LIBRO IV

Cuando Lysis estuvo a la mesa en casa de Montenor con los otros, se sirvieron setas muy bien aderezadas. No cesaban de animarle a comer, pero, tras echarse dos cucharadas en el plato, comió siete y devolvió el resto a la fuente.

—Hay un protocolo en esto –dijo el pastor–, quiero ser tan misterioso como los sacrificadores de los templos que hacen todo con cierto orden, ajustándose a las cosas que les gustan a sus divinidades. El número cuatro está dedicado al Sol, el dos a la Luna y el tres a Venus, así que el siete quiero que esté dedicado a Caritea porque hay siete letras en su nombre. He comido siete champiñones, siete trozos de estofado, siete piezas de pan y quiero beber siete vasos de vino aunque reviente.

—A fe mía, esa es una buena filosofía –dijo Clarimond–, me hago para siempre de vuestra secta, pastor mío, pero la amada que elija ha de tener por lo menos diecinueve letras en su nombre, para que cuando esté en un festín pueda exigir a todo el mundo que me den buenos trozos hasta ese número, temiendo cometer una falta contra la divinidad que adoraré.

—No hay que hacer esto por glotonería, profano –replicó Lysis–; además, no has pensado que aquel que quiera imitarme, como intentas tú, tiene que recibir tantas penas como placeres según el número consagrado a su diosa. Doy a veces siete vueltas por la alameda de un jardín en honor a Caritea, con el deseo de que mi paseo sirva para su gloria; leo siete veces un libro; me miro siete veces en un espejo; si tengo calor me desabrocho siete botones de mi jubón y, antes de acostarme, hago siete reverencias ante el retrato de mi bella. Y si me obligan a hacer algo sin tener en consideración mi manera de contar, como jugar cuatro rondas de mallo97, vuelvo luego solo allí y las completo hasta el número siete.

—Y si os hubieran dado cuatro puñetazos –objetó Clarimond–, ¿no querríais que os dieran tres más para acabar ese número afortunado? Si esto es así, guardad para vos los golpes y todas las otras desgracias y, en cuanto a mí, cuando haya que comer, comeré hasta mi número. Pero antes, sacadme de una duda: si de todas las cosas no hubiera más que cinco en cada plato y el nombre de mi pastora tuviera seis letras, ¿tendría que quedarme sin comer temiendo infringir vuestra bella y misteriosa aritmética?

—Esa pregunta tiene mucho sentido –respondió Lysis–: has de saber que para no faltar a tu deber solo tendrás que coger tres trozos y cortar cada uno en dos o bien coger uno y dividirlo en seis. Mas considera que ese no es un buen número y que nunca habrá otro mejor que el siete que está dedicado a Caritea. Hay siete planetas, siete estrellas Pléyades, siete edades del hombre, siete días en la semana y encontraría muchas más observaciones que justifican cómo por una feliz casualidad la más bella de todas las pastoras tiene siete letras en su nombre. Sin embargo, me callaré por ahora, visto que Clarimond se mofa de cosas tan serias.

p. 118—Tiene motivos, y yo también –replicó Anselme–, aunque solo fuera porque os engañáis con el número de letras del nombre de vuestra amada, que debe tener más de siete y nunca se llamó Caritea.

—En eso os equivocáis –dijo Lysis–, Amor mismo la ha llamado así y, si tiene algún otro nombre, se lo da el vulgo que no sabe cómo hay que hablar.

Al escuchar esto, Clarimond empezó a burlarse abiertamente de la aritmética de Lysis, pero, como vio que podría enfadarse, volvió a ser complaciente. El pastor confesó que su humor era muy agradable y que prefería un talante alegre y franco como el suyo que el de otro que no hubiera dicho nada y hubiera pensado menos. Anselme preguntó entonces a Lysis en qué estado se hallaban sus amores y si se imaginaba haber ganado el favor de Caritea. Él respondió que no creía estar muy lejos y que se alegraba de ello, pero Anselme le replicó de esta manera:

—No pensáis lo que decís, pastor, pues, si vuestra amada os quiere desde ahora y se halla presta a concederos todo lo que pidáis, no tendréis oportunidad alguna de mostrar vuestra fidelidad. Deberíais estar afligido por ello y desear que fuera severa con vos para que os sucedieran aventuras memorables.

—Vuestro razonamiento es muy torticero –dijo Lysis– y temo que esconda un poco de falsedad. Una buena acogida es mucho más agradable que un rechazo, digan lo que digan.

—Pero veis que Astrea rechazó a Céladon, después de haberlo amado –replicó Anselme–, ¿pensáis vos ser mejor tratado?

—¿Qué me aconsejáis, pues, que haga? –contestó Lysis–.

—No hay duda –respondió Anselme– de que, al igual que él, os tenéis que arrojar al río Lignon a la menor palabra severa que os diga Caritea.

—Haced entonces que tres ninfas se mantengan en la orilla preparadas para sacarme del agua –replicó Lysis–, pues, cómo saber si vendrán, si no se les advierte: podría ahogarme esperando, pues no sé nadar.

—Con la intención de ahogarse se tiró al agua Céladon –dijo Anselme–, haced lo mismo y no seréis abandonado. Los fieles amantes siempre encuentran socorro. Tened en cuenta que a Damon lo sacaron también de un río98.

—No me fío nada –dijo Lysis–, traedme dos vejigas de cerdo y después me precipitaré valientemente en el Lignon llevándolas bajo las axilas.

—Qué bien dicho –interrumpió Clarimond–, pero yo que solo soy aprendiz en amor no pretendo zambullirme en el agua, hay que dejar ese honor a mi señor que es más sabio que yo, solo quiero zambullirme en vino; así que, a fe mía, como dicen los poetas, corresponde únicamente al Sol arrojarse a las aguas y, además, en tiempo de vendimia se dice que ya no se acuesta en el mar y que va a meterse en una tina del lagar de Baco, donde pisa las uvas y por eso es por lo que aparece tan rojo algunas veces al levantarse.

—La imagen es hermosa, pastor –dijo Lysis–, ya eres digno de ser mi camarada.

p. 119En estas acabaron de cenar, no sin que Lysis cumpliera con el número siete, tanto al comer la fruta del postre como al beber y, si no se embriagaba, era porque solo daba pequeños sorbos. Una vez que levantaron el mantel, fue a por la guitarra que le había dado Montenor y, sin pensar si estaba afinada, volvió tocando una zarabanda.

—¡Ah, Dios mío! –exclamó Clarimond–. ¿Qué oímos? ¿Qué nueva falta ha cometido Apolo para que Júpiter lo expulse del Cielo? ¿Viene de nuevo aquí entre los pastores? ¿No es sino el dulce sonido de su lira lo que nos acaricia los oídos?

Lysis se entretuvo largo tiempo tocando en la habitación contigua a la de Montenor, muy ufano de ver que lo tomaban por el dios de la música y creyendo engañar a los demás. Clarimond seguía hablando así:

—¡Ah! Estoy impresionado, estoy encantado, ¡ah, qué melodía! Me quedo extasiado; un poco de vinagre para fortalecer mi corazón. Montenor y Anselme proferían también exclamaciones parecidas y, al cabo, Lysis se mostró sonriente ante ellos, mientras recibía mil alabanzas por encandilar tan bien las almas con su armonía.

—¡Qué pena no conocer ahora una buena melodía! –dijo luego–. Solo me falta componer una para atraer hacia mí las cosas más insensibles. Tengo que componer versos ahora mismo; triunfaré grandemente con este instrumento en la mano, pues el sonido de un laúd o de una guitarra atrae a las Musas extraviadas como a las abejas al son del caldero. Clarimond, tienes que ayudarme a componer una canción para acabarla antes. Supongo que sabes versificar bien: tienes tanto talento que dominas todos los oficios.

—No compongo ya poemas –respondió Clarimond– y si deseáis saber si practiqué mucho en otro tiempo y por qué motivo dejé este ejercicio, escuchad mis últimos versos que voy a recitaros:

ADIÓS A LA POESÍA

Oficio inútil, maldita poesía,
Solaz de ociosos, de la corte mentor,
Tu discurso más grave es una demasía;
Haz que te sirva algún otro escritor.
El bien que prometes es pura fantasía
Engaño de tontos que sueñan noche y día,
Mientras, presos en la cárcel de Amor,
Su alma está prendida de un doble furor.
Mas, pese a que haya cierto malestar
En buscar una idea o en versificar,
¿Cómo no dar mi alma por ganada?
Aborrecerte me causa gran pesar,
Pues ahora percibo que, aun reprobada.
No puedo con todo dejar de rimar.

Después de que Clarimond recitase este soneto que elogiaron mucho, dijo que lo había recitado lo mejor posible con el fin de que no dijeran al verlo: ha hecho bien dejando la poesía, pues no se le daba bien.

—Pero, ya que confiesas que los encantos de la poesía son poderosos –le replicó el pastor–, ¿cómo podrás dejarla al tratar de amores, visto que la poesía y la música son las dos doncellas de Venus?

p. 120—No os fijéis en eso –respondió Clarimond–, que si, para condenar los versos he hecho otros versos, es porque al hablar de poesía he querido pagarle con su misma moneda y hablarle en su lenguaje.

—Te diré algo –contestó Lysis–, ya que no quieres hacer más versos, solo me enseñarás las rimas, pues no las conozco todas; después de todo, no es necesario que metas mano en mi obra, no siendo que te vuelvas tan presuntuoso como para atribuirte la gloria.

Dicho esto, Clarimond no pudo resistirse a advertir a Lysis de que tuviera mucho cuidado con hacer versos tan impertinentes que no los tomara en consideración nadie, pues le podría pasar lo que a un poeta de la corte que compuso versos para un ballet, y eran tan malos que solo se leyeron aquella noche y al día siguiente ya nadie se acordaba de ellos, de manera que se decía en son de burla que no había dado a luz a sus obras, sino que las había dado más bien a la noche.

—No temas tal infortunio –le respondió Lysis–, aunque quiera hacer versos para una serenata, los alumbraré, pues se los ofreceré a Caritea; pero ¿cómo digo que los alumbraré? ¿No serán más bien ellos los que alumbren siempre nuestro siglo de lo excelentes que me saldrán? Tú mismo, a quien he destinado para escribir mi historia, si quieres dedicar tu libro a Caritea, y así será forzosamente, debes saber que será sacado a la luz literalmente, porque la luz de sus hermosos ojos lo iluminará. ¿No sabías aún que el cielo te reservaba esta digna tarea? Apréndelo y cumple fielmente. No me abandones y observa todo lo que te diga. Me había imaginado que haría falta imprimir mi historia en París, pero no, no quiero que artesanos mercenarios se ocupen de ello: serán ninfas las que se encarguen aquí, en alguna cueva. Emplearán tipos de plata y se servirán menos de tinta que de oro y lapislázuli. ¡Oh, afortunado el papel en el que serán impresas mis bellas aventuras! ¡Oh, afortunadas las manos que trabajarán en ellas! ¡Oh, afortunados los que leerán cosas tan poco comunes! ¡Pero aún más afortunado el pastor Lysis, que las habrá vivido y tú, Clarimond, que las habrás escrito!

Tras este bonito discurso, Clarimond, sabiendo que se contentaría con que su historia se escribiera en prosa, le prometió hacerlo, aunque no tenía ninguna gana de darse ese trabajo. Era tan tarde que no pudo volver a su castillo. Le prepararon una cama en la habitación donde ya se había acostado Lysis. El pastor le impidió dormir en toda la noche: tan pronto le pedía un epíteto como una rima. Clarimond, que era el mozo más bromista que pueda haber en Francia, disfrutaba diciéndole las palabras más grotescas del mundo para hacerle saltar. Al despuntar el día, cuando empezaba a dormirse, Lysis se levantó y lo despertó corriendo por la habitación y exclamando a voz en grito:

—La encontré, la tengo, es la versión más bella de una canción que se haya hecho nunca. Sé qué medida dar a todas las estrofas y mi melodía será más hermosa que las que ha podido componer Guédron99.

—¿No hay manera de dormir con vos? –dijo Clarimond–. Me habéis roto en dos el más bello sueño que haya tenido.

—¿Y qué soñabas? Cuéntamelo –inquirió Lysis.

—Soñaba que erais un asno –respondió Clarimond–, que Caritea era una burra y que os ataban a los dos a un carro para tirar de él.

—Esto es emblemático –replicó Lysis–: si el dios Morfeo te ha representado que yo era un asno es porque quiere hacer referencia a los trabajos que soporto con paciencia.

p. 121—Podría ser –dijo Clarimond–, pero vos no sois un asno de oro como el de Apuleyo y si Apuleyo, bajo la apariencia de un asno, ocultaba a un hombre, vos, que tenéis un destino contrario, bajo la apariencia de un hombre, ocultáis un asno100.

—Sea así o no –prosiguió Lysis–, si has visto a Caritea transformada en burra es para decir que ella tiene buenas orejas y que oye bien mis suspiros, y si nos hacen tirar de un carro, ¡oh qué buen presagio!, es porque estaremos los dos uncidos por un mismo yugo. Pero hay que saber lo que pasará, termina de soñar, te lo suplico, amigo.

—Dormiré un poco más –dijo Clarimond–, pero ¿pensáis vos que puedo retomar como quiera el mismo sueño? Intentadlo vos mismo y acabad lo que yo he comenzado.

—¡Ah! No sabría –respondió Lysis–, tengo que quedarme despierto para hablar a las Musas, que no vienen casi nunca a hablarnos en pleno día porque se avergüenzan si se las ve hablar a los hombres.

—Ciertamente, hace falta una gran castidad para venir a encontrarse con los hombres solo por la noche –contestó Clarimond.

—No te burles –dijo Lysis–, es cierto lo que te digo, pero lo que de verdad me impide dormir es que el Amor siempre se mantiene a mi cabecera y, con el arco en la mano, hace guardia temiendo que el sueño me entre en los ojos. Para que el sueño me gane habrá que abatir antes a este centinela.

Clarimond no le replicó a esto con el propósito de descansar y Lysis, creyendo que iba a seguir soñando, no hizo ningún ruido por miedo a despertarlo, de suerte que aquel encontró el medio de dormir largo tiempo.

Cuando se despertó encontró a Lysis completamente vestido y muy aplicado en sus versos. Ya había emborronado más de diez hojas de papel, escribiendo una estancia, tachándola para poner en su lugar otra y volviendo luego a borrar esta para reescribir la primera. Había estropeado por lo menos seis plumas mordiéndoles la punta y creo que todas las tiendas de los merceros de la región no le hubieran podido abastecer si hubiera querido componer un poema heroico. Sus uñas estaban ya roídas hasta la raíz y había adoptado posturas tan diversas durante sus ensoñaciones que estaba muy cansado. Clarimond se apiadó un poco viendo que, cuando no podía encontrar el final de un verso a su gusto, se decepcionaba tanto que hacía más muecas que un gato que se hubiera tragado mostaza. Se levantó rápidamente y, habiendo visto en qué estado se hallaba su obra, le reformó lo que no venía a cuento y le dio la idea para acabar toda la pieza. Aunque se dejaba ayudar tranquilamente, Lysis se arrogaba todo el mérito, pues había decidido mentir con aplomo. Clarimond no se enfadó y él mismo les dijo a Montenor y a Anselme, que habían venido a verlos, que el pastor había compuesto versos admirables. Cuando le suplicaron a Lysis que se los mostrara, este comenzó a leérselos con un tono magnífico. Y decían así:p. 122

QUEJA DE LYSIS

Ya no soy de carne y huesos,
Solo soy un hombre de llamas inflamado,
Ya pueden buscar como posesos
El cuerpo en que mi alma se ha alojado;
Que se oiga noche y día mi clamor
¡Ah! Caritea, Caritea, Caritea,
Si Lysis ha muerto por vuestro amor,
Que resucitado sea.

