LIBRO V

Cuando el día comenzó a clarear, el desafortunado pastor, al no ver más que una pálida luz, se figuró que solo sería la aurora la que iluminaría el mundo de la mañana a la noche a causa de la tristeza que recibía el cielo de su infortunio. Esto no hizo sino acrecentar su tormento, pero no quería quejarse tan alto que pudiese oírlo Caritea desde su casa, aunque estuviese a una buena legua de allí. Clarimond, que acostumbraba a pasear un poco nada más levantarse, oyó los lamentos y, conforme se acercaba, se encontró a Carmelin que iba a verlo y le contó la desesperación de su amo. De inmediato se dirigieron hacia él y Clarimond le preguntó primero:

—Vais a quedaros ahí para siempre? ¿De qué viviréis, pastor?

—¡Pobre de mí! –respondió Lysis–. Preguntad más bien de qué moriré y os responderé que moriré de amor. No tengo ya ninguna esperanza con Caritea: me detesta y no quiere oír hablar más de mí. Clarimond preguntó entonces a Carmelin si era seguro que Caritea se había mostrado tan severa.

—Si la hubieseis visto cuando le hablé – contestó Carmelin–, la habríais tomado por una tigresa vestida de mujer, pero hay que confesar también que era la tigresa más bella que haya visto jamás. Sus ojos eran tan ardientes que, según he oído decir a mi amo y a otros enamorados, parecía que fuesen de fuego y de veras imaginaba que echaban petardos y cohetes como las diosas de las hogueras de San Juan.

—Eso es justo lo que pensaba –dijo Lysis–, la cólera la poseía, como de costumbre. Hace mucho tiempo que me amenaza con consumirme. Mas, ¡oh, dioses!, habéis ordenado otra cosa: vuestras revelaciones me han enseñado esta noche que deseabais colocarme entre las metamorfosis para adjuntarme a las de Ovidio. Esto no es una mentira, Clarimond, habéis comprobado que cuando el cielo no sabe ya que hacer con un hombre y se apiada de su tormento, le da una nueva forma.

p. 152—Así lo creo –dijo Clarimond– y, siendo esto así, veremos cómo todo va a salir bien: actuad de tal suerte que, del amante desesperado que sois, os transforméis en un hombre libre y contento, con el fin de que despreciéis a vuestra ingrata pastora. Será una buena metamorfosis.

—No comprendéis el misterio –replicó Lysis–: en lugar de transformarnos en algo contrario, siempre lo cambian a uno en algo que se acomoda a nuestro talante. Por ejemplo, la metamorfosis de un ladrón será en pájaro de presa; un estafador, en zorro y un hombre dócil, en un cordero. Ahora que estoy a punto de perder mi forma primera, más vale que me ponga de buen humor para que mi metamorfosis no sea en un animal desagradable. De todos modos, tengo un secreto para darme a valorar y es que no quiero tomar una forma que ya haya tenido otro: mi deseo es contar con una metamorfosis de la que no se haya oído hablar jamás.

Carmelin se había dado cuenta ya de que su amo era muy insensato, pero no pensaba hasta ese momento que lo fuese tanto como para imaginar cosas tan extravagantes. No obstante, al ver que Clarimond lo oía todo con un semblante serio y recordar haber oído hablar de las metamorfosis de la antigüedad, su brillante mente no sabía a qué atenerse. Lysis, por su parte, tras poner fin a sus sollozos y suspiros, se incorporó un poco e hizo sentar a Clarimond junto a él.

—Veamos –le dijo–, pongamos que los dioses me dejan elegir la forma que habré de tomar, ¿cuál me aconsejaríais escoger? No cuesta nada tener buenos deseos o tiernas fantasías.

—Si fuera vos –contestó Clarimond–, desearía convertirme en un perro de aguas: Caritea os besaría, os cortaría el pelo, os daría de comer en su mano y os acostaría con ella. Pensad en la alegría que tendríais.

—Eso me conviene –dijo Lysis–, pero he visto un perro en su casa que no se entiende con los gatos, y hay por lo menos siete u ocho, y le hacen no pocos arañazos. Me disgustaría bastante si me vinieran a arañar así.

—Metamorfoseaos, pues, en pulga –replicó Clarimond–: saltaríais de un lado a otro. Iríais hasta el pecho de vuestra pastora y, de allí, un poco más abajo. Os dejo lo demás a vuestra imaginación.

—Pero si Caritea me descubre –dijo el pastor– me aplastará con las uñas y adónde irá el pobre Lysis? No quiero eso, creo que no hay nada mejor que ser algo sin vida. Os dejan ahí, no os hacen nada, duráis todo lo que podéis. No hablo de plantas, pues viven, hablo de muebles y de objetos necesarios, un espejo por decir algo: esta forma me vendría muy bien, pues tengo ya el retrato de Caritea pintado en mi corazón. Me reflejaría su rostro tanto presente como ausente; pero, por otra parte, no recibiría ninguna otra imagen y los demás vendrían a mirarse en vano. Ahora bien, uno no se vuelve insensible por haberse transformado en mueble: simplemente, el alma se retira a un rincón.

—Mi amo, sin ofenderos –dijo Carmelin–, se me ocurren ideas tan buenas como las vuestras sobre este asunto. Tranformaos en camisa y tocaréis la carne delicada de vuestra Caritea, o el escote, y rozaréis sus pezones: os enjabonará con sus manos. Me parece que tenéis mucha falta, pues estáis muy sucio por haber dormido esta noche en el suelo. Pero todavía mejor: cambiaos en navaja; me disfrazaré de quincallero y os venderé a ella; luego os meterá en su vaina y os llevará siempre pendido de su cintura al lado de su virginidad. Será una estupenda metamorfosis.

—Ya no hablas como docto –observó Lysis–, creo que el disgusto que tienes al verme tan afligido te hace perder la cabeza. Tus dos primeros cambios no se me antojan lo bastante distinguidos para mí y, en cuanto al último, es muy impertinente y pernicioso. ¿No te das cuenta de que si fuera navaja podría ocurrir alguna vez que cortara los dedos de mi Caritea y eso me daría mucha pena? No te metas en esto. Ve ahora mismo a la casa a buscar mi rebaño o, más bien, el tuyo para llevarlo a los campos.

p. 153Carmelin se vio obligado a obedecer la orden de su amo. Acababa de marcharse cuando Hircan, que iba solo de paseo a ver a su amigo Clarimond, llegó a aquel lugar. Este lo vio venir, pero no dijo ni palabra para no interrumpir la perorata de Lysis y también porque el otro le hacía señales. Hircan se acercó muy despacio por detrás del pastor para asustarlo tirándole el sombrero, pero le dio tal sacudida que lo envió contra las ramas de un viejo sauce que había enfrente y allí se quedó colgado. Al volverse Lysis hacia Hircan lo saludó solo por cortesía porque no tenías ganas de reír: quiso recuperar el sombrero, aunque se imaginara que estaba a punto de quedarse sin él. Por desgracia, ni Clarimond ni Hircan llevaban bastón para descolgarlo y Carmelin se había llevado la vara para guiar el rebaño. El sauce era muy alto, pero subió sin dificultad poniendo el pie en las aberturas que la podedumbre había dejado; no obstante, al estirar el brazo para alcanzar el sombrero, cayó de golpe en el hueco del árbol, que los años habían carcomido tanto que cabía dentro un hombre. Solo asomaban la cabeza y los brazos que extendía de uno y otro lado para empuñar dos gruesas ramas. Estando en tal postura, empezó a exclamar así:

—No hay que pensar más, Clarimond, la cosa está resuelta: podéis sopesar en vano de qué manera me voy a metamorfosear. Mi destino ha querido que me transformara en árbol. ¡Ay, Dios, siento que mis piernas se estiran y, mudándose en raíces, se clavan en la tierra! Mis brazos son ahora ramas y mis dedos, sus vástagos. Ya veo salir las hojas; mis huesos y mi carne se tornan en madera, y mi piel se endurece y se cambia en corteza. ¡Oh, antiguos amantes que habéis sido metamorfoseados! En adelante seré uno de los vuestros y mi memoria vivirá eternamente con la vuestra en las obras de los poetas. ¡Oh, queridos amigos aquí presentes! Recibid mis últimos adioses: ya no pertenezco a la especie humana.

Hircan y Clarimond se quedaron tan asombrados al oírle hablar así que no sabían qué decir ante tal extravagancia. Finalmente, Clarimond se acercó al árbol y le dijo a Lysis:

—Salid de ahí, pastor, ¿queréis que os ayude? Cuando estéis fuera veréis que todavía sois lo que habéis sido siempre.

—El cielo me impide marcharme de aquí –replicó Lysis– y ya la corteza, que sube poco a poco, me va llegando a la boca, de suerte que no podré hablar más.

Al ver esta locura, Clarimond supuso que Hircan era la causa y que Lysis, tomándolo por un mago, creía que lo había ligado a ese árbol. Le rogó muy bajo al otro que se marchara y, cuando se hubo alejado, hizo todo lo posible para persuadir al pastor de que debía salir del lugar en que estaba, pero no consiguió nada: ya solo le respondía con suspiros y no ocupaba su mente sino con fantasías que debían ser las más grandes del mundo. Después de estar una hora, por lo menos, intentando apartar esa extravagancia de su mente, regresó Clarimond a su casa, donde encontró a Hircan que conversaba con su madre. Tras almorzar juntos montaron a caballo y se fueron a ver a Montenor y a Anselme para contarles la extraña aventura del pastor. Entretanto, Carmelin, que había ido a buscar a su rebaño, empezaba a aprender el oficio de pastoreo y, queriendo volver a ver a su amo, se dirigió al lugar en el que lo había dejado: le dejó pasmado verlo dentro de un sauce y, al preguntarle que hacía allí, el pastor le respondió que, a pesar de todas las propuestas que había hecho, los dioses lo habían transformado en árbol.

—¡Ah! Mi amo –dijo Carmelin–, os engañáis; tenéis el rostro más hermoso que nunca. No tenéis más que salir y veréis que todavía sois un hombre. Mirad, vuestro sombrero está allá arriba, entre esas ramas. Voy a bajarlo con un golpe de vara: ¿queréis que os lo ponga en la cabeza? Se os va a enfriar.

p. 154—¡Ay de mí! Lo que tomas por una cabeza humana es el extremo grueso de mi tallo. No hay costumbre de cubrirlo ni con sombrero, ni con un gorro de dormir, porque eso le impediría crecer. Ahora tiene que estar al aire.

—¿Por qué pensáis que no tenéis ya cabeza? –contestó Carmelin–. ¿Acaso no veo vuestro pelo que está rizado como la lana de nuestras ovejas?

—Te equivocas, amigo mío –replicó Lysis–, no es nada más que musgo.

A pesar de esta fantasía que Carmelin no podía entender, no paró hasta derribar el sombrero y, alzándose, lo puso en la cabeza de su amo, pero Lysis lo sacudió tan fuerte que lo hizo caer.

—Sois muy testarudo –dijo Carmelin–, ¿por qué no os ponéis el sombrero, aunque seáis un árbol? Seguís llevando el jubón y los gregüescos, imagino.

—¡Ah! Amigo mío –respondió Lysis–, si hubiera llevado el sombrero cuando me he metamorfoseado, me habría quedado con él y no querría que me lo quitaran ahora, pero no lo tenía, así que ya no me conviene.

—Entiendo, pues, –replicó Carmelin– que os lo poníais porque sois un hombre tan bien proporcionado como cualquier otro que haya de aquí a París y no os lo doy como a un árbol porque, si lo fuerais de verdad, no lo necesitaríais, ni tampoco traje. Y, para probaros que sois todavía Lysis, solo os daré como explicación que aún estáis vestido de pastor y, si fuerais un árbol, deberíais quitaros toda la ropa.

—¡Ah, cuán absurdas son tus razones –objetó Lysis–, bien veo que solo hablas por interés! Quieres quitarme el traje para venderlo a los traperos de París y aprovecharte de mis despojos, pero ten por cierto que no lo tendrás jamás. Se ha hecho parte de mí mismo y no es ya más que una gruesa corteza por encima de mi piel, que se ha convertido en una cáscara más delgada cubierta de la otra, como puedes apreciar en los árboles. En pieles semejantes escribían antaño los antiguos antes del uso del papel, pero no te digo esto con el fin de que vengas a despellejarme y hagas cartas para tu amada. Soy un árbol sagrado que no está permitido tocar sino a los dioses y a Caritea, y al servicio de esta beldad estoy consagrado. Que venga a grabar sus iniciales en mi tronco: lo soportaré sin gemidos.

—No lo veo así –respondió Carmelin–: aunque hubierais cambiado como decís, me sería imposible creer que vuestra ropa lo haya sido también ¿Qué tiene que ver con vuestros amores? ¿Ha sido maltratada por una pastora?

—No comprendes los misterios divinos –dijo Lysis–: si hubieras leído a Ovidio, el más grande teólogo entre los poetas, sabrías que la ropa se metamorfosea al igual que el cuerpo cuando muda un hombre en flor, en fuente o en pájaro; no hay que despojarlo antes. Incluso cuando se transformó Atlas en una montaña, sus amplios ropajes llenos de pliegues acabaron siendo cavernas y salientes pétreos129. Lee a los buenos autores y no me importunes con cuestiones tan tontas.

