LIBRO XI

Mientras jugaban unos y conversaban otros en la sala de Oronte, Anselme, que llevaba varios días sin hablar con Angélique más que de cosas sin importancia, tomó la resolución de hablar con ella aparte para no languidecer más en tan secreto martirio. Esta no se mostró tan esquiva como muchas otras veces, cuando parecía querer evitar el encuentro. Se quedó tan tranquila en el sitio en el que se acercó a abordarla como si lo hubiera citado ella.

—¿Hasta cuándo –le dijo– seguiré estando afligido sin saber si mis faltas son la causa o si lo es únicamente mi mala suerte? Si he cometido algún crimen que os ofende, tenéis que advertirme para no recaer y que el horror de mi pecado me sirva de castigo. La primera vez que pude acercarme a vos nada encontré en vuestros actos, ni en vuestras palabras, que no me presagiara una perfecta prosperidad; pero ahora todo ha cambiado para mí y cuando mis servicios más lo merecen es justo cuando se ven menos recompensados. Creía haberme justificado suficientemente ante vos hace un tiempo, pero debe seguir existiendo algo que se opone a mi felicidad. Pensad qué tormento no me dará vuestro desprecio, si sois aún más perfecta y gentil de lo que nos ha querido hacer creer Philiris hace un momento.

Después de que Anselme tuviese tales palabras, con muy poco orden, pues necesitaba mostrar que le gobernaba la pasión, Angélique le respondió de esta suerte:

—Bien veo que lo que predije ha sucedido. El hermoso discurso que me acaba de hacer Philiris os ha dado celos, por eso estáis de tan mal humor: os picáis con mucha facilidad.

—No saco consecuencia alguna de lo que Philiris os acaba de decir –replicó Anselme–, me tomo a broma lo que se ha hecho como juego y os aseguro que mi mal humor no ha empezado hoy, fue desde el momento en que despreciasteis las pruebas de mi amor.

—Vais en pos de mí con tanta obstinación –dijo Angélique– que para daros satisfacción he de deciros que, aunque estoy segura de que ya no amáis a Guenièvre, hay algo que me obliga a trataros como una persona indiferente: es que, en lugar de esa primera enamorada, tenéis otra que es tres veces peor. Me han hablado de una tal Clarice por quien mostráis tanto amor que no os movéis de su casa y la llevais a menudo al Paseo de la Reina cuando estáis en París219.

—¡Ah, Dios! ¿Quién os ha dicho eso? –respondió Anselme–. ¿No será Alican?

—Es cierto, ha sido él –dijo Angélique–: me vino a ver a Saint-Cloud sin que lo supiérais y fue entonces cuando me contó noticias de vos.

p. 324—Es el mayor impostor del mundo –replicó Anselme–; ahora que sé el crimen del que se me acusa os demostraré fácilmente mi inocencia, con tal de que os toméis la molestia de escucharme.

—No soy tan injusta como para no daros la libertad de decir todo lo que os plazca –contestó Angélique.

Una vez que Anselme contó con su permiso para hablar del asunto que se había presentado, empezó su intervención de esta suerte:

—Creo que sabéis de sobra que esta Clarice es una perdida, que se entrega a quien más le da. Hace seis meses que, habiéndome visto en algún lugar, decidió tomarme como su servidor. No digo esto por vanidad ni por vanagloriarme de las cualidades que tenga de mente o de cuerpo, pues no ignoro que no conoce más mérito que las riquezas. Hacía todo lo que podía para hallarse en las iglesias a las que iba yo, con el fin de que me entrasen ganas de amarla, pero pensaba en ella lo mismo que si no hubiera existido, así que se propuso atraparme con alguna invención. Cuando paseaba solo un atardecer por la avenida del Arsenal, se me acercó un soldado y me dijo estas palabras: «Señor, he sabido que sois un hombre que se interesa por las cosas raras, por eso me atrevo a abordaros para deciros que tengo un amigo que posee los mejores secretos del mundo». La curiosidad hizo que prestase ingenuamente oídos a estas palabras y, a aun sabiendo que hay muchos impostores en París, quise comprobar si este era uno de ellos. Le pregunté al soldado de qué se ocupaba principalmente el hombre del que me hablaba; me respondió que me enseñaría a ciencia cierta con quién me tenía que casar y luego me habló de muchas otras cosas tan atinadamente que lo tomé por una persona honrada y le permití que me acompañara hasta mi casa. Antes de partir, le dije que deseaba mucho ver a su amigo y que viniera a buscarme a la mañana siguiente para llevarme con él. No faltó a la cita, de manera que fui con él hasta una casita en las huertas del Temple y, una vez dentro, me dijo que su amigo no estaba y había que esperarlo en la habitación de los huéspedes.

»La habitación estaba a la altura del patio y me pareció tan sucia que habría preferido quedarme en la calle. Había espadas y alabardas encima de la chimenea en la misma percha que los espetones. Dos o tres cacharros estaban atados a la jamba: uno que servía de salero, el otro para meter el hollín, las cerillas y las especias. Debajo había cajones vueltos para que sirvieran de taburetes y no veía más asientos en toda la habitación. Al fondo había un compartimento pequeño hecho de estera que servía de guardarropa y de despensa a la vez, y de allí fue de donde me sacaron un mísero escabel cojo en una de cuyas patas hubo que meter un trozo de palo para que fuera igual que las otras. Me senté en él como un regente en su sillón y, mientras tanto, el soldado se entretenía en repetir los cinco pasos que había aprendido hacía poco. «El que esperamos vendrá muy pronto –me decía de tanto en tanto–, me prometió estar aquí a las once. Le habría hecho ir a vuestra casa y no haceros venir hasta aquí, pero la mayoría de los útiles de que se sirve para sus operaciones no son portátiles». Le respondí que habría que tener paciencia, ya que iba a tardar poco en venir, y no quería haberme molestado en vano. Después de que pasara una hora con buenas palabras, el soldado me dijo finalmente que pensaba ir a buscar a su amigo y, dicho esto, me dejó. Me venía a veces a la mente que este era un maleante que había ido a buscar a sus camaradas para robarme y, sin embargo, no quise irme todavía porque estaba muy decidido, a pesar de no haber llevado lacayos conmigo para que nadie supiese dónde iba. Nada me molestaba tanto como el hambre que empezaba a ganarme por no haber comido nada en todo el día; sin esto, habría estado dispuesto a esperar hasta el atardecer, de las ganas que tenía de ver a un mago.

p. 325»Pregunté entonces al dueño de la casa si había comido y, como me respondiera que había almorzado tan bien que no comería hasta la noche, le dije con toda franqueza que no me ocurría lo mismo. No tenía otra moneda más que un luis y se lo di para que fuera a por provisiones, pero tardó tanto que pensé que se había fugado con mi dinero, dejándome como dueño de sus muebles, pues todo lo que había en su casa no valía mi luis. Por fin, volvió solo con un pan y se marchó luego a buscar algo más. Como no podía comer tanto pan sin beber, le di bastante a un perro que me ladraba como si fuera un ladrón. Después de que se calmara, ocurrió que un mendigo me importunó pidiendo limosna a la puerta, hasta tal punto que le di toda mi provisión para que se callara. Creo que al perro le dio envidia y quiso seguir buscando pelea conmigo. Viendo que su amo no venía, me habría asomado a la puerta para ver si lo divisaba al final de la calle, pero temía que pasase algún conocido y se extrañase al verme en ese lugar. El hombre regresó una media hora después de su partida con una botella de vino y un solomillo a medio hacer. Después de que me reintegrara las vueltas, le di para comprar otro pan y me contenté con comer y beber un poco. Me dijo que no sabía en qué había estado pensando hasta entonces, dejándome en la habitación de abajo, que estaba muy mal acondicionada, cuando tenía la llave de la habitación de arriba, que estaba mejor y en la que dormía la persona que buscaba. Al momento, me hizo subir hasta la habitación, en la que había un tapiz de Bérgamo y una cama pequeña bien dispuesta; pero lo que más me extrañaba era no ver allí ni libros, ni instrumentos de matemáticas, ni nada de lo que necesita un sabio.

»Me perdonaréis, bella Angélique, si os doy tantos detalles. No debéis asombraros si os cuento cosas divertidas, aunque tenga tantos motivos para estar triste: es que fuerzo mi humor para hacerlo, sabedor de que eso os agrada. Sabréis pues que, después de que me dejara mi anfitrión, una joven damisela subió poco tiempo después y me preguntó qué hacía allí y si quería hablar con ella. Me quedé muy asombrado al verla en lugar del mago que esperaba y dije para mis adentros: «¿Ese con quien deseo hablar conoce ya mi propósito? ¿Habrá sabido que iba a preguntarle qué mujer iba a tener y, para darme satisfacción sin verme, me envía a esta, una de sus amigas seguramente, con el fin de hacerme creer que es de quien debo enamorarme?». A pesar de que tuviera tal pensamiento, no dejé de responder a la joven que me habían llevado a ese lugar para tratar de un asunto con un hombre, pero que me habían engañado. Me contestó que estaba muy agradecida a un engaño que le daba la ocasión de conocerme y, tras esto, se permitió algunas palabras un tanto atrevidas, a las que respondí con la cortesía que deben guardar los hombres. Finalmente, cansado de la conversación y viendo que el soldado no venía, me despedí de ella. Al acompañarme, me dijo que siempre que quisiera venir a descansar a su habitación le haría un gran favor. Sin estas palabras, probablemente no habría sospechado nada malo, porque encontraba en ella cierta seriedad que no es común a las mujeres descarriadas; por otra parte, el lugar en el que residía, su sirvienta y su lacayo de bastante mala pinta me hacían sospechar.

p. 326»Regresé a mi casa dándole vueltas a mi aventura y ocurrió que, dos días después, encontré a Alican en una casa de juego. Congeniamos y le hablé de la damisela que había visto; como conocía a mucha gente, me dijo enseguida que era Clarice y que era de buena familia, pero los procesos la habían empobrecido de tal manera que no había nadie que no supusiera que, para guardar las apariencias, vendía sus favores a unos y otros; que, a pesar de ello, no lo creía por cuanto no había podido obtener aún nada de ella. No podía dejar de dar esa muestra de vanidad. Lo invité a subir a mi carruaje y, muy a mi pesar, me llevó a casa de la tal Clarice, diciéndome que manejaba bien su humor y que la llevaría a conversaciones que me serían placenteras. No os niego que, al encontrarla, me alegraron más sus palabras que las de Alican, pues es, con mucho, el hombre más impertinente que se pueda hallar. Él mismo le pidió que viniera al Paseo de la Reina con nosotros y me ví así comprometido a llevarla. Eso es lo que ha podido deciros. No he vuelto luego a frecuentar más a Clarice. Os ha hecho creer que yo la amaba para que me odiáseis y no hubiera nada que os impidiese darle vuestro cariño, pues no me cabe duda de que ese es su principal propósito. Si no tuviera más vicios que la traición y la infidelidad, todavía pensaría que habría alguna manera de sacar algo bueno de él, pero se encuentran tantas malas cualidades en su persona que no me atrevería a hablar de ellas, por miedo a que creáis que quiero alabarme criticándolo. Ahí está Montenor, que os dirá mejor que yo una parte de las acciones de ese hombre ilustre de estos tiempos.

A Angélique, en efecto, le había hablado de amor Alican, sin que fuera de su agrado, por lo que tenía mucho interés en conocer su vida, así que llamó a Montenor, que acababa de dejar el juego.

—Os ruego –le dijo– que nos contéis un poco qué hombre es ese Alican, tenemos muchas ganas de saberlo.

—Ese de quien me habláis –esto dijo Montenor– es hijo de un gentilhombre muy rico pero el más avaro que existiera jamás. Durante su última enfermedad le aconsejaron cambiar de aires; respondió que le parecía bien ir a su casa de campo, pero que tenían que ir con él sus dos buenos amigos. «No tardaremos en dar con ellos», le dijeron; creían que, al estar a punto de morir, los dos buenos amigos en los que pensaba no podían ser más que su médico y su confesor, que eran las personas que más necesitaba; pero, cuando iban a partir, hizo saber que por sus dos buenos amigos entendía los dos cofres en los que guardaba bajo llave todo su dinero. Como le dijeran que se equivocaba al pensar en eso con tanto cariño, respondió que eran verdaderamente sus mejores amigos, ya que le asistían en todo momento, permitiéndole conseguir la mayor parte de lo que deseaba y que había, por otra parte, muy pocos hombres en el mundo que lo quisieran si no fuera gracias a ellos. Dado que ninguno de sus parientes estaba de acuerdo en que se transportara tanto dinero a su casa, por los malos encuentros que podían producirse, el enfermo se quedó en la ciudad.