Si me encuentro con un campesino,
Él retrocede cuando me aproximo,
Se le antoja que es mi expresión
La de una sombra que hace contrición;
Viene a suplicarme que deje este destino
¡Ah! Caritea, Caritea, Caritea,
Si Lysis ha muerto por vuestro amor,
Que resucitado sea.

Al sufrir por vos tanto dolor,
¡Oh! Hermoso objeto de mérito cierto,
Solo a decir estas palabras acierto:
Caritea, Caritea, Caritea,
Que se oiga noche y día mi clamor
¡Ah! Caritea, Caritea, Caritea,
Si Lysis ha muerto por vuestro amor,
Que resucitado sea.

Mientras un enamorado cantaba estos versos
Con el fin de expresar su padecer,
El eco que habla en lugares tan diversos
Al repetirlos sentía tal placer
Que no se oía resonar alrededor
Más que Caritea, Caritea, Caritea,
Si Lysis ha muerto por vuestro amor,
Que resucitado sea.

Montenor dijo que tenía dudas de si la repetición de la palabra de Caritea tan frecuente venía a cuento, pero le replicaron que era excelente y que quien no lo confesara era porque no entendía de eso. Lysis afirmó también que ese nombre era el más bello ornamento de sus versos, que había tenido ganas de hacer una estrofa donde no hubiera nada más. En cuanto a Anselme, admiraba la conclusión, que de hecho no era mala, pues parecía que se oyese a una infinidad de ecos repetir las quejas de un amante; pero Lysis evitaba a toda costa descubrir que esta invención venía de Clarimond. Lo único que le afearon era que el pastor no tenía motivo para quejarse. Sin embargo, él respondió que un enamorado como él nunca estaba sin penas y si fingía estar muerto era para invitar a Caritea a socorrerlo.

p. 123—No veis que todo se compadece de mí –prosiguió–, la naturaleza misma cree que ya no sigo vivo. Si el cielo está hoy totalmente oscuro es que se viste de luto a causa de mi muerte.

—Para seros sincero, no se trata de eso –dijo Clarimond–: es que vosotros, los poetas, dais a vuestra enamorada el nombre de dulce y de favorable, o de salvaje y severa, solo si una de estas palabras es necesaria para proveer a la cadencia o a la rima de vuestros versos, y cuando queréis conseguir su favor, con el fin de hacerlos valer, no se os ocurre llamar a las damas ingratas, así que se puede decir que ellas son todo lo que os gusta que sean.

El enamorado pastor no respondió a esta burla, pues no la oyó por tener la mente ocupada pensando en la melodía que daría a la canción. Había compuesto una para el inicio y otra para el final a partir de otras dos que le habían enseñado tiempo atrás y, sin embargo, imaginaba que no había nada que no hubiera salido de él. Cuando la cantó le confesaron que era admirable y, como ya era tarde, se sentaron a la mesa para almorzar. Clarimond se fue un poco después diciendo que un asunto doméstico lo reclamaba y que su buena madre creería que se había perdido si no volvía pronto. Lysis, recordando que no había visto todavía a los pastores de Forez porque sus amores le habían entretenido todo el tiempo, suplicó a Montenor que se los presentara.

—Se encuentran a dos leguas de aquí –respondió Montenor–, no tengo tiempo de ir.

—Si vos no me lleváis –replicó Lysis–, os dejaré desde este momento y me iré, ¿en qué queréis que ocupe mi tiempo?

—Estudiad vuestra serenata –dijo Montenor– para que no hagáis nada que no sea conveniente.

—Ciertamente, lleváis razón –contestó Lysis–, es una tarea de cierta importancia.

Tras decir esto, se encerró solo en su habitación con la guitarra y no quiso hacer otra cosa el resto del día que aprender su melodía. Entretanto, Montenor y Anselme salieron a cazar. Cuando volvieron, fue a cenar con ellos y después rogó a Anselme que le prestara un lacayo para ir con él hasta la casa de Caritea. Aunque Anselme le había prometido dejarle a quien quisiera, no escogió a Gringalet porque empezaba a parecerle malvado; eligió a Champagne por compañero, un chico alto que parecía bastante dócil y, habiéndose despedido de la compañía, se fue con él sin olvidar su guitarra, pues tenía ganas de dar una serenata en serio a su enamorada. Anselme y Montenor no se molestaron en seguirlo; además, él no deseaba que hicieran nada, pues no necesitaba tantos testigos.

El camino no le pareció ni largo ni difícil: en poco menos de una hora se presentó delante de la casa de Oronte donde, habiendo afinado su guitarra, comenzó a tocarla y cantó su melodía a la vez. La música era tan buena que el propio Champagne, que era zafio de mente, no la disfrutó nada. La voz y el instrumento acordaban más o menos y eran tan agradables como el rebuzno de un asno junto con el ruido de una rueda de molino. Lo más gracioso era que, para fingir que desfallecía, se apagaba poco a poco y, al final, cantaba tan bajo que casi no se le oía. Terminada la melodía, tocó zarabandas que acompasaba a sus suspiros y, con cada acorde, sacaba uno del fondo del estómago. Para su desgracia, sin embargo, tampoco oyó esta serenata su amada, como ocurriera en Saint-Cloud, y solamente algunos perros de los vecinos se pusieron a gañir. Lysis, aunque ocupado en lo que hacía, no lo estaba tanto como para no oír claramente el sonido de un laúd que tocaban desde el otro lado de la casa de Oronte.

p. 124—Conmigo, Champagne –dijo entonces al lacayo–, aquí se nos presenta una aventura señalada.

Cuando hubo dicho esto, se aproximaron al sitio donde habían oído el laúd, pero lo oyeron aún más lejos y, a medida que avanzaban, más parecía retroceder. Finalmente, habiendo atravesado muchos árboles, se vieron en un campo donde percibieron a una persona que caminaba, pero no pudieron saber quién era. La siguieron muy despacio hasta que entró en un sotobosque hacia el que Lysis corrió rápidamente.

—¡Ah! Champagne –señaló–, lo que acabamos de ver es una hamadríada: había salido de este bosque para dar una serenata conmigo a mi amada. Ahora vuelve a sus aposentos. Tenemos que seguirla para darle las gracias por su gentileza101.

Champagne dijo que era momento de volver, que no había que entretenerse y que se metiera en el bosque si quería, que él se contentaba con esperarlo a la entrada. Tras oír esto, Lysis se lanzó de inmediato hacia un seto que cercaba el bosque y lo hizo con tanto ímpetu que consiguió abrirse paso. Todavía escuchó el laúd, de suerte que, corriendo de un lado a otro entre los árboles, pensó que encontraría pronto a la hamadríada, pero cuando vio que ya no la oía, comenzó a gritar:

—¿Dónde huis, bella ninfa? No vengo aquí para violaros: ¡ay!, mi afecto está ya comprometido en otra parte. ¿Por qué os escondéis? Venid a hacer música conmigo. ¿Os habéis ya encerrado en vuestra corteza?

Quejándose así caminó tanto por ese bosque que Champagne dejó de oírlo. Este lo llamó varias veces y, viendo que no respondía y que era una locura buscarlo con esa oscuridad, volvió a casa de Montenor, al que contó su pérdida. Mucho le reprendió su señor, intranquilo por los infortunios que podían ocurrirle a Lysis. No obstante, creyeron que sería más fácil encontrarlo si, al día siguiente temprano, emprendían su búsqueda.

Mientras tanto Lysis, muy afligido, iba a abrazar a todos los árboles que encontraba y les pedía noticias de la ninfa que había perdido. Después de haber estado una hora o dos ocupado en esto, encontró unos matorrales por encima de los cuales vislumbró los campos. Pensó que encontraría aún a Champagne, pues el tiempo se le había pasado volando e imaginaba no haber estado ni un cuarto de hora en el bosque. Cuando vio que, por mucho que lo llamara, no respondía, creyó que sabría volver fácilmente solo, pero conocía tan poco el camino que se perdió y anduvo más de dos horas por senderos desconocidos. Finalmente, el cansancio lo obligó a meterse en un soto en el que descansó hasta que amaneció. Cuando el sol le dio en los ojos y lo obligó a abrirlos, dijo rápidamente: «¡Oh, me parece que he pasado la noche más a gusto que en una cama de plumas! ¡Oh, qué bonito es levantarme de golpe sin necesitar un ayuda de cámara para vestirme! ¡Oh, que aventura más agradable he corrido y que cosa tan novelesca haber dormido al raso!». Después de estas palabras salió del soto y, guitarra en mano, se puso a tocar para saludar al nuevo día con los pájaros que entonaban su gorjeo. Caminó tanto que llegó a un caserío mientras seguía tocando algunos acordes. Había cinco o seis niñitos en una puerta que acudieron hacia él cantando la guimbarda y que tiraron tan fuerte de él que tuvo que pararse y tocar delante de ellos para contentarlos102. Hubo uno que fue a avisar a su madre, que había oído alboroto; esta lo tomó por un pobre muchacho que iba así tocando para los niños de casa en casa y le trajo un mendrugo de pan y queso. Lysis tenía tanta hambre que no pudo rechazar el presente y, habiéndose comido todo, bebió de una fuentecilla que encontró en el camino.

p. 125Allí cayó en la cuenta de que estaría bien ir a buscar a los pastores de Forez, mejor que volver a casa de Montenor, visto que este no quería llevarle hasta ellos. Ahora bien, había pocos pastizales en el término: ni siquiera encontraba pastores de la comarca y las pocas personas con las que tropezaba eran únicamente carreteros con los que no se dignaba a detenerse, aunque lo mirasen con admiración. Cuando veía una colina se impacientaba por llegar a lo alto para saber lo que había del otro lado y, si encontraba un bosquecillo, tenía que atravesarlo para ver lo que había detrás. Finalmente, encontró a un ermitaño que se paseaba a lo largo de un cercado recitando el breviario. Imaginó rápidamente que era un druida y, haciéndole una profunda reverencia, le dijo:

—Padre, haced el favor de decirme si estoy aún muy lejos de las praderas donde Céladon y Astrea llevan a pastar a su rebaño103.

El ermitaño, que nunca había leído la novela, le respondió:

—No conozco a la gente que me nombráis; pero decidme, ¿de dónde venís con ese rabel?

—Busquemos un lugar para sentarnos –respondió Lysis– y después os contaré mi historia. Padre, Île de France es mi patria –prosiguió, sentado ya en un montículo de tierra con el ermitaño–, Montenor es en esta región mi anfitrión, Anselme mi amigo, Caritea mi enemiga. Es verdad que hay alguna dulzura en su intimidad y yo esperaba, ayer por la noche, seducirla con los acordes de mi guitarra. Ya sabéis que las noches son tan apacibles que solo se oyen los vientos y el ruido de las fuentes, tampoco creo haber violado su silencio habitual, puesto que solo he hecho oír el viento de mis suspiros y la fuente de mis lágrimas. No me he acostado en otra cama que en la que la naturaleza me ha prestado y la Aurora, que es una dama muy caritativa, viéndome esta mañana, ha tenido compasión de mí. Ha llorado mucho y es de suponer que no ha sido por la muerte de su hijo104.

El ermitaño, que no tenía estudios, no comprendía nada de este discurso, salvo que le parecía que es bueno dormir al raso para macerar las carnes. Se vio obligado a decirle a Lysis que deseaba sobre todo saber qué profesión ejercía.

—Todo mi ejercicio consiste en tratar de amores –replicó Lysis–, si escribo, si compongo versos, si paseo, si sueño, no es sino para aprender a amar bien.

—Qué afortunado sois –dijo el ermitaño–, con tal de que no améis más que a la divinidad. Si queréis servirla, permaneced conmigo y tomad el hábito de monje; pasaremos dulcemente el resto de nuestros días; de hecho, me parece que sois vagabundo y que sería mejor que buscaseis un retiro.

Lysis, reconociendo entonces que tenía ante él a un ermitaño, le dijo:

—Padre, sabed que he encontrado la auténtica tranquilidad en la vida. Hay en verdad muchos que se hacen monjes para vivir lejos de las vanidades del mundo, pero yo he elegido una condición en la que se consigue una felicidad parecida. Me he hecho pastor desde hace poco, ¿no veis que he tomado el hábito? Para no mentir, cuando mis parientes me vieron tomarlo se esforzaron tanto en que lo dejara como si me hubieran visto entrar en los carmelitas descalzos, pero todos sus gritos fueron inútiles.

p. 126A esto respondió el ermitaño que verdaderamente tenía que seguir su primera inclinación, siempre que no fuera mala; no obstante, para mostrarle dónde pasaba la vida, lo llevó a su celda, que había acomodado bastante bien. Lysis, después de beber vino de su colecta, le rogó que le mostrase el camino correcto para regresar a casa de Montenor porque, al no encontrar a nadie que pudiera llevarlo hasta los pastores de Forez, había decidido volver con él. El ermitaño le dijo que había más de tres leguas hasta la casa por la que preguntaba y que debía darse prisa si quería llegar antes del anochecer. Lysis se despidió entonces de él asegurándole que, si no hubiera sido pastor, habría querido ser ermitaño y le prometió que intentaría volver a verlo algún día. Siguió un camino ancho que le había mostrado y, mientras caminaba, no hacía más que soñar con esa última aventura. Estaba casi pesaroso por no haberse quedado con el ermitaño porque se había imaginado que sabía de magia y podría enseñarle muchos de sus secretos.

Apenas había avanzado dos leguas cuando se encontró en el bosque en el que había buscado a la hamadríada, aunque no lo reconoció. Pertenecía a alguien llamado Hircan que tenía su casa en el extremo. Ese gentilhombre era uno de los mejores amigos de Clarimond quien, al volver de casa de Montenor, se lo había encontrado y le había hablado del peculiar talante de Lysis. Habiéndose enterado, pues, de que el pastor debía dar una serenata a Caritea, quiso darle una él también y había ido a tocar el laúd delante de la casa de Oronte a la misma hora. El día estaba a punto de concluir cuando Lysis entró en el bosque, de modo que, al no haber ya claridad alguna, cierto temor se apoderó de su ánimo.

—¿No estará este bosque consagrado a algún dios? –se decía a sí mismo–. Es este un lugar tan desierto que nadie viene a no ser que se pierda. Nunca un pastor ni un boyero entraron aquí y nunca se ha oído el corte de un hacha. No me atrevo siquiera a rozarme con esos matorrales porque temo que pierdan alguna de sus hojas y cometer con ello otros tantos asesinatos105.

Avanzaba todo el tiempo con mucho respeto cuando percibió a Hircan, que se paseaba por un sendero con una vara en la mano. Inmediatamente creyó que se trataba de un mago que tenía allí su morada y, yendo a hacerle una reverencia, le dijo:

—Os pido perdón si he venido a interrumpir vuestra soledad. Si no deseabais que os viera, deberíais emplear vuestro arte para prohibirme la entrada a este bosque. Creo que estáis contento de que venga hasta vos, pues lo habéis permitido, y aceptáis que dirija mis votos a las divinidades que vos adoráis.

