LIBRO X

Lysis y Carmelin se retiraron a su habitación después de cenar, a petición de Hircan, que fue a su encuentro acto seguido diciéndoles que había llegado la hora en que los iba a hacer invulnerables.

—¿Tenemos que quedarnos desnudos? –dijo Lysis–. ¿Queréis sumergirnos en el río Estigia como Tetis hizo con Aquiles? No seáis tan insensato como esta diosa: hizo a su hijo totalmente invulnerable excepto en el lugar en que habrían de herirlo. Era tener muy poco juicio, os guste o no. Conociendo, por causa de su divinidad, las decisiones del destino y adivinando las cosas futuras, ¿cómo es que no sometió a esa prueba a una parte tan expuesta del cuerpo de Aquiles? ¿No sabía que, cuando sus enemigos se enteraran de que había un lugar en su cuerpo que podía ser dañado, intentarían golpear ahí y lo matarían como a cualquier otro que no tuviera sino un cuerpo vulgar? Por otra parte, no sé cómo hizo para permitir que su talón fuera tan sensible como para recibir un golpe mortal. Las heridas que podemos recibir en el talón no son peligrosas y, aunque apareciera la gangrena, bastaría con cortar el pie para impedir que llegara al corazón e hiciera morir a la persona. Si Tetis pretendía hacer a Aquiles del todo invulnerable, ¿por qué no lo zambullía por completo en el agua sujetándolo por el pelo y no por una parte que no podía mojarse y, por consiguiente, seguía siendo mortal? ¿Y, si no tenía pelo aún, cómo no lo sumergía por los pies después de haberlo hecho por la cabeza?

—Olvidáis, Lysis –dijo Hircan–, que no hay que ir tan lejos a la hora de revisar las acciones de las divinidades. Hay que pensar que todo lo hicieron lo mejor que supieron. Aun cuando fuerais Clarimond, que a todo le tiene que poner objeciones, no podríais ir más allá. Con todo, ahora os disculpo, pues es el miedo que tenéis a que incumpla mi deber el que os hace hablar así y queréis prevernirme de que, si quiero sumergiros en el agua, he de lavaros los miembros uno tras otro. Pero sabed que no es necesario: hay hechizos tan poderosos que os volverán invulnerable con menos esfuerzo del que harían las divinidades.

—¿Cómo explicáis propiamente esa palabra de invulnerable? –dijo Carmelin.

—Quiere decir algo que no puede ser herido –respondió Hircan.

—Os suplico –contestó Carmelin– que mis gregüescos reciban parte de vuestro encantamiento con el fin de que no se les haga ningún corte ni por accidente ni por desgaste.

—Si se hacen agujeros en tu ropa –replicó Hircan–, ponle remiendos de la misma tela, no empleo mis artes en cosas tan viles. Pero basta de cháchara, callaos todos: os voy a encantar a ambos con más eficacia que si estuvierais en el palacio de Circe, hija del sol197.

p. 294Dicho esto, Hircan realizó unos ceremoniales extraordinarios y pronunció algunas palabras bárbaras; luego, les dijo a Lysis y a Carmelin:

—Tened por seguro que nada podrá heriros de aquí en adelante, solo tenéis que subiros a mi carruaje, que os llevara infaliblemente hasta el castillo encantado en el que se halla la hermosa Panphilie.

Los dos pastores salieron pues con él de la habitación y fueron a la sala donde les esperaba toda la compañía. Hircan les puso un bastón en la mano a cada uno y les mandó que golpearan contra un tiesto viejo, que se quebró enseguida.

—Ved –les dijo–, os resultará tan fácil abrir la cabeza de un monstruo como romper este jarrón. Nada podrá dañaros y, para que veáis que es cierto, vais a ver la prueba.

Diciendo esto, cogió una pala de la lumbre y, aparentando esforzarse en darle un fuerte golpe a Lysis, moderó la violencia de su brazo conforme lo acercaba a sus hombros.

—Es verdad –exclamó Lysis–, solo me has hecho cosquillas.

—¿Y yo? –dijo Carmelin–, quiero probar un poco, os lo ruego.

Hircan apartó entonces la pala del lugar en el que quería golpear y la descargó en las nalgas de Carmelin con tal rudeza que se las estuvo frotando bastante tiempo después.

—Eso no tiene gracia –dijo este–, me parece que queríais darme un severo correctivo*.

—Todo esto es por tu bien –replicó Hircan–, nunca vas a sufrir más daño que el que acabas de sentir, pues aquellos con los que tendrás que vértelas no son tan poderosos como yo y, además, ya puedes estar seguro de no tener nunca más heridas que las que te he hecho.

Carmelin se consoló un poco, aunque habría preferido que le trajeran también muchos tiestos y vasos para probar sus fuerzas, y Lysis habría deseado algo parecido si Hircan le hubiera permitido seguir haciendo pruebas más tiempo. Quería despedirlos enseguida, pero Lysis habló de esta suerte:

—¡Oh, docto mago! ¿En qué estás pensando? ¿No ves que todavía llevamos trajes pacíficos? No pareceremos aterradores si no llevamos ropa de guerreros. En lo que a mí se refiere, quiero vestirme de héroe, de otro modo no me marcharé de aquí. ¿No has visto ese cuadro de la bajada de Teseo a los infiernos que tienes en tu habitación? Dado que voy a hacer la guerra a ladrones y monstruos, como hacía ese bravo guerrero, quiero estar equipado como él198.

