a Ciudad Rodrigo el 26 de junio de 1799, las presiones de sus compañeros agustinos y del obispo conseguirán que se le traslade al convento de Toro. Allí se halla en junio de 1801, cuando Juan de Armentia, prior del convento, en virtud de la mengua de facultades y grave estado de salud que observa en Centeno, próximo de la muerte, solicita su traslado al de Salamanca, argumentando que allí podía estar mejor atendido, pues dispone de enfermería y que era el de su procedencia35. Pero en la ciudad del Tormes sus hermanos de congregación tampoco quieren recibirlo. Alegan que el padre Centeno puede perjudicar la formación de los jóvenes, pues «ha tenido siempre un talento satírico y demasiada ingenuidad en explicar sus pensamientos» y «los jóvenes son inclinados a la novedad y amigos de divertirse con todo lo nuevo y jocoso»; añaden que «está con la cabeza tan sana y con la razón tan despejada como lo estaba hace muchos años». Repitiendo los lamentables precedentes, protestan los padres del consejo conventual y el propio prior, con sendas cartas dirigidas al inquisidor general, incluso llegan a ofrecer una suma de dineros, camuflada en caridad cristiana, con tal de quitárselo de encima (ibidem 415–416). Su reclamación fue desoída, pues Centeno se encuentra en Salamanca desde el 10 de diciembre de 1801. Allí murió el 2 de enero de 1803 (ibidem 417; «Nuevas referencias eruditas» 61–62).

3.4.4. Adiciones, Discurso de gracias, Carta al «Memorial literario»

Como apunté arriba, Centeno es coautor junto con Juan Fernández Rojas del primero de los cinco tomos de las Adiciones al año cristiano del padre Croiset, que había sido traducido por el Padre Isla36.

Francisco Aguilar Piñal inventaría el Discurso de gracias que pronunció Centeno en su ingreso en la Academia de la Historia, el 29 de abril de 1791 (368–370)37.

Y hay que mencionar también la Carta escrita a los compositores de este «Memorial literario» sobre los defectos que se notan en algunas obras poéticas38. Firmada con las iniciales P.C.G. e inequívocamente de Centeno, es una dura reseña de las Poesías de Figueroa que acababan de publicarse en edición de Ramón Fernández, realizada desde un posicionamiento claro en defensa del buen gusto (al que, por cierto, recurre el editor para justificar su selección), para luego desbocarse en su mordaz tendencia a destacar y ridiculizar los fallos de sus oponentes literarios. Comienza nuestro autor reconociendo cierto mérito del Memorial en el ámbito del teatro y le pide que haga lo propio en el de la poesía. Por supuesto, para Centeno Francisco de Figueroa (1530–1588), a pesar de su renacentismo y de su fama, no merece el calificativo de «divino» y lo desmonta con argumentos que oscilan de la correcta puntuación en las portadas a los que toma con desenfado de la teología39.p. 16

3.4.5. Informes de censura

Nuestro Pedro Centeno ejerció asimismo labores censoras, en su mayoría inéditas y que merecerían un estudio específico. María Francisca de Isla, que intentó publicar en 1790 una Colección de dichos y hechos reunida por su hermano, el célebre autor del Fray Gerundio, no lo consiguió en virtud de un sobradísimo dictamen de Pedro Centeno, que concluye así: «Soy de sentir que esta obra no puede ser de utilidad al público, ni servir para aumentar sus conocimientos científicos; solo sí fomentará una erudición pueril y pedantesca, de la que tenemos ya libros infinitos» (Serrano y Sanz 538). María Francisca contestó a Centeno en un tono agrio, atacando directamente a nuestro autor en la línea en la que muy pronto se instaría su condena, su desviación de la ortodoxia, y aun es probable que aluda de modo específico a la Oración de san Felipe. Centeno respondió con otro escrito40. Asimismo es de Centeno el informe para la representación que cierra el manuscrito de El Aníbal de Vicente Rodríguez de Arellano. Y a los anteriores hay que sumar otros que menciona Rafael Lazcano, asimismo inéditos y en su mayoría muy breves.

3.4.6. Afición poética

No encuentro menciones en las biografías de Centeno a su vocación poética, que sin duda la tuvo a tenor del propio Don Quijote el Escolástico, donde incluye con frecuencia composiciones de cierto mérito y gracia, con preferencia por el tono jocoso. Es el caso, por ejemplo, del soneto que escribe el poeta a nombre del Escolástico («Maguer, señora, que con artes ruines»), en el que declara a Dulcinea su inquebrantable fidelidad amorosa; o de los versos que constituyen el permiso al poeta para montar cátedra y fábrica de versos («Allá a la media noche en el silencio»). Con frecuencia estos escarceos poéticos de Centeno refuerzan el carácter satírico de las pullas contra sus adversarios literarios, como la que comienza «Que su autor debe ser sin duda alguna», dirigida contra Vicente Fernández Valcarce, el autor de los Desengaños filosóficos.

Las brevísimas apostillas de carácter burlón que escancia Centeno cuando le place («Más apacible que al villano oído/ el dulce son del rábano mordido»), sin embargo, pertenecen a menudo a fuentes literarias, en cuyo uso nuestro autor muestra sus profundos conocimientos de la literatura clásica y vernácula.

Se diría que Centeno llevaba su faceta de poeta con cierta timidez o recato, pues en alguna, que se escapa por su lirismo del tono burlón, recurre al pretexto de atribuirla a los ciegos; es el caso de los primeros versos que aparecen en nuestra obra: «Un tierno pichoncito, al cual su madre».

3.4.7. Textos atribuidos

Ciertamente es probable que determinados artículos de periódicos, publicados bajo el recurso general a los pseudónimos y dado el carácter colectivo de los posicionamientos, sean de Centeno. En esta línea Santiago Vela ya apuntó la posible autoría de varios artículos humorísticos publicados en el Semanario erudito de Valladares (700), y cabe que sea el caso de otras publicaciones en este tipo de soportes.

Por otra parte, son muy numerosos los textos que, sin duda por la significación polémica y satírica de Centeno, se le atribuyeron en su día, filiación que hoy en general se sigue insinuando o afirmando. A mi entender, el grueso de estos textos no pertenecen a nuestro autor.

Es el caso del Cañón de metralla que dispara un español machucho. Aguilar Piñal (369) se limita a recoger la atribución a Centeno por parte de Palau y luego algún investigador la da por suya (Lazcano 82). Ciertamente en el Cañón menudean las referencias al Censor y al Apologista y las posiciones ideológicas, así como los recursos argumentales, pudiera asumirlos nuestro autor, pero la obra carece, en mi opinión, de la fluidez y del gracejo de los textos que con certeza sabemos propios de nuestro agustino.

p. 17Algo similar ocurre con la Carta dirigida al señor Apologista universal por uno de sus clientes natos, con un soneto a la muerte del señor Huerta: Aguilar Piñal recoge la atribución de Palau a Centeno (369) y Lazcano la considera suya (82). En la Carta aprecio, de una parte, la afinidad en los contenidos y las intenciones con un grupo de intelectuales posicionados en torno al Censor y a Centeno, y de otra una significativa diferencia de estilo con los escritos de nuestro autor.

La Justa repulsa a la apología irónica-satírica, aunque anónima, se considera en general (así lo hace Aguilar Piñal 20, entre otros) obra de Jacinto María Delgado, seudónimo de Juan Francisco de la Jara, según Palau41.

