Estudio
Don Quijote el Escolástico:
segundo Quijote español

Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez

En el prólogo de El teniente del Apologista universal, Eugenio Habela, uno de los protegidos del pologista, manifiesta que este se ve desbordado para atender todas las defensas que se le reclaman y que, por ese motivo, lo ha mandatado para que emprenda, por su cuenta y riesgo, la apología de la Summa de Roselli, o sea, para entendernos, para llevar a cabo su completo descrédito por la vía de la burla. El «teniente» o comisionado del Apologista se reconoce incapaz de asumir el encargo, si no fuera porque al hojear la Summa se topa con un cuaderno intitulado Suplemento a la Suma Filosófica: Primera salida de D. Quijote, segundo de este nombre1. A partir de aquí y siguiendo el manido tópico del manuscrito hallado, con algunos guiños de escaso recorrido (que no hacen otra cosa, a menudo, que enturbiar un tanto la lectura), el teniente del Apologista comienza a leer al resto de tutelados de Centeno tal cuadernillo (10).

La primera salida de Don Quijote el Escolástico comprendida en esta primera entrega contiene los capítulos I, IV y V, pues faltan en la fuente, nos dice su transcriptor, los capítulos II y III. Como es común en las imitaciones quijotescas, Centeno sigue una cierta estructuración episódica que no se corresponde con esa distribución en capítulos y cuyos núcleos serían los siguientes: don Quijote se determina a ir de escuela en escuela como caballero escolástico; encuentro con un anciano vestido de verde; encuentro con unos franceses; visita a una cátedra de química. Ante los reiterados fracasos de sus «aventuras» ideológicas (muestra de la inadaptación de sus pretensiones escolásticas a una sociedad moderna), don Quijote reflexiona sobre la conveniencia de volver a casa.

p. 112La continuación de las andanzas de nuestro don Quijote (Apéndice a la primera salida) comienza con unas reflexiones del historiador-autor original, suponemos que transcritas por el teniente del Apologista. Algún eco encontramos de la contestación a las expectativas creadas (deudoras de las afirmaciones de autonomía cervantina respecto al rumbo narrativo del Quijote de Avellaneda), pues la voz afirma que ni él ni don Quijote tienen voluntad alguna de realizar una segunda salida y que quienes la piden habrán de contentarse con este simple apéndice. Al igual que en la primera salida (poco o nada hay de innovación en estas imitaciones y continuaciones quijotescas) continúa la seriación episódica: visita al Gabinete de Historia Natural; encuentro con un poeta tan quijotesco por desvariado como nuestro protagonista y con un capitán, encarnación de la racionalidad y el sentido común ilustrados, episodio que culmina con una «batalla libresca» (99 y ss.)2. La historia de don Quijote termina de manera abrupta al final del capítulo X, cuando el Escolástico desaparece por temor a la justicia: el autor-historiador confiesa no disponer de más datos relativos al personaje. De esta suerte, el autor afirma que va a «a referir varias cosas que si no son parte del principal asunto, no puede por lo menos decirse que son harina de otro costal» (107), y narra (cap. XI) el escrutinio y quema de la librería de don Quijote el Escolástico por el cura y el sacristán, motivo que le sirve a Centeno para reiterar sus ataques a la neoescolástica y a Roselli.

1.Don Quijote el Escolástico (1788-1789) como sátira y parodia

La vocación satírica de Centeno queda acreditada, además de por la práctica en la mayor parte de su obra, por las consideraciones teóricas que constituyen el meollo del Corresponsal del Apologista, en esencia un brevísimo tratado sobre la sátira, y eso incluso si no fuera creación de su pluma. El propósito del Corresponsal, en cualquier caso, es apoyar con su correspondencia el proyecto del Apologista, por su utilidad innegable. El fin que pretende con sus apologías, dice, «sobre ser de suyo honesto y laudable, merece el aplauso y agradecimiento del público» (2). Y en cuanto a los medios de que se vale, esto es, esos «discursos irónicos y satíricos que mofan y ridiculizan» (4), no los hay más eficaces para corregir cualquier tipo de desviaciones y de abusos.

Las consideraciones sobre la sátira y la ironía expresadas por el Corresponsal respecto a las apologías de Centeno valen de igual modo para nuestro Don Quijote el Escolástico y justifican su escritura, pues la creación del personaje y del artificio literario no tienen otro propósito que poner en ridículo a Salvatore Roselli y a la neoescolástica. En efecto, por su naturaleza, la sátira expone a la risa pública en menoscabo del amor propio (incluso en el caso de aquellos que lo tienen «calloso») todo tipo de defectos y no hay otro procedimiento más «conducente» para corregirlos, hasta el punto de que el Corresponsal llega a proponer la creación de escuelas públicas que fomenten su cultivo (10)3.

p. 113En su recorrido histórico por las bondades de la sátira, el Corresponsal incide en su eficacia sobre aquellas manifestaciones que tienen que ver con la escolástica y sus aledaños: Sócrates acertó con ella «a desacreditar la orgullosa y estéril charlatanería de los sofistas» (7); con la sátira francesa del siglo XVI «desapareció (así no hubiera vuelto a renacer) el tono pedantesco que tanto ofende, aquel aire casi innato de satisfacción que tanto enfada y estilo afectado que fatiga» (8); de la mano de Centeno podrán corregirse (además de las deviaciones en múltiples materias: religión, historia, geografía…) esas «metafísicas alambicadas» (11). Por supuesto, en esa trayectoria de éxitos destaca de manera singular el Quijote cervantino (vid. Aguilar Piñal «Anverso y reverso» 209; «Cervantes en el siglo XVIII», 161–162), modelo indiscutible para Centeno y para buena parte de la sátira dieciochesca tanto española como europea4. Así lo señala asimismo Alonso Bernardo Ribero y Larrea, el autor del Quijote de la Cantabria5.

Dos consideraciones del Corresponsal nos interesan sobremanera: la sátira, señala, no necesita para ser eficaz la ayuda de la elocuencia, como bien demuestra el silbido, «un vano ruido que se pierde en el aire», y al que la perfección de los teatros debe más que «a las reglas y máximas de los eruditos» (15–16). En segundo lugar, basta que una palabra se revista de carácter satírico para que su solo enunciado consiga los efectos de corrección que el locutor pretende6. Por partida doble, añadimos nosotros, es lo que ocurre con don Quijote el Escolástico, personaje y obra imbuidos de esa naturaleza y propósito.

En verdad, en el discurso del Corresponsal subyace la escolástica como epítome de la sinrazón, y de hecho su autor termina su breve y densa obra con una batería de descalificaciones sobre esos supuestos sabios de la época («estúpidos adoradores de la antigüedad», «filósofos rastreros de Aristóteles», «secta de sabios de reata»), para los cuales reclama del Apologista «una pronta descarga de apologías» (18–19). Este remate del Corresponsal, con su sacudida contra los neoescolásticos, obliga a una relectura de la pieza no tanto como teorización general de los procedimientos literarios de Centeno sino más bien como justificación de las defensas irónicas que iba seguramente a emprender de aquellos. En otras palabras y habida cuenta de las fechas (El Corresponsal vio la luz en la segunda mitad de 1787 y El teniente en 1788), Centeno está preparando el terreno para la publicación de su Don Quijote, que no es otra cosa que una descarga apologética en toda regla.

p. 114Del Quijote original se toma, pues, el esqueleto satírico, aunque es importante matizar que, de acuerdo con una distinción que omiten El Corresponsal y los contemporáneos en general, tal esqueleto cobra sentido en la parodia. En otras palabras, repitiendo el modelo cervantino, y en la medida que reconocemos ya el paradigma caballeresco, ya el escolástico, de los que ambos autores se burlan, las nuevas creaciones (el hidalgo manchego metido a caballero andante, el anónimo loco del XVIII ilustrado oficiando de caballero escolástico) entran de lleno en el ámbito de la parodia. En los dos Quijotes se produce por parte de los personajes una imitación paródica de unos determinados modelos discursivos (de ficción en el primer caso, de filosofía o pensamiento en el otro), a través de la cual estos y sus autores quedan desacreditados y son blanco de crítica. Esta, sin embargo, trasciende ese ámbito paródico de la literatura imitada para incluir valores, ideas, actitudes de la realidad contemporánea vinculadas a ella; de ahí que podamos hablar de una sátira de carácter más amplio o general bajo la que queda subsumida la parodia, especialmente en el caso de Centeno, tal y como hemos visto en la introducción al estudiar el contexto ideológico en el que hay que situar su caricatura de Roselli. En este sentido, podemos concluir que la parodia se pone al servicio de la sátira y actúa como su procedimiento esencial en el Quijote escolástico. Para hacer efectivas ambas Centeno despliega una serie de mecanismos, entre otros, por supuesto, el recurso continuado al humor, casi siempre ingenioso y a veces intencionadamente avulgarado, así como su dominio del lenguaje (es el caso, a título de ejemplo, del empleo de los sufijos de carácter despectivo: «maestrazos», «herejazo», «distincioncitas»…).

2.La invectiva

De las dos modalidades básicas en la sátira clásica y dieciochista, la «horaciana» y la «juvenalesca», nuestro Don Quijote se sitúa claramente en la segunda. Si la primera pretende una condena general de los vicios, anónima y por lo común moderada en el tono (caso de Jovellanos), la segunda fija como objetivo el ataque directo, personal y acre. Es este tono desatado, en ocasiones incluso violento, contra destinatarios expresos el que define la invectiva, procedimiento que permea distintas obras de Centeno, ya desde la Oración o discurso pronunciado en San Felipe hasta la obra que nos ocupa.

Esta naturaleza fue percibida inequívocamente en la época: en efecto, en las mínimas reseñas que le dedica a las dos entregas de la obra el Memorial literario aparece como elemento definidor la invectiva (vid. n.º 66, 497–498; n.º 79, 258–259). Asimismo en una buena parte de los informes de los calificadores en el proceso inquisitorial abierto contra Centeno se repiten los términos de invectiva, sátira o detracción, a menudo, es preciso reconocerlo, para atenuar por esa vía (que apela a la naturaleza formal de sus escritos y al carácter intempestivo del autor) condenas más graves7. En las Demostraciones palmarias del dolido Juan Pablo Forner, dirigidas contra el Censor, el Corresponsal y el Apologista, subyace igualmente este rasgo: bien puede leer estos «papelejos» quien quiera, pero no va a sacar utilidad alguna de ellos, viene a decirnos8. El Bachiller Regañadientes asimismo apunta a uno de los rasgos característicos de Centeno, la cita literal de frases y pasajes de sus adversarios que en sus reseñas destaca de manera escrupulosa (e impertinente) en bastardilla, procedimiento que no abandona en Don Quijote el Escolástico9. De hecho, en el mismo prólogo recurre a esta técnica para descalificar la Summa desde el principio, y lo hace con la repetición literal de un fragmento del prospecto publicado en La Gaceta de Madrid. Fuera de su lugar de origen, en ese contexto abrumado por la ironía de Centeno, las ambiciosas declaraciones a favor de la obra de Roselli se vuelven ridículas10.

p. 115Forner reconoce sorprendido el predicamento que tiene Centeno entre sus seguidores («atienden a sus decisiones como los pitagóricos a su maestro», Demostraciones palmarias 9) y reitera, exasperado, la insustancialidad de sus críticas. A lo largo de las Demostraciones Forner, en definitiva, remite al propósito de la sátira constructiva, la horaciana, para desacreditar a Centeno y al resto de sus oponentes, por su falta de plan y de amplitud de miras11.

Ahora bien, obligado es reconocerle a nuestro autor que, aun recurriendo al improperio, su atención está puesta habitual y finalmente en un propósito de corrección general que trasciende la descalificación inmediata del destinatario, así como (de nuevo el recurso a la falsa apología ayuda) que sus golpes suelen enfundarse en guante de seda para ser más efectivos12. De este modo lo hacen los personajes que en El Escolástico encarnan el pensamiento de Centeno (los franceses, el químico, don Luis, el capitán): descalifican de manera tajante los planteamientos del loco protagonista o de Roselli tirando de ironía, de mezcla inteligente de bromas y veras. Por supuesto que son maniqueos en la medida que representan al autor Centeno, pero la riqueza que exhiben de pensamiento y de verbo los aleja de la condición de marionetas, tan frecuente en las imitaciones quijotescas antifilosóficas, como veremos más adelante. Paradigma de esto son los sucesivos comentarios del químico (por supuesto reseñas) respecto a la afirmación de Roselli de que para el conocimiento de la física «no basta el uso de instrumentos, por ser necesaria […] la razón natural» (El teniente 42 y ss.). De hecho es el Escolástico quien pierde los papeles («don patán, rústico, infacundo, químico de Satanás») y el químico quien tratará de calmarlo («para estas ocasiones […] se hizo el tate, tate. Sosiéguese el caballero escolástico», 44–45). El pasaje (repetido luego con don Luis en el gabinete de historia natural y con el capitán más tarde) es revelador porque sintetiza muy bien el modus operandi de Centeno: con sus maneras irritó durante años a sus adversarios, que apenas pudieron darle respuesta hasta que se les presentó la ocasión del discurso de acción de gracias.

3. La falsa apología o apología irónica

El Apologista universal, con el recurso a una antífrasis que identificará muy pronto al propio Centeno, tenía como rasgo caracterizador la exposición de «defensas literarias» que, por la ironía a la vez fina y acerba que suponía alabar lo que en realidad se estaba condenando, se revelaban temibles sátiras o caricaturas. En una perspectiva general, Don Quijote el Escolástico, aunque estructurado en el molde del Quijote de Cervantes, se entiende, en mi opinión, como remedo de esa misma técnica: con la creación de un personaje ridículo Centeno emprende de manera disparatada la defensa de una causa que considera por entero negativa, la de revivir la escolástica. Don Quijote el Escolástico es, así, una gran apología irónica, donde lo que se dice verdaderamente (la condena sin paliativos) resulta obvia por los antecedentes, el contexto y, sobre todo, por el estilo literario de lo que aparentemente se afirma (el elogio). O, por decirlo de otro modo, estamos, si lo consideramos desde el punto de partida y de llegada (la génesis y la intención), ante uno más de los discursos del Apologista, pero ahora desarrollado por extenso mediante la imitación (exclusivamente en clave satírica, no novelesca) de la obra de Cervantes.

p. 116La muy digna respuesta a uno de los discursos del Apologista, y me refiero a la Justa repulsa (el número II de aquel reseñaba las Adiciones a la historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha), sintetiza algunas claves del proceder de Centeno, con sus aciertos y deméritos. Su anónimo autor nota «con cuán fútil motivo satiriza unas obras que, si merecen alguna atención, es por haberlas tomado bajo su protección y amparo» (3–4), afirmación esta última que nos recuerda una crítica similar de Alberto Lista. Enseguida resumirá su técnica de manera precisa: «El Apologista hace que halaga y muerde rabiosamente» (4) y no le falta razón al precisar que «levanta mucho polvo, por ofuscar y salvarse a favor de la nube que él ha formado» (5). Sobre este rasgo del «Apologista de tutilimundi», así lo llama, el de su afición a la selección subjetiva y representativa de elementos o pasajes muy concretos, con menoscabo de la objetividad de una crítica más exhaustiva, volverá más adelante13.

La ironía es el procedimiento definidor del usus scribendi de Centeno. ¡Pocos autores se mueven con la soltura y el ingenio que lo caracterizan!, aunque Menéndez Pelayo se empeñara, cegado por sus prejuicios ideológicos, en afirmar lo contrario14. Puestos a buscar precedentes, el objetivo directo e inmediato de Centeno (su propensión a la invectiva) lo aleja de la ironía socrática, mucho más ponderada y universal, y lo acerca de la gracia, la visceralidad, en definitiva de la desmesura, de un Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais, un autor, por cierto, que, como es sabido, disparó sin desfallecimiento contra los sofistas escolásticos de su época. No anda muy lejos tampoco nuestro agustino de Erasmo de Rotterdam y su Elogio de la locura. Al autor del Enchiridion le une el propósito crítico de base cristiana humanista, siempre irreductible; en particular, son llamativas las coincidencias entre ambos en el ataque a la teología escolástica y sus diversas escuelas (su vaciedad, su metodología ilusoria, el alejamiento de la caridad cristiana, en fin, el uso de un latín bárbaro). Con la distancia que impone el uso inteligente de la voz de la estulticia, Erasmo reparte descalificaciones aun más duras y directas que las de Centeno (Elogio de la locura, LIII). Todas estas concomitancias con Erasmo, que alcanzan cuestiones de detalle y, desde luego, el procedimiento en sí de la alabanza de lo nimio o lo despreciable, al que me referiré enseguida, merecerían un estudio propio.

En el contexto de las Luces abundan en nuestro país las obras que se valen de la ironía para criticar radicalmente (en apariencia exponer o defender) posiciones y actitudes de signo contrario al de sus autores. La condena de la hipócrita devoción, de la moda o de la falsa erudición son algunos de los motivos que ofrecen tierra fértil a autores como Fulgencio Afán de Ribera con su Virtud al uso (1729), Manuel Antonio Ramírez y Góngora y su Óptica del cortejo (1774), o José Cadalso. Este en Los eruditos a la violeta (1772) ofrece por vía de la ironía un compendio de recomendaciones para aparentar sabiduría con muy pocas y breves lecciones. Centeno, ya en su Apologista o en su Don Quijote, es un maestro en el uso de la ironía para «defender» causas, autores y obras. Lo hace, por supuesto, en una clave burlesca, pues su objetivo (en ese contraste entre lo que parece y lo que verdaderamente hay) no es otro que poner en ridículo lo que condena por la vía del supuesto elogio.

p. 117Este propósito jocoso, de sometimiento a la risa pública, pone en relación las obras de nuestro autor con otras manifestaciones, como la épica burlesca, de tan larga trayectoria, y más con modalidades como la disputa burlesca (vid. Layna Ranz, «La disputa burlesca»). En efecto, Centeno incide en la parodia de los debates escolásticos en distintos momentos de su Don Quijote. En este caso, todo hay que decirlo, la degeneración de la disputa en los actos académicos era tal que podríamos afirmar que Centeno no exagera y que la parodia de lo auténtico se acerca tanto al modelo (salvo por los personajes que intervienen) como para darlo por copia fidedigna de esos malos procederes. Era, en efecto, habitual en la literatura de la época la crítica de las disputas universitarias, tanto en la ensayística y noticiera como en la ficcional15.

En un sentido más específico, lo que plantea Centeno son encomios o alabanzas desmesurados y que deben entenderse, en virtud de la ironía, al contrario de lo que en apariencia expresan. De modo que, si en un sentido plano, estamos ante alabanzas (laudationes) y no ante vituperios (vituperationes), el uso de la ironía con propósito burlesco convierte las primeras en humillaciones demoledoras. Este carácter híbrido y singular de la técnica de Centeno la acerca sobremanera a una modalidad claramente definida, el encomio paradójico (encomion paradoxon) (vid. Núñez Rivera), este a su vez opuesto al vejamen (singularmente al de carácter académico) (vid. Cara), productos también donde el juego y la ironía, como en nuestro autor, tienen un papel destacado16. En el primero se alaban, contra el sentir común o la razón, asuntos, actitudes o personajes triviales o desdeñables, procedimiento que en su origen pudo ser ejercicio habitual entre los sofistas (vid. Dandrey, Miller, Marcos de la Fuente y Pease). El elogio de Helena de Troya, de los insectos (la mosca en Luciano), de la locura (la obra del mismo título de Erasmo) o de los vicios (Gargantúa y Pantagruel, por ejemplo), coincidirían en el uso de este procedimiento retórico. Por supuesto, el recurso no es desconocido en la literatura española17 y el propio Centeno hace del número IX del Apologista universal, en su integridad, una meritoria «apología de los burros», a la que sigue, dividida en dos partes, en los números X y XI, en evidente clave paródica, la «apología de los sabios», es decir, de sus pobres protegidos. En el ámbito de las derivaciones quijotescas de nuestro XVIII encontramos una señalada disquisición y muestrario en el prólogo de Donato de Arenzana a su Quijote de la Manchuela (cita desde Sinesio de Cirene, con su elogio de la calvicie, y Dión Crisóstomo, con el de la cabellera, hasta Luis de Ávila y Zúñiga, con la alabanza de la araña, pasando por Luciano de Samosata y Apuleyo con sus apologías del asno). ¿De dónde le viene a nuestro autor el uso de esta técnica? Dados sus notables conocimientos literarios seguramente tanto o más de la tradición grecolatina y europea que de la española propia, y me inclino por considerar que de la complacencia ideológica y estética con autores de primera fila como Erasmo y otros clásicos. Refiriéndose al procedimiento que utiliza para descalificar la Oración apologética de Forner, dice en El Apologista universal: «… y que así como Platón, Erasmo, Luciano Phavorino ejercitaron la suya en elogio de la injusticia, de la fatuidad de la mosca y de la cuartana, podía yo también divertirme en soñar a mi modo una oración laudatoria de la España e irrisoria de las demás naciones» (XIV, p. 242).

p. 118Precisando aún más, Centeno siente predilección por prodigar pseudoelogios que tienen un carácter netamente literario (entendiendo el término en el vasto significado que mantenía la literatura hasta la llegada del Romanticismo), de modo que, en el sentido preciso del Apologista o en el extenso de Don Quijote el Escolástico, lo que tenemos en ambos casos son reseñas irónicas18. Aparte de esa orientación general de la obra, la principal fuente de pseudoapologías en El Escolástico se registra en los parlamentos del protagonista, en especial cuando se enfrenta a sus adversarios ideológicos (el químico, don Luis, etc.), tan altisonantes y disparatados que por fuerza se descalifican; y luego en las intervenciones de esos personajes secundarios que replican el modelo del loco a pequeña escala, como el poeta. En ocasiones, además, y como ocurría en el modelo cervantino (el caso de los Duques), un personaje pretende burlarse del Escolástico y cambia por entero su registro. Cuando el capitán, cansado de su largo debate con el Escolástico, sopesa el modo de burlarse para pasar finalmente del ataque directo a la ironía y alaba los nuevos descubrimientos matemáticos de Roselli, nuestro protagonista es incapaz de percibir el juego19. Sin duda, un lector avezado de entonces comprendía estos devaneos irónicos de Centeno, pero no siempre su criatura, que carece por completo de la complejidad y de la hondura psicológicas del hidalgo manchego, mal general de los protagonistas de las imitaciones y continuaciones quijotescas de nuestro XVIII.

Ahora bien, aunque de uso abrumador, no todo en Don Quijote el Escolástico es panegírico irónico. Es el caso, por ejemplo, de la «modernísima» disertación del cura sobre los sistemas (más bien la falta de sistema) de la nueva ciencia. Se produce así, en algunos momentos puntuales, una saludable alternancia de las burlas y las veras, que obliga a agudizar, pues lo complica intencionadamente, el acto de la lectura.

4.La imitación satírica del Quijote cervantino

No cabe ninguna duda de que Centeno conocía muy bien el Quijote cervantino y que admiraba y reconocía el mérito de su autor, en sintonía con una lectura utilitaria y satírica, que es la común en la España de la época. De hecho, cita a Mayans y Siscar, como veremos más adelante. La demoledora reseña que publica en el número 2 de su Apologista contra Jacinto María Delgado, además, nos da oportunas pistas sobre su percepción del Quijote original: valora su ingenio, invención, estilo y «maquinaria» en la medida en que se trató de una obra provechosa, pues desterró de manera definitiva las viejas caballerías20.

4.1.De la narratividad a la reseña

Como es sabido, la lectura del Quijote de Cervantes en el siglo XVIII español, a tenor fundamentalmente de sus imitaciones y continuaciones, no se opera en clave novelesca, sino satírica. A su autor se le reconoce el haber dado con un procedimiento efectivo, la creación de un loco ridículo cuyo comportamiento y acciones sirven para desacreditar la causa de su locura. Si Cervantes apuntaba a las malas lecturas de caballerías, Centeno fija el blanco en la pervivencia de la escolástica en plena época de las Luces y, más en concreto, en la publicación en España de la Summa roselliana. En el ambiente fuertemente polarizado de ese momento, es obvio que tanto para el sector de Centeno como para el de sus adversarios (cada uno con opuestas consideraciones), la pretensión de revitalizar tan añeja filosofía era cuestión de enfrentamiento directo: al calificarla como locura Centeno deja muy claras desde el principio sus posiciones. De hecho, el propio teniente del Apologista reconoce desde el prólogo lo disparatado del encargo que se le ha hecho para revitalizar el escolasticismo. La confesión se desliza entre mucha palabrería y con esa ambivalencia irónica tan provocadora en Centeno:p. 119

¡Ah!, por nuestra desgracia estamos en unos tiempos en que la libertad de pensar y elegir cada uno según su antojo se ha apoderado de los ingenios y es forzoso, una de dos, o no conocer el siglo en que vivimos, o carecer de sentido común para dudar que el restablecer la filosofía escolástica es empresa igual en todo y por todo a la de resucitar la caballería andante. Mas entre tantos escolásticos, ¿no tendrás tú, dichosa patria mía, un don Quijote? (10)

Tomando como armazón o bastidor, en términos conceptuales y narrativos, el patrón satírico del Quijote de Cervantes, Centeno va hilvanando una serie de elementos o de recursos más concretos, que se desgajan asimismo de su modelo. Como digo, este es el procedimiento habitual en las imitaciones quijotescas del XVIII: si acaso Centeno sobresale por el conocimiento que muestra de la fuente y por la fidelidad en las referencias.

Y así, Centeno describe a su personaje principal siguiendo de manera sumaria el arquetipo del hidalgo manchego, incluso con algún calco lingüístico, para enseguida adaptarlo a su particular intento satírico y caricaturesco21. Por lo común de lo que se trata es de transposiciones literales del modelo cervantino, que encajan y funcionan con escasa congruencia narrativa en el propio texto. Y así, en el capítulo I, el Escolástico se entera de que, a imagen de los caballeros medievales que iban de torneo en torneo, él debería hacerlo de escuela en escuela, disputando. A tal efecto se supone que debe ser investido por un maestro22; la ceremonia como tal, sin embargo, se sobreentiende. Faltan, en la fuente, nos dice el teniente-editor, los capítulos II y III. Se trata de una broma de Centeno, claro, quien reitera los lugares comunes del tópico, si bien esta ausencia de los episodios de disputas escolares guarda cierta coherencia por ser archisabidas y porque a nuestro autor lo que le interesa, también según el modelo quijotesco original, es confrontar la fantasía escolástica con la realidad de la época.

