LIBRO VI
El más ilustre de todos los pastores, mientras daba de comer esparceta y trébol a sus ovejas, caminaba con calma como un hombre que sueña con algo elevado y levantaba solemnemente su vara a cada paso igual que levanta su bordón un peregrino español. No había recorrido un cuarto de legua, cuando pasó un carruaje del que Hircan, Anselme, Clarimond y Montenor salieron con sus trajes habituales. Fue a abrazarlos a todos y les dijo:
—Amigos míos, veis que he sufrido una segunda metamorfosis. Os saludo ahora en calidad de pastor. Aquí está Hircan que me ha hecho retomar mi forma primera.
—Estamos tan contentos –dijo Anselme– como enojados estábamos de haberos perdido. ¿Pero que pensáis? ¿Sois de nuestra opinión?
—Todo lo que puedo decir –replicó Lysis– es que debo tener paciencia, aunque me pese. Es verdad que obtuve mucho placer siendo árbol, pero, puesto que no está prescrito que lo siga siendo, hay que conformarse con no serlo más. No sufro nada ahora que no haya experimentado ya y, además, hay que considerar que, para mostrarme como un amante leal, no debo enfadarme por seguir disponiendo de los medios para servir a Caritea.
—Vuestra constancia es loable, amigo mío –dijo Hircan–, sabed que, antes de haceros hombre, me tomé la molestia de subir al cielo y ojear el registro del Destino, que es el escribano de Júpiter. Es ahí donde leí vuestro porvenir con el fin de no hacer nada que pudiera contravenir sus decisiones.
—Lysis ha de estar muy agradecido a Hircan–dijo Clarimond–, pero, pastor, sin ánimo de interrumpiros, ¿qué habéis hecho de vuestro sirviente Carmelin?
—¡Ay de mí! Cuando pienso en ello –dijo Lysis–, creo que las ninfas lo han secuestrado. Estaba esa noche conmigo entre la compañía divina a la que encantaba su elocuencia. Me hicieron creer que tenían ganas de bañarlo para purificarlo, pero no quisieron que asistiera yo, así que me doy cuenta ahora de que tenían malas intenciones, pues no ha vuelto a casa de su anfitrión.
—Las ninfas tienen muchos mejores servidores que ese –dijo Clarimond–, seguro que después de que las dejara lo ha devorado alguna bestia feroz.
—¡Ay, Dios! ¿No habrás dado en el clavo? –exclamó Lysis–. ¿Se habrá comido algún lobo a mi fiel Carmelin? ¿En qué he estado pensando hasta ahora para no ir a buscarlo? Vamos sin perder un momento. Ocupémonos de él: su pérdida sería grande.
p. 182Tras decir esto, fue por el campo de un lado para otro y todos le siguieron mientras gritaba tan alto como podía:
—Carmelin, Carmelin, ¿dónde estás? Amigo mío, mi tesoro, mi deleite, mis amores.
Y, viendo que no respondía, dijo:
—Sin duda, está muerto, hay que levantarle un cenotafio y hacer la oración fúnebre.
Lysis se encontró finalmente cerca del arroyo de Lucide, a lo largo del cual comenzó a caminar gritando aún:
—¿Dónde estás, Carmelin?
De repente, oyó una voz que decía:
—Aquí estoy, querido amo: apiadaos del pastor más miserable que haya.
Se acercó entonces a grandes zancadas y encontró al pobre Carmelin medio desnudo atado a un árbol.
—¿Quién te ha dejado aquí, amigo mío? –le dijo–. ¿Quiénes han sido los salvajes que han hecho una afrenta tal a alguien de natural pacífico?
—Han sido vuestras filfas de ciempiés las que me han arrastrado hasta estas rutas –respondió Carmelin.
—Quieres decir –corrigió Lysis– que han sido las ninfas y el ciprés quienes te han arrastrado hasta estas grutas*.
—Tenéis razón –dijo Carmelin–, que se vayan al diablo sus danzas, sus juegos y sus colaciones si para asistir a ellos hay que sufrir el daño que estas malas personas me han hecho.
—Es posible que los hayas confundido con otras personas –dijo Lysis.
—No me engaño, son ellos –replicó Carmelin–, que me desaten y os contaré más.
Entonces Hircan, que llevaba un cuchillo junto a la espada, cortó las malditas ligaduras con las que lo habían atado. Cuando estuvo vestido, contó lo que le había ocurrido, de lo que todos se asombraron mucho, pues no tenían a las ninfas por tan malvadas como las pintaba. Pero Lysis, interrumpiendo su discurso, se apresuró a decirle:
—No te enfades, el daño está hecho y, en recompensa, voy a darte una alegría. Escucha algo que no había pensado decirte todavía: ya no soy árbol, soy el pastor Lysis.
—Mi enojo me ha impedido darme cuenta –respondió Carmelin–, sin embargo, casi sospechaba vuestro cambio de naturaleza. Vienen buenos tiempos: olvidemos el pasado, puesto que así lo queréis, pero, sobre todo, que no me hablen más de ir con las bellas damas que vi esa noche, son probablemente espíritus malignos y no deseo tener nada que ver con gente del otro mundo.
Carmelin se hallaba, tras estas palabras, dispuesto a irse con los demás si no fuera porque le faltaba su sombrero. Las ninfas no lo habían dejado con su ropa, después de haber jugado con él mucho tiempo, lo habían tirado a unos arbustos muy alejados donde no se le ocurriría ir a buscarlo.
p. 183—Vayámonos de todas formas –dijo Clarimond–, os daré otro.
—De nungún modo –dijo Carmelin–, no quiero recibir afrenta alguna. Aunque quisierais darme más sombreros de los que caben entre el cielo y la tierra, sigo queriendo recuperar el mío y sé bien lo que haré.
—Solo hay que llamar a mis damas las ninfas ante el juez de estos lugares –dijo Anselme–.
—Hacedlo de veras –dijo Clarimond–, justamente ahí va un alguacil por el camino ancho, démosle alcance.
Dicho esto, comenzaron a andar y Carmelin, tras alcanzar al hombre que era en verdad un alguacil, le dijo:
—Compadre, hay unas damas muy poco formales que han robado mi sombrero sin razón, ¿tengo motivos para reclamar que me lo devuelvan?
—Sí, por supuesto, mi buen amigo –respondió el alguacil–, decidme su nombre y su domicilio, iré a llevarles una notificación.
—Tenéis que hablar con mi amo –dijo Carmelin.
—La que cometió el hurto se llama Lucide –dijo Lysis, que llegaba entonces–; en cuanto a su domicilio, lo eligió en el nacimiento de la fuente de aquí al lado, pero está tan bien escondido que no lo encontrarás, pobre alguacil mortal, haría falta un alguacil celeste como Mercurio para llevar a cabo esta empresa. En lo que concierne a las compañeras que la han ayudado en el delito, están encerradas bajo cortezas de árboles, ¿cómo vais a encontrar todo eso? Respecto a ti, Carmelin, abandona tus diligencias. No sacarás nada con ir contra gente más poderosa que tú. Las ninfas no reconocen a los jueces terrestres o, si se someten a ellos, los corrompen como al hijo de Príamo141.
El alguacil se marchó después de oír esto, convencido de que, o bien esa gente se reía de él, o bien no estaban en sus cabales, y nada tenía que ganar con ellos, visto que no entendía lo que querían decirle. Carmelin, muy enfadado al ver que no podría con esas ladronas, empezó a exclamar:
—¡Ah, mi pobre sombrero! ¿Debo perderte en la flor de tu edad y de tu belleza? Es cierto que mi abuelo se sirvió de ti en primeras nupcias, pero hubieses servido aún mucho tiempo a mi posteridad. ¡Ah, cómo te echo en falta cuando pienso que has sido por tanto tiempo fiel cubierta de los trabajos y pensamientos que se forjaban en mi cabeza y noble estuche de toda mi doctrina!
—No lloréis –dijo Anselme–, le había llegado su hora. Le haremos una tumba vacía como queríamos haceros a vos creyendo haberos perdido y, además, ¿por qué no os consoláis si os hemos prometido uno más bonito?
Carmelin, habiendo reflexionado un poco, tomó la palabra de esta suerte:
—Pero ¿de qué será ese sombrero, señor, de lana fina?
No le dieron ocasión de acabar ese gracioso discurso, ni a Anselme de responderle, pues todos se echaron a reír inmediatamente, y principalmente Montenor, sabedor de que Anselme venía de una estirpe de mercaderes por parte paterna y que el paño y la lana le habían servido de mucho para convertirse en un gran señor. Lysis, queriendo que cesaran las caracajadas, dijo:
—La falta solo viene de no haber puesto ninguna coma o paréntesis en la frase, ¿lo entiendes, Carmelin? Respeta esto si no quieres cometer faltas en tus incisos.
p. 184El discurso del amo fue recibido con tanto agrado como el del sirviente porque daba a sus palabras un cierto acento que las realzaba. Le gustaron incluso a Carmelin, pero, cuando Clarimond fue a su casa, le alegró mucho más dándole el sombrero que le había prometido, como si fuera mejor que el suyo, aunque apenas lo era. Se le dijo que, si le gustaban las cosas antiguas, verdaderamente esa era una tan digna de un museo como cualquier moneda que hubiera en el mundo. Estaba encantado de tener ese sombrero porque, si había echado de menos el otro, era porque no esperaba que le dieran ese. Fue, sin embargo, a rogar a su señor que le identificara por el nombre y la vestimenta a todas las deidades campestres con el fin de saber quiénes eran las que le habían hecho más daño. Se descubrió que eran las hamadríadas y Lucide, mientras que Sinope no le había dado ningún latigazo e incluso se había alejado mientras sufría el suplicio.
—¡Ah! Ahí dentro hay un gran misterio encerrado –le dijo Lysis–, tienes que darte cuenta de que Sinope es de natural amoroso. Ha dado pruebas de sentir pasión por mí, pero, al ver que siempre la he rechazado, no quiere apreciar más mérito que el tuyo. Ya lo sospechaba, pero se me antoja que nunca te ha mirado como una persona indiferente, así que esto es lo que te propongo para quitarte las penas: imagina ahora que es ella la que ha cometido el hurto de tu sombrero, pero que lo ha hecho solo para guardarlo a modo de prenda. Me acuerdo de que Caritea me cogió un día una de mis sandalias por el mismo motivo.
—No sé a qué amor os referís –replicó Carmelin–, ¿por qué no me socorrió entonces? No hablemos más, su talante no me gusta nada. Si queréis que tenga una amada, que sea la pastora de la que me hablasteis antaño.
—Caritea tiene una compañera que se llama Paulina –dijo Lysis–, fue en ella en quien pensé. Debes quererla, aunque solo sea por su bonito nombre y porque podrás hacer una hermosa alusión diciendo que se llama Paulina porque rima con jabalina y su amor atraviesa los corazones. De hecho, cuando tu historia se ponga por escrito, será muy agradable ver que llevará por título Los amores de Carmelin y de Paulina. Ambos nombres van tan bien juntos como conjuntados estarán vuestros corazones y, cuando tenga tiempo, te prometo que encontraré con ellos algún anagrama de buen augurio.
Mientras decía esto, oyó que Anselme proponía a Clarimond ir a ver a Leonor después de cenar.
—Bien, todo nos sonríe –le dijo entonces a Carmelin–, esta es una buena ocasión para ver a tu nueva amada. Pero no hay que ir sin estar preparados. Dices cosas bastante buenas, pero no siempre adecuadas y, además, no las pronuncias bien. Te voy a enseñar el método del discurso y la gracia de la compostura y de la pronunciación.
Todo esto se dijo en voz bastante baja e, inmediatamente, nuestros dos pastores entraron en un cuarto al lado de la sala, en el que Lysis, habiéndose sentado en una silla y con Carmelin delante, le dio su primera lección:
—Visto que cuesta mucho en el amor mostrarse gentil en el primer encuentro y que el comportamiento encanta a veces más que las palabras, debes tener cuidado en moderar el tuyo cuando estés delante de tu pastora. Si tienes un pañuelo blanco, soy de la opinión de que lo lleves siempre en la mano. Los que declaman siempre llevan uno e incluso los comediantes de París los llevan en escena. Hay que imitar a esa gente, pues, si no hacen las cosas como son, por lo menos las hacen como deberían ser. Estaría bien también tener el cepillito para atusarse el bigote de vez en cuando y, sobre todo, no puede faltar nunca el peine en el bolsillo: no dejo de oír hablar de esos peines de cuerno que los guapos llevan hoy para desenredarse la melena.
p. 185—Lo que pretendéis es que, de todas todas, lleve cuernos en la cabeza –dijo Carmelin.
—No lo tomes a mal –continuó Lysis–, tengo uno de los peines que he dejado en casa de Montenor y, cuando me lo vieron, dije que está hecho con los cuernos de los cornudos que he hecho, es así como hay que rebatir la mofa de los demás.
—Consiento –dijo Carmelin–, pero en cuanto al pañuelo, ¿con qué motivo lo llevaría? Parecería que soy un gran mocoso y los cepillos mostrarían igualmente que tengo una barba muy sucia, puesto que habría que limpiarla tan a menudo.
—Si no quieres respetar todos esos comportamientos, más vale que tengas excelentes palabras y uses las formas de hablar más atractivas y mejor aceptadas hoy entre los galanes. Por ejemplo, si quieres decir que acabas de hablar con un hombre de buen humor, dirás: «Vengo de mantener una conversación con un semblante bienhumorado».
—No se habla a un semblante solamente –dijo Carmelin–, se habla a personas enteras.
—No importa –dijo Lysis–, hay que hablar así para estar a la moda y hay que decir todo el tiempo: «¿Cuánto tiempo hace que no habéis visto ese semblante? Este semblante ha querido discutir conmigo. Es un semblante muy amable». Además, si quieren llevarte a algún lugar al que no deseas ir, hay que decir: «Dadme humildemente por cumplido en esa casa, dadme humildemente por cumplido con tal visita». Y si te dijeran que quieren hacerte oír una bonita música, hay que responder: «Por hoy hago el besamanos a la música». Si te preguntan si tocas bien el laúd, hay que replicar: «No me pincho por tocar ese instrumento»*.