—Quiero creerlo todo, o casi –replicó Carmelin–, pero lo que me fastidia y me hace hablar tanto es que me veo privado de todas las esperanzas que me habíais dado. Ya no gozaré con vos de los placeres que me habíais prometido y eso me hará suspirar de dolor por mucho tiempo.

p. 155Tras esto, Carmelin se deshizo en lamentos harto ingenuos, pues era un personaje con un talante tal que no parecía haber venido al mundo sino para hacer reír a los demás y, salvo diez o doce sentencias con lugares comunes que había aprendido como un pájaro enjaulado, no sabía más que chanzas rústicas que contaba con mucha naturalidad. Dijo cantidad de cosas que debían emocionar a su amo, pero a este el amor le había trastornado tanto el cerebro que solo disfrutaba con sus fantasías.

La conversación duró dos o tres horas, hasta que llegaron Anselme, Montenor y Clarimond, que se habían apresurado a almorzar para ir a ver a Lysis. A Hircan le habían pedido que se volviera a su casa por miedo a que su presencia causase pesar al pobre pastor. Estando allí le hicieron ver que imaginarse transformado en árbol era cosa de hipocondríacos, visto que era tan hombre como ellos. Al ver que persistía en su opinión, mandaron a sus lacayos que trajeran unos tajos y, subiéndose en ellos, se afanaron en sacarlo fuera del sauce, ya que no quería salir de buen grado. Entonces se agarró a las ramas más firmemente que antes y gritó tan alto que Musidoro, que estaba con Carmelin, se puso a ladrar a los que tiraban de él.

—¡Ah! Perro fiel –dijo Lysis–, tienes tan buenos sentimientos que, aunque no sea ya hombre, me sigues reconociendo. Tomad ejemplo vosotros, que habéis sido antaño mis amigos. Apiadaos de mí como hace él. ¿Acaso tenéis menos compasión que un animal? No me persigáis.

Después de tales quejas gritó más alto que antes y se sujetó tan fuerte al árbol que se percataron de que le arrancarían los brazos antes que retirarlo de allí, pues había entrado en una furia que lo hacía tremendamente fuerte. Sus buenos amigos no quisieron, pues, hacerle más daño y lo dejaron para pensar en una solución mejor que permitiera sacarlo del árbol. Mandaron ir a buscar leña e hicieron fuego cerca del sauce. Eso solo sirvió para que redoblaran los lamentos del pastor, que gritaba como ya si sintiera las llamas y no se le pasó por la imaginación que fuera posible irse. Como vieron que el humo lo cegaba, apagaron el fuego y Clarimond hizo llamar a un leñador al que le dijo que cortara el sauce, visto que Lysis no quería salir. Al primer golpe del hacha el pastor dio un grito que creo que se podía oír a tres leguas a la redonda y luego habló así:

—¡Ah, impío! ¿Qué haces? Soy un árbol consagrado a Diana. Nunca el hierro me había tocado: era tan virgen como mi diosa130. ¿No temes que te fulmine un rayo? Deja vivir bajo esta corteza a un pobre pastor que no te hecho daño alguno.

Entonces a Clarimond se le ocurrió decirle:

—Pastor, ¿no os acordáis de lo que me dijisteis hace bien poco? Me asegurasteis que la corteza iba a subiros por encima de la boca y que ya no hablaríais, pero no se oye más que a vos. Si sois un árbol no debéis hablar, los árboles de aquí alrededor no hablan.

—No te das cuenta también de que soy un árbol especial –contestó Lysis–, no soy como mis vecinos: soy profeta como los árboles del bosque de Dódona y por eso los dioses me han dejado el uso de la voz131. Pregúntame lo que sea y te responderé pertinentemente. De aquí en adelante este lugar será más visitado que el templo de Apolo y dictaré oráculos a todo el mundo.

—Por lo que a mí hace, solo os pido una cosa, mi amo –dijo Carmelin–, que lo demás no me interesa que lo adivinéis. Ya que conocéis el futuro, decidme solamente si vais a seguir siendo por mucho tiempo hombre árbol, y creo que toda la compañía tiene tantas ganas como yo de saberlo.

p. 156—Seré árbol hasta que le plazca a los dioses –replicó Lysis– y si te imaginas que no te he satisfecho como se debe, toma nota de este secreto particular: todos los que se meten a adivinar saben siempre todo, excepto lo que les va a suceder, y esto no debe parecer extraño porque el destino lo ha ordenado así con el fin de estar siempre por encima de ellos y rebajar la vanidad que pudieran albergar.

Anselme se enojó mucho al ver que Lysis persistía en el error, pues habría querido verlo con sus alegres pensamientos para llevarlo a casa de Oronte. Leonor era una mujer tan especial que no tenía acceso a ella siempre que quería, ni a su hija tampoco. Las extravagancias de Lysis, que tanto agradaban a estas damas, le habían servido de mucho para encontrar la oportunidad de conversar con ellas, de tal suerte que hacía todo lo que podía para convencerle de que debía seguir llevando la vida de antes.

—¿Qué vais a hacer en ese árbol? –le dijo–. ¿Quién va a venir a traeros de comer? ¿Pensáis que voy a ser yo quien se dé ese trabajo?

—¡Ay de mí! Los árboles no comen –respondió Lysis–, al contrario: dan de comer a la mayoría de los hombres. No te preocupes de mí, te lo ruego. Cada vez que quieres serme útil, me haces un flaco favor. He estado bastante enfadado contigo porque me habías dicho que esto era Forez, pero ahora lo disculpo: creo que todo ha ocurrido por una fatalidad deliberada.

—Toda esta palabrería no va a alimentarnos –dijo Carmelin–, ¿pensáis vivir del aire y de oler el viento que pase? Creo que no habéis comido desde anteayer, pues ayer solo metisteis en el zurrón un trozo de pan que solo bastaría para vuestro perro. No quiero saber nada más: a vientre vacío, cabeza hueca.

Todos se asombraron de lo que decía Carmelin y Clarimond, apiadándose del pastor, que llevaba tanto tiempo en ayunas, mandó buscar a su casa un trozo de pan y carne. Su madre, que era muy caritativa, al oír hablar de la locura de Lysis, se acercó para hacerle comer, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Era un gusto oír las razones que alegaba el pastor para probarle que era un árbol. Anselme y Montenor no podían evitar reírse y esto la enfadó tanto que no pudo por menos que hacerles ver que había que compadecer a ese pobre hombre más que burlarse de él. Para apaciguarla un poco intentaron también dar de comer a Lysis y, recurriendo a la violencia, visto que el tacto no servía de nada, le abrieron los dientes con un bastón y le metieron un poco de carne en la boca, pero él se la escupió en la cara. Clarimond, que era vivo de mente, le dijo entonces:

—Señor sauce, si no queréis comer, ¿querríais al menos beber? He hecho traer un brebaje excelente que bien vale el néctar de la mejor cosecha.

—Los árboles ni comen ni beben –respondió Lysis– ¿es que no os entra eso en la cabeza?

—Cuán equivocado estáis –replicó Clarimond–, ¿cómo iban a crecer las plantas si no se las regara?

—Acepto que me reguéis –dijo el sauce–, pero tiene que ser por los pies y, además, solo debéis emplear agua clara.

—Vino será mucho mejor –objetó Clarimond–, es un secreto que no todos los jardineros saben y quiero echároslo desde arriba para humedeceros más. ¿No sabéis que la lluvia cae a plomo en la cabeza de los árboles?

p. 157Dicho esto, Clarimond, muy contento de haber conseguido que Lysis aceptara beber, quiso aprovechar la ocasión. Subió encima de un tajo, le puso en la boca un embudo que había mandado a buscar y luego Champagne vertió por lo menos cuartillo y medio de vino dentro. El sauce se alegró bastante al tragarlo y le dijo a Clarimond:

—Tengo que reconocer, querido amigo, que sabes cultivar las plantas muy bien. La médula está completamente humedecida del licor que acabas de darme y la savia, que es el humor radical de los árboles, ha recuperado su vigor.

—Ya os lo decía –respondió Clarimond–, voy a haceros probar otro brebaje que es mucho más nutritivo. Después de estas palabras mandó por lo bajo a Champagne que fuera a su casa a ver si quedaba algún caldo. El lacayo volvió enseguida con un potaje de calabaza que se había preparado para los carreteros. Lo vertieron de nuevo por el embudo y, cuando las sopas no podían pasar, se las empujaba con un bastoncillo como se carga un cañón. El sauce se lo tragaba todo sin rechistar, pues, aunque los árboles no debían comer, su estómago seguía estando hambriento y, dejando a un lado su locura, estaba encantado de que lo alimentaran. Cuando hubo terminado y le quitaron el embudo de la boca, lanzó tres o cuatro grandes suspiros porque no aguantaba más tener taponado tanto tiempo el paso del aire. Finalmente, dirigió estas palabras a Clarimond:

—Este segundo riego no es tan líquido como el primero y, sin embargo, te confieso que no es peor.

—Ya estáis listo hasta mañana –dijo Clarimond–, pero ruego a los dioses que podáis vivir muy pronto de otra manera entre los hombres.

Tras expresarse así, consideró que, para obtener algo del talante de Lysis, había que ir poco a poco y con artimañas, como había hecho, y, con el fin de no irritarlo más, abogó por retirarse con el resto. Cenaron en su casa, pero Carmelin, al que habían dejado a solas con su amo, viendo que se echaba la noche, le preguntó si no quería ir a acostarse a una casa, visto que la pasada noche no había descansado y había dormido en el campo.

—¿Y dónde has visto que se preparen camas a los árboles? –respondió el pastor sauce–. Me vendría bien estar acostado entre dos sábanas con mis raíces terrosas, mi corteza cubierta de musgo y mis ramas frondosas; pero, a la hora de acostarme, ¿crees que podría hacerlo? ¿No tengo que estar siempre derecho?

—Ya que deseáis que os imagine como un árbol –replicó Carmelin–, así sea, pero decidme: ¿cómo no habéis tenido más cuidado en convertiros en un árbol más hermoso y más útil del que sois? Formáis parte de esos míseros tarugos* que solo sirven para hacer aros y varas. Más os valdría ser un buen peral. Cuando os cortaran harían con vuestra madera bonitas sillas en las que se sentarían reyes y regentes, y daríais luego buenas peras que llevaría yo a vuestra amada.

p. 158—No haces más que ensartar impertinencias, Carmelin –contestó Lysis–: en primer lugar, corrompes mi nombre y, en vez de decir que formo parte de los sauces, dices que de los tarugos; pase por esto porque sigues la pronunciación del vulgo, que llama así a los pedazos de madera de mi especie. Pero me desprecias tontamente porque no sirvo para nada: pues esa es precisamente mi dicha y, aun cuando fuera el árbol más hermoso del mundo, no habría que cortarlo, sería tanto como como mutilar mis miembros y cometer un gran crimen. Aquel que me toque merecerá el cadalso igual que si hubiera masacrado al verdadero pastor Lysis. En cuanto al fruto que deseas verme dar para llevar a Caritea, es una señal de tus pocas luces, pues, si esa beldad me odia, no querrá comer lo que venga de mí y, además, tendría la desgracia de que otras podrían probarlo tanto como ella, lo que sería muy enojoso. Mira, Carmelin, todo el bien que espero es que mi pastora pueda venir un día a este lugar con sus compañeras y que bailen a mi alrededor, pobre y desolado sauce, diciendo cada una su canción. Les responderé primero con el murmullo de mis hojas, luego bajaré mis ramas al suelo para hacer la reverencia a Caritea, luego le haré una queja tan sentida que se apiadará de mí.

—¿De verdad creéis que os tomará por un árbol? –dijo Carmelin–. Pues os aseguro que estos señores que acaban de marcharse y que son vuestros amigos se burlan abiertamente de ello y os habéis dado cuenta. Yo mismo les he oído decir que imaginabais estar aún en tiempos de los paganos, que tenían como artículo de fe todas esas metaforimosis (no sé cómo llamáis a esos inventos), y que de ahí viene vuestro mal.

—Recula o cállate –replicó Lysis–, que pliego una de mis ramas madre y te descargo un golpe tan terrible en el espinazo que te mando al otro mundo. Ni tú ni esos de los que hablas entienden nada de los misterios sagrados. Ven acá, escúchame, ahora que te has calmado: ¿se ha encogido el brazo de los dioses desde el tiempo de los antiguos griegos, que tantas cosas raras escribieron de ellos? Si otrora se vieron hombres transformados en árboles, ¿por qué no pueden verse ahora? ¿Solo los vieron y hablaron de ellos los autores de tiempos pasados? Que lean el Endimión que se ha compuesto hace poco y verán que Hermodán, que tenía el honor de ser pastor como yo, fue metamorfoseado en acebuche, al igual que la pastora Diofanía, su amada, lo fue en mirto132. He leído su historia, que elogian y aprueban todos, tráemela como autoridad cuando te hablen de mí.