Tal confrontación se plasma en los debates que abundan en la obra y que constituyen en buena medida el tejido de la misma. Son, como veremos, aquellos pasajes medulares en los que el Escolástico se va enfrentando a distintos adversarios (los franceses, el químico, don Luis, el capitán), todos ellos confundidos a la postre en un mismo personaje, la encarnación del propio Centeno satírico. Tanto es así que podríamos hablar de un único episodio segmentado en partes sucesivas. En cualquier caso, siempre la disputa o refriega tiene para nuestro autor un obvio carácter burlesco, pues toma como referencia para su inversión tanto los enfrentamientos del modelo cervantino, con la sustitución de los encontronazos físicos por el altercado verbal, como la desaforada y decadente disputa escolástica universitaria23. Asimismo en estos pasajes Centeno prefiere establecer los términos concretos de la disputa en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y de la física, tanto por su seguridad en la trascendencia de los avances modernos como porque era el espacio de choque más duro entre las dos visiones enfrentadas de la época.

p. 120Siempre siguiendo el trazo grueso (el esqueleto) de la novela cervantina reconvertida en sátira, Centeno remeda, pues, el propósito aventurero del hidalgo de la Mancha: su criatura sale en busca de controversias de las que salir triunfante. En el capítulo IV, en su presentación ante el anciano con atuendo verde, nuestro don Quijote se autodefine de manera inequívoca como calco paródico de su molde24. Es el anciano quien le hace ver la dificultad de su empresa y le sugiere comenzar «enderezando el tuerto» que se ha infligido a la princesa Micomicona, la literatura española. El Escolástico rechazará, sin embargo, la invitación argumentando «que lo requiere así la imitación de la caballería andante» (pues esta le obliga a concentrarse en la defensa de la escolástica), entendiendo ese modelo literario y satírico en una clave alegórica, como es propio de su naturaleza. La insistencia del de lo verde en la supeditación de la literatura española (oratoria, poesía, también el derecho) a la escolástica constituye un punto crucial en la denuncia de la decadencia barroca por parte de los ilustrados más críticos. En rigor, como he señalado en la introducción, la escolástica representa toda una cosmovisión que Centeno y otros consideran periclitada y de obligado reemplazo por la nueva axiología de las Luces25.

Acaso por esto Centeno no se detiene en ámbitos complementarios a los que le preocupan (el filosófico y el filológico, fundamentalmente). Aparte de la literatura, que tiene una importancia básica, escasean en nuestra obra las alusiones expresas al ámbito artístico, ya sea el vinculado a la Ilustración o al Barroco. Una significativa se desliza precisamente en este capítulo, y de manera indirecta, cuando el de lo verde y don Quijote se encuentran con dos «franceses de Francia» (para diferenciarlos de los españoles que tanto intentan parecerse a ellos): uno alude a una fachada que deshonraría al propio Churriguera, prototipo en arquitectura del mal gusto barroco (El teniente IV. 35–36). Los franceses, que se expresan en el mismo tono irónico que usaría Centeno, prodigando menciones entusiastas de los progresos técnicos y científicos del momento (nuevas cátedras, jardín botánico…), apabullan a nuestro infeliz protagonista, que se apresura hacia la nueva Cátedra de Química.

De igual modo que don Quijote original, en su busca de aventuras, emprende una ruta (varias, en realidad, en virtud de cada salida), el Escolástico tiene la suya, limitada a un tránsito breve y concreto de carácter urbano por ese nuevo Madrid que las políticas de Carlos III habían erigido. Se trata, como es obvio, de una trayectoria escogida por el propósito combativo de Centeno y en la que hay mucha complacencia.

En efecto, la visita a la citada Cátedra de Química merece capítulo aparte, el V, y no tanto por lo que representaban estas instituciones, en la visión optimista que tenían ilustrados como Centeno de los nuevos avances, como porque la visita da pie a nuestro autor para tratar cuestiones fundamentales que venían de consuno en el maremágnum escolástico. Y así, en el debate entre don Quijote y el químico se pasa de la polémica sobre la nueva instrumentación a la cuestión crucial de la lengua: el uso de un latín bárbaro y oscuro, con voces ininteligibles, por parte de los peripatéticos. Centeno, en boca del químico, despliega aquí una brillante y potente batería argumental, en la que exhibe sus conocimientos literarios y deja muy clara su apuesta por la elegancia citando a Muratori y, ante todo, no titubea a la hora de abordar lo que más le importa: separar el ámbito de la religión del de la lengua y la literatura, ambos intencionadamente unidos por los neoescolásticos.

p. 121La primera salida de nuestro don Quijote acaba con una andanada de Centeno contra Juan Pablo Forner, que había merecido un entusiasta elogio en Le Journal Encyclopédique ou Universel de Bouillon por sus Discursos filosóficos: después de denunciar que no pocas reseñas elogiosas de obras se deben a los propios autores de estas, cita literalmente una parte del Journal con el simple cambio de Forner por Habela (Patiño), su pseudónimo. Se trata de un ejemplo más de la inclinación natural de Centeno hacia la sátira y de cómo el modelo del Quijote cervantino se pliega y cede ante su propensión burlesca.

En el capítulo VI, que inicia el Apéndice, el Escolástico titubea sobre regresar o no a su lugar de residencia, motivo que se comprende si consideramos el modelo inequívoco del Quijote original, que, tras su primera salida, regresa a casa. Esa indecisión justifica el carácter estático o reflexivo del capítulo, que se estructura en dos momentos fundamentales. El primero, uno de los pasajes más brillantes de la obra, consiste en la parodia de los procedimientos escolásticos, cuando don Quijote discurre, siguiendo el modelo caballeresco de referencia, sobre si puede o no disfrutar del privilegio de hospedarse gratis. El largo fragmento en latín macarrónico que Centeno reproduce porque supuestamente está en la fuente merecerá epígrafe aparte. El segundo es una intervención metaliteraria del historiador, quien reclama con vehemencia su autonomía y la del Escolástico para decidir sus acciones.

Como indicaba, el itinerario que sigue el Escolástico por el Madrid de la época es fácilmente reconocible. Si en el capítulo VI se mencionaba la Puerta de Alcalá y la Cátedra de Química, el VII nos lo presenta en el Gabinete de Historia Natural, donde mantiene una severa disputa con don Luis, uno de los encargados del establecimiento, en la que se manifiestan las dos visiones encontradas que motivan la escritura de la obra.

El capítulo VIII transcurre en un portal de la calle del Príncipe y constituye sin duda uno de los principales núcleos temáticos de la obra y acaso el más dinámico. Tal movimiento deriva de la presencia de varios interlocutores (calcetera, zapatero y poeta, envueltos en una trifulca populachera que por momentos recuerda tanto los ambientes de los mesones y ventas del Quijote como los sainetes de un Ramón de la Cruz26) y de la incertidumbre acerca del desenlace. Al igual que en el molde cervantino, el Escolástico confronta su disparatada versión de la vida con la realidad cruda y obtiene similares resultados: al exhibir sus conocimientos escolásticos con un sofisma ridículamente ofensivo, el célebre argumento «cornuto», el zapatero le cruzará la cara con el tirapié27. Comentario aparte merece el poeta, creador, entre otras virtudes, de una fábrica de versos, tan trasnochado o más que nuestro don Quijote, de quien viene a ser una réplica en distinto ámbito: si uno considera cátedra de filosofía el portal del inmueble, para el otro se trata del Monte Parnaso… Con ánimo de seguirle el juego a los presentes se suma a la escena un capitán, quien, por su carácter lúcido y su propósito, puede hacer recordar, de lejos, el papel de los Duques en el Quijote original.

Cuando acaso la narración podría enriquecerse por esta vía, en el capítulo IX, sin embargo, Centeno, siguiendo su tendencia natural, prefiere deslizarse hacia su campo predilecto, la sátira literaria un tanto indiscriminada, que terminará decantándose por un comentario de texto minucioso de los Discursos filosóficos de Juan Pablo Forner. Puede verse acaso en estas digresiones el modelo cervantino, que entrevera ficciones o discursos, de la mano del protagonista o de otros personajes, en su novela; no hay, sin embargo, en Centeno un mínimo acomodo en el propósito general del Escolástico, por mucho que la crítica venga de la mano del loco poeta, personaje significativo en estos capítulos. Ni siquiera existe una congruencia mínima en la evolución de este personaje, pues pasa de representar la degeneración literaria atacada por Centeno a confundirse con este como anotador satírico de los Discursos fornerianos.

p. 122El soneto compuesto por el poeta a nombre del Escolástico sirve para recuperar, aunque sea mínimamente, el propósito original de la obra, pues da pie a un pasaje metaliterario en el que, siguiendo el modelo cervantino, se discute la realidad del protagonista, y luego, ya a final de este capítulo IX, se retoma el debate entre filosofía escolástica y moderna, esta vez de la mano del capitán y del loco Quijote. Jugando de manera tópica con las expectativas de sus lectores, Centeno dilata la esperada respuesta del Escolástico para el capítulo siguiente.

Si consideramos la pretendida intencionalidad del autor, el capítulo X constituye, sin duda, el meollo de su obra. Vemos aquí enfrentados de nuevo, en el ámbito de la polémica filosófica, los planteamientos modernos y los escolásticos en las figuras respectivas de sus valedores, el capitán y don Quijote. Ciertamente Centeno había utilizado el mecanismo en pasajes anteriores, en las disputas con otros personajes, pero es ahora cuando adquiere su mayor desarrollo. En este caso el agustino sitúa su atención en el campo de la física y, más en particular, en el de los movimientos opuestos. El asunto lo trata Roselli en el tomo II de su Summa con un carácter del todo especulativo, aspecto que destaca Centeno en su parodia. Antes de iniciar el debate, ambos interlocutores pactan los términos en que debe desarrollarse, básicamente y a instancias del capitán, de forma entendible: las burlas de este sobre la abstrusa palabrería escolástica, aunque tópicas, resultaban procedentes por la incontestable publicación de la magna obra del dominico italiano.

La acción física se retoma con la llegada de la calcetera acompañada de dos alguaciles, los cuales interpelan al poeta por su usurpación del portal para convertirlo en cátedra parnasiana y fábrica de versos. Don Quijote intenta evitar la detención del poeta por medio de la fuerza, iniciándose así el breve pasaje de la batalla libresca, de carácter evidentemente satírico: con la selección como proyectiles de las obras desechables, Centeno complace una vez más su tendencia quisquillosa y desatada de apologista general de los desvíos literarios. En verdad, tras la huida de don Quijote, el escrutinio de libros continúa hasta el final del capítulo, pues dos muchachos anónimos recogen determinados títulos, pretexto que justifica las críticas de Centeno por boca de un abogado y de un pasante, interesados en la compra.

En este punto nuestro autor es plenamente consciente de que las andanzas de su don Quijote han terminado, de modo que el historiador interviene explícitamente en el texto para dar por concluida su tarea. Ahora bien, aun reconociendo que lo que sigue no forma parte del principal asunto, Centeno no puede reprimir sus instintos satíricos y le hará añadir al cronista: «Y ahora, por no dar lugar a que por causa mía se pierdan las antiguas y loables usanzas de los historiadores, paso a referir varias cosas que, si no son parte del principal asunto, no puede por lo menos decirse que son harina de otro costal» (Apéndice X. 107).

p. 123La justificación argumental del capítulo XI va, pues, cogida con alfileres: el historiador refiere que el cura y el sacristán acuden a la casa del loco escolástico para tener alguna noticia suya y se encuentran al ama apaleando libros. Estos tres personajes, mera memoria de los cervantinos sin papel narrativo alguno, cumplen así una escueta función ilativa, en cuanto le sirven a Centeno para prorrogar el examen libresco que había comenzado con la batalla y con el escrutinio del capítulo anterior. Por el testimonio del ama, en el final de la obra, sabemos del natural afable del Escolástico («un hombre de blanda condición»), que fue perdiendo el juicio por la locura escolástica y manifestando un comportamiento, incluido el insomnio («dando grandes voces y golpeando la mesa») (Apéndice XI. 109–110), apuntes que en todo recuerdan la idiosincrasia de su modelo. Como los libros son los culpables de la patología, el cura propone llevarlos al corral y quemarlos, no sin antes proceder a un escrutinio sumario: todos formarán, a modo de combustible, la pira en la que arderá el principal culpable del desvarío del Quijote Escolástico y auténtica amenaza para toda España: la Summa philosophica de Roselli.

Para demostrar el privilegio de ocupar la cima de la hoguera, el cura revisa supuestamente al azar distintos pasajes de la obra del dominico italiano, mientras el sacristán levanta acta o extracto del original de la Summa y de las apostillas del cura, a modo de testimonio probatorio de la condena al fuego. Desde luego se trata de una elección consciente, pues Centeno vuelve sobre el libro II, dedicado a la física, como ya había apuntado anteriormente, sin duda porque era uno de los campos donde el posicionamiento escolástico revelaba con más evidencia sus limitaciones. El desarrollo del examen de la Summa se decanta de inmediato hacia un verdadero discurso del cura, casi de carácter independiente de su marco, en defensa de la nueva ciencia, en concreto validando sus sistemas (o la falta de ellos), en la medida en que, desde la experimentación y los acercamientos a la realidad parciales, consiguen avances y propuestas útiles. En el lado opuesto se sitúa el modelo peripatético, en opinión del cura (que es la del sector progresista al que pertenece Centeno) el peor de todos los conocidos, por su carácter meramente especulativo.

Centeno se ceba en los desatinos que Roselli había vertido acerca de las teorías gravitatorias, en particular respecto a las propuestas de Pierre Gassendi. Y donde no llegan sus comentarios, que reflejan más el sentido común que precisos conocimientos científicos, echa mano del recurso que le caracteriza, la pulla inmisericorde. El pareado «ya se murió la mula de la Victoria, y el padre cocinero anda a la noria», que le da pie para presentar a Roselli, a título de demostración palmaria, como un pesado animal de carga moviéndose en círculos, define bien los extremos a los que podía llegar su propensión satírica (Apéndice 129). De aquí al final de la obra Centeno, a través del personaje del cura, entrevera sus réplicas a las notas de la Summa de descalificaciones categóricas y muy peligrosas para su integridad, como bien sabemos («borrachera escolástica», «escolástico de Satanás» referido a Roselli), chistes (la ocurrencia de suponer al emperador de Alemania equipando globos aerostáticos para hacerse con la materia celeste) o la parodia del galimatías peripatético («la especie almorzable»).

El sacristán se encuentra fatigado de escribir tan «fastidiosísimo extracto» y Centeno, que no tiene el comedimiento entre sus cualidades, tras prolongar el repertorio de disparates, se ve obligado a poner término a su obra, no sin antes asegurar que no habrá continuaciones y de reconocer que fue «emprendida sin designio formado de antemano y escrita a todo correr de la imaginación y de la pluma», afirmaciones que, más allá de una captatio benevolentiae, me parecen del todo sinceras y ajustadas a la realidad de su sátira.

p. 124Nuestro Don Quijote el Escolástico se desgajaba, como obra autónoma, de la creación principal de Centeno, El Apologista universal, sin perderla nunca de vista como marco de referencia. En este sentido, su sátira quijotesca suponía un viaje desde la reseña a lo narrativo, pero podemos observar en el seno de la misma un viaje de sentido inverso. Ya bien desarrollada la escritura de Don Quijote, en el capítulo IX, cuando el propósito inicial de mofarse de Roselli estaba más que cumplido, y a falta seguramente de otras alternativas, Centeno se embarca en su principal obsesión, el hostigamiento de Juan Pablo Forner, en este caso de sus Discursos filosóficos sobre el hombre. En efecto, el capítulo IX no es otra cosa que un comentario literario minucioso de esta obra, vertido por la vía de una serie de apostillas dispuestas por el poeta loco, luego ayudado en su cometido por el capitán. Huelga decir que no estamos sino ante un pretexto narrativo: quien arremete contra Forner, con plena cordura y demoledora sátira, es el propio Centeno. Verso a verso, metáfora tras metáfora, deconstruye sin compasión los versos de su rival ideológico y poético. Por si fuera poco, se cotejan luego pasajes de los Discursos con las Soledades de Góngora, modelo nefando para los neoclásicos, para colegir que «no se hallará más diferencia que la de ser más frecuentes, más violentas, más descomunales las trasposiciones de los Discursos filosóficos» (Apéndice 55). La obsesión de Centeno con Forner y esta deriva del Escolástico explican sin duda la sumarísima reseña del Memorial literario publicada en febrero de 1789, n.º 79, donde la crítica a los Discursos filosóficos antecede a la de la Summa.

De principio a fin de su obra, Centeno ejerce su propensión natural al comentario literario satírico contra quien fuere, a poco que encuentre ocasión o no de encajarlo en la obra: las Coplas de la Novena de santo Domingo el Soriano (en el capítulo VII), el desliz del Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América (en el capítulo IX), etcétera.

4.2.El manuscrito hallado y los planos de la escritura

Centeno recurre, como era muy frecuente en la época, al tópico del manuscrito hallado para justificar su escritura. El procedimiento le sirve de manera verosímil para que Eugenio Habela, cliente y comisionado del Apologista, pueda acometer el encargo de defender la Summa a pesar de su inexperiencia declarada28. Por lo general se trata de una técnica tosca, que le permite al autor algunos juegos de corto alcance, como pasar del capítulo I al IV porque el II y III faltaban en el original de que dispone, y que lleva consigo en otras ocasiones el demérito de indefinición en los planos de la escritura (final del capítulo III).

En rigor, como ocurría en el Quijote cervantino, la fidelidad al original no es ni mucho menos absoluta o, en otros términos, la labor del editor (en este caso el supuesto Eugenio Habela) es más la de un intérprete, que se toma sus libertades hilando la supuesta fuente escrita y comentándola, que la de un simple y fiel transcriptor. Algunas de estas apostillas son escuetas: «Y aquí, cortando el hilo de la narración, exclama el autor de esta historia: “Duerme, venturoso don Quijote mío […]”» (Apéndice VI. 9; la cursiva es mía). Pero en ocasiones Habela complica el procedimiento, no solo porque los escolios sean más extensos, sino porque lo dota de mayor calado al deslizar la idea de que el texto original era bien conocido y había dado lugar a comentarios orales que llegan hasta él y que nos refiere:

Hay quien dice que también citó autoridades de doctores, especialmente del Angélico y del Sutil, pero, si así fue, el autor de esta historia se lo dejó en el tintero, y solamente escribió lo que se verá; si bien hay ocasión de sospechar que no puso el soliloquio de don Quijote íntegramente o porque no quiso o porque no se atrevió o porque no fue en su mano, que todo pudo suceder. En resolución, lo que en la historia se lee es lo siguiente (Apéndice VI. 5; cursiva mía).

p. 125Al editor Habela le corresponde asimismo el cierre de la obra, captatio benevolentiae incluida, y una postrera anotación al margen (Centeno es incapaz de reprimir sus reprimendas)29. En ella Eugenio Habela refiere que al autor pertenece una nota marginal en la que se disculpa por no dar los nombres de ciertos personajes y, revalidando su papel de segundón del Apologista, se ofrece a «defenderlos» como corresponde: estamos, en fin, ante un procedimiento lúdico donde importa mucho menos la congruencia de planos que el divertimento en sí. Pero, además de esas anotaciones del autor y de las que realiza el propio narrador, Habela, por el capítulo VI sabemos que el original llevaba alguna glosa o anotación al margen de algún comentarista diferente del autor-historiador. Se trata de una apostilla crítica a una digresión del autor original sobre las molestias de los carruajes, ciertamente un tópico en la época, tanto que al glosador anónimo le resulta enojosa. Eugenio Habela aprovecha esa nota para reivindicar con energía su papel y distinguir su intervención de la del comentarista impertinente30.

En esencia Habela se limita, pues, a seguir el texto que encuentra en el Suplemento, obra de un autor cuyo nombre desconocemos y que para Centeno es inequívocamente un «segundo Cide Hamete». Tal autor, como en el caso del Quijote original, tiene la categoría de historiador, lo que permite redoblar la ilusión cervantina de un relato fidedigno de un personaje real, con hechuras de carne y hueso. Sobre ese texto original Centeno desarrolla, aunque mínimamente en comparación con su modelo cervantino, el mismo juego de diferentes agentes narrativos que anotan el manuscrito original de un autor-historiador, quien también ha dejado algunos comentarios de cosecha propia: en el caso de Cervantes, el traductor y el editor; en el de Centeno, el comentarista anónimo y el editor.

Por supuesto, en la trastienda literaria de Centeno opera la segunda parte del Quijote de Cervantes y los juegos metaliterarios de este en los que reivindica la autonomía de su creación frente a las imposiciones que se derivaban de la imitación de Avellaneda. Al igual que el ingenioso hidalgo defiende su libertad para ser y moverse como le place, frente a ajenos modelos impuestos, el historiador del Escolástico reclama para sí y para su biografiado otro tanto. De este modo, frente a quienes especulan acerca del futuro inmediato del loco neoescolástico, su historiador dirá:

Vosotros, pues, imperiosos amigos, sabed que echáis la cuenta sin la huéspeda. Que don Quijote y su historiador tienen sus almas en sus cuerpos y sus libres albedríos como el más pintado; y que ni al primero le ha venido en voluntad de hacer segunda salida, ni al segundo le ha pasado por pensamiento el escribir una larga historia (Apéndice VI. 12).

En la misma línea se desenvuelve el personaje. En su conversación con el capitán y el poeta (final del capítulo IX), el Escolástico conoce y se extraña de que su historia circule ya en boca de las gentes y en la pluma de algunos literatos, cuando apenas han transcurrido dos días desde que abandonara su casa, y reivindica su existencia con energía:

Pero ¿a qué viene el hablar por rodeos? Yo soy. Mi persona y no otra es la de don Quijote el Escolástico, el que con ayuda del cielo, que nunca falta a los buenos, ha de conducir a felice fin la empresa que ha cargado sobre sus hombros, el que ha de resucitar los felicísimos tiempos de la caballería peripatética, cuando de la filosofía podía decirse unus pastor et unum ovile, el que defenderá la Suma Filosófica de Roselli, el que dará tapaboca a sus enemigos, los descomedidos modernos (Apéndice IX. 62–63).

p. 126No será preciso advertir que sobre todos estos desdoblamientos o planos del narrador en tercera persona sobrevuela siempre la omnipotencia de Centeno, quien construye a su medida la sátira, prevaleciendo este marco genérico sobre cualquier otro, y que se inmiscuye en la voz narrativa y en cualquier ámbito de su escritura con su yo poderoso de crítico temible cuando y como le place31.

De hecho, la supremacía del autor queda sentada ya al final del prólogo, cuando el supuesto teniente narra cómo le sobrevino el encargo, comenta de manera lapidaria la Summa y concluye: «Harto es según esto lo que tenéis que escuchar, por lo mismo no se nos vaya todo en flores, orejas alerta, que ya comienzo a manejar mi lengua» (El teniente 11). Esa desenvoltura y la involuntaria confesión de que es su lengua o su pluma la que vamos a escuchar y no una transcripción fiel de historia alguna (cuestión que solo importa como ropaje literario y lúdico) nos sitúan en la esfera inequívoca del Apologista universal. Me resulta obvio que Centeno se divierte con estos juegos en los que no pretende congruencia técnica alguna, del mismo modo que disfruta enredando con la especie de que el Apologista y el teniente son individuos distintos32.

En síntesis: si bien es cierto que la técnica del manuscrito encontrado adquiere en ocasiones una considerable profundidad, esto me parece reflejo de la sólida formación literaria de Centeno, sin que, de la redacción un tanto improvisada de la obra, llegue a adquirir la consistencia que, acaso en otros géneros y con mayor demora, podría haber tenido.

4.3.Don Quijote el Escolástico y otros personajes

El personaje que da título a la obra, don Quijote el Escolástico, como ocurre también con la mayoría de los protagonistas de las sátiras españolas del XVIII que siguen el modelo cervantino, carece de otra psicología que no sea el apunte de su natural cuerdo, luego desatado por sus malas aficiones filosóficas y literarias. No evoluciona en modo alguno, es un títere en manos de Centeno, y su reconocimiento o no de la realidad efectiva depende de los intereses del juego burlesco de ese demiurgo que lo controla.

Por no tener no tiene ni escudero. Los personajes que se mueven en su entorno lo hacen en principio en un segundo plano y, también como suele ocurrir en textos satíricos de la misma planta (Fray Gerundio de Campazas, por ejemplo), se alinean, de forma maniquea, en juiciosos y disparatados. Los primeros (el capitán, los franceses de Francia) son proyecciones del autor, los segundos (el poeta, el de lo verde) reflejo de sus oponentes. Otra cosa es que la endeblez del protagonista, apenas un trazo del modelo cervantino, sucumba ante el atractivo y la relevancia que adquiere alguno de estos personajes, como sucede con el capitán, capaz de jugar y de modular su comportamiento. Alguno de los integrantes del primer bando, como el ama, el cura o el sacristán, son simple remedo de los cervantinos. De hecho, en el caso de los tres citados, Centeno los recupera (recordemos su confesión de falta de plan alguno) muy al final de la obra, sin duda porque (como le ocurrirá a Jose Francisco de Isla) no veía la manera de acabar su sátira y echó mano, una vez más, de los recursos que le proporcionaba su fuente33. No aprecio en ninguna de estas deudas con el original de Cervantes aportaciones significativas que vayan más allá de su utilización en un nuevo contexto y de las dotes literarias (la falsa defensa, la omnipresente ironía, el peculiar estilo) de Centeno.

p. 127En un tercer plano, y me refiero a simples referencias onomásticas o a personajes apenas trazados, la dependencia con Cervantes es inequívoca, tan fiel al Quijote original que me resultan casi más un homenaje que una dependencia. Me refiero a la mención de la princesa Micomicona o Altisidora, del doctor Pedro Recio o el de lo verde, de los yangüeses o del yelmo de Mambrino. Sirven tales menciones, al menos, para demostrar que en Don Quijote el Escolástico Centeno exhibe un conocimiento fluido y a la vez ajustado al sentido del Quijote original. En todos los casos nuestro autor encaja tales referencias en su particular dispositivo satírico, trasposición al ámbito escolástico del caballeresco primitivo. En esta misma línea puede también inscribirse la utilización de simples nombres que arrastran una historia literaria, utilizados ahora por Centeno como alegorías de su sátira: son «su señora Dulcinea», para representar la Filosofía Escolástica, o la princesa Micomicona, para la Literatura Española.

4.4.De encantadores

El encantamiento es el recurso a lo inexplicable (a la magia, dice el DRAE) a que remiten autores lúcidos (Cervantes o Centeno), siempre según les conviene y con la intención satírica de hacer más obvio el contraste entre la realidad incontestable y la presentación o visión adulterada de la misma, que es el objeto de su denuncia. Los encantadores son recurso que permite al sujeto quijotesco justificar sus desvaríos cuando toma conciencia de los mismos y reconciliar la realidad imaginada con la que le muestran sus sentidos. Partiendo de esas premisas, el encantamiento funciona como un comodín en la intencionalidad burlona de estos autores.

Ciertamente, el encantamiento que nos resulta más común, por su modelo cervantino, es el que sustituye, tanto en el caso del hidalgo manchego como de nuestro Escolástico, su percepción de la realidad (que suele ser precisa) por una deformación de la misma, derivada de las malas lecturas o enseñanzas que padecen, pero que les permite obviar el cuestionamiento de las mismas y su carácter pernicioso. Sensible a los lamentos de la calcetera, el Escolástico asume que la realidad es la que es, pero, incapaz de reconocerlo, justifica sus desvaríos por la intervención de los encantadores34. Por encantamiento, claro, entendemos todos (el autor y los lectores, pero no el personaje) el seguimiento de perversos modelos literarios y didácticos (en este caso los escolásticos) que producen la locura y con ella la visión adulterada de la realidad en quien la sufre. En realidad, son tales modelos, y no intervención mágica alguna, los que han encantado la realidad.