A Centeno se le ha atribuido también la Guía de ignorantes y diversión de malentretenidos42. Se trata de una parodia de los pronósticos convencionales en la que el autor, en clave burlesca y siguiendo la posición habitual ilustrada sobre tales textos, limita su credibilidad y su alcance a aquellas cuestiones que tienen que ver con la astronomía (las lunaciones) o con las costumbres (el calendario ferial, por ejemplo), de suerte que, en la práctica y tras el recurso al sueño literario (con detalladas visiones alegóricas de los signos zodiacales y sus cortejos) el texto se reduce a un entretenido y manso almanaque, entreverado de poemitas jocosos. Si la intención de la obra pudo muy bien compartirla Centeno y el círculo ideológico al que pertenece, el estilo literario es claramente barroco, con ecos estilísticos incluso de Torres Villarroel, al que por cierto el anónimo cita. Si este texto pertenece a Centeno, cosa que no creo, pues su prosa no tiene nada de barroca y repudiaba este estilo hasta para imitarlo fuera del contexto preciso de sus sátiras, habría que reconocerle una extraordinaria capacitad mimética en sus registros.

Finalmente se tiende a atribuir a Centeno los textos que firma un tal Alejandro de Moya, de quien no se tienen más referencias, considerado pseudónimo de nuestro agustino (Aguilar Piñal 854). Es el caso de El café, una miscelánea, y, como tal, variopinta, en la que resultan protagonistas estos nuevos espacios públicos. Joaquín Álvarez Barrientos ha analizado la obra y a la vista de determinados indicios (el hecho de que Moya critique todas las continuaciones e imitaciones del Quijote pero no mencione la suya), se inclina por considerar El café obra de Centeno. No es, en mi opinión, texto que le pertenezca, pues ni el propósito ni el estilo son los de nuestro agustino; como también me parece ajeno el conocimiento directo de estos nuevos lugares de sociabilidad que tiene Moya. El café se aleja del universo satírico en que se mueve Centeno y basta repasar la selva de temas tratados y la posición de observador de su autor para comprender que estamos, como certeramente señala Barrientos, ante un ámbito literario que se desarrollará todavía más a partir de ahora, el del periodismo y la crítica de costumbres.

Similar opinión me merece la otra obra publicada a nombre de Moya, El triunfo de las castañuelas o mi viaje a Crotalópolis, utopía con propósito crítico de la sociedad de la época. Santiago Vela se hace eco de esas atribuciones, así como de la Carta de Madama Crotalistris y de la Ilustración de la Crotalogía, por Antonia de Vigueydi, pero lo hace con escepticismo, pues no encuentra en tales obras, criterio que suscribo, asomo de la gracia ni de la ironía propias de Centeno (Vela 699–700).p. 18

4.Don Quijote el Escolástico y la Summa philosophica de Salvatore Roselli

Centeno emprende la escritura independiente de su Don Quijote el Escolástico sin duda por la grave amenaza involucionista que representaba, en su visión de la España del momento, la inminente publicación en nuestro país de la Summa philosophica de Salvatore Roselli, obra que requería, en consecuencia, un tratamiento aparte y diferenciado, no diluido en el maremágnum general de reseñas críticas que es su Apologista universal. Tanto para él como para otros muchos que habían confiado ciegamente en el avance de las Luces se trataba de una desventurada inoportunidad histórica: el texto del dominico italiano ponía en serio riesgo los objetivos conseguidos y los venideros.

Salvatore Roselli, el «Caballero de la Rosa», como lo denomina don Quijote el Escolástico, ese «filósofo de viejo», en palabras del cura, había publicado una década atrás en Roma su Summa, en 1777. La intención, ni ingenua ni azarosa, antes bien orquestada, de reeditarla en España confirma, como ya estableciera Javier Herrero, la conjunción de las fuerzas y de los textos de la reacción europea en su intento por retener el poder y las estructuras del Antiguo Régimen en el continente. No se equivocaba Centeno ni la facción más beligerante de la Ilustración a la que pertenecía. Estamos en unos años, en apenas unos meses, en que se produce una de las inflexiones ideológicas cruciales en la historia de nuestro país.

En verdad, por mucho entusiasmo o incluso euforia que mostraran los ilustrados más confiados, el panorama no estuvo jamás despejado (baste recordar el proceso a Pablo de Olavide en 1776 o diez años antes el Motín de Esquilache). De hecho, en los años específicos que nos ocupan, en los momentos previos a la Revolución Francesa, la escolástica ha ganado posiciones y existe ya un discurso conformado de carácter reaccionario, fenómeno que replica el de otros países europeos como señalara Herrero43.

El Prospecto que anunciaba la inminente publicación de la Summa apareció en la Gaceta de Madrid el martes 27 de noviembre de 1787. Carlos III, el gran protector de la ilustración combatiente, a pesar de sus debilidades y de sus titubeos, moriría un año más tarde, el 14 de diciembre de 1788. Se estaba fraguando la Revolución francesa, que estallaría el 14 de julio de 1789. Antonio Elorza ha plasmado en fórmula certera lo que significó en ese contexto el aviso del Prospecto, que tuvo para la facción más beligerante de la Ilustración española «el efecto de una declaración de guerra» (vid. Elorza 47–59).

Ante la imparable llegada de la nueva ciencia y sus correspondientes avances técnicos, los sectores reaccionarios necesitaban un texto de referencia que cuestionara de raíz aquella y volviera a recolocar las cosas donde estaban. Este es el propósito de la edición española de la Summa philosopica de Roselli, junto con el de poner freno a la política cultural y educativa de los ilustrados (Elorza 50). Estos, conscientes del peligro, intentaron atajarlo impidiendo la publicación de la Summa. La Junta de Recopilación, nos dice Elorza, ocupada de la censura de la obra, recomienda al Consejo que no la autorice «y mucho menos que se permita su introducción en las escuelas para la enseñanza, por los perjuicios que de ello pueden resultar» (54).

p. 19Manuel de Aguirre, «el Militar ingenuo», es seguramente el intelectual más activo en su lucha contra la escolástica y particularmente contra la Summa de Roselli, al que sigue en ese compromiso Centeno con su Don Quijote. Contesta rápidamente al Prospecto con un escrito publicado el 30 de enero de 1788 en el progresista Correo de Madrid, antes Correo de los Ciegos (es el n.º 133), del que fue uno de sus redactores, y que presenta como «Declamación. Avisos de un verdadero español a sus conciudadanos». Aguirre, fiel al carácter de su pieza, es vehemente y combativo cuando, en un preámbulo que viene a ser síntesis de sus posiciones, contrapone el «árbol malo» del escolasticismo, del que no hubo sino frutos nefastos para la humanidad en el largo periodo del siglo IX al XVII, al «árbol bueno» de los modernos estudios44. Y continúa luego, siempre en un tono apasionado, para descalificar sin paliativos la «aborrecible» escolástica y la «detestable dialéctica», en contraste con la pureza del Evangelio. Su artículo del Correo es un denso tratado o repertorio argumental para desarraigar la escolástica de nuestro suelo, en el que exhorta a los gobernantes a implantar un sistema universitario de Estado (a ejemplo de los Reales Estudios de Madrid o la Universidad de Valencia). La publicación de la Summa, importada de Italia como otras lacras escolásticas, le parece a Aguirre un «caballo de Troya» que ocasionará la ruina de la patria. En un apunte que anticipa la técnica que luego seguirá Centeno, con una ironía casi imperceptible por su tono áspero, Aguirre anima a Roselli a que acuda, con sus universales, silogismos y distinciones a laboratorios de química, jardines botánicos, gabinetes de historia natural, anfiteatros de anatomía… En efecto, a imagen del Quijote original, nuestro Escolástico confrontará ridículamente sus naderías y suposiciones con varias de esas mismas realidades de la época que enuncia Aguirre, de suerte que el procedimiento general y los escenarios concretos coinciden sobremanera en este y en Centeno45. Aguirre termina su pieza («contra ti es este ataque, patria mía») apelando a la nación española para que resista y no sucumba ante este «héroe escolástico».

