Prefacio

Ya no puedo soportar que haya hombres tan necios como para creer que por sus novelas, poesías y otras obras inútiles merecen estar entre las lumbreras*. Hay tantas cualidades que adquirir antes de llegar hasta ahí que, aun cuando se tomaran todos juntos, no podría hacerse un personaje tan perfecto como cree serlo cada uno de ellos. Además, como no todo lo que es hermoso ha de ser bueno, aun cuando viniera de mentes tan brillantes como pretenden, no quiere decir que haya en ello esa marca de belleza que consiste en prudencia, en fuerza y en la práctica de las virtudes más sólidas, las únicas dignas de alabanza. Si miramos a esos escritores, los encontraremos falsos, insoportables a fuer de vanidosos y tan desprovistos de sentido común que cualquier artesano les enseñaría a vivir. Todo su saber descansa en siete u ocho ocurrencias tan manidas que están completamente desgastadas y tres o cuatro máximas frívolas sobre el lenguaje, de las que querrían hacernos una cábala tan misteriosa como la de los rabinos. Y, si se les saca de ahí y se trata con ellos de algún asunto de la vida real, están más aturdidos que si se los hubiera transportado a una región extraña, y muestran que sería bueno echarlos de las ciudades, al igual que se elimina lo superfluo del cuerpo.

Es cierto que nuestra censura no ha de ser tan generalizada que impida excepción alguna, por pequeña que sea. Bien sé que se hallan aún hombres de virtud eminente; hombres que, al escribir por distracción y no por profesión, no deben colocarse indistintamente con los que culpo aquí: pero no quiero nombrar ni a unos ni a otros, con el fin de que cada uno presuma de estar entre los que excluyo, de tal manera que más de uno de los que lean esto será de los primeros afectados. Como la opinión general es más fuerte que la particular, me remito al pueblo para la condenación de los culpables; y los dejaría en paz si no fuera porque querrían hacer aprender de memoria sus escritos a todo el mundo, si estuviera en su mano, y porque abusan del público, haciéndole don de sus necedades por la misma vía que se le comunican las cosas buenas.

No había antaño nadie tan osado como para sacar un libro a la luz si no contenía una doctrina necesaria y no podía servir para conducirse en la vida; en cambio, el recurso de los holgazanes es hoy escribir y darnos historias amorosas y otras sandeces, como si estuviéramos obligados a perder el tiempo en leer sus obras por el que han perdido ellos en hacerlas. En lugar de los oradores y filósofos reverenciados en la antigüedad, los que nos proporcionan hoy qué leer son bufones insignificantes, hacedores de canciones cortesanas y gentes apenas mejor valoradas que los violinistas3. Esto hace que la imprenta nos resulte penosa y, gracias a estos brillantes escritores, el pueblo, al ver tantos repertorios de locuras que le dan por libros, haya rebajado el valor de las letras a tal punto que no establece diferencia alguna entre un autor, un titiritero o un vendedor de indulgencias; y, si un hombre honrado se pone a escribir, no verá su nombre sino con pesar en el frontispicio de su obra y se verá obligado a negar la paternidad de su hijo legítimo.

p. 24Por todo ello, hay tal cantidad de libros que los buenos quedan aplastados bajo los malos y, no sabiendo cuál escoger de los cincuenta nuevos que nos presente a la vez un librero de la galería del Palacio de Justicia4, cogeremos a menudo el peor. En lo que a mí respecta, creo que, tras comprar esa mercancía como excelente, lo adecuado sería devolvérsela al autor y que este reembolsara el dinero. Todos estarán de acuerdo en que, si quisiéramos que no nos volvieran a engañar, sería preciso contar con un censor de libros que solo a los buenos diera permiso para salir al mundo y condenara a los otros al polvo de un desván*. Confieso que mi mente está muy alejada de la capacidad que debiera tener la persona a quien se encomendara tal cargo.

No obstante, el deseo que tengo de trabajar en pro de la utilidad pública me ha hecho concebir el propósito de componer un libro que se burle de los otros y sea una suerte de sepulcro para las novelas y las incoherencias de la poesía. Una vez descubierto el fin que persigo, nadie ha de imaginar que he emprendido esto para ganar una estima mayor que la de los poetas, ni para vengarme de aquellos que me hubieran ofendido. Tengo tan poca vanidad que no deseo se sepa mi nombre ni que se me dé a conocer en pasquines; además, aunque aventajara a todos los escritores de este tiempo, la victoria sería tan pírrica que, si quisiera alcanzar el honor, sería preciso hacerme con enemigos más ilustres.