Mientras el sauce hablaba así, el sol se oscurecía en todas partes, tanto por haber pasado al otro hemisferio como porque las nubes se acumulaban a diestro y a siniestro. Carmelin, al ver esto, le dio las buenas noches a su amo para llevar el rebaño al establo. Musidoro lo seguía tranquilamente, pues era tan amigable que servía a quien más le daba y, desde que Lysis había dejado de darle pan, se había arrimado al criado que lo alimentaba. No bien hubo llegado el pastor Carmelin a casa de su anfitrión cuando sobrevino una lluvia intensa que le hizo temer por su amo; pese a ello, no podía compadecerlo, considerando que él solo era la causa de todos sus males.

p. 159El árbol en el que se encontraba Lysis tenía las ramas tan separadas que no le dejaba en absoluto a cubierto. El agua calaba su traje ligero y se dejó sentir muy pronto, por mucho que imaginase estar bajo una corteza. No hubo ensoñación que valiera: tuvo que soltar las ramas a las que había estado ligado tanto tiempo y luego permaneció en una pequeña elevación lo más agachado que pudo. Decía para sí, entre sus fantasías de hipocondríaco, que, ciertamente, un riego semejante al de la tarde anterior no había que rechazarlo, pero que este otro no le gustaba nada y que lo mucho cansa. Tenía miedo de que su madera se pudriese si seguía lloviendo así por mucho tiempo y se persuadía de que a los árboles hermosos como él no se los debería dejar abandonados en medio de los campos y que, si no se les podía transportar para meterlos en una casa en tiempos de tormenta, al menos se les podría hacer una funda. En esos momentos lamentaba no ser un árbol del jardín de un gran señor, que hace cubrir todo su parque de un pabellón de pizarra y manda hacer ventanas con bastidores de cristal. Esa moda hubiera resultado muy cómoda para árboles como él. Y lo que era peor, llevaba la cabeza descubierta; aunque su mente estuviese bastante perturbada, no dejaba de pensar en su sombrero, que Carmelin se había llevado al ver que no quería ponérselo: le habría venido muy bien. Por fin, el cielo se apiadó del pobre loco y dejó de verter agua sobre su cabeza. Las nubes se disiparon y eso le permitió que la ropa se secara con el calor natural.

Entretanto, Montenor, Anselme y Clarimond habían hecho llamar a Carmelin y supieron por él cómo había quedado Lysis, así que decidieron dejarlo allí para ver qué le sucedía y si tenía la paciencia de aguantar toda la noche. Se quedaron a dormir en el castillo en el que estaban y Carmelin quiso volver con su anfitrión. Este buen campesino, extrañado de verlo regresar sin Lysis como la noche pasada, le preguntó dónde estaba. Le dijo que se había convertido en árbol o que imaginaba serlo, lo que no dejó de maravillarle. Quiso saber también por qué motivo querían guardar ovejas. Carmelin le respondió que no se preocupara por eso, pero que si quería preguntárselo a su amo, le daría razones mejores que él. Bertrand no obtuvo más explicaciones y toda la familia se acostó en paz, incluido el aprendiz de pastor. Tres horas más tarde, por lo menos, como el tiempo mejoraba, la luna llena empezó a asomar y Lysis, después de observarla, la saludó en estos términos:

—Sed bienvenida, hermosa Diana de frente plateada, ¿dónde vas tan deprisa? ¿Qué nuevo amor te emponzoña? Me parece que oigo restallar, en esta calma, el látigo con el que azuzas vivamente a tus caballos: se diría que quieres que corran la posta. Detente a considerar la fortuna que ha tenido un miserable pastor.

Conforme pronunciaba estas palabras, vio salir de entre los árboles de un soto cercano a tres ninfas que, si no tenían esta cualidad, al menos las tomaba por tales. La que iba primero estaba vestida de gasa plateada y las otras dos de fustán blanco. Tras acercarse despacio, la más vistosa dijo a sus compañeras:

—Hermosas hamadríadas, hacedme un favor, contadme algo que deseo saber con certeza. Decidme si es verdad que el pastor Lysis se pasó el día de ayer metamorfoseado en árbol.

—Nada hay más cierto –respondió una–, estamos muy felices de tenerlo por hermano. Era el Fénix de los amantes, gloria de su tiempo y objeto de deseo de todas las pastoras.

La soledad del lugar, las palabras de las ninfas y el resplandor que desprendían sus trajes a la claridad de la luna embargaban al pastor de admiración: tan encantado estaba por los ojos como por los oídos. Cosa muy distinta fue cuando la más vistosa hubo continuado así:

—¿No hay medio de saber en qué lugar se encuentra ese feliz árbol que incrementa el total de nuestra comarca?

p. 160—Lo tenemos encima –respondió otra– ¿no veis ya este sauce que, a mi parecer, no solía estar en este sitio? ¿Queréis acercaros, Sinope? Hablaremos a nuestro hermano. Sabremos de sus noticias y nos contará cómo le va desde que ha cambiado de naturaleza.

—La curiosidad es digna de elogio –dijo la primera ninfa–, vayamos, a lo mejor no le enfada verme.

Lysis, al oír nombrar a Sinope, se quedó estupefacto y por el habla reconoció que era la náyade del mago Hircan. Al momento, se acercaron las ninfas y una de las hamadríadas le dijo:

—¡Eh, querido hermano nuestro! ¿Qué hacéis ahí completamente solo? ¿No queréis gozar de este tiempo tan apacible? Salid de ahí y venid a solazaros con nosotras.

—Quienesquiera que seáis, hermosas ninfas –respondió el pastor sauce–, perdonadme si rehúso ir junto a vosotras: el azar ha dictado disposiciones que me impiden partir de aquí.

—Os burláis –replicó la hamadríada–, he sido pastora como vos pastor y ahora estoy metamorfoseada en árbol, pero solo conservo la corteza por el día. Tenemos que deleitarnos por la noche.

—Jamás creeré eso –dijo Lysis– si no me traéis pruebas.

—No nos faltan –dijo Sinope–. ¿No habéis visto la oda que ha compuesto Philippe Desportes a la vida rústica donde, cuando el sol deja sitio a la luna, las ninfas se reúnen al fondo de los bosques y bailan, saltan y retozan? Es un poeta reputado, ¿no lo queréis creer133?

—Por supuesto –dijo Lysis–, pero solo habla de ninfas, no de semidioses.

—Se sobreentiende –replicó Sinope–. ¿Cómo pretendéis que bailemos solas? Nos hace falta el sexo masculino. Sin vos y vuestros semejantes nos veríamos obligadas a incluir a los sátiros en nuestra compañía. ¿Y, además, qué ibais a hacer ahí todo asilvestrado? Por el día no osáis salir por temor a que los hombres contemplen vuestra divinidad, pero por la noche, cuando todos duermen, tenéis que tener tiempo para divertiros y hollar con nosotras la hierba y las flores bajo los pies. Hay arboledas aquí cerca donde se encuentran dríadas, hamadríadas, náyades y napeas, ahí es donde tenéis que ir con los demás.

Tras escuchar estas palabras, Lysis se imaginó que era verdad lo que decía la ninfa y, como nada perturba más la razón de los locos que el dolor, la incomodidad que sentía por haber estado tanto tiempo en el hueco del árbol, le hizo creer que sería oportuno salir un poco de allí. Empleó todas sus fuerzas para izarse hasta lo alto y tanto se afanó que salió de su cautividad y saltó a tierra.

—Queridas hermanas –dijo entonces a las ninfas–, si yerro que los dioses me perdonen, pues es vuestra persuasión la que me ha llevado al crimen.

—No temáis nada –le dijo Sinope–, os aseguro que no tendréis más que alegrías con nosotras. Mas, hermanas, dijo a las otras, ¿y si vamos a buscar algún reservado, lejos de las emboscadas de los sátiros?

—No hay ninguno, que yo sepa, en esta comarca –respondió una hamadríada– y, además, tenemos a Lysis para defendernos. Vayamos sin temor hasta un pradejón que está cerca de aquí.

p. 161Dicho esto, se pusieron a caminar las tres y Lysis detrás, no sin fatiga, pues tenía las piernas entumecidas por haberlas tenido encerradas; pero, una vez en el prado, descansó en la hierba y también lo hicieron las ninfas. Estaba agradeciendo a Sinope el apoyo que le había dado, cuando oyó cierta melodía que le hizo aguzar el oído como un gato cuando oye el chillido de un ratón. Se trataba de un laúd que armonizaba bastante mal con un violín pero, poco después, el violín dejó de tocar y ya no se oyó más que el laúd, que se acordaba a una voz en verdad excelente. Esta cantaba una melodía compuesta para las náyades en el último ballet real. Al oírla, Lysis tuvo curiosidad por saber quién hacía esa música.

—Veréis que es el dios del río Morin –le dijo Sinope–. Tiene que ser él quien toca el laúd, pues lo toca a la perfección; la que canta es la ninfa de una fuente de aquí al lado llamada Lucide; y, en cuanto al violín, es un semidiós campestre que, de pastor que era hasta hace bien poco se transformó en árbol como vos. Será una buena velada la de esta noche, estoy segura: habrá mucho alborozo.

Nada más hablar Sinope llegaron las tres personas que mencionaba y Lysis tuvo que reconocer que no se había equivocado. El dios Morin tenía una barba que le llegaba hasta la cintura y, sobre los cabellos que ondeaban por encima de los hombros, una corona de juncos que le cubría toda la cabeza. Llevaba una camisola y gregüescos a la marinera de tela blanca, como los pescadores de anguilas en París el día de su patrono. Por lo que hace al violinista, iba vestido de gris a lo rústico y, en cuanto a la ninfa de la fuente Lucide, llevaba un vestido de tela plateada como Sinope. Las dos náyades se abrazaron y se besaron al encontrarse; luego, Sinope se volvió hacia Morin y le dijo:

—Y bien, padre mío, tenemos un tiempo que invita a bailar, de lo sereno y tranquilo que está. Es verdad que hace nada llovió un poco, pero eso no nos aflige a nosotras, divinidades de las aguas: nuestros canales van bastante más llenos.

De inmediato, el dios del río empezó a roncar como un cerdo y Lysis, asombrado, le tiró a Sinope de la manga y le preguntó muy bajo en qué lenguaje hablaba ese dios.

—En lenguaje fluvial –le respondió Sinope–, solo lo entienden los peces y nosotras, las náyades.

—Pues causa desazón –dijo Lysis– que un dios tan grande no haya aprendido todavía a hablar francés.

—¿De qué os asombráis? –replicó Sinope–, tiene que seguir su destino e incluso hay dioses que, compartiendo la naturaleza de sus huéspedes, son tan mudos como las carpas. Este mismo no es capaz de imitar a las aguas que discurren lentamente y parecen adormecerse como las de un estanque; en cambio, se las arregla muy bien tocando instrumentos de música y bailando.

Mientras la ninfa daba estas explicaciones, el dios del río se entretenía mirando a las hamadríadas de arriba abajo, como si no las hubiera visto jamás, pero Sinope se acercó de pronto a decirle:

—¿En qué estáis pensando, padre mío, que no le prestáis atención a un nuevo semidiós que está entre nosotros? Honraba vuestra ribera y ahora es sauce: tenéis que apreciarlo porque solo se ven árboles así en vuestras orillas.

El dios del río hizo una señal con la cabeza y se acercó a saludar a Lysis con un abrazo, pero le apretó tan fuerte que este exclamó:

p. 162—¡Ah! Dios mudo, ¿acaso expresas con tus brazos lo que tu lengua no puede decir? Déjame o me harás reventar, estás aplastando toda mi madera, ¿quieres dejarla tan menuda como el ajo rallado?

Diciendo esto, hizo un esfuerzo tan grande que se zafó de las manos del dios y fue a decirle a Sinope que prefería perder la amistad de todos a encontrarse con saludos como ese. Con todo, una vez que Sinope le pidió que disculpase la rudeza de ese dios en los abrazos, se calmó y, como las hamadríadas animaron a pasar el tiempo bailando, se mostró dispuesto a participar con los demás. Puesta toda la compañía en círculo, la ninfa Lucide entonó una canción y luego las hamadríadas cantaron cada una la suya. Cuando le tocó a Sinope, cantó la del beso y, por encontrarse junto a Lysis, le dijo:

—Gentil sauce, entrad en la danza, poned los brazos en jarra, escoged a quien os parezca y besad en los ojos a la ninfa que más queráis.

Entró en medio del grupo y, allí plantado, dijo:

—No importa dónde bese a la que escoja, el poeta que ha compuesto la canción habla de los ojos solo por la rima.

Después, fue a hacer la reverencia a una hamadríada y la besó con todas sus fuerzas, y nótese que se sirvió aquí de una extraordinaria sutileza de enamorado. Cerró los ojos en esta acción para engañarse a sí mismo e imaginar que besaba a Caritea. Sin embargo, creyó haber sido engañado más de lo que pensaba, pues esa ninfa tenía la piel tan áspera que le había despellejado casi los labios, mientras que su amada tenía, en su opinión, una tez muy delicada. Al volver a su sitio le dijo por lo bajo a Sinope:

—No vuelvo a besar a estas hamadríadas, no hay ningún placer en ello; bien se ve que son ninfas de los bosques: tienen la piel áspera como corteza de árbol.