»Y hay que destacar algo admirable de él: aunque estuviese en las últimas, quería seguir haciendo todos los pagos por miedo a que su hijo y los criados lo engañaran, de suerte que tenía en el lecho un buen saco lleno de cuartos de escudo, en el que apoyaba siempre un brazo como si fuera una almohada y, cuando faltaba algo para el menaje, era él quien daba con qué comprarlo. Un día le dio por ir a su estudio para ver si los dos cofres estaban como solían y, a pesar de que estuviera muy enfermo entonces, hubo que llevarlo al lugar que deseaba. No había hecho más que abrir uno de sus cofres y ponerse de rodillas sobre una almohada para contemplar el tesoro a su antojo, cuando se murió de repente. No hay que juzgar a los muertos, pero no querría dejar de decir que falleció en una postura muy abominable, pues se encontraba en la misma postura que si hubiera querido adorar a su dinero. Dios permitió ese fin desdichado para dar ejemplo a los demás y creo firmemente que no hay pecado en dar cuenta de los vicios de esa gente para exhortar a todo el mundo a vivir mejor.

p. 327»Alican resultó ser heredero único y mostró claramente que la justicia divina no quiere que tantas riquezas se queden en la misma familia, pues es tan pródigo como avaro era su padre y su mejor amigo es aquel que le enseñe más invenciones para gastar. A pesar de ello, habiéndome prestado una vez un luis en una iglesia para dárselo a una limosnera a la que no quería negárselo, no hay vez que me vea que no me lo pida por capricho, diciéndome que no comprende que haga limosnas a sus expensas. Le respondo casi siempre que espero a pagarle cuando lo haya dilapidado todo y ya no tenga nada, porque entonces un luis le valdrá más que mil y me agradecerá habérselo guardado tanto. Se toma todo esto a risa, pero se lo digo en serio, pues creo que sus recursos se acabarán muy pronto si sigue con la vida que lleva. Si ha perdido dinero en el juego, arroja el resto por la ventana y los únicos en alabarle son los lacayos que están abajo. Jamás regatea lo que compra, pues se valora tanto que creería rebajarse si entrara en una disputa larga con gente del populacho.

»Por lo demás, hace tonterías sin igual, las cuales son tan visibles que todos los que se lo cruzan juzgan sin conocerlo que tiene una mente extravagante. Sus trajes presentan siempre algo extraordinario, ya sea por la forma o por los colores y tiene, además, infinidad de adornos rebuscados. Hace creer a menudo que le han hecho una sangría o que ha recibido algún espadazo en un duelo para tener la oportunidad de mostrar un bonito pañuelo que ha ganado en la feria. Lleva pendientes de toda clase en las orejas; ata crucecitas de oro u otros abalorios al extremo de los cordones de su mostacho. Trata siempre de exhibir algún brazalete y algún lazo en su sombrero para dar a entender que ha recibido los favores de una dama. También lleva habitualmente lacitos en las costuras de los zapatos cuando viste medias de seda. En fin, si le observamos de arriba abajo, encontraremos que no hay una parte en él donde no haya algo fuera de lo común.

»Con todo esto, si una mañana sucede que su amada no le ha puesto buena cara, le echa la culpa al traje, como si tuviera algo que le impidiera atraerla, y no deja de ponerse otro por la tarde para gustarle más. Eso le vuelve tan mirado con su vestimenta que algunas veces, cuando la quiere renovar, manda venir a cuatro sastres a consulta, como se reuniría a cuatro famosos abogados para que aconsejaran sobre un asunto, y les da dinero para que le asesoren juntos de qué manera ha de vestirse en invierno y en verano, y cuáles son las modas más suntuosas. Los lacayos acaban resintiéndose de la extravagancia de aquel al que sirven y uno se da cuenta nada más verlos de que Alican no es nada sensato. A veces llevan faldones de punta y otras en forma de escama. Si han llevado un año abrigos con manga, tendrán después capas a la española. Sus trajes son a menudo de retales como los de los arlequines, o bien van engalanados con iniciales y cordoncillos entrelazados con letras, de suerte que se dice por todas partes que llevan más bien la librea de la locura que la de la amada de su señor.

»No critico esto para mostrarme enemigo de la finura y gentileza de los cortesanos: me encanta ver a gentilhombres bien vestidos y también a su séquito, con tal de que sea conforme al uso ordinario; en cambio, Alican no se contenta, como os he dicho, con vestir a sus criados de manera fantasiosa como hacen otros, pretende hacerlo por igual de modo que todo vaya a juego. Además, comete impertinencias muy grandes. Quiso un día llevar un espejo en el ala del sobrero para ver continuamente si tenía buen aspecto cuando hablaba con las damas. Difícilmente se puede creer la brega que le da al gabán y al sombrero remangándolos tan a menudo como hace: imagino que es para enseñar que lo que lleva ahora es todo nuevo, mientras que en vida del padre no tenía nada que no viniera de la ropavejería, de suerte que estaba todo tan pasado que no se atrevía a tocarlo.

p. 328»Incluso un día que estaba a la puerta de una iglesia, quiso saludar a una damisela que entraba, a pesar de no conocerla, pues su galantería era ya muy grande y, al ponerse el sombrero, encolerizado porque no le había devuelto el saludo, tiró sin pensar tan fuerte del ala que acabó rompiéndola y se quedó por debajo de la nariz, como si fuera la visera de un casco. Esto ocurrió delante de mucha gente, para su infamia, y su salida fue jurar que mataría al sombrerero que le había vendido un chapeo tan malo. Compensa ahora así el tiempo que pasó con tan mala indumentaria y pienso que hace tiempo que deseaba verse en el estado actual y que no querría tener que redimirse de la vida de su padre. Su principal entretenimiento es ir a las iglesias y de paseo para que lo vean.

»En ocasiones, disfruta mucho yendo en carruaje por París y cree con eso haber hecho una buena treta, cuando esa ostentación está ya anticuada. Y, si se queda en casa, es tan holgazán que no sabe lo que es la lectura ni cosa semejante y no tiene otra ocupación que la de salir a la ventana para lanzar guisantes a los transeúntes con una cerbatana o divertirse con otros pasatiempos que les debe a sus lacayos, que son los que se los han enseñado. Aún así, podría perdonarle si combinara bien todas sus bellaquerías pero, tras haber atacado a unos hombres de la ciudad que le daban respuestas mordaces, no se le ocurrió otra palabra mejor que llamarlos burgueses. En cuanto a su conversación habitual, es tan sosa como pensarse pueda: no os hablará nunca sino de los luises que ha ganado o perdido, y de los bonitos diseños de trajes que tiene y que os mostrará trazados en papel como algunos diseños de arquitectura. Creo haberos dicho bastante para que lo conozcáis y podéis deducir fácilmente a estas alturas que en todas las acciones de un hombre así hay estupidez de por medio. Estoy cansado ya de haberos hablado tanto tiempo de un sujeto tan despreciable.

Angélique se quedó muy pensativa tras escuchar las explicaciones de Montenor; cavilaba que le habría venido muy bien que su madre las hubiera oído también, con el fin de que supiese qué hombre era Alican, pues suponía que Leonor era indulgente con él y que le habría gustado tenerlo por yerno. Anselme, al ver que no decía ni palabra, quiso incitarla a hablar con esta pregunta:

—¿Y bien, qué decís ahora de ese cortesano ilustre? ¿Vais a creer en adelante a un hombre que se disfraza cada día tanto con las palabras como con los trajes?

—Ciertamente –respondió Angélique–, no puedo decir otra cosa sino que Clarice le iría como anillo al dedo y que debería casarse con ella.

—Soy de vuestra opinión –replicó Anselme– y creedme que, en lo que a mí hace, no habrá celos por ese lado.

Tras esa intervención, Montenor se retiró para volver a las cartas y Anselme apremió tanto a Angélique que esta le confesó abiertamente que ya no creía que tuviera el alma tan ruin como para haber querido nunca a Clarice, quien, a pesar de ser extremadamente hermosa, tenía la reputación de no ser nada honrada y, en cuanto a Alican, mostró bastante la poca estima en que lo tenía. Fue entonces cuando Anselme empezó a albergar muchas esperanzas y Angélique, que lo amaba de verdad, no pudo seguir empleando sus disimulos habituales. Le fue tan favorable que, cuando le pidió verla en privado para conversar sobre su cariño, le dijo que la podría ver al día siguiente por la tarde, pero que no le podía asegurar todavía el lugar. Esta promesa le alegró sobremanera; le dio las gracias lo mejor que pudo con pocas palabras, por cuanto le parecía que los espiaba todo el mundo y que siempre se les acercaba alguien para saber lo que decían. Tenía él la precaución de hablar entonces muy alto, profiriendo unas palabras sin importancia, para que creyeran que el resto de la conversación era igual.

p. 329Cuando los jugadores decidieron dejarlo, se volvió con Montenor, a pesar de que Oronte les pidiera a ambos que se quedaran a dormir en su casa. Hircan, Lysis y los de su grupo habían regresado también a su morada. Lysis se quedó muy extrañado al no encontrar allí a Carmelin y, lo que era peor, que nadie le diese noticias suyas. Lo había visto salir del castillo, pero pensaban que se habría ido a pasear por las alamedas y, sin embargo, no había vuelto para cenar a la mesa con los criados de Hircan. Lysis se quedó sumamente afiligido por esta pérdida. No sabía qué hacer para encontrar al fiel compañero de fatigas. Ir a los jardines no venía a cuento: no tenía pinta de que estuviese allí; o bien, ir por los campos, pero ¿qué se habría ganado en la oscuridad? Recurrió, pues, a los lamentos que hizo más o menos así:

—¡Ay de mí! Mi fiel Carmelin, ¿no podría saber por qué motivo me has dejado? No te he amenazado con pegarte, no te he tratado con rudeza o, si lo he hecho, ha sido en broma. Cuando quisiste participar en la gloria de mis proezas, te lo concedí y soporté que te coronaran de laurel igual que a mí. ¿En qué te he ofendido, a ti, que eras la segunda persona en mi estima después de mi amada? Si te hubieses quedado conmigo, te habría hecho muy pronto pastor ilustre, en vez del rabadán que eras, pues no es decente que a un guerrero que ha logrado una victoria se lo coloque entre los rústicos.

Después de estos lamentos, Lysis se vio obligado a acostarse, al igual que el resto, y mientras duerme os contaré, si queréis, lo que le había pasado a Carmelin. Visto que su amo se había ido de caza con la compañía habitual, le dio por pensar en Lissette, a la que no podía olvidar, aunque su amo le ordenase que quisiera solo a Partenice. Tras preguntar a un criado dónde estaba, le respondió sin más que se había ido con su ama, que era esa hermosa dama que habría visto en el castillo hacía un tiempo. Dedujo que le hablaban de la pastora Amarilis y, como creía contar con su favor, decidió ir a visitarla para encontrar la manera de velar por sus amores. El mismo criado le señaló que residía a una legua y media del castillo en el que se hallaban y le dio bastantes buenas indicaciones para hallar la casa. Carmelin los dejó muy gozoso y, después de salir de casa de Hircan disimuladamente, se alejó poco a poco, luego echó a correr tan rápido como si lo persiguiera su amo, hasta que estuvo fuera de la vista de su alojamiento habitual. Encontró a hombres del campo que le dieron tan buenas señas que llegó a casa de Amarilis cuando estaba en su salón con cinco o seis damiselas de su pueblo.

—¿Qué dicha os trae aquí, gentil Carmelin? –le dijo–. No pensaba ser hoy tan feliz al veros, ¿qué buena oración he hecho esta mañana para conseguir este bien? Si la recordara, la repetiría todos los días para que mi felicidad no cambiase nunca. Contadme un poco cómo se porta el príncipe de los pastores franceses. ¿Qué ha hecho desde que estoy lejos de él? ¿Venís aquí expresamente de su parte para darme noticias suyas?

—No vengo de más parte que de la mía –respondió Carmelin–, lo que debe complaceros bastante más. En cuanto al pastor Lysis, lo he dejado en perfectas condiciones y os aseguro que hemos hecho tantas buenas cosas desde vuestra partida que apenas podría contároslas por entero.