Por eso, no ha sido la seguridad de contar con muchos protectores lo que me ha afianzado en mi empresa: creo que una verdad es siempre más poderosa cuando es la virtud misma la que nos la dicta. Por lo demás, me burlaré de quienes digan que para criticar las novelas he hecho otra novela. Responderé que nada fabuloso hay aquí y que, además de que mi pastor representa en muchos casos a ciertos personajes que han cometido extravagancias semejantes a las suyas, no le sucede ninguna aventura que no se halle ciertamente en los otros autores; de manera que, por un extraño milagro, de varias fábulas* recogidas he hecho una historia veraz.

En cuanto al orden de este libro extraordinario, es cierto que sigue la moda de las novelas más célebres, para que quienes gustan de leerlas no desdeñen su lectura: les sorprenderá gratamente. Si les parece que las imaginaciones de Lysis son harto peregrinas, es que es ahí donde las quiero tener pues son las mismas que les han dado la gloria a nuestros contadores de mentiras. Y si se les antoja una locura hablar con extravagancia como hace el personaje, así como disfrazarse de mujer o creerse metamorfoseado en árbol, tendrán que reconocer también que aquellos a los que imita se han mostrado menos sensatos, pues han sido ellos los primeros en hablar y no debían escribir de cosas que no podían ser ni de aquellas que no han de hacerse.

Bien sé que habrá quienes quieran reprenderme por haber puesto aquí bufonadas y me digan que la verdad es tan venerable que su causa ha de defenderse con razones serias. Pero, ¿dónde me podrán encontrar un estilo mejor que el satírico para hacer odiar lo malo y volver la censura misma agradable a los interesados? ¿Y no sería conceder demasiado honor a las tonterías hablar de ellas de otro modo que con burlas? He hecho farsas de las antiguas fábulas de los dioses; sin embargo, estoy seguro de que al burlarme de los poetas les he hecho un favor a su pesar y les he dado una lección. Además de haberles enseñado el camino que debían seguir para poner en claro sus ficciones, me he servido de sus ocurrencias y de sus pensamientos, y he puesto en una sola intervención de mi Pastor extravagante más de lo que sabrían meter ellos en cuatro tomos; no para hacerme admirar, si he de ser sincero, sino para rebajar esta ciencia y hacerla común.

p. 25Con todo, estoy seguro de que pondré en evidencia los errores que han embaucado los tiempos pasados y aun el presente. Y, cuando hayan llegado al final de mi historia, serán, sin lugar a dudas, no pocos los que se asombren de haber tomado antaño por una maravilla lo que les haré ver como despropósitos. Aquí es menester declarar que, si he estado atento a mostrarme más profuso que elocuente es porque mi estilo descuidado, que solo obedece a la naturaleza y a mi talento, ha de contener más gracia que si fuera algo forzado o estudiado. En todo caso, si mi lenguaje no satisface a los más exigentes, me comprometo a no escatimar de aquí en adelante ni tiempo ni trabajo en que mis obras sean dignas de un escritor que, habiéndose burlado de todos los demás, se ve obligado a hacerlo mejor.

Y no debo extenderme más si no quiero que me acusen de presuntuoso quienes no me conocen. No hay que imitar a esos autores que no han hecho sino poner en sus libros sus propias alabanzas, al tiempo que pretenden ser valorados por ello, como si debieran ser elogiados por haberse elogiado a sí mismos ¿De qué me serviría hacerlo si los que escriben hoy se ensalzan casi todos y nadie está obligado a creerme más que a ellos? Y pues se jactan de saberlo todo, ¿no parece que nada dejan para mí y que debo persuadirme de que no sé nada? Lo único que se me ocurre decir, sin repetir sus jactancias, es que daré resultados donde solo han dejado palabras y esperanzas, y que haré todo lo que los demás prometen.

i Beaux esprits en el original, en principio con el significado ‘de finura e inteligencia unida al cultivo de las bellas artes’, pero aquí aplicado a personas y por antífrasis. El equivalente aproximado es lumbreras, también en sentido irónico.

ii Cabinet es un término polisémico muy usado por Sorel en sus distintas acepciones: bien como ‘desván’ o, más frecuentemente, como ‘estudio’; incluso, en la lexía «cabinet de curiosités»: ‘cuarto de maravillas, gabinete de curiosidades’.

iii Se traduce el término fables del original por fábulas, bien con el sentido de ‘breve relato ficticio con intención didáctica o crítica’, bien con el de ‘narración de asunto mitológico’, más frecuente en el texto.

3 El violín era considerado en la época un instrumento chirriante y solo apto para animar bailes y fiestas, de ahí la escasa reputación de que gozaban los violinistas.

4 Los libreros del Palais (por elipsis, la Galería del Palacio de Justicia) distribuían las novedades literarias a una clientela variada, pero letrada y mundana; mientras que los libreros situados junto a la Universidad contaban con una clientela de eclesiásticos y de doctos.