p. 295Hircan recordó entonces que tenía en el fondo de un arcón una vieja casaca azul con la que había ido en otro tiempo de mascarada. Su ayuda de cámara fue a buscarla y Lysis, al verla, la encontró muy bonita. Se quitó el jubón para ponérsela y, como solo llevaba medias mangas con escamas y pasamanería con campanillas de plata, se remangó la camisa hasta por encima del codo y la unió con alfileres para tener el brazo desnudo como los antiguos guerreros que se ven en la pintura. Quiso llevar también los muslos desnudos, así que se fue a un guardarropa, donde se quitó los gregüescos y el calzón, y anudó el faldón delantero de la camisa con el trasero. Cuando hubo hecho esto, le trajeron unos botines, que ya había pedido y con los que decidió calzar los pies desnudos y, equipado de esta guisa, se fue al encuentro de los demás. Hubo uno que le dijo que iba muy bien ataviado a la antigua, pero no a la moda de los tiempos presentes, y que no se veía a ningún gran capitán de los ejércitos del rey que fuese así.

—Que se acomoden todos a su antojo –dijo Lysis– y que me dejen acomodar al mío. No me van a hacer creer que los jóvenes hidalgos saben más de la milicia que los héroes invencibles que han colocado en el cielo. No se sabría que deseo ser de los suyos si no los imitara tanto en su ropa como en sus costumbres. Por lo demás, no hay que pensar que sea yo el único en estos tiempos en vestirme como me veis. Voy a mostraros que todos los hombres más capaces que tengamos se han vestido como yo. Es cierto que son escritores, pero es de creer que también son guerreros, ya que tienen el descaro de vestirse como Teseo, Aquiles o Áyax. Y si se me pretende alegar que no son hombres de armas, diré que con mayor motivo debo vestirme como un héroe, visto que personas de tan baja condición lo hacen.

Pidió entonces las obras de siete u ocho poetas franceses que Hircan tenía en su estudio y mostró a todo el mundo cómo, en la primera hoja de cada libro, los autores se habían hecho pintar con una casaca a la griega. Concluía que se vestían de esa manera, puesto que se los había pintado así y, de hecho, había que reconocérselo o bien confesar tranquilamente que esa gente había sido muy fantasiosa y extravagante al hacerse retratar en tal estado. El más ridículo era el retrato de un poeta abogado que, en lugar de larga toga, llevaba una casaca a la antigua, como el héroe de una moneda antigua*, aunque tuviese el aspecto más pedante del mundo. Además, para no poner la palabra jurisconsulto, que no le parecía bastante cortesana para un libro de amor como era el suyo, había puesto como cualidad: consejero de derecho parisino199. Después de que todos se rieran de esas bonitas imágenes, se le dijo a Lysis que le faltaba todavía algo para estar totalmente conforme a su imitación, que no tenía corona de laurel en la cabeza.

—Es que no he conquistado aún victoria alguna, tengo que llevar un casco hasta ese momento –objetó el nuevo guerrero–, pero hay otra falta en la que no pensáis. ¿No veis que esos héroes tienen no sé qué atado alrededor del cuello? No sabría decir lo que es y, sin embargo, es preciso que lleve un adorno semejante.

—Seguro que es una servilleta lo que llevan –dijo Clarimond.

—Te equivocas – replicó Lysis–, eso es hablar indignamente de los héroes: solo los mozos de taberna llevan la servilleta en el hombro.

—Igual hacen los jefes de sala de los príncipes –contestó Clarimond–, pero ahora voy a deciros qué es: lo he pensado mejor. Es una servilleta, ciertamente, pero da la vuelta al cuello de esas gentes y va anudada en el hombro derecho, como si fueran a cortarles el pelo; estoy convencido de que, cuando el pintor llegó para hacer el retrato, el barbero les seguía arreglando el mostacho y se los ha representado en el mismo estado en que los encontráis.

p. 296—Sácate eso de la cabeza –dijo Lysis–, nunca fue una servilleta, ahora sé la verdad. Es una banda que llevan así estos hombres galantes, a diferencia de los gentilhombres vulgares que hacen pasar la suya por debajo del brazo: quiero tener una igual.

—Os daré un pañuelo azul que tengo sin problemas, si lo queréis llevar –dijo Hircan.

—Te agradezco el ofrecimiento –respondió Lysis–, pero no nos pongamos a la tarea con tan poca consideración. No puedo imaginar que las bandas que han de llevar los héroes sean ni azules, ni rojas, ni verdes, ni amarillas: son a mi entender blancas para simbolizar el candor de sus almas.

—Eso es muy difícil de saber –dijo Clarimond–, pues todos estos retratos son grabados de estampas y no están iluminados para poder ver de qué color es la vestimenta.

—Lysis lleva razón al creer que su banda ha de ser blanca –dijo Hircan–, el blanco es el color de los caballeros neófitos: tiene que llevarlo a pesar de que haya oído decir que el rojo es el color de su amada, lo malo es que no tenemos aquí ningún pañuelo blanco. Se me ocurre, sin embargo, una solución para ello: le daré una bonita servilleta de lino que será tan buena como el tafetán. Durante la Liga, los buenos burgueses del partido realista no disponían a menudo de otras bandas para mostrar de qué facción eran200.

—No te llevaré la contraria –replicó Lysis–, tengo demasiadas ganas de vestirme rápidamente a la moda antigua. Traéme el pañuelo que quieras, sea de seda o de hilo, me hará más bravo y más espléndido si viene de tu mano.

Hircan fue a buscar entonces una bonita servilleta blanca que le puso alrededor del cuello y luego la ató con un tafetán rojo en el hombro, para que hubiera al menos ese nudo pequeño que le recordase a Caritea. Mientras tanto, ninguno de los dos dejó de mirar en los libros para comprobar que no hacían nada que no fuera conforme a los retratos de los poetas.