—Quiero hablar así –dijo Carmelin– y, sin embargo, no comprendo muy bien lo que quiere decir, pues ¿hay que pincharse las posaderas con un alfiler o una lezna para animarse a tocar el laúd? Y, en cuanto a vuestros besamanos y vuestros humildemente cumplidos, ¿se deben decir de una casa o de una música, que no tienen manos y no se preocupan de nuestros cumplidos?
—Todo esto se dice y es muy remilgado –respondió Lysis–, no se oye otra cosa en el palacio del Louvre* y en todos los lugares honorables. También hay otras palabras que son hallazgos delicados, pero no quiero enseñarte nada más por ahora, salvo que tendrás que decir todo el tiempo que tu amada está arrebatadora.
—Esto estaría bien decírselo a Sinope –replicó Carmelin–, coge todo lo que encuentra, me ha arrebatado mi viejo sombrero, es arrebatadora como un ave rapaz y como un lobo.
—Eso no se interpreta de manera tan sesgada –dijo Lysis–, cuando se dice que una joven es arrebatadora significa que tiene donaire, encantos, atractivo y, si quieres, podrás decir también que tu pastora tiene un rostro arrebatador. Sacarás provecho de estas frases francesas oportunamente y, para habituarte a ellas, hazte a la idea de que en París, en este momento, ni el gentilhombre más insignificante ni el ciudadano más pobre deja de usarlas si quiere empezar con buen pie. No hay que asombrarse de que sepa esto, pues he sido un muy buen estudiante y no he dejado de frecuentar de cuando en cuando la alta sociedad, donde los donceles hablaban de esta forma. Apunta, pues, las palabras que te he dicho si quieres ser un petimetre.
p. 186Carmelin le dio vueltas al asunto sin responder nada más y Lysis, habiendo encontrado un escritorio, se dio cuenta de que debía darle por escrito algún discurso amoroso, además de esa jerga a la moda, de la que le había hablado y que solo valía para conversaciones familiares. Le compuso entonces un bonito cumplido y, después de dárselo, le pidió que se lo aprendiera de memoria.
—Lo sabré muy pronto –le respondió él tras haberlo ojeado–, puesto que ya lo leí antaño en cierto libro.
—No está mal –replicó Lysis–, los novicios en amor como tú deben seguir los libros punto por punto. Veamos si tienes buena memoria. Solo hay tres períodos. Dime el primero de carrerilla e imagina que se lo dices a tu amada.
Entonces Carmelin, sin más preámbulos, comenzó a hablar así:
—Bella pastora, ya que un bienaventurado destino me ha traído hasta aquí y vuestros ojos no parecen querer darme más que tientos deleitables, dejadme sostener primero que me han sorprendido todos vuestros beneficios, que se aprecian a pesar de los pesares.
—Eso está bastante bien –dijo Lysis–, no has errado ni en una sílaba, pero, en realidad, tienes delante el papel que has mirado por el rabillo del ojo y, además, hablar no lo es todo: el todo está en la acción. Quítate en primer lugar el sombrero, haz después una reverencia a la moda, entorna lánguidamente los ojos y, moviendo la mano derecha acompasadamente, une el segundo dedo al pulgar como hacen los oradores en sus declamaciones.
Mientras esto decía, Lysis iba haciendo todos esos gestos y Carmelin los imitaba lo mejor que podía, pero su amo le dijo que había que hablar al mismo tiempo, de manera que volvió a empezar así:
—Bella pastora, ya que un desventurado sin tino me ha traído hasta aquí y vuestros ojos no parecen querer mandarme más que vientos detestables, dejadme sosteneros el trasero, pues me han sorprendido todos vuestros orificios, que se aprecian a pesar de los pesares*.
No sé cómo Lysis tuvo la paciencia de dejarle acabar todo el discurso sin pegarle. Al cabo, exclamó:
—¡Ah, qué burro! ¿Qué impertinencias dices? Cometes más faltas que palabras pronuncias. Habría que oírte cuando le dijeras eso a tu amada.
—Qué queréis, mi amo –replicó Carmelin–, es el miedo que tengo a fracasar lo que me hace cometer faltas y, además, pienso tanto en la gracia del gesto que pierdo la memoria del discurso. El parecido de las palabras me hace cambiar unas por otras.
Entonces Lysis lo puso a estudiar y después expuso el cumplido. Se equivocó muy poco en las palabras, pero la compostura no la guardó y se mantuvo siempre en tan mala postura que su amo le volvió a gritar.
—Lo malo de todo esto –dijo Carmelin– es que cuando pienso en las palabras se me olvida la gracia, pero, empecemos de nuevo, repetiré la lección tantas veces que no volveré a fallar.
p. 187Volvió a empezar pues, pero siguió equivocándose mucho y había que corregirle una y otra vez, pues, cuando pensaba en las acciones, olvidaba las palabras y, cuando pensaba en las palabras, olvidaba las acciones; hasta tal punto que Lysis, viendo que su esfuerzo era inútil, le dijo que le hiciera a su amada un cumplido a su aire y que era un caso perdido enseñarle algo. Anselme, que estaba en la sala, había escuchado una parte de sus diálogos desde la puerta de la habitación, lo que le produjo no poco regocijo. Finalmente, entró cuando Lysis le decía a Carmelin que le sorprendía que hubiera podido retener los discursos que sabía sobre diferentes temas, visto que le costaba tanto meterse en la cabeza siete u ocho palabras muy corrientes.
—Lo que sé lo aprendí solo con mucho trabajo –respondió Carmelin– y no os oculto que me lo metieron en la cabeza como a martillazos. Necesito por lo menos un mes para aprender una línea, pero, en recompensa, cuando esté en mi cabeza, se mantendrá ahí como un lunar.
—No, no, no eres más que un ignorante –dijo Lysis–, cuánto me he equivocado contigo.
—Disculpadle –dijo Anselme–, la próxima vez aprenderá mejor. Hay días que nuestra memoria está adormecida y que nuestra mente no tiene libres sus funciones.
—Quiero creerlo así por el aprecio que os tengo –replicó Lysis–, seguramente las pasadas fatigas han ofuscado su entendimiento.
Una vez terminado el discurso, llegó Clarimond para decir que había que darse prisa en cenar. Habían traído de casa de Montenor abundantes piezas de caza, que comieron, y Carmelin, al que hicieron sentar a la mesa de los señores, vio el comienzo de las delicias que el suyo le había prometido. Acabada la cena, montó en el carruaje para ir con los demás, lo que le pareció muy agradable porque nunca le habían llevado tan honorablemente. Al llegar a casa de Oronte, los caballeros besaron a las damas y Lysis también, pero no osó ir a besar a Caritea, porque los otros no lo habían hecho y no quería sino imitarles en esto. No era propio de ellos ir a besar a una sirvienta y al pastor le extrañó ya desde la primera visita; pero, aunque lo hubieran hecho y les hubiera copiado, el favor que habría obtenido iría acompañado del disgusto por ver que los otros recibirían uno semejante. Mientras pensaba en ello, Hircan contó su metamorfosis y cómo él le había devuelto su forma primera. Esto permitió a Angélique hacerle muchas preguntas a Lysis y, entre otras cosas, le preguntó si la vida que llevaban los árboles era muy placentera.
—Yo –respondió él– os aseguro que no me aburrí nada de serlo y que solo tuve un temor y era que Carmelin cortara algunas de mis ramas para hacerse taburetes, pues fue en otro tiempo carpintero. Por eso tenía ganas de advertirle que si, en última instancia, era necesario quitarme alguna rama, que fuera solo para hacerle un armario a mi amada.
Lysis contó después de qué manera había tomado a Carmelin a su servicio y que esperaba hacer de él uno de los pastores más honrados de Francia. Mandó que se acercara y Oronte, tras mirarlo bien, juró que conocía ese rostro de haberlo visto en alguna parte y que suponía que era en Troyes.
—Puede que lo toméis por el pastor que juzgó a las tres diosas y que creáis que él es troyano –dijo Lysis– pero no lo es, me dijo que es de Lyon y en parte por ese motivo he querido asociarlo conmigo, figurándome que, por estar Lyon cerca de la región de Forez, pueden venir buenos pastores de allí142.
p. 188—No os hablo de Troya la grande –replicó Oronte–, hablo de Troyes en Champaña y, ya que hemos entrado en este asunto, he de deciros lo que sé. Estando en esa ciudad hace un año, fui a preguntar a un librero por cierto libro que necesitaba. Mientras le hablaba en la tienda, oí una voz que gritaba desde arriba: «Amo, estoy en el mes de agosto, ¿qué tengo que poner?». «Luvia caliente», respondió el librero. Levanté entonces los ojos y entreví a un hombre por una trampilla que había en el techo. Imaginaba ver a los dioses que hablaban de un cielo a otro, como si Marte preguntara al Sol qué tiempo iba a hacer y cómo debía preparar su carrera. Quise subir arriba para saber quién era el que había hablado y descubrí a este bravo Carmelin que veis aquí. Ayudaba al librero a componer un almanaque. Os dejo pensar si podía estar bien hecho visto que era invención suya y las predicciones venían de su cerebro.
—No niego haber vivido con ese librero al desconocer en qué quería convertirme –respondió Carmelin–, pero tenéis que saber que hizo mucha fortuna con los almanaques y que no debemos burlarnos de ello. Cuando se casó era tan pobre que el cura que vino para bendecir su cama no encontró ninguna en su habitación. La mujer le dijo: «Regad ese rincón de agua bendita, señor, tendremos pronto un haz de paja». Después el negocio les fue bien y, si el deseo de ver mundo no me hubiera hecho dejarles, habría progresado con ellos. Es cierto que he oído decir que ahora vuelven al mismo estado en el que se vieron en otro tiempo. Me han asegurado, sin embargo, que viven todavía juntos, pero venden sus bienes pieza a pieza.
—Hay que deducir, pues, que quedarse con esa gente era un camino al asilo –dijo Floride riéndose de tan graciosas explicaciones–. Habéis encontrado mejor amo y creo que, ahora que sabe que sois un experto componiendo almanaques, os empleará en hacer un horóscopo.
—No lo creáis, bella dama –replicó Lysis–, no he nacido bajo el signo de Cáncer ni de Capricornio. He nacido bajo el de los ojos de Caritea y no hay astrólogo que conozca sus influencias mejor que yo. Esos dos astros que están situados en el cielo de su rostro forman un nuevo signo de Géminis que vale más que el del zodiaco y aún no ha sido percibido por los especuladores de las causas secundarias.
—¿Cómo vais a haber nacido bajo el signo de los ojos de Caritea –replicó Floride– si es más joven que vos?
—Eso es lo que os confunde –dijo Lysis–, como Caritea es inmortal y no tendrá nunca fin, por lo mismo nunca ha tenido comienzo y, si no hace más de diecinueve o veinte años que está en la tierra, es porque antes estaba en los cielos. Me enoja ver que una dama tan bella como vos ignora algo que debe saber.
Mientras hablaba así, Hircan acababa de contar a los demás lo que había pasado entre el pastor y las deidades campestres y narraba incluso las historias que estas habían contado palabra por palabra. Así que Lysis se dio la vuelta hacia él y le dijo:
—¡Eh! ¿Quién te ha contado todos esos detalles? Pero, claro, eres mago y nada se te oculta en el mundo.
—Por más que lo intente –replicó Angélique–, no hacemos caso de sus palabras. ¿Quién va a creer que hay ninfas de los bosques y de las aguas? He ido mucho por los campos y a veces me he bañado, pero nunca he encontrado ni a unas ni a otras.
p. 189—¡Cómo! ¿Vais a apartaros vos también de la doctrina? –dijo Lysis–. Sabed que los dioses no se aparecen ya a las personas mortales a causa de sus pecados y que no es como en el siglo primero, cuando reinaba la inocencia y se mostraban sin velo viniendo casi a vivir con nosotros. Pero, por el bien de los hombres, tengo un designio incomparable que traerá la felicidad perdida. Escuchad, ¡oh los aquí presentes!, ojalá pudiera hacer que se oyera en los confines del mundo lo que voy a deciros. Es que me he propuesto que vuelva la Edad de Oro. Hay infinidad de gente que da su opinión al rey para calmar al pueblo, pero no hay ninguna parecida a la mía. Como Caritea ha venido a alojarse a Brie, será en esta región donde, a través de mí, se extenderá en primer lugar la bendición celeste. Haré que todos vivan según mi modelo y los dioses, viéndonos el alma tan pura, echarán de aquí todos los males que sembró Pandora143. El buen tiempo durará siempre, la tierra nos dará sus frutos sin cultivarla. Todas las rocas estarán cargadas de perlas y piedras preciosas, no habrá lugar tan salvaje cuyos matorrales no sean de tomillo y de mejorana, se verán arroyos de vino y de leche que correrán por los prados. Nuestros carneros tendrán cuernos de diamante y nuestros corderos estarán cubiertos de fina seda de toda clase de colores.
Mientras Lysis pronunciaba este discurso reinó un gran silencio. Solo Clarimond se puso a reír al final.
—¿De qué os reís? –le dijo el pastor.
—¿De quién sería sino de vos? –respondió Clarimond–. Vosotros, poetas, estáis locos con vuestra Edad de Oro: además de que no es más que una fábula, decís cosas que, aun cuando fueran así, no la harían tan agradable como la nuestra. ¿No es más hermoso el año por tener cuatro estaciones que si tuviera una como la primavera o el otoño? Y, si en todos los lugares solo se encontraran piedras preciosas, ¿no sería aburrido? En cuanto a vuestras fuentes de leche y de vino, son francamente ridículas, pues ¿de dónde haríais vos venir tales manantiales? ¿Iremos a ordeñar a todas las vacas de la región y a desfondar todos los toneles en un mismo lugar con el fin de hacer ríos? Y además, ¿no querríais vos nada de agua? ¿No es esta necesaria para muchos usos? No sé por qué no prometéis también montañas de mantequilla fresca o de queso blando, rocas de azúcar, alondras que se cazarían ya asadas, lugares donde caerían peladillas en lugar de granizo y árboles donde crecerían trajes ya hechos. Son particularidades de una región muy apropiada para los que buscan que les den todo hecho.