Hircan, una vez oído esto, reconoció en el acto que era el hombre descrito por Clarimond y, muy feliz con este encuentro, le dijo que podía venir tranquilamente a los lugares que le pertenecían y a su casa también, que nunca estaba cerrada a los hombres de mérito.

—Doy gracias entonces al destino que me ha hecho venir aquí, un pobre enamorado como yo puede recibir de buen grado la ayuda de un hombre como vos –respondió Lysis–: conocéis el poder de las hierbas y las piedras y, con vuestra magia, dais toda suerte de remedios a los afligidos.

Hircan, viendo que Lysis lo tomaba por un encantador, quiso mantenerlo en esa opinión y le replicó así:

p. 127—No os equivocáis al creer que nada es imposible para mis encantamientos. Cuando vemos que la luna está eclipsada, es porque yo la atraigo del cielo para que venga a acostarse conmigo, y a la más casta de las diosas la convierto en mi concubina. Una mañana hice temblar la tierra tan fuertemente que todas las marmitas se volcaron y los muebles de las casas saltaron de arriba a abajo. A veces paro los ríos y les impido ir a entregar su tributo al mar. Arranco los árboles de los bosques tan fácilmente como un aldeano arranca el bálago y, si tengo algún mensaje que enviar, mando a los demonios como a mis lacayos106.

—No os pediré que hagáis grandes cosas por mí –dijo Lysis–, tampoco quiero que hagáis pasar los árboles de mi vecino a mi terreno, ni que contagiéis la viruela ovina a mi rival: solo deseo saber si me quiere mi amada y si algún día colmará mis deseos.

—Venid a cenar a mi casa, pastor –le respondió Hircan–, hablaremos después de todo ello.

Dicho esto, lo llevó a su castillo, tan bien construido que el pastor lo imaginaba hecho con ayuda de los demonios, como el palacio de Armida107; de manera que no temía que fuese un falso mago como Climante, que engañó a Galatea108. Hircan era un hombre muy disoluto que vivía con una bellísima damisela a la que mantenía y le hizo creer que era una ninfa de las aguas a la que había obligado con encantamientos a venir a morar en su castillo. Cuando ella supo del humor del personaje, quiso divertirse y, estando a la mesa los tres, le lanzaba miradas lánguidas como si se hubiera prendado de él. En cuanto Lysis la veía, bajaba la cabeza como una pudorosa doncella y no se atrevía a mirarla. Después del almuerzo, Hircan lo dejó con ella diciendo que se iba a su estudio para consultar a los demonios sobre su caso. Ella departió con él de diversos asuntos y, principalmente, se mostró curiosa por conocer algunas particularidades de sus amores, que él contó con mucha modestia. El mago, ya de vuelta, le dijo que todo lo que había podido saber era que, con perseverancia, ganaría el favor de Caritea, pero que en adelante le costaría mucho abordarla porque Leonor la ataba en corto.

—Esto tiene fácil remedio –dijo Lysis–, intentaré disfrazarme para ir a verla. ¿No podéis vos con vuestras artes darme una forma distinta de la mía y volverme irreconocible?

—Pensaré esta noche en el rostro que debéis tomar –contestó Hircan–, id a dormir en paz en la cama que os he mandado preparar.

Lysis se fue a acostar con tan buenas esperanzas y al día siguiente por la mañana el encantador, que había ido a buscarlo, le hizo meter la cabeza en un cubo de agua mientras murmuraba unas palabras desconocidas y después le dijo:

—Tened por seguro que parecéis ahora una muchacha de pueblo de lo más gentil. Solo tenéis que ir de inmediato a ver a Leonor, sé bien que necesita una sirvienta: os contratará sin duda y, de esta forma, podréis ver continuamente a Caritea y disfrutar de todas las alegrías del mundo.

Para asegurarse, el pastor bajó a la cocina. Todos los sirvientes habían sido advertidos por su señor; uno decía: «¿Qué pedís bella muchacha? ¿De dónde sois?»; otro, burlándose, juraba que le habría dado su viejo calzón por su virginidad. Lysis quedó encantado y se fue riendo hacia Hircan para alabar sus conocimientos. Estaba tan impaciente que se despidió de él y de la ninfa acuática y, tras tomar a un lacayo como guía, se encaminó a la casa de Oronte. No había dado ni cincuenta pasos cuando se encontró con una aldeana. Queriendo probar si lo tomaba por una muchacha se fue a hacerle una reverencia muy marcada y le dijo con voz de falsete:

p. 128—Buenos días, querida, decidme por favor por dónde se va al castillo de Oronte. Soy una pobre joven que se ha extraviado.

—Por nada del mundo –le respondió la campesina mascullando– querría que una muchacha como esta se acostara con mi hija. Tendría miedo de que le hiciera otras.

—Pero bueno, no tenéis compasión por las de vuestro sexo –prosiguió Lysis–, mostradme el camino, este mozo no lo sabe. Mirad lo que ocurrirá si no voy rápidamente a casa de Oronte: podría encontrarme con pastores, porqueros o incluso sátiros y, entonces, adiós a la flor de mi virginidad.

El lacayo dijo entonces riéndose a la aldeana que acompañaba de verdad a una joven, pero ella se enfadó y, continuando su camino, dijo que eran unos burlones y que se fueran a mofar de otra. El pastor, al ver esto, se dio cuenta de que el encantamiento de Hircan no era tan fuerte como había pensado, pero rápidamente pensó que era porque aún llevaba el traje de hombre, que no había cambiado como su cuerpo, de modo que quiso volver a casa del mago para ponerle remedio. Le dijo lo que pensaba e Hircan le confesó que llevando uno de mujer podría engañar mejor a todos que con uno de hombre. La ninfa de las aguas vino entonces a vestirlo. Lysis se quedó en calzones y luego ella le hizo ponerse un corsé, una falda verde y una camisola gris, y le puso en la cabeza una crespina* a la moda de Brie. Ella lanzó tales suspiros mientras lo acicalaba que el pastor no pudo resistirse a preguntarle qué le pasaba.

—¡Por desgracia, no me pasa nada –respondió ella– y eso es lo que me enoja! Querría tener siempre vuestra dulce compañía, pero me dejáis para ir a buscar a una perra, a una tigresa y a una loba.

—¡Ah! ¿Qué decís, Sinope? –replicó el pastor, que imaginaba que ella se llamaba así–. Guardaos de que el cielo no os castigue; por mi parte, yo os disculpo, no sois vos la que habláis: son la rabia y los celos.

No bien había terminado de vestirse cuando Hircan le trajo un espejo; se miró en él y exclamó con una alegría desmedida:

—¡Ah! Dios, no se puede uno parecer más a una pastora que yo. Ya no queda nada del pastor Lysis salvo una leve pelusa que sombrea mi mentón.

—No es inapropiado tenerla –dijo Hircan–, hay mujeres que tienen más barba que esa, incluida nuestra ayudante de cocina; no obstante, hacéosla cortar si queréis.

—No cabe extrañarse si tengo poca –replicó Lysis–, pues desde que hace tres años un vellocino de oro vino a adornar mi cara, ya de por sí hermosa, me he hecho afeitar cada ocho días y por las mañanas me la froto con piedra pómez para impedir que crezca y no parecer tan mayor, y, sobre todo, para estar presto a disfrazarme de mujer en las ocasiones que se presenten, como siempre he deseado.

Dicho esto, el ayuda de cámara de Hircan vino a afeitarle la barbilla de manera que ya no se veía nada de pelo. Creyó entonces que el cambio de traje, acompañado del encantamiento que le habían hecho, sería capaz de engañar a todo el mundo. Por otra parte, Hircan le dijo que quería encontrarse en casa de Oronte cuando hablara con Leonor con el fin de persuadirla de que lo tomara a su servicio. Montó, pues, a caballo con el fin de llegar más pronto y, entretanto, Lysis se puso en marcha a pie con su anterior guía. Hircan, nada más llegar a casa de Oronte, le contó la graciosa aventura que le había sucedido. Floride, Leonor y Angélique supieron de ella y quisieron ver ya a Lysis metamorfoseado en una joven. Como todos los allí presentes estaban de buen humor, decidieron retenerlo para pasar un buen rato.

p. 129Mientras Lysis seguía caminando, pensó qué nombre ponerse. No encontró otro más delicado y pastoril que el de Amarilis, así que se lo quedó y, cuando se miraba a veces con el traje de pastora, se decía a sí mismo:

—No, no, no hay vergüenza en ponerse este traje cuando el amor lo exige. El gran Alcida cambió de buen grado su maza por una rueca y se puso el vestido de Íole en lugar de la piel de león. ¿Acaso Poliarque no se vistió de mujer haciéndose llamar Théocrine y Céladon no hizo otro tanto cambiando su nombre por el de Alexis109? Ese es el tema principal de las novelas y nunca hubo una buena historia amorosa donde no se viera a un joven vestirse de mujer o una joven vestirse de hombre. Me remito a todos los que pasan los días entregados a esta deliciosa lectura. ¡Ojalá Caritea desee imitarme y que, al igual que me he puesto ropa propia de su sexo, se ponga ella también la del mío! Sería entonces ella la que me cortejara y si nos casaran, el cambio de trajes no habría engañado a nadie, todo estaría perfecto.

El pastor disfrazado llegó a casa de Oronte con estos buenos pensamientos y, habiendo pedido hablar con Leonor, le llevaron a la sala donde estaba con el resto de la compañía. Hircan le dijo súbitamente:

—Señora, he aquí a una joven que quiere ponerse a servir, es pariente de mi arrendataria, si queréis tomarla responderé de ella.

Leonor la mandó aproximarse y, haciendo esfuerzos por evitar reírse, le preguntó qué sabía hacer. Amarilis prometió hacer todo lo que le pidieran, con tal de que le dieran un poco de instrucción.

—Bien veo lo que pasa –dijo Leonor–: esta joven no es buena ni como doncella ni para la cocina, servirá para una y otra cosa. ¿Y para el sueldo cómo hacemos?

—No hay que pensar en eso –replicó Hircan–, la recompensaréis según os haya servido.

Así pues, Leonor decidió coger a tan hermosa sirvienta, que dijo rápidamente su nombre, y todos los allí presentes tenían tantas ganas de reír que no sabían cómo aguantarse. Parecía que Amarilis fuese un espantapájaros, se le veían anchas espaldas y tan planas como si hubiera llevado toda la vida un cuévano de vendimiar, y su pecho sobresalía menos que un plato110. El resto era todo de una traza como de una rueca enredada. Cuando Hircan se marchó, le mandaron muchas cosas a Amarilis y ella lo hizo todo tan bien como ninguna otra hubiera sabido hacer: puso el mantel, aclaró los vasos y limpió las habitaciones, todo con tal modestia que se asombraban. La bella no osaba siquiera levantar los ojos y, cuando tuvo que cenar con los sirvientes, habría salido con bien del aprieto si no hubiera sido porque veía allí a otras jóvenes y, sobre todo, a Caritea, a la que no dejaba de observar. Todos, criados y criadas, sabían que se trataba de Lysis, pero les habían prohibido expresamente dar a entender que sabían algo y llamarla de otra forma que no fuera Amarilis, hasta tal punto que, para no meter la pata, le hablaban muy poco.

Anselme y Montenor llegaron después del almuerzo. Habían enviado a su gente a buscar a Lysis por todas partes sin obtener noticias y venían a preguntar a Leonor. Ella les dijo que no lo había visto y, en esto, llamó a Amarilis para pedirle algo. Cuando la vieron se sorprendieron tanto que no dijeron ni palabra, pero cuando se fue, Anselme exclamó:

—¡Ah, señora, si ese no es Lysis, es una joven que se le parece mucho!

p. 130Leonor le respondió que no se equivocaba y le contó las aventuras que el pastor había corrido en casa del mago Hircan. Anselme sintió una satisfacción sin igual al oír este relato y fue a una habitación en la que estaba Amarilis. Esta fingió no conocerlo y no se descubrió, de manera que él la dejó y se entretuvo hablando con Angélique. Hircan vino una hora después con Clarimond, al que había mandado buscar. Fue entonces cuando decidieron deleitarse con la nueva sirvienta. Clarimond fue a coquetear con ella e intentaba besarla. Ella le rechazaba de plano, pero lo que hacía mal era que no imitaba bien el lenguaje y, en vez de hablar como una simple campesina, hablaba como una docta cortesana.

—Dejadme –decía ella todo el rato–, quiero que me toquen tan poco como si fuera una vestal. Deteneos, me vais a desflorar, ¿queréis atentar contra el candor de mi castidad y exponer la nave de mi continencia al naufragio?

Algunas veces no podía impedir hablar de sí misma en género masculino, en lugar de hacerlo en femenino, pero fingían no darse cuenta. Clarimond la perseguía siempre con bonitos cumplidos; por ejemplo, la llamaba su diosa y su ninfa. Nadie podía aguantar la risa de ver cómo atribuía tales cualidades a una joven tan mal ataviada y Angélique preguntó si las ninfas llevaban crespina.

—No debéis dudar de que haya algunas que las lleven –dijo Anselme–, pues se visten todas según la moda de la comarca donde moran. Esto supone que las del río de Marne llevan crespinas de Meaux y las del río Sena, caperuzas según la moda de París.

Mantuvieron aún conversaciones muy divertidas sobre parecidos asuntos, pero todo se les antojaba poco, imaginaban que podrían recibir otras satisfacciones de Amarilis. Sin embargo, nada de esto se comentó y los que eran de fuera volvieron a sus casas dejando a Leonor con su nueva sirvienta.

Amarilis pasó cuatro días con toda la alegría del mundo. Le habían dado una habitación pequeña para ella sola y no salía hasta haberse vestido del todo delante de un espejo que tenía. Aunque no hablase a Caritea más que como a una joven que le fuera indiferente, el cielo le concedía gran merced a su parecer al darle la posibilidad de verla casi siempre. Leonor no se arrepentía de mantenerla, pues se divertía mucho viendo la diligencia con la que le servía y, además, no temía que trajera algún escándalo a la casa. Era de esas enamoradas contemplativas que piensan más en las delicias del alma que en las del cuerpo y tenía siempre presente la castidad de Alexis que, viendo a su amada totalmente desnuda, no se atrevía a hacerle nada. Aunque se consideraba feliz por querer a la hermosa Caritea, no pensaba serlo menos por verse amada igualmente por Marcel, ayuda de cámara de Oronte. El mozo quería desmandarse hablándole de amor, pero ella no hacía caso de las palabras vanas que le dedicaba. Cuando se miraba al espejo le parecía que era muy bella y faltaba muy poco para que fuera víctima de un mal tan peligroso como el de Narciso, pues el alma de Lysis amaba el rostro de Amarilis que veía. Eso provocaba que, a menudo, besase el espejo para estar boca a boca con la pastora. Aunque se mirara tan a menudo, no hay que imaginar empero que fuese de las más apasionadas del mundo. Me diréis que sus ensoñaciones amorosas la volvían descuidada, pero sucedía además otra cosa: era que ella no se hallaba cómoda al no verse tan encantadora como la había dejado Sinope el primer día.

p. 131Hacía cinco días que estaba con Leonor cuando Anselme, Montenor y Clarimond llegaron discretamente a la casa. Se habían abstenido hasta ese momento de venir a ver que hacía entretanto Amarilis y ese tiempo lo habían pasado visitándose y yendo a cazar. Las conversaciones de Lysis habían obligado a Oronte, Floride, Leonor y Angélique a leer novelas para volverse sabios en su doctrina y obtener más placer de él. En cuanto a Clarimond, se le ocurrió que había que acusar a Amarilis de impudicia y todos se pusieron a imaginar el modo de hacerlo. Después de haber deliberado juntos, Leonor se sentó en el patio en una silla alta que le habían traído, y Floride y Angélique ocuparon a su lado sendos escabeles. De inmediato ordenan buscar a Amarilis a dos esbirros, que le atan las manos por detrás de la espalda y la llevan con rudeza al patio sin decirle nada, aunque les suplicaba que le dijeran en qué había ofendido. Cuando estuvo delante de Leonor, la hicieron sentarse encima de un taburete como a una criminal y Oronte se acercó con diez o doce personas, tanto gentilhombres como damas, que habían mandado reclutar entre el vecindario, pero que solo estaban ahí para hacer bulto, sin hablar, como el séquito de sirvientes en una comedia.