Una vez que Lysis quedó ataviado a su antojo, Hircan puso un morrión en la cabeza del pastor, pero este dijo que le hacía falta una espada y que le rogaba a Clarimond que le prestara una muy hermosa que poseía. Hircan le respondió que quería darle otra que era mucho más apropiada porque estaba hecha a la antigua. Mandó traerla con un tahalí y la colocó al costado de Lysis. Carmelin observaba todo este misterio sin decir nada y su amo, pensando en él, advirtió a Hircan de que se debía vestirlo también como un héroe de la antigüedad. Hircan respondió que bastaba con darle armas a la moda de nuestra época porque no era de tanto mérito como él; de suerte que mandó ir a buscar unas armas muy viejas que habían servido a su bisabuelo y se las puso muy a su pesar. Jamás hubo hombre más asombrado que Carmelin una vez que le hubieron endosado la coraza, atado los brazales y los quijotes201. Decía que lo encerraban en una prisión de hierro, pero fue peor cuando le pusieron el casco: decía que le metían la cabeza en una marmita y nunca pudo soportar que bajaran la visera. Harto Hircan de sus quejas continuas, le hizo creer que, aunque su cuerpo fuera tan invulnerable como el de su amo, no era tan valiente como él y que, para garantizar su coraje, lo más adecuado era armarlo de la cabeza a los pies.

—Pero ¿de qué me servirán estas armas? –respondió este–, me estorban tanto que no sé dónde estoy. No sabría llevarme las manos a la boca, no sabría mover un pie delante del otro y estoy tan cargado que me parece llevar una torre.

p. 297—Esta carga te parecerá ligera a la larga –dijo Hircan– y, tras darle una rondela de cuero hervido, le indicó a Lysis que era tiempo de partir.

Este respondió que se hallaba presto, con tal de que le dieran además una jabalina o una media pica, pero el mago le objetó que nunca le harían falta, de suerte que decidió irse y, después de abrazar a todos los presentes uno tras otro, bajó al patio. Se subió al carruaje con Carmelin, que estaba muy contento de sentarse para descansar de su carga.

—Este es el carro que ha de llevarnos al castillo encantado –dijo Lysis–, acabo de ver a los caballos y no me parece que lleven alas, aunque el mago Hircan me lo haya asegurado varias veces.

—En cuanto estéis encerrados dentro, empezarán a salirles las alas –dijo Hircan– y os advierto, empero, que no se servirán de ellas de momento mientras se encuentren en el suelo y puedan caminar. No tomarán el vuelo hasta que hayan llegado al mar. Será entonces cuando iréis tan deprisa que el carruaje parecerá no moverse, y habrá otra maravilla: que los días os durarán solo unos minutos. Cuando os acerquéis a la isla encantada, es posible que un mago amigo mío os invite a descansar en una isla vecina que le pertenece. No rechacéis los ofrecimientos que os haga.

—Nos gobernaremos según estas reglas –dijo Lysis–, pero, antes de partir, otorgadme el favor de ver a Meliante, por quien voy a llevar a cabo tales hazañas guerreras.

Este gentilhombre se había visto obligado, después de cenar, a escribir algunas cartas a París. Fueron a decirle que lo dejara si quería ver partir a los valerosos campeones. Llegó a su encuentro con una alegría fingida y exclamó desde el extremo del patio:

—¡Ah, valientes guerreros! Ya que os dignáis emprender la liberación de mi amada de su cautiverio, ruego al cielo que favorezca vuestras armas. Adiós, queridos amigos, creed que os ganáis a un hombre que os servirá en la muerte como en la vida.

—Adiós, amigo mío –dijo Lysis–, piensa que haré todo lo que me sea posible para contentarte. No te pido en recompensa sino que, desde mañana por la mañana, vayas a ver a los embajadores de los pastores parisinos para decirles que regresen con los que los enviaron aquí y les cuenten de qué manera vivo y qué felices serían conmigo. Si llegaran antes de mi retorno, ruego también a Hircan que se ocupe de alojarlos como furriel202, pues serán muy numerosos y, sobre todo, que no haya desorden en los pastos. En cuanto a mi primo Adrian, que debe pasar por aquí, me alegraré de que no me encuentre y de que se vuelva a París sin mí. Le podréis decir qué altas empresas me ocupan. Y sobre mi amada, a la que dejo la última porque no sabría hablar de ella sin morir mil veces de dolor, ¡ah, Dios!, no es preciso mandarle disculpas por mi ausencia, pues ya he comprobado que mi presencia no le agradaba en absoluto.

Conforme Lysis terminaba estas palabras, cerraron las portezuelas del carruaje con candados y el cochero fustigó a los caballos haciendo que tomaran el camino a una casa de Hircan que estaba a una legua de allí. Este gentilhombre quería seguir divirtiéndose a costa de las fantasías de Lysis, gracias a una idea extravagante. Amarilis había regresado a su casa la tarde anterior, de forma que, al no tener amante de la que ocuparse, dejó junto a los demás su castillo para seguir al carruaje de los dos guerreros. Hicieron luego un largo recorrido a caballo y, cuando llegaron a la casa campestre, vieron que el carruaje ya había sido desenganchado y que lo habían dejado bajo una arcada cercana a la puerta. Bajaron del caballo con el menor ruido posible y fueron a escuchar los que decían los bravos campeones.