A Sinope le dio pena oírlo y, tras cantar para sí, se acercó a darle un beso que a él se le antojó muy amoroso. «¡Ah! –se dijo a sí mismo–, estas ninfas de las aguas son blandas y delicadas en comparación con las toscas hamadríadas. Debo confesar que este último beso me ha curado el daño que me había hecho el otro». Encontraba muy placentero jugar así inocentemente y, sin embargo, le extrañaba ver cómo las ninfas de alcurnia y las hamadríadas de alto copete se divertían con canciones de sirvientas de pueblo; con la excepción de la musical Lucide, que cantó otra del beso muy bien compuesta y que le agradó mucho. Aprovechando esta y queriendo probar toda clase de viandas, fue a besar a la ninfa que cantaba y experimentó un placer incomparable, más que besar a Sinope, pues le parecía que tenía una tez aún más fina y que era más hermosa. Esto le puso de tan buen humor que habría querido no hacer otra cosa en la vida, pero una hamadríada empezó de repente una canción muy burlesca y le hicieron saltar tanto que acabó completamente agotado. Morin, por su parte, aunque no cantaba, hacía cabriolas en el sitio con unas posturas muy extrañas. Finalmente, como nadie podía más, se tumbaron todos en la hierba y Lysis, después de recuperar el aliento, dirigió la palabra a la compañía en estos términos:

—Grandes divinidades de esta comarca, ya que el destino me ordena permanecer entre vosotros, me gustaría tener el honor de conoceros en persona para rendiros, cada vez que os vea, la pleitesía que os es debida. Por ello, ahora que tenemos ocasión, contadme si fuisteis alguna vez distintos de lo que sois y cuál fue el motivo de vuestra metamorfosis.

p. 163—Divino sauce –dijo Sinope–, vuestra petición es tan justa que no hay nadie aquí que no esté dispuesto a satisfacerla. Incluso el dios Morin estaría encantado de poder hablar inteligiblemente para narraros él mismo su fortuna. Se puede adivinar su consentimiento por el balanceo de su cabeza y el murmullo que le sale de la garganta. En su lugar, voy a contaros lo que deseáis saber de él:

—Mucho antes de que Faramón fuese rey de los franceses, Brie tenía un rey cuyas virtudes igualaban en número al de sus súbditos134. Su nombre era Fendeferro y su hijo se llamaba Morin, que es el dios justo que aquí veis. Entonces pasó por aquí la sobrina de un hada que había recibido dos dones el día de su nacimiento; a saber: el de la belleza y el de la metamorfosis. Esto es, que para hechizar a un hombre solo tenía que mostrarle su cara real y, luego, tomaba la forma que quería, como si su cuerpo fuera de barro. Iba errante por el mundo para adueñarse de los corazones y todos los que ganaba con sus miradas seductoras los metía en un delantal con bolso que llevaba. Nada más ver a Marne (que así se llamaba esa ninfa), Morin lanzó por ella suspiros que habrían hecho avanzar a un navío y, en señal de su amor, le hizo don de su corazón mediante un contrato firmado ante los notarios del reino de Cupido. Ella ató ese gran corazón a una cadena de su ceñidor y le servía luego de alfiletero, lo que le hacía mucho daño, pues guardaba constantemente sus agujas en él. El nuevo enamorado encontró este martirio soportable con tal de que aceptase sus servicios.

»Un día, sin embargo, cuando se dirigía a ella, parecía que fuese la vaina de un cuchillo que pendiese de su cintura, de lo pequeño que era comparado con ella, que tenía, por si no lo sabéis, la estatura de un gigante. Pese a ello, no era menos digna de estima porque, si algo es hermoso, bueno y agradable, cuanto más grande sea más encantado estará uno y no hay hombre tan tonto como para preferir un capón pequeño a uno grande. Por lo tanto, podéis creer que, si tenía gruesas mejillas y grandes pechos, recibía aún más lirios, rosas y claveles; y, si sus ojos eran tan anchos como un escudo, resultaban muy cómodos a sus amantes, que se miraban en ellos a sus anchas. En vano intentaría la maledicencia oscurecer su gloria: no tenía otro defecto que su crueldad. Para no mentir, estaba un poco contagiada de ese vicio y, al igual que ponía a hervir su marmita al fuego de las pasiones que había encendido, solo se lavaba las manos con las lágrimas de sus pretendientes. Teníais que ver cada mañana a su doncella en la puerta con una pila en la que estos miserables vertían sus lágrimas para aprovisionar esta agua y, a veces, la inhumana llegaba a poner debajo sus manos criminales.

p. 164»Morin era de los primeros en cumplir con su deber, pero no le hacía más caso que a las nieves del pasado año. Decidió entonces obtener por la fuerza lo que la delicadeza no le daba y, con el poder que tenía en el reino de su padre, hizo apostar en los alrededores de la casa de Marne un número ingente de soldados: estos prepararon tantas trincheras y empalizadas que parecía imposible que pudiese marcharse sin su permiso. Entró en el patio por el que paseaba, sola, la ninfa, pero, cuando fue a abrazarla, desapareció dejándolo estupefacto: la buscó por todas partes, pero solo vio una parcela que había estado siempre cubierta de tierra seca y ahora se hallaba tapizada de hierba. Esto le hizo suponer que era la hermosa Marne, que se había metamorfoseado así y, como quería gozar de ella fuera como fuera, se acercó a la casa a por una hoz para cortar la hierba. Cuando volvió con ella en la mano, el sitio estaba tan seco como antes y solo encontró a un cordero en el patio. «¡Ah! –dijo–. Este cordero es el que se ha comido mi yerba: ¡que ufano ha de estar por llevar a mi amada en el vientre! ¿Debo adorarlo o castigarlo? Hasta que me decida voy a ver a mis soldados». Apenas le había dado la espalda cuando pensó que no había que perdonarlo, pero, al volverse, vio a un lobo en su lugar y esto le indignó sobremanera, creyendo que ese animal había devorado al otro. En realidad, se trataba de Marne quien, para evitar los peligros que la acechaban, se había cambiado de hierba en cordero y de cordero en lobo.

»Morin acabó por darse cuenta y, para sorprenderla, atrajo al animal presentándole carne, de modo que pudo ponerle una cadena al cuello y lo dejó atado en un establo. Estaba seguro de obtener lo que deseaba y de que gozaría de la amada a su pesar, pero el fuego prendió en toda la cuadra y, en un momento, quedó abrasada. Por más que le echaron agua encima, las llamas no se extinguieron: duraban incluso sin que hubiera materia alguna y ya no se veía al lobo. Morin, viendo esto, no encontró mejor solución que vestirse con un traje de alumbre de pluma, proveniente de un maestro de sacrificios de sus ancestros, con el que podía permanecer en medio de las llamas sin quemarse y abrazar así a su amada; mas, al ir a ejecutar su plan, solo se encontró con un inmenso río. «¡Ay de mí! –exclamó–. El agua ha apagado mi apreciado fuego». Luego, se lanzó dentro a cuerpo limpio; pero, al ver que no obtenía ningún placer y que corría el riesgo de ahogarse, pues no nadaba muy bien, salió de inmediato y se contentó con coger el laúd y tocar melodías quejumbrosas en la orilla. El agua corría sin cesar e iba a confluir en el Sena, pues los dioses, hartos ya de Marne por haber despreciado a un amante tan leal, viéndola transformada en río, ordenaron que permaneciera siempre así y terminaron con sus metamorfosis.

»Advertido Morin, por uno de sus sacerdotes, del mandato de los dioses, se llenó de tanta rabia y desesperación que se tumbó en el suelo y comenzó a deshacerse en lágrimas: le salían en tal abundancia que se formó un riachuelo. Los dioses se compadecieron de él y le dieron una suerte similar a la de su amada; de modo que, así como los demás dioses fluviales llevan un cántaro debajo del brazo del que brota agua en cantidad, causaba admiración ver cómo la suya no le salía sino de los ojos. Tras emplear todo su humor en aumentar las reservas de su fuente, fue libre de deleitarse en el canal que, desde ese momento, acabó confluyendo en el de Marne; de manera que, si habían estado separados mientras fueron de condición mortal, estuvieran al menos juntos una vez liberados de la muerte. Con todo, el esforzado Morin, habiendo olvidado ya todas las cuitas pasadas, disfruta tanto de nosotras como de Marne y, aunque carece del uso de la voz, suple esta pérdida con la melodía de su laúd, que ha seguido conservando.

El dios del río resopló dos o tres veces conforme Sinope terminaba su relato, por lo que esta dijo a Lysis:

p. 165—Ved que aprueba lo que he contado con ese murmullo. Ahora que he narrado su historia y ya que estoy en vena, voy a contaros la mía, que no tuve ocasión de referiros cuando me visteis con Hircan. No será tan larga como para aburriros.

—Dadle la extensión que deseéis –respondió Lysis–, mis oídos están pegados a vuestra boca con tanta placidez y deleite como si fuera Orfeo el que repitiera las mismas melodías que cantaba acompañado de la lira cuando atraía hacia sí a los árboles, mis ancestros.

—Sabed pues, Lysis –replicó Sinope–, que soy hija de un duque de Borgoña, el cual me prometía nada menos que casarme con el rey de Francia y, sin embargo, no quise someterme al yugo del matrimonio, que no me atraía. Mi talante me incitaba a la caza, así que me encontraba de ordinario en los bosques, bien con una pica, bien con arco y flechas. Diana, que había oído hablar de mí, me invitó a formar parte de su coro de ninfas y, al cogerme cariño, me dio uno de los oficios más hermosos que se puedan tener junto a su persona, que era el de darle pan a sus perros. Juré solemnemente, con la mano sobre el altar, que guardaría castidad toda mi vida, pero me costó mucho no romper el juramento, pues me pretendía con pasión un conde de Champaña que había llegado a la corte de mi padre y me acosaba de tal modo que casi no tenía más defensa que mi honor. Argumentaba que lo había puesto en tal servidumbre que adoraba todo lo que me pertenecía y se declaraba incluso esclavo de las pulgas de mis lebreles.

»Sufría por mí tantos pesares que aprendió aritmética ex profeso para poder enumerármelos y, jugando conmigo a los cientos*, cogió las fichas y me hizo la cuenta: eran trescientos mil seiscientos veintiséis y medio, sin contar las penas pequeñas y las preocupaciones menores. Era una buena invención y, si los enamorados de estos tiempos recurrieran a ella, no habría ninguno que no la usara con sus amadas para tenerlas a sus pies. No obstante, al recordar de repente mis votos, permanecí más firme que una torre y llevé a mi pretendiente a tal desesperación que juraba precipitarse desde lo alto de una montaña si encontraba una de su gusto. Su recurso siguiente fue el de escribirme y me envió tantas cartas que hizo encarecer el precio del papel en la región y los escribanos pusieron una denuncia contra él. Prestaba tan poca atención a sus misivas que solo me servían para devanar hilo o empaquetar un trozo de jabalí que enviaba como presente a alguna vecina cuando volvía de caza.

»Advertida Diana de esa persecución continua, me había hecho bañar en una fuente suya que tiene la propiedad de volver a las personas de hielo cuando se lava tres veces, de suerte que, al estar provista de frialdad, sus suspiros no podían acalorarme. Mas, para ponerle remedio, a él se le ocurrió ir a un templo del amor cercano a su casa. Los sacerdotes del lugar custodiaban cierto fuego tan poderoso que nada podía resistírsele. Este devoto peregrino rezó tanto a la divinidad del lugar que mereció obtener un rayito de llama que guardó en un jarrón de diamante. Fue a verme con ese tesoro y, al encontrarme en un bosque muy cansada de la caza y sentada en un montón de leña, me echó el fuego encima, creyendo que me inflamaría a mi pesar. Y el ardor fue, en verdad, demasiado violento, pues empecé a fundirme y, como había sido de hielo antes, me convertí en agua y regué todos los campos de alrededor. Los dioses, conmovidos por mi desastre, ordenaron que me convirtiera en fuente para siempre y lo soy todavía. Ahora que soy una ninfa inmortal, estoy dispensada del voto que hice cuando era una joven mortal y guardo mi castidad solo si quiero; de tal manera que, cuando el mago Hircan se enamoró de mí, me dejé conmover por sus encantos para ir a vivir un tiempo con él honrada y limpiamente. Sin embargo, como lo he dejado hoy para ser libre, ya me puedo casar con Lysis si él consiente y, aunque mis aguas están lejos de esta región, las traeré a este lugar para regar las raíces de su hermoso árbol.

p. 166Aquí calló Sinope, como si la vergüenza y el amor hubieran servido de obstáculo a su voz. Todos admiraron las palabras que había pronunciado, pero no cabía extrañarse porque las había compuesto a la manera de unas fábulas que había leído. Lysis quedó maravillado al oírlas: todo le parecía agradable, excepto el matrimonio del que le había hablado porque, después de besar a Lucide en último lugar, ese beso se le había quedado en los labios y le había hecho olvidar el suyo. Había algo que le hacía no apreciar tanto a Sinope como a Lucide, allí presente y a la que iban siempre sus miradas; así que, tras dejar a la otra, a ella se dirigió y le rogó al momento que le contara su historia.

—Ya que deseáis conocer mi suerte –dijo Lucide–, sabed que soy hija de un noble de esta región y que a la edad de quince años me enamoré de un doncel de su séquito. Era tan apuesto que no había otro igual salvo cuando se miraba al espejo. Tenía el pelo más rizado que un perro de aguas holandés y su cara era tan bermeja como una rosa de Provins135. Hacía todo con tanto garbo que, si tocaba el laúd, me parecía un joven Apolo y, si tiraba con arco, un Cupido algo crecido porque ya le había salido barba. Sus encantos eran tales que me cautivaron hasta el punto de que, estando un día los dos junto a una mesa llena de polvo, escribí con el dedo que Lucide iba a morir por él. El galán, sin embargo, no le hizo caso y, como me jurara que no podía amarme, fue tan grande mi disgusto que caí enferma. La fiebre de amor me asió con tal violencia que no hacía más que beber día y noche, tanto que mi mal acabó en hidropesía y me volví tan gorda como una foca. Todos los médicos de la región que me visitaron perdieron sus latines pero, después de que me hubieran abandonado, hubo un avezado charlatán que me hizo tragar unos polvos maravillosos. Estos me hicieron orinar tanto que salieron de mi cuerpo vastos riachuelos y fue entonces cuando los dioses tuvieron la ocurrencia de metamorfosearme del todo en una fuente. Todavía orino de vez en cuando en el estanque de mi manantial para que no se seque y orinaré así hasta el fin del mundo sin llegar a vaciarme jamás.