Poco después, Aguirre continuará su cruzada contra Roselli publicando en tres números consecutivos del Correo de Madrid (días 7, 10 y 14 de mayo de 1788) un notable alegato a favor de la tolerancia. En él desacredita la exclusión («filosófica», añade entre paréntesis) del tolerantismo por parte de Roselli, al considerarla, con el ejemplo de la expulsión de los moriscos y otras, dañina para la economía del reino, además de contraria a la dignidad humana, al derecho natural y social y, antes que nada, a los principios católicos evangélicos, en cuyo seno Aguirre se sitúa. No es de extrañar, dados los antecedentes y el tono declamatorio, que este texto recibiera una severa réplica en el Espíritu de los mejores diarios y, tras denuncia ante la Inquisición, que fueran retiradas las dos primeras entregas al Correo y la tercera condenada. En efecto, Aguirre increpa a menudo directamente a Roselli y las acusaciones que vierte contra la intolerancia escolástica como calamidad histórica y, sobre todo, la contraposición radical entre pureza evangélica y escolasticismo, resultaban inaceptables para el sector reaccionario.

Compartiendo claramente los objetivos, el procedimiento empleado por Centeno para descalificar a Roselli difiere, sin embargo, del de Aguirre, al optar de manera definida por la burla y la ironía, elección que se debe, por un lado, al natural satírico y jocoso de nuestro autor y, por otro, a su convicción de que aquellas eran más eficaces que la diatriba para conseguir sus fines. Ya en su Apologista universal se mofa del Prospecto, afirmando que era «tan largo, tan hiperbólico y magnífico» (294)46. Por supuesto que Centeno no renuncia a las descalificaciones, pero lo hace desde su privilegiada posición irónica y burlona y así, a modo de ejemplo, donde Aguirre se extiende amargamente en mostrar los males históricos producidos por la escolástica, Centeno resumirá la cuestión viendo en los seguidores del «pastor» Aristóteles un «rebaño», en Roselli un «escolástico de Satanás», o se referirá a Christiaan Huygens (y con él a toda la tropa científica moderna) como «nuevo herejazo», entre otros recursos jocosos (Apéndice a la primera salida 139, 145 y 76).

p. 20En la confrontación ideológica entre ilustrados y tardoescolásticos, los primeros abundan en el rechazo de los instrumentos, de pensamiento y formales, que eran propios de los segundos. También aquí lo que caracteriza a Centeno no es el tono directo, sino la apuesta por la provocación festiva, que a su vez se modula en esa amplia e inteligente gama que define su proceder satírico y donde la ironía juega un papel decisivo.

En efecto, era cuestión común entre los renovadores, por una parte, el atacar la silogística meramente especulativa de la escolástica y, por otra y en un sentido positivo, abogar tanto por su aplicación práctica como por la ampliación de su cometido, en consonancia con la nueva ciencia. En cuanto a la crítica de la disquisición estéril, Centeno opta claramente, mediante la parodia, por el descrédito burlón del silogismo, o, por mejor decir, por la caricatura de un tipo de razonamiento que en verdad era sofisma, esto es, una auténtica falacia camuflada en un aparato supuestamente solvente. Como veremos más adelante, hay notables pasajes en Don Quijote el Escolástico donde este contrafactum burlón adquiere un papel muy relevante (la respuesta en silogismo del loco protagonista a Masson de Morvilliers, sus elucubraciones sobre si debía o no pagar alojamiento y comida, en ambos casos en un pésimo latín, su desacuerdo con el zapatero), tanto que llegan a constituirse, si no en núcleos episódicos (dada la estructura bastante deslavazada y dispersa de la obra), en, digamos, «cogollos» temáticos.

De la vindicación de las virtudes positivas de la lógica en el nuevo y amplio contexto científico, Centeno se desentiende, sin duda por el objeto satírico que pretendía, lo que en modo alguno implica que no las comparta. El discurso 27 de El Censor (y ya hemos mencionado la proximidad de nuestro autor al periódico de Luis Cañuelo) es un texto de referencia, entre burlas y veras, sobre estos posicionamientos modernos. Estructurado en dos cartas, en la primera un padre se sorprende y lamenta de que, cursando estudios universitarios para ejercer de abogado, su hijo pierda el tiempo aprendiendo esa lógica estéril, preocupación que ha compartido con el cura del lugar y ahora transmite al Censor. La carta de este en respuesta a Simplicio, el nombre del supuesto padre, es un auténtico alegato a favor de un arte del raciocinio práctico, adaptado a los tiempos y a las distintas disciplinas. De ella me interesa ahora la propuesta del Censor de reemplazar las vaciedades enseñadas en las escuelas por esta nueva lógica utilitaria47, por cuanto Centeno se sumaría a esta idea de la sustitución por la vía drástica, confrontando, en distintos pasajes de su obra, la entelequia escolástica con la realidad técnica y científica del momento, contienda en que la primera se desmorona (recordemos el modo en que el Escolástico abandona la Cátedra de Química, huida, por mucho que él la justifique como «retirada», que constituye una réplica del manteo que sufre el Quijote primitivo, y cuya frustración pone fin asimismo a su primera salida).

p. 21Ciertamente el rechazo a la lógica huera y a sus prolijos compendios de reglas, las súmulas, así como la denuncia de su dependencia en exclusiva de la dialéctica (la disputa), venía de atrás y desde el propio seno de la Iglesia. Sin liberarse todavía de la dependencia pedagógica con tales procedimientos, Feijoo, por ejemplo, en su Teatro crítico universal es tajante a este respecto48. En ese tono ecléctico que le caracteriza, sin dejar de reconocer sus utilidades, condena las disputas escolásticas en cuanto ejercicio puramente teatral y detalla los cinco principales abusos que nota en ellas49. Ciertamente se percibe una línea progresiva que lleva de Feijoo a los avanzados como El Censor o Pedro Centeno, pero media un abismo entre ellos: todavía aquel cree en determinadas bondades de la escolástica, sus métodos y sus términos, mientras que para nuestro agustino y su entorno todo ese ámbito necesariamente es (o quieren que sea) prehistoria. A fin de proponer un modelo que corrija los defectos de los debates académicos («Desenredo de sofismas»), Feijoo incluye un diálogo entre un dialéctico y un crítico. Se trata de una disputa ágil, con recurso a la razón natural, pero sujeta todavía a una mecánica y una terminología del todo escolástica (Teatro crítico, tomo VIII, discurso 2). Centeno, en cambio, se burla sin piedad de tal fraseología prodigándola a conciencia y, sobre todo, sacándola del seguro reducto de las escuelas para darle un paseo y ponerla en contacto con la vida diaria del Madrid de finales del XVIII; está claro que para él y los suyos se trataba de un fósil. Los términos son básicamente los mismos en Feijoo y en Centeno («concedo», «niego», «distingo», «subdistingo»…); no hay duda de que nuestro agustino conoce los procedimientos concretos del silogismo que satiriza, ese Barbara, Celarent que menciona antes de dogmatizar la primacía filosófica de la nación española (vid. nota 31 de nuestra edición), pero el sentido y el uso que tienen uno y otro al respecto es diametralmente opuesto.