—Es preciso que nos hagáis un amplio relato de todo –replicó Amarilis–, aunque solo sea por mis buenas vecinas, que estarán encantadas con vuestra conversación.

p. 330Ya les había contado una parte de las aventuras de Lysis a las damiselas que allí estaban, de suerte que, al reconocerlo de inmediato como el criado de ese pastor, se pusieron todas a su alrededor para suplicarle que les dijera lo que pudiera, con el fin de que supieran todo le que le había sucedido a su amo, al que tenían en tan alta estima. Carmelin, que no era de de piedra, al verse solicitado por tan bellas damas, pensó que no podía por menos de complacerlas, así que, cogiendo un asiento por orden de Amarilis, empezó a hablar de esta suerte:

—Damas, damiselas, ninfas, hamadríadas, náyades o hermosas pastoras (no sé cómo he de decirlo: el amo que tengo ahora ha confundido mi ciencia primera, por querer darme una nueva). Como quiera que deseáis conocer algunas aventuras sin igual del pastor Lysis; no empleo esta forma de hablar sin motivo, pues me han dicho que un autor célebre empezaba así todos sus capítulos. Como quiera, pues, que deseáis conocer esas hermosas y agradables aventuras, os hablaré primero de Meliante, un pastor que dice ser de un país bastante próximo, según creo, de ese en el que los hombres llevan una gran bola de tela envuelta en la cabeza. Es Persia, ciertamente, ya caí. Para recordarlo, he tenido que pensar en un almud de vino que hicieron abrir* justo delante de mí, pues tengo la memoria artificial. Ahora bien, por mucho que ese Meliante diga ser de ese país, habla francés tan bien como vos y como yo, tiene la nariz y los ojos hechos igual y es del mismo color que nosotros. Decía, pues, que su amada, de cuyo nombre no puedo acordarme si no me lo dicen, había sido raptada por dos gigantes y encerrada en un castillo, del que tenía que ir a sacarla mi amo.

»En cuanto a mí, Hircan me hizo de la partida y dado que, sin jactarnos, ni mi amo ni yo éramos grandes soldados y que en la guerra habríamos reculado más que avanzado, nos prometió ponernos el cuerpo tan duro que las espadas no nos podrían herir. El tal Hircan dice ser mago y creo que puede serlo, pues, a fe mía, es un caballero; así, no tiene más que decir en su casa: «Lacayo, que pongan la mesa» y, acto seguido, veis la mesa llena. Bien nos podía pues hacer tan fuertes como decía. Mi amo vistió después un traje que llama de héroe y a mí me armaron de arriba abajo: me encontré tan impedido que, si hubiera tenido velas*, habría tenido que pedirle a mi amo que me sonara. Tras muchas ceremonias, nos metieron en un carruaje que iba por el suelo y luego iba por el aire, por lo que decía Lysis, que yo no me di cuenta de nada. Me dormí en mi sitio y mi amo hizo lo mismo y soñó que un mago nos sacaba del carruaje, que nos hacía comer en una mesa de mármol, pensad que era para enfriar la sopa; que nos llevaba a ver pájaros jardineros, hombres transparentes como el cristal y un horno en el que nos quemamos; y luego, tras crear una sala en el desierto, hacía salir a los criados del tapiz para que nos trajeran la colación, y que bebí y comí tanto como seis. Le aseguré que no había nada de todo eso y que mis tripas clamaban venganza contra ese sueño. Se enfadó un poco por eso, pero lo calmaron.

p. 331»Volviendo a nuestra aventura, es cierto que un anciano sabio me despertó y me hizo salir del carruaje con Lysis, y que por caminos oscuros llegamos hasta una gran bodega en la que nos batimos con monstruos. Deciros cuántos golpes dimos y cuántos recibimos es algo que no puedo hacer: no me entretenía en contarlos de lo espantado que estaba. Es verdad que no lo estaba tanto como si hubiera visto salir la sangre de mi cuerpo, pues si eso me hubiera ocurrido creo que no estaría ya en el mundo y me habría muerto de miedo, aun cuando mis heridas no fueran más peligrosas que unos rasguños. Habría ocurrido lo mismo si nuestros enemigos hubieran tenido armas de fuego, mosquetes o cañones cuyo ruido me habría aturdido la mente; pero tuvimos la fortuna de vencer a nuestros adversarios y matamos incluso a un dragón. Os confesaré que no era nada terrorífico, ya que no se movía del sitio y no le salía fuego por la cabeza; a pesar de ello, mi amo tuvo miedo y se sintió muy ufano por haberlo abatido. Después de esta victoria, sacamos a la amada de Meliante de su prisión y volvimos con ella al carruaje. Lysis se lo ha contado todo esta mañana a Hircan en su castillo y ha sido entonces cuando ha discutido conmigo a causa de sus ensoñaciones; pero, a fe mía, después de tantas fatigas, cuando esperaba que nos hicieran ricos, solo nos han dado una corona de laurel a cada uno: aquí está la mía, que llevo a guisa de cordón. Querían incluso que me costase el sombrero y no me devolvían el mío: las alabanzas que me daban me habrían salido bien caras. Me quedé, en fin, tal y como me veis; y, tal como soy, me informé de la dirección de Amarilis y me vine mientras mi amo se fue de caza con todos los demás de su compañía.

Una vez que Carmelin hubo terminado su relato, con el que disfrutaron mucho todas las damiselas, Amarilis le dijo que, ciertamente, si había venido solo para verla le estaba muy reconocida, pero que suponía que había sido más bien para ver a la ninfa Lisette, que había tomado por sirvienta. Él no respondió a esto sino con una sonrisa y de bastante mala gana. Amarilis siguió hablando y le preguntó si de veras creía que Lisette había sido hamadríada antaño.

—Tengo que creerlo, visto que lo dice todo el mundo –respondió–, intentan convencerme de que no tengo tanto juicio como los otros y que no veo las cosas como son, de modo que, aunque mi razón me persuade de todo lo que puede comprender, no se me permite darle crédito. He visto claramente un espantajo de leña, pero no sé lo que es todo eso si no leo antes los libros de mi amo. Sus imaginaciones son bastante molestas, para no mentir y, si no fuera porque es de natural amable, ya lo habría dejado. Es cierto que hay cosas agradables en su compañía, pues, aunque estuve comiendo mal durante algún tiempo, ahora que está en casa de Hircan vivo como un principito. ¡Qué maravilla de festín nos ofreció el otro día Oronte! Cumplí como el que más y, recordando haber leído en un libro que el rojo es el color de la virtud, bebí todo el vino que pude para pintarme la nariz y las mejillas.

—Bien veo –dijo Amarilis– que de todos los dioses de los que os ha hablado vuestro amo a ninguno queréis tanto como a Baco. Si lo deseáis, a pesar de que apenas bebemos vino, celebraréis su fiesta con nosotros. Mañana hago vendimiar una viña pequeña que tengo en mi finca.

p. 332Carmelin puso entonces objeciones diciendo que, si no regresaba, le causaría un gran pesar a su amo; pero Amarilis le prometió que lo disculparía, de suerte que aceptó quedarse de inmediato. Solo se quedaron a comer dos de las damiselas, las demás se volvieron a su casa, pero volvieron por la tarde para pasar el tiempo con su vecina. Bailaron cantando y Carmelin participó con su Lisette. Llegada la noche, le dieron una cama donde acostarse y todos los demás se retiraron. Al día siguiente por la mañana, mandó Amarilis trabajar a sus vendimiadoras y disfrutó diciéndoles cosas graciosas en compañía del gentil Carmelin, que tomó ante ella una actuitud muy heroica. Entretanto Lysis, que va siendo hora de volver a él, se levantó con muchas preocupaciones, imaginando que no debía quitarse todavía el traje de héroe, aunque hubiera dicho la víspera que no lo llevaría más que ese día. Pensaba que Caritea no lo había visto en tal estado porque no había aparecido por casa de Oronte. Se prometió, pues, no dejar su casaca guerrera hasta no ver a su bella amada. Se lo dijo a todos los que encontró para que no les extrañara verlo sin el traje de pastor. Todos aprobaron su decisión y almorzó bastante tranquilo, a pesar de que tuviera siempre algo que decir, bien de la extraña actitud de Caritea, que se escondía en cuanto lo veía, bien de la pérdida de Carmelin. En cuanto a su amada, le prometían que la vería muy pronto y, respecto a Carmelin, le aseguraban que irían a buscarlo.

Dos o tres horas después del almuerzo, toda vez que Hircan había salido del castillo con su séquito para ir de caza, Lysis divisó mucho polvo en un camino y, mirando un buen tiempo hacia ese lado, creyó ver toda una parafernalia de caballos y carros.

—¿No serán los pastores parisinos que llegan? –exclamó–. ¡Ya llega aquí el bagaje!

Todos volvieron los ojos hacia ese lugar y vieron un carro y un carruaje detrás con mucha gente de pie. Como la comitiva se acercaba poco a poco, vieron que en el carro iba un hombre sentado a horcajadas en un barril, que reconocieron como el bueno de Carmelin. Llevaba calzón y camisa blancos, una banda de hojas de parra, una corona de hiedra y una taza en la mano, de modo que era fácil ver que representaba al compadre Dionisos. Había bastante ramaje alrededor del carro y dos gruesos campesinos que lo conducían estaban también coronados de pámpanos. Iban delante ocho vendimiadoras con el cesto y la hoz, y las seguían los dos esportilleros. Un anciano, de semblante achispado todavía, iba detrás montado en un burro para representar a Sileno220. Carmelin entonaba una canción de taberna a la que respondía toda la cuadrilla. Al llegar ante el grupo de los pastores, hizo detener el carro para comenzar otra de las mejores que hubiera aprendido nunca y bebió después del vino que le vertieron. Al mismo tiempo, Amarilis y sus vecinas salieron del carruaje, llevando cada una una cesta de fino mimbre bajo el brazo y una pequeña hoz dorada en la mano, y luego Amarilis, la primera, se acercó hasta Hircan y le hizo una profunda reverencia diciéndole:

—Sabio mago, vengo aquí de parte de Baco para haceros este modesto presente, que habrá de complaceros si consideráis que viene de ese dios que es más poderoso que los demás. Él es quien hace nacer y quien conserva nuestra alegría, él es quien hace que los servidores hablen atrevidamente a sus amadas, él es, en fin, quien vuelve a los soldados valientes cuando serían temerosos por naturaleza. Si lo adoráis con un corazón firme, protegerá siempre vuestras viñas de las heladas y os hará recoger tanto vino en esta tierra que será tan barato como el agua de Morin.

Una vez que Amarilis dijo estas palabras, Hircan cogió de sus manos la cesta llena de uva moscatel que le presentaba y le respondió así:

p. 333—Hermosa ninfa –le dijo–, recibo de buena gana este presente, tanto por el dios Baco como por la que me lo trae de su parte. Y si me aseguráis que ese al que adoráis es tan poderoso que hace hablar a los enamorados sin temor, os juro que tengo una necesidad imperiosa de ser de su banda y poder decir a mi amada tranquilamente las penas que sufro por ella.

Amarilis entendió bien a dónde quería ir a parar, pero no le replicó porque había que dejar hablar a otra ninfa que se dirigió a Lysis con estas palabras:

—Pastor incomparable, gloria y adorno de Francia, Baco, habiendo oído hablar de tu mérito, no ha querido ser de los últimos en visitarte. Sabe que los dioses acuáticos, las hamadríadas y las náyades se han comunicado contigo; por eso se habría considerado miserable si no hubiera tenido la ocasión de verte. Como prueba del honor que desea hacerte, te envía a través de mí esta cesta de uvas con la promesa de enviarte su vino nuevo cuando haya fermentado: recibe este presente mientras tanto. Has de saber que me he peleado con mis hermanas por la embajada que te traigo, pues, habiendo dejado toda nuestra tierra para venir a verte, se trataba de saber quién sería la primera en hablar contigo.

—Hermosa ninfa –replicó Lysis–, no sé con qué palabras agradecer a vuestro Baco tanta cortesía como me demuestra. ¿Cómo podría satisfacer a un dios, visto que no me veo capaz de recompensaros a vosotras, que no sois sino sus damas de compañía o sus sacerdotisas? Recibid de todos modos mi buena voluntad como hecho verdadero.

Al cesar esta intervención, uno de los campesinos que llevaban el carro se acercó a traer una botella de vino dulce para toda la compañía sin hacer más cumplido que decir:

—Esto es lo que Baco os envía.