Antes, en el capítulo V, la visita a la Cátedra de Química pone en desbandada al Escolástico y da fin a su primera salida por cuanto este es incapaz de entender o aceptar un sencillo experimento que no entra, en modo alguno, en su universo de referencias; por eso expresará su total desconcierto por la vía del «encantamiento con que el maldito químico había sacado fuego de una vejiga» (El teniente V. 57-58). En este caso la transformación de lo real se debe a la manipulación que practican los abanderados de la ciencia moderna. Son los filósofos modernos, en efecto, continúa el Escolástico, los responsables del encantamiento que ha sufrido la Summa de Roselli. A ellos cabe la responsabilidad de transformarla, siendo Dulcinea, en «aldeana rústica, chata, grosera» (El teniente V. 58–59). El encantamiento ahora toma el modelo de la Dulcinea encantada con la que arranca la segunda parte del Quijote.

p. 128De una manera que revela tanto el modo reiterativo con que Centeno ejerce su sátira como la falta de sistema o de plan en el desarrollo de la obra (reconocida por el propio autor al final de la misma), volverá casi parafraseándose a sí mismo sobre este asunto bastante más adelante, en el capítulo X. En este momento el Escolástico, incapaz de rebatir los argumentos y las chanzas del capitán, reconocerá de nuevo «las sandeces y vaciedades» que contiene la Summa de Roselli y reiterará el tópico del encantamiento. Es más, a él mismo lo han encantado los filósofos modernos, pues no de otro modo explica que no le queden fuerzas para medirse en las debidas condiciones con su oponente. Como respuesta y con la guasa que le caracteriza, el capitán añadirá que también a él le alcanzan los encantamientos, pues «trabajo por hablar, y al cabo de muchos esfuerzos vengo a pronunciar ajos, y lo que quería decir era cebollas» (Apéndice X. 88–89); desmonta así cualquier valor argumental de la apelación a los hechizos, pues no es más que juego literario.

En ambos pasajes, tan próximos, Centeno remeda asimismo a Cervantes cuando el Escolástico exige que para deshacer el hechizo que se ha apoderado de la Summa se arreen sus editores varios miles de azotes a sí mismos, del mismo modo que a Sancho se le proponía sufrir en carne propia el remedio para los desvaríos de su amo. En verdad, sin embargo, Sancho era inocente de cualquier cargo, mientras los autores del Prospecto resultaban obviamente culpables de la propaganda de la tropelía escolástica.

Por descontado que la visión del encantamiento difiere en la perspectiva de cada personaje, ya en inicio contrapuesta: si para el Escolástico la Summa está encantada por la intervención de sus oponentes ideológicos (los modernos), para el capitán la obra es un disparate (está encantada) en su propia esencia. La descalificación que hace Centeno de la obra de Roselli es completa, sin paliativos, y ahora, cuando recurre a la figura del incisivo capitán, la centra en sus entrañas: basta ojear el tomo II de la Summa para comprobar que las numerosísimas anotaciones suponen más contenidos y espacio que el texto en sí (en una disposición, por cierto, que recuerda las glosas medievales). Siguiendo el prurito propio de Centeno de poner siempre el dedo en la llaga, el capitán dispara sus dardos contra las notas y arrasa los cimientos de la obra del italiano35. Por eso, encendido en su denuncia de la «ignorancia» y de la «mala fe» de Roselli, enseguida el capitán lo calificará de «maleante encantador» y de «malandrín» (83–84).

«Malandrines» y «follones» se recuperan de la tradición cervantina para significar así, de una manera vaga pero inequívoca, a los oponentes ideológicos del Escolástico, sujetos irredentos que utilizarán todo tipo de artimañas (incluidas las mágicas) para neutralizarlo. Son, no hay ninguna duda, como revela a las claras el soneto que el poeta compone a nombre de nuestro protagonista, los filósofos modernos36.

4.5.La imitación lingüística

Como ya he apuntado, el conjunto de imitaciones quijotescas del siglo XVIII apenas innova respecto al modelo satírico de referencia, el Quijote de Cervantes, y así ocurrirá también en el caso de la lengua. Si Cervantes caracterizaba a sus personajes, fundamentalmente al viejo hidalgo en sus momentos de locura, mediante la pervivencia paródica del castellano medieval (el mantenimiento de la f inicial, por ejemplo, cuando ya hacía tiempo que había desaparecido), Centeno recurre a idéntico procedimiento. Ciertamente en el Quijote cervantino estos arcaísmos lingüísticos tenían sentido, en la medida en que tanto los viejos héroes como los primeros libros que referían sus fantásticas hazañas se desenvolvían en momentos en que perduraba tal estado de la lengua, cosa que no ocurre en modo alguno en Don Quijote el Escolástico.

p. 129Ahora bien, no considero que se trate de una deuda que pueda descalificarse propiamente como fallo o desajuste, pues lo que Centeno pretende es mostrar lo anacrónico de propósitos y actitudes, en este caso el intento de restaurar la vieja escolástica, medieval y caduca, y ¿qué mejor modo de hacerlo que recurrir a formas de expresión que los lectores, gracias al Quijote original, identificaban inmediatamente como periclitadas? El intento de nuestro Quijote escolástico es, así pues, «enderezar los tuertos y desfacer los agravios hechos a la filosofía peripatética» (y nótese que, en pura congruencia, el autor debiera haber utilizado el arcaico «fechos», mas lo que importa es seguir el guion, esbozar el diseño en su trazo grueso)37.

Poco más podía dar de sí, en este apartado, el seguimiento del modelo cervantino, que Centeno complementa y aun suple con la sátira y la parodia de la jerga escolástica. Esta vertiente, de la que nos ocuparemos enseguida, se corresponde con la naturaleza y el propósito de la obra y constituye, en mi opinión, el rasgo más original de nuestra sátira desde el punto de vista de sus fuentes literarias.

En cuanto a la relativa abundancia de refranes y de frases proverbiales que encontramos en el texto, no parece derivar de su frecuencia en el Quijote original, sino más bien del propio estilo de Centeno y su propósito satírico. El refrán le sirve para marcar un contraste con el discurso elevado, o, por decirlo de otro modo, para reiterar el efecto que pretende con una segunda vía. Y así, por una parte, la elevada formación literaria de Centeno, de raíz clásica, le permite el uso de citas o sentencias humanistas (en latín habitualmente) y su vena popular, apegada al terreno, el recurso a la paremiología.

5. La preocupación filológica y la sátira del latín escolástico

Del sentido totalizador que de la literatura tiene Centeno ya hemos hablado: en su visión la literatura no solo constituye un fin en sí mismo, principio que justifica su preocupación por la precisión y la elegancia, sino un instrumento que le permite abordar cualquier aspecto de su época histórica. Tal es la fuerza de estas premisas que Centeno desborda las exigencias de la imitación del Quijote para tratar cuando le sale al paso, y algunas veces de manera prioritaria y única, cuestiones que atañen en exclusiva a la filología. Es el caso, por ejemplo, de sus burlas respecto al intento del poeta de escribir cuatro tomazos que completen el Diccionario con neologismos ridículos e innecesarios. En tal suplemento tendrían cabida giros como el galicismo «golpe de ojo» por «ojeada» o «mirada», sobre cuyo modelo Centeno propone «reírse a golpes de carcajo» y otros (Apéndice IX. 47).

En consonancia con el carácter irónico del discurso, Centeno recurre a la broma literaria, como en el caso del símil disparatado; para representar en clave burlesca la devoción por sus clientes, el Apologista afirmará en su prólogo: «Una gallina que, recibiendo en sí el agua, cubre con alas de piedad a sus hijuelos, fomentándolos a costa del calor de su corazón, no es ciertamente (aunque yo lo diga) adecuado símbolo de lo que he hecho con vosotros»; para concluir más adelante, «En fin, soy más bien vuestra madre que vuestro Apologista» (El teniente 4).

p. 130Centeno echa mano del humor de continuo, con extensa panoplia de procedimientos. A menudo opta por la distorsión deliberada de proverbios en su provecho o presenta con su ropaje reflexiones propias, como en estas dos de El teniente: «[…] un apologista es para cien clientes, y cien clientes no son para un apologista» (prólogo. 4); «el escolástico es un animal de quien todos los animales se ríen» (I. 17–18). Se vale del cuento chistoso, como en el caso del sacristán que detiene el repique de campanas (cap. IV). Si es preciso, como vimos (la utilización desusada de determinados sufijos), fuerza el lenguaje…

En cualquier caso, como he adelantado más arriba, el posicionamiento estético de Centeno es claramente neoclásico, en una actitud agresiva hacia todo lo que suene a barroquismo. Considerados esos principios en sí mismos y en su rechazo de la oscuridad y del artificio, Centeno sigue la norma de la elegancia natural, que le permite un registro más culto o elevado y otro popular o bajo, por lo común alternándolos en la sátira a su voluntad. De ninguna forma asume la grandilocuencia, como no sea para ridiculizarla por vía de la parodia, como en el parlamento irónico de uno de los franceses que se encuentran con don Quijote y el de lo verde en el capítulo IV, y que comienza: «Confiese a voces el papel en el potro de la prensa» (El teniente 33).

Vinculada a esta preocupación filológica, pero en paralelo a la descalificación del razonamiento escolástico, que se expresaba habitualmente a través de falsos silogismos (sofismas), Centeno ataca la forma degenerada de ese latín bárbaro empleado por sus adversarios. Como manifiesta en Don Quijote el Escolástico y en otros opúsculos, nuestro agustino se considera capaz de plantear precisas cuestiones filológicas que, a su vez, implican arduos asuntos en el ámbito religioso e ideológico. En el capítulo V entra de lleno en uno de esos puntos conflictivos, el de la auctoritas del canon católico, al separar de manera tajante el ámbito filológico (modelo lingüístico-literario) del de la fe. No titubea cuando establece que, en cuanto al primero, las referencias son los grandes autores profanos de la latinidad (Cicerón, César, Terencio…) y no los santos padres: «Los padres de la lengua latina son Cicerón, César, Terencio, etcétera, y aquel que escribiendo en latín imitare a estos será más digno de alabanza que el que imitare a san Gregorio Magno (por ejemplo), sin embargo de que este es un santo padre y aquellos unos escritores gentiles». Y añade: «Varios santos padres han dicho iuramentum, abominatio, blasphemare: ¿no hablaré yo con más pureza la lengua latina si digo iusiurandum, res abominanda, exsecrari?» (El teniente V. 50).

Esta preocupación filológica resulta secundaria en los pasajes en los que Centeno parodia sin tasa los contenidos y las formas de la escolástica. Me refiero en especial a dos fragmentos relativamente extensos en latín: en el primero, el Escolástico se presenta ante el de lo verde como el paladín o elegido capaz de responder a Masson de Morvilliers como se merece, y lo demuestra ensartando dos silogismos en latín que no tienen desperdicio (El teniente IV. 28 y ss.). El segundo es la sesuda especulación del protagonista sobre si los caballeros andantes peripatéticos deben o no pagar hospedaje y mesa (Apéndice VI. 5 y ss.). Decir que en estos casos Centeno reproduce un latín macarrónico es quedarse corto, porque, por poco clásico que fuera ese latín que ridiculiza, no llegaba, ni de lejos, a la degradación deliberada a la que lo somete nuestro agustino. O, en mejores palabras de Carmen Codoñer (a quien agradezco sus sabias y generosas orientaciones), «solo alguien avezado en el latín podía maltratarlo de tal modo».

p. 131En efecto, la caricatura es total y atañe tanto al léxico como a la sintaxis. Centeno emplea eques, en el sentido de ‘caballero’; ambulans por ‘andante’, natio por ‘nación’, studet por ‘estudia’, transeat por ‘pase’, climatem por ‘clima’, spirare por ‘expirar’, extranei por ‘extranjeros’… Asimismo usa y abusa del posesivo, en contra del buen uso latino. Especialmente llamativas son las traslaciones literales al latín de modismos del castellano. El procedimiento lo había ensayado ya en El Apologista universal (XI, 182); con él, si se me permite el apunte, se anticipa a los célebres From Lost to the River o Speaking in Silver, de Ochoa Santamaría y López Socasau. Centeno los traduce palabra a palabra, divirtiéndose a sabiendas de que en aquel no existe modelo alguno parecido: «de cuspide in albo» le sirve para nuestro ‘de punta en blanco’; «dedisse de manu» para ‘dar de mano’, en el sentido dieciochesco de ‘terminar, finalizar’; «una hirundo non facit ver» es, claro, nuestra ‘una golondrina no hace verano’, etc.

Aquí y allá, entreverando su discurso, Centeno se burla de los giros escolásticos y, cuando los usa don Quijote como actos de habla propia, definen mejor su carácter que la deliberada imitación lingüística de la caballería. Como es habitual en nuestro autor, la mofa se sirve de la parodia, que estriba de un lado en sacar de su contexto la fraseología escolástica y de otro en incorporarle términos ajenos, bien tomándolos de la realidad ordinaria o añadiendo latinajos creados expresamente para la ocasión: «Instabis, urgebis, machacabis»; «y yo –respondió un tanto enardecido don Quijoteo– estaré siempre agradeciendo vuestros favores, si no extensive, intensive; si no reduplicative in recto, reduplicative in obliquo» (El teniente I.14 y 18). O, en el capítulo quinto: «Veamos cómo me resuelve usted este sombrero, de manera que queden separadas la materialidad, la formalidad, la entidad, la identidad, la virtualidad, la ecceidad y la sombrereidad» (43–44)38.

6. Don Quijote el Escolástico entre las imitaciones del Quijote cervantino

Como es sabido, las obras inspiradas para su confección directamente en el Quijote de Cervantes se dividen de modo sumario en imitaciones y continuaciones. Las primeras reproducen, desarrollan o reescriben aspectos básicos de la novela cervantina (personajes, episodios, motivos); las segundas, sin dejar de pertenecer a la primera categoría y hacer lo propio, además tratan de satisfacer la demanda de información de los lectores sobre cuestiones que, tras el final del original, seguían generando expectativas. Son en particular los relatos que informan sobre la vida de Sancho Panza tras la muerte de su amo (las Adiciones de Jacinto María Delgado, la Historia del más famoso escudero Sancho Panza de Pedro Gatell), o que detallan los últimos días del hidalgo, tras recuperar la cordura (La moral de don Quijote, también de este último). Tal como puso de manifiesto Francisco Aguilar Piñal39, en nuestro país hay menos abundancia que en otros de Europa tanto de ediciones de la gran novela como de textos que la siguen de forma más o menos creativa.

p. 132Coincido con López Navia y otros en que el valor literario de los remedos quijotescos es, con demasiada frecuencia, pobre y que sus méritos hay que buscarlos con preferencia en el terreno testimonial o de las ideas («La visión conservadora» 495)40. Ahora bien, aun en este segundo caso algunos de ellos ofrecen interés tan limitado que son, en mi opinión, acreedores de un merecido olvido. En cuanto a la ideología concreta, el posicionamiento comprometido con las Luces es escaso entre las derivaciones quijotescas de nuestra época. Con las diferencias inherentes a cada autor, en la línea gruesa de corte reformista se mueven unos pocos textos: Fray Gerundio del padre Isla, Don Quijote el Escolástico de nuestro Pedro Centeno, El tío Gil Mamuco de Francisco Vidal y Cabasés, Teatro español burlesco de Cándido María Trigueros y Quijote de la Cantabria de Alonso de Bernardo. La mayoría de las continuaciones e imitaciones responden a posiciones de corte tradicionalista o abiertamente reaccionarias41. En estas, a su vez, se perciben dos líneas o temáticas: una de carácter e intención moralizante, en general vaga o dispersa, sin objetivo preciso, construida por lo común de lugares manidos; y otra, más definida, que ataca directamente la moderna filosofía, ya sea poniendo el foco en los principios ilustrados, en los liberales o en ambos de consuno. Claro que ambas coinciden de ordinario en el mismo texto, pero la segunda es muy precisa en la determinación concreta del enemigo: los autores y textos del racionalismo. Son de propósito moral Don Quijote de la Manchuela de Donato de Arenzana, las Adiciones de Jacinto María Delgado, la trilogía de Pedro Gatell y la segunda parte de la Historia del más famoso escudero Sancho Panza de su anónimo continuador. A la segunda pertenecen El liberal en Cádiz de Ramón Valvidares, Don Rodrigo de Peñadura de Luis Arias de León, Don Papis de Bobadilla de Rafael Crespo y El Quijote del siglo XVIII de Juan Francisco Siñeriz. Las dos corrientes tienen obvias implicaciones sociales y pretenden de manera más o menos declarada asegurar el orden vigente o incluso restaurar el anterior a las Luces, por supuesto depurado del contagio de las nuevas ideas. Son las derivaciones quijotescas antifilosóficas las que llegan a presentar un declarado carácter combativo. En este apartado se singulariza también Don Quijote el Escolástico, pues frente a esa extensa y sólida nómina de textos antifilosóficos aparece, y en buena medida de forma visionaria por su anticipación a los otros, como paladín en solitario de las Luces, de la razón, en fin, de la filosofía moderna.

No creo, para concluir, que el término más conveniente para calificar este conjunto de textos sea el de novela. De modo similar a como ocurre con Pedro Centeno y su Don Quijote el Escolástico, en mi opinión la génesis general del grupo obedece ante todo al propósito satírico de sus autores, encajado en mayor o menor grado en la imitación narrativa (que no novelesca) de la obra de Cervantes, lo que no descarta otras influencias a la hora de pergeñar tan básicos relatos. Sobre este bastidor suelen los autores, según sus preferencias, disponer moralidad, doctrina, erudición o propaganda, sin que estas categorías resulten inferiores ni en cantidad ni calidad a la de ‘novela’.

p. 133Es más, si, como señalaré enseguida, el fray Gerundio de Campazas bebió muy poco del Quijote original (su vocación fue ante todo satírica y las deudas con este son escasas), deberemos considerar la influencia directa del Padre Isla, en buena medida desgajada de Cervantes, en aquellas obras que siguen su estela. Dos aspectos me parecen inequívocos en este sentido: por un lado, Fray Gerundio se convierte en el prototipo para la sátira de modelos formativos (aprendizajes y enseñanzas) que a los autores les resultan nefastos y que exponen de manera pormenorizada, de principio a fin de sus obras, con el afán de ridiculizarlos. Por otro, y dado que la intención es desmontar sin matices tales planes educativos o pedagógicos, interesa crear una figura irrisoria como víctima y protagonista en la que no haya asomo de lucidez alguna: surge así el bobo (que no loco) de Campazas, impermeable a todo lo que no sea reflejar la voluntad de su creador, un asunto sobre el que volveré enseguida. Importa señalar que, si estoy en lo cierto, el magisterio de Isla creó escuela, pues lo siguen Arenzana con su Manchuela y Ramón Valvidares con El liberal en Cádiz. En las tres obras y para reforzar esos dos rasgos antes señalados se repiten otros: el origen rústico y humilde de los protagonistas, las ínfulas ridículas de los progenitores, la intensificación del habla avulgarada de estos…

En las páginas que siguen pasaré revista, pues, a las imitaciones (empleo el término en general) que me parecen más relevantes, siguiendo la cronología.

6.1. Fray Gerundio de Campazas (1758 y 1768)

En primer lugar, es obligado referirse, si bien de forma somera dada la abundancia de estudios y de ediciones, a la Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, de José Francisco de Isla. La publicación de este texto (1758 y 1768) supuso una indudable referencia en cuanto al modelo de sátira narrativa o novelada que se seguirá con frecuencia en lo sucesivo: siguiendo el patrón del Quijote cervantino en cuanto al propósito crítico, Isla se desentiende de los avances novelescos. En virtud de esto, como tantos otros textos de la época, el Fray Gerundio es una excelente sátira, pero una mala novela; de hecho, su autor titubea en adscribirla al nuevo género y vuelve de continuo sobre su probable condición de «épica en prosa».

En rigor, fuera de la imitación del modelo satírico general, del tópico del manuscrito encontrado y poco más, la deuda con el Quijote cervantino es escasa. Los personajes son planos, maniqueos y los recursos narrativos muy básicos. En relación a esta pobre dependencia con la novela de Cervantes vale la pena hacer constar que Centeno denomina a su personaje «el segundo» (El teniente, 13) y «segundo de este nombre» (prólogo), y esto no me parece una alusión trivial al hecho de que ninguna obra previa a la suya había utilizado el nombre de Quijote para su protagonista. Más bien creo que no consideró el Fray Gerundio como imitación quijotesca y que no conocía o se desentendió por completo de textos menores, como Juan Mayorazgo; esto unido a su vanidad literaria, pues me resulta obvio que con «segundo» Centeno se posiciona inmediatamente después de Cervantes, en lo que respecta a los autores que imitan su novela. Donde Fray Gerundio sí es un antecedente claro e insoslayable de El Escolástico y adquiere su fortaleza es en su carácter satírico y didascálico, siempre en esa perspectiva total tan ilustrada que aúna ideología y literatura. La crítica, sátira y parodia de la predicación postbarroca (vinculada a la escolástica que atacará luego Centeno), constituyendo el asunto general del Fray Gerundio, se desparrama hasta alcanzar dominios adyacentes y a veces no tan próximos. Como Centeno, Isla parece incapaz de soslayar ninguna cuestión que afecte a su vena censoria (dedicatorias, estilos, neologismos, jeroglíficos y emblemas, esquelas…).

p. 134Siendo Isla y Centeno autores sin duda ilustrados y reformistas, en cuanto a la precisa ideología de cada uno media una generación entre ambos y se percibe, por esto y otras razones, una clara distancia entre ellos. Isla se burla de los excesos de la escolástica, pero no discute su necesidad; Centeno la rechaza de plano. El primero, que conoce los avances de la ciencia moderna, relativiza sus logros, los juzga en buena medida copia afectada de la filosofía antigua, y coincide con el sector reaccionario al considerar que no aciertan a desentrañar la esencia de lo creado; el segundo, por el contrario, se entusiasma ante los progresos de la nueva era y da por hecha la separación tajante entre la teología y las ciencias de la naturaleza42. Intuyo que en vida no hubo mucha empatía entre los dos, pues además competían en el mismo terreno literario (como vimos en la introducción, Centeno rechazó por su «inutilidad» la publicación de una selección de Dichos y hechos de Isla presentada por su hermana a la imprenta).

Es preciso detenernos en este punto en que se aúnan filosofía y teología, ya que puede ayudar a delimitar mejor componentes básicos del Quijote de Centeno. Isla dedica numerosas y jugosas páginas al asunto de la escolástica. Comienza con una descripción satírica de fray Toribio, el lector de artes, «azote de los concursos», que se acerca a una síntesis o esbozo del protagonista de Centeno. Hay coincidencias obvias: ambos comparten la misma demencia o manía filosófica, no tienen rival en su categoría, su fuerza pulmonar para la disputa es extraordinaria…43 Isla no duda de que su personaje ha perdido el juicio y califica sus ejercicios de «bagatelas impertinentísimas» (155). Incluso explica en términos de sátira fisiológica su carácter colérico, donde Centeno habla sucintamente de la «terquedad» de su Escolástico44. Pero hay más; en esas páginas Isla incluye algún esbozo narrativo: me refiero a la carta que escribe fray Toribio a su madre, el ejemplo del zapatero, la anécdota de la cuestión alemana (Utrum chimaera bombilia) y, sobre todo, al suceso de fray Gerundio y el «caldo de gallina» (164–165), donde el discípulo bobo pone en acción las lecciones mal aprendidas. En la obra de Isla encontramos, pues, en embrión, la inadecuación de las propuestas escolásticas a la realidad circundante, tal como después, por extenso, desarrollará Centeno. También la parodia de la terminología, aplicada fuera de contexto, aparece en esas páginas gerundianas. En fin, ¿le llegó la idea a Pedro Centeno para su protagonista y obra del personaje del lector esbozado por el padre Isla y de esos apuntes episódicos que hemos señalado? Sin descartar esta hipótesis por completo, parece más probable considerar que ambos autores se nutrieron de un imaginario ampliamente extendido en aquellas décadas sobre estos escolásticos disparatados, en el que tenían cabida la descripción caricaturesca, la inadaptación y el chiste. Uno de los pilares de tal imaginario es sin duda Erasmo, quien en el Elogio de la locura establece ya estas bases. De hecho encontramos ahí ya la idea de la confrontación ridícula de la entelequia escolástica frente a la realidad incontestable: «A mi parecer, por lo menos, obrarían juiciosamente los cristianos si en lugar de esas nutridas compañías de soldados, mediante las que guerrean hace ya tiempo con diversa fortuna tomaran a los alborotadores escotistas, a los tozudísimos ockamistas y a los invictos albertistas, junto con toda la tropa de sofistas, y los enviasen contra los turcos y los sarracenos….» (LIII, p. 116).

p. 135Si las afinidades entre fray Toribio y el Escolástico son manifiestas, no lo son en modo alguno por lo que hace a fray Gerundio. En mi opinión convendría cuestionar severamente la categoría del protagonista de la sátira del padre Isla. Alonso Quijano está loco, pero Gerundio no: su condición es la de necio, tonto, bobo. La personalidad del enajenado es compleja e impredecible y por eso mismo fascinante; la del imbécil está hecha de una pieza, resulta previsible y no tiene otro interés que el de soportar la burla o la caricatura que el autor quiera, a su capricho, echarle encima. No hay un momento de lucidez, ni uno solo, en la estulticia, porque si lo hubiera estaríamos fuera de esta categoría. Por el contrario, en la demencia y en su hermana gemela la manía anidan a menudo tanto la cordura como el genio, principios que por lo regular admiramos (como es evidente en el caso de don Quijote, cuya «locura entreverada» ha sido a menudo señalada y apreciada por la crítica). Equivocado o no, el lunático mira por el interés de los otros, el idiota por el suyo propio. Por limitarme al pasaje que acabamos de revisar, Isla insiste en que Gerundio no entendía las sutilezas del lector, que las consideraba una algarabía, y «no porque le faltase bastante habilidad y viveza» sino por su inclinación natural hacia el púlpito, en términos de interés propio (163). En verdad, a lo largo de las muchas páginas de la sátira no muestra interés por nada que no sea alcanzar ese objetivo de manera irreflexiva, repitiendo lo aprendido como un papagayo. Por todo esto, mientras en el chiflado hay un fondo humano (humanista incluso), digno, en el alelado no hay otra dimensión que la ajena de la línea plana. Con la creación del perturbado Cervantes tenía terreno fértil para novelar sus andanzas y era natural que, habida cuenta de la intuición y del talento del autor, el personaje se le fuera de las manos, dejara de ser un monigote y adquiriera vida propia; no hay forma de sacar provecho, en términos de novela moderna, de un completo memo como el de Campazas.