p. 298—¿Ves, Carmelin –decía Lysis–, cómo la boca de Hircan dice la verdad? Ese mago nos aseguró que, cuando llegáramos a la orilla del mar, sus caballos tomarían el vuelo e irían tan rápido que parecería que no nos moviéramos del sitio. Para que veas que es cierto, ¿no notas que el carruaje no se balancea ya? No se oyen ni siquiera las ruedas, aunque sea imaginable que giran al pasar por encima de las nubes. Esto es así porque el movimiento extremo se asemeja a una inmovilidad y te voy a enseñar un maravilloso detalle de doctrina. Leyendo hace un tiempo las Metamorfosis de Ovidio, encontré que el perro Lélape, que se había entregado como presente a Céfalo, perseguía a un animal tan velozmente que un disparo no iría más deprisa. El animal corría tan rápido como él, así que estaban siempre a igual distancia y Lélape daba muchas dentelladas al aire. Al final, el cazador Céfalo decidió recurrir a su jabalina, pero se quedó pasmado cuando, al ir a lanzarla contra el animal, vio que este y el perro solo eran estatuas de mármol en medio del campo.

»Después de esforzarme mucho en encontrale un sentido a esto, he pensado que, si el poeta dijo que esos animales se habían transformado en estatuas, era para representar la velocidad extrema de su carrera y para enseñar a los hombres lo que voy a enseñarles de nuevo: que el movimiento extremo se asemeja al reposo. Es esta una explicación sutil, hay que reconocerlo, y no he querido dejarla pasar, aunque sostengo ordinariamente que las metamorfosis son más verdades que ficciones, pues entiendo que esto no debe menoscabar mi opinión. Tómese esto por una alegoría más que por una mitología. Es conocido que los doctores más sabios hacen alegorías sobre las verdades más grandes que hubo nunca en el mundo; pero, volviendo a mi asunto, ¿crees entonces que es la extrema velocidad de nuestro carro la que impide que conozcamos su movimiento? No eres tan novato como para no haber visto más de una vez pruebas de lo que te intento convencer. Si dieras vueltas muy fuertemente a un bastón o a una cuerda no notarías las distintas sacudidas. Por este motivo nuestros sentidos se engañarían a diario si la razón, que manda sobre ellos, no creyera más que lo que muestran.

—Toda la filosofía que queráis –replicó Carmelin–, pero no me digáis que nuestros caballos vuelan. Cuando me hacéis ver que ahora estamos en el aire, no hay vena que no me tiemble y creedme que, si no fuera porque estoy con vos y porque pienso que no se puede tener mala suerte en vuestra compañía, pediría a gritos socorro y ayuda.

—Espantarías a los caballos y te precipitarían al mar –respondió Lysis–, más vale callarse. Es posible que vayan tan alto que nos lleven al cielo donde veremos cosas de las que los astrólogos solo hablan por conjeturas. Entonces podremos hacer mejores almanaques que todos los que se venden en París. Haré también horóscopos y, para no fallar en mis especulaciones, sostendré en mis manos los astros mismos y veré, al mirarlos, qué fortunas prometen a mis amigos. Si son animados o pueden hablar, o bien si tienen cada uno una inteligencia que los guíe y que hable por ellos, intentaré consultarlos sobre las distintas influencias y sobre otros asuntos particulares. Desde alí veremos el colegio en el que las almas aprenden antes de nacer lo que deben saber un día. Hay buenos espíritus en ese lugar que son sus profesores y les aplican bien la disciplina cuando no aprovechan sus instrucciones. Platón no pensó en ello, aunque hablara mucho de la reminiscencia. Encontraremos también los dos toneles en los que júpiter, al decir de Homero, pone todo el bien y el mal que envía a los hombres. Tengo ganas de que traigas llenas unas alforjas con el bien que encuentres, para que no te me quejes nunca jamás de que eres desgraciado. Espero que nos muestren incluso las ideas de todas las cosas del mundo, y que lleguemos a tan buena hora que asistamos a la ceremonia de alguna apoteosis, es decir, que aparezcamos cuando se haga dios a algún hombre ilustre.

p. 299—¿Cómo vamos a ver algo –dijo Carmelin–, si estamos en tinieblas tan profundas como cuando nos encontrábamos en el vientre de nuestra madre?

—Espera a que esto vaya a mejor –respondió Lysis–, algún buen espíritu vendrá a sacarnos del estuche en el que estamos encerrados.

—¡Ah, qué desgraciado soy! –replicó Carmelin–. Bien puedo afirmar que para mí hay un doble estuche: además del de nuestro coche, estoy encerrado en mis armas como un cuchillo en su funda.

Nuestros geltilhombres oyeron estas palabras, que les deleitaron, y se retiraron cada uno al alojamiento que se les había preparado. Fue allí donde rieron a sus anchas y decidieron dejar a los valerosos campeones en el carruaje hasta la mañana siguiente. Estaban advertidos de que no siguieran hablando, así que, imaginando que estarían dormidos y como era tarde, fueron a acostarse todos para descansar también. Hircan se despertó a las tres de la mañana, tal era su entusiasmo por las fantasías de Lysis, y enseguida hizo levantar al resto con la finalidad de que hicieran todos los preparativos para engañar al valiente pastor. Fue luego al carruaje y, tras abrir las portezuelas, llamó a Lysis con una voz distorsionada. Este, que no dormía ya, le preguntó sin demora lo que deseaba de él.

—Has de saber –prosiguió Hircan– que soy un mago que te debe conducir al castillo encantado, sal y sígueme. Que ese buen hombre que está contigo venga igualmente.