Ahora bien, no se trataba solo de descalificar la Summa y su tradición filosófica, con su particular metodología, sino también de vindicar de consuno una vuelta a la pureza clásica (en el latín y en el castellano), contrapuesta al latín bárbaro de los escolásticos. La posición racional y crítica de Centeno, en este sentido, no admite compromisos, y así afirmará que «los padres de la lengua latina son Cicerón, César, Terencio, etcétera, y aquel que escribiendo en latín imitare a estos será más digno de alabanza que el que imitare a san Gregorio Magno (por ejemplo), sin embargo de que éste es un santo padre y aquellos unos escritores gentiles» (El teniente del Apologista 50). En contrapartida, la de los escolásticos «no es lengua, es una mezcla a manera de un cieno impurísimo nacido de las lagunas árabes y aumentado con inmundicias de todo género de voces bárbaras, extranjeras e inauditas» (54).

En Don Quijote el Escolástico y en el conjunto de su obra, Centeno es un devoto del estilo, en cuya concepción la precisión terminológica y la elegancia son componentes irrenunciables. Ya hemos visto, en el primer caso, los problemas que ese compromiso le acarrearía a propósito de los catecismos. En cuanto a la elegancia, de hondas resonancias clásicas, se trata de una cuestión que extiende al plano literario la confrontación ideológica entre ilustrados y reaccionarios, asunto que desborda el intento de estas páginas. Baste decir aquí que hasta los detractores de los ilustrados reconocieron la superioridad de estos y que trataron de atajarla primero con la descalificación (la elegancia es seducción) y más tarde (el caso de Teodoro de Almeida, por ejemplo) de imitarla50. Centeno, para concluir, coloca la elegancia como pilar fundamental de sus quehaceres literarios (El teniente 55).

p. 22La medida del desatino que significó la publicación del dominico italiano la proporciona Alberto Lista en su memorable El imperio de la estupidez, densísimo poema satírico en cuatro cantos y versión más que libre de The Dunciad de Alexander Pope. Como explica en el prólogo el joven autor (leyó su obra en la Academia de Letras Humanas de Sevilla, el 22 de Julio de 1798), había muchas y poderosas razones para que no dudara en convertir a Roselli en «monarca de la estupidez» y protagonista de su poema51. Aunque Lista coincide con Centeno en sus apreciaciones y también en el tono satírico cargado de desprecio hacia Roselli («[…] aquí a furiosas tragantadas/ bebió el agua enturbiada por él mismo/ y allí chupó, cual la industriosa pulga,/ retales de Newton que encadenados/ entre ergos de Goudin…» [El imperio de la estupidez 381]), no deja de incluir al agustino en la nómina de los estúpidos, sin duda por su falta de comedimiento. Refiriéndose a Manuel Pérez Valderrábano, autor de la Angelomaquia, Lista considera que el poema «probablemente hubiera yacido, con el nombre de su autor, en eterno olvido si el Apologista universal no lo hubiera hecho célebre con su crítica. Asinus asinum fricat» (384n).

Esta es, a mi entender, la arquitectura general que explica la escritura de Don Quijote el Escolástico y al servicio de la cual el seguimiento satírico del modelo cervantino viene a ser un instrumento, un medio muy adecuado para conseguir el objetivo de anular el efecto que la publicación en España de la Summa philosophica de Roselli suponía concretamente.

5.Filósofos y antifilósofos. La vindicación de la escolástica

En el ámbito de las antiguas universidades, de manera singular en la de Salamanca y a pesar de los intentos ilustrados, se mantiene la primacía de la teología escolástica y en uso sus manuales académicos. En su Don Quijote Centeno liquida esos textos con simples menciones, porque resultaban bien conocidos y porque, como ya he señalado, lo que le interesa es, con la figura y las andanzas de su personaje, ponerlos en descrédito. Con esas intenciones alude, sin mencionarlas, a las obras de Antoine Goudin, Domingo de San Pedro de Alcántara, Francisco Palanco, Pedro de Godoy e Ildefonso González de Apodaca52.

Sobre esa inercia, tan significativa en España, se percibe en toda Europa el intento de revitalizar los principios de la filosofía aristotélica como freno al avance de las Luces. Hablamos de la neoescolástica, movimiento que se inserta en la dilatada y áspera confrontación entre Ilustración y Reacción, cuyas raíces en nuestro país arrancan del último cuarto del XVII (con la emergencia de los novatores) y que continuará en el siglo XIX revestida de otros ropajes. Tal enfrentamiento es cambiante, en consonancia con los tiempos y los lugares, y va jalonado de etapas o episodios significativos cuyo detalle cae fuera del propósito de esta introducción53. No es en modo alguno el mismo en nuestro país y en los demás de Europa, aunque percibamos líneas maestras comunes y conscientemente programadas para su uso en el continente, como señaló Javier Herrero para el caso de la conformación del pensamiento reaccionario español.

p. 23En el ámbito europeo de la antifilosofía son fundamentales los nombres propuestos por Herrero: Claude-François Nonnotte, Nicolas-Sylvestre Bergier, Antonio Valsechi o Louis Mozzi, a los que Sánchez-Blanco Parody añade los de Claude Marie Guyon y Nicolas Jamin. Como señala este último, serán las distintas traducciones al español de estos textos antifilosóficos franceses e italianos los que dan consistencia y cohesión al movimiento anti-ilustrado en España (vid. Sánchez-Blanco Parody, esp. 265 y ss.). La reacción europea en su contraofensiva recurre a un puñado de argumentos que se repetirán hasta resultar operativos. Uno de ellos consiste, como señala Didier Masseau, en contraponer la «verdadera filosofía» a la «nueva filosofía» como un modo de descalificar de raíz las corrientes modernas54.

Al tiempo que la (neo)escolástica se fortalece, y en nuestro caso de una manera obvia tras la condena a Pablo de Olavide (1778), no ceden aquellos que siguen confiando en la linealidad imparable del progreso. Si los filósofos tenían a gala su nombre, por lo que comportaba, también los antifilósofos, sin ningún empacho, se enorgullecerán del suyo. Ha llegado de nuevo la hora de un duelo abierto y no es casual, en este sentido, que unos autores y otros, de forma seria o burlona, recurran a la terminología militar en sus textos.

El momento en que Centeno desarrolla su producción, esos 20 años que van de 1775 a 1795, es significativo en esa emergencia de la neoescolástica así como en la publicación de una serie de textos antifilosóficos fundamentales, alguno de los cuales mencionaré enseguida; de modo que la obra de Roselli no es ni mucho menos una excepción o un contratiempo. Ahora bien, Centeno, con la fijación casi enfermiza que le caracteriza, parece que se desentiende del panorama o acaso actúa de manera selectiva, concentrando en la Summa el rechazo a la neoescolástica y la antifilosofía en su conjunto.