Esta diferenciación en cuanto al carácter del protagonista me parece muy significativa, como señalé anteriormente, pues en una gran medida determina el carácter de las imitaciones y continuaciones quijotescas del XVIII español. Obviamente no basta con poner en acción un desequilibrado, como el Escolástico que se inventa Centeno, para obtener una novela, cuando el autor no lo pretendía; pero resulta imposible del todo conseguir una novela decente con las mimbres de un lelo. Además de nuestro Escolástico, chalado está el sastre Crispín Caramillo (Teatro español burlesco), don Pelayo el infanzón de la Vega, Rodrigo de Peñadura, Don Papis y monsieur Le Grand (El Quijote del siglo XVIII). En un momento o en otro todos estos personajes asumen que han errado el camino y, si no lo hacen, intuimos que no acaban de creerse lo que desempeñan o que (acaso aquí más por nuestro deseo) representan deliberadamente un papel, que el juego, en el que incluso nos incluyen como lectores, es parte de sus atribuciones. No era consciente Pedro Gatell al presentarnos un don Quijote recuperado de su locura que estaba renunciando, de entrada, al principal atractivo con que contaba en su fuente. Alelado como fray Gerundio está el protagonista del Quijote de la Manchuela, así como el abate Zamponi de El liberal en Cádiz, textos por este y otros conceptos tan próximos al del padre Isla. Ninguno de ellos reconocerá jamás el camino torcido que han emprendido, a pesar de todos los consejos y preceptores que los autores les prodigan.p. 136

6.2. Don Quijote de la Manchuela (1767)

En 1767 el presbítero Donato de Arenzana publicó la primera parte de su Vida y empresas literarias del ingeniosísimo Caballero Don Quijote de la Manchuela, de la que no llegó a aparecer la segunda, pese a anunciarse45. Ya en el prólogo Arenzana anuncia el propósito de su obra: «Lo que pretendo es que si tienes hermano, sobrino, pariente o amigo tierno para la enseñanza y apto para la noble fundición de estudioso que con ardor le aconsejes y te empeñes porque elija grandes escuelas su aplicación» y que, de principio a fin de su vida, «se emplee en asuntos graves de literatos» (s.p.). En ese mismo prólogo Arenzana califica su obra como «metáfora quijotesca» y la sitúa en el ámbito de la sátira, «satirilla» dice exactamente, «de pimienta fina, no de pimentón, ajo o cebolla», que consistiría en «censurar con ligereza, sin acritud» (s.p.). De hecho, se extiende un tanto sobre tal marco literario, citando como modelos los consabidos autores clásicos, otros castellanos y aun, dada su formación, algún padre de la Iglesia. Nuestro presbítero, a pesar de la fecha avanzada y de sus apelaciones a la racionalidad y al buen gusto, sigue bien anclado en el Barroco y su estilo, en concreto esas pullas y provocaciones dirigidas en segunda persona al lector, recuerda de manera inevitable a Diego de Torres Villarroel46.

Con plena consciencia del juego literario, el narrador de Arenzana incide en el carácter de «historia» que tiene su relato y apela a una multiplicidad de fuentes como materiales de aquella («papeles antiquísimos», «mamotretos», «analistas»). Siguiendo tales informaciones, el narrador se extiende en pormenores sobre los antepasados, nacimiento, etc., del protagonista, que toma su sobrenombre del lugar de su genealogía, La Manchuela, población de Jaén. El orden que sigue Arenzana para su relato y, en parte, sus planteamientos, recuerdan a los del Fray Gerundio del Padre Isla, sin que haya en esto necesaria dependencia (el maniqueísmo general de los personajes y en particular de los consejeros, por ejemplo). En todo caso se evidencia en el acercamiento de Arenzana a la ficción que presenta un violento contraste entre la visión del narrador erudito, con su irritante superioridad (obviamente la del propio autor, pues los conocimientos literarios de los que alardea no le dan para calibrar la distancia entre esas dos figuras), y la realidad rural de sus personajes, que se mueven entre el costumbrismo literario (hecho, claro, de verdades y suposiciones) y la estulticia que el autor narrador les endosa a su capricho: no en vano la dedicatoria a la Necedad que encabeza el volumen se acompaña del marbete «ruralissima napea». En efecto, el humor que de continuo busca el presbítero Arenzana resulta de «ajo y cebolla», por mucho que afirmara otra cosa, y se ceba de continuo en esas criaturas infravaloradas, cuyo lenguaje es una obvia caricatura del auténtico del pueblo y su figura general la de los mamarrachos47. La anécdota, caso de merecer tal nombre, del jovencito Manchuela explicándole a su padre los paréntesis con ayuda de un par de cuernos que le adjunta a ambos lados de la cabeza da idea de las miras literarias de Lorenzana (50–51).

Sin salirse de los límites de la sátira y de la dependencia con su modelo, el autor intenta, con poca modestia, una réplica a la altura del Quijote original; si la obra de Cervantes se situaba en la carrera de las armas, la suya en la carrera de las letras (prólogo, «El doctor Soñoclo» 11). Se trata de una profesión que empieza desastrada, como la de fray Gerundio, por los malos preceptores, en este caso la abuela Marinuño. Los consejos de educación que imparte el cura Centellas son, como es obvio, los del propio presbítero Arenzana: el Credo, la Salve, el Catón cristiano… Como era predecible (de otra suerte la sátira no tendría sentido) tales prevenciones resultarán inútiles. Pero basta leer el pasaje del significado de las letras del abecedario desde nuestra perspectiva para concluir que el conocimiento que pretenderá inculcar el cura Centellas es no menos disparatado y caduco que el que le enseñaba al jovencito Manchuela su abuela (33 y ss.). Esas páginas, en efecto, dan cuenta precisa, en mi opinión, del posicionamiento y de las pretensiones del presbítero Arenzana y, con ello, de su limitada lectura del Quijote48.

p. 137El escribano del lugar, Marramiau, perpetrará luego la comisión de la enseñanza del muchacho. Partidario de los castigos físicos, el alegato que hace de ellos tras la venganza de la madre y la abuela por haberlos empleado con Manchuela se diría que es compartido por el autor Arenzana (44). La carta que Blas Fanegas dirige a su mujer, dictándosela a su hijo (aunque repleta de errores y disparates, de indudable valor fonético, en línea con las intervenciones del familiar en Fray Gerundio) sirve para que Arenzana insista mediante la figura de Centellas en la necesidad de vigilar ortografía y pronunciación en la primera escuela y en mejorar el nivel ínfimo de sus maestros (55–56 y ss.). No basta, continúa, con la publicación de diccionarios o con el esfuerzo de un puñado de escritores: debiera ser obligatorio un examen que habilitara a quienes pretenden abrir una escuela de primeras letras. Es este seguramente el pasaje más positivo y comprometido de la obra, si bien la propuesta de Arenzana es limitada. En cuanto a las lecturas, el maestro debe escoger aquellas que, acomodadas a la edad, formen mejor el espíritu y el raciocinio de los muchachos, de modo que escriban bien, tanto en caligrafía como en el preciso sentido de los vocablos. La aritmética y la geometría no se deben limitar al aprendizaje de las reglas básicas, sino a la preparación para la vida práctica… (69 y ss.).

Seguirán luego los consejos de urbanidad y cortesía que el padre intenta inculcar en su hijo, así como los de la madre en lo referente a la presencia distinguida en la mesa. Unos y otros resultan ridículos por cuanto no son propios del pueblo humilde y porque el autor recurre, en los desenlaces, a la denigración de los personajes. El deseo de emular a las clases altas o el seguimiento de las comedias (se cita el Hijo de la piedra, 80) por parte de estas gentes humildes no me parece tan verosímil como la intención de Arenzana de perpetuarlas en el estamento social que, en su visión tradicionalista, les corresponde. De este modo, sin término medio que le permita una cierta promoción o dignificación social, el pueblo llano resulta condenado a «seguir comiendo con los cinco dedos» (97, 100). Una vez más, inútilmente, el cura Centellas intentará promover la sencillez y la naturalidad en esos ámbitos (cap. IV), de cara a formar un hombre de «semblante modesto» y «acciones humildes» (123). Lo hace recurriendo a pluralidad de ejemplos y de citas, tanto clásicos como eclesiásticos (Vicente Ferrer, Séneca, Plutarco, San Bernardo…), y recomendando, entre las lecturas provechosas, las vidas de santos. Como era esperable, nada de aprender el latín con Terencio, ni tampoco «novelas, cuentos, jácaras, historietas, sátiras, versos y chistes, que lo pueden hacer en adelante más truhan que sujeto tinturado de oportunos y serios pensamientos» (121). En su lugar recomienda las obras de Fray Luis de Granada o el Librito de oro, esto es, la Introducción a la sabiduría de Vives (122). Ante la intervención de Marinuño, quien asegura que su nieto está leyendo «comedias, corríos y otros papeles más antiguos», el cura renuncia desesperanzado a su propósito (127). Pronto, en efecto, el muchacho destacará en el recitado de las relaciones de comedias y en trastear la guitarra entonando romances de ahorcados y de guapos (130).

p. 138En fin, a Marramiau sucederá como presunto maestro el sacristán Hisopo, «preceptor sincategoremático» (162), en expresión que recuerda la burla de la escolástica en el Quijote de nuestro Centeno. Sin reflexión alguna, Manchuela repetirá como el sacristán una sarta de latinajos y hasta se atreverá, tras tener noticia de los pies métricos, a componer disparatados versos en la lengua de Virgilio. Con la irrupción de la enseñanza del latín en la obra, Arenzana emprende un camino similar al de Centeno, la burla y la parodia del latín macarrónico, y, como el agustino, incluye pasajes literales de tales despropósitos. Con ocasión del cumpleaños de la abuela el joven compone en su honor nada menos que un «vejamen» latino (189–192). Para los fastos del cumpleaños el cura dispone una mojiganga aparatosa, con burros entre otros animales, verdadera ofensa para Manchuela y su familia, que estos no perciben. Inopinadamente, de resultas de un cólico repentito, muere la abuela Marinuño y el autor, mediante el cura Centellas, aprovecha para encajar su rechazo de ciertas prácticas funerarias supersticiosas (210). Como corresponde, Manchuela compone un epitafio en latín que no anda a la zaga del vejamen (215). En examen a que somete a Manchuela, el cura Centellas comprueba los desatinos aprendidos y confirma que «flaqueará en adelante su obra de literato, por sus malos cimientos de latino» (226). El autor incrusta ahora, sacado de papeles guardados por el cura, un extenso opúsculo titulado «El maestro de veras contra los hipodidáscalos de burlas» (227 y ss.), en cuyo comienzo se reiteran las observaciones didácticas anteriores y luego se dan copiosas indicaciones para el mejor aprendizaje del latín. Aunque justificado como remedio para jóvenes tan alocados como Manchuela, el opúsculo, por su desmesura respecto a otros incisos anteriores, resulta casi independiente.

Las molestias del cura, en cualquier caso, serán inútiles. Manchuela se reafirma en sus principios: «Me estoy y me estaré en mis trece de latino, y así quiero llevar adelante mi aplicación» (266). A partir de aquí los hechos se precipitan: el joven decide «tomar las de Villadiego, que los hombres grandes corriendo mundo lo han sido» (270), decisión que llevará a sus padres a la tumba al desconocer su paradero. Vuelto al lugar, malvende la pobre herencia y se dirige a La Mancha, donde confía en encontrar a alguien de la parentela quijotesca en la que se incluye (como el autor y su obra respecto a la de Cervantes). En el Toboso unas tataranietas de Dulcinea le dan carta de recomendación para una señora de Madrid y allí se dirige Manchuela, seguro de superar a su modelo. Pero no nos ha llegado la segunda parte que el autor anunciaba inmediata.

6.3. Juan Mayorazgo (1779) y La acción de gracias a doña Paludesia (1780)

En 1779 Félix Antonio Ponce de León y Ponce de León publica Vida, hechos y aventuras de Juan Mayorazgo49, que, en la carta dedicatoria a su padre y en el prólogo al lector, califica de «cuento entretenido» y «verídico», sin ser lo primero y lo segundo en buena parte. Aunque lo denomina como «Don Quijote riojano», pues en esa provincia hace nacer a su protagonista y en tiempos de Fernando VI, advierte que la sátira que pretende va dirigida contra cualquiera en quien se aprecien rasgos «quijotescos», en evidente y confusa visión peyorativa del término50. Contemplada en la perspectiva de las derivaciones del Quijote cervantino, estamos ante una obrita de escaso mérito, propia de un autor voluntarioso y que anda aprendiendo el oficio, como él mismo reconoce con humildad en los preliminares y a lo largo del texto (pone por escrito incluso sus olvidos): no extrañará que el desarrollo de la obra y la prosa sean vacilantes, esta última colmada de anacolutos.

p. 139Refiriéndose seguramente a su propia biografía y sin duda a su experiencia, afirma que «es de querer que el hombre se aplique a ser tal a proporción de su nacimiento, instituto o profesión», pues causa risa o llanto que el caballero, en lugar de perfeccionar su estado, se olvide de su cuna y quede sin crianza (13–14). Este es el principal mensaje de su obra, en concreto la obligación de cultivarse que tienen los mayorazgos y no solo los segundones; partiendo de él diseña el argumento y lo entrevera a su vez de reflexiones morales que justifica con impericia51. El protagonista es noble, aunque, a diferencia de Don Pelayo, cuando niño «se reía de ejecutorias montañesas y de noblezas quijotas» (15). El relato de su infancia le sirve a Ponce de León para exponer con cierto detalle y desautorizar supersticiones que perduraban en la época, alguna de interés antropológico52. Aprovecha el paso por la primera escuela para proponer que los maestros moderen los castigos corporales. En este punto y en otros los paralelos con Fray Gerundio son obvios y eso fundamentalmente (como en el caso general de afinidades entre imitaciones quijotescas) por un fondo común de posicionamiento y opiniones, no por influencia precisa de una obra en otra. De manera atropellada Ponce de León menciona su paso por un dómine y por las aulas de dialéctica («si Blictiri est terminus»), para concluir «que cuanto habló fue de memoria y como el papagayo» (49–50; el pasaje recuerda indudablemente el de fray Toribio, lector y preceptor de Artes en Fray Gerundio, 153–155).

De súbito el protagonista decide ocuparse de su mayorazgo y ello motiva una confusa digresión del autor, basada de nuevo en su experiencia, sobre los males propios y ajenos que se derivan de «la falta de instrucción y crianza», su tema predilecto (71). También de repente se mete a soldado, y esto de nuevo por decisión del autor y no suya, pues el protagonista hace sus reflexiones, lo cual contradice de plano el traje de Quijote con que el autor pretende vestir a su personaje. Luego compagina la milicia con el estudio en Barcelona de las matemáticas, hasta que recibe carta de su madre y, siguiendo sus instancias, regresa a su tierra, donde se casa y mejora su mayorazgo. Termina el autor con un suplemento en el que reitera sus principios básicos (el conocimiento de Dios, de sí mismo y de los hombres), algunos sin duda reflejo de una Ilustración en auge: la necesidad formativa, la conveniencia de los viajes (sin que tengan que ser ultramarinos) y la frecuentación de lugares donde reina el buen gusto, la conciliación de buen trato y la cortesanía no afectada, sin «derretirse en francesadas excesivas» (171), la adquisición de unos pocos libros…

En definitiva, considero que buena parte de los desbarajustes literarios de la obra pueden explicarse si nos alejamos del molde quijotesco y consideramos que se trata de una suerte de autobiografía ficcionalizada con el barniz (o la cáscara) del quijotismo tan en boga en la época y al que el autor apela. En rigor, de haber algún Quijote en Juan Mayorazgo, más allá de puntuales y vagas descalificaciones53, dicho sea con la benevolencia que Ponce de León reclama de sus lectores, lo encuentro en el autor de la obra y no en el personaje con el que trata de representarse a sí mismo, pues no lo es tanto por su propia peripecia como por la manía de escribirla y publicarla.

p. 140Una relación igualmente tenue y distante con la novela cervantina puede reconocerse en otra pieza que suele mencionarse entre las derivaciones quijotescas, La acción de gracias a doña Paludesia, obra póstuma del bachiller Sansón Carrasco, publicada en 1780 por Juan Beltrán y Colón. Centeno termina su «menestra» literaria del Apologista universal arremetiendo, y no precisamente sin motivo, contra la obra de Beltrán y Colón: «No penséis que por haber faltado el surtido de la Huerta falte en la Corte otro mayor lachanopolio en la gran Campana de palo que tanto ha resonado por el mundo. Siquiera por verla pudierais veniros a esta imperial y coronada villa, aun dado el imposible de que no os agradase el potaje y la menestra cuya mayor parte a nadie sino a ella se la debo» (XIII, p. 238). La obra ciertamente aprovecha el reflujo cervantino (basta ver el subtítulo), pero, por su naturaleza de ejercicio esencialmente retórico, muy erudito y técnico, podría haberse desgajado de ese marco. La referencia al bachiller y algunas otras dispersas por esta Acción de gracias son apenas pretextos para dignificar un producto que se concibe como un conjunto de microtextos, verdadero muestrario de ejercicios especializados. Estamos, en efecto, ante una miscelánea de procedimientos, en los que el autor hace gala de sus conocimientos retóricos y literarios54. Y también ante apuntes o adelantos de otras posibles obras futuras, como ese índice de los 27 sermones bioneos (satíricos) que incluye en la «Advertencia al público», hallados igualmente en los «desvanes» del bachiller (92–97). Entre tanto material, vale la pena mencionar sus consideraciones acerca de las «materias adoxas», uno de los marcos en que sitúa su texto, concretamente la primera parte, y que respondería a lo que más arriba hemos definido como «encomio paradójico»55.

El autor sigue el recurso del papel hallado, aunque lo hace con un término polisémico que alude a su propia imaginativa («me encontré este papel en mis desvanes», 4) y señala que únicamente se ha limitado a dividir el texto en las tres partes de rigor, mejorar la disposición en general, sustituir algún término y añadir citas, pues carecía de ellas. Precisa que Sansón fue médico y que fue llamado a la villa de Paludesia con motivo de una pandemia. Aunque después lo despidieron por mozo, el bachiller compone la correspondiente acción de gracias. En la densa, altisonante y no pocas veces oscura (como el conjunto de la obra) «Dedicatoria a don Quijote de la Mancha», Beltrán y Colón sugiere que el hidalgo manchego, a quien interpela a menudo, seguramente despreciaría las empresas que emprendió por las actuales y relativas al turbulento mundo de las letras, sustituyendo molinos, yangüeses y disciplinantes por ateneos, liceos y gimnasios, donde campa la charlatanería literaria (90)56. Se refiere irónicamente al «siglo de las luces»: «Ahora se observan muchas auroras boreales», dice (59). Y aunque se nos revela como un buen conocedor de la nueva ciencia, se muestra más que escéptico, incluso despectivo, antes sus avances. Es innegable que en medicina se han realizado numerosos descubrimientos, pero sin apenas aplicación práctica, de modo que «máxima pars hominum morbo iactatur eodem» [la mayoría de la gente padece del mismo mal]. Su posición ideológica parece clara cuando afirma:

Es un asombro lo que llevamos adelantado, como que ya lo sabemos todo y escribimos como tagarotes. Se ha ya traducido el Arte de Barbero-Peluquero-Bañero, que contiene el modo de hacer la barba, etc., pero todavía no se ha traducido por falta de tiempo la Vida clerical, obra que con devoto nervio y sostenido fervoroso enseña la compostura, el candor, la piedad y la irreprehensibilidad que han de acompañar al santo ministerio y dignidad del sacerdocio. ¿Pero qué? Si tenemos comezón de escribir, que no paramos. (68–69)57

p. 141Parece, en suma, a la luz de las afirmaciones de Beltrán y Colón (véanse también sus consideraciones sobre los médicos que han sucedido a Hipócrates [87-89], donde concluye que la investigación es pecado), que se inscribe en esa línea de ortodoxia católica antifilosófica que, reconociendo los avances de la época, los limita a averiguaciones accesorias, incluso contraproducentes.

Como adelantaba, la obra se divide en tres partes. En la primera (exordio) incluye la acción de gracias a doña Paludesia, en la que es asunto fundamental la descripción de la gran campana de palo ofrecida por el bachiller a la villa para que suene por todo el mundo su agradecimiento (99–125). Se trata, claro, de una campana imaginaria, tanto como la propia villa y como el bachiller, de ahí que el autor insista en «que suene más en escrito la campana de lo que pudiera sonar siendo de palo» (123), y que concluya esta parte recordando la naturaleza de encomio de lo impropio que tiene en buena medida su discurso. En la segunda (amplificación) comienza Beltrán y Colón con el elogio de Sansón Carrasco por el beneficio recibido de la villa. Y luego, dado que por su juventud no fue retenido en ella como médico, se ocupa en demostrar que «la prudencia, y no la vejez, puede hacer feliz a la medicina (126–162). El autor, pues, se embarca en una apología de la mocedad (157), confirmada al modo literario tradicional con numerosos ejemplos históricos. La tercera (peroración), con reiterado recurso a la amplificatio, renueva alabanzas y elogios a Paludesia («lugar pantanoso y de aguas detenidas») y le promete memoria y agradecimiento eternos (163–190). Ninguno entre los historiados antiguos se ocupó de tan notable villa, y ya estaba el panegirista dispuesto a desistir de sus afanes cuando encontró las noticias que precisaba en un autor catalán antiquísimo, el renombrado Tomich (167)58. Erudición y fabulación, combinadas con el humor inteligente propio del elogio disparatado (de Paludesia procede nuestra Celestina…), definen esta última parte y el grueso de la obra. Por supuesto, la Acción de gracias no se concibió como un texto para el gran público, sino para una minoría de intelectuales entre los que Beltrán y Colón pretende lucir su saber y sus galas literarios. En cualquier caso, interesa señalar que, por las fechas en que escribe Centeno, la alabanza de lo despreciable tenía su vigencia y su predicamento retórico.

6.4. Teatro español burlesco (1785/1802)

En el desigual panorama de las derivaciones quijotescas constituye un auténtico remanso literario el brillante Teatro español burlesco o Quijote de los teatros, de Cándido María Trigueros, publicado en 1802, aunque compuesto en 178559. Dos líneas básicas vertebran la obra, la arremetida satírica contra el Theatro Hespañol de Vicente García de la Huerta, que justifica el título, y la inspiración cervantina para su desarrollo60. El prólogo de Huerta, contrario a los principios neoclásicos, y la selección de su Theatro, que dejaba fuera autores emblemáticos del Barroco, molestó a no pocos intelectuales, entre otros a su amigo Trigueros, quien replicó con esta sátira, a la vez contundente y medida.

p. 142Estamos ante un texto metaliterario, donde la narración de los desvelos del protagonista, el zapatero ochentón Crispín Caramillo, apasionado de la comedia barroca, por reimprimir una selección de las de peor gusto, se convierte en materia y forma de la obra. El resultado, esa antología progresivamente adelgazada hasta quedar en un solo título, El caballero de Olmedo de Francisco Antonio de Monteser, simplemente se menciona. Como señala María José Rodríguez Sánchez de León, la historia de Crispín Caramillo se compuso probablemente como prólogo para esa recopilación pretendida por Trigueros y que no pudo consumar (25). Circuló en copias manuscritas y, tras su muerte, apareció en la edición de 1802. En cualquier caso, en su estado actual, el texto de Trigueros tiene valor autónomo y no precisa de ejemplificaciones: ninguna falta hace repetir malos textos publicados cien veces. El Teatro español burlesco se compone, pues, de una dedicatoria y de la historia o autobiografía de Crispín, en la que se incluyen las notas y observaciones de otros personajes, fundamentalmente del censor incompetente don Severo y de don Sincero Veraz, este último trasunto riguroso de Trigueros, cuya intencionalidad el sastre no puede o no quiere percibir.

Con fina ironía y humor continuos Trigueros nos presenta a un zapatero, ridículo pero digno en la mejor tradición quijotesca61, que se expresa en primera persona, siendo un completo analfabeto (ciertamente alguien copia de manera literal sus declaraciones, 143–144), y nos da cuenta de su vida y de su entorno, marcados por su mal gusto dramático. Con soltura popular, con profusión de modismos y de refranes, Crispín despliega una decidida apología del teatro barroco. Y es aquí donde Trigueros se aproxima de Centeno (escriben por las mismas fechas), pues la defensa del sastre frente a los ataques de los neoclásicos es, en la clave burlesca y satírica del autor, su más enérgica condena. Crispín no es un loco a la manera cerrada del Escolástico, pero sí está tan ciego y obsesionado como el protagonista de Centeno62. Ambos, en fin, sirven de vehículo para la falsa apología que pretenden sus creadores, con el propósito de acabar con lo que consideran sendas lacras, en este caso la dramaturgia barroca en sus formas y contenidos, particularizada en Huerta y en la responsabilidad de los actores63. Sobra decir que la desarreglada vida del sastre y de sus hijos es el mejor ejemplo de las consecuencias de la perniciosa afición a tales productos teatrales64.

De manera más precisa, Crispín intenta la difusión de un subgénero que echa en falta en la magna antología de García de la Huerta, la comedia burlesca, «la más eficaz de todas para mover la risa, la que siempre interesa, la que jamás cansa […]» (VII. 9)65. En la empresa le ayudarán graciosamente un abate y un señorito, porque, aunque contrarios en sus gustos a Crispín, están seguros de la eficacia de la publicación para acabar con la peor producción barroca. A pesar de esas diferencias, sostenidas en la calculada ambigüedad de las declaraciones de unos y de otros, el final amigable de la obra remata la templanza y el humanismo de Trigueros.p. 143

6.5. Adiciones a la historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1786)

Entre las continuaciones, seguramente la más fiel a este propósito continuista y a la vez de cierto mérito es la de Jacinto María Delgado, Adiciones a la historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en que se prosiguen los sucesos ocurridos a su escudero el famoso Sancho Panza, que vio la luz en 1786. Cito por la primitiva, si bien hay dos ediciones facsímiles. Sobre la obra, vid. Toledano Molina y Mancing. Delgado se refiere al dolor y al desconsuelo que sufría el antaño escudero tras la muerte de su amo, lo que parece un lugar común de la literatura dependiente del Quijote, tanto que el cura y el bachiller Sansón Carrasco deciden escribirles a los Duques para darles cuenta de su estado y encontrar algún remedio. Éstos, en parte para seguir divirtiéndose a costa de Sancho y en parte para aliviar sus cuitas, deciden nombrarlo consultor. El cargo constituye el principal hallazgo en términos narrativos de Delgado para sus Adiciones, por supuesto en línea con el nombramiento de gobernador de la ínsula Barataria en el Quijote original, y en torno a él se supeditan los demás núcleos menores del relato: ¡demasiado poco para las exigencias de Pedro Centeno!

En efecto, en el número II de su Apologista universal, el agustino arremete contra la novela de Delgado, que acababa de publicarse. En su reseña Centeno deja claro que cualquier tentativa para continuar la obra de Cervantes le parece un desatino, pues el Quijote original representa una cima insuperable de nuestras letras, de modo que no cabe continuación posible, y así dice con su habitual retranca: «¡Feliz España que produces a pares los Cervantes!» (20). Nuestro autor conocía bien la Vida de Miguel de Cervantes escrita por Gregorio Mayans, pues lo cita con soltura, y parece asumir los planteamientos del valenciano en su intento de valorizar autor y obra (31). De entrada, el título de «adiciones» le molestó sobremanera, de hecho, se refiere a Delgado irónica y repetidamente como «adicionador». Si pretender continuar el Quijote era, pues, imprudente y ocioso, a Jacinto María Delgado Centeno le reprocha en particular su inmodestia en esas ocasiones en que intenta colocarse a la altura de su modelo66. Más allá de sacar punta a cuestiones de detalle, vicio al que Centeno era tan propenso, hay algunas cuestiones fundamentales que desaprobaba en la continuación de Delgado y que tienen su fundamento.