Era poco lo que tenía que decir y, pese a ello, lo hizo de tan mala gana que toda la compañía se echó a reír. Esto no impidió que las damiselas regresaran a su carruaje para seguir al carro de Baco, que continuaba tranquilamente su camino con toda la brigada. A Lysis le gustó sobremanera ver todo esto y, si no hubiera oído decir a todo el mundo que era Carmelin el que iba en el carro, habría creído que era en verdad Baco, con el fin de seguir esa primera fantasía que le venía siempre a la mente de tomar las cosas fingidas por verdaderas. Carmelin estaba ciertamente muy bien hecho para un Baco, salvo por tener demasiada barba, pues la nariz estaba bermeja como una rosa y las mejillas no lo estaban menos. Así pues, su amo lo encontró muy bien ataviado y dijo:

—Verdaderamente, es esta una preciosa cortesía. Ved de lo que es capaz Carmelin, tengo miedo de que me sobrepase. Observad que es entendido en cuestiones de metamorfosis y de divinidades. Estoy por creer que se haya cambiado realmente en ese dios que hace florecer las viñas. Si es por tan buen motivo por el que ha estado ausente esta noche de nosotros, reconozco que tuvo razón.

p. 334Mientras Lysis decía esto todo, el séquito de Baco llegó a casa de Oronte e hicieron abrir el portón para que pudiese entrar el carro. El jaleo que armaban las vendimiadoras con su canto llevó a Angélique a sacar la cabeza por la ventana. Tan pronto como descubrió tan pomposa ceremonia, fue a avisar a su madre y a su tía, que bajaron con Oronte y, entonces, Amarilis y sus compañeras se acercaron a ofrecerles racimos de parte del dios. Tuvieron también vino dulce, así que les dieron mil gracias y dijeron infinidad de cosas en alabanza de Amarilis, que había inventado tal cortesía. Esta, al ver que Leonor y Angélique estaban de excelente humor, no se escondía ya ante ellas y respondía como el resto de vendimiadoras a las buenas canciones de Carmelin. Poco después de su llegada, cuatro gentilhombres, que eran los maridos o los padres de las damas y damiselas de la compañía de Amarilis y habían venido a caballo por otro camino, se presentaron también para tomar parte en el frenesí de la vendimia. Al mismo tiempo, Hircan, Lysis y los demás que habían venido despacio entraron igualmente, de suerte que se reunió una buena asamblea en casa de Oronte.

—¿A que hemos tenido una buena idea? –decía Amarilis–. Esta mañana he hecho la vendimia en mi finca, pues hay pocas viñas, y por la tarde os traigo a mis vendimiadoras en triunfo.

—Demostráis haber leído muy bien las Dionisíacas221 –dijo Oronte–, sois la pastora más docta que hubiera jamás.

—A pesar de ello, echo a faltar algo en este triunfo de Baco –dijo Lysis–, no tenéis faunos ni sátiros y, sin embargo, siempre hay en el séquito de este dios. Todas estas mujeres que traéis son demasiado modestas para ser bacantes: deberían llevar el tirso, el pandero* o los címbalos en la mano y tendrían que bailar con movimientos frenéticos y vivos.

—Contentaos con lo que se ha hecho sin rectificarnos –replicó Amarilis–, todas las personas que he traído son de mi pueblo, donde no se han celebrado nunca las bacanales, la próxima vez lo haremos mejor.

Tras estas palabras, hicieron bajar a Carmelin del carro y toda la compañía entró en el salón de Oronte, donde se sirvió la colación. Llegó entonces Anselme con Montenor y no dejaron de decirles que habían venido demasiado tarde para ver uno de los mayores regocijos del mundo y les contaron cómo había sido la pompa de las bacanales. Montenor se quedó desolado por haber tardado tanto, mientras que Anselme creía haber venido bastante pronto, puesto que veía a Angélique. Al estar un poco alejado de ella, le hablaba con miradas afectuosas y daba así a conocer que es un despropósito que los poetas hagan al Amor sin ojos, pues ¿cómo va a poder enseñarnos un ciego el uso de las miradas? Mientras este enamorado se contentaba así, Hircan, sabedor de que Amarilis había emprendido la cortesía que acababa de hacer solo por él, encontraba en ello una prueba de su cariño que le complacía infinitamente, de manera que se apasionaba por ella cada vez más y le decía las palabras más agradables que le era posible.

Lysis, por su parte, no pensaba tanto en ese momento en sus amores como para no ocuparse también de lo que pasaba y le dijo a Carmelin que ya no se extrañaba de que lo hubiera dejado, y que había caído en la cuenta de que el amor que tenía por Lisette le había llevado a hacer esa escapada.

—Soy hombre de buena fe –contestó Carmelin–, es cierto que quiero a esa muchacha, pero no tenía, a pesar de ello, la intención de quedarme a dormir en casa de Amarilis si no me hubieran retenido.

p. 335—Ya veremos lo que los dioses dictan sobre tu inconstancia –dijo Lysis–, si continuaras queriendo a la roca de Partenice, serías probablemente la causa de que retomara su forma primera y luego, al sentirse agradecida, se entregaría a ti. Pero cambiemos de discurso, este no es nada agradable. Dile a todos los que están aquí que me escuchen.

—Señores gentilhombres y pastores –gritó Carmelin–, y vos, damiselas y pastoras, escuchad a mi amo, os lo ruego.

—Amable concurrencia –dijo entonces Lysis–, el triunfo de Baco me ha hecho recordar que sería muy oportuno mandar que me llevaran también a mí en triunfo. He vencido a gigantes y a monstruos; he culminado una aventura sin par: por esta razón deseo triunfar siendo llevado en un carro de guerra con mi traje de héroe y, en la cabeza, mi corona de laurel que llevo ahora. Ese carro lo llevarán cuatro caballos blancos, habrá soldados que desfilarán delante de mí en perfecto orden, llevando cuadros que representen asuntos varios. En uno figurará la carroza voladora, en otro el castillo encantado, y así todo lo demás que forma parte de la historia; pero, como no puedo presentar ni a los muertos ni a los vivos que vencí, los encarnarán gruesos aldeanos que irán atados con cadenas de hierro detrás de mi carro como si fueran mis esclavos. Se verá al encantador Anaximandre, a sus dos gigantes, a sus soldados jorobados, y luego desfilará la efigie del dragón. ¿Acaso los romanos, que eran grandes capitanes, no se sirvieron nunca de este ardid, y no les dieron dinero a pobres mendigos para que hicieran de esclavos por un día y hacer su triunfo aún más magnífico?

—Que esto se retrase –dijo Philiris– hasta que los pastores parisinos estén aquí.

—Muy bien pensado –respondió Lysis–, pues habrá mas gente para verme y mi gloria será más grande. Tendré toda la paciencia que haga falta.

A los que no habían visto todavía a Lysis y solo habían oído hablar de él les pareció más loco de lo que pensaban y se extrañaron sobre todo de su traje extravagante. Por suerte, él mismo lo estaba contemplando en ese momento, de modo que prosiguió con estas palabras:

—Ahora –dijo– que me veo vestido a la griega, recuerdo todos los pasatiempos de los griegos: ¡qué preciosos eran sus juegos olímpicos! Me encantaría que hubiese en esta región toda clase de juegos. Habría que tener el juego de la carrera, la lucha, el salto y muchos otros; cuando me haya establecido del todo, pensaré en ello. Por lo demás, como quiero gobernar absolutamente a la antigua, será preciso no solo coronar a los vencedores, sino cantar odas en alabanza suya e himnos en honor de los dioses. Ahora bien, para hacerlo se necesitarán excelentes poetas y eso no se puede si no tenemos aquí Musas que los inspiren, pues los poetas dan fe, con las invocaciones que hacen a esas bellas diosas al comienzo de sus obras, de que su ingenio languidece sin su ayuda. Intentaremos tener pues esa novena compañía, que no estará fuera de lugar, visto que los buenos poetas las traen siempre a su tierra. Me parece haber oído decir que Ronsard las fue a buscar al monte Parnaso para que vivieran en la región de Vendôme222, pero que se volvieron a su primera morada en cuanto él murió. ¿Seré capaz de hacerlas volver? Bastaría con Philiris, ayudado únicamente de Carmelin, para que se consolaran durante el viaje. Son muy adecuados para tal designio, pues Philiris escribe ya tanto en verso como en prosa y Carmelin es también hombre de letras: a veces solo habla con sentencias. Tendríais que partir uno de estos días, queridos amigos, la empresa os será honorable. Haréis después maravillas en poesía y en las siete artes liberales, porque las diosas que traeréis os enseñarán todo eso. Y será en Marsella donde embarquéis.

p. 336—No creo que las Musas quieran venir aquí en barco –dijo entonces Philiris–, temerían que naufragara toda su ciencia.

—Hircan os prestará su carruaje y sus caballos voladores –contestó Lysis.

—Estaríamos ahí muy apretados con esas nueve damas –replicó Philiris–, de aquí a poco intentaré encontrar mejor solución.

—Será muy buena cosa ver a las Musas en esta región –dijo Meliante–, pero si quieren sernos de ayuda que hagan por darnos un manantial de hipocrás en lugar de uno de hipocrénides*. Creo que los visitará mucha gente y que irán a beber de su fuente, en lugar de ir a la de Pougues o de Forges223. Como su amo Apolo es dios de la medicina, les permitirá curar los cuerpos enfermos, así como alegrar las mentes melancólicas. Unos irán así para aprender su arte y otros para buscar remedio a sus males, y la mayoría más bien por curiosidad; pero eso me lleva a imaginar que va a costar mucho retenerlas en Francia: ellas quieren estar en una montaña donde tengan una gruta para cada una y estudiar continuamente como los monjes en sus celdas; sin embargo, se verán aquí distraídas por visitas perpetuas y, aun cuando no viniera hasta ellas nadie que no deseara ser poeta, habría suficientes para sacarlas de sus meditaciones. Creo incluso que, si permiten que beban todos de su fuente, la secarán en un día. Habría otro gran inconveniente más para ellas, si no se presta atención: es que Francia está llena de gentes que tratan de sobornar a las jóvenes; es de temer que corrompan a estas y veamos perecer así esa hermosa castidad de la que estaban tan orgullosas; y, como sabéis, en cuanto hay una joven sola en París, pasa a ser poseída sobre todo por los maleantes y otros asiduos de cabarets y de burdeles. Las Musas tendrán así la desgracia de estar bajo el poder de personas así de infames, de suerte que con gran escándalo no ofrecerán su saber a gente honrada que compone versos a la sombra de un laurel en el borde de una fuente, o bien en el silencio del estudio; en su lugar, se verán con chulos tales que compondrán con un vaso en la mano o una pipa de tabaco y harán más eructos que versos. Serán tan feos y tan lascivos como sátiros: por eso harán que lleven ese nombre todas sus obras*.

—No voy a mostrarme desagradecido con todas vuestras observaciones –dijo Lysis–, demostráis el cuidado que tenéis con el honor de las Musas, pero ¿tan poco juicio tenéis como para creer que no tendría el tino para poner remedio a tantos desórdenes? Cuando hayan escogido para su estancia algún monte de esta región, impediré que los degenerados de París vayan a verlas. Sus moradas estarán rodeadas de muros y se pondrán buenos guardias en su puerta.

Cuando Lysis acababa su intervención ocurrió que Caritea tuvo que tratar algo con Angélique, así que entró en el salón para decirle unas palabras, pero salió de inmediato al ver a tanta gente y principalmente a Lysis, pues la avergonzaba mostrarse y temía que le soltaran alguna pulla al pasar. El pastor héroe interrumpió tan bruscamente su discurso en cuanto apareció que se extrañaron de su silencio. «¡Ay, dios! –dijo para sí–. Me ha visto y la he visto, mis deseos se han cumplido: al final se ha mostrado a pesar de su talante solitario». Después de ello, al ver que se iba Caritea, se quedo todo pensativo, así que no siguió conversando con nadie.

Entretanto, Hircan había hablado con Amarilis más claramente que nunca del cariño que le tenía y ella le dijo que se sentiría muy honrada si la quería solo por un buen motivo. En eso, un gentilhombre, ya anciano, pariente de Amarilis, se adelantó a decirles, acercándose a ellos, que la reunión era tan hermosa y tan grande que se imaginaba estar en una petición de mano.

p. 337—Solo dependerá de mí que lo estemos –dijo Hircan–, me gustaría que lo que acabo de decirle a vuestra preciosa sobrina pudiera suceder desde este momento y, si os place, os lo comunicaré.