—No veo dificultad alguna en esta metamorfosis –dijo Lysis–, pues vuestro cuerpo ha permanecido en su ser por lo que hace a la forma, no en lo que hace a la naturaleza, que se ha vuelto inmortal y, en lo concierne a la orina, únicamente se ha transformado en agua de manantial. Mas, cuando analizo la aventura de Sinope, me parece más difícil de entender, pues dice que, habiendo sido de hielo, el fuego la fundió por completo: si así fuera, ¿cómo es que conserva un cuerpo? Con todo, vemos que lo ha hecho y, habiéndole ocultado los dioses el secreto, igual que no dan a conocer a los niños por qué medio se han formado en el vientre de sus madres, la pobre ninfa no nos ha contado nada, pero lo voy a explicar yo. Es que los dioses, al metamorfosear un cuerpo humano en fuente, alojan su alma en otro cuerpo que está compuesto de vapores acuáticos. Nunca se lo imaginaron ni los poetas ni sus comentaristas, aunque les den cuerpo a las deidades de las aguas, lo que nos ha dejado muchas ambigüedades. Así que me puedo enorgullecer de que mi mente tenga tan sabias reflexiones que, si un dios descendiera ahora a la tierra, podría enfrentarme a él con la bondad de mis pensamientos.

—Cuán agradecida os estoy por tan magnífica instrucción –dijo Sinope–; como recompensa, es preciso que veáis, si no mi morada, al menos la de mi hermana Lucide.

—Como gustéis –replicó Lysis.

—Vayamos ahora mismo –dijo Lucide–, hace muy bueno y yo misma os guiaré.

p. 167Dicho esto, se levantaron todos y, después de atravesar algunas praderas y sotos, la gentil compañía llegó cerca de un arroyo que corría entre dos cañadas. El dios del río y las ninfas, que habían remangado sus faldas, se metieron tranquilamente en el agua y Lysis se vio obligado a hacer lo mismo. De tanto en tanto se quejaba por ir así, pero Lucide, que lo llevaba, disculpaba su escaso coraje diciendo que, al no ser una deidad de la fuente, no estaba acostumbrado a pasearse por el agua como el resto y, para consolarlo, le aseguraba todo el tiempo que no quedaba ya nada para llegar a su gruta. Llegaron finalmente a una alta loma de piedra donde se hallaba el hontanar de la fuente. La tierra estaba horadada en diversos lugares, de modo que Lucide hizo creer fácilmente a Lysis que allí estaba su morada. Entonces, se levantó la falda un poco más que antes y orinó tan fuerte que la oyó bien.

—¡Ah! Hermosa ninfa acuática –exclamó–, deteneos, os lo ruego: tengo pruebas suficientes de lo que me habéis dicho. Es verdad que este arroyo solo proviene de lo que orináis pero, si no cerráis el grifo, temo que aquí va a haber un diluvio. Guardaos mucho de hacer tal cosa, pues, por más que sea un árbol y pueda ir por encima del agua, aunque no me ahogara cuando menos se pudriría mi madera.

Al oír palabras tan graciosas, el dios Morin no pudo por menos de soltar una gran carcajada, a tal punto que Lysis, maravillado, dijo:

—Empieza a reír con ganas: cabe esperar que acabe aprendiendo también a hablar en francés.

Lucide, que había terminado de orinar, respondió que no le cabía ninguna duda de que se le podría enseñar toda clase de materias pero que, de momento, había que merendar en su gruta. Todos salieron del agua y el que tocaba el violín y las hamadríadas se marcharon sin decir palabra, tan lejos que ya no se los veía. Sinope se sentó cerca de Morin y Lucide junto a Lysis. Las dos ninfas no se preocupaban por haberse mojado las piernas porque no hacía frío; al contrario, estaban más juguetonas. Morin daba a entender que se sentía muy atraído por Sinope y, tras manosear su pecho, la besaba y abrazaba continuamente. También se ponía a veces en posturas tan lascivas que Lysis no sabía qué decir. Finalmente, dedujo que era la costumbre de las deidades de las aguas, pero le hubiera gustado saber si valían también para las de los bosques. Lucide, cogiéndole una de las manos, la apretaba entre las suyas y la llevaba a veces a su boca, pero él no se atrevía a ir más allá, de lo vergonzoso que era, por más que la tentación fuera grande. Le vino muy bien que Morin tocase algunas melodías con el laúd, que Lucide acompañó con la voz, pues, aunque hubiese querido entretenerla, no sabía por dónde comenzar.

Las hamadríadas y el violinista volvieron con botellas y cestas, lo que hizo cesar la música: traían pan y bastantes tajadas de paté y de jamón de Mayence, con buen vino y algunas cajas de confituras. Morin y Sinope habían comenzado ya a comer cuando Lucide le dijo a Lysis:

—¿Y vos, semidiós campestre, no queréis hacer como los demás? ¿Qué ocurre? ¿Lo que os he hecho servir no es lo bastante exquisito? ¿Me mostráis así vuestro desdén?

—No, os lo juro –respondió Lysis–, pero sabéis que nosotros los árboles no comemos, solo bebemos. No somos como vosotras, fuentes, que bebéis y coméis todo lo que os echan: no podemos engullirlo todo así.

—Los árboles, no –objetó Sinope–, pero vosotros, que sois las almas de vuestros árboles, podéis probar todo.

—No lo aceptaré nunca –replicó Lysis.

p. 168—Voy a daros un ejemplo –dijo Sinope–, ahí tenéis a vuestro compañero de fatigas que va a comer como un lobo.

Diciendo esto, le dio de qué yantar al violinista, que se tragó todo con gran apetito, lo que asombró mucho a Lysis y, después de ver comer también a las hamadríadas, quiso probar si podía hacer lo mismo. Nada más tragar un trozo de paté, le cogió gusto y luego solo tuvo ya que darle a la mandíbula. El apetito le vino comiendo y le parecía que no tenía bastante con todo lo que habían traído. Una hamadríada le había vertido vino puro, pero vio que Sinope y Lucide no lo bebían así y le echaban bien de agua.

—Me extraña lo que hacéis –les dijo–, ¿es necesario ponerle agua al vino que bebéis si sois ya todas de agua y ese licor pierde casi toda su fuerza cuando está en vuestro cuerpo?

—Lo hacemos por costumbre –respondió Sinope–, queremos respetar una antigua ceremonia.

—Imagino lo que es –contestó Lysis–, lo hacéis en memoria del sustento de Baco, quien, habiéndose criado entre las ninfas de las fuentes, vio cómo se le echaba algunas veces agua a su licor.

Mientras esto decía, el que tocaba el violín había terminado de comer y se puso a deleitar a la compañía con el sonido de su instrumento, de modo que Lysis, fijándose en él, le rogó que les diera un entretenimiento más sólido y les contara brevemente por qué motivo había sido metamorfoseado en árbol y qué vida había llevado antes.

—Desde mi primera juventud he cuidado ovejas –le respondió– y, tras iniciarme en el violín como afición, acabé convirtiéndome en uno de los mejores intérpretes de la tierra, hasta el punto de que Pan no componía ninguna melodía que no tocase yo enseguida con mucha más gracia de lo que hacía él con su chirimía. Tenía un bonito violín de ciprés, que es el que conservo todavía. Me lo pidió como regalo a cambio de una vara de pastor, creyendo que, cuando lo tuviera, conseguiría todo mi saber y que este dependía del instrumento. Lo despaché sin miramientos por muy dios que fuera y esto lo encolerizó tanto que me metamorfoseó en ciprés, ordenando que se cortara como castigo mi leña para hacer violines y rabeles que valdrían más del que le había negado.

—Así pues –dijo Lysis–, salís de vuestra corteza cuando queréis, como el alma de su cuerpo, eso es lo que hago yo, y no me queda más que conocer la historia de nuestras dos hamadríadas.

—La conozco tan bien como ellas –dijo Sinope– y voy a contárosla. Las dos eran boticarias y sabían confitar a la perfección toda clase de frutas; pero, como una se negó a confitar albaricoques y la otra, cerezas para una ninfa de Diana que estaba enferma, la diosa las metamorfoseó a ambas en árbol por venganza: una en albaricoquero y la otra en cerezo, y es algo milagroso porque no dan frutos crudos como el resto, los dan confitados. Los que coméis en este momento son suyos, ¿no os parecen buenos?

—Son excelentes –respondió Lysis– pero ellas los comen también, por lo que veo. Lo encuentro bárbaro: es como si un hombre se comiese las manos y los brazos.

—¿Se os antoja extraño? –replicó Sinope– Pues es bueno vivir solo de la propia sustancia; así, nosotras las náyades no bebemos a menudo más que de nuestra agua para expulsarla luego.

p. 169—Digáis lo que digáis –objetó Lysis–, si todo siguiera un orden, una ninfa-albaricoquera solo comería cerezas y una ninfa-cereceda, albaricoques, de modo que se ayudasen mutuamente sin pecar contra natura y sin devorar sus propios miembros. En cuanto a vos, que bebéis de vuestra agua, no es lo mismo: no hay gran daño en eso. Yo mismo he visto a hombres que bebían su propia orina.

—Nos ocuparemos de publicar ordenanzas sobre el asunto –dijo Sinope–, pero, entretanto, ¿me reconoceréis que al estar con nosotras sois más feliz de lo que pensabais? Tenéis que olvidar ya a esa Caritea, no sois de su condición: debéis amar a una deidad como vos.

Lysis no dijo ni palabra, pues se percataba de que querían persuadirle para que amara a una de las hamadríadas, por ser de naturaleza semejante a la suya, y las encontraba muy agradables. Finalmente, pensando que la que llevaba la voz cantante hablaba más bien de sí misma, supuso que también le estaba permitido amar a una náyade y dirigió sus sentimientos hacia Lucide. Sentía cierto remordimiento que le decía que debía servir a Caritea tanto en calidad de árbol como de hombre; sin embargo, descubría nuevos encantos que le hacían olvidar el pasado. Lucide reanudó sus caricias y, habiendo besado la mano de Lysis, la dejó escapar tan a propósito que se posó encima de sus senos, que llevaba descubiertos. Él la dejó un tiempo allí y perdió la razón entre esas delicias incomparables que no acostumbraba a gozar. Había sido siempre uno de esos enamorados pasmados y respetuosos que no osarían tocar a las muchachas. Sin atreverse a ir más allá de esos acercamientos primeros, ya se imaginaba transportado a los campos elíseos. Sinope le hizo un flaco favor al hablar de partir: creyó que estaba celosa de su dicha.

Considerando, no obstante, que el día estaba a punto de llegar, le pareció bien retirarse y caminó de nuevo por el agua con las demás deidades, que quisieron acompañarlo. Cuando llegaron cerca de su árbol, Sinope le comunicó que tenía que decidir, antes de dos días, a quién quería por amante entre ella y Lucide, que no podían languidecer en la espera. Le prometió que lo pensaría y, de inmediato, fue a encerrarse en su corteza.

—Esperad –le dijo Lucide–, os daremos un sombrero: no tenéis y ninguno de nosotros había caído en la cuenta hasta este momento. Si os quedaseis con la cabeza descubierta, cogeríais un reuma.

—Estoy libre de ese mal, hermosa ninfa –respondió Lysis–, una cabeza de madera como la mía no se ve afectada tan pronto como lo sería la de un hombre, de carne y hueso. Es verdad que para tener mejor aspecto no vendría mal llevar un sombrero; pero, vaya, no llevaba el mío cuando fui metamorfoseado: se quedó fuera de la transformación, por lo tanto, no es adecuado para mí, ni tampoco ningún otro.

—Entiendo bien lo que decís –dijo Sinope–, no queréis llevar un sombrero de castor ni de fieltro, pero uno de madera lo aceptaríais bien. Eso se ajustaría a vuestra naturaleza.

—Es verdad –respondió Lysis–, mi sombrero habría sido de esa materia si se hubiera metamorfoseado conmigo.

—Tendréis uno ahora mismo como Dios manda –replicó Sinope y, diciendo esto, cogió de las manos de una hamadríada un cuenco de madera de China, del que habían bebido en la colación, para emplear una extravagancia más divina y poética, y lo puso en la cabeza del pastor.

Este bonete de madera resultaba tan pequeño que solo le entraba la coronilla, de modo que lo rechazó por no parecerle apropiado si Sinope no lo agrandaba.

p. 170—La falta no está en el bonete –dijo ella–, está en vuestra cabeza, es muy grande: hay que reducirla.

—Os equivocáis –objetó Lysis– ¿no os dais cuenta de que si el sombrero fuera más ancho me cabría fácilmente?

—¿Y no veis también –replicó Sinope– que si vuestra cabeza fuera más menuda entraría sin problemas?

Pasaron un buen tiempo en discutir sobre tal inconveniente y, finalmente, a Lucide se le ocurrió decir que había que ir a lo sencillo y, como el bonete no se podía agrandar, debían buscar una podadera y tallar todo alrededor de la cabeza de Lysis.

—Eso no se debe hacer –dijo este–, me haría mucho daño. Más vale llevar la cabeza descubierta.

—Veis –dijo Sinope– que cortan todos los días leña del joven ciprés que está con nosotros para hacer violines, sin que ponga mala cara. ¿No tiene el cuerpo de los árboles cosas superfluas igual que el de los humanos? Venid que os limemos las uñas o que os cortemos el pelo, como si fueseis todavía pastor. Creo que si os quitáramos una sola hoja imaginaríais que os estábamos torturando.