—He enviado a buscar a esta joven para hacer justicia –dijo Leonor a Oronte–, decidnos ahora de qué la acusáis.

Él tomó entonces una actitud muy seria y empezó a hablar así:

—Estoy muy enfadado, señora, por tener que importunar vuestros castos oídos con un alegato lleno de impurezas, pero, como más vale hablar del vicio y descubrirlo que dejarlo impune, os diré francamente la falta enorme que Amarilis ha cometido. Vos habíais traído a esta casa, por caridad, a esta joven vagabunda que disimulaba sus maldades; pero, para deshonra de esta casa donde la han acogido tan bien, no ha tardado en mostrar lo que es y, habiendo mirado con ojos de concupiscencia la apostura de mi Marcel, no ha descansado hasta pervertirlo; sabéis que los rasgos de su cara son tan hermosos que no hay joven a tres leguas a la redonda que no se enamore de él. Ella ha querido poseer lo que desean las demás y con embrujos sutiles ha conseguido manchar la pureza de su continencia. Él no es muy listo y hay que perdonarle si ha errado, pues ha sido más bien por simpleza que por malicia, pero, esta loba, pido que sea castigada según las leyes que esta comarca contempla desde siempre contra las que han pecado de fornicación como ella ha hecho. ¡Ah! Señora, concededme justicia, considerad la enormidad del caso de haber mancillado esta casa y además haber corrompido la castidad de un joven adolescente que era más puro que Hipólito. Era toda mi esperanza y había decidido casarle con la hija de mi arrendatario, con la que podía haber dado hermosos hijos en un lecho legítimo y, sin embargo, aquí está echado a perder para toda la vida. Ha perdido su honor, su rosa más bella le ha sido arrebatada: nadie lo querrá ya. A menos que tengamos el placer de ver morir a la causante como reparación a este mal.

Después de que Oronte hubiera pronunciado su arenga así, Leonor preguntó a Amarilis si tenía algo que alegar. Ella respondió que negaba todo lo que se le imputaba, así que mandaron a buscar a Marcel para conocer su verdad. Este vino haciéndose el ingenuo y el doliente, y dijo a Leonor:

—Sí, es verdad que esta muchacha me ha forzado a hacer lo que no quería. Después de coquetear conmigo, me dijo ayer por la tarde que estaba muy acatarrada y no hacía más que estornudar; pero lo que más le fastidiaba era que, como se acostaba sola, no tenía a nadie para decirle: «Jesús». Ella me rogó una y otra vez que asumiera esta tarea y, de buena fe, me quedé esa noche a dormir con ella y fue ahí cuando sucedió la desgracia. Y, si hay algo más que decir, la vergüenza me tapona el paso de la voz y no me atrevería a hablar.

Entonces calló Marcel y Amarilis, tomando la palabra, exclamó rápidamente:

p. 132—¡Ah, malvado! ¿De dónde sacas lo que dices? ¡Que soy la responsable de tu deshonor y del mío y que te has acostado conmigo! ¡Ah! ¡Que la tierra se abra ahora mismo para tragarme si eso es verdad! ¿No te acuerdas de que todas las veces que has intentado tan solo besarme te he rechazado con más fuerza que si fueras un monstruo? ¿Quieres imitar a Fedra, que acusó a Hipólito, quien la había despreciado, y, como no has podido forzarme, quieres decir que te he forzado? ¡Ay! ¿No hay aquí un abogado que quiera intervenir en mi defensa? Él hablará en nombre de la inocencia misma.

Al decir esto, Amarilis miró hacia uno y otro lado, pero no vio a nadie que se ofreciese para defenderla. Tampoco tenía testigos para probar cómo se había resistido siempre a las caricias de Marcel; al contrario, él sí tenía quien hablara contra ella. Todos los sirvientes llegaban para decir que la habían visto mirar al muchacho con ojos muy lascivos e incluso Caritea llegó a jurar que la había oído suspirar delante de él. Ese fue el colmo de su mal: no osaba contradecir a la hermosa Caritea y se contentaba con decirse a sí misma que se sorprendía de ver que la amada de Lysis quisiera hablar contra Amarilis, teniendo algunos rasgos del rostro tan parecidos a los de este pastor. Mientras se hallaba en tales pensamientos sin atreverse a decir nada, Leonor, tras fingir consultar con su hermana y su hija, habló de esta suerte:

—Oídas las quejas de Marcel y de su señor, que aseguran que Amarilis ha corrompido a este joven y ha atentado contra su honor, y las de esta muchacha que nos lo ha negado todo, ordenamos que se le haga a ella una prueba de castidad antes de proceder de otra forma, tal y como es costumbre en esta comarca.

Amarilis se puso muy contenta con la sentencia e inmediatamente se señaló que había que ir a buscar la plancha sagrada que estaba guardada con el tesoro del castillo. Los allí presentes hablaban de ella como de cosa cierta y aseguraban que solo las personas castas podían caminar encima sin quemarse la planta de los pies111. Hubo una sirvienta que quiso ir a buscarla, pero Oronte le dijo:

—No te metas en esto, te lo ruego, no querría tener que responder de ti: estás muy afectada, que sepas que las que se han dejado tentar, por poco que sea, por algún hombre, no se atreverían a tocar esta plancha. Solo se puede mandar a buscarla a los niños cuya castidad está asegurada. Que las dos hijas de nuestro jardinero vayan.

Rápidamente llevaron a las dos aldeanitas al lugar donde estaba la plancha en la que las sirvientas de Floride hacían secar los cuellos de las camisas; la trajeron y la pusieron en el medio del patio. Amarilis no sabía que todo esto era fingido: había visto una aventura semejante en la Historia etiópica y, si a ella querían ponerla a prueba con el fuego, se acordaba muy bien de una tal Melita, que lo fue con el agua, y de la que se habla en los Amores de Clitofonte y Leucipa. Ya se descalzaba para subir a la plancha cuando un grueso mozo de establo, fingiendo curiosidad, la tocó con la punta del dedo solamente y lo retiró enseguida exclamando:

—¡Ah, me quemo, tengo la mano totalmente abrasada!

—¡Y bien, impío –dijo Oronte–, has sido castigado, no querías creer algo que tantos otros han experimentado! ¿No recordabas que has pasado toda tu juventud en el burdel? ¿Creías ser casto después de eso?

p. 133Amarilis, al ver lo sucedido, se quedó maravillada y, aunque presta a subir a la plancha, tenía un poco de miedo a quemarse. Se decía para sí: «Sé bien que es casta, pero de Lysis no tengo la certeza. Con todo, mis pies no han de quemarse, pues de cuerpo y por fuera soy Amarilis, y solo soy Lysis en espíritu, ya que un mago me ha hecho cambiar de cara». Después de haberse tranquilizado con esta sutileza, se volvió a armar de valor, una vez examinada toda su vida pasada y considerado que, si el pastor Lysis había pecado, había sido solo de deseo y que nunca había hecho ninguna locura con ninguno de sus miembros. Dando por cierto que Lysis y Amarilis eran tan puros como cuando salieron del vientre de su madre, la bella acusada subió con los pies desnudos a la plancha y se mantuvo allí bastante tiempo sin sentir ningún ardor: lo cierto es que no podía estar caliente porque hacía más de dos días que no le habían metido fuego debajo. Algunos de los asistentes exclamaron entonces:

—Retiraros, Amarilis, sois casta, ya no lo dudamos, es excesivo hostigaros. ¡Ah, Amarilis, reina de las bellas y las castas, cuánta luz lanzáis desde ese lugar en el que estáis subida! No hay más fuego en esa plancha que el de vuestros ojos.

Ella descendió muy contenta después de tales exclamaciones, pero Oronte, gritando más alto que los demás, empezó a decir:

—Que nadie se crea esta prueba, no sirve para la ocasión: Amarilis es una bruja, lo sé bien, tiene hechizos para evitar quemarse. Que la despojen para quitarle sus amuletos y luego la condenaremos al fuego o la tiraremos al río con una muela de molino al cuello.

En esto, Leonor ordenó que comprobaran si llevaba algún talismán y, al momento, todos los lacayos que allí estaban se lanzaron sobre ella. Uno le quitó la crespina y el otro la camisola, pero ella se cubrió rápidamente la cabeza con su delantal por miedo a que vieran que tenía el pelo demasiado corto para una muchacha. Entonces, Clarimond, saliendo de un lugar donde estaba escondido, vino a sacarla de las manos de esos crueles representantes de la justicia y, habiéndola dejado en un rincón del patio para que se repusiera, hincó una rodilla en el suelo ante los jueces.

—Tened piedad de una inocente, señora –dijo a Leonor–, si queréis hacerla morir porque estáis sedienta de sangre, cogedme a mí en su lugar y tomad la mía. Estoy tan prendado de su belleza que estoy contento de morir por ella. Decís que lleva hechizos, es verdad, los tiene en sus ojos para herirme y, si tiene algo más para evitar las quemaduras de la plancha sagrada, os digo que soy yo el que se lo ha dado sin que ella lo sepa. Soy yo el hechicero, yo soy el culpable, que levanten una hoguera para arrojarme dentro. No voy a soportar nada que no experimente todos los días, el fuego al que me echaréis no será tan ardiente como el de los bellos ojos de Amarilis en el que ya me he arrojado. Y si alegáis que no solo está acusada del crimen de hechicería sino también del de fornicación, por el que debe igualmente morir, quiero sufrir asimismo el castigo por ella, con el fin de que la dejéis vivir y me hagáis morir mil veces si lo deseáis.

—Estáis loco, amigo mío –replicó Leonor–, ¿no sabéis que nuestros delitos son personales y que la justicia debe aplicarse a los que han errado? Si tenéis tantas ganas de morir, os haremos morir a los dos juntos. ¡Que traigan haces de leña y los quemen!

p. 134Apenas hubo pronunciado estas palabras Leonor, se tiraron muchos petardos a la entrada de la puerta e Hircan salió de entre una llamarada de pez de resina, como si de una sombra del Hôtel de Bourgogne se tratara112. Llevaba en la mano una antorcha encendida que provocaba mucho humo y, para representar mejor su personaje de mago, tenía una gran sotana de tela negra. Toda la concurrencia fingió estar alterada con su llegada y todos huyeron en desbandada, de manera que pudo coger fácilmente a Amarilis y, tras meterla en un carruaje que esperaba en la puerta, le dijo:

—No temas, bello pastor, soy tu amigo Hircan que he venido a socorrerte en la necesidad. Ya pueden buscarte los que querían matarte. Mi carro está tirado por hipogrifos que nos conducirán a mi casa en poco tiempo.

Las aventuras pasadas habían asombrado tanto a Amarilis que no sabía dónde estaba, pero, finalmente, volvió en sí y, reconociendo a Hircan, le dio las gracias por el favor que le hacía. Le dijo que debía llevarse también a Clarimond porque se había quedado como rehén y lo harían morir en su lugar.

—No os preocupéis –dijo Hircan–, uno de mis demonios lo ha sacado del mismo modo: está ahora mismo en su casa.

—Conducidnos entonces diestramente –replicó Amarilis–, pues, como dice Claudiano hablando del carro de Triptólemo, las rutas del aire no son menos peligrosas que las de las aguas113.

El carruaje iba muy rápido mientras hablaban de la fortuna y en poco tiempo estuvieron en el castillo del mago. Amarilis tuvo dificultades para convencerse de que seguía siendo Lysis: había olvidado su personalidad y le resultaba extraño ver que le llamaban por ese nombre. Se palpó sus partes y, a pesar de encontrar lo acostumbrado, no estaba segura de que lo fuese. La duda le duró hasta que el mago, haciendo como que rompía el hechizo, le tiró un poco de agua en la cabeza profiriendo algunas palabras bárbaras. Luego, ella se volvió a poner la ropa de pastor y fue a contarle a la ninfa Sinope todas las aventuras que había corrido. Todo esto había sido una trama ideada por Clarimond y Anselme, que habían mandado a buscar a Hircan. Ellos se habían quedado en el castillo de Oronte con el resto de la compañía y se regodearon mucho hablando de todas las tonterías que había hecho el pastor enamorado. Todos confesaron que no había nada parecido a su conversación y que acababan de vivir, en efecto, una aventura extraordinaria que nunca se había visto hasta entonces salvo por escrito. Si estaban satisfechos, Lysis (al que me cuesta no llamar ya Amarilis) no lo estaba menos. Decía que le había sucedido algo que no estaba en ninguna historia del mundo; que era verdad que se encontraba en el Pastor Fido una pastora que llevaba el mismo nombre que él, a la que se acusaba falsamente de haber perdido su honor y que en una novela pastoril más nueva que había leído había también una pastora acusada de lo mismo, pero que nunca se había oído hablar de un pastor que, habiéndose vestido de mujer, fuera llevado ante la justicia por un asunto parecido. Así, para toda clase de aventuras buscaba ejemplos en muchas novelas que no quiero nombrar, y no cabe asombrarse si encontraba cantidad de la misma hechura, pues esas lumbreras que las han compuesto tienen tanta inventiva que no saben poner nada que no hayan robado a otros.

Lysis, ya con su traje habitual, empezaba a aburrirse con el mago y quería ir a conversar con Montenor y Anselme. Subió al mismo carruaje en el que vino y regresó a casa de estos. Ellos ya habían vuelto del castillo de Oronte y, cuando lo vieron, se hicieron los asombrados y le preguntaron dónde había estado.

p. 135—¿No veis que tengo todavía la guitarra en la mano? –dijo él riéndose–. He ido a dar una serenata a mi amada. Solo hace un día que me fui.

—Habéis pasado seis durmiendo en alguna cueva –replicó Montenor–; pues habéis perdido bien el tiempo, porque no habéis visto a una sirvienta que tenía Leonor y que nos parecía al menos tan bella como Caritea.

Clarimond, que estaba en otra dependencia, llegó en ese instante y aseguró que esa muchacha era muy bella, que se había enamorado perdidamente de ella, pero que no sabía de qué manera se la habían arrebatado. Lysis, sonriéndose, ya no quiso ocultar la verdad y se puso a reír:

—Os he engañado bien, queridos amigos, era yo el que hacía el personaje de Amarilis, os lo cuento pero no digáis nada en casa de Oronte, no siendo que Leonor se enfade conmigo.

Todos fingieron estar maravillados, sobre todo Clarimond, que no paraba de decir:

—¿Es que, a partir de ahora, solo tengo que amar a una idea? ¿Dónde encontrar a la bella ninfa que me ha herido? ¡Ah! Lysis, puesto que ella está en ti, tendré que mudar mi amor en una amistad honesta.