Entonces le habló de sus intenciones con Amarilis y de las ventajas que tendría si se casaba con él; al anciano le pareció muy conveniente y, al saber que su sobrina, que era la más interesada, era de la misma opinión, se fue a plantear el asunto a Oronte y al resto de gentilhombres. Tanto se apresuraron que enviaron a buscar a un notario para firmar el contrato y a un cura para los esponsales. Decían que esta compañía debía de haberse reunido por decisión divina, dado que, aun cuando se hubieran querido hacer premeditadamente los esponsales, no se habría llamado a otras personas distintas de las que se encontraban allí, porque estaban los principales parientes de Hircan y de Amarilis.

Lysis se quedó estupefacto al ver lo rápido que se había llevado a cabo el asunto y, dado que estaba conforme, no puso ninguna pega a firmar la minuta de contrato como los demás. Anselme tuvo ocasión de hablar con Angélique mientras tanto y su pasión fue tan vehemente que, aun habiéndose declarado todo lo que había en su corazón, decidieron verse también por la noche como habían planeado desde la tarde anterior. Angélique dijo que la cita podría ser sobre las diez bajo una enramada del jardín a la que iría y que lo prepararía de manera que quedase abierto el portillo por el que se salía al campo, con el fin de que Anselme pudiera entrar. Hechas estas cábalas, se separaron para que no sospechara nadie, al tiempo que Lysis, al que le rondaba una muy buena idea en la cabeza, dejó el salón para abordar a Jacqueline, la sirvienta de cocina.

—Amable compañera de mi amada –le dijo–, ¿podría recibir de vos la ayuda que me daríais sin perjudicaros? Decidme una hora en la que pueda conversar tranquilamente con Caritea. Hace tanto que no hablo con ella que muero de pena.

—Venid al anochecer entre las nueve y las diez al jardín –respondió la sirvienta–, ahí la encontraréis. Se tumba habitualmente a esa hora en el tapiz de hierba que hay en una de las alamedas, de tanto que le gusta el frescor: cuando queremos que se meta en la cama siempre hemos de ir a buscarla ahí.

Lysis le agradeció a la sirvienta la recomendación y le prometió que no faltaría a la cita. Como el sol estaba ya muy bajo, Anselme y Montenor se retiraron e hicieron lo mismo los gentilhombres del pueblo de Amarilis. Esta se subió al carruaje con las bellas damiselas vendimiadoras e Hircan, que no quería dejar a su amada, subió también. En cuanto a los lugareños y lugareñas que Baco había traído, se habían despedido ya. Fontenay y el resto de pastores, al ver que su anfitrión los abandonaba, optaron por regresar a su castillo y llevar con ellos a Lysis y a Carmelin.

—Ahora que se ha levantado un viento fresco –decía Philiris al pastor héroe–, ¿no es cierto que os gustaría llevar la cabeza mejor cubierta de lo que la tenéis? Ese sencillo laurel no podría protegeros de las inclemencias del tiempo.

—No supone ninguna molestia, te lo juro –contestó Lysis–, y no querría haber estado sin corona en una asamblea tan memorable como esta de la que venimos; además, hasta Caritea me ha visto en ese estado, lo que me consuela extraordinariamente; por eso, cuando sea la boda de Hircan, quiero ir vestido como lo estoy. Es verdad que por la noche no me vendría mal tener mi sombrero.

Después de discursos similares, la compañía pastoril llegó a su morada habitual y, mientras preparaban la cena, Lysis le habló así a Carmelin:

p. 338—Has vista una buena parte de mis sublimes aventuras, gentil Carmelin, e imagino que no hay una que no admires y que no eleves hasta el cielo, por eso hace bien el elocuente Philiris en prometerme erigir una novela que superará a todas aquellas que se han visto nunca en el mundo. Con todo, no voy a mentirte, todavía no estoy satisfecho conmigo mismo, digan lo que digan. Sueño con cumplir aún muchas cosas para hacer que mi historia sea más admirable. Nunca he hablado a mi amada en lugares recónditos y no he intentado raptarla; sin embargo, se ve en los libros cómo muchos enamorados que no me igualan han hecho todas esas cosas. Es cierto que todo eso no les hace más dignos de mérito que yo, pues solo han tenido esas aventuras, en cambio yo he tenido diez mil, pero no quiero que me quede esta por hacer. Quiero hablarle esta noche a Caritea y poner todas mis fuerzas en sacarla de la casa de Oronte, sobre todo porque allí no está dignamente ni a gusto. Me dijo tiempo atrás que se burlaban de ella y que estaba muy sometida. Si me asistes en esta ocasión, te ayudaré en muchas otras.

—No es que me niegue –dijo Carmelin–, pero, si amara a la roca como deseáis, ¿me ayudaríais a llevarme una pieza tan grande?

—Veremos –replicó Lysis–, el amor nos proveerá de fuerzas y de artificios. Pensemos únicamente en este momento en lo que te propongo: has de saber que tengo la palabra de Jacqueline para entrar dentro de poco al jardín de Oronte y ver a mi preciosa amada.

—Pero contadme –contestó Carmelin–, ¿qué haríamos con ella cuando la tuviéramos?

—La llevaremos a algún país extranjero hasta que nuestros padres estén de acuerdo con nuestro casamiento –respondió Lysis.

—Y entretanto –dijo Carmelin–, ¿no tomaréis nada suyo como adelanto?

—¿Qué propuesta me estás haciendo, Carmelin? –dijo Lysis–. Es lo que Pánfilo no quiso jamás hacerle a Nise, ni Persiles a Segismunda, Lisandre a Caliste, Polexandre a Ériclée y, si seguimos remontándonos en la cronología, lo que Clitofonte no obtuvo de Leucipa, ni Teágenes de Cariclea224. Todos esos enamorados tuvieron un recato que les guardó de pedir a sus amadas más favores que el beso. Vivían juntos como el hermano con la hermana, pero no quiero decir como vivía Júpiter con su hermana Juno. Por lo demás, aprende, Carmelin, que los dos muslos de Caritea son dos columnas de mármol blanco que comparo con las que el gran Alcida levantó al cabo de sus viajes. Allí se hallará escrito que no hay que pasar el plus ultra y es algo prohibido a nuestras manos e incluso a nuestro deseo225. No ha llegado todavía el momento en que la primavera de esta beldad se vea privada de su rosa.

—Sois hombre de bien –dijo Carmelin– y no hace falta que me juréis que deseáis que Caritea permanezca casta, pero lo que me preocupa es saber de qué forma nos transportaremos a esos países lejanos a los que queréis ir. Nos costará mucho llevar nuestro equipaje y no sé si tenéis la bolsa lo bastante llena. ¿No habría que recoger a nuestras ovejas de casa de Bertrand para llevarlas con nosotros?

p. 339—Estos bártulos son demasiado grandes –respondió Lysis–, esta vez has tenido una idea bien rústica. ¿Qué gente huye llevándose un rebaño? Es verdad, no obstante, que te agradezco lo que has dicho, pues me has hecho recordar a nuestras pobres ovejas, en las que no he vuelto a pensar desde que estamos aquí porque nuestras comedias y entreteniminentos diversos me han hecho pasar el tiempo deliciosamente. Reconozco que me he equivocado al no traerlas aquí y enviarlas a pastar con los de Hircan. Y, para responderte a lo demás, has de saber que no hace falta ser rico para emprender el plan que tengo. Nos subiremos con Caritea en el carruaje de Hircan y así nos transportaremos a regiones lejanas. Nada nos faltará en el camino: seguiremos encontrando encantadores que nos recibirán y, con tal de que haya un tapiz en su habitación, no moriremos de hambre.

—Pero si solo encontramos esteras –dijo Carmelin–, ¿comeremos paja como los burros?

—Eres demasiado desconfiado –replicó Lysis–, aprende que, si queremos, bien podemos quedarnos en ventas de los caminos, pues casi al instante estaremos en Italia o en España y ahí será donde tomemos el hábito de peregrino y nos alojemos espléndidamente en el palacio de algún señor noble, que en todas las novelas se ve que los enamorados tienen un no sé qué de arrebatador que les hace ser apreciados y reclamados por todos los que encuentran, de manera que no van a ningún lugar donde no se les agasaje sin que tengan que molestarse en abrir su bolsa.

—Que sea lo que Dios quiera –dijo Carmelin–, veamos en qué para vuestra empresa.

Mientras los pastores mantenían esta conversación, Fontenay, que mandaba en casa de su primo en ausencia de este, hizo traer la cena y todos se pusieron a la mesa. Tras la comida, Lysis se quitó tranquilamente la corona y cogió su sombrero, pensando que era mejor para ir por la noche. Salió con Carmelin sin decir palabra y dejó que se fueran a acostar los demás, convencidos de que él se acostaría también. Después de vagar bastante tiempo por el campo, Carmelin advirtió a su amo de que bien podía ser la hora que le habían dado. Lysis lo creyó también, así que cogió el camino a casa de Oronte con su fiel compañero de armas y de amores, que tanto deseaba ver lo que iba a hacer que la curiosidad, más que la obediencia, lo incitaba a seguirlo. Encontraron la puerta del jardín totalmente abierta porque Angélique había dado orden de que se dejara así para cumplir lo prometido a Anselme, lo que resultó muy favorable para Lysis, que no necesitaba escalar los muros y esperaba que su plan se vería felizmente cumplido. Mientras recorría todo el jardín buscando el camino tapizado en el que Caritea debía estar tumbada, Anselme, que no tenía intención de faltar a la hora convenida, entró por la misma puerta que él y se fue derecho a la enramada en la que debía encontrase Angélique. Esta había llegado ya y lo esperaba con impaciencia. Anselme le hizo todos los cumplidos amorosos que merecía el favor que le hacía y, cuando ella le dijo que le prometía muchos más si perseveraba en amarla fielmente, él le hizo mil declaraciones de una constancia eterna. Ella le pagó con la misma moneda y eso le dio el valor para besar a su amada en la boca, como si quisiera que sus labios, al apretarse uno contra otro, sellasen con lacre amoroso la promesa que acababan de hacerse.

Entretanto Carmelin, que tenía mejor vista que su amo, avisó a Lysis de que había encontrado una alameda en la que había un tapiz de esparceta y que distinguía a alguien tumbado. Lysis miró hacia allí y creyó que era Caritea, pero solo era un tronco tocado con cofia y vestido que Jacqueline había puesto para engañarlo. Se acercó muy lentamente y, cuando creía que sujetaba ya a Caritea por el vestido, el fantasma se alejó un poco.

—¿Qué es esto? –dijo Carmelin–. Vuestra amada se desliza por la hierba como una culebra.

p. 340—Habla todavía más bajo de lo que lo estás haciendo –replicó Lysis– o cállate del todo, no siendo que la espantes.

Tras decir esto, se siguió acercando poco a poco y cogió una manga rellena de trapos que estaba atada al tronco, creyendo tener a su amada.

—¿Qué hacéis ahí tan solitaria, preciosa mía? –dijo entonces–. ¿No teméis el sereno? Si salís así de la casa de Oronte, ¿no será que estáis más a disgusto que nunca? Decídmelo sin disimulo, pues he venido aquí para sacaros de la miseria: de ahora en adelante estaréis con aquel que piensa más en vos que en sí mismo.

Al terminar estas palabras, su preciosa Caritea hizo mucha fuerza para liberarse de sus manos, porque la sirvienta y algunos criados de Oronte que estaban al final de la alameda sujetaban una cuerda atada al tronco, de modo que tiraban de ella firmemente.

—Ven a ayudarme, Carmelin –decía Lysis–, hay algún rival que tira de Caritea hacia sí por el otro brazo. Lo creo seriamente, aunque no lo vea, porque la noche me impide distinguirlo; pero no, no vengas, tiraríamos tan fuerte que este hermoso cuerpo podría hacerse pedazos. Así fue como la hermosa Aristoclea fue desmembrada por sus pretendientes, que la querían cada uno para sí.

Hizo una pequeña pausa y, luego, los criados le dieron un buen tirón y se llevaron entero el tronco envuelto. No le quedó sino un mísero guante lleno de papel que habían cosido a la manga para hacer de mano.

—¡Ay de mí! –dijo el pobre enamorado–. ¿Qué he hecho? ¿No es la mano de Caritea la que tengo aquí? La he dejado manca por querer raptarla con demasiada violencia.

Habló entonces un poco más alto y a los criados se les escapó una carcajada, de manera que Leonor, que no dormía aún, llamó a su hija para saber qué hacían abajo. Vio que no le respondía, a pesar de que fuera siempre de fácil despertar. Eso le hizo pensar que no estaba en su cama, que se hallaba en una habitación contigua a la suya. Tras vestirse, se acercó por curiosidad y, al no encontrarla, quiso saber qué hacía. Bajó hasta el jardín y, en la entrada, encontró a la sirvienta con los criados de Oronte.