Lysis llamó entonces a Carmelin en voz alta, pero no había manera de que se despertara, y el impedimento que las armas le ocasionaban no alteraba su descanso. El amo lo llamó tantas veces que terminó por despertarse, pero, cuando le mandaron que saliera del carruaje, respondió que le era imposible, que le parecía estar clavado de lo pesada que era la carga que llevaba. Lysis y el mago lo agarraron entonces y lo sacaron del sitio por la fuerza.

—Agarradme por el faldón de la túnica –dijo el mago a los dos guerreros–, voy a haceros entrar por debajo de tierra al lugar al que deseáis ir.

Lysis cogió, pues, a Hircan por la túnica y Carmelin a Lysis por la casaca y así atravesaron grandes establos oscuros en los que los dos guerreros pasaron tanto miedo uno como otro. Finalmente, Hircan, después de hacerles descender algunos escalones, les dijo que tenía que dejarlos, que solo debían seguir andando y estar en guardia. Tras dejar, no sin pesar, a tan buen guía, Lysis anduvo a lo largo de un pasillo al extremo del cual se hallaba una enorme bodega en la que había claridad merced a dos candiles fijados a la pared. Antes de entrar le preguntó a Carmelin si llevaba una buena espada.

—¿Yo, una espada? –contestó Carmelin–. Jamás osé llevar una desnuda, manejaría mejor una hoz. Vos no os acordasteis de darme una espada y yo no me acordé de pedírosla. Tengo esta bandeja grande (así llamaba a su escudo) de la que me serviré, pero ojalá –continuaba– tuviese mi cepillo de carpintero para cepillarle la nariz a los monstruos que encontremos, o mi berbiquí para hacerles agujeros en las nalgas.

—Como solo tienes un arma defensiva y no ofensiva –replicó Lysis–, me tocará a mí combatir por ti y no estoy afligido, pues mayor será mi gloria. Avancemos, pues, y veamos en qué lugar estamos.

p. 300Apenas habían entrado los dos guerreros en la bodega cuando vieron acercarse dos formas de gigantes. Los dos monstruos que corrían hacia ellos se volvían algunas veces tan pequeños como un hombre de estatura normal; luego, súbitamente, alzaban la cabeza hasta la bóveda como si tuvieran un cuello que se alargara con muelles. Carmelin, al verse perseguido por uno de los gigantes, se puso a gritar tan alto como si lo hubieran despellejado vivo; su amo, en cambio, viendo que esos hombres no tenían brazos, no tenía tanto temor e imaginaba que bastaba con cortarles el largo cuello que los hacía horribles. Intentó sacar la espada, pero estaba tan oxidada que era imposible hacerla salir de la vaina. Se percató entonces de que era un guerrero muy poco previsor, yendo al combate sin comprobar si las armas estaban a punto. No obstante, para servirse en la necesidad de lo que tenía, quitó la espada del tahalí y, aun cubierta con la vaina, no dejó lanzar fuertes golpes contra el cuello de los gigantes, pero no les hacía ningún daño, pues solo golpeaba contra un bastón envuelto en arpillera, en cuyo extremo había una cabeza falsa que subía y bajaba a su antojo el que estaba escondido abajo. Fontenay y Clarimond hacían este personaje y se divertían mucho aterrorizando a los dos guerreros; finalmente, Lysis, al ver que no ganaba nada esforzándose en cortarles la cabeza, les lanzó una infinidad de golpes por abajo, así que huyeron rápidamente por el mismo camino que habían traído Lysis y Carmelin.

—No he de desesperar por no disponer de la espada desnuda –dijo entonces Lysis–, hay aquí espíritus malignos que, en cuanto se los toca con el arma que sea, experimentan solución de continuidad (para hablar en términos de filosofía): que vengan, pues, en masa, cuantos más sean, más victorias lograré.

Mientras esto decía el valiente pastor, salieron de una puerta pequeña tres hombres jorobados por delante y por detrás, los cuales tenían unos rostros tan feos que no se les podía mirar sin horror. Uno, que era Philiris, se puso a dar la alarma con dos bastones contra el fondo de un tonel vacío, como si golpeara un tambor, y los otros dos, que eran Meliante y Polidor, se abalanzaron a dar bastantes golpes con la espada de plano a Carmelin y a Lysis.

—¡Ah, gentuza! –decía uno con la voz ronca–. Os mandaremos a cuidar ovejas de nuevo. Qué fácil es vestir a tales rústicos de caballeros y creer que llevarán a cabo la aventura más extraña del mundo.

Lysis, entretanto, se libraba de los golpes lo mejor que podía y, en cuanto a Carmelin, no se le ocurrió pararlos con su escudo y lo sujetaba por el borde como si fuera un plato; al final, se lo arrojó a la cabeza de uno de los monstruos. Habría querido huir luego, pero sus armas le eran tan pesadas que le parecía que, en lugar de servirle, le perjudicaban. Con el fin de desembarazarse de ellas y sacar alguna ventaja dejándolas, se esforzó en quitárselas. Las correas del casco estaban tan gastadas que se rompieron fácilmente, así que lo cogió con ambas manos y lo lanzó contra sus enemigos. Se zafó luego de los brazales, con los que hizo lo mismo, y después se desató el arnés, que les arrojó también, hasta que se quedó desarmado. Uno de sus golpes les alcanzó tan de lleno que quisieron resarcirse. Redoblaron su carga contra amo y criado, a pesar de que Lysis fuera el único que se la devolviese y les diese golpes en la joroba que les servía de coraza. Finalmente, los dos monstruos acorralaron a los dos guerreros y los empujaron con tanta fuerza que los tumbaron al suelo. Se pusieron sobre ellos y, después de pellizcarles la nariz y las orejas, huyeron con el que tocaba el tambor. Lysis y Carmelin se levantaron no sin dificultad, de la debilidad que tenían y, a pesar de todo, seguían creyendo que habían salido victoriosos, visto que habían conservado el campo de batalla.