Clarimond habría indignado a Lysis con estas palabras si no hubiera sido porque lo llamó poeta al inicio, eso le había contentado tanto que no pensaba en el resto. Estaba tan feliz de verse entre personas tan honorables que se mordía los labios y no cabía en sí. Anselme habló en su lugar a Clarimond y argumentó que se equivocaba al criticar las delicias de un siglo que añoraban todos los hombres. Se dirigió al pastor y le preguntó qué camino deseaba tomar para cumplir esos hermosos designios.
—¿Qué otra cosa haría yo sino persuadir a todos mis amigos de que se hicieran pastores como yo? Es cierto que Montenor y vos habéis ya rechazado serlo y Clarimond da pruebas de que no tiene ninguna gana. No me faltarán, sin embargo, compañeros, hay hoy en día suficientes lumbreras en Francia.
—Voy a daros una buena idea –dijo Clarimond–, habría que hablar a los poetas y a los hacedores de novelas que están ahora en París. Son ellos los que hablan de pastores, están obligados a serlo y a efectuar las extrañas cosas con las que llenan sus libros, si no, los tendremos por insensatos.
—Eso es lo que pienso –dijo Lysis–, no sabría encontrar gente que me pareciera más apropiada que ellos. Por lo demás, para atraerlos, les prometo a cada uno su primer traje de pastor.
p. 190—Se congratularán mucho –dijo Clarimond– y por un traje no se volverían solamente pastores, sino turcos si hiciera falta. Siempre han sido miserables, empezando por su príncipe Orfeo, que era tan pordiosero que el día mismo de sus nupcias no pudo proporcionarle sandalias a su mujer, hasta tal punto que, bailando con los pies desnudos en un prado, una serpiente le picó en el talón y murió144. Desde entonces, jamás nadie ha hecho versos que no haya sido pobre o haya tenido ganas de serlo.
—Conozco la manera –replicó Lysis– de enriquecer a todos los que ejercen ese noble oficio, bastará con que me obedezcan. Ahora bien, una vez que estén conmigo, les propondré los artículos de una República amorosa y pastoril. Fundaré una universidad de la que serán los profesores. El más sabio de la compañía será el rector y solo hará leer a los estudiantes novelas o poesías. Aprenderemos las Epístolas de Ovidio, la Diana, La Astrea y haremos la carrera del amor en lugar de divertirnos haciendo la carrera de Derecho en Orleans. Muchachas y muchachos irán mezclados a esta escuela y no se verá ya después ignorancia ni descortesía entre nosotros.
—Mi amo –acertó a decir entonces Carmelin–, permitidme que os advierta que, para tener más estudiantes, estaría bien hacer pegar carteles por París. El que me enseñó tanta doctrina se servía de esta invención y tenía tanto miedo de que se me hubiera pasado pegar un cartel en algún sitio que iba a fisgar en todas las esquinas de las calles para ver si los suyos estaban en un lugar eminente. Algunas veces, se mantenía cerca para cuidarlos y, si venía un lacayo a desgarrarlos, le echaba reprimendas. En una ocasión, sin pensarlo, pegué uno al revés, de manera que había que ir hasta una ventana para leerlo desde arriba. Eso le enfadó tanto que desde entonces me guardó rencor.
—Todos son así de cuidadosos a la hora de publicar su fama–dijo Lysis–, te aseguro que he oído decir que hace poco uno de nuestros autores de más renombre, con medios suficientes para no ir a pie, estaba tan feliz de ver su nombre pegado en las esquinas de las calles que fue por todo París a caballo para verlo el día que publicaban uno de sus libros. Tienes bastante sentido común y haré caso de tu consejo, no enteramente como podrás entender, pues no es por un interés mercenario. Como la ciudad de París es el lugar donde hay más gente honrada y aún no me conocen todos, enviaré, pues, a imprimir carteles para pegarlos por todas partes, los cuales dirán más o menos esto:
AVISO A LOS TRANSEÚNTES
Se hace saber a todos los interesados que hay en la provincia de Brie un pastor llamado Lysis que enseña el arte de amar y el pastoril sin pedir dinero ni otra recompensa, que toda la gente, sea cual sea su condición, será bien recibida por este en dicho lugar, y que para completar su doctrina les enseñará a vivir sin pena y sin preocupación trayendo la Edad de Oro entre ellos.
Se aloja en casa de Bertrand el vinatero, cerca del castillo de Clarimond.
¡Oh, qué buena pinta tendrá este cartel debajo del de los comediantes! –exclamó Clarimond–. Los dos hablarán del mismo tema. No habrá casi nadie que no se vea atraído por vuestras bellas promesas y tendréis más espectadores que Aristóteles145. Pero habrá que tener cuidado de que la gente simple no crea que sois un impostor, como el que quemaron hace tiempo, que prometía montañas de oro a sus discípulos en sus carteles y no les daba en su casa nada más que una vana y perniciosa doctrina, o más bien temería que creyeran que vuestros carteles fueran parecidos a los de los hermanos rosacruces que hablaban en toda suerte de lenguas y alejaban a los hombres del error y de la muerte146.
p. 191—A propósito de estos doctores –dijo Lysis–, sabiendo que, cuando uno deseaba hablar con ellos, no tardaban en venir, salía yo adrede a su encuentro y los esperaba por todas partes. Si oía un ruidito desconocido, creía que venía uno de ellos y, aunque no veía a nadie, no dejaba de hacerle preguntas porque decían que se volvían invisibles.
—No habéis sido el único en engañarse –dijo Oronte–, pero os cuento lo que querría que supieran todos los franceses para espantar sus falsas opiniones: que, estando de juerga por París con siete u ocho de mis amigos, uno de ellos, para dar que hablar, escribió el cartel de los hermanos rosacruces del que tanto se ha discurrido y, cuando ya no se veía nada, lo colgó en la esquina de una calle. ¡Juzgad si tal tontería era digna de avivar la pluma de tantos escritores!
—Efectivamente, es una extraña noticia –dijo Lysis–, pero si la hermandad de nuestros doctos invisibles no es más que una cosa imaginaria, no puedo por menos de sentir pesar, pues, si fuera verdadera, se harían cosas hermosas siendo de su secta: se iría a ver a la amada a pesar de sus padres y de sus rivales.
—No os aflijáis –replicó Clarimond–, los poetas que intentáis imitar dicen cosas tan extrañas como esos filósofos desconocidos. Solo hablan de milagros y de metamorfosis. Me complacería enormemente que les hicierais venir, tengo cosas de gran importancia que decirles.
—¡Eh! ¿Para qué los queréis? –dijo Lysis.
—¿No sabéis –respondió Clarimond– que antes de volverse de una secta o de una religión hay que mantener conversaciones con los filósofos o con los ministros? Así, antes de hacerme pastor, quiero hablar a los soberanos amos de ese arte para que me quiten algunos escrúpulos que tengo en la mente. Me diréis que sois igual de capaz que ellos de resolver todas las discrepancias, pero no, solo sois su discípulo: no podría dar fe de lo que me alegarais.
—Al menos decidme brevemente lo que queréis objetar a esas lumbreras –replicó Lysis.
—Lo haré sin problemas –dijo Clarimond– y, hablando primero de los poetas antiguos, sostengo, como ya he hecho, que todas sus fábulas están llenas de ridiculeces absurdas. Han inventado mil bobadas siguiendo las costumbres de su época. Si, en su tiempo, hubieran vivido como hacemos ahora y hubieran tenido los inventos que tenemos nosotros, o fuera en este tiempo cuando sus obras se compusiesen, en lugar de que Apolo tocase la lira, tocaría el laúd, y en lugar de matar a la serpiente Pitón con flechas, la mataría de un arcabuzazo. En vez de darle un arco y una aljaba a Cupido, le daríamos análogamente una escopeta y un estuche para la pólvora. Yo, en lugar de una antorcha, le pondría un cetro de bufón en la mano, puesto que todo su ardor no es sino locura. En cuanto al Sol, en lugar de ir en un carro, iría en una carroza o, mejor, lo pondrían en una carretilla, y el invento sería ya perfecto si hiciera de rueda el globo luminoso que nos alumbra. En cuanto a Saturno, que va lentamente por el Cielo, habría que meterlo en la cama, como un viejecito que tiene la gota. Así ataviaríamos a todos los demás dioses y tengo hasta ganas de escribir sus fábulas así para ponerlas de moda y que podamos comprender algo147.
p. 192»Una vez que os he hablado de la locura de nuestros poetas antiguos, tengo que hablaros de la de los nuevos. Creen hacerse los doctos cuando no han hecho más que una ironía o una alusión a alguna fábula antigua y, cuando componen novelas, se consideran muy capaces si traen a colación las ceremonias y los sacrificios de la religión de los falsos dioses. ¡Qué gran adorno para un libro, pensáis vos, el relato de los errores de los pueblos bárbaros, pero bastante tenemos con rompernos la cabeza para entenderlo! ¿Por qué no escribir también novelas de todas las falsas religiones de las Indias? Con todo, hay bastantes lumbreras que se siguen dejando llevar hoy día por la corriente de la locura e, igual que las ovejas se lanzan donde ven caer a las otras, están contentos de errar por imitación, sin penetrar en las cosas, y no sabrían escribir tres líneas que no hablaran tanto de Júpiter y de Marte como si estuviéramos en tiempos de Augusto. Hay muchas otras extravagancias en las novelas que voy a espulgar una tras otra en una crítica que estoy preparando. En cuanto a las poesías cortas que hacen hoy quienes no tienen entendederas suficientes para emprender algo de largo recorrido, necesitan tres meses para escribir un soneto, ¡oh, Dios mío!, ¿se puede encontrar algo más inútil y despreciable? Los que se ponen a ello, ¿cómo pueden creer que un discurso anodino se convierte en excelente cuando se pone en verso? ¿cómo piensan que la rima, que no solo es un vicio en nuestra prosa sino también en los versos latinos, está tan valorada como para merecer coronas de laurel por haberla sacado adelante?
»En efecto, la rima no es más que un adorno bárbaro de las lenguas corrompidas y sostengo que hay que tener muy poco coraje para emplear toda la vida puliendo versos. Por lo demás, los que los hacen hoy día tienen tan poca capacidad que, si por un edicto solemne les prohibieran escribir las palabras destino, suerte, encantamientos, atractivo, encantos, maravilla sin igual y algunas otras, de las que se sirven a placer por doquier sin que sea necesario a no ser para completar la medida y conseguir la rima, apuesto a que serían incapaces de hacer soneto u oda alguna. Que, si tienen un hallazgo, es con alguna antítesis que han usado cien mil veces, como la de rosas y espinas, fuegos y hielo, noche y día, sol y estrellas, o bien terminando con alguna hipérbole. No se les ocurre imaginar que la poesía deba tener otros adornos, pues alardean de no haber leído jamás un buen libro a través del cual volverse más capaces y, si imaginan algo por encima de lo normal, es una burda invención que se avergonzaría de decir Gros Guillaume en una de sus farsas y que le haría enrojecer si no llevara el rostro enharinado148. Esta es una parte de lo que les quiero representar y, cuando conozcan el resto, ya pueden defenderse bien y apartarme de las opiniones que tengo si desean que sea de su parecer.
En cuanto Clarimond hubo terminado su arenga, Lysis le dijo que aquellos que atacaba le responderían convenientemente cuando estuvieran en Brie, como él deseaba, pero que no temía otra cosa sino que estuviesen tan encantados con las delicias de la corte que no pudieran dejarla.
—Quitaos eso de la cabeza –replicó Clarimond–, es cierto que rondan a los príncipes y que no tienen otra cosa que hacer que espiar si uno consigue el favor del rey o si otro se casa para hacer versos sobre ese tema; pero, después de haber atendido todas esas novedades y escrito en todas esas ocasiones, se les sigue despreciando como a personas inútiles. Como buenos dispensadores de lisonjas prometen la inmortalidad y dan los imperios a su antojo, pero, como no ofrecen más que humo, se les paga con la misma moneda. En fin, debéis creer que, tras haber frecuentado las grandes casas, tendrán que ir a alojarse en las pequeñas. Quiero decir las del barrio de Saint-Germain. Por eso, hace algún tiempo, como encerraban a todos los pobres, los alguaciles cogieron en las calles a uno de ellos y se lo llevaron: se debatió largamente si debían encerrarlo con los pobres o con los locos, pues parecía ser lo uno y lo otro. Al final, un noble que se encontraba allí lo liberó, pero sabed que fue para convertirlo en su bufón.
p. 193—Amable pastor –le dijo entonces Anselme a Lysis–, sabéis bien dónde está ese hospital del que os hablo, recuerdo que vuestro primo Adrian os amenazó con meteros en uno cuando no le obedecíais149. ¡Dios mío! Me gustaría saber qué cara pondríais si estuvierais ahí, ¿tomaríais por pastoras a las viejecitas que allí se encuentran? ¿Les diríais cumplidos amorosos?
—Ve a buscar a quien te responda, descortés amigo –dijo Lysis–, tus preguntas son odiosas.
—Disculpad la licencia que me he tomado –replicó Anselme–, continuemos con vuestro discurso de los poetas.
—No quiero hablar de eso tampoco –añadió Lysis–, sean ridículos o no, no vale menos el mundo pastoril. Las cosas buenas no se vuelven malas por haber sido mal descritas.
Terminada esta conversación, cada cual emprendió una en privado y Lysis pudo abordar a Caritea. Se atrevió a hablar con ella porque lo miraba a veces sonriendo.
—¿Ya no sois vos la rigurosa que desdeñaba mis servicios? –le dijo él–. ¿Ya no estáis enfadada conmigo?
—Mi cólera no dura tanto –respondió ella.