En primer lugar, Centeno censura la falta de gracia, de ingenio y de invención en el texto67, reproche al que subyace el hecho de que para Centeno la figura del escudero carecía del relieve o la independencia necesaria para convertirse en protagonista único del relato, pues (como decía entre sí don Quijote) «nunca hazañas de escuderos se escribieron» (22). A partir de aquí Centeno peca de censor implacable. Y no fue el único, también Lardizábal y Capmany consideraron de forma negativa la continuación de Delgado (Barrero Pérez 107–108). Pese a la desfavorable opinión de Centeno, las Adiciones me resultan una obra digna, que responde en general con pulcritud y total congruencia con la obra cervantina a la demanda de información sobre Sancho por parte de los lectores.

p. 144Ciertamente las técnicas, personajes y situaciones son los del modelo cervantino y sobre ese bastidor Jacinto María Delgado realiza modestas aportaciones, insertando breves episodios de su cosecha y, sobre todo, recreando y prolongando hasta donde puede los cervantinos. Si Sancho fue antaño gobernador, ahora obtiene la consultoría de los Duques y, recurriendo a la vanidad de Teresa Panza, prolonga la invención con la aspiración a un marquesado. El episodio central de las Adiciones, la estancia con los Duques, con la aparatosa ceremonia de la toma de posesión de Sancho, remeda el patrón del original, combinando los lances en el palacio con los de la ínsula Barataria. De igual modo procede Delgado con los personajes, mantiene los fundamentales y, dado el tiempo transcurrido, da un mínimo juego a su descendencia (reaparece doña Rodríguez y también el hijo de Pedro Recio…). La psicología de los mismos, en particular la de Sancho, con la alternancia de loca ingenuidad y sensatez, no es otra cosa que aplicada prolongación de la que retrató Cervantes. El autor se atreve asimismo con algún repertorio de consejos (del cura a Sancho), leves propuestas de reforma (la adulteración de los vinos, los abusos en las adehalas, las ordenanzas que promulga Sancho en las tierras del Duque…). Es verdad que encontramos pasajes ociosos en el texto (sobre los escudos de armas o el museo de antigüedades del beneficiado) e incluso disparatados, como el atrevimiento de Delgado en corregir a Cide Hamete y proponer un origen ismaelita para los brindis (168–169) –asunto que, por supuesto, Centeno no deja que se le escape–. Pese a todo, como digo, el resultado parece decoroso, si bien bastante previsible.

Prueba de ello es la forma en que los Duques, con intención de seguir divirtiéndose, se sumarán a las aspiraciones nobiliarias de Sancho, aunque sea bajo pretexto de extraer alguna lección moral de tales comportamientos: «Era como una comedia bajo la cual se reprehenden los vicios», en palabras del Duque (255). Este propósito moral, por cierto, puede hacerse extensivo al conjunto de la obra, pues no pocos pasajes podrían leerse en esa clave68. Consciente de que la burla con el marquesado era asunto que se le podía ir de las manos, el Duque la detiene en seco y propone a Sancho a cambio (cap. XIII) convertirlo en barón, motivo que a su vez dará lugar a una nueva y compleja escenografía, que abunda en el propósito burlesco y en la mofa moralizante de las pretensiones vanidosas (cap. XIV, se trata de la «baronización ridícula» a la que se refería Centeno en su Apologista). El argumento que utiliza el Duque para convencer a Sancho es de humor grueso, pues el ingenio fino, como advertía Centeno, no se contaba entre las cualidades del autor de las Adiciones:

[…] fuera de que para tener la señoría que tanto desea Teresa, según estoy informado, hay otros medios y títulos, como el de barón de tal o caballero de cual, y no es tan reparable, porque caballero lo es cualquiera que hace buenas obras y se porta como tal, y barón es el que en su casa es el primero de su familia por línea de varón (316–317).

Las promesas mecánicas de Sancho en respuesta al presidente del acto inciden en esa condena del envanecimiento nobiliario y los perjuicios que se derivan para el Estado (332–333).

De manera inopinada, acaso porque estirar el modelo cervantino no daba para mucho más, el capítulo XV pone fin a la obra. Sancho muere, como podía preverse, de un atracón nocturno y los Duques miran por el futuro de su familia: Sanchica casa con el hijo de Maese Nicolás y este obtiene de la generosidad ducal una escribanía; Teresa Panza, arrepentida de sus pasadas vanidades, se redime de su envanecimiento cuidando de una ermita y muere de manera ejemplar. Sigue luego la biografía de Cide Hamete, campo abonado para la imaginación fluida, que no brillante, de Jacinto Delgado.

p. 145En segunda instancia, Centeno le recrimina a Delgado la ausencia de utilidad en la obra, la falta de un propósito definido, al menos en ese sentido radical de compromiso ideológico que tenía la literatura para él. Ya he señalado que el desvaído propósito moral que parece guiar a Delgado, a menudo oscurecido por la búsqueda del entretenimiento (y alguna autocomplacencia), no le parece suficiente. Nuestro agustino compara las Adiciones con el Quijote y señala que Cervantes miraba fundamentalmente a acabar con las lecturas de caballerías, desplegando para ello una amplísima gama de procedimientos (29); por el contrario Delgado se ocupa, a través de la figura de Sancho, de cuestiones intrascendentes y ridículas (29–31). Más incluso que las consideraciones anteriores, lo que Centeno, en mi opinión, desaprueba profundamente de Delgado es la ideología conservadora o reaccionaria que se percibe, de manera desigual, en las páginas de las Adiciones. En su reseña del Apologista contrapone la nueva ciencia a la remisión anticuada que hace Delgado a las potencias del ánima (entendimiento, voluntad y memoria) para fijar la peculiar psicología de Sancho (23–24). Luego fija la atención en el pasaje de don Aniceto (un petimetre embudista) y su escuela pedeográfica, con la que el personaje intenta embuchar a Sancho en estrechísima vestimenta y violentos movimientos, y el autor Delgado satirizar con ello las nuevas modas llegadas de Francia; más tarde el autor de las Adiciones apunta otra andanada contra la «madamería». Centeno acusa, por esto y otros motivos y siempre con ese trasfondo ideológico, al adicionador de «ensartar unos anacronismos tan horrendos que el mismo don Quijote no sería capaz de deshacerlos» (21).

Fue seguramente Jacinto María Delgado, o en todo caso alguien de su círculo más cercano, quien replicó a nuestro autor con la Justa repulsa, mencionada anteriormente. En ella, necesario complemento de la lectura de las Adiciones y de los reparos de Centeno, se afirma que el propósito de su autor fue criticar la grandilocuencia y el envanecimiento (8).

6.6. El tío Gil Mamuco (1789)

Precisamente el mismo año en que se publicaba el Apéndice a la primera salida de nuestro Don Quijote el Escolástico veía la luz El tío Gil Mamuco del presbítero Francisco Vidal y Cabasés. Es más, fue Centeno quien informó favorablemente la obra, considerándola de utilidad y situándola, como es habitual y creo le corresponde, en el ámbito de la sátira («sátira festiva y divertida, pero sin acrimonia, contra los ociosos, charlatanes y presumidos», Urzainqui 415) y es muy posible que nuestro agustino conociera la producción anterior de su autor, un par de obras para mejorar la agricultura y otra para fomentar la relojería. Me temo que el riguroso Centeno antepuso la afinidad ideológica con Cabasés a su escrúpulo en cuestiones literarias, pues en este terreno específico el autor de Gil Mamuco es claramente imperito y acaso por esto la indeterminación o indefinición en las soluciones que se aprecian de inmediato en el texto (como señala Muñoz de Morales).

El protagonista, habitante de un país que al principio el narrador decide no nombrar pero que debe ser España, pues tiene la Corte en Madrid, es un curandero «algo falto de caletre, preciado de muy cuerdo, colérico y porfiado, pero tratable y amoroso, por cuyas buenas prendas muchos le alababan y querían» (1), que oficia asimismo de tendero y luego, a los cincuenta años, seducido de repente por la búsqueda de la piedra filosofal, se pone a leer furiosamente textos esotéricos, para de inmediato, al tener noticia de un par de grandes premios convocados por un rico para quien divulgue por el país la iniciativa más industriosa, decide ponerse en camino y hacerse con la recompensa. Acompañaban en su casa a Gil Mamuco una hermana vieja, una sobrina joven y el criado Blas Peguín; este se constituirá en acompañante o escudero de sus andanzas.

p. 146La apetencia del millón de pesos se convierte en obsesión para el protagonista. Mamuco está convencido de conseguir, impartiendo por doquier sus lecciones secretas, la laboriosidad y la riqueza del pueblo sin que este sufra las molestias e inconvenientes del trabajo o del estudio. Es ocurrencia suya y asunto estructural de la obra la distinción entre industria inferior, que exige laboriosidad y esfuerzo, a la que condena a quienes se niegan a escucharlo, y la superior o suya, derivada de sus lecciones, en la que como por arte de birlibirloque se consigue la riqueza sin mengua de la salud y sin sudor alguno (85-86). Las lecciones en sí que imparte Gil Mamuco para triunfar en la industria superior, por momentos verdaderas pláticas sermonarias, son desatinos o verdaderas fruslerías (el brebaje para aumentar la memoria, el entendimiento y la voluntad, 153) y en alguna ocasión, como en el caso de la educación de los hijos, propuestas más bien serias (132 y ss.). Esta combinación de tonos a menudo desconcierta al lector, pues la ironía del autor no acaba de perfilarse para caracterizar a su protagonista ni para orientar el relato. En línea con la tradición cervantina Blas encarna el sentido práctico, también en el tema industrioso, de modo que su posicionamiento es el habitual en la Ilustración española: la dignificación y el reconocimiento del trabajo manual y de los oficios humildes, la diversificación de tareas, los principios básicos de economía y ahorro (195 y ss.). En algún caso las referencias al respecto son inequívocas: «¿Pues no dijeron en la tienda —replicole Blas— que por permática del rey se hallan ya las artes nobles, aunque sean feas e podridas las materias?» (261). Centeno, claro, comparte estos planteamientos, si bien los expresa con mucho más acierto literario:

Ahora, ¡qué trastorno!, ninguna esperanza podréis tener de que encuentren allí acogida vuestras exquisitas ciencias, pues no solo hallan entrada y abrigo los toscos artesanos y rústicos labradores, sino que hasta las mismas reales personas leen, estiman y aun premian los libracos que tratan de oficios mecánicos y despreciables, como la agricultura, los telares, las fábricas, los curtidos, etcétera, y alaban mucho a los que se entretienen en estas impertinencias, y los admiten a su real presencia hablando con ellos como si fueran hombres… (El Apologista universal, XI, pp. 195-196).

Con cierta generosidad lectora podemos, pues, entender la obra, en consonancia con la trayectoria del autor, como una crítica hacia aquellos sectores o individuos (incluidos, por supuesto, arbitristas y proyectistas), ridículos como Gil Mamuco, que, soñando aun con quimeras, se negaban a aceptar los nuevos tiempos, así como un alegato indirecto a favor de una moral de utilidad social y compromiso cívico.

Los episodios que constituyen las andanzas de los protagonistas terminan regularmente de mala manera, pues tras un primer momento de interés y desconcierto los oyentes se mofan o se sienten ofendidos y estos y el protagonista, por su natural colérico, recurren a una violencia que se pretende cómica y de la que amo y criado salen muy malparados («que te voy a sacar el alma por la tripa», le dirá Mamuco al pobre arriero, 170). En rigor hay un desencuentro, tras el desenlace de estos episodios, entre la perspectiva de Blas Peguín, apegada a la realidad, y la de Mamuco (aseguraba, entre otras cosas, contar con un unto prodigioso para hacerse invisible), que la modela a la medida de sus ilusiones. Mientras el primero convalece de sus heridas, el segundo, sin moverse del sitio, afirma haber visitado estancias de mucho copete en palacios de la nobleza. ¿Devaneos de la mente calenturienta del protagonista por la lectura de textos esotéricos, efecto de las sustancias psicotrópicas (la hierba mora fundamentalmente) que ingiere al llegar la noche o juego intencionado del autor y su personaje? En mi opinión, resultado tanto de la intención satírica que persigue Vidal y Cabasés, ridiculizando a quienes critica, como por la aparatosidad de su inexperiencia literaria: Gil Mamuco no es de ningún modo el necio de la tradición gerundiana, pero su locura cervantina anda contaminada de sustancias alucinógenas, de ataques de violencia impropios de esta última y, en fin, de falta de pulido.

p. 147No hay en las cuatrocientas páginas de la obra una sola referencia al Quijote original, pero, como puede verse, su influencia se percibe de manera constante y poco reposada en ella. A imagen del hidalgo manchego, Mamuco tergiversa la realidad, como en el encuentro con un arriero que transporta garrotes y que él, con el uso de unos peculiares anteojos, confunde con cañamieles (VIII. esp. 167-168). También tiene su enemigo imaginario, Malaquín, sin más desarrollo. ¡Si hasta declara su amor, en retórico parlamento, a una cabra que imagina ser la dama hermosa de un palacio! (277 y ss.). El animal, transmutado en Serafina de Castulia, grotesca dulcinea, motivará sus andanzas en lo sucesivo.

Aunque sea de manera deslavazada, la presencia de la curandería, con reminiscencia de herbarios y lapidarios, ofrece algún interés. Entre los secretos de Gil Mamuco se incluyen sortijas para aliviar la jaqueca, el remedio del baladre contra la sarna, agua de ranas para aumentar la edad fértil de las mujeres, semilla de oruga. También merecería mayor atención, con amplio rastreo de fuentes, la deriva hacia lo extraordinario. Es el caso del supuesto vuelo del protagonista en su cama levantada por cuatro buitres, ámbito en cualquier caso de difícil encuadre formal (cercano a lo «extraño puro», en opinión de Muñoz Morales, 191) o la estrambótica visión del paraíso terrenal (220 y ss.). Tales atisbos de lo fantástico alternan con otros momentos propio de un hiperrealismo popular burlesco, como el episodio en que la confrontación habitual entre el tío Gil y los que se niegan a ser sus discípulos o mamucos termina con severos jeringazos en el tafanario de los dos protagonistas, motivos que recuerdan otros de similar carácter en la Historia de Peñadura. Tal convivencia de planos resulta característica de la obra y puede sintetizarse en las dos herramientas de que dispone el protagonista para extender sus arbitrios, la facundia y un vergazo.

En el capítulo XIII y último Gil Mamuco se obstina en considerar, frente al parecer de Blas, que unos retratos y estatuas de cal son sus enemigos en carne y hueso y, furioso, destruye las piezas. Tras el lógico altercado con los propietarios, la justicia del lugar prende a los dos protagonistas y los encarcela. De forma tan abrupta termina la obra. Es posible que el autor pensara en una segunda parte. En cualquier caso, este desenlace imprevisto confirma las posibilidades y las limitaciones, en el terreno de la narración satírica, de Vidal y Cabasés.

6.7. La moral de don Quijote (1789 y 1792), La moral de Sancho Panza (1793) e Historia del más famoso escudero Sancho Panza (1793 y 1798)

A caballo entre la continuación y la imitación se mueven dos de las obras publicadas por Pedro Pablo Gatell y Carnicer (1745–1792), el autor más prolífico en secuelas quijotescas; me refiero a La moral de don Quijote y La moral de Sancho Panza. En cuanto a la primera, que vio la luz en 1789 y 1792, el autor suministra el detalle de las conversaciones que mantienen el hidalgo y el cura desde el momento en que Alonso Quijano recupera el juicio y, postrado y enfermo, se prepara para la muerte. Sobra decir que al autor de La moral la noticia precisa de tales coloquios le llega por la vía habitual del hallazgo de un legajo. Desde un punto de vista narrativo, poco o nada aporta Gatell a su modelo, pues asistimos fundamentalmente a una suerte de confesión del hidalgo manchego en su lecho de muerte. Se conforma así una especie de ars moriendi tardío (las intenciones ascéticas motivan en buena medida la obra), considerado por su autor de imperiosa utilidad para los lectores del XVIII.

p. 148En dicha confesión Alonso Quijano verbaliza sus miedos, lo que permite, por una parte, pasar revista de una forma básicamente lineal a distintos episodios de la novela, buena parte de los cuales Gatell transcribe de manera fiel, en ocasiones con algún cambio, de modo que el resultado viene a ser una paráfrasis, algo enojosa, del texto primitivo. Y, por otra, da ocasión al cura para comentar desde un punto de vista moral los remordimientos y temores del hidalgo y, como para Gatell estos escolios se quedan cortos, deslizándose en el texto como segundo y más solvente moralista, añade «por su cuenta» otros más extensos y minuciosos, aplicados específicamente a la época en la que escribe y siempre con esa intención moralizadora que señala el título. El mecanismo en cada una de las «morales», que así divide su texto el autor, suele repetirse: al coloquio entre el hidalgo y el cura sigue la moralización de este y luego la de Gatell. No solo la intención de la obra sino también algunos procedimientos remiten a una forma de literatura ya caduca, como la práctica que hacen el cura y Gatell de reforzar sus afirmaciones con una buena cantidad de casos ejemplares. Dado que Gatell utiliza a menudo en sus moralizaciones la segunda persona del plural, es inevitable considerar la obra como una deriva de la lectura individual o pública hacia la plática sermonaria, efecto que se acentúa porque, aunque el autor intenta seguir con cada moral un orden, vuelve de continuo sobre aspectos similares, como haría un predicador obsesionado con un grupito de temas, que es el caso.

El intento concreto que mueve al autor de La moral es contraponer la figura positiva del personaje cervantino y del mundo en que se movió, que Gatell idealiza, a los muchos quijotes que pueblan la España de fines del XVIII, degenerada, inmoral e irreconocible para alguien de evidente ideología reaccionaria. En efecto, a pesar de sus imperfecciones y de las locuras cometidas, que el hidalgo asume con angustia en su lecho de muerte, resultaba para Gatell, como para buena parte de nuestro XVIII, un personaje modélico. No siguen su ejemplo los muchos quijotes de la época, que en general para el autor son los que corresponden a esos nuevos tiempos que él se niega a aceptar, de ahí la necesidad de erigir al hidalgo arrepentido en referencia69. El Quijote, viene a decirnos, hay que leerlo ahora en una nueva clave: «Si entonces solo hablaba con los de caballería, ahora se dirige a los de la perversa filosofía» (II, 286).

Porque, en efecto, el cirujano Gatell lanza sus moralizaciones contra la nómina extensa de «los andantes caballeros del día», y de manera privilegiada contra los filósofos modernos, tan peligrosos por sus artes de seducción que prefiere no nombrarlos70:

Y como en estos tiempos Voltaire, Rousseau, Marmontel, Reynal y otros que callo por no recordar tan detestables nombres. No puedo comprender cómo o cuándo pueden merecer estos el nombre de filósofos, ni de filosofía las materias de que tratan. ¿Qué entiende el orbe literario por filosofía? ¿Es más que una ciencia que tiene por objeto la naturaleza de las cosas y moral fundada en la razón y experiencia, para comprender y explicar los efectos de aquella? Y por el nombre del filósofo, ¿qué entiende la república de las letras? ¿Una persona que se aplica al estudio de la naturaleza de las cosas y de la moral? Esto supuesto como una verdad incontrastable, ¿adónde o cómo pueden ser estos filósofos? ¿En qué libro, en qué párrafo, pretende ninguno de ellos desenvolver los escondidos secretos de la naturaleza? No pueden señalarlo los que se dedican a su lectura, mas sí podrán decir que todos sus discursos se dirigen a destruir los vínculos más sólidos y sagrados de la sociedad, que no respiran más que corrupción y que, por último, el escepticismo y pirronismo son sus desgraciados paraderos. Los más, como dice Bayle hablando de los espíritus fuertes, hacen lo mismo que llevo dicho de don Quijote. Solo despiertan de su letargo a los últimos días de su vida, y en aquella hora quisieran volver en su provecho lo que ha sido en su daño. (I. 42–44)

p. 149Sin duda alguna son tales filósofos quijotes los responsables de la impiedad y del libertinaje que se ha extendido por España, pervirtiendo la tradición que nos hizo ejemplares durante siglos. No queda otra que desterrar sus libros y quemarlos71. Concluye Gatell su obra confesando que también él, en el pasado, fue seducido por la moderna filosofía. El Quijote cervantino como lectura moral es el contraveneno que propone72.

En cuanto a La moral de Sancho Panza, apareció en 1793 y sin nombre de autor, motivo por el cual algún crítico considera que no es de Gatell73. En mi opinión, plan, desarrollo y estilo son similares a los del texto precedente. Es más, en la carta preliminar el autor afirma que no ha tenido la suerte de encontrar la fuente, como en el caso de La moral de don Quijote, razón por la que se ve obligado a moralizar por sí solo y se declara orgulloso autor de ambas, pues ha sido el primero en ofrecer esta peculiar visión exegética de la obra cervantina completa («merezco ser inmortal», dirá). El propósito de Gatell es el ya conocido por su Moral de don Quijote, «que se desengañen muchos de los quijotes y sanchos del día y que lejos de imitar a aquellos dementes y fuera de juicio, los imiten cuerdos y ejemplares» (s.p.), y se dispone, tras rematar la carta, a contar en clave moral, esto es, con enojosas paráfrasis y banales aplicaciones para el comportamiento humano, distintos pasajes que entresaca a su capricho de la novela de Cervantes.

En realidad, comienza sus juicios morales sobre el escudero siguiendo el orden de la novela y reiterando argumentos que ya había empleado en la obra anterior, por ejemplo, la condena de aquellos que abandonan la seguridad de la casa, tal como hizo Sancho, con el único ánimo de servir, lo que ocasiona gran perjuicio a la agricultura y a las demás artes (23 y ss.). Pese a sus errores y desvaríos, Sancho, al igual que su amo, resulta un modelo de comportamiento en este final del siglo y el autor continúa despiezando el Quijote, con el propósito de extraer del escudero los ejemplos morales que persigue, con primer y último designio de fustigar de continuo a quienes ponen en riesgo los fundamentos de la religión y de la nación (63 y ss.), esto es, los filósofos y quienes siguen sus teorías, en sus palabras, los «quijotes libertinos». Se mantiene, pues, en la obra, sobre la base troceada a conveniencia de la novela, la intención doctrinal y sermonaria, en la misma línea reaccionaria que se extiende por media Europa. Valga como ejemplo cómo el inocente episodio de los disciplinantes (podía haber sido seguramente cualquier otro) le sirve para propinar una serie de embestidas que remata así: «No, mi Dios, no permitáis que tal acontezca. Los españoles, como siempre, profesaremos vuestra santa ley; y si alguno se vicia con las perversas reliquias del libertinaje, exterminadlo o inspirad a los jueces para que le separen como el miembro podrido (71)».

Aunque enlazadas en la tradición cervantina, las obras de Gatell se sitúan en las antípodas del posicionamiento de Centeno y debieran sumarse a la nómina de los textos antifilosóficos, en compañía de los producidos por el Filósofo Rancio o por Ceballos, pues el tono combativo y apocalíptico en nada los desmerece. Como ocurre con nuestro autor en ladera opuesta, el Quijote original le da la oportunidad a Gatell de fijar con contundencia una posición ideológica extrema. Por ello, si alguna vez se escribiera la historia indirecta de la literatura en España, esto es, de cómo no pocas generaciones de compatriotas han visto frustradas las lecturas originales de los clásicos por la interposición malhadada de una serie de textos que las deturpaban, estas dos obras de Gatell merecerían, sin duda, un capítulo destacado. Y aun hay que añadir una tercera, pues fue Pedro Gatell un furibundo quijotista al que se debe un tercer texto, escrito en el afán de completar la vida de Sancho, como en el caso de las Adiciones. Me refiero a la Historia del más famoso escudero Sancho Panza, publicada en dos partes74.

p. 150La obra comienza con un exceso de dolor, llanto y lamentaciones por parte de Sancho Panza a la muerte de su amo, de modo que ya desde estas primeras páginas se aprecia la ventaja para el texto de Delgado en su continuación cervantina, bastante más comedida y cercana al original en lenguaje y recorrido. Gatell tiende a la acumulación y, sobre todo, a la interpretación de su historia en una clave moral de muy corto vuelo, propia de sermón repetitivo y tedioso. Ello se observa también en cómo los personajes y las situaciones originales se quedan en la continuación de Gatell en meros nombres o circunstancias, que rellena con su propia moralina de andar por casa. Ni de lejos la psicología o el lenguaje de los personajes se ajustan a los de Cervantes, sino a los propósitos docentes de este autor cuya ideología conservadora ya hemos puesto de manifiesto75.

Nada, pues, de reseñable en el centenar de páginas que se dedican a la desaforada tristeza de Sancho, salvo la convicción del escudero de que el culpable de la muerte de su amo fue Sansón Carrasco, ocurrencia que desencadena una reacción en la aldea, incluidas pedradas de los muchachos, que obligan al bachiller a exiliarse de ella unos días. Siguen luego unas breves reflexiones de Sancho en las que contrapone su relativamente cómoda vida de escudero a los afanes agrícolas y, cuando parecía que el autor se embarcaría en el canto del mundo campesino (asunto que de manera vaga permea la obra), da en uno de los peores hallazgos de su trilogía: Sancho se dispone a contar a sus convecinos el relato de las aventuras vividas en compañía de don Quijote (lo hace comenzando por el capítulo I) y, aunque ciertamente estos lo interpelan con sus curiosidades y comentarios, en verdad el autor se limita a poner en su boca, sin empacho alguno, transcripciones literales de distintos pasajes de la novela cervantina (98 y ss.; 128 y ss.; 150 y ss.), pese a lo cual sus oyentes se admirarán de sus dotes narrativas, y hasta el cura, en principio desconfiado, llegará a afirmar «que no parecía sino que [Sancho] había cursado en Salamanca, según la gracia y las voces cultas de que usaba» (132–133). Y tanto, añadimos nosotros, ¡si eran las originales!76

La cosa, sin embargo, podía ir a peor. La invención de hacer a Sancho alcalde habría sido provechosa en alguien menos adusto que Gatell, un adecuado corolario de la experiencia en Barataria y, de hecho, en la mezcolanza de iniciativas y disposiciones de nuestro protagonista alguna hay incluso razonable, en el sentido de guardar cierta congruencia con los antecedentes del personaje o, cuando menos, con el espíritu reformista dieciochesco: la rehabilitación de una fuente para uso vecinal, los premios concedidos a las jóvenes hacendosas, el establecimiento de escuelas con sus horarios, precios y constituciones detalladas que deben observar los maestros… Lo que se impone, sin embargo, al hilo de la lectura, es una mutación progresiva del carácter de Sancho, devenido severísimo catón con no pocos momentos atrabiliarios, tras quien se trasluce la figura ceñuda del autor, Pedro Gatell77. En efecto, como resultado de esta deriva desafortunada, la Historia se configura finalmente como un texto doctrinario, de evidente sentido retrógrado y no exento de xenofobia. Me refiero a la inclemencia de Sancho con el recuperado Ginés de Pasamonte78 y, de un modo singularmente llamativo, a los pasajes donde el antiguo escudero y ahora alcalde arremete contra las diversiones públicas y de manera más particular contra todo aquello que huela a teatro. Vale la pena que nos detengamos, ya sea brevemente, en este aspecto.

p. 151La visita de una compañía de cómicos de la legua a la aldea, con la intención de representar una comedia cada uno de los días de fiesta (255 y ss.) da cabal idea de la posición antidramática de Gatell y es, asimismo, interesante en cuanto a las reseñas morales que realiza Sancho de los textos que le proponen los pobres cómicos ambulantes. A la propuesta de representar las populares El desdén con el desdén o Efectos de odio y amor, el alcalde replicará: «Nada de eso […], tenga entendido que en no siendo de aquellas que edifican y enseñan a la juventud, no la consentiré representar. Nada de amores ni cosa que mire para ellos» (257). Este Sancho irreconocible metido a censor de teatros elige finalmente La perfecta casada, rechaza cualquier referencia a Madrid por su mal ejemplo y, tras montar en cólera por la representación de un entremés que le ha parecido indecente, dejará claro el posicionamiento al respecto del autor que lo mueve como un títere:

Si yo mandara, dijo Sancho, lo primero que haría sería un espolio de tantas comedias y entremeses como hay; también le advierto que esos meneos y esa desolladez que manifiestan las cómicas, sus compañeras de usted, no me gustan. Todo eso desterraría yo del teatro; así no extraño que los predicadores declaren por pecado mortal asistir a los teatros. (260)

Más adelante, la visita de una compañía de bailarines extranjeros merece del antiguo afable y humano escudero mayor desdén y peor trato (312 y ss.), incluido el aviso al mesonero de quemarle el local si se atreve a hospedarlos (316), antes de expulsarlos de la aldea. Este Sancho desconocido («Vayan a Madrid, malditos», 317) se reconforta pensando que ha hecho un servicio modélico a la república. ¿Qué decir de los castigos físicos que dispone para rehabilitar a los alcohólicos o para tratar de enmendar a aquellos que sobreviven con trapacerías? (331 y ss.). Por fortuna, la investigación de una posible hechicera concluye con el dictamen de engaño, no de brujería, aunque el autor omite el castigo que recibió la mujer culpada.