En 1774–1776 el monje jerónimo Fernando de Ceballos y Mier (1732–1802) publica la magna obra La falsa filosofía, comentada de manera sucinta y contundente por Centeno en el capítulo VII de su Don Quijote. Lo hace en palabras de don Luis, encargado del Gabinete de Historia Natural, quien ejemplifica en la obra la acusación contra el conjunto de apologías escolásticas: lejos de defender la religión, con sus excesos la han injuriado más que las bufonadas de los libertinos. En efecto, ya el título completo de la obra da una idea del carácter desatado que caracteriza a Ceballos, solo comparable al del Filósofo Rancio, de quien trataremos enseguida. Además de combatir todas las plagas de la modernidad, de las que rastreó sus orígenes, Ceballos se atrevió a intentar menoscabar el poder de la realeza, de suerte que la publicación del tomo VII fue prohibida. Paladín, como es normal entre los apologistas reaccionarios, de la desigualdad social, de la tortura y de la pena de muerte, atacó (en el tomo V y luego en opúsculo suelto) la obra De los delitos y las penas, de Cesare Beccaria. Su retórica es fluida y a menudo terminante, una auténtica batería de diatribas, de ahí seguramente el apelativo «martillo de los impíos» con el que se le conocía55.

p. 24Vicente Fernández Valcarce, capellán de honor del rey y canónigo de la catedral de Palencia, publica en 1787 el primero de los cuatro tomos de sus Desengaños filosóficos, cuyo título deja entrever ya sus intenciones. Nada indica que a Centeno, quien se refiere probablemente solo al primer tomo, le resultara una obra relevante, pues la despacha con cuatro pinceladas en el episodio del escrutinio. Fernández Valcarce busca en la dedicatoria la protección de Floridablanca (aliado asimismo de Centeno) y es lo bastante fino, en prevenciones que repite hasta la saciedad, como para reconocer los indiscutibles progresos que han tenido lugar en el ámbito científico. De hecho, incluso reconviene a algunos escolásticos (podría muy bien ser el caso de Roselli) que se empecinan en negar los avances o tratan de explicarlos desde sus planteamientos aristotélicos (t. I, pp. 44–45). Haciendo gala de manera permanente de un cierto buenismo y reiterando que sus Desengaños se limitan a revelar la intromisión de los filósofos modernos, esos «semisabios», en cuestiones de religión, de moral y de derecho natural (t. I, p. 45), abre la puerta en la práctica a un cuestionamiento exhaustivo, casi radical, de lo que significaban las Luces como actitud y anhelo. Valcarce, como otros reaccionarios, es muy consciente de que los tiempos han cambiado y de que, a ejemplo de sus adversarios, es preciso asumir nuevas formas de comunicación, más atractivas, en apariencia menos doctrinarias. El tomo cuarto es revelador de estos principios, con sus muchas páginas dedicadas en exclusiva a la condena de la tolerancia.

El franciscano José de San Pedro de Alcántara Castro (Alba de Tormes, 1724–1792) es autor de Apología de la teología escolástica, extensísima obra repleta de datos y pormenores, con incisos y citas continuos que no facilitan precisamente la lectura. De ordenación bastante subjetiva, como es común en las obras de naturaleza polémica, intenta abarcar en la defensa cualquier ámbito, desde cuestiones que tienen que ver con el estudio filológico de los textos sagrados a los recientes descubrimientos en física. Por lo adusto del estilo y su escaso atractivo mereció severísimos juicios de Marcelino Menéndez Pelayo (698). Aunque el tono en el posicionamiento y en las descalificaciones es contenido, no cabe duda de la contundencia en su apuesta por la vigencia de la escolástica56.

Para concluir este escueto recorrido por los textos antifilosóficos españoles no queda otro remedio que mencionar al dominico Francisco Alvarado (1756–1814), autoproclamado y conocido como «el filósofo rancio», cuyos escritos son incluso de inferior categoría a la que promete su sobrenombre. Autor de Cartas críticas (en 4 volúmenes) y Cartas de Aristóteles (colofón y volumen 5 de las anteriores), sus apologías reaccionarias tienen como destinatario menos a los filósofos modernos que a los liberales españoles, cuyas peligrosas ideas combate con una insufrible combinación de supuesta erudición (las fuentes y los procedimientos de la escolástica, con profusión de latines) y un tono provocador y atiborrado de descalificaciones gratuitas, desenfadado, supuestamente gracioso. En las Cartas críticas, siempre con las miras puestas en recuperar la vieja alianza del altar y el trono, defiende la desigualdad social, justifica los privilegios de la nobleza, lanza severas diatribas contra la libertad de imprenta. Las Cartas de Aristóteles, a su vez, son una mofa vulgar de los avances científicos, en línea estilística con las anteriores. Las diatribas del Rancio hicieron fortuna y las delicias de sus partidarios, y si no fuera porque inauguran una larguísima trayectoria de literatura reaccionaria española (escrita y oral), en la que la supuesta solvencia académica y la aparente campechanía se combinan de manera perfecta (por su indiscutible eficacia mediática), merecerían caer en el más absoluto olvido57. Este es, en fin, en líneas básicas, el telón de fondo sobre el que se proyecta la obra de Centeno y en particular su Don Quijote, un trasfondo al que el agustino atiende de manera secundaria, que sin duda descuida.p. 25

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1 Arenillas de Riopisuerga había sido la hipótesis de Manuel Martínez Añíbarro y Rives, quien daba de nuestro autor una escueta noticia y se servía de informaciones que no logró corroborar Santiago Vela, en su Intento de un diccionario biográfico y bibliográfico (134). Sigo básicamente la noticia biobliográfica de este último autor, completándola con las aportaciones que se indican en las notas siguientes.

2 Por su parte, Rafael Alejandro Lazcano González, autor de la más reciente aportación sobre Centeno, precisa que nació en Acebo y en 1730, pero no justifica estas referencias (78–88). Como es habitual en la mayoría de investigadores que se han acercado a Centeno en las últimas décadas, los juicios de Lazcano son muy positivos: «Su obra toda rezuma talento literario, fina ironía y sentido crítico hacia la cultura europea, que a finales del siglo XVIII iba abriéndose paso desde la razón y la libertad de expresión» (82).

3 Para Llorente, Centeno fue «uno de los sabios de su orden, y de los mayores críticos de la España en el reinado de Carlos III y IV» (263; vid. asimismo 10, y esp. 263–267).

4 Vid. igualmente Elisabel Larriba, «El destino trágico de Fray Pedro Centeno» y «Un publiciste poursuivi par l'Inquisition: Fr. Pedro Centeno». Joaquín Lorenzo Villanueva cita a Centeno entre sus amigos perseguidos por la Inquisición y no ahorra elogios sobre sus méritos («uno de los varones más doctos del siglo», de «piedad acendrada y sólida»), resumiendo el hostigamiento de que fue objeto (80–82).

5 Él que mantiene claras posiciones antibelicistas (El Apologista universal, XI, pp. 196-198).