No se habló de otra cosa durante la cena y, al día siguiente después de cenar, fueron todos a casa de Oronte, quien preguntó al pastor dónde había estado durante los siete u ocho días que no lo habían visto; a lo que él respondió que había ido a visitar a algunos pastores de la comarca. Cuando dejaron de hablarle, se tomó su tiempo para conversar con Caritea en un lugar apartado donde estaba cosiendo.

—Incomparable pastora –le dijo–, ¿hasta cuándo vais a ignorar mi amor? ¿No sabéis que remontará el Lignon a su fuente, los árboles se quedarán sin hojas en primavera y el Amor sin aljaba ni antorcha antes de que el pastor Lysis deje de adoraros? ¿Queréis ser siempre un cocodrilo que atrae a los hombres y los devora o una Gorgona y una Medusa que transforman los corazones en una roca de constancia mientras que el suyo lo es de desprecio? ¡Ah, ánimo, Diamante! ¡Ah, Anaxáreta114!

Apenas hubo dicho esto el pastor, Caritea huyó de su lado y fue a decirle a Leonor:

—De veras, señora, no aguanto más la presencia de Lysis, no hace sino lanzarme injurias.

Él se acercó y empezó a decir que ponía al cielo por testigo de que había siempre hablado a su amada con tanto respeto como lo haría con una divinidad y que solo se había dirigido a ella en términos escogidos de poetas y que su discurso había sido una cita perpetua. Contó luego lo que le había dicho y Leonor lo encontró muy acertado, así que le ordenó a Caritea que aprendiera mejor en qué consistían los cumplidos y acogiera, en adelante, con más amabilidad a su servidor. Aun así, este no siguió conversando con ella en esta ocasión, pues lo entretuvieron disertando sobre diversos asuntos.

Cuando estuvo de vuelta en casa de Montenor, quiso irse a pasear por los campos esperando la cena. Se encontró con un labriego al que preguntó dónde iba a dormir. Él le respondió que iba a dormir a Coulommiers. Eso le hizo pensar un poco, pues le parecía haber oído decir siempre que esa localidad solo estaba a trece leguas de París, cuando creía encontrarse a cientos de leguas de distancia.

—¿A qué Coulommiers vais? –le dijo al campesino.

—A Coulommiers en Brie –le respondió él.

p. 136—Estáis loco, compadre –replicó Lysis–, vais a dormir a Brie estando en Forez, hay mucha distancia de uno al otro, sé bastante de geografía.

—Conozco mi camino tan bien como vos –respondió el labriego–, hace treinta años que lo hago, no me lo vais a enseñar. –Y al momento reanudó la marcha, dejando a Lysis con un asombro sin igual.

Se encontró después a un hombre que venía de la dirección que llevaba el otro. Le preguntó:

—¿En qué región estamos? Amigo, decídmelo, si me hacéis el favor.

—Señor –le respondió este–, ¿acaso no estamos en Brie?

—¿En Brie? –replicó Lyisis–. Con seguridad estamos en Forez. ¿No veis que voy vestido de pastor? Pero ¿de dónde venís? ¿A dónde vais? ¿Dormiréis hoy en Montbrisson?

—Eso que decís está bien lejos de aquí –respondió el viajero–, bien lo sé, es mi tierra, me gustaría mucho estar ahí, pero solo estoy a una legua de Coulommiers, por donde acabo de pasar, y dormiré en el primer pueblo en el que encuentre un buen alojamiento.

Lysis se quedó aún más sorprendido que antes de oír esto y no sabía si Brie había sido transportada al lugar donde debía estar Forez o si él mismo había saltado sin darse cuenta de una ciudad a la otra. Habló muy seriamente al viajero, que le respondió lo mismo con tan buenas razones que cayó en la cuenta de que había sido engañado. El disgusto que se llevó hizo que no quisiera volver a casa de Montenor.

El hombre que había encontrado le pareció de muy buen humor, tanto que decidió hacerse su amigo, aunque él no estuviera en su mejor momento. Habiéndole preguntado quién era, él le habló en estos términos:

—Siendo mi oficio el de carpintero, hace cinco años puse algunas baldas en el estudio de un hombre sabio que se alojaba en París. Departió conmigo y, al encontrar mi conversación de su agrado, me dijo que, si quería servirle, me volvería muy avezado. Como había encontrado la piedra filosofal de la ciencia, en los carteles que hacía colgar por la ciudad, prometía abreviar los largos estudios115. Abandoné mi primera ocupación para volverme docto con él y os juro que, habiéndole servido casi hasta este instante, me enseñó cosas muy buenas. Ahora no sé qué ha sido de él, lo dejé por una pequeña disputa que surgió entre nosotros y recorro Francia enseñando mi arte a los niños. No habéis visto nunca nada tan admirable como lo que sé. Diserto con prontitud sobre el tema que me den. Por lo demás, mi nombre es Carmelin.

—Visto que sois tan elocuente –dijo Lysis–, habladme de la virtud.

—La virtud es tan bella –respondió Carmelin– que si los hombres la pudieran ver desnuda se quedarían prendados de su amor. Se dice que en Roma había que pasar por su templo antes de entrar en el del honor. Así como la plata es más vil que el oro, también el oro es más vil que la virtud. Echa profundas raíces en el campo de nuestras almas, mientras que lo demás se aja como las flores de la pradera.

—¿Y de la voluptuosidad qué diríais? –insistió Lysis.

—La voluptuosidad es la amante más nefasta del mundo –dijo Carmelin–, al final no nos paga más que con enfermedades y desesperación. Abunda en miel y en hiel y si os presenta hipocrás en una copa, hay absenta en el fondo116. Es una cortesana traicionera que solo os abraza para asfixiaros.

p. 137—¡A fe de pastor –exclamó Lysis–, estas flores francesas son las más hermosas que haya conocido! Se ve claramente que tenéis una ciencia excelente y bonitos lugares comunes. Sois el hombre que necesito. No sabría encontrar mejor compañía. Veo que sois vagabundo, quedaos en esta región conmigo. No os costará nada vivir aquí si queréis hacer de pastor como yo, pues compiten por invitarme a almorzar y a cenar. ¿Sabéis bien en qué consiste la vida pastoril?

—La vida pastoril es la más feliz del mundo –contestó Carmelin–, los pastores están contentos con lo poco que tienen y quien está contento es feliz. Los naturalistas nos enseñan que el rayo cae siempre sobre los árboles más altos y nunca sobre las bajas hierbas, así las calamidades se abalanzan sobre los grandes señores y perdonan a los pobres rústicos.

—¡Ah, esa es la palabra –dijo Lysis con alegría no contenida–, qué hábil sois, sólo habláis con sentencias! ¡Qué maravillas haremos si os quedáis conmigo! Compondremos libros, haremos alegatos e iremos a arengar a las ninfas. Os buscaré una enamorada si todavía no habéis elegido una. La cortejaréis y recibiréis favores muy grandes, pero habrá que sufrir un poco primero, pues es una pastora muy discreta. ¿No le diríais un requiebro amoroso?

—Se dice que en Etiopía había una estatua de Memnon de la que emanaba un sonido armonioso cuando el sol la miraba –dijo Carmelin–; así, cuando vos o cualquier otro de igual mérito lance sus rayos sobre mí, diré cosas que alegrarán vuestros oídos. La costumbre de Persia era llevar presentes a su rey y un pobre artesano que se encontró con Artajejes, sin tener nada que ofrecerle, fue a pedirle un poco de agua fresca y este se la dio. Solo os presentaré, a decir verdad, poca cosa, pero lo apreciaréis mucho, midiéndolo por la buena voluntad que pondré y sabiendo que no tengo los tesoros de Creso117.

—No discurráis tanto –dijo Lysis–, volvamos a la estatua de Memnon: creo que soy de la misma condición. Desde que los ardores del sol rozan mi cabeza, empiezo a estornudar. Pero para hablar de lo que os concierne sin más digresiones, os juro que tendréis conmigo placeres que ni las palabras más vehementes de vuestra elocuencia ni de la mía sabrían expresar jamás.

Carmelin, que no era de los hombres más juiciosos del mundo, estuvo encantado con la promesa que le hacía Lysis. En ese momento pasó un labriego a quien el pastor preguntó por el camino al castillo de Clarimond; le dijo que iba de ese lado y que lo siguiera; Lysis lo hizo, resuelto a ir allí porque la naturaleza de ese gentilhombre le parecía muy buena. Lo encontró de vuelta a su casa, tras dejar a Montenor y a Anselme, pero Clarimond se sorprendió mucho al verlo y le preguntó por qué había dejado a sus buenos amigos.

—Son unos mentirosos –respondió Lysis–, me han traído aquí haciéndome creer que era la región de Forez y es la de Brie, pero no dejaré de vivir felizmente, seré pastor aquí como en cualquier parte.

—Mi madre ha echado al pastor de nuestra hacienda, dijo Clarimond, ¿queréis ocupar su lugar? Las condiciones no son malas. Tendréis un sueldo y estaréis bien alimentado. Por la mañana os llenaremos bien el zurrón y, por la tarde, tendréis tanta sopa como queráis.

—Decirme eso es tratarme indignamente –replicó Lysis–, sabed que solo quiero cuidar las ovejas que me pertenezcan y no ser un criado mercenario. No tomo esta condición por necesidad, sino por la tranquilidad de la vida. Así lo hacen tantos pastores de Arcadia y de Forez que provienen de casas ilustres. Y vos que me habéis jurado haceros pastor conmigo, decidme ¿dónde se han quedado vuestras promesas?

p. 138—No he olvidado nada de lo que os prometí –respondió Clarimond–, pero no puedo cumplirlo aún porque tengo algunos asuntos con mi madre que me lo impiden; he de terminar todas esas tareas antes de ser pastor con vos.

—Tenéis razón –replicó Lysis–, mientras esperamos, este hombre honrado que aquí veis me hará compañía: es atento, hacedle hablar para conocerlo.

Diciendo esto le presentó a Carmelin y Clarimond le dijo de inmediato:

—Sois, pues, compañero de este esforzado pastor.

—La virtud hace pronto compañeros –respondió Carmelin–, como la piedra pantaura, según dicen Plinio y Du Vair, atrae todo lo que está próximo, también la virtud atrae a todo el mundo118.

—¿Cómo? Es capaz de discurrir –dijo Clarimond.

—Veis –dijo Lysis–: es el discípulo más avezado del autor del compendio de los largos estudios.

—No me asombro de que sea docto entonces –contestó Clarimond–, solo salen lumbreras de la escuela del tal filósofo.

Dicho esto, Clarimond hizo preparar la cena, al percatarse de que tenía que atender a estos dos nuevos huéspedes a pesar de la tacañería de su madre. Cuando estuvieron en la mesa, Carmelin desplegó lo mejor de su saber y discurrió sobre la templanza. Era fácil para todo el mundo, excepto para Lysis, darse cuenta de que hablaba como un loro y que se sabía de memoria cosas que no comprendía, pues pronunciaba mal las palabras, no se paraba después de cada período y no alzaba ni bajaba la voz. Lysis, proponiéndole lo que hacía falta para ser pastor, le dijo que debía, en primer lugar, elegir un bello nombre y dejar el de Carmelin, que no era conveniente para un hombre de su calidad, y que quería llamarle Coridón, Tircis o Melibeo, pero Carmelin dijo que su padre y todos sus abuelos se habían llamado como él y que no tenía intención de hacerles el flaco favor de cambiar de nombre.

—Al menos debéis disfrazar el vuestro como sea –dijo Lysis–, le pondré un diminutivo y os llamaré Carmelindo o Carmelindor: estas palabras despiden un aroma de novela y llenan la boca.

—Si digo algo, me empecino en mantenerlo –replicó Carmelin.

—Bien, visto que sois inquebrantable –respondió Lysis–, quedaos con vuestro primer nombre, ya sé lo que tengo que hacer para darle una etimología a ese nombre de Carmelin: diré que suena como carmen, poema improvisado o pulido, y es porque hacéis bien cármenes y versos, o tenéis muchas ganas de hacerlos.

Sentado esto, Lysis se puso a contemplar el rostro de Carmelin, así como el resto de su persona, y encontró que había mucho que corregir aún.

p. 139—Tendréis que cambiar de aspecto para ir de pastor conmigo –le dijo–, estáis más sucio que el criado de un pedante. Lleváis el pelo tan grasiento como si se hubiera lavado con aceite de oliva y la barba tan descuidada que parece que no la hubiera tocado navaja ni tijera alguna y que solo la hubieran arreglado con un tizón como la de Dionisio el Tirano119. Veo también en vuestros bigotes perlitas que caen de la nariz como rocío. Habrá que quitar todo ese pelo donde se quedan las inmundicias del desagüe de vuestro cerebro. ¿No veis que llevo la barbilla tan rapada como la de un emperador romano? ¿Para qué dejaros crecer una barba tan larga? ¿Para serviros de ella como babero por miedo a estropear vuestra gola comiendo potaje? Habrá que usar también jabones para blanquear vuestras manos, que tienen tanta tierra como si a falta de reja hubieran servido para labrar toda una fanega de tierra; y no habrá tampoco que olvidarse de recortar vuestras uñas, que tienen las puntas de color pizarra y se han hecho tan grandes que podrían servir de remates de farol o de calzador.

Esta reprimenda hizo callar por un tiempo a Carmelin que, finalmente, se tragó la vergüenza con un vaso de vino y prometió quedar tan limpio como un novio de pueblo. Clarimond envió a un sirviente donde Anselme para decirle que no se preocupara en absoluto por Lysis y luego pidió que preparasen una habitación para este y Carmelin. Tras haber conversado algún tiempo después de cenar, se acostaron los tres. Al día siguiente Lysis, no queriendo retrasar el hacerse definitivamente pastores, habló con Carmelin y, viendo que valía más para servir que para ser su acompañante porque era muy pobre, decidió cogerlo a su servicio sin pedirle nada que no fuera fácil y honrado. Le dio entonces dinero y le dijo que fuera a comprar ovejas en algún mercado y que no olvidara tampoco afeitarse la barba y arreglarse el pelo. Cuando se marchó, Clarimond se acercó a conversar con el pastor sobre sus amores y le preguntó si todavía no había recibido algún favor señalado de Caritea. Este le respondió que su gran respeto se lo había impedido.

—Sabed, enamorado –contestó Clarimond–, que la fortuna favorece a los osados, cuando no a los temerarios. Ignorad la resistencia de vuestra amada, las muchachas solo huyen de nosotros para ser perseguidas y alcanzadas. No combaten sino para ser vencidas y están muy cómodas no siendo las más fuertes. Si vuestros labios llegan a rozar los suyos, no os contentéis con eso, pues quien ha obtenido el beso y no va más allá es indigno del bien que acaba de recibir. Podéis darme ejemplos de muchos pastores castos, pero son todos unos necios. Hay muchos otros más encomiables que han tomado al asalto a sus enamoradas.