—Aun cuando no me hiciera daño –replicó Lysis–, hay que dejarme entero, pues soy un árbol sagrado.

Mientras decía esto, el dios Morin rebuscó en una cesta que contenía algunas sobras de la merienda y, tras encontrar una caja bastante cóncava en la que aún quedaba un poco de dulce de membrillo, se la enseñó a Sinope, hablándole por signos.

—Esto es lo que necesitaba –dijo ella y, pareciéndole muy apropiada, se la puso a Lysis en la cabeza sin más objeciones.

El fondo estaba tan pegajoso que se le fijó al pelo: no necesitaba correa. Toda la compañía se despidió de él, armado de esta guisa, no sin prometerle volver la noche siguiente. Se metieron en un carruaje que se encontraba a cien pasos de allí para regresar a la residencia de Hircan, que era quien había representado el personaje de dios del río Morin. Lucide era una viuda galante, vecina suya, el violinista era su ayuda de cámara y las hamadríadas, criadas. Iba disfrazado con toda esa gente para engañar a Lysis, convencido de que disfrutaría tanto con él como con el ballet más maravilloso del mundo y, si le habían hecho creer que era mudo, era por temor a que lo reconociese por el habla. Naturalmente, no se había olvidado de aleccionar a toda la compañía para que nadie dejase de hablar en términos poéticos y novelescos. En cuanto llegaron al castillo, se fueron a acostar para descansar de la diversión que se habían dado. Lysis, por su parte, aunque burlado, se sentía tan satisfecho como ellos, en la creencia de haber conocido a divinidades que solo había visto antes en las imaginaciones proporcionadas por los libros, y esto lo volvió más loco de lo que había estado nunca. Y tanto se afanó que acabó metiéndose de nuevo en el árbol; pero apenas estuvo dentro, cuando le entraron muchos retortijones en el vientre por haberse enfriado al quedar expuesto tanto tiempo a la lluvia y al viento. Se izó un poco y, tras desatar la hebilla de sus gregüescos, se sentó en una rama del sauce, donde permaneció un buen rato aliviando la carga que le incomodaba; luego, volvió a la posición anterior y, al ver aparecer a la aurora, se entretuvo en infinidad de pensamientos fantásticos.

Carmelin, que había pasado toda la noche durmiendo a pierna suelta, se levantó y salió con el rebaño para ir a ver de qué humor estaba su amo.

—Y bien –le dijo– ¿seguís siendo sauce como ayer?

p. 171—No lo fui nunca –respondió Lysis–, aunque por error algunas ninfas me llamaran así. Soy un árbol, en verdad, pero no un árbol corriente. Los dioses no me iban a tener tan poco en cuenta como para hacer de mi cuerpo una metamorfosis vulgar. ¿No sabes que esos de los que hablan los poetas fueron transformados siempre en árboles que no se habían visto aún en el mundo y eran el principio de su especie? Soy un árbol nuevo añadido a la naturaleza y, si preguntas por mi nombre, es Lysis. Todos los árboles que cita Ovidio llevan el nombre de las personas de las que provienen. Esto es algo de lo que acabo de darme cuenta ahora mismo.

—Pero todos esos árboles de los que habláis –replicó Carmelin– ¿no se volvieron luego corrientes?

—Ciertamente –contestó Lysis–. Mirra se transformó en un árbol de su nombre y se han visto después en Arabia gran cantidad de ellos136.

—¿Y la tal Mirra está en todos esos árboles? –inquirió Carmelin.

—Eres muy perspicaz –respondió Lysis–, has de saber que solo está en el primero: los demás han nacido de sus esquejes o de sus semillas y solo son sus hijos.

—Así pues, podréis tener un buen linaje algún día, si Dios quiere –replicó Carmelin–, estoy contento por eso, pero decidme: ¿resulta agradable ser lo que sois?

—¡Ah, Carmelin! –exclamó Lysis–. ¿Qué buen tema me has sacado? ¡Ay de mí! Nunca habría imaginado que pudiera haber tanto placer en ser árbol. Has sido tan buena persona que te diré con toda franqueza algo de importancia, aunque me castigaran por divulgar los secretos de las divinidades. Debes saber, amigo mío, que la vida de los monarcas más poderosos es aburrida, comparada con la nuestra. No bien Diana muestra su cara de plata, cuando los semidioses y las ninfas de los bosques, junto con las divinidades acuáticas, se reúnen en los prados y toman parte en toda suerte de pasatiempos. Incluso el dios Morin tuvo ayer la deferencia de venir a verme con Ciprés, y me honraron también con su presencia Lucide, Sinope y dos hamadríadas. Bailamos, cantamos, retozamos y las hierbas de estas praderas llevan aún las huellas de nuestros pasos. Lucide, que es ninfa de las fuentes, nos llevó a su arroyo. Atravesamos las aguas sin mojarnos, según creo, pues estas se apartaron para dejarnos paso, formando una bóveda de cristal bajo la cual se paseaba cómodamente. Llegamos finalmente a su gruta, que se hallaba engalanada con más ramas de coral, piedras rústicas, nácar y perlas de las que hay en Saint-Germain-en-Laye. Allí nos prepararon una colación magnífica en la que aprendí que los árboles comen y no se privan de todas las alegrías del mundo. Pero todo eso no es nada comparado con el placer de verse con ninfas tan bellas como lo era nuestra anfitriona, ante la cual Diana tenía tanta vergüenza en mostrarse que se tapaba a menudo con el velo de una nube. ¡Ay de mí! ¿Contaré el resto? ¿Está permitido publicar las caricias mudas con las que se me favorecía sin hablarme? Sí, te las puedo contar, con tal de que te acerques a mí y que ese Céfiro que vuela aquí alrededor no las oiga: es tan parlanchín que, en cuanto sabe alguna noticia, va a contarla por doquier y la susurra en los oídos de los que pasan.

No bien se hubo aproximado Carmelin, su amo siguió hablando y le contó que su secreto era que había besado a su ninfa y que le había tocado los senos.

—A fe mía, mi amo –dijo Carmelin–, obligadme a todo lo que queráis con tal de que no me forcéis a creer lo que me contáis.

p. 172—Oírte decir eso me hace todavía más feliz –replicó Lysis–, como no me quieres creer comprendo que mi dicha es tan grande que resulta increíble y, si en adelante intento probar lo que digo, solo será para mostrarte que no depende de mí que no me creas.

Mientras Lysis hablaba en estos términos, Carmelin no hacía otra cosa que olisquear y, por fin, al mirar el sauce, vio que algo amarillo y líquido goteaba desde arriba hasta abajo.

—¡Ah! Mi amo –exclamó apartándose–, ¿qué habéis hecho ahí? ¡Qué sucio estáis! Si vienen gentes de bien a veros, ¿qué dirán? Se echarán a perder del todo como yo.

Diciendo esto, quitó un poco de porquería de su traje y, con una piedra afilada, rascó la que había en la corteza del árbol.

—Recolecta, recolecta, querido Carmelin –dijo Lysis–. Recolecta, recolecta, sé hacendoso: son los primeros frutos del árbol Lysis, que expele una preciada goma: Francia va a ser tan dichosa como Arabia. Produzco una droga tan excelente como las lágrimas de la madre de Adonis, o las de las hermanas de Faetón137. Amasa, amasa y llévalo todo a alguna farmacopea.

—Un malintencionado diría que huele a excrementos humanos –objetó Carmelin–, ¿queréis volverme loco hoy?

—¡Ah, qué insensato eres –respondió Lysis–, dejas perder un licor que venderías más caro que el incienso, el ámbar o la mirra! ¿No tienes una bacinilla? ¿No ves la caja que llevo en la cabeza? Intenta cogerla para poner la droga.

—La he visto de sobra –replicó Carmelin– ¿y de qué os sirve?

—Me la pusieron como sombrero –contestó Lysis–, pero juraría que al ser de madera ha acabado por fundirse con mi cabeza.

—Sea lo que sea, respondió Carmelin, no me interesa.

—¡Oh, qué mal informado estás! –dijo Lysis–. Así pues, ¿lo arreglas todo con indiferencia? Algún día mi madera volverá a resudar y a llorar al abrirse todos mis poros y pasarán por aquí pastores que no se mostrarán tan desdeñosos como tú, que desprecias tanto las riquezas que te ofrezco como si fueras un discípulo de Diógenes o de Epicteto138. Se considerarán más que dichosos por recoger mi ámbar amarillo.

—Les permitiré cogerlo –apuntó Carmelin–, pero con la condición de que lo prueben. En cuanto al que he quitado, no sé por qué no se lo ofrecéis a las damas que vienen a visitaros.

—¡Ah, amigo mío! –dijo Lysis–. No nos vemos durante el día, solo por la noche.

—Pero yo veo muy bien vuestra cara y una parte del pecho –replicó Carmelin–.

—Lo que ves ahora –respondió Lysis– es un cuerpo y una cabeza de madera.

—Entonces vuestra cara está pintada de color carne –dijo Carmelin– y si sois un hombre de madera, para qué vais a servir en adelante sino como esportillero en las caballerizas reales.

Mientras esto decían, Anselme, que se encontraba detrás de ellos, empezó a gritar:

p. 173—Una cabeza de madera puede servir también como cetro de bufón*.

—No te burles de mí, te lo ruego –dijo Lysis–, has de saber que, si hubiera que cortar mi madera, solo sería para hacer estatuas de los dioses.

—Perdonad este primer impulso que me ha hecho decir una broma –replicó Anselme–, os sigo respetando grandemente y solo vengo aquí para informarme de vuestro estado.

—Mi amo se encuentra de maravilla –intervino Carmelin–, bebe y come como un hombre.

—¿Es cierto, incomparable sauce? –dijo Anselme.

—No me llaman así –respondió Lysis.

—¿Y entonces cómo? –le preguntó Anselme.

—Me llaman Lysis –contestó.

Anselme pensó que, si comía tranquilamente y quería que le llamaran Lysis, era que había recuperado el juicio y ya no se creía un árbol, que no era sino la locura de la locura. Con esto quiero decir que era una segunda añadida a la primera: la de ser pastor. Mas, cuando le preguntó si quería venir a almorzar a casa de Clarimond, respondió que las deidades campestres no comían por el día y que se reservaba para la noche, durante la cual debía darse un gran festín con la gente de su condición, no con mortales.

Anselme se enojó mucho al comprobar lo lejos que estaba de la realidad y encontrarlo sumido en el error. Aproximándose entonces a él, consiguió que le contara cómo había pasado la última noche, que le daba esperanzas de pasar alegremente otras muchas y, sobre todo, le confesó quién le había puesto en la cabeza su bonita caja que, al ser poco profunda, se asemejaba a uno de esos aros dorados que llevan los santos populares. Después de oír el relato abreviado, a Anselme no le quedó ninguna duda de que era Hircan quien lo había engañado, así que regresó de inmediato para contarles la historia a Clarimond y a Montenor. Y, nada más almorzar, se fueron a ver al falso dios del río, que les deleitó narrándoles todos los detalles de su aventura nocturna. Les habría encantado gozar, aunque fuera una sola vez, una dicha parecida a la suya y, tras ponerse de acuerdo en ir a visitar a Lysis por la noche con las otras deidades, decidieron no verlo por el día, no siendo que les entraran ganas de persuadirle de que no era un árbol y lo convencieran, con lo que se perderían el disfrute que esperaban. Es bien cierto que Anselme, al tomarlo a su cargo de manos de su pariente, se veía obligado a procurar curarlo de su locura. Y estaba dispuesto a hacerlo, pero lo más tarde posible y, si pretendía sacarlo del sauce para llevarlo de aquí para allá y ver así más a menudo a Angélique, tendría que ser después de divertirse con él. Como Hircan era de la misma opinión, se confabularon para intentar convertir a Lysis en hombre con una segunda metamorfosis, una vez que se hubieran entretenido con él, pues temían que enfermase de golpe si seguía viviendo en un sauce.

p. 174Entretanto Carmelin permanecía con Lysis, al que daba muchos argumentos para mostrarle que no era un árbol, pero, viendo que no ganaba nada, lo dejó para buscar el almuerzo, que se le había olvidado. Quienes han visto que Lysis parecía mostrarse muy prudente en algunos otros asuntos y que hablaba muy elegantemente, se extrañarán a buen seguro de que, a pesar de ello, fuese tan hipocondríaco como para creerse árbol. Sin embargo, tienen que considerar que no hay en ello ni contradicción ni dificultad, y que el pastor, aun comprendiendo que todos se burlaban de su opinión, perseveraba y le habría disgustado mucho salir de allí, tan grande era su deseo de que fuera cierto para causar más admiración en los demás. Mientras estaba con esas fantasías, pasaron por un camino cercano a su árbol dos hombres a caballo. Divisaron la cabeza con la caja encima y, al no distinguir qué era esa figura grotesca, la curiosidad los llevó hacia él.

—¡Eh! ¿Qué hacéis ahí, amigo? –le dijo uno–. ¿Servís de espantapájaros? Me parece que no hace falta: no hay ningún cañamar por aquí.

—¿No será que estáis de caza –le dijo el otro– y habéis tendido las redes por algún sitio? ¿No habréis puesto trampas en la cabeza? La liga os resbala por el pelo, pero está muy mal colocada para poder atrapar nada.

Decía esto por el dulce de membrillo que escurría por la cabeza de Lysis y el semidiós campestre respondió al punto:

—No os metáis en lo que no os concierne, hombres profanos, retiraos de aquí y no os acerquéis a menos de cien pasos, o quebrantaréis un lugar sagrado.