—¿Qué hacéis aquí, cómo preparáis tanto ruido? –les dijo.

—Es que venimos de engañar a Lysis –respondió la criada–: acaba de tomar un tronco por su amada.

—Estáis loca –dijo Leonor–, decidme dónde está mi hija. ¿No se han ido a la cama mi hermano y mi hermana?

—Están acostados, señora –respondió un criado–, la señorita tiene que haberse acostado también.

—De eso nada –replicó Leonor fuera de sí–, he de buscarla por todas partes.

Diciendo esto, se fue derecho a la emparrada donde estaba su hija con Anselme y los dos enamorados se quedaron enormemente sorprendidos al verla. Ella reconoció perfectamente a Angélique y a Anselme también. Al encontrarlo allí a una hora tan indebida, no pudo por menos de decirle estas palabras:

—¿Cómo, señor, así es como abusáis de mi bondad? ¿No os contentáis con las libertades respetables que os he permitido? ¿No os basta con hablar todos los días a mi hija delante de mí, sin hacerla venir hasta aquí? En cuanto a ella, la castigaré bien por su descaro. Es muy impúdica al dejarme para venir aquí cuando creo que está acostada. ¿Dónde se han visto jovencitas de bien que se hayan tomado nunca tal licencia?

p. 341Leonor les estaba echando, a uno y a otra, una buena reprimenda y Angélique le respondía ya con lágrimas, cuando llegó al lugar Lysis, que iba buscando a Caritea por todos lados con gran aflicción, pensando que le había arrancado la mano, con mucha ira por una parte y con gran asombro por otra. A la primera que vio fue a Leonor que, en su extravagancia, tomó por su amada, de suerte que corrió haca ella con los brazos abiertos y, abrazándola, le dijo tristemente:

—Perdonadme el ultraje que acabo de haceros, ¡oh, preciosa mía!, habrá manera de repararlo. Mi amigo Hircan sabe hacer de todo.

—¿Quién nos ha vuelto a traer es este loco –dijo Leonor repeliéndolo–, sois vos, Anselme? Creo que lo habéis hecho venir adrede de París para entretenerme con sus ensoñaciones, con el fin de que no preste atención a vuestros malos propósitos. Os equivocáis en eso, cometéis acciones indignas de la reputación que os habíais ganado.

Anselme quiso calmar entonces a esa madre indignada y lo hizo con las siguientes palabras:

—No sé, señora –le dijo–, cómo pensáis que haya cometido una falta tan grave, pues os juro que no he hecho nada con Angélique que no hiciera sin temor ante vos. Todo lo que podéis objetar es que le he hablado a una hora en la que me creíais muy lejos de aquí, pero ¿no podéis disculparlo y tomar como verdadero lo que voy a deciros? Me gustan tanto los paseos solitarios que llegué hasta aquí entre pensamientos melancólicos y entré en le jardín al encontrar la puerta abierta. Como la señorita se paseaba al sereno, no he podido por menos de abordarla y nuestros primeros cumplidos terminaban cuando llegasteis.

—Eso está muy bien para contárselo a personas necias –dijo Leonor–, yo no me lo tomo tan a la ligera.

Lysis, al escuchar asombrado estas palabras, supo que Caritea no estaba allí y, sin interesarse por el debate, habló de esta suerte:

—Rápidamente, decidme dónde está mi amada sin hacerme languidecer tanto. ¡Ay de mí! Tan desgraciado he sido que le he arrancado una mano que tengo aquí. Hay que volvérsela a coser al brazo y frotar la herida con bálsamo mientras está reciente, para que su carne se recupere.

—Haced que se calle ese loco, os lo ruego, Anselme –dijo Leonor–, ya no encuentro agradable su impertinencia. Solo la usa para burlarse de mí.

—Sabía tan poco como vos que Lysis estaba aquí, señora –respondió Anselme–, viene del castillo de Hircan y no de la casa de Montenor.

Al tiempo que Anselme daba estas explicaciones, llegó Carmelin para decirle a su amo que no había de qué preocuparse, que le parecía haber oído reír a Caritea, así que había que creer que no tenía ningún daño.

—¿Acaso no tengo aquí su mano? –replicó Lysis.

—Mostrádmela, os lo ruego –dijo Carmelin.

Lysis se la dejó sostener entonces y Carmelin no tardó en darse cuenta de que solo era un guante; así se lo hizo ver a su amo que, saliendo un poco de su arrebato, fue capaz de aceptar la verdad. Recogió el guante con admiración y llevando aparte a su criado le dijo:

p. 342—¿Ves ahí a Anselme bajo la enramada? Está con Angélique y ha tenido sin duda el propósito de raptarla. Puedes deducir de ello que no soy el único de todos los enamorados en tener semejantes intenciones; pero has de saber que Leonor está también ahí. Acabo de confundirla con Caritea en medio de la oscuridad: está tremendamente enfadada con Anselme. He podido percatarme de todo eso, aunque mi mente estuviese en una agitación extraordinaria; por eso, opino que debemos irnos porque se meterían con nosotros como raptores de muchachas también. Es cierto que, mirándolo bien, no soy tan culpable como mi amada, pues, mientras solo he tenido el deseo de arrebatarla sin llevarlo a cabo, ella me ha arrebatado por entero y, si quería yo arrebatar su hermoso cuerpo, ella me ha arrebatado mi pobre alma*. Con todo, es posible que no entiendan estas razones sutiles, por eso conviene mirar por nuestra seguridad: me han reprendido ya muy duramente.

—Vayámonos pues, mi amo –respondió Carmelin–, no hace falta que me lo digáis dos veces: siempre he temido a los peligros.

Se fueron entonces apresuradamente por el mismo camino que habían traído sin hablar con nadie y, una vez en el castillo de Hircan, se acostaron ambos bastante satisfechos, pues, si bien Lysis no había raptado a Caritea como deseaba, le tranquilizaba saber que no le había arrancado la mano como había pensado, y tomó la decisión de guardar toda su vida el guante que le había quedado en su lugar. En cuanto a Carmelin, estaba bastante contento por no haber recibido ninguna paliza, por cuanto imaginaba que de empresas tales como esta en la que se había metido con su amo no se salía sino en detrimento de las espaldas. Mientras se marchaban, Oronte, al oír mucho ruido en el jardín, preguntó a un lacayo qué hacían. Este no quiso decirle que era porque habían engañado a Lysis, sino que le dijo que Leonor estaba muy enfadada con su hija. La novedad de tal accidente le hizo levantarse de inmediato y, tras echarse una bata por los hombros, fue rápidamente al jardín. Preguntó primero a su cuñada por qué gritaba: esta le dijo en pocas palabras el motivo de su enfado. «Creo que vuestras quejas son justas –dijo él después–, pero hay una buena manera de ponerle remedio» y, cogiendo a Anselme por la mano, lo llevó aparte para decirle que, si amaba a Angélique, tenía que proceder abiertamente en su cortejo y no verla como con hurtos amorosos, porque eso es muy perjudicial para la honra de las jóvenes. Anselme respondió que, si supiese que Leonor no lo despreciaba, sería un gran honor servir a su hija en presencia de todo el mundo y que no podría escoger nunca una alianza mejor.

Una vez que Oronte se se hubo calmado con estas palabras, fue a calmar también a Leonor, haciéndole ver que las intenciones de Anselme eran muy decentes y que no tenía otro deseo que el de casarse con su hija. Ella le prestó atención, sabedora de que Anselme era muy rico y que no se podría encontrar nunca mejor partido: le pidió perdón por haberlo tratado tan duramente y le aseguró que al día siguiente hablarían más ampliamente de este asunto. Y, como era demasiado tarde para permitir que Anselme regresara a casa de Montenor, Oronte lo retuvo a dormir en su casa y envió a buscar a uno de los lacayos, que esperaba en el campo con su caballo. Montenor se quedó un poco preocupado porque su amigo no regresara; pero, a primera hora de la mañana, el lacayo llegó para tranquilizarle sobre su salud y pedirle de su parte que fuera lo más pronto posible a casa de Oronte. No dejó de acudir y Anselme le explicó cómo se presentaba el caso. El enamorado sentía una pasión tan ardiente que no quería que hubiese un aplazamiento y, después de que Oronte y Leonor hubieran presentado las condiciones del contrato que deseaban hacer, les concedió todo lo que quisieron para que no se enfriara el asunto por una simple cláusula. Leonor ponía alguna dificultad en ir más adelante, diciendo que tenían que regresar a París, pero Floride le aconsejó que no se molestara, de modo que Anselme y Angélique quedaron comprometidos desde esa mañana.

p. 343Entretanto, Lysis se había despertado y lo primero que hizo fue mirar el guante de Caritea. Vació todas las bolitas de papel que estaban dentro y, tras desenvolverlas imaginando que eran cartas de amor que algún rival le habría enviado a su amada, vio cómo se le quitaron los celos al descubrir que no eran más que trozos de encargos de cocina. No le prestó atención, creyendo que los habían metido allí por casualidad; en cambio, el guante lo envolvió en un papel muy blanco para enseñárselo algún día a Philiris y darle una prueba del propósito que había tenido de raptar a Caritea, lo que debería embellecer su historia tanto como si la hubiera raptado de verdad. Estaba con Carmelin, que le hablaba de asuntos diversos, cuando llegaron a la habitación Fontenay y los demás pastores. Se quedó asombrado al verlos vestidos como los más galanos gentilhombres.

—¿Cómo –les dijo–, queréis dejarnos, mis queridos amigos? ¿No queréis pertenecer ya a la dichosa condición que habíais tomado conmigo? ¡Ay de mí! ¿Quién es el causante de este desorden? Si al menos me dejara a uno. ¿Cómo es que no se queda Philiris, ese ingenio sin par con el que me prometía llevar a cabo tan grandes empresas?

—No creáis que vamos a cometer la infidelidad de dejaros –respondió Philiris–, si no nos hemos vestido de pastores y de personas campestres es porque Hircan se casa hoy y debemos ir acicalados para presentarnos en la solemnidad de las nupcias.

—Entonces habéis tenido un buen motivo –dijo Lysis–, aquí estoy yo con mi traje de héroe, y me he puesto además mis borceguíes porque sospechaba algo así. Voy a coger también el tahalí y la espada y a ponerme la corona en la cabeza con el fin de honrar al incomparable Hircan.

Tras decir esto, cogió Lysis sus trastos y, como había sido invitado a la boda con los demás, Carmelin incluido, subieron todos al carruaje de Hircan para ir a casa de Amarilis, donde se daba el festín. Allí encontraron a Clarimond y a su madre, que habían sido convidados igualmente. El casamiento se había hecho muy temprano y en presencia de pocas personas, en cambio había muy buena compañía para la comida. Solo se esperaba por Oronte y los de su casa, más Anselme y Montenor, pero llegaron finalmente a tiempo y se disculparon por haberlos hecho esperar tanto alegando que habían tenido unos esponsales.

—¿Os burláis? –dijo Clarimond–. ¿Es que se casa el ayuda de cámara de Oronte con una campesina de la que está enamorado?

—Muy ingenioso –replicó Oronte–, el acuerdo se ha firmado entre personas mucho más cualificadas. Preguntad a Anselme y a Angélique de qué se trata.

Montenor tomó entonces la palabra y contó la verdad a la compañía, para regocijo de todos. Lysis, no obstante, se puso a hablar de esta suerte:

—Por lo menos, ya que todo el mundo quiere casarse aquí sin esperar a que me case yo para hacer una bonita conclusión de aventuras amorosas, ¿cómo es que no os casáis todos juntos? ¿Por qué no se prometió ayer Anselme, con el fin de de casarse hoy a la vez que Hircan? Habría seguido la moda de las novelas más famosas, donde todas las bodas se celebran el mismo día y en el mismo salón.

p. 344—¿Y por qué no también en la misma cama? –interrumpió Clarimond–. Nos dais buenos ejemplos al hablar de vuestras fábulas. ¿No veis que son absurdos hechos sin motivo? ¿Pueden resolverse al tiempo los asuntos de siete u ocho familias distintas, de manera que se pongan todos de acuerdo en hacer las bodas el mismo día? ¿No hay siempre algún retraso de uno u otro lado? Y, en lo que atañe a las nupcias de varias personas que se hacen todas en el mismo lugar, ¿dónde se ha visto nunca semejante encuentro? ¿Cómo podría en esta confusión cada pareja dar a sus parientes el trato que merecen y situarlos según su calidad?