6 Para los detalles del artículo de Masson, vid. nota 30 de la edición. Desde su privilegiada posición de defensor de los detractores de las Luces, Centeno tenía bien preparada la respuesta: «Pregunte, pues, en hora buena, Mr. Masson ¿qué se le debe a la España?, que yo le responderé: el salario de haber enseñado a la Francia. Y a vista de esto se conocerá con cuánta razón creemos que no tienen cosa buena los extranjeros que no la hayan tomado de nosotros» (El Apologista universal, discurso II).

7 En la Carta escrita a los compositores de este «Memorial Literario» sobre los defectos que se notan en algunas obras poéticas, da muestra clara de sus conocimientos del griego, que le permiten discernir juegos de palabras (Memorial, n.º 27, de marzo de 1786, pp. 367–368). En sus Demostraciones palmarias (vid. n.º 17) Forner se burla de los excesos del Apologista afirmando que no es el único «que sabe empedrar los papelitos de palabras griegas» (35); vid. n.º 16.

8 De igual modo opina Rafael Lazcano González; Ezquerra era periodista y profesor de latín en los Reales Estudios de San Isidro (Lazcano González 79).

9 Las Demostraciones palmarias aparecieron a nombre del «Bachiller Regañadientes, para ver si quiere Dios que nos libremos de una vez de esta plaga de críticos y discursistas menudos que nos aturde» (portada).

10 Acaso además no quería: «Yo no amo las bufonadas», dice Forner en sus Demostraciones (24).

11 El número 17, dedicado precisamente a Forner, no llegó a ver la luz: el censor, Cayetano de la Peña, informa de su contenido a Pedro Escolano y Arrieta, miembro del Consejo del Rey, que no encuentra afirmaciones contrarias a la fe católica sino beneficiosas, pese a lo cual propone no publicarlo, pues «se satirizan y escarnecen a personas determinadas y señaladas con propios nombres, cargándolas de dicterios y apodos tan pesados como los de fatuo […]». Y continúa: «Escritos de esta naturaleza solo sirven para irritar más y más los ánimos de unos escritores contra otros y formar partidos de venganza y de sátiras entre sus apasionados». Cfr. Inmaculada Urzainqui Miqueleiz, «La censura de La Conquista del Parnaso».

12 Escribe Menéndez Pelayo del Apologista que «solo llegaron a salir catorce números, en que hay chistes buenos y otros pesados y frailunos. […] El propósito de su periódico, es decir, defender en burlas a todos los malos escritores, requería, con todo, mayor ingenio que el suyo, y especialmente uso discreto y sazonado de la ironía para que no resultase monótona» (545–546). La exitosa Crotalogía o ciencia de las castañuelas apareció en 1792 a nombre del licenciado Francisco Agustín Florencio; en ella, por cierto, se cita a Roselli en un revoltijo de nombres que, ni con carácter paródico, hubiera perpetrado un progresista como Centeno: «Todas estas circunstancias y condiciones tan precisas en la nominación, o bien sea nombramiento de una ciencia nueva, desconocida de Pitágoras, de Platón, de Aristóteles, y aun de los célebres Bacon, Goudin, Roselli, Santo Tomás, Newton, Wolfio, Le-Land…» (6).

13 «Mezcolanza de sales y gracias, sazonadas e ingeniosas unas, y otras mazorrales y espesas», en palabras de Miguel de la Pinta Llorente («El proceso inquisitorial» 5). Este notable investigador, agustino como Centeno, asegura respecto al proceso que «había que leerle la cartilla», pero no tiene duda de la valía conceptual y literaria de nuestro autor; reconviniendo la actitud de aquellos (como el provincial que resultaría tan decisivo en su desastrado fin) que continuaban anclados en la intransigencia, concluye: «Hoy los agustinos, superados aquellos precarios ambientes y aquellas livianas pasiones, nos orgullecemos del padre Centeno, debelador de convencionalismos retardatarios y de supersticiones, y le incorporamos a nuestra escuela del siglo XVIII, clasificándole por su castizo ingenio y sus sales críticas» («El proceso» 398–399; «Notas eruditas» 171 y ss.).

14 El anónimo autor de este librito, con notable ingenio y estilo, asume el juego literario del Apologista y, haciéndose pasar por su discípulo, responde de manera categórica a las afirmaciones que había vertido Centeno en el número 15 de su periódico. Sin duda (basta leer la conclusión de su escrito), Centeno se encontró con la horma de su zapato. O también de la Carta gratulatoria de un cliente al Apologista universal, en la que el anónimo autor, asimismo fingiéndose cliente o partidario de Centeno, arremete en elogios contra él, El censor y El corresponsal.

15 La publicación de El teniente fue anunciada de trámite en el Diario de Madrid del 7 de junio de ese mismo año (627–628) y reseñada brevísimamente en el Memorial literario de julio (n.º 66, pp. 497–498), aunque con notable interés para la consideración del género de nuestro texto: «Esta invectiva, sobre ser muy graciosa, manifiesta la futilidad de la citada Summa philosophica y los graves perjuicios y atrasos que puede ocasionar a la verdadera y sólida filosofía que empieza a cultivarse en España según el gusto moderno» (498).

16 Idéntico escepticismo sobre su periodicidad expresa Guinard, «La Presse espagnole» (348n).

17 El Apéndice fue reseñado en el Memorial literario de febrero de 1789 con un cortísimo elogio de corte similar al que apareciera cuando El teniente: «Todo este papel es una ingeniosa invectiva para introducir la crítica que en él se hace de los Discursos filósofos [sic] de Forner y del compendio filosófico del Padre Roselli» (258–259). En el Archivo Histórico Nacional se conserva el expediente de impresión (Consejos 554 [24]).

18 Poco después de la publicación, el anónimo Engaña bobos y saca dinero se refiere ya a nuestra obra, en un pasaje en el cual, dentro del tópico del sueño fingido, el don Quijote «real» trata de convencer a Sancho de mantener la calma ante las imitaciones: «No hace mucho tiempo que a mí me hicieron escolástico, y otro día me harán militar o letrado, canónigo o fraile» (19).

19 Se deslizan, en cualquier caso, en este primer y único número del Corresponsal, ciertos rasgos y guiños que remiten, en mi opinión, al carácter de Centeno: «y dejando fluir con libertad la sencillez genial de mi estilo» (1).

20 Oración que en la solemne acción de gracias que tributaron a Dios en la iglesia de san Felipe el Real de esta Corte las pobres niñas del barrio de la Comadre, asistentes a su escuela gratuita, por haberlas vestido y dotado S. M. con motivo de su exaltación al trono y jura del serenísimo príncipe, nuestro señor, dijo el P. presentado en sagrada teología Fr. Pedro Centeno, editada por Miguel de la Pinta Llorente («El proceso» 223–237).

21 Vid. F. Javier Campos y Fernández de Sevilla, «El convento agustiniano», y Fernando Rodríguez de la Flor Adánez, «Cultura simbólica e ilustración» (esp. 300–301).

22 «La religión y la patria se interesan mutuamente en la sólida enseñanza de las niñas; y los que no conocen el espíritu de la religión, ni saben lo que deben a la patria, creen que una y otra amenazan su próxima ruina» (6); «y sin embargo de que estas mismas debilidades demuestran la mayor necesidad que tiene de instruirse y fortalecerse el espíritu de las niñas y mujeres, se quiere que vivan sacrificadas a la inaccion y a la ignorancia (9); «pero ninguna de estas prohibiciones contradice la instrucción que deben tener como cristianas, como madres de familia, como esposas, ni como miembros de una sociedad misma» (10).