—¡Ah, cobardes! –exclamó Carmelin–. Habéis huido para morir en otro lugar, pues las heridas que os hemos infligido no os permitirán vivir más; os daba vergüenza morir delante de nosotros pero, si llego a encontraros, os daré cincuenta bastonazos más después de muertos.

p. 301—No es tiempo aún de hacerse el valiente –dijo Lysis–, la falta de consideración más que un verdadero coraje te hace hablar tan alto. ¿Qué vas a hacer, pobre hombre, si vienen más enemigos? Estás totalmente desarmado.

—Tras esto estoy seguro de que no pueden herirme ni a vos tampoco –dijo Carmelin–, pero ¡ay de mí!, ¿han acabado nuestras fatigas? ¿No es un dragón horrible lo que veo aparecer?

Lysis miró entonces hacia un rincón de la bodega en el que no había reparado todavía: allí entrevió a un espantajo que tenía una cabeza de lobo y el cuerpo hecho como el de un cocodrilo. Estuvo un buen tiempo sin osar acercarse, pero, viendo que el mostruo no se movía, se atrevió a descargar un espadazo sobre él. Carmelin le lanzó también una de las piezas del arnés que había recogido, de modo que la máquina empezó a menearse porque estaba atada a un pie desde el que se la balanceaba. Su movimiento les dio tanto miedo a los dos guerreros que creyeron que tenía vida y, a pesar de ello, Lysis tuvo valor suficiente para redoblar sus golpes hasta que la derribó al suelo y la dejó inmóvil. Los ataques fueron tan contundentes que el cuerpo del monstruo, hecho de tela mala, reventó por varios sitios de los que salió borra, heno, papel y algunos harapos, lo que dejó boquiabierto a Lysis, que exclamó de golpe:

—Mira, Carmelin, qué vísceras más feas salen de este horrible animal. Me parece que estamos infestados.

—¡A fe mía, no son más que trapos! –dijo Carmelin–. ¿No los veis?

—Tienes razón –contestó Lysis–, pero es lo que encuentro más admirable, cuando considero que los espíritus han animado tiempo atrás esta máquina llena de porquería para engañar a los hombres. Podría ser también que fuera un dragón de verdad y que todos estos andrajos le han salido del cuerpo, igual que se ven a algunas personas embrujadas vomitar carbones, espejos, escritorios portátiles y otras mercerías. El bueno de Lisandre nos ha dado testimonio de ello en la historia que compuso el gentil Audiguier203. Salieron de su cuerpo semejantes cosas por haber sido curado con encantamientos de las heridas que había recibido en combate.

Mientras los dos campeones se entretenían en observar el horrible cuerpo del monstruo, una voz triste llegó a sus oídos.

—¿No saldré del cautiverio en el que estoy? –decía–. ¿Cuándo se ocupará de socorrerme el valor más insigne del mundo?

Lysis pensó entonces que era Panphilie la que hablaba y, compadeciéndose de su desgracia, le dio una patada a una puerta pequeña que parecía ser la de la prisión. Esta se abrió de inmediato y encontró en una covacha a una joven llorosa que tomó por la amada de Meliante. Era un muchacho joven al que habían disfrazado así y que sabía interpretar muy bien su papel. Se lanzó a los pies de Lysis en cuanto lo vio y, abrazándole las rodillas, lo llamó su libertador. Lysis hizo levantar a tan bella dama y, cogiéndola por una mano, mandó a Carmelin coger uno de los candiles para salir de las tinieblas de la prisión. Panphilie fingía temblar al caminar, de suerte que Lysis le dijo para tranquilizarla que había matado a todos los que la guardaban y que no debería temer ya caer en sus manos. Cuando iban por salas bajas que no conocían, chocándose contra los muebles que encontraban, apareció de nuevo Hircan disfrazado y les dijo con la misma voz que antes:

—Seguidme, héroes incomparables, os pondré a salvo.

p. 302Dicho esto, los condujo hasta el carruaje, en el que hizo entrar a la hermosa Panphilie. Cerró después las portezuelas con los candados y se fue al encuentro de sus compañeros, se vistieron todos como de costumbre, luego montaron a caballo y volvieron con él a su castillo, donde se metieron en la cama para dormir un poco.

El cochero de Hircan, entretanto, tras dejar durante tres o cuatro horas a los aventureros en el carruaje, enganchó los caballos y regresó a donde su amo, siguiendo las órdenes que le habían dado. Mientras el carruaje no se movió del sitio, Lysis siguió creyendo que iba por el aire y, cuando comenzó a rodar, imaginó que ya estaban en tierra firme y que llegarían muy pronto a la casa de Hircan. En efecto, en menos de nada vinieron a abrirle la portezuela y se encontró en un patio que le era muy conocido. Carmelin bajó con él, hicieron bajar también a Panphilie y la llevaron a la habitación de Hircan, que estaba acostado con Meliante.

—Bienvenidos sean los valientes héroes que han liberado a Panphilie de su prisión –exclamó Hircan–. Levantaos, Meliante, e id a darles las gracias.

Este se echó una bata por los hombros y se acercó a abrazarlos con halagos varios. Se volvió luego hacia Panphilie, a la que atendió con fingidas caricias. Ya no le era esquiva, por cuanto los servicios pasados y el cuidado que había puesto en liberarla de su cautiverio le habían ablandado el corazón. Hircan, que se había vestido mientras tanto, mandó traer dos coronas de laurel y puso una en la cabeza de Lysis, tras quitarle el casco, y la otra en la cabeza de Carmelin.