—Doy, pues, gracias al Cielo –replicó Lysis–, habéis hecho lo que la prudencia misma hubiera debido hacer. Si os he ofendido en otro tiempo, no os ofenderé más a partir de ahora y viviré con vos tan recatadamente como con una religiosa hasta que la dulce unión del matrimonio deje el campo libre a mi afecto. Es por lo que os suplico ahora que me impongáis tantas leyes como gustéis y las respetaré. Decidme, hermosa mía, ¿qué queréis ordenarme? Estoy listo para obedeceros.
—No tengo mucho poder sobre vos –dijo Caritea–, únicamente os ruego que me habléis solo en secreto porque el cuñado de la señora me atormenta siempre con motivo de vuestro amor.
—Vuestros ruegos son órdenes para mí –dijo Lysis–, ¿hay algo más que pueda hacer?
—Sí –respondió Caritea–, tenéis que creer todos los consejos que os dé para evitar que se rían de vos y de mí.
—No hacía falta encargarme esto –replicó Lysis–, no he dejado de dar por buenos los oráculos de vuestra boca.
Mientras esto decía el pastor, Anselme se había aproximado a Angélique para hacerle saber, a través de sus palabras, el afecto que tenía por ella. No obtuvo ninguna respuesta que fuera favorable, de manera que, imaginándose que creía que amaba todavía a Guenièvre, hizo venir a Montenor quien, de razonamiento en razonamiento, acabó hablando de su primera enamorada, asegurando que su amigo la había dejado y que estaba casada con otro. Sin embargo, Angélique perseveró en su desdén y, como Anselme le declaraba siempre la grandeza de su amor, ella le dijo que la pasión de la que reconocía estar tocado era una extravagancia igual que la de Lysis.
—Decir esto es ser muy rigurosa –le respondió Anselme– y no pienso que lo digáis en serio. Sabéis que vuestras perfecciones solo han hecho nacer en mi alma pensamientos y deseos respetables y que mis acciones son bien distintas de las de nuestro pastor.
p. 194—Los efectos del amor son distintos –replicó Angélique–, pero la locura que en este se encuentra es siempre parecida.
La conversación se vio interrumpida por Floride, que se acercó, y a Anselme, por más que se ponía a meditar, le costaba mucho encontrar por qué motivo su amada le trataba con más desprecio que de costumbre. No era de esos tontos que se casan con las muchachas antes de conocer si son amados y después se divorcian. No quería hablar de nada con Leonor hasta no estar seguro de la buena voluntad de su hija y era a ella a quien quería empezar a ganarse como la pieza más importante. Decidió entonces hacer provisión de constancia para perseverar en una empresa de la que esperaba obtener satisfacción, si conseguía llevarla a término.
Cuando llegó la hora de partir, él se fue en un carruaje con Montenor a su casa y Clarimond y Lysis los acompañaron. En cuanto a Hircan, volvió a caballo a su castillo y Carmelin, sintiéndose obligado a ir a cuidar del rebaño que había dejado a cargo del hijo de Bertrand, tomó el camino de la cabaña donde se recogía, muy enfadado por tener que ir solo y a pie. Cuando Lysis llegó a casa de Montenor, dijo a la compañía que si había venido era con el fin de consultar el camino que tenía que tomar para hacer saber a los franceses las delicias que les prometía. Clarimond respondió que bastaba con poner por escrito el cartel que había dicho para enviarlo a un impresor de París y que, además, sería bueno dirigir una carta a las lumbreras del momento, que eran los primeros resortes que ponían en movimiento las voluntades del pueblo. Encontrando acertado este consejo, Lysis escribió el cartel y lo acompañó de esta carta:
A todos los poetas, novelistas, etc.
Señores,
Habiendo sido advertido de vuestro profundo saber por personas muy capaces y habiendo recibido además testimonios de ello en vuestros innumerables escritos, he creído que no podría encontrar mejores asociados que vosotros para el propósito que tengo de restablecer la felicidad en el mundo. Podéis ver lo que prometo en mis carteles y en ellos os ruego que vengáis a encontraros conmigo en Brie para tomar el traje de pastor. No hay excusa que os pueda eximir de pertenecer a esta profesión, pues habéis publicado en todos vuestros libros que es extremadamente deliciosa. Eso me ha dado el atrevimiento de dirigiros esta carta y espero veros aquí en poco tiempo, sosteniendo la vara con una mano y la pluma con la otra para escribir vuestras bellas aventuras a medida que las llevéis a cabo. Será entonces cuando recibiréis toda clase de cortesías de parte de
Vuestro más afectuoso amigo,
El pastor Lysis
Todo esto fue pasado a limpio después de cenar, con una carta dirigida a uno de los más famosos impresores de París, en la que Lysis le rogaba imprimir su cartel, hacer que lo pegaran en las calles y que la misiva llegara a las lumbreras del momento. Al día siguiente, se le entregó el paquete al mensajero de Coulommiers que pasaba por delante de la casa. Lysis, creyendo que todos sus asuntos iban bien, se subió alegremente al carruaje para volver con Clarimond. No se olvidó de llevar todo su equipaje y, sobre todo, la vara que le había dado Montenor. Se la regaló a Carmelin, reservándose su Verdorada, en cuyo extremo clavó una cuchilla de hojalata al encontrar el naipe totalmente desgarrado. Clarimond, pensando en lo que tenía que hacer, lo dejó marchar al campo a reemprender su oficio y entonces Lysis, a solas con Carmelin, lo asedió a preguntas:
p. 195—¿Has visto a la sin par Caritea? –le decía–. ¿No es la obra más bella que haya hecho la naturaleza? Pero, sí, la habías visto ya una vez cuando le llevaste mi carta.
Carmelin, que había tomado entonces a Sinope por Caritea, se sorprendió mucho al ver a la verdadera amada de su señor y reconoció su error, así que le dijo:
—Perdonadme, os lo ruego, pero solo he visto a la mujer de la que me habláis esta última vez.
—Eras un mentiroso entonces, contestó Lysis, cuando me dijiste que le habías dado mi carta y que la habías reconocido.
—De ninguna manera –replicó Carmelin, queriendo reparar su falta–, os he dicho siempre la verdad. Pensaba haberla visto la primera vez, aunque solo fuera de paso, pero habiéndola visto ayer con calma, descubrí que se me habían escapado cosas tan hermosas de ella que creía no haberla visto jamás.
Lysis se calmó con esta sutileza que le gustó muchísimo. Preguntó acto seguido a Carmelin si no había visto a la amada que quería para él.
—He visto a una fregona gorda a la que llamaban Paulina –respondió Carmelin–, pero lo que es una muchacha digna de ser mi amada, no la he visto.
—Estás muy exigente –dijo Lysis–, pero no me ofendo, es señal de que empiezas a sacar coraje. De todos modos, ya no me meteré en tus gustos. Intenta apañártelas solo, eres bastante mayor. Veo bien dónde reside el mal, echas de menos la presencia de Sinope, la bella ninfa de las aguas.
—Que el diablo se cuelgue si pienso en ella o si tengo aún ganas de verla –replicó Carmelin–. Tenéis que saber que ayer por la noche al volver conté a nuestro anfitrión vuestras aventuras y las mías. Se quedó muy asombrado cuando le hablé de esos bailes y festines que se hacían por la noche con unas damas tan bellas y unos hombres de gran barba que no hablaban nada. Me dijo que, sin duda, habíamos estado en un sabbat, que eran diablos lo que habíamos visto y, en cuanto a las viandas que comimos, no eran sino viento: la verdad es que apenas me llenaron el estómago. Considerando el mal que me hicieron y las distintas actitudes de esa maldita compañía, estoy convencido de que allí había solo habitantes de los infiernos. Por eso, si queréis seguir manteniendo comunicación con ellos, me aconsejan que no os sirva más.
—¡Ah, menuda ceguera –exclamó Lysis–, hasta dónde llega la insolencia de la mente humana! ¿Tomar a deidades favorables por malos demonios? Eso nada tiene que ver con hacerles sacrificios. Como estás en un error, Carmelin, intentaré sacarte de él. Vayamos a la fuente Lucide, seguramente la ninfa tendrá la gentileza de mostrarse ante nosotros.
Lysis se puso a caminar mientras decía esto y, una vez cerca de la fuente, llamó varias veces a Lucide, pero, al no verla aparecer, dijo que había que echarle paciencia y que a lo mejor se había ido a pasear por algún sitio, o bien no se mostraba fácilmente a los hombres por el día. Después, tomó un tentempié de pan y nueces y, cuando el sol se puso, volvió con Carmelin a casa de su anfitrión. Este buen hombre, imaginando que era hechicero por lo que le habían dicho, cenó con él solo por miedo; sin embargo, se atrevió a preguntarle por qué, teniendo mucho dinero y pareciendo de buena familia, se dedicaba a guardar ovejas, visto que, en su tierra, solo los muchachos pobres se dedicaban a ello.
p. 196—Tus palabras son zafias como tu persona, compadre –respondió Lysis–, ¿cómo te puede sorprender verme sostener una vara cuando tantos caballeros han dejado la lanza para tomarla? Es verdad que no es en esta comarca y que es en Forez y en otros lugares, pero no voy a estar aquí yo solo de pastor ilustre.
—No habiendo gran placer en guardar ovejas –replicó el bueno del campesino–, preferiría estar en París contando escudos en vuestras bonitas y tapizadas habitaciones.
—Esto es lo que nos han enseñado todos los filósofos –dijo Lysis–. Muy a menudo solo depende de nosotros ser felices, pero no tenemos la inteligencia de reconocerlo. Estás en medio de las delicias de los campos que vengo a buscar desde bien lejos y te disgustas por no saber disfrutarlo. Bien, bien, te echaremos de aquí y personas más nobles ocuparán tu sitio.
Bertrand no osó decir nada más después de haber sido despachado con tanta rudeza y resolvió no volver a mezclarse en los asuntos de sus huéspedes con tal de que siguiera sacando alguna ganancia con ellos. Toda la familia se acostó, pues, pero, como no había más que una cama para Lysis y Carmelin, el amo se enfadó mucho al ver que tenía que dormir con su criado. No era que lo despreciara, era que se había acostumbrado a dormir solo para patalear a gusto y darse la vuelta de uno y otro lado durante sus ensoñaciones. La noche anterior había dispuesto en casa de Clarimond de una cama aparte, que tanto necesitaba después de haber permanecido despierto tres noches. Esta la pasó, pues, durmiendo con Carmelin, que juró al día siguiente no haber pasado nunca una tan mala, de tanto como se movía su amo.
Llevaron a pastar al rebaño muy lejos ese día y, estando cerca de la finca de Oronte, vieron salir de allí a Caritea sola, así que se acercaron para abordarla. La muchacha, conociendo por todas las acciones de Lysis que este sentía verdadera pasión por ella, no podía ya desearle mal alguno; eso, unido a lo que las otras sirvientas le habían metido en la cabeza, a saber, que, aunque estuviera algo loco, sería muy feliz si se casase con él, ya que era muy rico. Es verdad que Angélique, sabiendo que ella era de esa opinión, había intentado quitársela por malicia para que se mostrara rigurosa con su servidor. Le había enseñado ciertas frases para cuando la abordara Lysis, haciéndole creer que eso le daría a conocer si la amaba o no. Este saludó a Caritea y le dijo que venía a someterse de nuevo ante ella para saber si tenía que mandarle algo más de lo que le había dicho la última vez que se vieron, pero ella le respondió un tanto rudamente:
—Os ordeno que no me obedezcáis más.
Y, en el mismo instante, se volvió por donde había venido sin hacer ninguna ceremonia, pues así le había aconsejado su ama que hiciera cuando le enseñó las palabras que acababa de decir.
Lysis se quedó tan pasmado como un tronco, de forma que Carmelin, viéndole todo tieso sin decir palabra, creyó que dormía de pie y fue a tirarle de los bajos de su jubón para despertarle.
—Déjame –le dijo Lysis–, ¿por qué me obligas a hablar? Si hubiera permanecido un cuarto de hora más así amodorrado, mi historia hubiera resultado más hermosa y admirable. Pero alejémonos de aquí, puesto que así lo quieres, seguiré con mi miseria tanto en un sitio como en otro. ¡Ay de mí! Mi memoria me sigue por todas partes, me traerá siempre las crueles palabras que Caritea me ha dicho. «Os ordeno que no me obedezcáis más», ha dicho ella. ¡Oh, Dios! ¡Qué crueldad! Después de haberme dado muestras de su indulgencia, cambia dos días después y no quiere que la obedezca, es decir, en una palabra, que no desea ya ser mi amada ni que yo sea su servidor. ¿En qué la he ofendido? Que me lo diga y, si se me encuentra culpable, quiero que sea un Busiris o un Falaris quien me castigue150.
p. 197El desolado pastor profirió muchos lamentos por el estilo mientras caminaba todo el tiempo con Carmelin y, al dar con un camino que conducía a la casa de Montenor, quiso seguirlo él solo para decirle algo a Anselme. Por suerte lo encontró y le preguntó si seguía teniendo en su caja a la Eco de Saint-Cloud, porque le parecía que era el momento de servirse de ella y que había descubierto una caverna pequeña, muy adecuada para hacerla su morada. Anselme le respondió que había tenido sumo cuidado en guardar a la diminuta y amable ninfa y que quería dársela como regalo. Al instante lo dejó y, tras regresar poco después, le puso entre las manos una caja en el que aseguró que se encontraba Eco. Lysis le dio las gracias y se volvió con una alegría que disipaba un poco la tristeza que le había ocasionado el desprecio de Caritea. Pero, como estaba impaciente, a mitad de camino del lugar donde quería colocar a la pequeña ninfa, le entraron tantas ganas de verla que abrió la caja. En cuanto retiró la tapa, salió un gorrión que Anselme había puesto allí y voló tan lejos que lo perdió de vista.
—¿A dónde vuelas, oh, miembro más preciado de todo el cuerpo de la ninfa más agradable que haya habido jamás? –dijo el pastor arrepentido–. Mi curiosidad ha sido tan inoportuna como la de Pandora, de Aglauro y de Psique151. ¿Por qué no haber esperado a estar en un lugar menos vasto que este? ¡Ah! Eco, Eco, ¿dónde estás?