23 Estas son sus palabras: «¿No es lástima, señores, que para aprender los principios de una religión santa, sublime y la más pura, no se haya de poner en manos de las niñas sino un compendio de ella indigesto, confuso, sin método, sin claridad, en que se hallan indistintamente mezcladas las verdades divinas con las opiniones humanas aun las más extravagantes y que, lejos de excitar a que se aprenda la religión, fomenta positivamente su ignorancia?» (14–15).

24 «Yo no veo que un facineroso, un ladrón, un adúltero, una prostituta frecuenten los sacramentos, como lo hace un ocioso de por vida, una señora dada al lujo y a la inacción y un poderoso que no se acuerda jamas de la miseria de los pobres; y sin embargo no veréis que muden de conducta» (22).

25 Es copia del original y va unida al expediente abierto por el Santo Oficio, según Santiago Vela (695–696); fue editada por Miguel de la Pinta Llorente, quien la considera autógrafa («El proceso» 237–242).

26 Refiriéndose a las denuncias que se derivarán de inmediato por la Oración y la carta, Miguel de la Pinta Llorente señala que fue «un hombre abastecido de cultura y de talento, y cuyos sentires y pensares levantaban el oleaje de la envidia de las mediocridades engreídas y despechadas» (11).

27 La censura de Conque fue editada asimismo por Miguel de la Pinta Llorente («El proceso» 201–225).

28 «[…] solo le conceptuamos […] por un sujeto petulante, mordaz, satírico, amante de la novedad, temerario, escandaloso y digno de la más severa corrección para contenerle en su perniciosa e inconsiderada locuacidad»; «su autor es alguno de los muchos charlatanes que se han dado a escribir mil disparates en los papeles periódicos destos últimos tiempos, o alguno de los nuevos pseufilósofos que con el pretendido celo de reformar abusos, sin saber lo que se hacen, baten tal vez la religión por sus mismos fundamentos. Sin embargo desto, suspendemos nuestro juicio». La calificación de Tomás Muñoz fue editada por Miguel de la Pinta («El proceso» 401–440; las citas en 438–439).

29 Rúbrica que, a tenor del tono contundente de Centeno, me parece más apropiada que «Defensa»; De la Pinta Llorente, que la considera autógrafa, la publicó en «El proceso» (242–257).

30 Vid. Luis Resines Llorente, «El agustino Centeno y el jesuita Ripalda».

31 «¿No será acreedor un catecismo por su materia, por su pequeñez y por haber de andar en manos de rudos e ignorantes a que se corrija con la mayor exactitud y cuidado?» (256).

32 La «Defensa» fue elogiada por Llorente, así como por Mariano Boyano Revilla, quien considera que las afirmaciones del agustino están «llenas de una frescura y modernidad admirables para aquellos tiempos». Miguel de la Pinta, con la imparcialidad que lo define, al tiempo que critica a Centeno por la demasía verbal de la carta (era «largo en el hablar»), explica los excesos por su «naturaleza intelectual desbordante» y su «sentimiento religioso depurado» («El proceso» 20–21).

33 «[…] se sirva mandar pase íntegro dicho expediente a sujetos de reconocida literatura y prudencia a fin de que le examinen y califiquen por no tener el exponente la menor satisfacción de las luces e inteligencia de los actuales en las delicadas materias que se tratan tocantes al catecismo y a otros puntos» (Pinta Llorente, «El proceso» 393n); en pp. previas y 394 consigna este estudioso los miramientos y deferencias de los inquisidores hacia Centeno (para el texto completo, 406–407; vid. asimismo «Notas eruditas»).

34 Para los detalles del desgraciado tránsito de Centeno por los conventos de su orden, véase una de las últimas aportaciones de Miguel de la Pinta Llorente, «Nuevas referencias eruditas», donde rectifica alguna afirmación anterior y realiza importante aporte documental (esp. 53 y ss.). El provincial agustino escribirá al prior de Ciudad Rodrigo en estos términos: «[…] tengo carta del padre presentado Centeno en que me dice tiene plácito de V.P. para ir conventual de ese convento, lo que no creo, porque en ese pueblo, con el motivo de los soldados, hay mucho libertino y ese sujeto no ha de dejar de proferir proposiciones disonantes, cuando no sea algo más, y dar que sentir a todos, y especialmente a sus prelados, y me parece que no conviene llevarle ahí […]» (54n).

35 Vid. la carta de Armentia de 6 de junio de 1801 al Inquisidor General (413–414); la de 15 de diciembre de 1801 (414–415).

36 Para el detalle concreto de la labor de Centeno (adiciones de vidas de santos españoles, traducción de epístolas y evangelios…), vid. Vela (700 y ss.); vid. asimismo Lazcano (84–85).

37 Son apenas 4 hojas, 21 cm. Se conserva en Academia de la Historia, 11-3-1-8234 (14).

38 Carta escrita … «Memorial literario», n.º 27, marzo de 1786, pp. 361–371; la respuesta de la redacción en pp. 371–373 (vid. Arenas Cruz, «Defensa de la crítica»).

39 «Luego que vi con alguna reflexión las poesías del Divino hallé que eran todas humanas, y muy humanas; miré a su objeto, era terreno; busqué el entusiasmo, era ordinario; miré al artificio, y era pueril» (365); y más adelante: «4º. Que sin embargo que el licenciado Tribaldos tenga por ignorantes a los que reprendan la ensalada italo-castellana del Divino, sabemos muy bien que semejante potaje es del todo impertinente para manifestar con nobleza y elevación un pensamiento, y solo puede servir para que luzca algún equivoquillo, retruécano o juego de voces, géneros todos de contrabando en el reino del buen gusto» (366–367). Vid. asimismo El Apologista universal, I, p. y XIII, p. 3 y XIII, p. 220.

40 Manuel Serrano y Sanz publicó algunos pasajes del dictamen y respuesta de Centeno, en Apuntes para una Biblioteca de escritoras españolas (538-539).

41 Lazcano, pues, se equivoca al considerarla de Centeno (83).

42 Lazcano (82) la considera obra de nuestro autor.

43 Así lo señala Francisco Sánchez-Blanco Parody: «El poder decreta el mutismo sobre las cuestiones no resueltas y la filosofía escolástica vuelve a gozar de una situación privilegiada»; «el discurso antirrevolucionario, basado en la renovada alianza del Trono y el Altar dentro de un marco absolutista, está perfectamente formulado en España antes de que estalle la Revolución Francesa» (282–283).

44 Y concluye: «Si el árbol es malo (quiero decir, si es origen de males el escolasticismo), por más que lo pode, arregle sus ramas y acicale el padre Roselli, ¿dará frutos de otra naturaleza o que sean gustosos y sanos, en vez de lo dañosos y desabridos que eran antes?» (714).

45 «Ve con ellas a sus laboratorios químicos, jardines botánicos, gabinetes de historia natural, anfiteatros de anatomía, observatorios de la sublime ciencia de los astros, talleres de la industria y artes, a sus campos cultivados con tanto esmero, a sus tribunales y consejos de estado; ve con tu intolerancia (único objeto de tu dilatada obra y largos comentos), advierte y dinos cuántos y cuáles son los secuaces de tus arrogantes y extrañas opiniones» (721). Es muy posible, en consecuencia, que Centeno desarrolle el modelo narrativo insinuado por Manuel de Aguirre, pues las coincidencias de espacios son reveladoras, aunque, en un marco general, le bastaba con aplicar el arquetipo del Quijote de Cervantes a sus concretas intenciones, coincidentes, como ya he señalado, con las de un grupo de intelectuales combativos.