El último en hablar, al darse cuenta por sus palabras de que no estaba en sus cabales, se contentó con darle un golpe con su vara en el casquete de madera y, con desprecio, siguió adelante con su compañero. El golpe que le dio hizo bajar la caja hasta la nariz y no veía ni gota; eso le importunaba mucho porque las moscas venían a comer el dulce de membrillo y le picaban también la cara. Además, tenía los brazos extendidos para agarrarse a las ramas del sauce, como solía, y no se atrevía a soltarlas creyendo que debía guardar siempre esta postura para hacer ver que era árbol y que, si se servía de las manos y lo veía alguien, pensaría que faltaba a su condición. Se limitó, pues, a sacudir la cabeza y, a la tercera vez, echó abajo la caja, pero no le importó perderla porque empezaba a desagradarle. Poco después llegó Carmelin apacentando a su rebaño y cebándose él mismo con un buen trozo de pan y tocino.

—He olvidado decirle algo a Anselme hace un momento –dijo Lysis–, iba a pedirle que me enviara la guitarra para alegrarme aquí en mi soledad y, principalmente, para tocar música por la noche con las demás divinidades. ¿Por qué no iba a permitírmelo? He visto un ciprés que toca muy bien el violín. Tenemos aquí las mismas ciencias que teníamos en nuestra vida humana y nuestros ejercicios son parecidos.

—Os voy a decir algo –respondió Carmelin–, no creeré que un ciprés toca el violín hasta que no lo vea.

—Hay un remedio para eso –replicó Lysis–, hazte árbol y verás todas las maravillas de nuestros semejantes. Ojalá aceptes serlo y te plantes a mi lado para entretenernos conversando sin parar. Hay otros muchos a mi alrededor, pero no hablan y, si hay semidioses o semidiosas bajo su corteza, tienen que estar de muy mal humor.

—Si se pudiera ser árbol solo por un día –contestó Carmelin– para no mentir, creo que me gustaría serlo, de las ganas que tengo por saber si es verdad todo lo que habéis contado. Pero ¿qué podría hacer para ser de vuestra condición?

p. 175—Habría que hablar con los dioses –respondió Lysis– y en la espera enamorarse de alguna ingrata.

—Largo me lo fiáis –objetó Carmelin–, estoy impaciente.

—Entonces considero –dijo Lysis– que debes hacer un gran agujero en la tierra y meterte en él hasta la cintura: puedes ser que germinen tus piernas y se agarren a la tierra como raíces, y que venga luego uno de tus mejores amigos a regarte para hacerte florecer.

—Buscad a otros que sigan vuestro consejo –replicó Carmelin–, no quiero pudrirme en vida ¿Creéis que resultaría agradable verme plantado ahí para reverdecer? Vendrían de cincuenta leguas a la redonda para contemplarme. Para eso, prefiero encerrarme en un sauce como vos.

—¿No te he dicho ya que no estaba en un sauce? –exclamó Lysis–. ¿De dónde sacas esas quimeras?

—No hablaré más –dijo Carmelin–, decidme solo si podré ver las emociones que vivís por la noche sin pertenecer a la categoría de los árboles.

—No lo sé –contestó Lysis–, pues las divinidades tienen cuerpos tan sutiles que los hombres no podrían distinguirlos, pero no te costará nada probar.

Amo y criado mantuvieron varias conversaciones más sobre el asunto y Carmelin se propuso participar en las aventuras de Lysis, si era posible. El baile y los besos de los que le había hablado excitaban de tal manera su mente que no veía el momento de estar en una compañía en la que se pasaba tan bien el tiempo; pero estaba encantado sobre todo con la colación, de la que veía pruebas que casi le hacían creer el resto. Había encontrado a sus pies la caja de dulce de membrillo que era una de las sobras del banquete y, a pesar de estar llena de tierra, no dejaba de comer lo que había dentro e incluso de lamer la madera con la lengua. Atraído por tales encantos regresó pronto a casa de su anfitrión para meter a sus ovejas en el establo y, después de avisar de que no lo esperasen para dormir, volvió hasta donde su amo. Hablaron juntos de las delicias futuras y Lysis le decía a Carmelin, entre otras cosas, que, si podía hacerle entrar en la cofradía de las deidades campestres, conocía a una hamadríada que reunía las condiciones para ser su mujer y, aunque no era de tez delicada, por lo menos tenía un cuerpo robusto y buen humor.

—Eso no me vendrá mal –dijo Carmelin– porque no me gustan esas mujeres que solo se ocupan de arreglarse, pero quiero que me aporte una buena dote.

—Queda por saber si estas ninfas reciben algo al casarse –replicó Lysis–, hablaremos de ello con más detenimiento cuando llegue el momento.

La noche había caído hacía bastante tiempo y Carmelin, que se había tumbado al pie del árbol, se dejó ganar por el sueño a pesar de que las palabras de su amo fueran muy amenas. Era una lástima que las bonitas aventuras de Lysis sucedieran en un lugar tan poco favorable para la gloria y el provecho del pueblo: era una región tan despoblada que solo dos hombres lo habían visto en todo el día y, esa noche, no hubo nadie que escuchara la sabrosa conversación que tuvo con Carmelin. Si todo esto hubiera ocurrido a una legua de París, como en Charenton o en Gentilly, mucha gente se hubiera acercado a visitar a tan raros personajes; pero bastaba con que nuestra buena nobleza de los alrededores tuviese conocimiento de ello para contarlo luego a sus amigos.

p. 176Llegada la hora de la mascarada, Lucide, que seguía en casa de Hircan, se vistió como la noche precedente y Sinope, el ciprés y las hamadríadas también. A Anselme, Montenor y Clarimond los vistieron de dioses fluviales, al igual que Hircan, para que no hablasen y no fueran reconocidos. Toda esta compañía de divinidades, compuesta a toda prisa, subió al carruaje y solo se bajó a menos de un cuarto de legua del sitio en que estaba el incomparable sauce. El ciprés empezó a tocar el violín y los otros le siguieron danzando. Lysis, que no tenía intención alguna de dormir, oyó enseguida esta harmonía y le gritó rápidamente a Carmelin:

—Despierta, perezoso, despierta: aquí llegan nuestras hermosas ninfas. Prepara tu elocuencia para cuando te pregunten: si te toman por un hombre, al menos que no sea por un hombre vulgar. Recupera de tu memoria esos lugares comunes con los que te insuflaron la doctrina en tu mente, sin haberla estudiado nunca en ninguno de los autores antiguos.

Estas palabras, entendidas a medias, despertaron a Carmelin mientras su amo, al divisar ya a la compañía divina, salió alegremente del árbol para ir solícito a recibirla. Lucide fue la primera en venir a su encuentro y él le hizo una humilde reverencia que la ninfa le devolvió, al tiempo que le preguntaba cómo lo había pasado desde su última visita.

—He estado muy alegre en todo momento –respondió Lysis– y estoy seguro de que mis ramas han reverdecido, pues vivía con la esperanza de veros muy pronto y, además, hay una buena noticia: es que me he dado cuenta de que no soy sauce, sino el árbol Lysis del que jamás se oyó hablar, y he sabido que sale de mí cierta droga más preciada que el ámbar. Visto que todos aportan aquí sus frutos y que vuestras hamadríadas nos traen sus cerezas y sus albaricoques, me entristece no haberos aportado algo de lo que expele mi corteza: lo habríais puesto a secar al sol para hacer collares y brazaletes.

Las deidades gozaron mucho oyendo estas fantasías, pero habrían disfrutado aún más si hubieran sabido de qué ámbar hablaba. Entretanto Carmelin, asombrado de ver tanta gente desconocida, tenía tanto miedo que no se atrevía a separarse de él, de modo que Sinope lo descubrió y le dijo a Lysis:

—¿A quién tenéis ahí detrás, hermano querido?

—¿Quién va a ser? –respondió Lysis–. ¿No veis que es mi sombra y que la luna sale ahora?

—Nada de eso –dijo Sinope–, huelo aquí a carne fresca. Nos han traicionado: aquí hay un mortal, huyamos compañeros.

Tras decir esto, se dio a la fuga y toda la compañía la siguió de inmediato, de suerte que Lysis se puso a correr detrás de ellos diciéndoles lo más alto que podía:

—¿A dónde corréis? Queridas divinidades, detened vuestros pasos: estáis huyendo de un miserable pastor. Si no permanecéis aquí, habrá motivos para que creamos, al igual que el resto de los mortales, que los teméis, puesto que no osáis mostraros ante ellos.

Todos los que huían se detuvieron ante estas palabras y, tras reunirse en una pradera, fingieron recobrar el valor y preguntaron a Lysis quién era el que lo acompañaba.

p. 177—Es el pastor Carmelin –les respondió–, mientras fui hombre era mi compañero de fortuna; aunque solo fuera por eso, deberíais apreciarlo, pero tiene además otras cualidades. No tengáis reparos en mostraros ante él: Juno, Venus y Palas lo hicieron ante Paris, que era un jovenzuelo disoluto que no puede comparársele. Este hombre es un pastor que lleva a gala el honor y, para deciros la verdad, quería ver nuestros placeres nocturnos. Su curiosidad tiene buenas intenciones y no debemos frustrar sus expectativas: debemos complacer a los que nos invocan.

—Lo recibiremos en nuestra compañía con tal de que sea fiel –dijo Sinope.

—Lo será, a fe de árbol gomoso –replicó Lysis–, pero decidme: distingo ahí a tres divinidades que no conozco.

—Son dioses fluviales que han venido con Morin –contestó Sinope–: viven, bien en el Sena, bien en el Marne.

Lysis los saludó al punto y ellos se acercaron a abrazarlo un poco más calurosamente de lo que había hecho su compañero la pasada noche. Lucide dijo entonces que quería llevar a la compañía a un lugar muy delicioso y, tras abrir la marcha, se detuvo a un cuarto de legua de allí. Carmelin iba con los demás, no sin gran respeto y sujetando en todo momento a su amo por la casaca por miedo a perderlo. Cuando llegaron a un prado completamente cuadrado y tan bien rodeado de árboles que tenía forma de sala, el ciprés tocó melodías para danza y los dioses fluviales sacaron a bailar a las ninfas. Lysis admiró la bonita ejecución, pero Lucide le explicó que habían aprendido a saltar con las carpas. No habiendo nada que ganar a su lado en ese ejercicio, solo quiso bailar con las canciones. Carmelin se unió a la danza y tanto se menearon que ya no sentía las piernas. Cansados todos de tal ejercicio, se tumbaron en la hierba y Lysis se informó de las aventuras de los nuevos dioses fluviales. Sinope le dijo que no habían sido nunca hombres y no se había producido metamorfosis en ellos, sino que eran hijos de otros dioses y que, de todas formas, no hablaban.

Al momento, quisieron jugar a algunos juegos que no estaban indicados para ellos porque no había ni uno en el que no fuera preciso decir siempre alguna palabra. Se retiraron, pues, de esa distracción y se entretuvieron en oír la armonía del laúd de Morin. Carmelin, que jugaba con el resto, se aburría mucho y, como tardaban mucho en traer la comida, no hacía más que decirle a su amo:

—¿Cuándo vendrá esa colación?

Lysis, importunado, le quiso dar una ocupación para distraerlo y, después de parar el juego de las prendas* con el que se divertían, les dijo a las ninfas:

—Vais a recibir, queridas, una satisfacción incomparable de mi gentil pastor –luego, dirigiéndose a Carmelin, le dijo–: Haz una arenga de tipo retórico en alabanza de estas náyades, hamadríadas y dioses acuáticos.

—Tendréis que disculparme, mi amo –respondió Carmelin–, pero mis escritos no hablan de esa gente.

—¿Qué dices, ignorante? –exclamó Lysis–. ¿Quieres causarme una afrenta no respondiendo a la esperanza que he puesto en ti? ¿Hace falta que mis ramas, que acostumbran a permanecer siempre verdes, enrojezcan de vergüenza? Ven acá –prosiguió, hablándole al oído–, ¿no sabes nada donde se hable de algunas bellezas o de los efectos del amor? Hay que decírselo primero a las ninfas y después ya pensarás en hacer el panegírico de estos dioses.

p. 178—Sé muy bien discurrir sobre la belleza –replicó Carmelin–, dejadme hacer. ¿Por qué no me habláis como es preciso desde el principio? No entiendo la mitad de esos nombres bárbaros, no me habláis más que en latín: de cada tres palabras vuestras, hay siempre cuatro incomprensibles.

Tras decir esto, Carmelin echó rodilla a tierra ante las ninfas y les habló en estos términos:

—Escondedme vuestros hermosos ojos, bellas damas: me hacen morir. No, no los escondáis, me dan la vida. Hacedlo, pues me han robado el corazón, pero no: pues si me lo robaran, me robarían también el alma. Este es el primer capítulo de mi repertorio, ahora va el segundo. ¡Oh, hermosos ojos! No sois ojos sino soles. Soles, no: dioses; pero ¿cómo vais a ser dioses si me hacéis morir? ¡Ah! Veo que sois ojos en esencia, soles en belleza y dioses en poder, que habéis descendido a la tierra para hacerme sufrir. Quisiera saber más para seguir hablando a estos hombres de gran barba, pero creo que no hay ningún libro que hable de ellos y, además, puede ser que sean tan sordos como mudos.

—Quítate de ahí, si vas a seguir con palabras tan impertinentes –exclamó Lysis–, es necesario que tires de tu repertorio. ¿Tenías que mostrar tan poco respeto al hablar a las diosas como si estuvieras enamorado de ellas?