Lysis pretendía replicar con saña a esto, pero le quitaron la intención haciéndolo sentar a la mesa con los demás en un lugar muy destacado, donde bastante tenía con responder a todos los que le preguntaban sobre diversos aspectos de sus amores. Cuando pudo liberar su mente, entró en una confusión muy grande. Recordaba que, mientras estuvo vestido de mujer, había llevado el nombre de Amarilis y, al ver que otra Amarilis se había casado con Hircan, que era a quien ella más quería, no sabía si debía sacar de ello algún presagio que le fuera de provecho y si eso significaba que estaría algún día unido por el nudo de himeneo a aquella que adoraba sobre todas las cosas. Por otra parte, esta Amarilis se parecía a la ninfa Lucide que lo había querido a él, según creía, al igual que había sentido una chispa de amor por ella; y, como esta Lucide le recordaba a Caritea y Amarilis le había recordado a Lucide, al ver a esta Amarilis entre los brazos de Hircan, cambiaba continuamente de idea y estaba entre la esperanza y el temor. Así, por tener una credulidad muy grande, se detenía en detalles de muy poca consecuencia, pensando descubrir en ellos el futuro.

Mientras bailaban después de la comida, llegó maese Adrian con su mujer, Pernelle. Todos los que lo conocían estuvieron encantados de verlo, salvo Lysis, quien, olvidando cualquier otro pensamiento, fue a colocarse al lado de la chimenea para esconderse.

—Sed bienvenidos –dijo Hircan–, ojalá no os hubierais retrasado, habríais comido con nosotros.

—A fe mía, señor –respondió Adrian–, os agradezco vuestra atención, vengo aquí solo para buscar a mi primo; he ido a un castillo que os pertenece, según creo: allí he preguntado por él, pero me han dicho que estaba en este lugar, así que he dado la vuelta con mi carreta hasta aquí. Ya había contado que me quedaría en esta región más tiempo del necesario para mi peregrinación, pues iba a encontrame con el gentilhombre que me debía dinero. Me ha pagado muy bien, gracias a Dios y, arreglado esto, me ha agasajado hasta ahora, lo que no suele suceder con esa gente, perdonad que os lo diga; pero es posible que haya querido animarme a prestarle más la próxima vez.

—Bien podría ser –dijo Hircan–, pero descansad un poco, os lo ruego, y vuestra mujer también, os van a preparar de comer.

Adrian respondió a esto que habían comido ya y que su único deseo era hablar con su primo. Meliante cogió entonces a este y lo empujó hasta el medio del salón, de suerte que, al verlo Adrian vestido como estaba, se puso muy furioso.

—¿Cómo –le dijo–, no vas a acabar nunca con tus locuras? Llevas trajes nuevos todos los días. En Saint-Cloud ibas vestido de pastor, el otro día ibas de hechicera y ahora vas disfrazado de mascarada. ¡Ah, señores –prosiguió, volviéndose hacia los asistentes–, os equivocáis al buscar diversión a costa de este pobre muchacho!

p. 345—Es cierto que vuestro primo nos divierte –dijo Anselme– pero es porque tiene más ingenio que nosotros para inventar todos los días juegos nuevos. Si va vestido como veis, solo es por cortesía.

—¿Cómo, primo –decía Lysis, sin tener en cuenta las disculpas que hacían por él–, os extrañáis de verme vestido así? Sabed que no soy simplemente pastor, sino que soy pastor héroe. Algún día me pintarán en los libros tal y como me veis.

Adrian no se contentaba con todas esas razones e insistía en llevarse a su pupilo a París.

—No os iréis hasta dentro de dos o tres días –le dijo Anselme–, estamos de boda. Veréis los festejos y juzgaréis si nuestras acciones son tan criticables como para que haya peligro en dejar a vuestro pupilo con nosotros.

Estas palabras calmaron un poco a Adrian y, aunque llevaba botas de pescador, una damisela lo sacó a bailar una gallarda226 seguida. No se atrevió a rehusar a acompañarla y, además, no le molestó mostrar algunas señales de la habilidad que tenía en su juventud. Se bailó después una danza tradicional en la que participó junto con su mujer, al igual que Lysis y Carmelin, de modo que se divirtieron mucho viendo las distintas posturas. La compañía se retiró poco a poco porque todos los que habían sido invitados a comer no lo estaban a cenar. Prácticamente se quedaron solo los de la casa de Hircan. Adrian y Pernelle, sí cenaron en esa boda, a pesar de estar con gente que no conocían, y se fueron a dormir muy pronto a una casa prestada, pues tenían gran necesidad de descanso, de lo extenuados que estaban por haber bailado. Los recién casados se acostaron poco después y Philiris les fue a cantar un epitalamio a la puerta con sus compañeros; cuando iban a bajar las escaleras, se encontraron con tantas nueces bajos los pies que acabaron cayendo uno encima de otro y rodaron hasta abajo. Les tiraron, además, una gran cantidad en la cabeza, lo que produjo un ruido singular. Con todo, no sufrieron ningún daño y lo echaron todo en risas; pero se alegraron más cuando se dieron cuenta de que el causante era el pastor ilustre, que no había ido a cantar con ellos y se burlaba desde lo alto de la escalera.

—La habéis hecho buena –le dijo Meliante–, creo que habéis vaciado todos los graneros del pueblo. ¿A qué viene coger tantas nueces?

—¡Ah! –dijo Lysis sonriendo como si despreciara a los otros–. ¡Qué poco sabéis de cuestiones griegas y heroicas! Se aprende en todos los buenos autores que, en la noche de bodas, se echaban antaño nueces por toda la casa con el fin de que, al pisar encima o al recogerlas, se impidiese oír los gritos de la novia. He querido imitar esa buena costumbre y, habiendo encontrado hace poco muchas nueces en el granero de la casa, las puse en sacos y os las he tirado cuando pasabais. Así es como hay que respetar las cosas buenas que se encuentran en los poetas y en todos los autores antiguos. Vosotros no les prestáis atención: por eso es por lo que tengo miedo de que, mientras me entretenía con esto, hayáis echado en el olvido todas las costumbres nupciales. ¿Habéis cantado «¡Oh! Himen, Himeneo?». ¿Se ha invocado a Juno? ¿Se ha encendido la antorcha sagrada227?

—No ha faltado nada de todo eso –dijo Fontenay–, pero, a fe mía, mucho os habéis equivocado con lo demás. Habéis desperdiciado nueces en vano, pues Amarilis no grita, no hay aquí virginidad que perder. ¿No sabéis que es viuda y que su difunto marido se llevó la primera victoria? Había que haber guardado las nueces para mañana, cuando se case Angélique. Ahí habríais empleado mejor vuestra antigua costumbre.

p. 346—Sea como fuere –dijo Polidor–, hay que admirar el ingenio de Lysis al tener la idea repentina de practicar algo tan viejo que nadie recordaba porque no es necesario en los tiempos que vivimos, en que las viudas y las jóvenes son tan accesibles que ya no gritan la noche de bodas.

—Y yo –dijo Meliante– querría no haberme caído ni aprendido la costumbre que Lysis acaba de enseñarnos.

Entonces Philiris, al que esto le complacía más que a ningún otro, fue a llamar a la puerta de los recién casados y, sin abrirla, le dijo a Amarilis que gritase todo lo que quisiera, que no se la oiría porque Lysis lo había preparado todo, sembrando de nueces toda la casa según la antigua costumbre que había encontrado en sus libros. A Hircan, que había oído mucho ruido sin saber el motivo, le encantó conocer esta graciosa noticia, que le hizo reír con ganas, y Amarilis no tuvo menos contento, ya que empezaba a compartir con él todos los placeres de la vida. Entretanto la granjera, al oír el ruido de las nueces que se rompían bajo los pies, vino a reprocharles el perjuicio que le ocasionaban, ya que todo eso le pertenecía.

Lysis, que era desprendido, le habría dado gustosamente dinero para hacerla callar, pero no llevaba ni dinero ni bolsillo en la casaca de héroe, de suerte que Fontenay no pudo resistirse a decirle que los héroes debían ser gente pobre si iban así sin blanca y sin bolsillo ni alforjas para llevar sus enseres, por ejemplo, una navaja, caramelos o algunas facturas.

—En los tiempos en que se llevaban habitualmente estos trajes –dijo Lysis– no había necesidad de llevar nada consigo; todos con los que uno se cruzaba eran tan generosos que os daban todo lo necesario.

—Y moquero tampoco llevaban –dijo Meliante–, creo que no porque no hablan de ello ni las historias ni las fábulas. Estaría bien ver a un héroe sonarse con los dedos en plena asamblea y arrojar la porquería de su cerebro en las losas de mármol de un templo para hacerlas todavía más deslizantes.

—A pesar de ello, eso se hacía entonces –replicó Lysis– porque era la moda. Ahora hacemos cosas bastante más ridículas sin que nadie se extrañe, porque las hacemos todos y las hemos visto hacer desde que llegamos al mundo. En cuanto a la limpieza del moquero, no os respondo sino lo que dijo Montaigne de un gentilhombre al que le parecía sumamente mal llevar consigo la porquería de la nariz envuelta en lienzo, y que encontraba mucho más adecuado echarla rápidamente al suelo.

Mientras tanto, la granjera mandó recoger las nueces a sus hijos y se consoló al ver que había muy pocas estropeadas. Como todavía quedaban algunas por ahí, hiceron caer a Lysis, que no paraba y quería que sus pies fueran tan rápidos como su mente. La caída fue tan violenta que la casaca se le abrió y la camisa que tenía atada entre las piernas se desató. Esto produjo carcajadas sin cuento porque se habían visto cosas que la decencia manda tapar y también se burlaron de su traje de héroe, que era tan incómodo. Eso le dio pie para decir que no había que escandalizarse por que hubiera enseñado sus partes pudendas sin querer y que no le importaba reconocer incluso que la mayoría de los hombres de la Edad de Oro no sabían lo que era cubrirse con ropa.

—Creo –dijo Philiris– que sois del talante del doctor Charron, quien en su tratado quería persuadirnos de que fuéramos completamente desnudos, haciendo todo lo posible para probar que la desnudez no es en absoluto vergonzosa228.

p. 347Philiris se contentó con decir esto y luego mandó que cesaran las risas de los otros por temor a que Lysis se percatara de que se estaban riendo abiertamente de él. Se subieron entonces al carruaje y, aunque era muy tarde, regresaron a dormir en el castillo de Hircan.

Al día siguiente, Anselme se casó con Angélique conforme a la decisión que habían tomado e, igual que ellos habían estado en la boda de Hircan y Amarilis, estos vinieron a la suya. Trajeron también a Adrian y a su mujer que, aunque se hacían los comedidos, no encontraban nunca mejores comidas que las que no le costaban nada. Su primo Lysis llegó también con Fontenay y su grupo, pero no se había puesto el traje de de héroe. Estaba tan triste por la llegada de su tutor que no se quería vestir con magnificencia: prefirió ponerse el traje de pastor. Adrian no lo encontró tan raro y no le echó ninguna reprimenda. Clarimond asistió también al baquete, pero no quiso discutir con el pastor, por cuanto hubo otras conversaciones. Apenas se bailó después de comer, así que Hircan se volvió a su castillo con su mujer y todos sus compañeros, llevándose también a Adrian, a Pernelle y a su primo Lysis. El pobre pastor tenía todos los pesares del mundo al ver que Adrian venía a buscarlo en un momento en que esperaba disfrutar enormemente con los recién casados. Sin él habría buscado mil buenas ideas para pasar alegremente la jornada y no habría salido de casa de Oronte, como había hecho, sin hablar con Caritea o verla simplemente. Sus compañeros contaron infinidad de cosas para alegrarle la cena, pero dio muestras de que no había nada que pudiera complacerle. Todos se acostaron muy pronto en las camas que se habían preparado, e Hircan se hallaba en un momento en que prefería la noche al día. Al levantarse el día siguiente, les pidió a todos los amigos alojados en su casa que siguieran vistiéndose de pastores y se hicieran los locos más que nunca para reírse de Adrian.