Esto iba diciendo tan alto como podía y, sin embargo, no había eco alguno que le respondiera. Finalmente, habiendo llegado al anochecer cerca de su morada, volvió a gritar y oyó un eco, porque, en efecto, había uno allí.
—Si no está aquí la Eco que he perdido –decía–, al menos hay otra que me vale igual. Hay que suponer que se encuentran Ecos tan excelentes en Brie como en la región parisina. Querida ninfa, prosiguió, fui muy mal tratado por Caritea ayer noche, ¿mantendrá su rigor?
El eco le respondió: «Su rigor»; y, cuando le siguió preguntando algo más, este emitió palabras de las que no sacó ningún provecho; de manera que, habiéndose encontrado con Clarimond en ese momento, vino a quejarse a él.
—Estáis muy equivocado –le dijo Clarimond–, sabed que si el eco os responde algo oportuno es solo por azar y, de cien palabras, no hay a veces ni dos que tengan sentido. Si encontráis en los libros una larga lista de respuestas muy buenas, es porque han sido inventadas expresamente y con trabajo. Por lo demás, no sirve de nada consultar a este oráculo, es en vano y muy ridículo. No sabe de nada, puesto que nada dice que no nos haya oído decir y no hace más que repetir las últimas sílabas de una frase que terminamos.
—Os engañáis a vos mismo –replicó Lysis–, si tuviera a la Eco que acabo de perder, me daría respuesta a todo lo que le preguntara. Ya he experimentado su ciencia en otra ocasión.
p. 198Contó entonces una parte de lo que Eco le había dicho en Saint-Cloud. En realidad, si recordamos bien, aunque fuese Anselme quien le respondiera en el acto, las respuestas tenían mucho sentido y, si sorprende cómo podía hacerse y me objetan que Clarimond afirmaba que las buenas respuestas de Eco solo podían hacerse con esfuerzo, saldré del apuro diciendo que, aparte de que el azar tuviese mucho que ver en en ello, Lysis terminaba entonces sus frases con ciertas palabras que había escogido tiempo atrás. Después de contar esta bonita aventura, habló del don que le había hecho Anselme y de la curiosidad que había tenido, y su locura sorprendió todavía más a Clarimond. El pastor no pudo resistirse a decir luego que la pérdida de Eco había ido precedida de la del favor de Caritea, ya que las desgracias nunca vienen solas. Clarimond, habiendo sabido por él las palabras que su amada le había dicho, le dijo sin más:
—Pastor, no tenéis ningún motivo para enfadaros. Si Caritea os ha ordenado que no la obedezcáis ya, ¿por qué queréis obedecer su orden? Lo que os ha dicho vale tanto como si no os hubiera dicho nada. No quiere que la obedezcáis y, sin embargo, os ordena. Ya no quiere mandaros y, en cambio, quiere que sigáis obedeciéndola. ¿Qué se puede deducir de esto, sino que hay que hacer caso omiso de esta última orden, que no hay que obedecer, y seguir las primeras que os obligan a la obediencia?
A Lysis le costó mucho comprender el sentido de este discurso, pues ni siquiera lo entendía Clarimond y quería explicar un galimatías con otro galimatías aún más oscuro. Al final, el pastor le dijo:
—Tengo que confesar, querido amigo, que tu sutileza es grande y que me das soluciones admirables. Con todo, mi mente no está libre de inquietud y mis opiniones al respecto me parecen tan verosímiles como las tuyas. ¡Ay de mí! Llevaré estas crueles palabras de Caritea siempre en mi memoria: «Os ordeno que no me obedezcáis ya»; me harán morir de dolor. Astrea no le dijo nada tan penoso a Céladon y eso no le impidió tirarse al río. Le dijo solamente que se fuera y que no se mostrara ante ella hasta que no se lo ordenara. Eso era fácil de entender y no debía haberle preocupado tanto.
—Ya que no queréis creerme –dijo Clarimond–, no queda otro remedio que llevar vuestro caso a algunos expertos en lógica, pero mi opinión seguirá siendo que debería hacerse de este nudo lo que hizo Alejandro con el nudo gordiano y que deberíais cortarlo si no podéis desatarlo152.
—Tendré paciencia hasta que tenga la oportunidad de interrogar a Caritea sobre el asunto –replicó Lysis–, o, a falta de esto, de consultárselo a los doctores en filosofía amorosa que quiero nombrar.
Con esta decisión, Lysis se despidió de Clarimond para ir a casa de su anfitrión. Carmelin, que estaba de vuelta, había encerrado ya el rebaño y pensaba en la comida, que era muy escasa y estaba muy fría. Después de una frugal cena, se fueron a acostar todos, pero el triste Lysis no pudo dormir. No hacía más que repetir las palabras de Caritea. Le dijo a su criado que le causaban una aflicción peor que la muerte.
—Hay motivos para enojarse –respondió Carmelin–. No la obedezcamos en esto puesto que no quiere.
—¡Ay de mí! –replicó Lysis–, ese es el mismo razonamiento de Clarimond, pero sostendré ante todo el mundo que Caritea ha querido decir que ya no deseaba que obedeciese a lo que me ordenó en el pasado.
—¿Cuáles eran sus órdenes? –dijo Carmelin.
—Eran –respondió Lysis– que solo le hablase en secreto.
p. 199—Entonces estáis verdaderamente mal –prosiguió Carmelin–, le hablaréis a partir de ahora en presencia de todo el mundo.
—Tienes bastante buen juicio –contestó Lysis–, pero hay otra cosa más: es que me ordenó creer todos los consejos que me diera y, como ahora me ha dado el de no obedecerla ya, no cabe duda de que no debo hacerlo más.
—Vuelta la burra al trigo* –dijo Carmelin–, ¿no es lo que os estoy diciendo, que si os ordena que ya no la obedezcáis no debéis obedecerla? No la obedezcáis en esto, mi amo, entendéis las cosas al revés y os preocupáis sin razón. Mirad que entrecortáis incluso vuestras palabras y, por más que os pese, os quedáis a dos palmos de la verdad.
Los dos pastores pasaron la noche en polémicas del estilo, en las que exprimieron tanto su juicio que casi pierden el poco que les quedaba. Aunque Carmelin no había estudiado tanto como su amo, no dejaba de decirle lo que debía creer porque la pasión había cegado tanto a Lysis que hacía que todo lo interpretara mal. Al despuntar el día, este, que no quería dejar morir de hambre a su rebaño, lo llevó a los campos para participar de su tristeza. En su camino encontró a un hombre vestido de negro, montado en un jamelgo de mala catadura, que sujetaba en una mano la brida y en la otra un cubilete y un frasco.
—¿No os molestará que os pregunte quién sois y de dónde venís? –le dijo el pastor, que se sorprendió de verlo con esa traza.
—Soy boticario, para serviros –respondió el otro–, acabo de darle una medicina en casa de Oronte a una sirvienta llamada Catherine.
—Esa de quien habláis es la pastora Caritea –contestó Lysis–, pero pase, es una metedura de pata*, decidme solamente qué mal le ha ocurrido.
—No es gran cosa –respondió el boticario–, ha querido purgarse para librarse de unos dolorcillos que siente en los miembros porque está un poco acatarrada.
—Yo también necesito ser purgado sin falta –replicó Lysis–, voy a acostarme ahora mismo, haced el favor de traerme una medicina lo más pronto posible. Me alojo en casa de Bertrand el vinatero.
No bien hubo pronunciado la última palabra, el boticario, que no buscaba sino clientes, le prometió que le traería pronto lo que deseaba. Empezó a picar a su rocín con las puntas de clavo que llevaba en los tacones de los zapatos en lugar de espuelas y, al poco, llegó a Coulommiers, donde tenía su botica. Lysis, al verlo marchar, dejó a las ovejas al cuidado de Carmelin y fue a meterse en la cama cuan largo era. Una vez de vuelta, el boticario le dio la medicina que había preparado y recibió el pago acostumbrado. En esto, Clarimond, mientras paseaba, se encontró con Carmelin y quiso saber dónde estaba su amo. Este respondió que estaba enfermo y que se había ido a hacerse purgar, así que Clarimond fue a verlo y le preguntó qué mal tenía.
—Me parece que siento en mi estómago unas durezas fuera de lo normal –dijo Lysis–, puede que aún me queden algunos restos de la naturaleza del árbol, quiero librarme de todos estos impedimentos para que mi digestión se regule. Seguro que hay todavía en mí alguna parte que es de madera y no tiene la suavidad de la carne.
p. 200—No os imaginéis eso –dijo Clarimond–, Hircan es tan sabio que os ha devuelto a vuestro primer estado. Os encontráis mejor de lo que estuvisteis jamás. Antes de tomaros medicina alguna, deberíais considerar que, en lugar de beneficiaros si estuvieseis enfermo, solo os dañará ahora que estáis sano. Debo contaros algo sobre este asunto. Llevé una vez a tres de mis amigos a nuestra casa, en la que nos dimos a la vida licenciosa durante cuatro días. Al quinto día por la mañana les hice ver los excesos pasados y les expuse que nuestras personas se encontraban en grave peligro si no nos purgábamos para vaciar los malos humores que habíamos acumulado. Me creyeron todos, de manera que envié a buscar al boticario, el cual nos trajo a cada uno la medicina correspondiente. Nos acostamos los cuatro en mi habitación, dos en cada cama. Al ofrecérsenos a cada uno un vaso, viendo que mis compañeros hacían ya muecas, les dije: «Ánimo, cerremos los ojos para no ver nada, el que se lo tome más rápido no pagará nada». En cuanto dije esto, se apresuraron a tomar la medicina, pero, como no se preocupaban de la mía, la tiré a un lado de la cama y, de tres zancadas, me puse en medio de la habitación y comencé a reírme de ellos, que sentían arcadas y tenían retortijones en el vientre. Reconocieron el engaño, pero tuvieron que aceptarlo como una broma. Les expliqué que no había creído necesitar medicina como ellos y, aunque no les hizo daño, solo por la decepción de ver que no la había tomado yo también, les entraron ganas de vomitarla. Hice muy bien en no purgarme las alegrías del cuerpo y vos habéis hecho muy mal sirviéndoos de ese remedio sin necesidad y sin prescripción médica.
—No tengo otro médico que el amor –dijo Lysis–, es él quien me ha escrito una receta encima de su venda. Sabed que hay aquí un secreto más grande de lo que pensáis y que, aunque no me hubiese sentido mal, no hubiera dejado de tomarme la medicina. Supongo que habéis leído en todos los poetas que los enamorados tienen que mostrarse conformes con los humores, las cualidades y las acciones de sus amadas. Se ponen tristes con sus tristezas, enfermos con sus enfermedades, felices con su felicidad y sanos con su salud. Ríen de verlas reír, llorar de verlas llorar, comparten así juntos los placeres y las penas. Así pues, conocedor de que Caritea se encontraba mal, ¿cómo podría encontrarme bien? No os sorprendáis ya de que esté en cama y haya tomado la medicina, pues, al saber que ella la había tomado, he querido imitarla para respetar las leyes que el amor me dicta. Pero ¡qué admirable destino para mi dicha! No me he servido de otro boticario sino del suyo. Una misma mano nos ha presentado el vaso a los dos y ese vaso del que me ha hecho beber era el mismo del que ella ha bebido, solo faltaría saber el sitio donde puso los labios para poner ahí los míos también.
—Después de esto –dijo Clarimond–, hay que creer que no hay nada más hermoso que hacer en el mundo. Habéis conseguido una cosa que los más fieles amantes no han imaginado siquiera y los milagros de vuestra historia serán más grandes que los de las fábulas.
—Todo esto no es nada –replicó Lysis–, hace tiempo que comencé a trabajar en mis afinidades amorosas. Solo como lo que Caritea cree que es bueno, solo estoy a gusto allí donde ella está a gusto. Si se enfada, me enfado también, si tose, toso y si escupe en algún adoquín, intento escupir igual, aunque me afecte al pulmón y tenga que escupir quinientas veces antes de conseguirlo. Si camina alguna vez delante de mí, intento colocar los pies en el mismo sitio donde ha puesto los suyos y adopto todas las posturas que le veo mantener, como si jugara con ella a ese juego en el que uno hace todo lo que ve hacer.
—Vos añadís maravilla tras maravilla –dijo Clarimond–, estoy encantado de oír todo esto de vuestra boca y, si otro me lo contara, me costaría creerlo por mucho que se afanara*.
p. 201Tras esto, y después de hablar algo más con Lysis, Clarimond lo dejó para irse a cenar y, como le sirvieron un buen potaje, le envió una parte al pobre enfermo. El resto del día la mujer de su anfitrión lo cuidó muy bien y Carmelin, habiendo vuelto de los campos por la tarde, tuvo mucha curiosidad por saber cómo se encontraba: le dijo que su mal no era nada, con tal de que el de Caritea se pasara, y que desde el amanecer quería tener noticias. Carmelin casi no durmió, se levantó antes de que se hiciera de día y se fue al castillo de Oronte. Todos se estaban levantando cuando llegó y, al encontrar a una sirvienta de Leonor, le preguntó si la amada del pastor Lysis seguía estando enferma y si no había modo de hablar con ella.
—Ella está peor que ayer –respondió la muchacha que sabía bien de quién hablaba–, hay que dejarla dormir. Desde ayer por la tarde le ha salido una hinchazón en la mejilla y en el ojo, así que no ve casi nada y le han vendado la mitad de la cara. La sangrarán pronto para detener la inflamación.
Recibida esta respuesta, Carmelin regresó donde su señor para contársela. Cuando este la supo, tuvo un disgusto sin igual y, como no quería dejar de imitar a Caritea en todo, dijo que quería que le sangraran también como a ella. Carmelin no sabía dónde encontrar un barbero, pero su anfitrión le enseñó un pueblo cercano donde había uno. Estaba listo para ir a buscarlo cuando Lysis exclamó:
—Detente, Carmelin, no quiero otro barbero que no sea el de Caritea, hay que saber quién es. Vuelve a casa de Oronte, lo encontrarás allí aún, pero antes búscame una tela y ven a vendarme el ojo y la mejilla.
—¿Para qué? –dijo Carmelin–. No tenéis mal alguno.