—¿Por qué no iba a hacerlo? –contestó Lucide–. No lo vamos a desdeñar: le daremos por amante a la mayor de las hamadríadas.

—Os doy las gracias en su nombre –dijo Lysis–, tratará de merecer tal favor; dadlo por excusado si os parece que ha dicho alguna tontería: el esplendor de vuestros hermosos rostros lo deslumbra de tal manera que está fuera de sí.

Lucide se dio cuenta, al mirar a Lysis, de que ya no llevaba el lindo bonete que le habían proporcionado. Le preguntó el motivo y le dijo que cuidaba muy poco de su salud.

—Ya he dicho que mi cuerpo era impasible –replicó Lysis– y, por lo demás, he desdeñado vuestro bonito gorro al pensar que en todos los cuadros de los dioses nunca vi a uno solo que llevase sombrero, si no es Mercurio que lleva uno como atributo de su dignidad; y, en cuanto a los héroes y a los hombres ilustres, los he visto siempre con la cabeza descubierta, salvo algunos a los que se les da un casco, pero eso no quiere decir nada, solo lo llevan en los combates139.

Estas consideraciones habrían durado mucho tiempo, si no hubiera venido Sinope a decir que ya se había conversado bastante y que tocaba merendar. Carmelin alabó mil veces para sí tan provechosa noticia y las hamadríadas sacaron de las cestas muchas cosas buenas que habían traído y las expusieron en la hierba verde que servía de mantel. El dios Morin se acercó a Sinope y, sin que Lysis se percatara, le dijo algo al oído. En ese momento, Carmelin recibió de manos de su amo un ala de pavo frío que ya deshacía con los dedos, sabiendo que las manos se hicieron antes que los cuchillos; pero, cuando iba llevarse un trozo a la boca, Sinope le sujetó el brazo:

—Alto ahí, pastor, no tenéis todavía permiso para comer con nosotros. Antes tenemos que lavaros en una de nuestras fuentes. ¿En qué pensaba Lysis al daros vuestra porción? Nos habría ofendido mucho: habríamos tenido que ir al dios Pan para rogarle que nos purificara.

—Desconocía esta ceremonia –dijo Lysis–, me perdonaréis si os he fallado: nunca he leído lo que decís en ningún poeta. Hay que creer, no obstante, que no habrá ningún riesgo en bañar a Carmelin, eso no va a perjudicar su salud.

p. 179Carmelin pensaba que le iba a gustar que lo lavaran tan bellas damas, pero habría deseado que fuera enseguida para poder merendar con los demás y no veía que se dieran prisa en hacerlo. Le habían quitado lo que se llevaba a la boca y no dejaban de comer con tal apetito que todo sería despachado muy pronto, lo que le llegaba muy hondo. Terminada la colación de las divinidades, Sinope decidió que era el momento de ir a bañarse e hizo poner a todos en marcha, pero él le respondió muy enfadado que era inútil, ya que no quedaba nada que comer. Sinope le respondió que así quedaría hecho para otra noche que viniera a verlos y luego Lysis fue a decirle por lo bajo que fuera donde lo querían llevar y que sería la manera de ver las grutas de las náyades a las que tanto había deseado ir. Carmelin lo creyó y caminó tranquilamente con las hermosas deidades, pero cuando llegó al manantial de la fuente de Lucide, Sinope le dijo a Lysis:

—No os corresponde asistir a nuestros misterios y, además, es hora de volver: ahí están Morin y los otros dos dioses fluviales que quieren dejarnos, id con ellos.

A Lysis, que deseaba grandemente ver sus ceremonias para ser uno de los iniciados en las ciencias divinas, le fastidiaba mucho dejarlos; sin embargo, tuvo que irse con Morin y los otros dos dioses, que eran Anselme y Clarimond. Mientras tanto, Sinope, Lucide, Montenor, las hamadríadas y el ciprés cogieron a Carmelin por los pies y por la cabeza y lo sumergieron en el agua completamente vestido. Este no encontraba tanto placer como había imaginado, pero fue peor cuando el ciprés le dijo que tenía que quedarse desnudo. Una vez que se hubo quitado el jubón y las calzas, le ataron los brazos a un sauce que había en la orilla, como si formase parte de la ceremonia. Le remangaron la camisa y le azotaron tanto con ramas de mimbre que no dejaba de clamar misericordia y de lanzar injurias a toda la compañía; pero Lucide le explicó que el agua era incapaz de limpiarlo y que tenía una mala sangre que se debía sacar de su cuerpo a zurriagazos para dejarlo tan puro que fuera digno de conversar con las deidades. Después de que la compañía le hubiese hecho todo ese daño, se volvió al lugar de la cita, dejándolo allí atado.

Lysis, tras llegar al lugar en el que estaba su árbol, se despidió de las deidades acuáticas, que le dijeron adiós con gestos de manos y reverencias. Cuando le hubieron dejado, se quedó estupefacto al no encontrar ya su morada, a pesar de que la aurora había aparecido y de que hubiese bastante claridad. Hircan, en el intento de encontrar algún modo de quitarle su fantasía, había ordenado que, durante su ausencia, cortaran el sauce hasta la raíz y que se lo llevaran en una carreta. Además, habían cubierto tan bien el lugar de tierra que nadie diría que allí hubo algo. Lysis buscó por todas partes y su cerebro hueco tuvo no pocas fatigas con este accidente. Con todo, a pesar de no ver ya su tronco, seguía imaginándose que era un árbol y, al advertir que venía alguien, se plantó más o menos en el sitio donde había estado el sauce y, para no hacer ante los hombres nada que contradijera su naturaleza, alzó los brazos y abrió de par en par los dedos como si fuesen ramas. Hircan se le apareció entonces con el mismo ropaje negro que llevaba cuando lo libró del peligro en que se encontraba en la mansión de Oronte.

—¡Oh, árbol! –le dijo el mago–. Quiero que de ahora en adelante seas hombre.

—No está en tu poder hacerlo –respondió Lysis–: son los grandes dioses los que me han metamorfoseado.

—Los dioses más grandes son enanitos a mi lado –replicó Hircan– y te voy a mostrar la fuerza de mis hechizos.

Diciendo esto, trazó un círculo a su alrededor con una varita que llevaba y luego leyó un montón de palabras bárbaras en un libro grueso que sostenía.

p. 180—Bien veo que voy a tener que redoblar mis hechizos –dijo después a Lysis–, pues eres tan obstinado que te resistes.

—¿Qué quieres hacer? –le contestó este–. ¿Deseas privarme de todo bien? Déjame en paz.

—No sabes lo que te conviene –respondió Hircan–, en este momento es preciso que seas hombre, a pesar del cielo, la tierra y los infiernos, y como no quieres salir de tu corteza, voy a hacer que los vientos derriben tu árbol. Te verás privado de tu morada y comprobarás cómo puedo controlar todos los poderes del mundo. ¡Oh, vosotros, reyes del aire y escobas de la tierra –continuó, engolando la voz–, vientos que sopláis de uno y otro lado; a saber, del Septentrión o del Mediodía! ¡Oh, vosotros, Bóreas y Austro, os conjuro por las pantuflas del Destino, los gregüescos raídos de Saturno, el retrete de Proserpina y por todo lo que de venerable y augusto hay en el orbe, a que vengáis a soplar contra este árbol y lo abatáis de tal suerte que pierda el vigor y pueda así cambiarlo de forma140!

En cuanto el mago hubo proferido estas palabras, llegaron dos desconocidos vestidos de plumas. Nada más decirles «¡Oh, vientos, haced vuestro oficio!», empezaron a soplar contra Lysis, uno de cada lado, con fuelles que llevaban. Tenían las mejillas tan coloreadas que, al mismo tiempo, parecían hincharlas para soplar incluso con la boca en reposo. Su acción causaba tal efecto en la imaginación de Lysis que creía que lo estaban violentando y se inclinaba a ambos lados con los pies sujetos a la tierra con toda la firmeza que podía, como si lo hubieran sacudido fuertemente. Finalmente, el viento del Septentrión sopló con tal vehemencia que se imaginó que tenía que ceder, de manera que se dejó caer al suelo muy aterrado. De inmediato, los vientos huyeron o, más bien, volaron, y el mago, después de hacer una invocación a todas las fuerzas del universo, vertió agua de un frasco que sostenía sobre la cabeza de Lysis y luego le echó unos polvos.

—¡Oh, árbol! –dijo al tiempo–. Quiero que mis encantamientos sobrepasen el poder de los dioses y te devuelvo desde este momento la forma y la naturaleza de hombre que te habían quitado. Levántate, te lo ordeno.

Lysis se levantó súbitamente, pero cuando quiso hablarle al mago, este se fue tan rápido que no supo qué dirección había tomado y, por otra parte, se quedó tan asombrado que no hubiera podido seguirlo.

Hircan llegó al lugar donde le esperaba toda la compañía ya en el carruaje, subió también a él y volvieron a sus casas. Anselme y Clarimond eran los que se habían disfrazado para hacer de vientos; pero, a pesar del placer que obtuvieron al ver las posturas de Lysis, lamentaban no haber podido ver también las de Carmelin cuando lo azotaron. Sinope y Lucide hicieron un relato muy ameno y, aunque todos llevaban mucho tiempo despiertos, ninguno quiso irse a dormir: habrían preferido volver con Lysis para saber de qué humor estaba. Las fantasías que habían turbado el cerebro de este se habían disipado y, después de mirarse de arriba abajo, pensó que era verdaderamente un hombre; así que se fue a casa de su anfitrión donde, recuperados sombrero y vara, se equipó como siempre y, tras llamar a su perro, que se puso muy contento, sacó el rebaño del aprisco y lo llevó a pacer a los campos, creyéndose obligado a retomar su condición primera.

FIN DEL QUINTO LIBRO

i Juego de palabras, debido a la homofonía entre saux, arcaísmo francés para ‘sauce’, y sot ‘tonto’, que se ha resuelto con la forma tarugo, ‘pedazo de madera’ y, coloquialmiente, ‘persona de rudo entendimiento’.

ii En francés piquet, el juego de naipes más común en Francia desde el siglo XVI hasta principios del XX: se practicaba originariamente con 32 cartas y de 2 a 4 jugadores que debían juntar el mayor número posible del mismo color y ciertas figuras. Fue conocido en España como los cientos y aparece citado en el Quijote (II.72).

iii En francés marotte, cetro compuesto de un bastón rematado en una cabeza grotesca cubierta de una capucha con cascabeles: se consideraba el símbolo de la locura y era el atributo de los bufones de la corte.

iv Corbillon, en el texto original: juego de salón en el que había que responder rimando en –on y sin dudar. Su equivalente aproximado sería el juego de las prendas.

129 Alusión al episodio narrado por Ovidio en las Metamorfosis, según el cual Prometeo, ante la falta de hospitalidad de Atlas, le presentó la cabeza de Medusa, que petrificaba a todo aquél que la mirara, y lo transformó en el acto en una enorme montaña.

130 La Diana romana aparece aquí como diosa de la naturaleza, y los árboles consagrados a ella no podían ser talados.

131 Dódona es un célebre bosque de la Grecia antigua donde, según la tradición, estaba ubicado el oráculo más antiguo.

132 Se trata de la novela Endymion de Jean Ogier de Gombauld (1576–1666), publicada en 1624 y basada en la historia del pastor Endimión, del que se prendó la diosa Diana.

133 Referencia a la celebrada oda Le plaisir de la vie rustique (1573) de Philippe Desportes (1546-1606), poeta de la generación siguiente a la de Ronsard.

134 Faramond es el nombre que se le dio durante la Edad Media y el Antiguo Régimen al primer rey de los francos y antepasado de los merovingios; sin embargo, la historiografía moderna lo considera una leyenda.

135 Provins es una comuna francesa, en el actual departamento de Sena y Marne, famosa todavía hoy por la producción de rosas.

136 Según cuenta Ovidio, la joven Mirra tuvo relaciones sexuales con su padre, sin que este supiera su identidad. Perseguida por este al conocer el engaño, pidió ayuda a los dioses y fue transformada en el árbol que lleva su nombre. De esa relación incestuosa nació Adonis.

137 Según la leyenda, los exudados aromáticos que expelen los árboles de la mirra serían las lágrimas de la joven Mirra tras ser metamorfoseada en el primero de ellos. Algo parecido ocurrió tras la muerte de Faetón, al precipitarse a la Tierra mientras conducía el carro de su padre el Sol: las lágrimas de las Helíades, sus hermanas, se solidificaron en ámbar y ellas mismas se transformaron en álamos o en alisos.

138 Diógenes de Sinope (c. 412–c. 323 a.C.) fue un filósofo griego de la antigüedad, el más célebre de la escuela cínica; mientras que Epicteto (55–135 d.C.) lo fue de la escuela estoica y pasó buena parte de su vida como esclavo en Roma.

139 Mercurio era el dios romano del comercio y sus atributos consistían en unas sandalias y un gorro alados, además de una vara lisa rodeada de dos culebras que lleva por nombre caduceo.

140 Bóreas era para los romanos el viento del norte y Austro del sur; o, lo que es lo mismo, del Septentrión y del Mediodía, respectivamente. Por su parte, Saturno fue un antiguo dios itálico identificado con Cronos, el Tiempo, pues se le suponía llegado de Grecia y en Roma fue una divinidad de la agricultura; mientras que Proserpina, equivalente a la griega Perséfone, fue raptada por Plutón y llevada con él a los infiernos, pero regresa periódicamente como diosa de la primavera.