—¿Creéis que me voy a contentar con este sombrero? –dijo Carmelin–. No me protegerá del frío ni de la lluvia; que me den el mío, que había dejado para coger un maldito yelmo. Hace demasiado tiempo que llevo descubierta la cabeza.

—Llevas la cabeza bastante cubierta para alguien que ha salido victorioso –dijo Hircan–, pregúntale a tu amo si los retratos de todos los héroes no llevan la cabeza como está la tuya ahora.

—Que hagan mi retrato completamente desnudo si quieren –replicó Carmelin–, pero quiero que mi verdadero cuerpo esté bien vestido de la cabeza a los pies.

Viendo Lysis que Carmelin no quería saber nada de ataviarse de manera heroica como él, permitió que le dieran su sombrero. En cuanto lo tuvo, le puso la corona de laurel a guisa de cordón y a todos les pareció muy oportuno. En eso llegaron Philiris, Polidor, Fontenay y Clarimond haciendo grandes aspavientos de júbilo por el feliz regreso de los valerosos pastores. Rogaron a Lysis que contara las distintas aventuras que había corrido y este, viendo que estaban todos vestidos y solamente pensaban en oírle, empezó a hablar de esta manera:

p. 303—Tenéis que saber, querida compañía, que, habiendo partido nuestro carruaje de aquí, no nos extrañamos mientras iba por la tierra, pero, cuando fue por el aire, me costó mucho tranquilizar a Carmelin, pues oíamos soplar los vientos, rugir la tormenta y a la mar agitada impulsar las olas hasta las nubes. Por fin, nos quedamos quietos como si quisiéramos dormir y un sabio anciano abrió la portezuela y, para animarnos, nos hizo salir a una montaña en la que nos habíamos detenido. No sé si estábamos en una isla y si era el mago que Hircan considera su amigo y del que nos había hablado; el caso es que nos hizo bajar a una gruta que relucía por todas partes a causa de los diamantes y rubíes que recubrían todos sus muros; allí, tras disponer un mantel muy blanco sobre una mesa de mármol negro, nos sirvieron diez o doce platos de carne de la que comimos hasta saciarnos y luego bebimos un vino tan delicioso que no creo que el néctar sea más agradable. Carmelin estaba tan asombrado que reconocía no haber sido tan bien tratado jamás.

—Tachad esto de vuestra lista –dijo Carmelin–, todo lo que decís es falso, salvo que me corrija la compañía. No digáis que he hecho una buena comida con vos: no he comido nada desde que salí de aquí.

—¿Cómo habrías vivido entonces? –replicó Lysis encolerizado–. Hace por lo menos quince días que salimos de aquí, ¿los pasaste sin comer? ¡Ah, impúdico! Si no fuera por respeto a los aquí presentes te castigaría como mereces, pero no ha de interrumpirse mi relato por tan poca cosa como tú.

»La compañía sabrá, pues, que el anciano, después de habernos dado de comer a los dos, sin desarmarnos, nos llevó a un jardín donde parecía que los dioses hubieran desposado a la primavera con el otoño, ya que se veía allí relucir un sol claro y sin ardor, y se encontraba empero fruta madura en todos los árboles cerca de un arriate que estaba lleno de toda suerte de flores. En cuanto al invierno y el verano, creo que habían sido desterrados a perpetuidad y que uno se había ido a abrasar Mauritania y el otro se había ido a helar Escitia. El lugar estaba habitado por grandes aves amarillas y verdes que se ocupaban de cultivarlo. Unas cortaban con el pico las ramas inútiles y otras segaban las lindes de las empalizadas. Las había que traían agua en conchitas para regar las plantas y otras hacían ramilletes; pero lo más admirable, con mucho, era que hablaban como los hombres y se decían unas a otras lo que había que hacer con mucho raciocinio. Aprendí de ellas algunas reglas de su república y me llevaron a ver a sus hembras y a sus crías. Vi también todas sus provisiones y les oí cantar melodías con las que se divertían entre ellas los días de asueto, así que les juré que me habría encantado metamorfosearme en ave para llevar una vida tan deliciosa como la suya. Me respondieron que no era tan agradable como pensaba porque, aunque estuviesen en un lugar muy ameno, apenas tenían descanso, habida cuenta de que estaban en cautividad y que solo eran los renteros y no los propietarios de tan hermosa tierra, que pertenecía a hombres que vería si quería ir más adelante. Caminé tanto que llegué a sus murallas, las cuales eran tan altas que no tenían fuerza para volar por encima; mi guía me abrió un portillo y pasé con él y con Carmelin.