—¡Ah, estúpido! –exclamó Lysis–. ¿Acaso Caritea puede tener algún mal que yo no tenga también? Ahora que no ve casi nada, ¿quieres que yo vea claro? Si goza de un solo ojo, ¿debo gozar yo de los dos ojos? Quiero ser tuerto igual que ella.
Lysis, viendo que Carmelin no hacía intención de buscarle una tela, cogió sus calzas y sacó un pañuelo que le dio para que le vendara la cara, pero le vino una gran duda a la mente: no sabía qué mejilla tenía hinchada Caritea. Carmelin decía que no se había dado cuenta de preguntar si era la derecha o la izquierda, de manera que su amo le dijo que, por miedo a fallar, tenía que vendarle toda la cara. Carmelin replicó que esto no venía a cuento y que debía esperar a que llegase el barbero para saber por él qué mejilla debía dolerle; de inmediato, una vez que hubo encargado al hijo de Bertrand que llevara el rebaño a los campos, volvió a casa de Oronte para contentar las fantasías de Lysis, que le daban mucha pena. Llegó justo a tiempo para encontrar a un barbero de Coulommiers que salía. Le pidió que viniera a sangrar a su señor. El barbero no tenía caballo, vino con él a pie hasta la casa de Bertrand y, cuando preguntó a Lysis en qué brazo quería ser sangrado, el pastor le dijo que quería en el mismo brazo que la bella muchacha que acababa de sangrar en casa de Oronte. El barbero, después de decir que fue en el brazo izquierdo, le cogió el suyo y le sacó al menos tres bandejas de sangre.
—Sospecho que es también en la mejilla izquierda donde la bella dama tiene el mal –dijo Lysis.
—Tenéis razón, señor –contestó el barbero.
—Vendad entonces la mía también –respondió el pastor.
—Vos no tenéis inflamación como ella –dijo el otro–, ¿por qué haría tal cosa?
—¿No queréis? –replicó Lysis–. Que lo haga Carmelin pues.
p. 202Entonces Carmelin, queriendo obedecerle, fue a vendarle la mitad de la cara y, cuando el barbero estaba a punto de marcharse, Lysis le habló de la siguiente forma:
—Si queréis que os estime, aprended la cirugía de otra forma distinta a como la sabéis. Mirad que las heridas amorosas son más peligrosas que las que curáis todos los días y que la experiencia nos enseña que una amada no tiene enfermedad de la que su servidor no se resienta y que, en el caso del amor, en lugar de un enfermo, siempre hay dos.
El barbero recibió su paga después de estas palabras y se fue muy sorprendido. Lysis, poniendo su brazo en cabestrillo, mandó a Carmelin que le ayudara a vestirse. Mientras se paseaba por la casa, llegó Clarimond, preocupado por saber en qué estado se encontraba y, al verle con los vendajes, le preguntó qué mal le había sobrevenido. Lysis le contó que había querido que lo sangraran y vendaran igual que Caritea, que tenía una inflamación en la mejilla.
—La imitación es buena –le dijo Clarimond– y, sin embargo, no es completa, pues se me antoja que deberíais tener el rostro hinchado como vuestra amada.
—Es lo que he querido decirle –replicó Carmelin–, debería darse o que le dieran varios puñetazos para que se le hincharan los ojos.
—Grande es tu malicia –dijo Lysis–, cállate, no es a ti a quien hablan. En cuanto a vos, Clarimond, sabed que no solo quiero tener el ojo izquierdo vendado, sino que hace un momento quería que lo estuviesen los dos por no saber cuál debería estarlo. Como Carmelin se había ido a buscar al barbero sin vendármelos, tuve que mantener siempre la mano encima de ellos por miedo a ver algo, pues ¿no hay razón para que los ojos de un amante se oculten cuando uno de sus soles no luce ya? En lo que hace a mi sangría, además de ser por imitación a la de Caritea, me es muy útil en todo lo demás y, principalmente, porque me ha dado mucho gusto ver mi sangre. Miradla, Clarimond, veréis ahí el retrato de mi amada, pues todas mis venas están llenas de ese hermoso rostro en el que no hago más que pensar.
Clarimond miró la sangre y, para contentar a Lysis, le confesó que veía una forma de cara.
—Con lo poco que me queda de vista –dijo Lysis– veo bien a Caritea toda entera. Y, aun cuando vos no reconocierais nada, no sería culpa vuestra: sería que el amor no os permitiría verlo.
Como Clarimond tenía asuntos que tratar en otro lugar, dejó a Lysis, no sin percatarse de que tenía verdaderamente una enfermedad que ni la medicina ni la sangría podían curar. Envió rápidamente un lacayo a Montenor y Anselme para informarles de las nuevas acciones que el pastor había emprendido. Si no hubieran tenido que conversar con alguien que había venido a visitarlos, habrían ido a ver al pobre enfermo.
Al caer la noche, Lysis se acostó como de costumbre, pero no descansó nada. El recuerdo de la orden de su amada le alteraba el pensamiento, no hacía más que empujar con el codo a Carmelin para despertarlo y pedirle más explicaciones.
—No soy capaz de repetir tantas veces una cosa –le dijo Carmelin–, al menos esperad a que sea de día para interrogarme. La noche solo es para dormir. ¿Queréis que mi dicha sea menor que la de los animales, que duermen ahora en todos lados? Apuesto a que no hay a esta hora ni uno solo de nuestras ovejas despierta.
p. 203—¿Quieres hacer como los animales? –replicó Lysis–. Lo que deseas es una felicidad brutal. La noche no está hecha solo para dormir, sino también para recibir consejo en los asuntos de uno. Has de saber que las mentes más brillantes y las mejores son las que se liberan habitualmente de los encantos del sueño para entretenerse con sus imaginaciones. Son los amantes los que tienen esa costumbre y, entre ellos, sobre todo el pastor Lysis. Toda la falta que cometes al no querer imitarme viene de que tienes aún la libertad. ¡Oh, qué prodigio es ver a un pastor tan libre! Deberías quedarte más bien sin alma que sin amor. Pero es verdad que preveo que estarás muy pronto encadenado igual que los demás. El amor se empeña en herir a los que se le resisten y nadie ama más ardientemente que una mente fría como la tuya cuando empieza a encenderse.
—Tanto si eso pasa como si no –dijo Carmelin–, ahora tengo tantas ganas de descansar que, aunque gritaran «¡Fuego!» no me levantaría, así hablaran del fuego del amor o del de la chimenea.
Después de estas palabras, los dos pastores no hablaron más. Al despuntar el día se vistieron los dos al mismo tiempo y fueron juntos a cuidar el rebaño. Mientras lo llevaban, siempre delante, cerca de una granja que pertenecía a Hircan y en la que no habían estado todavía, Lysis llamó a Carmelin y le dijo:
—Si no me equivoco, oigo el sonido de un instrumento campestre, estamos sin duda en tierra de los pastores.
Carmelin confesó que oía también algo muy armonioso y, habiendo descendido una vaguada, divisaron a un pastor que tocaba la gaita. Lysis, acercándose a él, le dijo:
—Que Pan te guarde, gentil pastor, estoy encantado de verte, hace mucho tiempo que no he visto a nadie de nuestra condición. Tu fraseo es aquí muy agradable. Das alma a los oídos de tu dulce caramillo153. De veras te agradezco que no estés ocioso: si tuviera mi guitarra haríamos un concierto juntos.
El pastor, que era un hombre de pueblo muy simple, se sorprendió tanto de ver a Lysis y a Carmelin tal y como estaban ataviados, que los miraba uno tras otro de arriba a abajo, de manera que Lysis, viendo que no decía nada, siguió hablándole:
—¿Crees –le dijo– que el instrumento que tocas es más adecuado para los de nuestra condición que la guitarra? Si lo supiera, me gustaría aprender a tocar la gaita para ser pastor totalmente.
—Mi amo –interrumpió Carmelin–, yo no toco bien la gaita, pero sí toco bien la flauta dulce.
—Tengo aquí una –dijo entonces el pastor de Hircan–, mostrad lo que sabéis.
Carmelin cogió la flauta con sus manos y comenzó a tocar la canción de Guéridon y el otro pastor se unió con su gaita, lo que agradó mucho a Lysis154. Cuando dejaron de armonizar sus instrumentos, Lysis les dijo:
p. 204—Muchachos, vuestra música es más dulce al oído que el canto de un arroyo que corre sobre cantos rodados. Es un placer oír a una vaquilla quejarse cuando el amor la azuza. Dulce es la voz de un cisne que se muere, dulce el canto de un ruiseñor, dulce la miel que hacen las abejas, dulce el azúcar de Madeira, pero aún más dulces son vuestros instrumentos pastoriles. En otra ocasión haré que declaméis églogas a la manera de Teócrito, de Virgilio, de Ronsard y daré una cesta de flores, una jaula de pájaro, una cesta de quesos o algún bonito ramo al que lo haga mejor155. A fe mía que no creía que Carmelin supiera tanto, ¡oh, ahora lo considero más digno de ser pastor de lo que pensaba! A pesar de ello, no quiero aprender a tocar el caramillo como él, ni la gaita tampoco, pues recuerdo que Minerva, al contemplarse en una fuente tocando la flauta, la tiró de inmediato porque se había visto muy fea en un acto en el que es necesario inflar demasiado los carrillos156. No quiero desfigurar mi rostro. El laúd, la guitarra, la viola, la mandola y la cítara son para nosotros los pastores relevantes157; y las flautas, los caramillos, las chirimías y las gaitas son para los pastores de clase más baja, como Carmelin y algunos otros de esta región.
—Como sois mi amo –dijo Carmelin–, no hay duda de que soy menos que vos. Sin embargo, no me gustaría que me llamaran criado, como hacen algunos. Desearía tener un nombre más honorable.
—Tienes razón, Carmelin –dijo Lysis–, te declaro que eres mi auxiliar en materia pastoril, al igual que Anselme tiene auxiliares para asuntos financieros. Tu principal tarea es la de cuidar los rebaños en mi lugar.
Carmelin quedó muy contento con el reconocimiento y, después de que amo y criado se despidieran del pastor de Hircan, llevaron a las ovejas hacia otro lugar, dejándolo tan sorprendido por ver a los dos pastores detrás de un rebaño tan enclenque que creía no haber encontrado nunca nada tan extraño. Tras dejarlo, caminaron todavía algún tiempo y, finalmente, sentándose cerca de una fuente, comieron pan y bebieron agua. Carmelin no disfrutaba nada con esto, no era la vida que su amo le había hecho esperar. Creía que iba a estar todos los días de cuchipanda y, en cambio, se le hacía practicar la templanza a su pesar. Después de tan frugal comida, tuvo que volver a casa de Oronte para informarse del estado en que se encontraba Caritea, lo que le habría parecido muy enojoso si no fuera porque esperaba que tuvieran la consideración de darle de beber. Cuando Lysis se quedó solo, el rebaño y el perro lo llevaban a él y no al revés. Iba detrás de ellos sin considerar a dónde lo conducían. No pensaba más que en la enfermedad de su amada.
Mientras estaba con tales meditaciones, una de las ovejas subió a una loma donde había un árbol con hierba alrededor. Otra la siguió de inmediato, pero Lysis, con un golpe de vara, hizo dar la vuelta y bajar a la primera. La segunda hizo lo mismo e, igualmente, una tercera y luego una cuarta y una quinta, y así hicieron todas hasta la última. La primera, al ver al resto, volvió a subir para bajar después y, a continuación, todas las demás, haciendo una rueda perpetua alrededor del árbol porque, según su naturaleza que consiste en hacer todo lo que ven hacer a las otras, no querían pasar por donde no hubieran ido sus compañeras. Y seguirían subiendo y bajando una y otra vez si no hubiera pasado por allí un hombre que les hizo parar, pues Musidoro, que no estaba entrenado para el pastoreo y no sabía más que ladrar a los campesinos, no las reunía y, en cuanto a Lysis, estaba tan contento de ver ese bonito juego que hubiera querido que durase hasta el fin del mundo. El recién llegado se acercó a abrazarlo y, sacándolo de su ensimismamiento, le dijo:
—Te saludo, rey de los pastores de Brie o, mejor dicho, de toda Europa, o de todo el mundo. Qué grande es mi fortuna por haberte encontrado. La fama que ha llevado tu nombre y tu mérito hasta Borgoña, que es mi patria, me ha hecho desear venir a aprender de ti el arte de ser feliz.
p. 205A Lysis, que había retrocedido tres pasos para observar a ese hombre vestido de pastor como él, le pareció que no lo conocía y, sin embargo, sintiéndose en deuda por haberse tomado la molestia de venir en su busca, fue a abrazarlo también y le dijo:
—Sed bienvenido, amable pastor, como eres el primero que se pone bajo la protección de mis brazos, te juro que serás también el primero del que me ocuparé. Solo falta que me digas tu nombre para saber con quién estoy en deuda.
—Me llamo Philiris –replicó el pastor.
—¡Ah! Tienes un nombre prometedor –prosiguió Lysis–, ¡qué fácil es ver que eres pastor de nacimiento! Estoy seguro de que tu historia debe ser la más bella del mundo. ¿Quieres hacerme el favor de contármela?
—Te diré hasta las cosas de las que solo he hablado a las rocas y a los bosques –respondió Philiris–, pero busquemos un lugar donde habite el frescor. Este es tan descubierto y caluroso que se diría el lugar donde la naturaleza dio a luz al sol.