Lo que no se le puede negar a este Sancho gatelliano es la seguridad que va ganando en el ejercicio del cargo: a diferencia de lo habitual, son los Duques quienes lo visitan a él y se negará a pedirles prebenda alguna («estense los Duques en la Corte, que yo no salgo de mi aldea», 276). La primera de las «particularidades que observó el bachiller Sansón Carrasco en el tiempo que obtuvo la vara de alcalde el famoso Sancho Panza» es precisamente su «ceño de superioridad agradable», y el resto de actitudes confirman el pronóstico dogmático y moral que definen al autor del texto (278 y ss.). De hecho, el programa y las acciones de gobierno de Sancho son presentadas por Gatell como una avanzadilla para España entera. El episodio del extranjero que tiene el infortunio de pasar por su aldea y al que enviará a la cárcel se remata con esas consideraciones, donde no aprecio nada del Sancho cervantino que no sea su reverso antihumanista:

Estos malditos se vienen a España con un tono tan impropio y con tal imperio que no parece sino que están algún punto sobre los españoles. Yo creo que en nada nos pueden ganar; y según dijo mi difunto señor, no ha tanto que señoreábamos por toda la Europa. No sé en qué fundarán este imperio y esta libertad. Juro a sanes que el primero que caiga debajo le he de moler los chichones. (311)

Como señalé anteriormente, un autor anónimo continúa el propósito de Gatell, fallecido cuatro años antes, de escribir una segunda parte de esta Historia del más famoso escudero Sancho Panza. En el prólogo se refiere a las Adiciones de Jacinto María Delgado y distingue su carácter jocoso del propósito serio que pretendió Gatell y que él desea continuar. Y desde luego que cumple su amenaza.

p. 152La narración comienza tras haber dejado Sancho el cargo de alcalde del lugar y lo que predomina desde un principio, acentuando el tono de la primera parte, es el discurso moralizante de un autor que utiliza los mecanismos de la novela (el narrador, el personaje de Sancho, más adelante el del juez interino) para despachar su doctrina. De nuevo las coincidencias con el ámbito predicatorio y tratadista son obvias: la condena de la vanidad, la aceptación de la propia condición y sus circunstancias, consejos sobre la vida doméstica y conyugal, conforman los contenidos que se vierten en las pláticas de Sancho, convertidas con frecuencia en auténticos monólogos79. Estamos, sin duda alguna, ante un discurso no exento de misoginia, como cabría prever, en el que se despacha un sinfín de cuestiones menudas con el objetivo, a través de tanto martilleo, de consolidar un status quo amenazado por los nuevos tiempos.

Pese a su primera intención y a exigencia de su mujer, Sancho sale hacia Madrid para visitar a los Duques, no sin antes pasar revista a los males morales de la aldea, en equilibrio con los de la Corte. Allí conoce, a través de un criado, que todo lo sucedido con los Duques en el texto original de Cervantes se dispuso a modo de burla y, aunque le hacen llegar algunos dineros, Sancho no conseguirá que lo reciban. Con esa enseñanza y sin ver apenas la capital regresa a la aldea, donde el alcalde del momento, por cuestiones personales, ha dispuesto contra él cumplida venganza. Sancho es acusado injustamente de contrabando y acabará en la cárcel. Es este, sin duda, el episodio cumbre de esta segunda parte. En verdad carece de hallazgos significativos y resulta bastante previsible, pero el ritmo rápido, junto con el relegamiento de la tendencia ejemplarizante en algunos tramos, hacen la lectura amena. Se narran, de manera paralela, los sucesos relativos al antes escudero y las gestiones que inopinadamente desarrolla el bachiller Sansón Carrasco en Madrid ante los Duques. Gracias a la intercesión de este es nombrado un nuevo alcalde, quien restablecerá el buen nombre de Sancho, dejándolo en libertad y condenando y castigando a los verdaderos culpables.

El papel desempeñado por Sansón Carrasco en este episodio, cuya desaparición fue considerada por la mayoría de aldeanos como un abandono de sus obligaciones (se repite que había sido desde joven un calavera), así como la rehabilitación de Sancho, ejemplifican bien el tema de las falsas apariencias, que se constituye así en relevante tanto para Gatell como para el continuador de la segunda parte, asunto asimismo inseparable del muy plano tratamiento de los reveses de la fortuna, en especial los que sufre el antaño escudero. ¡En vano se buscarán cuestiones de más enjundia en esta retahíla de textos!80

6.8. Don Pelayo, infanzón de la Vega, Quijote de la Cantabria (1792, 1793 y 1800)

Mucha más enjundia tiene la Historia fabulosa del distinguido caballero Don Pelayo, infanzón de la Vega, Quijote de la Cantabria, extensa obra escrita por Alonso Bernardo Ribero y Larrea cuyos tres volúmenes fueron publicados en 1792, 1793 y 180081. Pedro Centeno conoció la primera entrega, pues constan sus informes de censura sobre el segundo tomo, el primero favorable con reparos y el de segunda censura favorable82. Aunque el autor sigue el modelo del Quijote primitivo como sátira y como patrón narrativo83, enriquece de tal modo su opción y con tal deriva autónoma que podemos considerarla una sátira novelada o incluso una novela satírica con valores propios y notables. Resulta en este sentido similar al Fray Gerundio de Campazas, del Padre Isla, pues ambos textos, aunque no pierdan de vista la urdimbre cervantina, construyen un dibujo original y claramente dieciochesco, en la medida en que se insertan y responden a circunstancias específicas de esta época.

p. 153Don Pelayo, natural de Cantabria, seguramente de la Montaña, tiene una psicología desarrollada, no es un monigote. Siguiendo la pauta de Alonso Quijano, goza de considerable buen juicio y criterio, si no fuera por su peregrina pretensión de divulgar el alto concepto de hidalguía que tiene de su patria –y de sí mismo– en el resto de España, así como de confirmar ese reconocimiento debido. Y así dirá: «Voy a la Corte solo con el fin honesto de ver por mí mismo en qué concepto nos tienen a los de la patria mía, y si viven o no enterados de las glorias que hay en la Vega de mi casa» (I. 168). Como en su arquetipo, los avisos y recriminaciones de su padre y de quienes se topan con él en su largo viaje caerán en saco roto. De hecho, el protagonista contrapone su persona a la del Quijote original para concluir que él no es ni loco ni estrafalario como el otro (31), intento del todo vano, pues no faltará enseguida quien sume a las quijotadas las pelayadas (I. 98–99). El protagonista, con todo, reconoce las similitudes de su peripecia y la de don Quijote (I. 130), aunque la suya es cierta y la otra «un enredo muy agudo y propio de Cervantes» (131).

Don Pelayo se hace acompañar en su viaje de un criado asturiano, con el que interacciona y dialoga a lo largo de muchas páginas. Mateo de Palacio es un aldeano que tiene también sus pruritos de hidalguía, aunque más templados y populares, y que se expresa en gracioso bable no exento de interés lingüístico (vid., entre otros, Cano González). Alonso Bernardo retuerce el tópico del manuscrito hallado suponiendo que un tal Maulé escribió en francés las correrías de los dos personajes, de suerte que a él le cabe la dificultosa labor de retrotraducción a la lengua de origen, incluido el recuperar la peculiar manera de hablar de Mateo (4–5). Al tal Maulé le endosa también el transcriptor los posibles anacronismos (5), pues de forma vaga los sucesos de la novela se enmarcan a lo largo de nuestra época de las Luces. Don Pelayo nació «a más de la mitad del inmediato pasado siglo» (3), de modo que, cuando transcurre la acción (por referencias históricas estamos en las primeras décadas del XVIII, durante el reinado de Felipe V) nuestro protagonista ya no es un mozalbete.

Aunque los capítulos, como en otras derivaciones cervantinas, pretenden ser episódicos, este intento no siempre se logra (desbordan a menudo unos en otros), sin duda porque la obra toda se mueve en torno al monotema de la condena ligera de las ínfulas nobiliarias y resulta difícil para estos autores de segunda categoría realizar hallazgos autónomos, bien definidos y de relevancia. Como ocurría ya en la fuente cervantina, el capítulo supone de ordinario el encuentro del protagonista con uno o varios personajes con los que se topa en el curso de su viaje. En el caso del Quijote de la Cantabria, también habitualmente el protagonista rastrea como un alano la filiación nobiliaria de estos individuos y la documenta con la precisión, algo cansina por repetida y larga, de un sabueso de biblioteca.

p. 154La profesión y la formación del autor, cura rural en el pueblecito de Hontalbilla, en la diócesis de Segovia, se advierten con claridad en la obra, pues no pocos sucesos tienen que ver y se completan con acopio de información propia de un eclesiástico inquieto y con numerosas lecturas. Su propósito, como había anunciado en el prólogo, es el de partir del entretenimiento para llegar a la instrucción y el provecho de sus lectores, de modo que el conjunto de episodios se sujeta a este propósito vagamente utilitario. Además de las disquisiciones sobre la nobleza y sus tipos, que motivan la escritura del texto (t. I, cap. VII) y de la continua y profusa documentación relativa a la heráldica siempre que la ocasión lo permite, en el Quijote de la Cantabria se escancian observaciones sobre el traslado de difuntos (51); reparos a las visitas de eclesiásticos (167); descripciones eruditas de ciudades (León en t. I, cap. VIII); comentarios sobre la elección de cargos religiosos cuando media la nobleza (ibidem); condena tópica de las romerías (132 y ss.); problemática del asilo en sagrado (183 y ss.); disquisiciones sobre la caza y sus variedades (t. I, cap. XVI); notas sobre el contrabando (t. I, cap. XX); en fin, exposición de la genealogía y derechos sucesorios de la corona española tras la muerte de Carlos II (104 y ss.), y un largo etcétera de cuestiones que al autor sin duda le parecieron en su momento muy relevantes. Esta tendencia a embutir erudición en la obra es tan marcada que se diría prevalece sobre la confección narrativa y satírica: el capítulo XXV del tomo primero, sobre la «figura de la tierra» es pura disquisición teórica, con escasos asomos de modernidad, sobre las teorías astronómicas.

Aunque considerada como «fábula» por Alonso Bernardo, la Historia fabulosa de don Pelayo se acerca, sin serlo, a la literatura de viajes reales, con notas eruditas sobre los lugares visitados o información de las comidas en algunos hospedajes84. Sobra decir que el alcance de estas aportaciones es muy limitado. A la manera cervantina, Alonso Bernardo recurre a las historias intercaladas, como la narración de los amores de Rafaela y Toribio (I. 151 y ss.), o la inclusión de la novela de don Alejandro de Cienfuegos (I. 218 y ss.), en todos los casos con intervención de don Pelayo y desenlace de alicorto carácter ejemplarizante. En cuanto a otros aspectos de su quehacer literario, el autor se atreve con alguna descripción física (la del héroe, en pp. 18–19) o incluso paisajística, todavía aparatosa, como es común en otras imitaciones85.

El primer tomo del Quijote de la Cantabria concluye con la llegada del infanzón y su ayudante a la corte madrileña. Ya en el tomo segundo o segunda parte, nuestro protagonista visita diferentes espacios de Madrid, en episodios que tienen en ocasiones interés notable: una corrida de toros (cap. VII), una comedia (cap. IX)… Ante la pérdida de sus recursos, no tendrá otro remedio que ponerse a trabajar como albañil de obra (cap. XX). Aunque su padre lo socorre, abandona la Corte y emprende el viaje de regreso a su tierra. En la tercera parte (t. III) don Pelayo se decide a una segunda salida y a tal efecto embarca hacia Cádiz. Decepcionado por no conseguir su objetivo de hacer valer el mérito de su patria como era su propósito, regresa al solar familiar, donde muere y al poco tiempo después su criado.

6.9. El don Quijote de ahora con Sancho Panza el de antaño (1809) y El liberal en Cádiz o aventuras del abate Zamponi (1814)

Las obras de las que me ocuparé a partir de aquí sitúan el relato cronológicamente en el siglo XIX. Con todo y como es regularmente aceptado, la continuidad del marco de las Luces se mantiene como mínimo hasta 1833 (muerte de Fernando VII) e incluso más allá, es verdad que actualizada con las nuevas realidades, en particular la Guerra de la Independencia y la emergencia del liberalismo. Por ello, pondremos fin a nuestro repaso en los años 30.

p. 155De los varios folletos políticos, de carácter antinapoleónico o antiliberal y de imitación quijotesca, aparecidos desde principios de dicha guerra en adelante, y rescatados por Pedro Álvarez de Miranda (esp. 34–36), destacaré un sabroso diálogo entre Bonaparte y Sancho. Va precedido de una introducción en la que el autor, recurriendo al tópico del sueño fingido, explica la escena de la que fue testigo. Introducción y diálogo conforman El don Quijote de ahora con Sancho Panza el de antaño, de Francisco Meseguer (1809).

En un tono civilizado que sorprende por parte de ambos personajes (más propio de la tradición del diálogo que de las circunstancias históricas), Sancho contrapone la persona de Napoleón, «Caballero de la mala figura», a la de su amo. Estamos ante un inteligente debate, de réplicas continuas, en el que cada uno de los adversarios expone sus fortalezas y las debilidades del contrario86. El ardor de Sancho, representante de los buenos y fieles españoles al rey Fernando, va en aumento, augura un desastrado final para los ocupantes y es solo al término de la breve pieza cuando el escudero cubre de improperios al emperador. «Temiendo que el Caballero de la mala figura, a pesar de su palabra imperial y real, castigaría inmediatamente tan descomedidos denuestos», el autor y observador se azora, mas Bonaparte se ha quedado dormido, en señal de su desvergüenza, «como pudiera un cerdo si le rascaran», en palabras de Sancho (33–34). Este aprovecha para aparejar el rucio y alejarse de tan mala compañía, camino de La Mancha.

El texto de Meseguer tiene entre otros valores el de presentar de algún modo los papeles tradicionales invertidos. El Quijote de ahora, Napoleón Bonaparte, ha dado en una manía (la apetencia de la grandeza, el desprecio de la virtud) en la que no hay nada de humano ni admirable; en buena medida es, pues, un antiquijote. Corresponde a Sancho, que venera la memoria de su primer amo, el heredar y ocupar la posición habitual del hidalgo.

Dos años después de la aprobación de la Constitución de Cádiz, el jerónimo Ramón Valvidares y Longo (1769–1826), algo conocido como señala Álvarez Barrientos por su labor poética (La Iberíada y la «Literatura de guerra», entre otros textos), publica El liberal en Cádiz o aventuras del abate Zamponi, tibia imitación quijotesca de clara intención política antimoderna87. Siempre en la clave conocida de satirizar lo ridículo, el autor pretende publicar «el más acabado modelo del liberalismo, para que lo admiren los filósofos y lo copien los ilustrados del día» (13). En la cita se advierte, como apuntaba más arriba, de qué modo la amenaza ilustrada fluye y se confunde para muchos conservadores con las corrientes específicas del nuevo siglo88.

p. 156Estamos, a mi entender, ante una extrema síntesis del Fray Gerundio (prototipo seguido a su vez en Don Quijote de la Manchuela), por supuesto adaptado a la nueva realidad política española. De origen humildísimo (Perote Zampoña y Catalina Zampatortas fueron sus padres), el abate Zamponi es la transformación burlesca de Perucho Zampoña (54–55). Se trata de un muchacho completamente normal, si no fuera porque «aborrecía a los frailes como a gente perjudicial, abominaba de la inquisición por antisocial» (19) y porque sus progenitores se empeñaron en darle letras. Al igual que en fray Gerundio o Manchuela, el atolondramiento de los padres, sus ínfulas impropias de su condición social y, en concreto, la mala elección de preceptores, perjudican gravemente al joven: primero, el sacristán del pueblo para la gramática latina, y luego, con un papel tan destacado en la obra que relega a Zamponi a un segundo plano, el abate francés Gueux. Es este, además de su natural inclinación a la lectura de los periódicos gaditanos, quien le inculca las peligrosas ideas de pacto social, libertad, igualdad, y quien le imparte una serie de «leccioncitas» perniciosas y disparatadas para convertirlo en modelo de filósofo liberal, que acabarán de malearlo. Entre ellas figura el canon de lecturas: como en Manchuela, la intención curricular del autor es evidente, pues el joven desconoce los rudimentos de la doctrina cristiana, al tiempo que se emplea a fondo en curioso revoltijo formado por el Ars amandi de Ovidio, el Catecismo político arreglado a la Constitución de la monarquía española (1812), el Diccionario crítico-burlesco de Bartolomé José Gallardo (1811) y los consabidos periódicos liberales de Cádiz (175–176).

Sobrará decir que estamos ante otro texto panfletario, con no pocos pasajes que a menudo insultan la inteligencia de cualquier lector desapasionado. Entre esos consejos figuran levantarse lo más tarde posible, tener una dulcinea a quien confiar escritos y pensamientos, querer ser superior a todos y atacar con estudiada premeditación la religión, la Iglesia y la monarquía. No es preciso leer a Voltaire, continúa el preceptor, para seguir esta estrategia: bastará acudir a cualquier café o leer cualquier periódico de Cádiz. En la misma línea prosigue la descripción por el abate del atuendo y adornos del filósofo liberal, entre los que se cuenta mentir de continuo o el adecuado comportamiento en la mesa, siempre con el objetivo (de nuevo las coincidencias con textos antifilosóficos) de conseguir la «reforma general del mundo» (184–185). Acaso sea el momento estelar de la obra, donde la literatura desciende a cotas aun más bajas de las habituales, la ceremonia para armar filósofo liberal a Zamponi y por añadidura a su hermana y madre (cap. VI). El episodio culmina con la promesa de fidelidad del joven a la Constitución de 1812, que se completa siguiendo un formulismo de este tenor: «¿Promete usted vivir siempre libre y espontáneamente, sin conocer otra ley, otro derecho y otra autoridad que su antojo?» (242).

Hasta ese momento monsieur Gueux ha engatusado a medio pueblo, pero no al cura, justo como en Manchuela ocurría con Centellas. Alarmado por el cariz que está tomando el asunto, el cura pronuncia el exurge (referencia a la bula papal contra Lutero), se gana a los presentes, y llueven los golpes del pueblo sobre la familia liberal y el abate, justo castigo por tan loco comportamiento. En una lectura sencilla de la obra, es obvio que el jerónimo Valvidares advierte y cuenta con el apoyo popular para sus tesis y que estas no se limitan a especulaciones teóricas. El cura, trasunto en la obra del autor, pronuncia un extenso parlamento absolutista, asentado en los principios inviolables de altar y trono y, desde el punto de vista constructivo, en acopio de autoridades, que complace a todos los presentes menos a la desastrada familia. Esta, con Zamponi a la cabeza, pertenece indudablemente a la categoría de los tontos (reforzada, como es habitual en esta línea quijotesca, con el registro rústico de su habla), pues no se advierte en ella asomo de lucidez ni altruismo nunca.

p. 157Tras el parlamento del cura, la narración da un giro inesperado con la llegada del desastrado abate Arnaldo. El relato de sus desgracias, de evidente carácter bizantino y prerromántico, apuntala las tesis de Valvidares, pues el personaje ha sufrido en sus carnes la maldad francoliberal, Pese a todo, inopinadamente acepta, contra toda verosimilitud narrativa, el ofrecimiento que le hace Zamponi para ser su criado y acompañarlo en su salida hacia las Cortes de Cádiz. De este modo, que haría presagiar una continuación de las Aventuras, concluyen por suerte las más bien escasas peripecias del abate Zamponi, verdadero «apóstol del liberalismo» en palabas del preceptor Gueux. El capítulo VI y último, que ocupa más de la mitad del texto, evidencia las limitaciones de un autor ideologizado y con veleidades literarias. En él se manifiestan, en efecto, tres registros que me parecen básicos en la obra: la caricatura panfletaria, que domina de forma abrumadora los capítulos anteriores; el tono doctrinal y severo del autor, que irrumpe en la obra a través del cura; y la literatura descomprometida (en la que Valvidares hizo sus pinitos), en la narración en buena medida autónoma de Arnaldo, en la que se incluyen apenas apuntes relativos a la intención de la obra.

6.10. Don Rodrigo de Peñadura (1823)

Durante el trienio liberal, el licenciado Luis Arias de León, acaso pseudónimo de un monárquico exiliado en Francia, publica la Historia del valeroso caballero don Rodrigo de Peñadura (1823), obra conocida también como el Quijote leonés, dado el origen, la ambientación y el itinerario de su personaje principal. Se inscribe, por tanto, en esa línea de imitaciones regionalistas a la que pertenecen buena parte de estos textos, acaso más azarosa que definida, cuyo prototipo es el Quijote de la Cantabria.

El posicionamiento del autor y el calco cervantino quedan patentes desde el primer párrafo: a Peñadura se le seca el cerebro y pierde el juicio por leer a los nefandos filósofos ilustrados, en un momento en que pervive la inercia racionalista en un nuevo contexto político89. Pese a tal principio, rayano en lo panfletario y tan común entre las derivaciones, la obra, seguramente inacabada, presenta un carácter compacto, congruente en su desarrollo y no exento de cierto gracejo y mérito. Y ello porque la construcción de los personajes y de las situaciones y el tratamiento de los diálogos se impone al simplismo de la ideología, diluida en la bien trazada sucesión episódica.

Como es habitual, don Rodrigo tendrá su acompañante, el labrador Roque Zambullo, quien se concierta con la criada del primero para convencerlo de emprender viaje hasta Astorga para que «con la mudanza de aires y máxime con la privación de sus descomunales libros […] se le organizasen los cascos» (7). El remedio urge, pues entretanto Peñadura tiene un severo encontronazo con el escribano Ruperto (de ambos se describen sus fisionomías y bibliotecas), a cuenta de la obsesión de nuestro protagonista por considerar como yelmo de Agamenón la tapadera del brasero del escribano (el «tapoyelmo»). Con ella y con otros hallazgos disparatados, siempre según la pauta cervantina, confeccionará su singular armadura, de corte griego, pues «considerándose Peñadura el hombre libre por excelencia, el traje helenista era muy de su gusto» (32), con el que se dispone a «predicar a la faz de las Españas, ulterior y citerior, la libertad y la igualdad sacrosanta de los mortales» (28–29). En efecto, en la intención del autor y en la cabeza calenturienta de Peñadura lo clásico representa todo exceso ilustrado. Antes de la salida prevista el hidalgo leonés tendrá otro altercado con el estudiante Rafael, a quien se supone de la Universidad de Salamanca y cuya caracterización por parte del autor, y aunque opuesta en ideología a la de Centeno, confirma a finales del primer cuarto del siglo XIX la pervivencia del carácter escolástico de su enseñanza (48 y ss., 57)90.

p. 158Ya en el camino de Astorga, el capítulo IV, construido por completo en el molde cervantino, narra el encuentro con un coche al que escoltan cuatro hombres a caballo. Peñadura confunde situación y personajes como lo haría su referente y se comporta como él, acometiendo lanza en ristre a los que considera opresores de cautivos (92–93); de hecho, una vez «liberados» los del coche, se empeña en que vayan a Zaragoza a rendir pleitesía a R. de Gorie (Rafael de Riego). El siguiente episodio, una estancia entre pastores, contrasta con el frenesí del anterior por su carácter estático. El pasaje es de obvio arquetipo bucólico (los pastores tienen en la cabaña su propia biblioteca, que escudriña el hidalgo) con sus apuntes realistas, y en él el autor embute una crítica tópica de los liberales, con mención de las canciones, lugares de encuentro y maquinaciones que los caracterizan (115 y ss.), así como otra condena de los filósofos consabidos, Voltaire y Rousseau, y de los revolucionarios franceses (123–124). El capítulo VI acentúa la sátira contra el «Trágala», el «Lairón» y en especial la Constitución de 1812, cuyas páginas alivian en sus apuros fisiológicos al escudero Roque (131–132). La llegada inopinada de un sopista de las aulas salmantinas y alcalaínas, reciclado en diputado en cortes, le sirve al autor para burlarse de los liberales y de sus principios, como el de la división de poderes. Se recupera la actividad y aun el paroxismo en el «mesón de la Herradura para damas y caballeros» (con antecedentes en la venta del Quijote, I. 16), en el cual transcurre la vivísima acción del capítulo VII, pieza casi autónoma, con ingredientes costumbristas. Un enredo descomunal provocado por los desvaríos de Peñadura acelera el ajetreo habitual de este lugar de paso y los lances se suceden sorprendiendo al lector, sin que se pierda de vista el mensaje antiliberal que motiva el conjunto de la obra. Con esta apoteosis (y a la espera de una continuación que nunca llegó), sin dar ocasión a que aparezca el tedio que caracteriza buena parte de las imitaciones quijotescas, concluye acertadamente la obra.

Nada sabemos del Luis Arias que firma la Historia de Peñadura, de cuya obra se desprende que tenía apreciables conocimientos literarios (65–66) y eruditos (70 y ss.). Notables son sus escenas grotescas (Peñadura en calzones y montado a lomos de un cerdo, 54–55). Además de las descripciones de sus dos personajes principales y de sus monturas (84 y ss.), se atreve incluso con descripciones del paisaje, torpes todavía por su grandilocuencia y excesos líricos (67–69), que en la imaginación desbocada de su protagonista corresponden a las praderas áticas91. Vale la pena notar que, ante los reparos del escudero Zambullo, Peñadura asegurará que sus delirios son pura invención, en contraste con la calculada ambigüedad (el juego) de algunas declaraciones del personaje de Cervantes92.