Cuando se levantó este buen burgués, consideró oportuno regresar a París en ese momento, sin ir a casa de Oronte para despedirse de Anselme porque temía turbar el disfrute de su matrimonio. Fue únicamente al encuentro de Hircan y le dijo que le agradecía todo el honor que le había hecho a él y a su primo también, y que creía conveniente no importunarle más y volver a París donde, si iba alguna vez, lo atendería lo mejor que le fuera posible. Mientras le hacía este parco cumplido, entraron Fontenay, Philiris, Polidor y Meliante, y fue Fontenay el primero en hablar:

—¿Cómo? Por lo que oigo, señor Adrian, queréis quitarnos el tesoro más preciado que llegaremos a poseer nunca. Queréis arrebatarnos a Lysis, que es el príncipe de los pastores de Francia; queréis llevarlo a una ciudad llena de barro, que no es su elemento. Aquí es donde está a gusto: le causáis tanto perjuicio a él como a nosotros. Si se va de aquí, todas las divinidades de estos lugares llorarán su partida e intentarán castigaros.

—No sé nada de todas vuestras cuitas pastoriles –dijo Adrian– y mi primo no debería saber nada tampoco. Su padre no era pastor: era un buen y leal mercader como yo. Que siga el camino que le hemos enseñado.

Lysis, que había oído esta respuesta desde otra habitación, corrió rápido hasta abajo, donde encontró a Carmelin y, tras hacerle coger la vara igual que él tenía la suya, le dijo que quería irse al campo para esconderse de su primo, que pretendía llevárselo. Carmelin pensó que tenía razón: empezaba a estar a gusto en una región donde hacía ya bastante tiempo que lo agasajaban y no imaginaba encontrar mejor fortuna en París. Siguió pues a su amo con toda tranquilidad y, al encontrar en el camino a un lacayo de Hircan, Lysis le pidió que le dijera a Philiris que se volvía a cuidar de su rebaño y que viniera a buscarlo en secreto al lugar donde pastaba habitualmente, si tenía que hablar con él.

p. 348Entretanto, Adrian, decidido a llevárselo dijeran lo que dijeran, lo buscaba por todas partes pero, al no encontrarlo, se puso muy furioso, diciendo que se equivocaban al esconder a un muchacho que estaba a su cargo.

—No sabéis dónde estais –se acercó a decirle Fontenay–: si le hubierais hablado de este castillo a vuestro pupilo os diría que pertenece a un mago que tiene un poder extraordinario. Si no escucháis nuestros argumentos, ¿sabéis lo que hará para castigaros con firmeza?: ordenará que no podáis oír nunca nada.

—Me río de todas vuestras locuras –dijo Adrian–: os desafío a todos a que intentéis hacerme algún mal.

Entonces los pastores, que habían convenido con Hircan lo que debían hacer, empezaron a abrir la boca unos delante de los otros como si hablaran. A veces, se acercaban a Adrian y, hablándole lo más bajo posible, le decían:

—¿Y bien, nos oís en este momento, malvado que habéis despreciado el poder del sabio Hircan? Tenemos miedo de rompernos alguna vena de todo lo que nos esforzamos en gritar.

Amarilis, que estaba avisada de esta graciosa ocurrencia y se hallaba también en el lugar donde estaba la compañía, movió un buen tiempo los labios delante de su marido; lo mismo hicieron algunos lacayos que entraron. A Adrian, al ver esto sin poder oír nada, le entró una desazón increíble. Bajó a la cocina para ver si podía oír hablar a alguien, pero les habían dado ya la consigna a todos los que allí estaban. Se le acercaban, le bostezaban cerca de las orejas y movían a veces los labios bien deprisa. Esto le ponía tan fuera de sí que golpeaba el suelo con los pies y les decía a esas gentes que eran muy malintencionados por hablar tan bajo. Ellos fingían estar tan furiosos como un mudo que no se hace entender con todos sus signos. Adrian gritaba a veces todo lo que podía: «¿Qué decís?», para incitarles a hablar alto como él. Le habría gustado encontrar a su mujer por ver si la oía hablar, pero había salido con el carretero para ir a buscar a Lysis. Al final, le faltaba bien poco para creer que se había quedado sordo de por vida, cuando Hircan, acercándose a él, le habló muy bajo al oído haciendo un gesto como si le hablara muy alto:

—Mi buen amigo –le dijo–, veis que estáis sordo, pedidme perdón por haberme despreciado si queréis curaros.

—Os pido merced con todas mis fuerzas –dijo Adrian–, haced que me vuelva el oído y el resto de mis días seré vuestro muy humilde servidor.

Hircan le trajo entoces un poco de aceite en un plato y con un trozo de pluma le frotó las orejas para seguir con el engaño; luego, le dijo con voz normal:

—¿No es cierto que ahora me oís?

—¡Ay de mí! Sí –respondió–. ¡Sois un buen hombre! Oigo también el sonido del mayal de un aventador* en el granero y el glugluteo de los pavos que están en vuestro corral229. ¡Ah, qué incómodo era estar completamente sordo! No habría vuelto a oír la música de mi parroquia, ni oído por la noche todos los relojes de la ciudad, y hubiera sido un pobre hombre para mi negocio, pues me habría resultado imposible hacerme comprender algo más que por signos.

p. 349—Habríais tenido como recompensa –dijo Philiris– la comodidad de que, si vuestra mujer se portase mal, no habríais oído sus gritos y, si se le hubiera ocurrido a nuestro mago quitarle la vista como os ha quitado el oído, habría compuesto con los dos ese buen matrimonio que desean los filósofos: a saber, un marido sordo para que no oiga el cotorreo de su mujer y una mujer ciega para que no vea los extravíos de su marido.

—Vivimos tan bien en nuestro matrimonio que no necesitamos esos expedientes –replicó Adrian–, estoy encantado de no ser sordo para no verme reducido a la desgracia de estar en un sitio en el que dijeran lo más horrible de mí sin que pudiera oírlo.

—Reconoced entonces el poder del dueño de esta casa –dijo Fontenay–, sabed también que, sin él, en lugar del primo que buscabais, habríais encontrado un árbol que llevaba su nombre. Ese ilustre pastor había sido metamorfoseado por los dioses. Vivía bajo una corteza como hacen las hamadríadas, pero Hircan le hizo recobrar su forma primera e hizo igual con una sirvienta de su mujer llamada Lisette, que había sido transformada en cerezo. No hablo del aspecto de mujer que le dio en una ocasión a Lysis, eso no es tan maravilloso; pero cómo no admirar su poder si, al ver al pastor Lysis y a su criado Carmelin preparándose para extrañas aventuras, los hizo invulnerables y creo que siguen siéndolo, de suerte que se batieron contra gigantes y monstruos sin recibir herida alguna. Aquí está mi compañero Meliante que lo sabe bien: así fue como recuperó a su amada, que estaba en una fortaleza encantada. Pero daos cuenta de algo todavía más extraño: no fue en esta región donde se culminaron los designios guerreros de vuestro primo, fue en una isla alejada dos o tres mil leguas a la que le llevaron en un carruaje con caballos voladores. Hace solo cuatro días que está de vuelta, hablo de algo reciente. El traje que llevaba antesdeayer, cuando llegasteis, era aún su traje guerrero. Si creéis que soy un impostor en todo esto, os animo a que os informéis por él mismo, veréis que dirá mucho más todavía.

Adrian se quedó estupefacto al oír estas explicaciones, de las que no llegaba a comprender nada porque no era experto en materia de novelas. Poco antes, el lacayo que se había encontrado con Lysis le había dado a Philiris el encargo que le habían hecho, pero a este no le pareció oportuno ir solo a su encuentro y le dijo a sus compañeros que había que hacer un almuerzo que valiera de comida e ir luego a un lugar donde sabía que estaba el pastor incomparable y llevar también a Adrian para que se contentara. En ese momento regresó su mujer diciendo que no había podido obtener noticias de su primo. Le aseguraron que no debía tener ningún pesar porque lo vería muy pronto. Después de comer, los pastores cogieron cada uno su vara y, tras dejar a Hircan con Amarilis, que era la mejor compañía que podría escoger, se llevaron con ellos a Adrian y a Pernelle.

FIN DEL LIBRO UNDÉCIMO

i Juego de palabras intraducible entre dos palabras homófonas: Perse, Persia, por un lado, y perce, espiche (‘estaca pequeña que se pone en las cubas’), por otro; aquí aparece en la locución «mettre en perce»: ‘hacer una abertura en un tonel para sacar vino’.

ii En el original roupie, término desusado que se corresponde con el plural y coloquial velas: «mocos que cuelgan de la nariz» (DLE).

iii En el original, «tambour de biscaye», propiamente ‘tambor vasco’, aunque era una especie de pandero muy usado en la época, de uno y otro lado de los Pirineos.

iv Juego de palabras entre hipocrás, ‘bebida hecha con vino, azúcar y otros ingredientes’, e hipocrénides, palabra culta para ‘musas’.

v Juego de palabras entre satyres, ‘sátiros’, y la palabra evocada pero no presente en el texto, por tener la misma grafía en la época, hoy satires, ‘sátiras’, género siempre en verso a partir del siglo XVII en Francia.

vi Se establece aquí un juego reiterado con las dos acepciones del verbo francés ravir, ‘arrebatar’: ‘raptar’, ‘secuestrar’, por un lado; y ‘embelesar’, ‘encantar’, por el otro.

vii En el texto original, «fléau de batteleur», instrumento para separar el grano de la paja.

219 Referencia al paseo abierto en 1618 a continuación del Jardín de las Tullerías en París, por orden de María de Médicis, y de moda en los años siguientes. Identificado inicialmente como Cours, pasó a llamarse luego Cours la Reine, ‘Paseo de la Reina’.

220 En la mitología griega, Sileno era un sátiro, padre adoptivo y preceptor del dios de vino, Dionisos (Baco para los romanos) al que acompaña siempre. Sileno personifica la embriaguez y se le representa como un anciano feo, jovial y tripudo.

221 Las Dionisíacas son una epopeya del poeta griego Nono de Panópolis, compuesta probablemente entre el 450 y el 470 d.C. Relata los orígenes, infancia y hazañas de Dionisos, en especial la conquista de la India. Aquí se menciona con toda probabilidad la traducción de Claude Boitet de Frauville, en 1625: Les Dionysiaques, ou les voyages, les amours et les conquêtes de Bacchus aux Indes.

222 Vendôme fue una antigua provincia, situada en el centro de Francia e integrada hoy en el actual departamento de Loir y Cher. Es la patria chica de Ronsard, considerado históricamente el príncipe de los poetas.

223 Las fuentes de Pougues y de Forges eran famosas ya en la época por sus aguas medicinales: una en Pougues-les-Eaux (departamento de Nièvre, en Borgoña) y otra en Forges-les-Eaux (departamento de Sena Marítimo, en Normandía).

224 Son, respectivamente, las parejas protagonistas de dos novelas españolas: El peregrino en su patria (1604), de Lope de Vega y Los trabajos de Persiles y Segismunda (1617), de Cervantes; dos francesas: Les amours de Lysandre y de Caliste (1616), de Vital d’Audiguier y el primer Polexandre (1619), de Marin le Roy de Gomberville; y dos griegas: Las aventuras de Leucipa y Clitofonte (c. siglo II d.C.), de Aquiles Tacio y Las Etiópicas (siglos III o IV d.C), de Heliodoro.

225 Se trata de las columnas de Hércules, incorporadas por el emperador Carlos V a su escudo de armas y presentes hoy en el de España, que en la antigüedad indicaban el límite del mundo conocido y se utilizan aquí para marcar el límite del cuerpo de la amada que no deben franquear los amantes.

226 La gaillarde, gallarda en español, es un baile que estuvo en boga en Europa en el siglo XVI. Se bailaba en pareja con ritmo ligero y gran variedad de pasos, alguno de ellos saltados.

227 Referencias a las tradiciones matrimoniales de griegos y romanos. En la primera se cita el estribillo «¡Oh, Himen! ¡oh, Himeneo!» de la canción recogida por Catulo (Carmen 61): en ella se invocaba a este dios de las ceremonias nupciales, siendo su atributo la antorcha sagrada. Juno era la diosa protectora del matrimonio.

228 Referencia al tratado De la Sagesse [De la sabiduría] (1601) de Pierre Charron (1541-1603).

229 El mayal era un «instrumento compuesto de dos palos, uno más largo que otro, unidos por medio de una cuerda, con el cual se desgrana el centeno dando golpes sobre él» (DLE). Esta herramienta, generalizada en Francia en los siglos pasados, era inusual en España, donde se utilizaba el trillo (tablón con pedazos de pedernal o cuchillas de acero encajadas en una de sus caras), para quebrantar la mies tendida en la era y separar el grano de la paja.