Un placer desconocido vino entonces a cosquillear a Lysis y, para obtener alguna satisfacción en el amor, se propuso seguir el consejo de Clarimond e intentar llegar al goce. Inmerso en estos pensamientos, se fue a pasear solo alrededor del castillo. Había transcurrido cerca de media hora cuando vio a dos mujeres que se acercaban poco a poco por el camino principal. Finalmente, reconoció que eran la jardinera de Oronte y la hermosa Caritea. Se escondió detrás de un haya para no ser visto y, cuando pasaron por delante, Caritea dijo a la otra: «No podría caminar más si no descanso, tenemos que sentarnos aquí». Se sentaron enseguida en la hierba y Lysis, armándose de todo el valor que necesitaba, fue a abordarlas. Ellas le contaron que iban en peregrinación a Saint-Fiacre y él, cambiando rápidamente de discurso, comenzó a alabar la belleza de Caritea, que había aumentado por el calor que había tenido al caminar. La jardinera, que no entendía nada de todo esto, se levantó de su sitio y dijo a su compañera que se iba a adelantar despacio porque no podía permanecer sentada. El pastor, viéndose a solas con su amada, quiso practicar el arte de amar que le había enseñado Clarimond y, cogiendo primero la bella mano que le había robado el corazón, quiso besarla. Caritea la retiró de inmediato, de manera que se sintió obligado a decirle:

p. 140—Preciosa mía, si no queréis que bese desnuda a esta ladronzuela de mi corazón, tiraré de la manga de vuestra camisa y la pondré por encima para besarla así. No lo consintáis: las reliquias se besan a través de un cristal.

Tras decir esto, se afanó tanto que consiguió besar la mano desnuda y, creyendo en ese momento que era necesario sacar alguna ventaja más de su dulce enemiga, le dijo con ojos lánguidos y un gesto amoroso:

—¡Ah! Caritea, ahora que estamos solos ¿quién nos impide imitar a Dafnis y Cloé y quedarnos desnudos como hacían ellos para bañarnos juntos en la fuente de aquí al lado120? Está tan sombreada que el sol, que todo lo espía, no nos descubrirá. ¿Debo acostarme sobre tu seno, puesto que es mi altar y soy la víctima que debe estar extendida encima? ¿No quieres permitir que tu mitad y la mía se junten? ¿No hay medio de que hagamos juntos el andrógino121?

Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando su enamorada entendió perfectamente lo que quería decir, pues es sabido que una muchacha no puede ser tan tonta como para no comprender estas cosas, sean cuales sean los términos en que se las digan. Caritea se levantó entonces y huyó diciéndole:

—No te preocupes, desvergonzado, ten por seguro que se lo diré a mi señora, vienes a interrumpir mis devociones con tus locuras. Si, en adelante, piensas venir a nuestra casa, te darán con la puerta en las narices*.

Lysis, levantándose, exclamó entonces:

—Oh, doncella más tierna que un capullo carmesí, me rehúyes más rápido que un cervatillo de los fieros dientes de una osa. No corro tras de ti como un lobo para comerte. No soy ni un mirmidón ni un soldado dólope122. ¡Ay! ¡Espera a oírme o bien óyeme para esperarme! Huyes como un áspid al que le han pisado la cola.

A pesar de esta queja, ella no dejó de caminar y él se quedó tan perplejo que no se atrevió a correr detrás de ella, quedándose inmóvil como una estatua. ¡Cuántas veces maldijo el consejo de Clarimond, que solo había conseguido que cayera en desgracia ante Caritea! ¡Oh, cuánto le habría gustado no decirle nada y haber estado todo el día tan mudo como los peces del río Morin, que ha dejado de ser ya el Lignon! ¡Oh, cómo hubiera deseado tener el mismo impulso en sus miembros que un paralítico delante de su amada para no violentarla! Pero lo hecho no podía deshacerse, solo le quedó recurrir a los suspiros y a las lágrimas. Toda la hora de la cena se la pasó fantaseando así, de suerte que Clarimond, sorprendido al ver que no volvía, fue a buscarlo. Cuando lo encontró llorando al pie de un árbol, el pastor le dijo:

—¡Ah! Clarimond, no te sorprendas si lloro, es porque quiero regar este olmo y hacerlo crecer a cambio de la sombra que le ha dado a Caritea cuando se sentó debajo; pero ¡ay!, si quieres conocer la otra razón de mis lloros, es que he ofendido a esta preciosidad queriendo practicar tu doctrina.

—Es posible que no lo hayáis hecho bien –respondió Clarimond– y hayáis estropeado el misterio.

—¿Cómo puedo haber errado? –replicó Lysis–, si no le he dicho ninguna palabra que no hubiera sacado de los mejores autores.

—Entonces es que ella no los ha leído –dijo Clarimond– y es que, antes de hablarle así, teníais que haber procurado que los leyera ella misma.

p. 141—Esa es la explicación –contestó Lysis–, pero, como vos sois la causa de mi mal, estáis obligado a proporcionarme el remedio y hacer las paces con ella. Os suplico que le demostréis que, si le he hablado de hacer el andrógino, no lo he hecho con mala intención. ¿Acaso no eran dobles antiguamente los hombres y para castigarlos por sus maldades los partieron en dos? Eso es lo que hace que deseemos tanto la otra mitad y formar un animal perfecto uniéndonos a ella. Ahora bien, uno se puede unir sin pecado, con la voluntad y el deseo, y debo decir que ese es el sentido con que lo decía. Y si Caritea aborrece estos apareamientos, que se guarde de exponerse al juicio de Júpiter: ha advertido a los hombres de que, si vuelven a ofenderle, volverá a dividir cada mitad en dos. Ya que no quiere oír nada de unirse, los dioses podrían dividirla así: ¿creéis que sería agradable verla partida en dos y no tener más que media nariz, media boca, un ojo, una oreja, una nalga, un muslo y un pie, y caminar dando saltos como una pulga y levantarse como un tentetieso?

—Daría mucha pena verla en tal estado –respondió Clarimond–, hay que advertirla. Si quisierais satisfacer vuestro amor gozando de ella, tendríais que juntar esas dos partes: la tarea sería excesiva y, además, si os volvierais celoso, imaginad cómo se podría retener a una mujer así. Aunque tuvierais una mitad en vuestra cama, la otra se estaría acostando con vuestro vecino.

Después de estas doctas consideraciones, Clarimond persuadió tan bien al pastor de que podrían suavizar fácilmente el rigor de Caritea que lo llevó a su casa para que comiera un poco. Desde allí se encaminaron al castillo de Hircan para entretenerse y anduvieron despacio hablando de los milagros que hacía el mago. Una vez allí, este los llevó a pasear por el jardín, en el que Lysis no había estado nunca. Al verlo tan hermoso, le pareció que era la morada de la primavera, del verano y del otoño porque veía flores y frutos de hueso y de pepitas. Creyó que Hircan había expulsado para siempre el invierno con la fuerza de sus encantamientos. Cuando llegó a una alameda muy amplia y magníficamente cubierta, le gustó tanto que exclamó extendiendo los brazos:

—¡Ah, preciosa alameda, tendrás versos míos, te lo juro, mereces que haga tu descripción en algún momento de ocio!

Entró después en una estancia en la que se resguardaban para estar al fresco. Allí vio una fuente tan bien pintada que dijo a los otros:

—No nos acerquemos mucho o nos mojaremos.

Y, cuando vio a un caballo muy bien plantado en un paisaje, articuló este galimatías:

—Mirad cómo corre este caballo, lo perderéis Hircan, ¿por qué no lo atáis a un árbol? Huye de sí mismo y se queda tras de sí.

Mientras se divertía con esto, Hircan, accionando un pequeño grifo, hizo salir de repente agua del piso inferior por una infinidad de agujeros.

—¡Oh, qué maravilla! –exclamó Lysis apartándose–. Sabía que este mago había invertido el orden de la naturaleza. Así como en otros lugares el agua cae del cielo hacia la tierra, aquí sale de la tierra como para ir a amenazar al cielo. ¿No será que esta tierra quiere llorar a su vez por los males que sufro?

p. 142Con Hircan estaba uno de sus primos que se llamaba Fontenay y había venido a verlo. Se admiró grandemente de lo que decía Lysis, pues jamás había oído nada tan extravagante. Cogió aparte a un criado de la casa y le preguntó si lo conocía. Este le respondió que no sabía nada de él salvo que era un hombre que se había vuelto loco por amar demasiado a Catherine, la doncella de Leonor. Su asombro fue todavía mayor porque conocía a la muchacha y no la creía capaz de provocar tanto amor. Sabía bien que era blanca de tez y que tenía el pelo un poco rubio; en cambio, los rasgos de la cara eran lo bastante desagradables como para ser considerada fea. No contento con ello, se lo comentó a Hircan, que le explicó en pocas palabras la enfermedad de Lysis. Una vez conocida esta, abordó descaradamente al pastor con estas palabras:

—Os ruego que perdonéis mi curiosidad por preguntaros quién sois. Al veros hablar de una manera tan extraordinaria tengo un deseo enorme de saberlo. Ninguno de aquellos a quienes he preguntado me ha dicho nada que me satisfaga.

—Nunca he negado a ningún hombre en vida lo que me pides –dijo el pastor–: has de saber que soy Lysis y esto te debe bastar.

—No es suficiente –respondió Fontenay.

—Te informo entonces –replicó el pastor– de que soy el pretendiente de la bella Caritea.

—Todo eso no es nada –le dijo el otro–, ¿cuál es vuestra profesión?

—¡Qué importuno eres! –dijo Lysis–. ¿No ves que soy pastor? ¿Mi traje no lo deja claro? Ahora bien, para que no te quedes con las palabras y las tomes al pie de la letra, te hago saber que no soy de los rústicos que están en los campos, soy de esos sobre los que se escriben historias en las novelas que se hacen hoy en día y cuyas aventuras son representadas por comediantes en los teatros.

—A fe mía, señor –dijo Fontenay, que no podía callar nada de lo que pensaba–, pienso que sois el sucesor de don Quijote de la Mancha y que habéis heredado su locura. Después de haber sido caballero andante quiso ser pastor, pero murió con ese deseo y creo que queréis ser pastor en su lugar y que lo imitáis en vuestras extravagancias123.

—Mentís –exclamó Lysis–, no hago nada que no sea invención propia, no imitaría nunca al que decís y, si he leído su historia, no ha sido sino por encima. Era un loco que se imaginaba que era el amante de Dulcinea sin haberla visto nunca; en cambio yo tengo la ventaja de conversar todos los días con Caritea. No sabía cómo buscar la suprema felicidad, no es en las armas donde se encuentra, de ellas solo se recibe pena y el alma se vuelve brutal: cuidando rebaños es como se saca provecho y contentamiento.

Fontenay, viendo que el pastor entraba en cólera, le dijo para irritarle más:

—Me desmientes, infame, pero has de saber que pretendo tener la razón. ¿Quién te crees que eres? Todo el mundo te desprecia. Esa Caritea por la que suspiras no te tiene en cuenta y es por mí por el que siente pasión, todos los días me busca y, sin embargo, no me dejo atrapar por sus encantos, pues tengo una infinidad de enamoradas más bellas.

p. 143Fue después de este agravio cuando Lysis montó totalmente en cólera; iba ya contra Fontenay para pegarle, pero Hircan lo retuvo por el brazo y lo llevó a pasear a otro lado mientras Clarimond hablaba con su enemigo. Lysis preguntó a Hircan si no tenía un espejo mágico en el que pudiera ver si era verdad que Fontenay era amado por la pastora. Hircan le respondió que había roto el suyo por despecho, al ver a una de sus amantes entre los brazos de uno de sus rivales y no había tenido todavía ocasión de hacer otro, pero que podría saber lo que deseaba de otra manera; que, por lo demás, si Fontenay le ofendía de alguna otra forma, haría que recibiera venganza. Entonces le mostró un bosquecillo y le dijo que todos los árboles que veía allí habían sido en otro tiempo hombres que había metamorfoseado porque le habían hecho algún daño a él o a sus amigos íntimos y que, para enriquecerse en un momento, no encontraba nada más sencillo que crear así, con todos sus enemigos, un bosque presto a ser talado bien pronto. Lysis, que había leído recientemente las Metamorfosis de Ovidio donde hay cosas mucho más increíbles, dio crédito a esto muy fácilmente y tomó la decisión de ser siempre amigo de Hircan para que no le hiciera ningún mal y le ayudara a castigar a los que lo ofendieran.

Algún tiempo después, como Hircan llevase a la compañía a la vivienda para tomar la colación, Lysis no dijo nada a Fontenay y se contentó con no mirarle. Sinope se encontraba allí y, como era un poco insolente, fue a decirle al pastor delante de todo el mundo:

—¡Ah! Corazón inhumano, ¿no sabrás nunca las penas que sufro por ti?

—¿Acaso, no ocurre así en todos los libros de pastores? –dijo Lysis–: una joven ama siempre a quien no la ama. En Montemayor Selvagia pretende a Alanio, Alanio pretende a Ismenia, Ismenia a Montano y Montano a Selvagia124. Así Sinope me persigue y yo persigo a Caritea, Caritea pretende a Fontenay y Fontenay a otra pastora que, posiblemente, ama a un pastor que solo ama a Sinope. ¿No es esta una bonita rueda que bien vale la de Pitágoras? Corremos todos uno tras del otro en los campos, agarrándonos el faldón como los niños cuando juegan a cierto juego cuyo nombre he olvidado. Caritea dirá: «No te vayas tan rápido, Fontenay mío»; y Lysis dirá: «Deteneos, Caritea mía, si no queréis que muera ante vos»; y, luego, Sinope irá tras uno al que dirá: «Deja a esta ingrata, Lysis, quédate con la que no vive más que por ti». No me extraña nada la diversidad de todos nuestros afectos, pues debe ser así y nunca se han visto libros de pastores en los que esto no haya sido observado, pero al final un día todo esto se armonizará por el poder de algún dios, cada uno amará a quien debe amar, como sucede al final de toda buena historia que termina siempre en boda.

Todos admiraron aparentemente estos buenos razonamientos, de manera que Lysis, creyendo haber hablado de forma muy adecuada, se mostró muy satisfecho. Sin embargo, después de haber dejado la casa de Hircan, le vinieron algunos recuerdos que le enardecieron contra Fontenay. Sin esto, habría vuelto a casa del mago, pues la madre de Clarimond no le agradaba, pero no podía consentir quedarse donde moraba su enemigo. Clarimond vino a hablarle de la ofensa que había recibido y le metió más en la cabeza el deseo de venganza, hasta tal punto que le costaba imaginarse qué podría hacer.

—Hay que batirse –dijo Clarimond–, no queda otro remedio. Retad a Fontenay, que es hombre ducho en el manejo de la espada, se encontrará en el campo del honor.

p. 144—He hojeado no pocos libros de pastores –replicó Lysis– y nunca he visto a un pastor que se batiera en duelo. Si alguno ha tomado las armas, como el padre de Céladon, no ha hecho bien y ha contravenido nuestras ordenanzas. No soy tan enemigo de las leyes para querer violarlas como él: no es porque me falte valor, pues si hubiera que batirse a palos sería de los primeros. Si quiere servirse de una honda para lanzar piedras, se me daría bien, desde pequeño me ejercitaba en ello. No hay nada que nos convenga más: se sabe que David se sirvió de una honda para matar a Goliat. Es uno de los primeros pastores del mundo y hay que imitarle en todo.

—Habrá que hacer saber entonces a Fontenay –respondió Clarimond– que deseáis batiros a golpe de honda con él.

—No tengamos tanta prisa –dijo Lysis–, posiblemente venga a pedirme perdón por haberme ofendido.