En síntesis, la Historia de Peñadura presenta inequívoca dependencia con Cervantes y aun manida (el abuso de refranes del escudero, entre otros recursos ya citados), pero la solvencia del autor la refresca y actualiza. No tengo duda de que tenía mano para los quehaceres literarios: sale sano y salvo incluso de aquellos pasajes pintorescos y escatológicos donde, sin renunciar al popularismo, evita el exceso escabroso. Cierta contención, pues, figura entre sus méritos y establece la enorme diferencia entre su obra y la de Juan Francisco Siñeriz que comentaré enseguida: aunque ambos locos lo son por sus lecturas filosóficas y ambos pretenden difundir su ideario, el de León se limita en la práctica a un ámbito local y a pocos días, mientras el otro se pierde en sus viajes y pretensiones universales que le suponen años.p. 159

6.11. Don Papis de Bobadilla (1829)93

El subtítulo de Don Papis de Bobadilla no puede ser más explícito en cuanto a las intenciones de su autor, Rafael José de Crespo Roche94 («atleta religioso», en palabras nada menos que del Cervantes redivivo en el texto, XXX): Defensa del cristianismo y crítica de la seudo-filosofía (1829). Ni que decir tiene que estos falsos o seudo-filósofos, a quienes corresponde por diferentes razones el título de «locos» (XXI–XXII), son obviamente los representantes señeros de la modernidad, que «se parecen al infatuado don Quijote como un huevo a otro» (XXIV). Para el autor no hay duda de que el peligroso Siglo de las Luces, al que descalifica, como era previsible, de continuo, sigue de plena vigencia en su época. Tal posición es inequívoca ya en el preliminar y extensísimo «A quien leyere». El autor encuentra «cosas que alabar» en los impíos filósofos del día, Voltaire, Rousseau, Diderot, Delisle (XIX), cuyas dotes literarias parece admirar (y con sobrada razón, visto su estilo). Por supuesto, esta aparente concesión busca un efecto amplificado en la crítica que emprende de los modernos, que han atacado la religión con «contradicciones, falsedades, sofismas y paradojas» (XX).

Rafael de Crespo es consciente de que las obras convencionales en defensa de la religión se leen poco, por lo que considera que el plan diseñado para su obra es «el más a propósito para avergonzar al filosofismo» (XXIV). Dicho plan parte de la consabida imitación cervantina a fin de satirizar y ridiculizar a sus adversarios, combinada con el carácter «popular» y con el seguimiento del «gusto del siglo». Su objetivo es convencer al pueblo de que el filosofismo no es más que «una triste locura, hija del orgullo y de la insensatez» (XXIV–XXV), y este propósito queda refrendado en su recurso al sueño fingido, donde, tras Luis Vives y Quevedo, hace de su cuerda a Cervantes y los manipula, sobre todo a este, sin rebozo. En efecto, Cervantes se muestra verdaderamente locuaz en su intervención (XXXVI y ss.): se sabe el primero en términos cronológicos en dar con la sátira de lo ridículo, pero le reconoce a Rafael de Crespo su superioridad, porque la locura caballeresca era de poca sustancia al lado de la peligrosa sofística y porque su protagonista no era más que ideal comparado con los filósofos de carne y hueso. Pero es que, además, él pudo encontrar «auxilios y recursos en los libros de caballerías», mientras el autor del Papis carece de cualquier ayuda, y etcétera, etcétera. Desde luego, ni la prudencia ni la modestia estaban entre las cualidades de Crespo. En sus manos, Cervantes deviene una auténtica furia; llegará a hacerle decir que, al contrario de «los que se afanan por conservar las creencias y por revindicar la santidad del cristianismo, ley toda social de autoridad eficacísima y caridad muy amorosa», los locos sofistas del siglo atacan el orden establecido (moral, costumbres públicas), sin el cual no hay sino «anarquía, licencia, brutez, desdicha y servidumbre» (XXXI).

Tras una primera intervención de cada uno de esos tres personajes manipulados sin rubor es tal la palabrería del autor que resulta imposible encontrar hilo alguno que estructure tan enojosísima matraca. Termina, en fin, con el previsible aviso apocalíptico, en el que se presenta como redentorista carpetovetónico. No hay duda de que el nacionalismo católico está en marcha: «Amo a mi patria por principios de sociedad y de religión: lejos de intentar infamarla, deseo que se la preserve del virus de la incredulidad pútrida y epidémica» (LXVII). El ser de España es su religión cristiana y el deber de todo español «propagarla y sostenerla con las armas del buen discurso» (LXX–LXXI).

p. 160¿Habrá duda de los derroteros que llegará a tomar Don Papis con tales preámbulos? ¿Extrañará que cite al «sabio» Filósofo Rancio, quien «combatió con ahínco nuevas ideas»? Es verdad que lo nombra en nota y aparentemente solo para vengarle de los agravios que padeció después de muerto (XXIII), pero la mención es relevante, por cuanto, en mi opinión, lo que el padre Alvarado representa en el ámbito de la literatura doctrinaria (véase Introducción), Crespo trata de ejercerlo en el panorama general de las imitaciones quijotescas, como digno discípulo de tal figura. La ínfima calidad literaria, la demasía verbal y la desenvoltura, el derroche de autocomplaciente ingenio, en fin, un objetivo salvífico que a duras penas llega en méritos a lo panfletario y circunstancial, son rasgos comunes a ambos. En su fatuitad, se equivoca cuando afirma que nadie antes de él se atrevió a combatir a los mentirosos sofistas con las armas de la burla y de la sátira (XXV), pues Don Rodrigo de Peñadura se le anticipó en seis años.

En cuanto a la obra en sí, el original de Don Papis, manuscrito de un tal abate Palominos, una especie de mini-yo, le llega por azar al autor; la labor de este, con el manejo archisabido de otros textos, en este caso para aumentarla sin tasa, fue transcribirla en buena letra y en buen orden. En verdad, Crespo oficia de comentarista de Palominos con tan desatada verborrea que no admite más superlativos. Este es su modo común de proceder, la amplificación hasta el delirio de elementos bien conocidos. En el conjunto de los eternos seis volúmenes la prosa de Crespo, de una extraordinaria riqueza verbal, se enrosca y reproduce en sí misma, generando por acumulación nuevos periodos interminables y estos a su vez otros. ¡Qué lástima que desconociera el comedimiento! Especialista del improperio, como el Rancio, los ensarta directos, metafóricos, inventados, populares y cultos (ambizurdo, cambiacolores, maridoctora, escarbalinajes, loquisabios…)95. Lo de menos es la narrativa, pues se precisa de una voluntad encomiable para poder seguirla. Don Papis es natural de Chismípolis (capital de la ínsula Cucurbitaria), de carácter colérico (11), naturalmente afrancesado… Unos centenares de páginas más y seguimos, o no, según se mire, en el mismo punto. Ciertamente van ocurriendo cosas y al final su personaje, como tantos otros, reales o imaginarios, vuelve recuperado de su demencia al seno de la Iglesia: con el nombre de Filoteo se convierte en apologista cristiano. El rasgo distintivo de la obra es el discurso desatado, la retórica aparatosa y furibunda al servicio del absolutismo fernandino. No en lo específicamente literario o narrativo, sino en la explosión verbal y en los mecanismos por los que se vierte la ideología extrema en moldes populares con pretensión de alcanzar a las masas y controlar la opinión pública, estriba el interés de la obra.p. 161

6.12. El Quijote del siglo XVIII (1836)

Transcurrido un tercio del siglo XIX y con intención de aplicarse a esta centuria, Juan Francisco Siñeriz publica El Quijote del siglo XVIII (1836), extensa obra en 4 volúmenes96. Vale la pena aludir, aunque sea someramente, a las cuestiones editoriales a fin de intentar clarificar la relación entre las distintas publicaciones y consiguientes variantes de un mismo texto. En efecto, un año más tarde de la edición española antes citada, aparece en París Le Quichotte du XVIIIè siècle, con algunas variantes en el título (se alude como subtítulo, Voyage autour du monde, al indudable carácter viajero, que adquiere la obra en su desarrollo) y esta vez limitado a dos tomos que agrupan, dos a dos, los cuatro anteriores. Sin realizar un cotejo minucioso, que no merecería la obra por su escasa calidad pero sí la conveniencia de confirmar cualquier hipótesis, considero que el texto en francés no se limitó a traducir el español de 1836, sino que, siguiéndolo muy de cerca, lo redujo. Y que no se trató únicamente de recortar la extensión, sino antes bien de depurar la redacción primitiva de su hojarasca (en retórica y en redacción desafortunada). Caben, por supuesto, otras posibilidades que me resultan más retorcidas y opuestas a la tendencia a lo excesivo de Siñeriz: entre otras, la contraria, a saber, que la versión primitiva no fuera la publicación española, sino una más cercana a la traducción francesa y que, siempre para la española que conservamos, su autor hubiera recurrido a la amplificatio97. Todavía más tarde, en 1841 y en Barcelona vio la luz El Quijote de la revolución, en cuya portada se especifica que la obra fue «publicada en París en 1837 y [ahora] traducida al español». Como señala Pedro Álvarez de Miranda, todo parece indicar que los editores de esta segunda publicación española desconocían la anterior de 1836, como se evidencia además en las declaraciones expresas que figuran en ella sobre este asunto, y que se trata, por lo tanto, de una retrotraducción a la lengua original desde su traslación francesa (40). Un cotejo no concienzudo de ambos textos revela claramente que en este caso la traducción al castellano siguió fielmente la literalidad del francés de 1837. Veamos una muestra:

El Quijote del siglo XVIII

Le Quichotte du XVIIIè siècle

El Quijote de la revolución

Madrid: Miguel de Burgos, 1836

París: Jules Laisné, Pougin, 1837

Barcelona: Valentín Torras, 1841

T. I, cap. I, p. 12

T. I, cap. I, pp. 10-11

T. I, cap. I, pp. 10-11

El paciente llamó a la hora señalada por él. Había gozado de un sueño interrumpido que, lejos de calmar su fantasía, la agitaba más y más. Él se habia propuesto ocultar a todos el fatal sueño de la terrible predicción, cuyo sigilo se encerraba en la misma. Aparentó, pues, una calma que estaba muy distante de gozar. Se levantó del lecho como pudo y, en la compañía de su hijo y criados que le rodeaban, se propuso dar algunos paseos por dentro de casa, pero sus fuerzas se iban debilitando por instantes. Continuó de esta suerte por algunos días y, al cumplir los trece de su primer ataque, dio fin a una vida que ya estimaba en poco y que solo debía sentir perder por haberla estimado hasta entonces más de lo que se debe.

À l'heure indiquée par lui, le malade appela·ses gens. Il avait eu un sommeil interrompu, qui l'avait agité au lieu de le calmer; et, en même temps, il cacha soigneusement le rêve affreux où il entendit la funeste prédiction dont nous avons parlé plus haut. Il montrait un calme qu'il était loin de posséder, et, aidé de son fils, ainsi que des autres domestiques, il essaya de faire quelques tours dans sa chambre; mais les forces l'avaient abandonné, et le treizième jour après l'accident sa vie s'éteignit, sans éprouver d'autre regret que celui d'y avoir un peu trop tenu.

A la hora que el enfermo tuvo a bien llamó a todos. Había dispertado [sic] de un sueño profundo que en lugar de calmarle le agitara sobremanera, ocultó cuidadosamente la visión y fatal predicción de que hemos hablado, mostroles una calma que interiormente estaba muy lejos de sentir y ayudado de su hijo y de algunos criados probó de dar algunos pasos por su cuarto; pero todo fue inútil, las fuerzas le habían abandonado y su postración era tanta y de tal modo se agravó su mal que falleció al tercer día después que le sobrevino el accidente.

Como la hipótesis de la abbreviatio de la edición española de 1836 para realizar la traducción francesa de 1837 me parece la más plausible, sigo en mis consideraciones y citas el texto de la edición madrileña de Miguel de Burgos y más antigua.

p. 162En el prólogo de su Quijote del siglo XVIII, Siñeriz reconoce una vez más el magisterio cervantino «para que a imitación suya pudiésemos combatir los vicios y desórdenes de la sociedad» (v) y se dispone a acometer su empresa, dirigida contra los libros de la moderna filosofía, porque «nos han hecho más daño que cuantos caballeros andantes hubo en el mundo, y que, si Dios no lo remedia, camino llevan para acabar con todo el género humano antes de dos siglos» (VI). El autor apela a la risa como instrumento y atractivo de su obra, móvil que reitera en el prospecto, donde resume el argumento de su creación: ambientada en Francia, la historia narra las andanzas de un joven francés perturbado por las lecturas filosóficas, quien «dio también en la manía de emprender una regeneración universal» (XI), motivo por el cual, y acompañado de su correspondiente escudero, tras una estancia en París, emprenderá múltiples viajes ultramarinos. Estamos, pues, en las antípodas de la ideología y de los propósitos de nuestro Pedro Centeno98.

Ya en el capítulo I Siñeriz deja claros sus planteamientos cuando la prosperidad en la casa familiar se derrumba de forma súbita a tenor de un mal sueño del padre del protagonista, al que no conseguirá sobrevivir. El «acuérdate que eres polvo y en polvo te has de convertir» (7) y el recordatorio a los lectores de la transitoriedad de las glorias del mundo y de la inminencia de la muerte abren, pues, la narración y establecen el marco moral apocalíptico que subyace en lo sucesivo, es verdad que a menudo tan desdibujado como otros temas y procedimientos. Las engañosas lecturas filosóficas, adquiridas por el joven al margen de la severa biblioteca paterna, introducen en él las peligrosas ideas de libertad, igualdad y felicidad, de modo que, cuando se establece en París, las nuevas corrientes encuentran en nuestro protagonista terreno abonado para sus desvaríos (I. 60). En verdad, pocas razones justifican desde un punto de vista narrativo la evolución de M. Le Grand99, que se diría se transforma a saltos y por antojo de su autor, como cuando se pone a despachar carretadas de libros a las distintas provincias francesas. Sabremos luego que su propósito es «revolucionar toda la Francia y después a todos los demás reinos, para establecer otra nueva clase de gobiernos» (I. 178 y ss.). Esta intención merecerá que Le Grand sea proclamado por la academia filosófica, subterránea y secreta, como «héroe filósofo moderno», «caballero andante, predicador» y comisionado por ella para cumplir tales objetivos de regeneración universal (181, 189). De la misma manera inopinada que su amo, el ayuda de cámara Petit se revelará de pronto como un sabio erudito por sus múltiples lecturas (I. 85 y ss.) y representará a partir de este momento, de forma inequívoca, la ideología de Siñeriz, combinada con el sentido común y el carácter popular que son definidores del escudero o acompañante en la tradición cervantina. Y así, Petit sentará «que la verdadera libertad consiste en una perfecta sumisión a las leyes, y que toda otra no puede ser libertad, sino libertinaje y corrupción» (I. 100); o que la felicidad del género humano no estriba sino en el seguimiento de «la verdadera senda del amor y temor de Dios» (I. 166). Cuando los dos personajes visitan la biblioteca Mazarini, mientras se supone que Le Grand consulta diversos textos filosóficos, el ayudante de cámara lee la Biblia y más tarde, sospechando el primero que Petit sigue con los santos padres, evitará que lo acompañe en lo sucesivo (I. 95-96)100. Sin embargo, y en vísperas de la partida de Le Grand para llevar a cabo la regeneración universal, Petit se convertirá de súbito a las ideas filosóficas modernas, de nuevo sin causa narrativa que lo justifique (I. 244).

p. 163El tomo I concluye en la antesala de la partida de Le Grand y Petit, seguramente por las muchas páginas que Siñeriz había acumulado. En su salida ambos personajes se acompañan de Jacobo, un sobrino de Condorcet, y Le Grand ejecuta hazañas en la línea previsible de tratar de igualar a un jornalero con su hacendado, liberar de su esclavitud a un perro o distribuir de «manera igualitaria» las horas de sueño entre los tres (t. II, cap. XV y ss.). Al llegar a la costa y, tras un incidente banal con su caballo, en un palidísimo reflejo de aventuras como la cueva de Montesinos, el héroe filósofo asegurará haber instalado sus principios entre los peces (II. 68). Al hilo del enfrentamiento del protagonista con el prefecto de Amiens (cap. XX), Siñeriz deja claro que la estrategia revolucionaria pasa por corromper a la juventud y por la creación de academias o centros secretos para la difusión de las nuevas doctrinas. En el paso del héroe filósofo por las aulas de la universidad de Orleans, guiado por sus estudiantes, el autor iguala los procedimientos de la vieja escolástica (los silogismos, el argumento cornuto) a los de la nueva ciencia (cap. XXII). No vale la pena repetir que Siñeriz mantiene la parte argumental de su obra panfletaria sobre una estrechísima selección de cuestiones sometidas a la caricatura (la transmigración de las almas, la posibilidad de una felicidad terrena, el origen de las especies), una lista de peligrosos autores que se repite y, en fin, una brevísima antología de citas probatorias.

En el tomo III el protagonista, embarcado en el navío Volante y siguiendo las indicaciones de la academia parisina, comienza su vuelta al mundo. ¡Ojalá algo de la tan rica literatura viajera del XVIII, real o imaginaria, hubiera calado en este Quijote que se dice de su siglo! Por desgracia, no hay nada de esto: el recurso a los apuntes eruditos que le sirvieron al autor para presentar someramente las ciudades francesas del recorrido del tomo II se aumenta ahora, de forma enojosa, con los abundantes e inoportunos conocimientos que suministra el capitán del Volante sobre la nueva geografía que visitan tan aceleradamente (la isla de Madeira, 10 y ss.; descripción general de América, 39 y ss.; y un largo etcétera). Nada llamativo ni ocurrente en este itinerario sobre un mapa que pasa por el manido Cabo de Buena Esperanza con su tormenta, la isla de Madagascar, el Mar Rojo o la India, atiborrado de datos propios de diccionario geográfico, hasta el punto de que se pierde de vista el propósito original de la obra; como no sea la transformación de Petit que, en virtud de la utilidad de los viajes para conocer la realidad, se va desengañando de su ceguera filosófica y, en concreto, del disparatado encargo de la academia para reformar el mundo entero (III. 169). O también la intrascendente separación con el marbete diálogo de las conversaciones entre Le Grand y otros, acaso por el intento de Siñeriz de dotar de cierta entidad a estos coloquios que reiteran lo ya tratado.

p. 164Con la llegada a China comienza el tomo IV y poco cambia respecto al precedente; si acaso, en su afán documental, que Siñeriz incluye tablas con información detallada sobre los buques de la marina rusa o el estado de la balanza comercial de este país en el año de 1774 (IV. 94 y 98), asuntos que cuesta creer que le interesaran a alguien. Tras visitar Acapulco y Lima y arribar a Buenos Aires, el navío pone rumbo hacia las costas de Francia, sin llegar a tomar tierra en ese país, pues la acción finaliza en la isla de Jersey. La extensa relación de los horrores de la Revolución que hace el hermano del capitán (caps. XLVI y XLVII) consterna a Le Grand, quien cae gravemente enfermo. Recuperado y resuelto a enmendar las consecuencias de su pasada locura, entierra de modo simbólico una selección de textos filosóficos y luego, con ayuda del café, emprende el estudio de la Biblia (292). Enseguida se propone difundir el mensaje que Siñeriz había establecido en las primeras páginas de su extensísima obra, «hacernos recordar lo que verdaderamente somos en este mundo, a saber, polvo, ceniza, nada» (294), mediante un extracto de la Biblia entreverado de sus propias reflexiones (300 y ss., y cap. XLIX). Con este final El Quijote del siglo XVIII se conforma como uno más de los textos antifilosóficos, en concreto en el ámbito de la literatura del desengaño y del arrepentimiento, al que pertenece entre otros el Evangelio en triunfo de Pablo de Olavide. En efecto, en el capítulo L y último, el protagonista, arruinado por sus muchos dispendios en adquisiciones y envíos de libros, presiente su final inminente y cursa sus sabias y piadosas disposiciones testamentarias. Con su muerte, en fin, su conversión deviene ejemplar: «Alivió la suerte de millares de infelices que yacían en la indigencia» y su extracto bíblico difundió «la divina moral evangélica, en contraposición de la sofistica doctrina de la moderna filosofía» (364).

Con esta última obra de la larga serie que venimos estudiando ya no queda duda alguna de que la sátira de Centeno, en el panorama general de las imitaciones y continuaciones españolas del Quijote cervantino durante el XVIII y el primer tercio del XIX, es una verdadera excepción, pues en el resto predomina de forma abrumadora un posicionamiento añejo en cuanto a la finalidad que los autores pretenden con sus escritos. En efecto, al desdén hacia la filosofía ilustrada Siñeriz suma el relativo a de cualquiera de sus avances (ciencia, derecho, moral) y sus ya evidentes logros en la fecha en que se publica este Quijote del siglo XVIII. Siñeriz no matiza ni distingue en su descalificación de los textos filosóficos (I. 111 y ss.), que caen todos en el mismo saco, un auténtico batiburrillo que abochorna: Diderot, D´Alambert y Voltaire, en compañía de Montaigne o Kant… (47 libros en la primera encomienda de lecturas que hace a su ayuda de cámara). ¿Extrañará que Siñeriz considere todo este saber como nefando y que uno de los episodios fundamentales (t. I, cap. VIII) sea precisamente el de la academia subterránea donde sus fieles se reúnen y traman sus planes? ¿O que recurra a la basta caricatura de sus sesiones, en concreto de citas y comentarios de autores filosóficos intervenidos sin sonrojo? La igualdad entre los hombres y otros principios de las democracias en ciernes son también objeto de mofa ramplona para Siñeriz (I. 96–98), de modo que, en la práctica, su obra pertenece al ámbito de la literatura antifilosófica (los textos de Fernando de Ceballos, el Filósofo Rancio o Vicente Fernández Valcarce, vistos en la introducción). En fin, en consonancia con esos principios, la intención última de Siñeriz (recordemos las tesis de Javier Herrero) es denunciar la conspiración universal de las Luces, extendida mediante un rimero de textos. El deber de los gobernantes consiste en preservar el venturoso hallazgo de la imprenta, promoviendo la publicación de obras saludables y vigilando y prohibiendo el de esas otras que atentan contra el orden establecido (IV. 274–275).

***

p. 165Este es, a mi entender, el desigual panorama de las derivaciones quijotescas de nuestro XVIII, desigual por la distinta ideología y pretensiones de sus autores, por la peculiar dependencia respecto a la fuente o fuentes en cada caso (considerando en especial la señalada interferencia del Fray Gerundio, que implicará una línea propia y bastante bien definida en lo sucesivo ) y, en fin, por la diferente calidad de los resultados. Cabe sin duda considerar como una buena noticia el hecho de que la nómina de textos, aunque sea a cuentagotas, se va incrementando y asimismo la discusión sobre la pertinencia de incluir unas obras u otras en aquella. Y también me resulta positivo el hecho de que nuevas perspectivas de análisis se aplican de manera progresiva en su estudio. La vinculación más o menos cercana y rentabilizada por los distintos autores respecto al Quijote original se enriquece así con variables que deberían darnos una interpretación más ajustada de todas estas obras. Puede ser, en efecto, que los logros novelescos sean en la mayoría de los casos mínimos, pero la significación literaria en términos abiertos no tiene por qué resentirse de ello. En cualquier caso y a la vista del conjunto, Don Quijote el Escolástico de Pedro Centeno se confirma como una obra singular, compacta y valiosa por su relevancia para las letras y otros ámbitos de su época y de nuestra historia.

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1 «Por nuestra desgracia estamos en unos tiempos en que la libertad de pensar y elegir cada uno según su antojo se ha apoderado de los ingenios; y es forzoso, una de dos, o no conocer el siglo en que vivimos, o carecer de sentido común, para dudar que el restablecer la filosofía escolástica es empresa igual en todo y por todo a la de resucitar la caballería andante» (El teniente 10).

2 Numerosos temas o episodios de don Quijote habían sido tratados ya en el Apologista. Así, la visita al Gabinete de Historia Natural le servía a Centeno para ensañarse con las Conversaciones instructivas de Francisco de los Arcos, un auténtico repertorio de pseudociencia (n.º 4).

3 La eficacia de la sátira contra los necios no se discute en nuestro XVIII: «El ridículo, dice Rousseau, es la razón de los necios» (Don Papis de Bobadilla XLII).

4 «Pues lo mismo fue salir al público la ingeniosa sátira de Cervantes, representando este heroísmo romancesco, cuando haciendo esta una impresión vivísima en todos, se desvaneció la profesión de la caballería y desaparecieron estos fantasmas» (El corresponsal del Apologista 8–9).

5 «Es también constante de que [Cervantes] tuvo un singular acierto para ridiculizar las acciones humanas en la persona de un héroe loco y entendido, descubriéndonos los defectos en que puede incurrir el hombre cuando escucha solamente a su capricho» (Ribero y Larrea VIIIIX).

6 «Una voz que carece de sentido en sí misma es nada, pero revístase de la sátira para significar lo estravagante o ridiculo o en señal de menosprecio, ya la tenemos armada y en la disposición mas propia para disipar mil defectos, solo con pintarlos a su modo como deformes. Así sucede con la voz pedante […]. Lo mismo puede decirse del trajonismo, quijotismo, etc.» (16).

7 Términos reiterados, por ejemplo, por fray Martín de San Vicente en su censura (vid. Pinta Llorente 365–382).

8 «Estímenseles a estos escritores sus buenos deseos y léanse en buen hora sus papelillos, pero nadie crea sacar grandes utilidades de su lectura» (Demostraciones palmarias 8).

9 «El Apologista universal, que tiene admirable habilidad para ingerir en sus diatribes*[sic] de letra bastardilla lo que otros estampan en letra redonda, tiene por mí licencia amplia y valedera para ejercitarla con mi última proposición en la apología que escribirá de esta bagatela, según su costumbre de entretenerse con bagatelas […]» (3 y 8). Centeno da cumplida respuesta a estas objeciones de Forner en el número XIV de su Apologista universal, esp. pp. 268-270. Al mismo rasgo se refiere en su sátira Alberto Lista: «Así de tu carrera el premio sea/ el nombre del fantasma, y a tu cargo/queda el manchar la letra bastardilla/ dos números o tres en su defensa» (El imperio de la estupidez 382–383).

10 «[…] una obra publicada con la mira de restablecer la verdadera y antigua filosofía, digna de ser propuesta por modelo a los verdaderos amantes de la filosofía cristiana. Obra en la cual se hace ver con doctrina también de los modernos que la filosofía antigua, sobre ser la más útil y verdadera, es la única que puede conducir para el estudio de la teología, y que el verdadero método de estudiarla es el que usan los buenos escolásticos» (El teniente 8–9).

11 «Escriban cuanto quieran el Censor, el Apologista, el Corresponsal y la restante tropa de críticos y discursistas: yo no veré jamás en ellos sino unos remendones del Estado y de la literatura, que curan este o aquel desgarrón y que tal vez hacen otros mayores al tiempo de pegar sus remiendos» (14–15).

12 Rafael Lazcano sintetiza el carácter de su apología como «amable en las formas y dura en el contenido», así como «valiente e ilustrada» (79).

13 «Pero a usted en este y otros puntos que toca en su apología número 2 le sucedió lo que sucede a un mastín que entra en una dispensa [sic] bien provista: huele la perdiz, el pichón y otros manjares exquisitos, todo lo babosea y al cabo sale muy ufano con un zancarrón en la boca, como si fuera la mejor presa que pudiera haber hecho» (14).

14 Su ingenio era reconocido por sus oponentes, aunque fuera «torcido», como expresa Francisco Rodríguez, el provincial en Castilla de su orden (vid. Pinta Llorente 408).