Los dos pastores se apresuraraban a caminar para meterse en un soto que estaba cerca de ellos cuando pasó un carruaje en el que iban Oronte, Floride, Leonor, Angélique, Anselme, Montenor, Clarimond y Carmelin, al que las damas habían hecho subir por muy patán que fuera, con el fin de reírse de él. Descendieron todos rápidamente y Oronte le dijo a Lysis que, paseando por los campos, se habían encontrado con su aprendiz de pastor, que les había informado de que padecía la misma enfermedad que su amada. Lysis respondió que Carmelin no había dicho nada que no fuera cierto y, cuando se hallaba presto a dar largas explicaciones, oyó algunos gritos que lo hicieron callar. Poniéndose el dedo en la boca para hacerle señas a los demás, se aproximó al soto de donde venía el ruido y todos lo siguieron con cautela hasta unos árboles entre los que vieron a dos hombres vestidos de tafetán blanco que llevaban bonitos zurrones en bandolera, sombreros de paja en la cabeza y, en la mano, varas de pastor pintadas. Fingieron no hacer caso a los que les acechaban y, habiéndose tumbado uno en el suelo como para dormir, el otro empezó a lamentarse así:
—Dulces céfiros, que reináis en estos lugares, ¿suspiros más tristes que los míos se han mezclado alguna vez con vuestro aliento? Árboles que parecíais tan verdes, ¿habéis visto alguna vez fuegos como los míos que os secan hasta la raíz? Y vosotras, fuentes, ¿lágrimas tan grandes como las mías han calentado alguna vez vuestras aguas? ¡Oh, vosotros, céfiros, árboles y fuentes! Si alguna vez viene aquí mi pastora, repetidle lo que me habéis visto soportar. Pero, por desgracia, sois sordos a la par que mudos, ¡oh, queridos testigos de mi suplicio! Solo Polidor es capaz de socorrerme. ¿Qué sueña este fiel amigo? ¿No tiene piedad de su semejante?
—¿Cómo quieres que te ayude? ¡Oh, querido Meliante! –respondió el tal Polidor–. ¿No sabes que necesito más consuelo que tú? Aquella a la que adoro no quiere creer en mi amor y, al no encontrar aún ocasiones señaladas para demostrárselo, soy tan miserable que debo desearle que le sobrevenga algún infortunio para mostrarle el cariño que pondré en socorrerla. Habiendo desviado el otro día mis ojos de los suyos, que me deslumbraban, los bajé hasta su pecho creyendo que estarían más en reposo, pero, ¡oh, Dios mío!, el pecho era de nieve, casi me hizo perder un ojo como a Aníbal, que se quedó tuerto por haber fijado demasiado tiempo la vista en las nieves de los Alpes158. Así, no soy capaz de emprender ninguna acción sin que no me vea atormentado por un accidente nuevo y, como Mitrídates vivía de veneno159, yo vivo de pensamientos amorosos.
p. 206—¡Ah, miserable! ¿Qué haré entonces –exclamó Meliante– si el cielo, el destino, la naturaleza, mi amada y Polidor me abandonan? Estoy en el mar amoroso donde la tempestad ruge sobre mi navío y, si lo hunde, me arriesgaré y, con tal de que pueda abrazar el cuello de mi diosa, esa hermosa columna de mármol blanco plantada sobre dos rocas vivas, me salvaré del naufragio.
En estas se hallaba Meliante cuando Lysis, no pudiendo aguantar sin hablar, exclamó:
—¡Alabado sea Dios! He encontrado lo que buscaba. ¡Qué doctos son estos pastores! No hablan más que con indirectas y metáforas.
El pastor Polidor se levantó entonces y, mirándolo, al igual que a Philiris y a Carmelin, dijo:
—¿Quién de vosotros tres es el enamorado de la bella Caritea?
—Soy yo y no otro –respondió Lysis.
—¡Oh, dichoso es este día para nosotros! –prosiguió Polidor–. Hace mucho tiempo que mi compañero y yo deseamos encontraros. Viéndoos a todos con tan buen aspecto no distinguía quién era Lysis. Tenéis que saber que el amor nos tiraniza cruelmente y que no creemos que haya nadie en el mundo de quien podamos esperar mejores consejos en nuestros asuntos que de vos.
—Soy un verdadero médico de las almas –contestó Lysis–, decidme el mal de la vuestra y os recetaré excelentes remedios.
Polidor fingió entonces llorar y se secó los ojos con un pañuelo.
—Queréis obligarme a reanudar dolores extraños –dijo–, no deseo meter el dedo en la llaga tan pronto. Gritaría demasiado alto, importunaría los oídos de tantos caballeros y de ninfas que tenéis en vuestra compañía. Me avergüenza ver a tanta gente.
—Que hable Meliante pues –replicó Lysis.
—A mí, respondió, me hacen falta siglos enteros para prepararme a contar la historia de mis aventuras, tengo tanto que decir que cuando quiero comenzar no consigo que salga ninguna palabra de mi boca, al igual que no sería capaz de tirar una sola gota de agua de un frasco que estuviera muy lleno. ¡Ah! Amor que me traes estas penas, después de haberme robado el corazón, ¿quieres quitarme la libertad de quejarme? Si me expones todos los días a la tortura, ¿no es con el fin de hacerme confesar todos mis secretos? Tirano, verdugo, córtame la lengua o permíteme hablar de lo que sufro.
Meliante golpeó con el pie en el suelo al decir esto y empezó a hacer posturas que solo eran propias de un hombre enrabietado, así que Lysis, cogiéndolo por el brazo, intentó consolarlo lo mejor que pudo. Mientras tanto, la mayoría de los que allí estaban se miraban unos a otros y estaban tan sorprendidos que no decían nada. Suponían que Polidor y Meliante no eran más sensatos que Lysis, y que el otro pastor que había traído tampoco lo era más. No podían imaginar que la naturaleza hubiera producido tres hombres tocados del mismo mal que el primer pastor extravagante, que debía ser único en su especie. Así y todo, no sabían qué creer, veían claras muestras de locura en estos nuevos pastores. Lysis, después de tranquilizar a Meliante, le dijo a Clarimond que le encantaba que estuviera en el encuentro con estos pastores porque podría meter el relato exacto en la historia que estaba escribiendo; y, sobre el encuentro con Philiris y con otro pastor que había conocido y que tocaba la gaita, ya le contaría los detalles.
p. 207—Te digo esto francamente –prosiguió– porque creo que has comenzado a hacer un libro de mis amores. En cuanto a mí, me he alojado cerca de tu castillo y ha sido principalmente para que tuvieras un conocimiento cabal de todas mis aventuras. Por eso has hecho bien en venir a verme en mi enfermedad para valorar los distintos achaques.
—¿No queréis que hable también detalladamente de vuestra medicina? –replicó Clarimond–. ¿Tendría que relatar vuestras deposiciones, contar con qué papel os habéis limpiado las nalgas, por ejemplo, si fue con una carta de estilo tan suave como el algodón o con unos versos de agudezas tan afiladas como leznas que os desollaban el trasero?
—Tenéis razón en aconsejármelo, pues ahora está de moda hacer libros con el relato de enfermedades y hay quien tiene ganas de incluir en él también las recetas de su boticario. Haz como gustes –dijo Lysis.
—Señor –empezó a decir entonces Carmelin quitándose el sombrero ante Clarimond–, ¿no escribiréis también mi historia? Os lo suplico, os estaré tan agradecido como mi amo.
—Trabajaré en ello con toda seguridad –respondió Clarimond– y contaré también la historia de tu perro.
—Muchas gracias, señor –contestó Carmelin–, pero os advierto que no debéis llamarme ni lacayo ni ayuda de cámara, soy lugarteniente o auxiliar en materia de pastoreo.
—¡Ah! Descarado e inoportuno todo junto –dijo Lysis cogiendo a Carmelin por el brazo–, debería bastarte que se hable de ti cuando tomes parte en alguna de mis aventuras, como llevar una carta o entregar un mensaje. ¿Cómo quieres que hagan una historia particular de ti, que no has conseguido nada jamás que se pueda escribir, a no ser en un papel impalpable con tinta invisible o en la superficie de las aguas con la pluma del viento? ¿No es una vergüenza ver que eres tan alto como tu padre y tu madre y aún no has hecho nada bueno? ¿O acaso has hecho alguna vez versos o dado una serenata a una enamorada y has corrido por ella alguna aventura digna de ser recordada el día de mañana?
Un poco avergonzado por esta reprimenda, Carmelin se retiró rascándose la cabeza, pero, mientras buscaba alguna excusa, los tres pastores empezaron a decirle a Lysis que su amor se impacientaba y que querían llevarle con uno de sus amigos, al que deseaban consultarle sobre sus asuntos. Se lo llevaron junto con Carmelin, sorprendiendo a la compañía aún más que antes, pues si uno decía: «Quiero clavarme un puñal en la sien a causa de la severidad de mi amada», el otro juraba que se precipitaría desde lo alto de una roca, y se los veía tan insensatos que, a su lado, Lysis parecía sabio como el filósofo Sócrates. Eso les daba a todos unas ganas enormes de conocerlos y, sin embargo, no fueron tras ellos porque imaginaban que no se marcharían tan pronto de la región y tendrían tiempo de verlos en otra ocasión. Los gentilhombres y las damas volvieron a subir, pues, al carruaje y siguieron con su paseo.
Mientras tanto, los cinco pastores, después de atravesar unos sotos, llegaron a un pradejón por el que paseaban dos hombres con una mujer. Uno era Hircan, que Lysis reconoció enseguida, y el otro era Fontenay, al que no habría reconocido si no le hubiera dicho su nombre, porque no estaba vestido de escarlata como de costumbre, sino que llevaba un traje de tafetán blanco. En cuanto a la hermosa dama que estaba con ellos, era Sinope y, sin embargo, los pastores le dijeron a Lysis que era una pastora llamada Partenice, que habían traído con ellos160; él lo creyó así, debido a que tenía una falda blanca que no acostumbraba a llevar.
p. 208—¡Oh –exclamó entonces–, cómo se parece esta Partenice a una ninfa de las aguas que conozco!
—Tenéis razón –le dijo por lo bajo Carmelin–, estoy por creer que lo sigue siendo. Sin embargo, he de pensar que no es una de las diablesas de vuestro sabbat, ya que se deja ver por el día. ¿Os parecería bien que me enamorara de ella?
—Anímate, Carmelin, eso estaría bien –dijo Lysis–, me imagino ya al amor con el arco preparado para lanzarte una flecha. Desabotónate, abre tu estómago para prepararte a recibir el golpe. Rápido, haz lo que te digo.
Carmelin no dejó de obedecer a su amo, sin saber casi lo que hacía, de lo feliz que estaba, pues siempre había creído, por lo que decía Lysis, que solo debía elegir una enamorada y que él se la daría en matrimonio por muy rica y bella que fuera. Al mismo tiempo, Hircan, que los había visto, se acercó a saludarlos.
—¿No os alegráis de tener ahora tan buena compañía? –le dijo a Lysis–, tenéis aquí a pastores que han hecho mucho camino antes de encontraros. Todos quieren ser pastores con vos e incluso aquí mi primo ha tomado el traje para seguiros.
—Es muy loable –replicó Lysis–, en consideración a esto le perdono la ofensa que me hizo; en realidad, me pesaba en el corazón. Pero también le recomendaréis que no me ataque más ni por acción ni de pensamiento.
—Renegaría de él como pariente si lo intentara –replicó Hircan–, está ahora más manso que un cordero, queremos llevar a partir de este momento una vida apacible y deseo incluso ser pastor como los otros.
—No lo hagáis, sabio Hircan –dijo Lysis–, ¿no sabéis que en todo buen libro de pastores hay siempre un mago que nunca se viste igual que los demás pastores? Así, es necesario que los maestros de sacrificios mantengan sus ropajes sacerdotales y que los sátiros y los faunos se mantengan en su desnudez.
Una vez que Hircan lo hubo aceptado, miraron con admiración el vendaje de su cabeza y el pastor Fontenay no pudo evitar decirle:
—¿Qué tenéis en el ojo izquierdo, pastor, habéis recibido algún puñetazo? ¿Es necesario que llevemos todos vendado el rostro como vos para parecer más pastores?
—Esto me es particular –respondió Lysis–, me he puesto esta venda a imitación de la que lleva ahora mi amada. Imita a la tuya como bien te parezca. Ahora bien, observa mi secreto incomparable: Caritea ha rechazado ordenarme sea lo que sea y, a falta de orden suya, para consolarme hago lo que le veo hacer, de suerte que, con prodigiosa sutileza, no dejo de obedecerla a su pesar. Pero, a propósito –dijo él volviéndose hacia Carmelin–, ¿has sabido cómo está la bella dama?
—No he podido ir a verla porque estos señores me han parado para meterme en su carruaje –respondió Carmelin–; he sabido, empero, que su mal no crecía ni disminuía.
—Haga el cielo lo que quiera –replicó Lysis–, pero mientras siga vendada, lo estaré también.
—Esta venda os da cierta gracia –dijo Fontenay– y, sin embargo, solo sois Cupido a medias todavía, pues no lleváis tapado más que uno de los ojos.
p. 209—Por los cuernos de Pan, qué ingenio tienes –dijo Lysis–, sacarás provecho de ello, ha estado bien encontrarte y te diré que, si no soy Cupido, al menos soy el que sería capaz de hacerlo traer al mundo si no hubiera nacido ya.
Mientras Lysis hablaba así, Carmelin, tirándole por detrás, le preguntó muy bajo:
—¿Qué le voy a decir a esta preciosidad?
—Ofrécele tus servicios –le dijo Lysis– y no vayas más adelante en este primer acercamiento.
De inmediato, Carmelin, pensando que sus propósitos tendrían un final feliz, fue a decirle a Sinope:
—Señora, si necesitáis un sirviente, el más fiel que hubiera jamás, aquí está Carmelin que se ofrece a vos.
—Habría que saber si queréis algo en prenda –respondió Partenice– y, además, no tengo tiempo de pensar en eso.
Al acabar estas palabras, ella dijo algo por lo bajo a Hircan y a Fontenay; luego dejaron a Lysis y se fueron por un caminito hasta que se perdieron de vista. Carmelin creyó que era porque tenían que solucionar algo juntos, pero Hircan y Fontenay volvieron de inmediato y no trajeron a Sinope, así que se atrevió a preguntarles dónde estaba. Hircan le dijo que la había dejado en la pendiente de una colina donde se entretenía alimentando sus ensoñaciones. Carmelin quiso ir a su encuentro en ese mismo instante, pero su amo, que iba caminando con Hircan y los pastores, se lo impidió. Estaban muy cerca del castillo del mago cuando vieron salir a una mujer muy hermosa del bosquecillo. Estaba vestida como las pastoras del teatro y, en lo que hace a su rostro, no podía parecerse más al de Lucide, pues, de hecho, era ella misma; a pesar de lo cual, cuando Hircan dijo que era una pastora que se llamaba Amarilis, Lysis le creyó firmemente.