Con semejantes discursos llegaron al castillo de Clarimond, donde encontraron a Carmelin de vuelta; y fue en contra de lo esperado por su anfitrión, pues imaginaba que este hombre desconocido, con el dinero de Lysis, en lugar de traerle ovejas se iría tan lejos que no lo volverían a ver, y muchos habrían actuado así. Sin embargo, no había faltado a lo prometido, pues se figuraba que no podía pasarle nada mejor que servir al nuevo amo que había conocido, ya que era compañero y camarada suyo. Se veía alojado en un castillo en lugar de una cabaña, que era donde solía quedarse, y, sobre todo, le parecía muy agradable sentarse a la mesa de un gentilhombre, pues solamente estaba acostumbrado a comer en tabernas miserables. Además, en otro tiempo, había oído leer algunas páginas de las Delicias de la vida pastoril, cuyos encantos le cautivaron enseguida125. Así pues, había ido al mercado de un pueblo donde había comprado una docena de ovejas por más de lo que valían porque no tenía ni idea; también había cambiado el traje negro que llevaba antes por uno gris y se había hecho arreglar la barba. Lysis lo encontró bastante guapo y mejorado, aunque no se hubiera afeitado del todo y llevara largos bigotes: decía que tendría que quitarse todo ese pelo si se le ocurría disfrazarse de mujer para ir a ver a su enamorada. En cuanto al rebaño, aunque estuviera en mal estado, no dejaba de contentarse, pues eran tantas las ansias por tener uno que habría cogido el primero que se le presentara; por otra parte, decía que le cabría la gloria de alimentarlo y que de lo flaco que estaba solo podía engordarlo.

Después de haber cenado, se puso a considerar que la madre de Clarimond no le ponía buena cara; de hecho, la buena dama no estaba nada cómoda viendo a un loco en su mesa, precisamente ella, que no hablaba más que de devoción. Lysis pensó que era necesario buscar alojamiento en otra parte y alquilar alguna modesta cabaña para él y Carmelin. Además de esto, tuvo muchos otros planes que quería ejecutar en breve, de modo que llamó a su criado y le dijo:

—Mete nuestro rebaño en el establo si no está ya allí, tráeme la guitarra y dame una pluma, tinta y papel. Búscame una casa, infórmame de cómo se siente Caritea, saluda al mago y a su náyade, dile a Anselme y a Montenor que ya no soy su amigo. No estás atento, hay que decirte todo.

p. 145Carmelin se disgustó al oír esto y comenzó a quejarse de la precipitación de su señor, pues le resultaba imposible ejecutar todos sus encargos ni entenderlos siquiera. Pero Lysis le presentó excusas alegando que, en su ensoñación, había dicho todo lo que le había venido a la mente. Solo pidió su guitarra y la fueron a buscar a casa de Montenor. Clarimond, que le había oído tocar un poco ese instrumento, le dijo que en verdad la armonía que producía era encantadora, pero que cuando describía sus pasiones, ya fuera en prosa o en verso, el sosiego era mayor. Lysis lo dio por bueno y, dejando la guitarra, pidió una pluma y tinta para escribir una carta a Caritea. Era algo que debía hacer necesariamente para saber cómo se encontraba la relación y si estaba molesta con él. Pasó despierto toda la noche para componer tan hermosa obra, pero no hizo otra cosa que escribir y borrar mil fantasías. Finalmente, consiguió terminar la carta cuando todavía el día no había despuntado: fue a despertar a Clarimond para comunicárselo, pues ya no era tan escrupuloso como cuando escribió la primera, que no quiso mostrar a Anselme. Esta contenía esas palabras:

Carta de amor de Lysis a la hermosa Caritea

Desde que el Amor, que es una de las aves más ligeras del mundo, ha venido a hacer su nido en mi seno, al haber sido fecundada he tenido que dejarla gestar. Le ha salido un huevo del vientre que ha incubado mucho tiempo y, finalmente, ha hecho eclosionar esta criatura que os envío. No os costará nada criarla, no hacen falta para alimentarla nada más que caricias y besos. Está tan bien instruida que habla mejor de lo que sabría hacerlo un loro y os enteraréis tan bien por ella de las penas que sufro por vos como si por mí mismo fuera. Está encargada de preguntaros si aún estáis enfadada conmigo y de rogaros que me lo hagáis saber, no mediante un ser tan grande como este, sino por uno pequeño solo si queréis, y tened por seguro que, si vuestra severidad se apacigua, no serán ya párvulos los que os enviaré sino hermosos, llenos de valor y de afecto, tal y como quiere siempre ser

Vuestro fiel pastor,

Lysis126

El pastor estaba radiante al leerlo: juraba que se había superado a sí mismo con esta carta y Clarimond se lo reconoció, considerando que estaba llena de cierta gentileza que no era nada común. Y decía la verdad, en efecto, porque Lysis tenía a menudo buenos intervalos durante los cuales le venían tantas cosas distintas a la fantasía que, solo por probabilidad, tenía que haber algunas buenas. Era todo un hallazgo y en él daba a conocer por qué en francés se llaman así a las cartas de amor, lo que muchos no saben aunque usen esta palabra*. A Clarimond, tras alabar su invención, le entró tal impaciencia que selló rápidamente la carta y llamó a Carmelin para que se la llevara a Caritea. Este todavía se hallaba acostado, de manera que Lysis tuvo que gritarle mucho para que se levantase.

—¡Ah, perezoso! –le dijo–. ¿Quieres sepultar tu cuerpo y tu espíritu entre plumas? ¿No ves que el sol comienza a lanzar sus rayos primero sobre las bóvedas del cielo y después sobre la cara de las colinas y que vendrá pronto a dar en las hierbas más bajas? Ya los labradores se retiran del seno de sus mujeres en el que reposan sus cabezas como si fuera una almohada y ya los pájaros saludan la llegada del día con su canto.

Cuando Carmelin se levantó, vio que en verdad el día comenzaba a despuntar y Lysis le dio la carta pidiéndole que la llevara a su amada. Frotándose entonces los ojos, que todavía estaban a medio abrir, le suplicó que le dijera entonces cómo era esa dama y en qué lugar la encontraría.

—La conocerás cuando veas su boca bermeja –respondió Lysis–, es un sol que ve todo el mundo y que no conoce eclipses.

p. 146—Si es al sol al que escribís –objetó Carmelin–, a fe de hombre de bien, que ya podéis buscar a otro que lleve vuestra carta, pues no sabría volar tan alto. Hará falta que algún pájaro de presa sea vuestro mensajero.

—No lo entiendes o finges no entenderlo –replicó Lysis–, te hablo de la pastora Caritea que se aloja en el castillo de Oronte, te enseñarán bien el camino.

Clarimond, al oír este discurso desde su cama, llamó a Lysis y le dijo que se equivocaba enviando así a Carmelin a llevar una carta de amor a su amada y que podrían pegarle si lo encontraban.

—Encontraré remedio a esto –contestó Lysis–, he leído hace tiempo un libro que se llama el Templo de Venus: allí he visto buenos secretos para entregar con sigilo cartas y, entre otros, hay uno de una paloma doméstica que servía de mensajero. No quiero hacer lo mismo, sería rebajarme demasiado imitar a alguien, pero encuentro otro plan dándole una vuelta a este. Las gallinas del corral de Oronte salen a veces a la calle, haré que les aten la carta a la pata y la llevarán a la casa, donde Caritea la cogerá.

—El invento es excelente –dijo Clarimond–, pero Caritea debe estar advertida y daos cuenta de que, si encontráis el medio de hablarle, también encontraréis el medio de hacerle llegar vuestra carta sin tener que recurrir a esa artimaña, que ya no será necesaria. ¡Ah, conozco otro secreto! He oído decir que vuestra pastora es un poco golosa: cuando está en París no se priva de comer pasteles de carne. Habría que pedir al pastelero que, cuando fuera a comprarlos, metiera la carta en uno de ellos.

—No estamos ya en la ciudad –replicó Lysis–, creo que ha perdido la costumbre y, además, una carta como la mía no se mete entre los pasteles.

—Tenéis razón, mi señor –dijo Carmelin–; además, podría tener tanta hambre que se tragaría el hojaldre, la carne y el papel de un bocado: creo que una carta de amor es un buen manjar, pues no le suele faltar salsa agria.

—Doy mi alma al amor –dijo Lysis, usando un juramento de moda– si no estamos delante del gracioso total. ¿Así que tienes vis cómica, Carmelin? Me parece bien, eso me hará pasar el tiempo con menos aburrimiento; pero escucha, deja siempre fuera de tus burlas a mi amada como si fuera una divinidad.

—Eso está hecho –dijo Carmelin– y, en cuanto a la carta, no os rompáis la cabeza discurriendo buenas artimañas, creedme que encontraré otras muchas para hacerla llegar a la señora Caritea. Seré un maestro del ingenio en este asunto, pero tenéis que asegurarme que voy a dirigirme a una joven honrada y que solo la buscáis para casaros con ella ante la santa madre Iglesia; de otra forma no lo haré, pues soy un hombre que cuida tan encarecidamente su reputación como a la niña de sus ojos.

—Respondo por vuestro señor –dijo Clarimond–, no es un alcahueteo lo que pretendemos que hagáis, es un encargo honesto. No cuesta nada llamar las cosas por nombres honorables, limitaos a cumplir vuestro deber, puesto que sois tan escrupuloso.

p. 147Lysis y Carmelin dejaron entonces a Clarimond, pues nuestro pastor quería indicar el camino a su criado. Hizo salir al rebaño del establo, pero, al no tener su vara, no le resultaba fácil. No quería ir a buscarla a casa de Montenor y, para salir del paso, se le ocurrió un buen invento. Se sirvió para ello de un largo palo pintarrajeado que encontró y le ató con hilo un naipe al extremo. Casualmente, era la reina de corazones y eso le alegró enormemente. No paraba de decir que tenía muy buena suerte en ese lugar y que le hacía recordar a la pastora que era realmente la reina de su corazón y su deseo. Una vez confeccionada la bonita vara, salió del castillo de Clarimond y, encontrando un campesino llamado Bertrand a la puerta de una humilde casa de su propiedad, le preguntó si lo podía alojar allí a él, a su criado y a sus ovejas. El campesino respondió que sí, le mostró cómo era la vivienda, que le pareció bien, y lo ajustaron en un cuarto de escudo a la semana con el compromiso de que, en lo tocante al pan y a la fruta, se serviría de los de la casa y los pagaría cada día.

Acordado esto, Lysis mostró a Carmelin por dónde debía ir a casa de Oronte y, después de rogar al Amor que le fuese propicio, le dio permiso para partir y, tras ello, subió a una pequeña colina desde donde miró hasta que pudo verlo; pero, cuando lo perdió de vista, le entró algo de temor de que no cumpliera bien su objetivo. Le dio por pensar que a Caritea solo la conocían como Catherine du Verger y tuvo algunos remordimientos de conciencia por no haber informado del verdadero nombre a su criado, con el fin de que no fallara en encontrarla. Por otro lado, no podía arrepentirse de lo hecho, pues se figuraba que estaba comprometido por un juramento hecho con el Amor de no llamarla nunca de otra forma que por el nombre incomparable de Caritea; además, sumiéndose finalmente en lo más hondo de su locura, se hizo a la idea de que se llamaba así de verdad y que era algo conocido de todos. Cuando su mente estuvo en reposo por esta causa, tuvo muy dulces pensamientos imaginándose que Caritea recibiría sin duda la carta y que los términos que él había escrito se hallarían muy felices de ser el objeto de su vista y el tema de sus palabras.

Mientras tanto, su rebaño pastaba por donde había algo que comer y un perro grande que buscaba dueño apareció allí convenientemente para cuidarlo. Lysis, al salir de casa de Clarimond, había llenado su zurrón con un gran mendrugo de pan que había cogido de la artesa sin que los criados lo vieran. Le tiró un trozo al perro y, después de besarle el hocico y escupirle en los morros, hizo buenas migas con él. Eran ya tan buenos amigos que el pastor, viéndolo totalmente dispuesto a su servicio, creyó que solo le faltaba darle un nombre que fuera digno del perro y de su señor. Ocupó toda su mente en ello y, considerando que era necesario darle uno acorde a sus cualidades, no sabía si debía llamarlo Fiel o Valiente o Vigilante. Pero todas estas palabras comunes no cuadraban bien con su talante y se le ocurrió uno excelente a fuerza de meditar sobre ello. El perro era blanco por todas partes excepto por el hocico, que tenía de pelo rojizo. Esto hacía pensar en el oro, según su opinión, de manera que quiso llamarlo Musidoro, como quien dice Hocico de Oro u Hocico Dorado. Os dejo pensando lo ufano que se sentía por este hallazgo, pues se acordaba de haber visto en algunas novelas ese nombre de Musidoro que, aparte del significado que él le daba, quiere decir en griego don de las Musas127.

p. 148Esto hizo que se creyera capaz de bautizar a tantas personas como pudiera haber en los bosques de la Beauce y, encontrándose tan feliz buscando nombres, juzgó que debía dar uno a todas las piezas de su indumentaria. Se decía a sí mismo que ya que los caballeros andantes, que consideraba locos y furiosos, daban nombres a sus caballos y a sus espadas, los pastores que eran más loables que ellos no debían privarse del honor de dar también uno a su perro, a su vara y a su zurrón. No es seguro si el palo de su vara era el de una cofradía del pueblo, o si había servido de tirso en cierto ballet en el que había participado Clarimond128. Lo cierto es que estaba pintado de verde y dorado en algunos sitios, de manera que Lysis tenía ganas de llamar a la vara Doriverde o Verdorada: los dos nombres le parecieron muy bonitos y le costaba mucho decidir con cuál quedarse. A la espera de resolverlo, estaba casi convencido de coger los dos y, pensando en eso, se fue llevando a las ovejas ante sí. Hubo una que entró en una viña, las otras fueron tras ella y el perro también, que se puso a comer uvas. El pastor mismo no pudo abstenerse de coger algunas para su almuerzo, pero mientras picoteaba a uno y otro lado sin pensar casi en lo que hacía, ocupado como estaba con sus nombres, un campesino gordo y zafio, que llevaba una alabarda en la mano, lo agarró por el cuello y le dijo:

—A prisión ahora mismo, pagaréis la multa, ¿no hay otra cosa que hacer que comer los bienes de los pobres?

Lysis se afanó en zafarse de sus manos, pero llegaron al punto otros dos aldeanos que lo cogieron también, así que ya no se pudo resistir.

—¿Qué es esto? También ha traído a sus animales a la viña –dijo uno al ver a las ovejas y al perro–, servirán para reembolsarnos.

Este campesino, viendo que bastaban dos personas para retener a Lysis, lo dejó con sus compañeros y condujo al rebaño tras ellos. En cuanto al perro, los siguió ladrando a los que sujetaban a su dueño.

—Por lo menos llevadme sin escándalo –dijo el pastor–, dejad de asirme, iré de buen grado si me decís a qué lugar queréis que vaya a parar, ya que me hacéis correr tan aprisa.

—¿No veis que soy un guarda campestre*? –contestó el que llevaba la alabarda–, si no encontramos al juez para que ordene qué hacer con vos, os meteremos en prisión a esperar que llegue. Tened cuidado con lo que hacéis*.