15 Feijoo refiere lo siguiente en su Teatro crítico universal, tomo VIII, discurso 1 («Abusos de las disputas verbales»): «Hunden la aula a gritos, afligen todas sus junturas con violentas contorsiones, vomitan llamas por los ojos. Poco les falta para hacer pedazos cátedra y barandilla con los furiosos golpes de pies y manos […]» (parágrafo II, párrafo 6). Registra también tales procedimientos la literatura de viajes o El Eusebio de Pedro de Montengón, por citar ejemplos variopintos.

16 El vejamen o vejamen paradójico, exposición y exageración de un defecto físico o moral, suele cobrar sentido, tal como señala Cara, en un marco de referencia (académico, festivo, universitario o literario); no encuentro casos en El Escolástico y no me parece característico de la obra general de Centeno.

17 Es el caso de Gracias y desgracias del ojo del culo, obrita atribuida a Quevedo, donde su autor ensalza tal parte del cuerpo por encima de cualquier otra, señaladamente los ojos de la cara (vid. Martínez Bogo).

18 Pedro Javier Pardo me informa de un proyecto, nunca ejecutado, que se acerca a la práctica de Centeno, el que planteó Alexander Pope a Jonathan Swift en 1713 como crítica de la erudición vacía: escribir reseñas irónicas, unas elogiosas de obras ínfimas (nuestro caso) y otras desdeñosas de textos notables (vid. Pardo García 34).

19 «¿Ha de creer usted –dijo don Quijote– que siempre he pensado que, para conocer a fondo el mérito de la Suma Filosófica, es necesario saber algo más que filosofía? Yo creo que, si la leyéramos teniendo alguna tintura de las matemáticas, hallaríamos mil portentos» (Apéndice X. 89–92).

20 «¿Cuál fue el designio de Cervantes en componer una obra veinte veces más abultada que la de nuestro adicionador? Él mismo nos lo dice en boca de Benengeli: “Yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna.” Y para esto, ¿cuántas máquinas nos pone en movimiento? Elige a un héroe tan valeroso e intrépido; le arma de peto, espaldar, gola, celada, yelmo, lanza y adarga; le hace acometer a los yangüeses, a los mercaderes, a los cueros de vino, a los arrieros, a los forzados de galera, y entra en descomunal batalla con todo andante caballero, y hasta con el furioso león que se le presenta. ¿Qué mucho, pues, que tropezase y aun cayese del todo la andante caballería combatida por todo un don Quijote?» (El Apologista universal 29).

21 «En un lugar una jornada corta de Madrid, vivía un hombre alto de cuerpo, magro de cara, nariz filosófica y ojos hundidos» (El teniente I. 13); y más adelante: «Estas habilidades, acompañadas de un genio naturalmente terco, unas manos y unos pies incansables en hundir tablas a puros puños y patadas y, lo que es más que todo, una extraordinaria fuerza de pulmones para argüir mucho y recio, le habían hecho el Francisco Esteban de las aulas de filosofía» (I. 15)

22 «Empero, antes de salir a campaña, quiso como buen discípulo tomar las órdenes de su maestro» (El teniente I. 16).

23 Vid. El Apologista universal, XII, p. 198: «¿Se pensará acaso que son algunos doctores reverendos, algunos hombres llenos de canas y agobiados con el peso de las letras, algunos sutiles y agudos escolásticos hartos de quebrar cátedras y tarimas?»; y asimismo XI, pp. 181-182.

24 «Yo soy para serviros un caballero escolástico, que vengo a enderezar los tuertos y desfacer los agravios hechos a mi señora Dulcinea la Filosofía Escolástica» (El teniente IV. 19).

25 Este posicionamiento total es claramente perceptible en Don Quijote el Escolástico; en su paseo con el de lo verde por el nuevo Madrid de la época, nuestro protagonista afirmará: «Sé yo que ni esas fuentes ni todas esotras cosas se hubieran hecho a haber gobernado escolásticos» (El teniente IV. 31).

26 Centeno conocía sin duda la obra de este autor y su evidente carácter popular, pues cita su Manolo (Apéndice IX. 49; vid. la nota correspondiente en la edición).

27 «Lo que no habéis perdido tenéis; es así que no habéis perdido cuernos de venado: luego cuernos de venado tenéis» (Apéndice VIII. 33; vid. la nota correspondiente en la edición).

28 Así dirá: «Y a pedir de boca hallé cuanto deseaba en este cuadernito intitulado Suplemento a la Suma Filosófica: Primera salida de D. Quijote, segundo de este nombre» (El teniente 10).

29 «Hasta aquí el texto del autor, pero léese a la margen una nota […]» (Apéndice XI. 149).

30 «Todo este largo razonamiento hizo don Quijote, y al margen de esta historia se lee: Que cuando así pasase, podía muy bien el historiador haber excusado el referirlo; porque estas quejas de los coches son más comunes que el canto de los gallos a media noche, y el repetirlas es por tanto detenerse en vulgaridades. Además de que con quejarse nada se remedia. Así el anotador; pero yo el editor digo que no me hacen fuerza sus razones, porque […]» (Apéndice VI. 8–9). De las molestias de los carruajes se ocupa el propio Apologista universal (XVI, p. 291-293, por ejemplo)

31 «Dormido dejamos a don Quijote y, si fuera por mí, durmiendo se estuviera hasta el día del juicio» (Apéndice VII. 12).

32 En la conversación entre el poeta y el capitán, personajes que discurren sobre la naturaleza de su creador (Apéndice X. 95).

33 Para la Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas cito siempre por la edicion de Joaquín Álvarez Barrientos.

34 «Yo, fermosa señora, así en agradecimiento del servicio que me habedes fecho en tomarme la sangre, como en desempeño de mi cargo, debo deciros que aquellas escaleras me parecen escaleras y este portal portal; pero son tan extraordinarias las cosas que me suceden que las más veces no osaré asegurar si las cosas que veo son como las veo, y aun yo mismo no sabré decir si soy yo mismo, merced a los malos encantadores que me persiguen» (Apéndice VIII. 40–41).

35 «Ahora sí —dijo el capitán— que el señor don Quijote ha dado en el hito. La Suma Filosófica está encantada, y ni más ni menos todos los caballeros escolásticos, pero el desencantar a estos es cosa tan sumamente fácil que basta con querer para conseguirla, sin haber necesidad de vapulamiento ni de cosa que lo valga. Algún rato más difícil me parece a mí desencantar la Suma Filosófica, porque, a lo que he visto, coge el encanto de pies a cabeza todas las notas del tomo segundo» (Apéndice X. 82).

36 «Maguer, señora, que con artes ruines/ tu cuerpo hermoso y bien organizado/ en corpachón grosero han transformado/ los modernos follones malandrines […]» (Apéndice IX. 61). Eran, en cualquier caso, términos muy caros para Centeno: «Yo los defiendo, y salgo por ellos con espada en mano contra todo follón o malandrín, que tenga el desacato de ofenderlos», dice nuestro Apologista universal, XVI, p. 298.

37 En otro lugar el personaje dirá: «Yo, fermosa señora, así en agradecimiento del servicio que me habedes fecho» (Apéndice 40).

38 Para el significado de los términos escolásticos, véanse las notas a la edición.

39 «Cervantes en el siglo XVIII», esp. pp. 158–159; «Anverso y reverso del “quijotismo” en el siglo XVIII español».

40 Los estudios de López Navia son fundamentales en el campo de las continuaciones e imitaciones, más allá de nuestro XVIII: vid. La ficción autorial e Inspiración y pretexto, I y II.

41 Al respecto, vid. López Navia, «La visión conservadora».

42 Isla compagina la sátira de la escolástica con una exposición crítica, en términos positivos y racionales, de las carencias en su aprendizaje con vistas a su reforma; incluso trazará su destacada historia (158 y ss.). Parece obvio que su intento es asegurar la vigencia y la continuidad de la lógica y otras disciplinas escolásticas, pretensión ajena por completo a Centeno.

43 «Era lector un religioso mozo, como de hasta treinta años escasos, de mediano ingenio, de bastante comprehensión, de memoria feliz, estudiantón de cal y canto, furiosamente aristotélico, porque jamás había leído otra filosofía ni podía tolerar que se hablase de ella; eterno disputador, para lo cual le ayudaba una gran volubilidad de lengua, una voz clara, gruesa y corpulenta, una admirable consistencia de pecho y una maravillosa fortaleza de pulmones: en fin, un escolástico esencialmente tan atestado de voces facultativas, que no usaba de otras, ni las sabía, para explicar las cosas más triviales. Si le preguntaban cómo lo pasaba, respondía: —Materialiter bien; formaliter, subdistingo; reduplicative ut homo, no me duele nada; reduplicative ut religioso, no deja de haber sus trabajos» (II.1. 153–154 y ss.).

44 Isla desarrolla con la gracia e ironía habituales su teoría sobre el «humor escolástico flavobilioso» (157).

45 Contamos con edición antológica y estudio de Dámaso Chicharro Chamorro, a quien debemos otras aportaciones sobre esta obra.

46 «De todo lo dicho se infiere que, bajo de esta metáfora quijotesca y en vista de esta figura de mi caballero Manchuela, puedo echarte las pullas que me diere la gana y sin que nadie tenga que reparar. Tengo licencia remota para reírme de ti y de otros como tú, a no ser que reimprimas el tratado que escribió Efrén Siro contra la risa…» (s.p.); o véase la descripción de Manchuela, siguiendo a Torres Villarroel, de arquetipo quevedesco (28).

47 Siendo los padres del Quijote de la Manchuela Blas Fanegas y Juana Calzas, dirá de esta en vísperas del parto: «… en cuyo embarazo hubo sus profecías, de que según el mucho vientre que llenaba la casa y asombraba el lugar se esperaba diese a luz un borrico, fundadas aquellas en un antojo de cebada que tuvo la de dicha ocupación; pero se deshicieron a la hora de dar a las claras un muchacho que por poco hubiera salido con bigotes, según lo grande que se presentó» (9-10). Refiriéndose al jovencito Manchuela, leemos: «Padino, verá usted cómo entono los vocablos más dificultosos que he encontrado en la vocablería. Enclavijó las manos, se apretó de ojos, se sacó de pescuezo y abrió de par en par la boca hasta vérsele el epiglotis» (72–73). Como esbozo de la trayectoria de esta técnica del esperpento, vid. asimismo el pasaje de la representación que dispone el sacristán Hisopo, con la mención expresa de los figurones y del Bosco (151).

48 De lo primero y lo segundo: «—¿Y la B? —¿La B, padino? La B senefica la baba que se le cae a mi paire, a mi maire y a mi abela con mis cosas, y también senefica el Bobo» (34); «La B es letra que explica mansedumbre, porque el Cordero, que es el hieroglífico de ella, así la profiere» (36).

49 Cito por la edición primitiva, aunque contamos con una reciente, a cargo de M. Fabbri.

50 Encuentra la esencia quijotesca en «el ser un hombre finchado, el ser simple y mentecato, el vomitar en toda conversación sangre goda, el suponerse hombre rico y de rentas cuantiosas, siendo cortas…» («Prólogo al lector», s.p.).

51 «… que no podemos hacer tan solo el papel de historiador, sino que es preciso emplear la reflexión moral, para que de ella y las acciones de nuestro héroe se forme el contraste que acredite haber desempeñado el título de la obrilla» (23).

52 El pasaje de los balbuceos del niño («llamaba a cuantas se ponían por delante “puecas” y decía con gracia “no chero cuer….”», 32) parece copia de otro análogo en Fray Gerundio (71).

53 Criticando en los militares los desafíos dirá: «… valentones que ponen su gloria en convertirse en otros tantos quijotes y su brutal orgullo en poner a los pies de su dulcinea la desgracia de alguna herida que en honor de su dulcineísima dama ha ocasionado su temeridad» (80).

54 «Esta es una oración retórica en el género exornativo o encomiástico, llamada por los oradores eucarística, que quiere decir de accion de gracias. Toda la obra es una trabazón de exorábulos, o argumentos artificiosos, compuestos de varias metáforas, alegorías, sarcasmos, ironías, antifrases, asteísmos, paremias, micterismos e hipérboles» («El editor» 1).

55 «Pero esta es una declamación o acción de una causa fingida, para ejercitar el ingenio y ostentar la elocuencia […], como las de Sinesio, que alabó la calva, Dio Crisóstomo, que alabó al destierro, Mayoragio, que alabó al lodo…» (12; y vid asimismo 123–125).

56 «El orbe de las letras es un teatro donde cada uno representa lo mejor que puede la farsa y, visto así, mandaría vuesa merced tal vez construir un hospital general de erudición que tuviese casa de locos…» (58–59).

57 El Arte del barbero…, traducción del original de Mr. de Garsault, se publicó en Madrid (Andrés Ramírez, 1771). En cuanto a la segunda obra citada, entiendo que Beltrán y Colón se refiere a la Carta [nº 52] a Nepociano, o Carta a un joven sacerdote, de San Jerónimo, que no debía de contar con traducción al castellano en esas fechas.

58 Hay en efecto un historiador catalán del siglo XV, Pere Tomich (o Tomic), autor de Histories e conquestes dels Reys de Arago e Comtes de Barcelona.

59 Hay edición moderna de María José Rodríguez Sánchez de León, por la que cito.

60 «A la manera que en el Don Quijote procuró y consiguió Cervantes purgar la nación de las historias caballerescas que amaba con una historia caballeresca, así usted va a purgar el teatro y la nación de los dramas desatinados que ama con unos dramas desatinados» (103).

61 Aguilar Piñal, introducción a la ed. cit., 12.

62 El señorito replicará al abate: «No señor […], no es chochez. Conózcole muy bien y siempre le he conocido del mismo modo; es muy cabal, muy hombre de bien y un menestral muy honrado. Mas en tocándole en nuestro teatro, ni en El nuncio de Toledo se dirán cosas más graciosas que las que dice […]» (122).

63 «¿Y qué importa que las criadas sean terceras si saben que sus amas son la pureza misma? ¿Ni que estas admitan a sus galanes a deshora si están muy aseguradas de que ellos son hombres muy mirados y pundonorosos, incapaces de alborotar ni meter nuido, ni propasarse más allá de los límites de la decencia […]?» (72).

64 Dirá de su hijo Juanillo: «Pero principalmente se adiestró a jugar la espada, y aun mejor a los trucos, a repicar una guitarra y a bailar un fandango zapateado y un baile inglés que no tenía quien se le pusiese delante […]» (77–78).

65 Para la comedia burlesca o de disparates, vid. las precisiones de Rodríguez Sánchez de Léon, p. 34 y ss.

66 «Estas Adiciones, que pudieran titularse Libro noveno del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha…» (en efecto, como anota Centeno, así inicia Jacinto María Delgado su prólogo).

67 «Con la mayor osadía dicen muchos de estos envidiosos, y lo dicen a la francesa, que esta es une insulse brochure sin arte, sin invención, sin gracia, sin estilo, parto en fin de algún ingenio vizcaíno recién venido a Castilla; que todo su chiste no parece sino inventado en lo más alto de los Pireneos y en lo más frío del diciembre […]» (20–21); y más adelante, confesando el Apologista a las claras su propia impostura literaria: «Yo por lo menos puedo asegurar que no he leído alguna vez la escuela pedeográfica de Sancho, o su baronización ridícula, sin verme luego asaltado de una risa sardónica, a pesar de toda mi gravedad natural» (28).

68 El capítulo XI da idea tanto de ese propósito moral como de la capacidad de fabulación de Delgado; en él se narran las gestiones de la Academia argamasillesca para hacerse con las armas de don Quijote y exponerlas en su museo-biblioteca, así como el litigio que se sigue con Maese Nicolás, quien rehusaba devolver el yelmo. El fin del episodio, con la quema del museo y sus notables piezas, incide en el propósito de lectura entretenida y moral que parece era el objeto del autor y que a Centeno se le quedaba corto. Similares muestras de invención moralizante demuestra en el tema de heráldica y blasones, en los que entrevera el tono serio y la intención burlesca, como en el caso del rastreo de los orígenes nobiliarios de Sancho (el juego con posibles fuentes informativas es otro de los relativos logros del autor), seguramente con la finalidad de desacreditar la obsesión nobiliaria de los humildes, motivo recurrente en la época.

69 La concepción de Gatell está en sintonía con la del Diccionario de Autoridades, que considera quijote al hombre «ridículamente serio, o empeñado en lo que no le toca». Para Forner, lo es quien quijote es «cualquiera que sin gran motivo tiene gran vanidad y aspira a la superioridad en todo» (Reflexiones 43). Para las distintas acepciones de «quijotismo» vid. el articulo de Pedro Álvarez de Miranda, en especial esta cita de Ignacio de Merás Queipo de Llano: «Hablo del quijotismo, / o vanidad infame / de no vivir contento / con su destino nadie» (32).

70 «Otros hay que componen el todo de sus librerías con solo los que llaman “filósofos modernos”, una categoría de entendimientos que, habiendo aprendido el arte de hablar con el corazón humano y según sus apetitos sensuales, tienen tanto poder que seducen al más cauto, no con la filosofía sino con la retórica» (I. 40). Y en otro lugar: «Por esto se valen de sátiras, de emblemas y de otros medios disfrazados para vomitar la ponzoña que poseen» (II. 37).

71 «Desterremos de nuestras casas esos malignos libros. Quemémoslos a porfía, único medio de ser felices y de procurar la salud, la tranquilidad y la misma vida a nuestra posteridad. Malo era el quijotismo de aquellos tiempos, pero peores y mucho más perversos son los quijotes presentes» (II. 145).

72 Siempre desde su posición ultraconservadora, Gatell repasa los lugares tópicos de la literatura doctrinal y satírica del momento: condena las pretensiones nobiliarias fuera de la clase en que son legítimas, el lujo, la moda, el trato coloquial, la incipiente libertad femenina (en especial para decidir su matrimonio), aquí con indisimulada misoginia (II. 99–100) y, en fin, cualquier atisbo de igualación social. Solo de manera concreta encontramos en su planteamiento cierta adaptación a los tiempos, como cuando desgrana su programa educativo o lamenta la crueldad con los esclavos (sin negar la esclavitud en sí).

73 Es el caso de Aguilar Piñal, que sigue el criterio de Palau, Bibliografía, III, pp. 20–21.

74 Solo la parte primera (Madrid: Imp. Real, 1793) es de Gatell. La parte segunda (Madrid: Villalpando, 1798), contemplada en el plan original de Gatell, no es suya, como se afirma en el prólogo de esta segunda parte, pues había muerto unos años antes. De la Historia se ha ocupado Pérez García.

75 Encomiando el amor de Teresa y Sancho, afirmará el narrador: «¡Qué bello ejemplo para muchos y para muchas! ¡Qué pocos sanchos, y qué contadas teresas se ven en el mundo! […] ¿Pero cuál era la causa? Amor. ¿Y qué amor? Un amor sencillo, casto y honesto. No el amor que reina en la época presente, amor interesado y nada puro el más; amor aparente, que dura solo, que solo se manifiesta en el exterior, y cuyas demostraciones son solo hijas del porque no digan. ¡Triste época la presente!» (pp. 35–36).

76 Por cierto, si Centeno arremetía contra Delgado por su fatuidad al publicar las Adiciones, no sé qué habría disparado de leer esta afirmación del cura dirigiéndose a Sancho, en la que se trasluce la pretensión de Gatell de colocar su libro a la altura del Quijote: «Ha llegado a mi noticia que teneis gracia particular para contar un cuento y referir las hazañas de vuestro amo. He leído toda la historia, menos el ultimo tomo, que aun no sé que haya salido y así quisiera que me refirieseis una de las que están ya impresas y otra de las que no han salido a luz» (126, la cursiva es mía).

77 Tras un desastroso final de fiestas, incluida cogida del toro a Sancho, dirá el narrador con el más desabrido ascetismo: «[…] no es de extrañar, porque, según dice el refrán, no hay gusto sin disgusto. Para que se vea la duración de las delicias de aquesta vida infeliz y miserable» (263).

78 Dice el narrador-autor: «En verdad que iba fundado Sancho; así se debían de castrar tantos zánganos como andan por España comiendo y bebiendo y holgándose con el caudal ajeno. Por fin Gines era español, que a lo menos se quedaba dentro de la península; pero los extranjeros ni se debían consentir ni menos permitir que llevasen los doblones fuera del reino…» (251).

79 Ante las reiteradas presiones de Teresa para que vaya a la Corte y obtenga el favor de los Duques, Sancho afirmará: «Porque aquel que quiere ser más por caminos distantes y extraordinarios, en el logro de su solicitud está el castigo» (20). A la misma esfera, que es la del autor en definitiva, pertenecen las medidas prácticas sobre vigilancia de establecimientos en la aldea, ejecutadas por el juez interino (205-208)

80 «No hay instante feliz que no sea presagio del mal; el catástrofe [sic] de esta historia nos lo va a demostra,r como se verá» (245): así adelanta el anónimo autor la muerte de Sancho, precipitada por el agravamiento de la afección contraída durante su reclusión. Por suerte los Duques volverán a intervenir, con sabias providencias, para garantizar el futuro de Teresa y Sanchica.

81 Sobre el autor, vid. Fernández Insuela.

82 Este hecho cuestiona un tanto la argumentación de Barrientos cuando señala que El café pudiera ser de Centeno, pues su autor critica en él varias imitaciones cervantinas, pero no menciona Don Quijote el Escolástico; la existencia de estos informes, favorable sin reparos el definitivo, desmiente esta supuesta antipatía del agustino hacia la obra de Alonso Bernardo.

83 En el prólogo reconoce el mérito de Cervantes e incide en su contribución satírica: «Es también constante de que tuvo un singular acierto para ridiculizar las acciones humanas en la persona de un héroe loco y entendido, descubriendo los defectos en que puede incurrir el hombre cuando escucha solamente a su capricho […]» (VIII-IX); no por eso dejará de manifestar los «trucos» de Cervantes para resolver la inverosimilitud en su relato, refiriéndose en concreto al recurso a los encantadores y al enamoramiento del hidalgo (IX).

84 «Hízose todo del modo que lo había mandado, añadiendo una ensalada más a diez o doce tajadas de carnero estofado del tamaño de unas ostras, y sirvieron de postre catorce o quince nueces echadas el día antes en remojo» (I. 149); «Diome una muyerona, que de la cocina non salía pocu nin munchu, una cebolla asada, un tueru o troncu de llechuga y una migaya de pan» (I. 163).

85 «Veníase la aurora como por la posta y publicaban su llegada una casi innumerable multitud de pintados y alegres pajarillos que, sacando de entre las alas la cabeza, la saludaban con silbos armoniosos haciendo varios trinos con sus arpadas lenguas. Parlaban los arroyos […]» (23).

86 «Las acciones de los hombres grandes no se califican por la justicia o injusticia que las dirige, sino por la grandeza de los fines a que se encaminan», dirá Napoleón (10); y Sancho más adelante: «Pero vuesa merced es otra casta de caballero andante, de los que mi amo llamaba contrahechos y follones y malandrines, bien que cada uno es como dios lo hace […]» (13).

87 Cito por la publicación original; hay edición moderna con estudio introductorio de Álvarez Barrientos, anticipado en «Fray Ramón Valvidares y Longo».

88 El abate Gueux, a punto de comenzar sus lecciones, dirá al padre y al hijo: «¿Conque este muchacho quiere ser liberal o filósofo ilustrado, que es lo mismo?» (46).

89 «En la ciudad de León vivía no ha mucho tiempo un hidalgo de mala muerte llamado don Rodrigo de Peñadura. Este sujeto había leído muchísimo y de lo selecto, pero, como no hay literato que no profese su particular devoción a ciertos y determinados autores, el nuestro la tenía muy grande a Voltaire, Rousseau, Mably, Dupuy, Volney y otros de esta calaña. Aconteció, como era de esperar, que don Rodrigo, a fuerza de pasar malas noches leyendo los delirios del Contrato social y los disparates de que abundan las obras del filósofo de Ferney [Voltaire], se le llegó a resecar el celebro hasta tal punto que los médicos declararon hallarse muy expuesto a un ataque de demencia» (5). A Peñadura, además, lo define el autor como «filósofo de este siglo de luces y liberal secundum ordinem Brutus» (11).

90 Dirá don Rodrigo al estudiante, a quien califica de «escolástico doncel»: «Sepa también para su gobierno que los liberales conocemos la Razón, y que si esa deidad se llegase a perder no la hallaríamos en las rancias y góticas aulas de Salamanca, donde preside la ignorancia con todo el despótico poder que tenía en el año de 1300, pues bien sabido es aquel refrán que dice: el estudiante de Salamanca en mil ochocientos puede aspirar a una estupidez tan completa como en mil y trescientos» (50).

91 «Y si no, supón en tu magín por un momento que estas halagueñas campiñas son las venturosas praderas del Ático y que este camino en donde nos hallamos es el que conduce de Maratón a Atenas, adonde vamos nosotros» (70, la cursiva es mía).

92 «Viendo don Rodrigo que su escudero volvía grupa, le dijo muy incomodado: “Zambullo de los demonios, no te he dicho que esta marcha ateniense es de pura invención […]”» (70); «Pero volviendo a nuestra cuestión, figúrate que entramos por las calles de esa ilustrada ciudad […]» (76).

93 Existió una primitiva versión del texto de 1814, como señala Pedro Álvarez de Miranda.

94 Sobre el autor Vid. Bravo Vega y Mainer.

95 Baste con un ejemplo: «[…] al insigne don Papis, a puro leer en la Biblia en los plazos de los malos pagadores, quiero decir, tarde, mal y nunca, y a fuerza de dormir con los filósofos del mundo alegre bajo la almohada, los cuales son los santos padres de los carininfos y marimaricas, o se le aflojó el muelle de los sesos o se le llenaron los órganos del cerebro de álcali volátil, o se le averió la glándula pineal o se le posó debajo de la cáscara de la piamáter un sincuento de espíritus revolucionarios y reformatorios […]» (I. 22).

96 Para el autor, vid. Suárez.

97 Como señala Pedro Álvarez de Miranda, en 1839 el texto de Siñeriz se tradujo asimismo al portugués. Influyó sin duda en esta repercusión europea el carácter cosmopolita de este Quijote viajero y también la circulación continental del programa reaccionario.

98 El asturiano Juan Francisco Siñeriz y Trelles (1778–1857) conocía bien París, pues da noticias en su texto de haberlo frecuentado y firma en esa ciudad su Quijote de la revolución. Autor prolífico, se le suele reconocer como pionero en vislumbrar una Europa confederada donde las disputas entre naciones se resolvieran en un tribunal internacional, con vistas a una paz perpetua en el continente. Hacia 1809 viajó como comisionado a Gran Bretaña; acaso entonces o más tarde tuvo ocasión de recorrer la ciudad del Sena. Lo palmario de sus planteamientos parece, en todo caso, un tanto contradictorio con esa abierta proyección internacionalista.

99 En portada y texto de la impresión madrileña de Miguel de Burgos se abrevia y escribe «Mr. Le-Grand», mientras en la impresión francesa de Pougin aparece de modo correcto «M. Le Grand»: esta es la lectura que mantendré en lo sucesivo.

100 Vid. asimismo las lecturas de Ricardo, rico comerciante de Acapulco, que son obviamente las propuestas por Siñeriz: «Kempis, la Biblia, santos padres, Semana santa, Ejercicio cotidiano, san Jerónimo, obras de san Agustín» (IV. 122).