46 En efecto, el Prospecto tenía tales cualidades. En su lugar, vid. el tono directo de Aguirre: «Y vosotros fáciles hinchados autores del pomposo ridículo prospecto en que convidáis a la suscripción de la suma de la filosofía de Roselli» (Correo de Madrid, n.º 162, p. 920).

47 «¿Cuánto mejor fuera substituir estas cosas a toda esa máquina de suposiciones, apelaciones, ampliaciones, restricciones, conversiones, equipolencias, reducciones, y a todas esas inútilísimas y fútilísimas cuestiones con que se aturden las orejas de los muchachos? No obstante no se destierren las disputas de la Lógica […]» (pp. 424–425, la cursiva es del Censor).

48 «De lo que conviene quitar en las súmulas» (tomo VII, discurso 11): «En algunas escuelas se da un curso entero al estudio de las súmulas. ¡Qué tiempo tan perdido! En dos pliegos puede comprehenderse cuanto hay útil en las súmulas»; «Las siete partes de ocho, que se gastan en tantas divisiones de términos, y proposiciones, modales, exponibles, exceptivas, reduplicativas, suposiciones, apelaciones, ampliaciones, restricciones, alienaciones, diminuciones, conversiones, equipolencias, y reducciones, de nada sirven…» (parágrafo I); y: «De lo que conviene quitar y poner en la lógica y metafísica» (d. 12).

49 T. VIII, d. 1: «Abusos de las disputas verbales». Este ensayo es un valiosísimo testimonio de tales prácticas académicas, refrendado por la experiencia del propio Feijoo. La tajante condena de sofismas y sofistas resulta muy útil para enmarcar en su contexto histórico la actitud de Centeno con su Don Quijote (vid. esp. parágrafo V). En cuanto a su propuesta de minorar la prolijidad de las disputas, vid. «Dictado de las aulas» (t. VIII, d. 3).

50 Con respecto a Almeida, me refiero a su Armonía de la razón y de la religión o respuestas filosóficas a los argumentos de los incrédulos dividida en dos tomos, traducida al castellano y aumentada con varias notas por el P. Francisco Vázquez, ts. I [IX de la Recreación filosófica] y II [X de la Recreación].

51 Se me disculpará tan extensa cita pues sintetiza y confirma los deméritos que en la publicación de la Summa reconocieron ilustrados como Centeno, ahora en la perspectiva de un intelectual que puede valorarlos desde una época nueva:

«Pero la alteración más notable consiste en el héroe del poema. Buscando un jefe de partido en que se reunieran todas las circunstancias para subrogarlo dignamente al héroe de la Dunciad, observé que el famoso Rosely, aunque por dicha no español, estaba, por desgracia, tan connaturalizado en nuestro país, gracias a sus necios admiradores, que podía reputarse por ciudadano de nuestra república literaria. No era fácil hallar entre nuestros escritores adocenados de estos tiempos un estúpido de reata que haya hecho tanta riza en el saber español, acaudillando bajo sus banderas todos los botargas de la literatura. Por otra parte, como esta clase de sátiras se versa más bien acerca de las obras que de las personas mismas, y la obra de Rosely quizá no ha logrado en su suelo nativo, a pesar de dos o más impresiones, la cuarta parte de la celebridad que en España, donde reanimó el partido peripatético, ya moribundo, me resolví a elegirlo por héroe, y hacer que su traslación a nuestro reino (que debe siempre entenderse alegóricamente) fuese una parte principal del poema.

Últimamente, las prendas literarias de Rosely son tan en grado heroico que cualquiera de ellas bastaría para coronarlo, sin disputa, por monarca de la idiotez. Su impudencia en desacreditar los escritores más piadosos, en llenar de oprobios los nombres más sabios y respetables, su admirable mendacidad en atribuirles doctrina y opiniones que no conocieron, su audaz orgullo en decidir soberanamente sobre materias que no son de su instituto, su infidelidad en truncar los pasajes y marañar el sentido claro y genuino de los autores; finalmente, los infinitos absurdos de todo género que se escabullen a cada plumada de su mano, y el nuevo sistema, original suyo, de mezclar a la algarabía del peripato los principios matemáticos de los modernos; todo, todo lo hace acreedor al imperio de la estupidez» (379).

Sobre el texto de Lista, vid. Torralbo Caballero; José María Balcells se equivoca al identificar a Roselli con el Conde Roselly de Lorgues (473).

52 Había arremetido contra ellos ya en su Apologista universal, contraponiendo su caduco pensamiento al de la moderna filosofía (XI, pp. 188-189; XIV, p. 248).

53 Para ese marco general y la trayectoria del pensamiento antifilosófico, vid. Sánchez-Blanco Parody, Europa y el pensamiento español del siglo XVIII, esp. cap. 11: «La “antifilosofía” en España» (256 y ss).

54 «La stratégie consiste à se reférer au sens étymologique du mot: “On ne devrait donner ce nom qu’ à des hommes respectables qui étudient la nature avec attention, qui s’occupent avec soin à la recherche de la vérité, et qui ont pour la sagesse l’amour le plus sincère et le plus ardent” (Paulian, Le Véritable système de la nature, 1788, t. II, p. 147)» (Masseau 47).

55 Veamos un ejemplo: «De los incrédulos o espíritus fuertes: […] Son unos genios neutros, incapaces de concebir alguna verdad y de parir algún concepto formado; unos espritus hibridas [sic], abortos de la noche y de la concupiscencia de sí mismos. Aborrecen a los sabios, como el mulo al caballo, porque han degenerado de aquella especie. Su regla de creer son los ojos y estos dicen que nada ven; así murmuran de toda verdad, se mofan de toda demonstración, y parecen aquel género de bestias que andan solamente de noche y no se alegran sino en la obscuridad» (t. I, p. 86). Esta «biblia española de la antifilosofía», en palabras de Sánchez-Blanco, tiene poco que ver en su opinión, sin embargo, con la escolástica tradicional (Sánchez-Blanco Parody 268).

56 A título de ejemplo: «Los modernos nada han adelantado en el descubrimiento de las verdaderas causas principales de los varios fenómenos de la naturaleza» (Menéndez Pelayo 210 y ss.).

57 Las Cartas filosóficas constituyen, como he señalado, el vol. 5 de las Cartas críticas, aunque parece fueron escritas bastante antes, en 1786 y 1787, coincidiendo, pues, con la publicación de nuestro Escolástico. Valga un ejemplo del Rancio, referido a las pesquisas astronómicas sobre la geografía lunar: «En contra de esto pueden decirle que Hugenio no vio los mares que habia visto Wolfio ni Newton vio cosa que se pareciese a los mares. Pero no importa, respóndase que Wolfio vio la luna como ella es en sí; que Hugenio en vez de apuntar con el telescopio a la luna apuntó a la cabeza de un calvo que estaba asomado a una ventana de frente de su casa y la tenia llena de verrugas, y Newton miró a la luna en tiempo que en ella había mucha lluvia y arriada» (Cartas de Aristóteles 194).