—Señor guarda –replicó Lysis–, no sé a qué juez me llevas, pero has de saber que no conozco más que a Pan en lo que al pastoreo se refiere. No seré juzgado por los hombres ni tampoco por las mujeres, de cuyas manos escapé cuando era Amarilis. Solo los dioses están por encima de mí, pues, cuando estuve en Saint-Cloud, fui incluso juez de Anselme y de Guenièvre. En lo que hace a la prisión, ¡ay de mí!, no creo que puedas meterme en una más estrecha que en la que ya estoy por la hermosa Caritea. De todos modos, vayamos tranquilamente a ver qué quieren decirnos.

Después de esto, caminó sin resistencia con los campesinos y, como los pueblos están muy cerca unos de otros en Brie, en cuanto hubieron caminado un cuarto de legua, llegaron a algunas casas rústicas, de una de las cuales salió un alguacil que tenía barba de chivo, nariz de pavo, calzas blancas, jubón de sarga negra y sombrero alto. Hacía de juez del susodicho lugar en nombre de Hircan, que era el señor de las tierras e impartía alta, baja y media justicia. El guarda, al verlo, fue a decirle cómo había encontrado a Lysis causando destrozos en las viñas y el pastor tomó rápidamente la palabra.

p. 149—¿No estamos todos en la segunda Edad de Oro? –le dijo–. ¿No es preciso que todos los frutos de la tierra sean comunes y, además, entre pastores como nosotros, debemos tener consideración con estas leyes que solo están hechas para los forasteros?

El juez no entendía nada y estaba dispuesto a condenarlo rigurosamente cuando Hircan, que iba de caza, pasó por allí. Al verlo, Lysis se estremeció de alegría y tomó a la jauría de perros que lo acompañaban por un grupo de demonios que le asistían.

—Líbrame de estos corsarios –le dijo–: cuando era una muchacha me juzgó una mujer y ahora que soy un varón quiere juzgarme un hombre, todo esto en perjuicio del Amor que es rey de mi alma y de Pan que es rey de mi cuerpo y de mis bienes.

Hircan, viendo que Lysis se encontraba en dificultades, ordenó a todos los que allí estaban que lo dejaran en libertad. Alegaron que había comido sus uvas, pero Hircan les respondió que era poca cosa y tuvieron que obedecer a su señor. Lysis, ya con las ovejas a su disposición, llamó a su perro, que vino a festejarlo y, viéndose en condiciones de volver a los campos, se despidió del mago que lo había librado a tiempo por segunda vez y había recibido una alegría sin igual al encontrarlo en tal estado.

Mientras llevaba a pastar a su rebaño de un lado a otro, Carmelin había llegado al castillo de Oronte y preguntó por la pastora Caritea a todos los que encontraba. Nada le pudieron decir de ella y solo le contaron que Oronte tuvo en otro tiempo a un pastor, pero que no tenía ni mujer ni hija. Eso le extrañó tanto que no sabía ya a quién preguntar. Caminando llegó cerca del bosque de Hircan donde Sinope se paseaba con otra joven. Cuando ella lo vio, le preguntó dónde iba y a quién servía.

—Sirvo al pastor Lysis –respondió–, creo que es con vos con quien debo tratar. Me imagino que sois la pastora Caritea, pues tenéis una linda bata y un bonito delantal blanco.

Sinope, que tenía curiosidad por saber lo que Lysis había mandado decir a su amada, decidió engañarle y, tras confesarle que era cierto que se llamaba Caritea, lo cogió aparte para saber qué mensaje tenía que darle. Le dio tranquilamente la carta y, apenas la hubo leído Sinope cuando, para desesperar a Lysis, le dijo a Carmelin:

—Vuelve con tu señor y dile lo que no desea saber: que mi cólera no ha de tener fin, que no espere ningún favor de mi parte y no merece más que desdenes. En cuanto a ese pájaro del que me habla, no tengo ningún interés en él, no vale ni para hacer un estofado.

Dicho esto, le dio la espalda a Carmelin, que deseaba no haberla encontrado y hubiera preferido no llevarle noticias a su señor antes que dárselas tan malas. A pesar de ello, regresó despacio y, cuando lo encontró, le contó inocentemente todo lo que la pastora le había dicho. ¿Qué elocuencia sería capaz de expresar la tristeza sin límites de Lysis? Pero ¿qué necesidad hay de narrarlo si el silencio habla, mejor que nosotros, de la melancolía que le llevó a callarse largo tiempo, tumbado en el suelo como un hombre medio muerto? Finalmente, se levantó y, viendo que Carmelin iba de un lado a otro, le preguntó qué estaba buscando.

—Buscaba una fuente para coger agua y venir a tirárosla a la cara para que volvierais de vuestro desmayo –respondió Carmelin.

p. 150—¡Infeliz! –exclamó Lysis–. ¿Por qué la buscas tan lejos? ¿No ves que hay ya mucha que corre por mis mejillas? Mira estas lágrimas que me bañan el rostro: me han sacado de mi desvanecimiento, pero solo para darme el medio de quejarme. ¡Ah, arrepentimiento, tristeza, desánimo, rabia, suplicio, vergüenza, inquietud, encerraos para siempre en mi mente, pero perded las llaves y no salgáis más! Vos, rebaño modesto, pero agradable, ¡ay, qué poca compañía me habéis hecho! ¿Cómo puedo cuidaros si voy a perderme? ¡Ah, tendréis que cuidaros vosotras mismas si Carmelin y Musidoro no os acogen bajo su tutela!

Carmelin se esforzó entonces en consolarle, pero, viendo que era inútil, quiso llevarlo de vuelta a casa de Clarimond para ver si ese gentilhombre podía quitarle mejor su pesadumbre, pero Lysis le dijo que, aunque veía que el día iba a terminarse, no quería moverse de allí y que esperaría pacientemente a que los dioses se lo ordenaran. Carmelin, viendo su obstinación, fue a meter el rebaño en un establo del campesino que se había avenido a alojarlos y trajo un gran trozo de pan y un cuarto de queso a su amo para que recobrara fuerzas. Lysis no quiso comer y le suplicó, en el nombre de lo que más amaba en el mundo, que se retirara hasta el día siguiente y lo dejara ahí para que se lo comieran los lobos, si el destino lo quería así. Cuando Carmelin vio que llegaba la noche, no quiso pasarla cerca de él: fue a acostarse a casa de Bertrand sin entrar en casa de Clarimond ya que temía que lo reprendiera por haber obrado tan mal con su mensaje; si bien, a decir verdad, no había sido culpa suya.

El pastor se hallaba en un prado y, aunque acostado, no durmió nada. No hacía nada más que dar vueltas de un lado para otro y, ora hablaba a los árboles, ora a las fuentes, como si le pudiesen entender o responderle.

FIN DEL CUARTO LIBRO

i En francés calle: tocado consistente en un gorro con presillas o tiras típico del s. XVI; aunque empezó a usarse en el s. XIII, en el XVI lo llevaban ya las campesinas. El equivalente específico es crespina, mejor que cofia.

ii En el texto original aparece la expresión familiar y anticuada «trouver visage de bois»; literalmente, ‘encontrar una cara de madera’. Equivale, propiamente, a ‘encontrar la puerta cerrada’ y, en sentido figurado, a ‘experimentar una decepción inesperada’.

iii La carta resulta poco menos que intraducible, al desarrollar un juego de palabras imposible de trasladar a otra lengua. En francés poulet es, en este contexto, ‘carta breve de amor’, pero su sentido primero es el de ‘pollito’ y con esta analogía juega todo el texto.

iv Messier en el texto original, por monsieur, arcaísmo regional con ese significado.

v En el original, el guarda campestre pasa en la última frase, sin motivo, del voseo al tuteo, por lo que se ha corregido en la traducción.

97 Variedad de juego de la alta sociedad que consistía en golpear con una maza de madera, llamada mallo (en francés, mail), una bola de boj, para intentar completar el primero el recorrido del campo.

98 Este amigo-burlador de Lysis le recomienda un suicidio: primero a la manera de Céladon, con el que se abría la novela de D’Urfé in medias res (L’Astrée, I.1. 13–15); luego, según una variante en clave caballeresca y más sombría de la propia historia de Astrea y Céladon: la de Damon y Madonte (L’Astrée, III.6. 305–306).

99 Pierre Guédron (c. 1565–c. 1620) fue un compositor y tocador de laúd francés. Pasó de chantre (director del coro catedralicio) a compositor y maestro de música de cámara del rey; compuso numerosos ballets y canciones de corte.

100 Doble alusión, primero a Morfeo, el dios de los sueños para los griegos, y luego a la obra del admirado filósofo y orador Lucio Apuleyo (c. 123–c. 170), autor del Asno de oro, una novela en latín que mezcla mitología, erotismo y elementos burlescos. Tuvo una gran repercusión en la Edad Media y en el Renaciminento.

101 Las hamadríadas o hamadríades eran ninfas de lo árboles: nacían y morían en el árbol que les servía de morada y que pasaba a ser sagrado, por lo que no se podía cortar.

102 La guimbarda es un baile francés del siglo XVII: proviene del instrumento musical, bastante rudimentario, del mismo nombre.

103 Otra alusión directa a L’Astrée, a sus personajes principales y a la figura del druida, que es el jefe espiritual en ella. Su encuentro con el pastor remeda el del héroe con el ermitaño, tan frecuente en los Amadises.

104 En la mitología romana la diosa Aurora, equivalente a la griega Eos, personifica el amanecer. Perdió a uno de los dos hijos habidos con el mortal Titono y las lágrimas que vertió por su muerte son el rocío de la mañana.

105 Arbustos y árboles eran morada de distintas deidades de la naturaleza y, por lo tanto, no se podían maltratar impunemente.

106 La figura del mago remonta a la Arcadia (1504) de Jacopo Sannazaro y será común en el género pastoril a partir del Renacimiento. En la Diana de Montemayor está representada por la sabia Felicia y en L’Astrée por el druida Adamas.

107 Alusión a la historia del cruzado Rinaldo y la maga Armida, cantada por Torquato Tasso en la Jerusalén liberada (1581). La sarracena Armida sorprende a Rinaldo dormido y su primera intención es asesinarlo, pero se enamora de él y se lo lleva a una isla encantada.

108 Aquí se hace alusión explícita, de nuevo, a L’Astrée, en concreto al falso druida Climante que, haciéndose pasar por mago, engañó a las ninfas Galathée, Léonide y Silvie –en la novela, damas de alcurnia– para verlas desnudas (I.5).

109 Alcida era el patronímico de Hércules, también conocido como Alcides. El autor cita de memoria, pues la escena mencionada no concierne a Íole, sino a la reina de Lidia, Ónfale, que lo tomó a su servicio, lo vistió de mujer y lo puso a hilar. Poliarque es uno de los personajes principales de la novela Argenis de Barclay. Alexis es el nombre adoptado por Céladon en L’Astrée cuando decidió travestirse de mujer tras ser desterrado por su amada.

110 El cuévano es un «cesto grande y hondo, poco más ancho de arriba que de abajo, tejido de mimbres, usado especialmente para llevar la uva en el tiempo de la vendimia» (DLE).

111 El proceso al que se somete a Lysis –supuestamente metamorfoseada en una mujer– es un remedo de los tribunales de honor, comunes en la novela bizantina, como las que se mecionan a continuación, y que conllevan una prueba infalible de inocencia o culpabilidad.

112 Alusión a uno de los efectos especiales usado en el teatro, como en el mencionado: con ello se incide en el carácter de representación –es decir, de farsa– de todo el proceso.

113 Claudiano (c. 370–c. 404), ligado a la corte de Honorio en Milán, fue un poeta latino y autor de epopeyas mitológicas. Triptólemo recibió de la diosa griega Démeter unas espigas de trigo y un carro volador tirado por dragones, con el que extendió su cultivo por toda la tierra.

114 Se evocan aquí varios ejemplos de metamorfosis: el de Gorgona y Medusa, que tenían el poder de petrificar a todo aquel que fijara en ellas sus ojos; el de la joven Anaxáreta, convertida por Venus en estatua de piedra, y el de Diamante, transformado por Cronos en la piedra preciosa del mismo nombre.

115 El descubrimiento de la legendaria piedra filosofal, que permitiría convertir los metales básicos en oro e incluso alcanzar la inmortalidad, se asocia aquí con el acceso al conocimiento de forma sencilla.

116 Se opone aquí metafóricamente una bebida dulce, el hipocrás, «bebida hecha con vino, azúcar, canela y otros ingredientes» (DLE), muy popular en Europa desde la Edad Media, a la absenta: «bebida amarga elaborada con ajenjo» (DLE).

117 Carmelin mezcla aquí de manera inconexa, conforme a su carácter, conocimientos que ha aprendido de memoria: una referencia al rey legendario de Etiopía, Memnón, al que se concedió la inmortalidad; una anécdota del rey de Persia, Artajerjes; y una mención a la celebérrima riqueza de Creso, último rey de Lidia.

118 El término pantaura es ya desusado en mineralogía. «Y de la manera que la piedra imán atrae a sí el acero, esta pantaura trae todas las otras piedras, preservando de todo mortal veneno a quien consigo la tiene» (Guzmán de Alfarache, II.III.1). Lysis establece una analogía de su poder con el de la virtud apoyándose, una vez más, en autoridades como el romano Plinio –ya citado– o Guillaume du Vair, moralista estoico francés.

119 Alusión a una anécdota relativa a Dionisio I de Siracusa (431-367 a.C.) sobre su costumbre de hacerse recortar la barba por sus hijas y con tizones ardientes, para evitar posibles traiciones.

120 Dafnis y Cloe es una novela bizantina atribuida a Longo que narra, en clave erótica, los amores de esta pareja jovencísima en un ambiente bucólico: se considera el precedente de la novela pastoril.

121 Estos argumentos remiten a la doctrina neoplatónica del amor, con su teoría de las almas imantadas y su reunión en un único ser. Según Platón, existieron seres que reunían los dos sexos: los andróginos, separados luego por una divinidad; pero el hombre y la mujer, atraídos por el amor, reconstruyen una y otra vez el andrógino.

122 Antiguos pueblos guerreros de la mitología griega que habrían combatido en Troya y aparecen ambos evocados en la Eneida (II) de Virgilio.

123 Esta es la primera alusión explícita al Quijote y al capítulo que dio pie a Sorel a crear su historia: se trata del deseo expresado por el hidalgo, tras regresar vencido y enfermo a su aldea, de abandonar la caballería andante y hacerse pastor; pero pastor literario, ajustándose a las convenciones del género que había tomado el relevo a los Amadises, y pretende embarcar en tal empresa a sus amigos y a Sancho (II.73).

124 Sorel imita aquí, y cita luego literalmente, la cadena de amores no correspondidos de la Diana de Montemayor (I).

125 Se trata de la Arcadia de Lope de Vega, traducida por Lancelot en 1622 y reeditada en 1624 con el título de Les Délices de la vie pastorale de l'Arcadie (Lyon, chez Pierre Rigaud).

126 Esta carta es un homenaje en toda regla a un poema de Pierre de Ronsard, que se servía de las mismas imágenes e incluso sintagmas enteros: en concreto, a los dos tercetos del soneto IV de los Amours (1552–1553).

127 Musidoro es uno de los personajes de la Arcadia, otra novela pastoril. Está escrita en inglés, traducida dos veces al francés en 1625 y cuyo autor es Sir Philip Sidney.

128 El tirso era una «vara adornada con hojas de hiedra y parra, y rematada con una piña en la punta, que solía llevar como cetro la figura de Baco; se usaba en las fiestas dedicadas a este dios» (DLE).