—¡Este es el día de las maravillas! –decía el pastor–. ¡Vemos de nuevo aquí a una pastora que se parece, según creo, a una ninfa acuática cuya imagen tengo impresa en mi mente, aunque solo la haya visto a la luz de la luna! Hay parecidos similares de rostros en todas las novelas, y los que los tienen por imposibles no están ahora aquí conmigo para reconocer su error.
Amarilis se acercó entonces a hacer la reverencia a la compañía e Hircan, viendo que era hora de retirarse, preguntó a Lysis si quería hacerle el honor de cenar en su casa. Este se lo agradeció cortésmente, pero no tenía ganas de festín mientras su amada estuviera enferma. Todos los pastores le despidieron hasta el día siguiente, pues debían reunirse en el mismo lugar para contar sus diversas fortunas. Carmelin tiró de su amo y quiso volver al lugar donde le habían dicho que estaba Partenice. Era una tierra en barbecho donde no crecían más que malas hierbas y había en medio una peña que medía al menos dos toesas, pero la pastora no aparecía, se buscara por donde se buscara.
—Abandona la búsqueda, Carmelin –dijo Lysis con la vista perdida y un tono de profeta–, tu Partenice ha cambiado completamente de naturaleza. ¿No ves que los dioses, queriendo castigar su crueldad, la han metamorfoseado en esta roca?
—Eso no es creíble, mi amo –dijo Carmelin–, no me ha dicho sino una mísera palabra que no me ha ofendido en absoluto.
p. 210—Lo que te ha dicho estaba lleno de burla maliciosa –contestó Lysis–, hablándote de prendas después de que le ofrecieras tus servicios quería mostrarte que vales mucho menos que ella y que solo te consideraba digno de ser su criado, no su servidor en amor. No estuviste atento para replicarle. Habría bastado que dijeras que no deseabas más prendas que sus encantos.
—Tenía la mente ocupada en mirarla –dijo Carmelin–; además, os aseguro que no consideraba que me diera tan fuerte, e incluso, ahora, os confieso que no creo que sea comparable a los rigores de otros que duran a veces diez años, ni pienso que ella se haya transformado en piedra por tan poca cosa.
—Está claro que no has leído a Ovidio, Carmelin –contestó Lysis–, todas las personas que este autor hace metamorfosear es por el primer motivo que les dan a los dioses: por ejemplo, bastó con que Apolo empezara a perseguir a Dafne y Pan a su Siringa para que las dos muchachas se transformaran una en laurel y la otra en junco por haber despreciado el amor de los dioses161.
—Habéis leído más que yo –dijo Carmelin–, estoy contento de que me deis instrucciones y os diré lo que me viene a la mente. Puede que vuestro mago, del que os he oído contar algunas maravillas, haya ayudado a nuestra metamorfosis, pero, aunque lo crea ¿qué hay que hacer?
—Llorar y suspirar día y noche –respondió Lysis–, ese es el ejercicio que conviene a un enamorado que ha perdido a su amada. Así, mi compañía no te resultará ya aburrida, porque, si me quejo por un lado, te quejarás por el otro. En cuanto a mí, hablaré siempre del severo mandato sin mandato de Caritea.
—Y mientras –prosiguió Carmelin–, seguiré hablando de la transformación sin transformación de Partenice.
—Imitas mi lenguaje sin venir al caso –replicó Lysis–, es verdad que Caritea me ha dado una orden sin dármela, pero no es lo mismo decir que los dioses han metamorfoseado a tu pastora sin metamorfosearla. Lo está verdaderamente y observa si esta piedra no es blanca como su tez y su ropaje. Arriba, en un sitio que debe corresponder a la cabeza, ¿no ves marcas que tiran a rojo y otras a negro? Ahí estaban los ojos y la boca. Hay más abajo algunos fragmentos que no parecen estar muy juntos, son los brazos que no se han unido del todo a la masa del cuerpo.
Carmelin lo sopesó todo y, aunque no se creía ni la mitad, como su amo le había dicho que antes de partir de ese lugar debía rendir honor a esa piedra, se vio obligado a ir a besarla, pero a Lysis le pareció que no iba con suficiente afecto y le golpeó la nariz contra ella.
De regreso a casa de Bertrand, el fiel enamorado de Caritea no dejaba de pensar en la última respuesta de la bella dama, que le parecía un oráculo a causa de su ambigüedad, pero, viendo que Carmelin conducía el rebaño y caminaba con total indiferencia, le dijo:
—¿Cómo? ¿No lloras, pobre enamorado? ¿Ya no recuerdas que hoy, nada más encontrarla, has perdido a una de las amadas más bellas del mundo?
—¿Qué queréis que haga? –replicó Carmelin–. No tengo los ojos sensibles.
p. 211—¿Qué me respondes –contestó Lysis–, que solo los dolores pequeños hacen brotar las lágrimas y que los grandes adormecen por entero? Te disculpo que no des aún grandes muestras de dolor. Mañana habrá que esforzarse, cuando empieces a darte cuenta. Has comprobado las acciones de esos pastores enamorados que hemos conocido, no hay que estar menos desesperado que ellos, debes imitarlos en todo.
Carmelin respondió a Lysis que no pensaría ya más que en el presente y que vería al día siguiente lo que hacer. Se entretuvieron en esta conversación hasta que llegaron a la casa y metieron en el establo a las pobres ovejas, que estaban tan fatigadas de tanto paseo que se caían de bruces. Lysis, tras cenar con toda la familia de Bertrand, se acostó con Carmelin, sin dejar de repasar en la memoria las diversas aventuras, y la última palabra que dijo antes de dormirse fue que estaba seguro de que su gloria sería célebre por deseo de la Fama, que se había resfriado ya de gritarlo públicamente por todas las encrucijadas del mundo.
FIN DEL LIBRO SEXTO
i En el original: «C’a esté vos nefles, d’icy prés, qui m’on y traisné dedans les crottes», es decir, literalmente, ‘Han sido las nalgas de aquí al lado que me han arrastrado por esta mierda’. El juego escatológico de palabras (nèfles/nymphes, ci-après/cyprès, crottes/grottes, es decir, nalgas por ninfas, aquí al lado por ciprés, mierda por grutas) resulta intraducible, por lo que se han buscado homofonías aproximadas, no más comprensibles.
ii Nuevo juego de palabras con dos acepciones del verbo piquer: se Piquer, ‘pincharse’, y se piquer de, ‘jactarse de’.
ii Cour en el original, literalmente ‘patio’. Pasó, por extensión, a designar ‘corte’, lugar en que reside un soberano y su séquito; aquí corresponde al Palacio del Louvre, que se convirtió en la residencia oficial de Luis XIII de Francia.
iv Parodia escatológica en boca de Carmelin, que consiste en trastocar torpemente las palabras de un cumplido alambicado y se ha resuelto con términos similares.
v En el texto original, «revenons à nos moutons» (literalmente, ‘volvamos a nuestras ovejas’), común a raíz de un texto muy popular medieval, La farsa de maese Pathelin, compuesta a mediados del siglo XV, cuyo protagonista pasó a ser paradigma de la terquedad. Se ha buscado una expresión similar.
vi En el texto original, «pas de clerc», locución que tiene el significado de ‘error de novato’ o ‘metedura de pata’, torpeza por inexperiencia o ignorancia.
vii En el texto original, «quand il se donneroit à tous les estaffiers de Pluton», literalmente en francés ‘aunque se entregase a todos los esbirros de Plutón’, variante del autor, en clave paródica, de la expresión figurada «se donner au diable», ‘darse al diablo’, equivalente a ‘hacer grandes esfuerzos, afanarse, echar el alma’.
141 Esta mención puede referirse a Paris, hijo de Príamo, a quien habría seducido la ninfa de las fuentes, Enone, mientras él se creía un simple pastor en el monte Ida. Tras el célebre juicio de la discordia, Paris dejó a Enone por Helena y aquella se negó a curarlo de sus heridas en la guerra de Troya.
142 Alusión al príncipe troyano Paris, ya anotado.
143 Zeus envió a Pandora a la tierra para castigar a los hombres y le dio una vasija con instrucciones de no abrirla. Ella, sin embargo, movida por la curiosidad, la abrió y se esparcieron por el mundo los males horrendos que contenía.
144 Orfeo, en la tradición latina más que en la griega, enamoró a la ninfa Eurídice con el encanto de su música, pero esta murió a consecuencia de la mordedura de una serpiente.
145 Referencia a la tradición que representa al filósofo griego Aristóteles dando sus clases al aire libre, mientras paseaba, razón por la que sus discípulos son denominados peripatéticos, término relativo al paseo o el movimiento de andar.
146 Con el término Rosacruz se hace referencia a una fraternidad secreta, surgida probablemente en la universidad luterana de Tubinga (Alemania) y extendida rápidamente por Europa a principios del siglo XVII. Combinaba el hermetismo cristiano con el neoplatonismo y las ideas de Paracelso, médico, alquimista y filósofo suizo (1493–1541). Su ideario suscitó entusiasmo y controversia a partes iguales, y Sorel lo ridiculiza abiertamente.
147 Ridiculización de los poetas de la época por volver una y otra vez a las fábulas de la mitología grecorromana. La sátira consiste en actualizar los mitos, cambiando los atributos de los dioses por materiales modernos, en un procedimiento similar al utilizado en el Banquete de los dioses, que tiene como responsable al mismo personaje: Clarimond.
148 Gros Guillaume (Guillermo el Gordo), Gautier Garguille y Turlupin fueron cómicos de éxito en el primer cuarto del siglo XVII, dentro del género de la farsa.
149 Se trata del hospital de París, ya mencionado, que hacía las veces de manicomio.
150 Tiranos legendarios de la mitología griega, el primero de Egipto, el segundo de Agrigento (Sicilia), y famosos por su crueldad. A Busiris, cuyo nombre evoca el de Osiris, lo habría matado Heracles y liberado así a los egipcios. Falaris puso en práctica una forma de suplicio que se tiene por real: el toro de Falaris, una estatua hueca de bronce en la que se introducía a las víctimas y se le prendía fuego.
151 Se trata de personajes o deidades de la mitología griega a quienes la curiosidad les acarreó funestas consecuencias: Pandora, que abrió la vasija o caja que contenía todos los males y estos se esparcieron por la tierra; Agaluco, princesa ateniense a quien Atenea habría entregado un cesto con la orden de no abrirlo: desobedeció y lo que vio en su interior la hizo enloquecer y arrojarse desde la Acrópolis; y Psique, doblemente curiosa: por descubrir quien era su amante secreto, que resultó ser Eros, y por abrir la caja de la belleza que fue a buscar al Hades para Afrodita.
152 Referencia al reto al que se habría enfrentado Alejandro Magno en la conquista de Frigia (en la Turquía actual). Se le presentó un yugo atado a un carro con un nudo (llamado de Gordio) muy complicado de deshacer: el que lo consiguiese conquistaría toda Asia. Alejandro lo cortó con la espada y, desde entonces, ha quedado la expresión «nudo gordiano» para un problema u obstáculo muy difícil de resolver o salvar y que requiere, por ello, soluciones expeditivas o creativas.
153 Se denominan oídos a los orificios de algunos instrumentos de viento, como el caramillo; o de cuerda, como los de violín, que ilustrara Man Ray en una célebre fotografía.
154 Guéridon es el nombre de un personaje de farsa, un campesino que se expresa con sentencias. Se convirtió en héroe de canción, formando parte de su estribillo; pasó a designar luego a un tipo de canciones satíricas y acabó denominando una mesa auxiliar, equivalente al español velador.
155 Los tres autores reseñados compusieron poesía bucólica en distintas épocas. Al griego Teócrito (c. 310–c. 250 a.C.) se le considera el fundador del género con sus Idilios pastoriles; Virgilio (70–19 a.C.) imitó a Teócrito en sus Bucólicas; y Ronsard imitó a Virgilio en sus Églogas (1578), que ocupan un lugar discreto en el conjunto de su obra.
156 Alusión a un episodio de Minerva, la Atenea romana, relacionado con la música de la que era una virtuosa, como diosa de la sabiduría, las artes y los oficios. Un día se dispuso a tocar la flauta junto al río y observó su reflejo en el agua: al ver cómo sus carrillos se hinchaban y deformaban sus rasgos, se horrorizó y se deshizo de ella. El sátiro Marsias la encontró, aprendió a tocarla maravillosamente y acabó desafiando al dios Apolo, para su desgracia.
157 La mandola es un instrumento de cuerda pulsada y se toca con plectro; pertenece a la familia de la mandolina, a la que da origen, y es mayor que ella.
158 Aníbal Barca (70–c. 183 a.C.) fue un general y estadista cartaginés, enemigo acérrimo de los romanos. En su intento por conquistar Roma atravesó los Alpes y allí perdió el ojo derecho a consecuencia de una infección.
159 Alusión a la leyenda relativa al mayor enemigo de Roma en Asia, Mitrídates VI el Grande (c. 132–62 a.C.), rey del Ponto (en la Turquía actual), según la cual, tras el envenenamiento de su padre, siendo él niño, comenzó a experimentar con venenos hasta quedar inmunizado.
160 El personaje de Partenice da nombre a una novela publicada en 1621 que conoció bastante éxito, hasta el punto de denominar un tipo de vestido. Su autor, el obispo Jean-Pierre Camus, se entregó a la tarea de escribir novelas devotas para contrarrestar las que consideraba licenciosas.
161 La ninfa Dafne, perseguida por el dios Apolo que se había prendado de su hermosura, pidió ayuda a Gea, que la transformó en laurel; mientras que la bella ninfa Siringa huyó del dios Pan y fue metamorfoseada en cañas: al comprobar este su grato sonido, fabricó con ellas el instrumento musical conocido con el nombre de la ninfa o como flauta de Pan.