p. 304»Vimos un campo muy seco y arenoso en el que había hombres completamente desnudos que no tenían en el cuerpo ni carne ni grasa y estaban cubiertos solo de una piel transparente como el papel aceitado. Se veían a través de sus huesos, sus venas, sus nervios, sus músculos y sus intestinos, de suerte que se habría aprendido bien anatomía con mirarlos. Se mostraba también su corazón al descubierto y lo que estaba impreso en él; por ejemplo, en uno se veía el rostro de una hermosa dama que era su amada y, en otro, un gran montón de dinero que adoraba como su dios. Se veía incluso una figura jeroflífica de las palabras que iban a decir desde el estómago hasta la garganta y, como no tenían pelo, se podían percibir también las extrañas fantasías que allí ponían en imágenes variadas y diversamente coloreadas. A pesar de que mi guía se burlase de ellos, encontraba su conversación muy divertida y me separé de ellos con gran pesar. Se acercaban muy tranquilamente a mí, pero huían de Carmelin porque iba armado y temían que viniese a abrazarlos, o que les tocara solo de pasada y desollara su delicada piel. Me habría encantado vivir con hombres que no podían ocultar lo que pensaban, aunque lo desearan; pero el anciano me dijo que, si hubiera visto a sus mujeres, que yo prefería al sexo masculino, habría odiado enseguida a este pueblo, por cuanto su talante no era el de dejar que se entrara en sus asuntos y, al tener el cuerpo diáfano como sus maridos, se ponían vestido tras vestido para esconderlo, por miedo a que se viesen sus extrañas imaginaciones. Para contentar mi curiosidad me llevó a un horno bajo tierra en el que esas gentes metían a sus hijos para hacerlos tan transparentes como ellos, pues no lo eran en el vientre de sus madres. Puse uno de mis dedos en el fuego por ver si estaba muy caliente y Carmelin quiso hacer lo mismo, pero nos quemamos tanto que lo retiramos de inmediato. Si queréis comprobar que es verdad, mirad mi mano derecha y la de Carmelin también.

Clarimond y algunos otros miraron entonces sus manos en las que encontraron pequeñas rojeces que estaban allí por casualidad, así que todos afirmaron que Lysis era creíble en cuanto decía. Carmelin, sin embargo, no hacía más que hablar aparte consigo mismo, como si le contrariase todo lo que decía su amo.

—Caminando siempre con el anciano –prosiguió Lysis– encontré un río que, a pesar de ser muy transparente, no lo era más que los cuerpos que acababa de ver. Como mi guía me invitó a atravesarlo, le pregunté si no había barca ni puente. «Venid por este puente», me dijo riéndose, y al punto lo vi caminar en el aire por encima de las aguas; le aseguré que no podía hacer lo mismo, pero me vino a coger por la mano y a Carmelin también y, tras hacernos andar por el mismo sitio que él, nos quedamos pasmados al sentir resistencia bajo nuestros pies, como si hubiéramos caminado sobre la tierra cuando pensábamos ir por el aire. Como mis ojos se habían vuelto más agudos supe que estábamos en un puente de cristal, tan claro que parecía que no hubiese más que el agua. Carmelin, que seguía engañado, no caminaba encima sino con gran temor. Al final del puente había una torre cuyos muros eran de un cristal bastante sólido y visible; sin embargo, el suelo era, al igual que el puente, de un cristal tan transparente que, habiendo subido por curiosidad, no me atrevía a andar encima, imaginándome que no había nada en absoluto, pues veía desde lo alto la tierra que estaba debajo hasta los cimientos. Supe que era una frontera del país de los hombres diáfanos y, después de caminar una media hora con el anciano, me encontré en un campo muy estéril. «Hace bastante tiempo –me dijo– que caminamos, os voy a ofrecer un refrigerio en el hermoso palacio que tengo aquí». Creía que se burlaba de mí, pues no veía ningún edificio y, a pesar de ello, me aguantaba pacientemente.

p. 305»Al ver que no le respondía me dijo: «Creo que dudáis de mi poder, vais a ver los efectos». Acto seguido, volviéndome hacia oriente, al mediodía, a occidente y al septentrión, vi que de cada lado se acercaba un lienzo de pared. Esos cuatro edificios voladores se juntaron y formaron uno solo, que era una sala muy bella en la que nos escontramos. Al instante, cayó encima una cubierta en forma de cimborrio, en lo alto de la cual había una lucerna con una vidriera por la que entraba el día. Mientras mantenía la cabeza levantada para mirarla, no veía que crecía una mesa redonda bajo mis pies con tres escabeles. Carmelin se dio cuenta enseguida porque tiene el entendimiento fijado en las cosas que conciernen a la reparación de la sustancia. Me advirtió al momento y me dijo: «He aquí una bonita mesa, pero sería mucho mejor no ver que que es tan bonita. Habría más honor para su dueño si estuviera colmada». «Sentémonos alrededor –dijo el anciano–, mis criados nos servirán algo ahora mismo». Yo creía que el mago seguía burlándose de nosotros, pues, al mirar por toda la sala, no vi a nadie. Las paredes estaban recubiertas tan solo con algunos tapices de gobelinos* y no sabía si los criados se escondían detrás de ellos204. «¡Vamos, muchachos! –exclamó entonces el mago–, llevamos esperando bastante tiempo: ¿no hay nadie ahí dentro para atender?».

»Miraba en ese momento la historia que representaba un tapiz: eran las nupcias de algún emperador romano y, de repente, vi que todos los personajes empezaron a moverse y cantidad de esclavos llevando bandejas a la mesa de su amo salieron de la colgadura y caminaron por la sala como si estuvieran vivos, y vinieron a servirnos lo que tenían. Para mostrar que no era algo fingido, la parte del tapiz de la que habían salido se había quedado vacía y solo se veía el cañamazo, de modo que los hombres que se acercaban a a servirnos eran de lana y seda. Nunca había visto criados semejantes y, cuando el anciano me instó a comer de lo que habían puesto en la mesa, le respondí que no acostumbraba a comer tapicería. «Es pastelería* de la buena –replicó Carmelin con mucha gracia–, acabo de probar el cuerno de un hojaldre tan apetitoso que ojalá todos los demás cuernos se le pareciesen, habría cola para tenerlos». Me convenció, así que comí de un pastel de verduras y de algunas confituras que hallé excelentes. La sed me obligó a pedir también de beber a los esclavos romanos. Me trajeron un vino tan delicado que me hizo olvidar el gusto del que había bebido antes en la gruta del anciano.

»Carmelin, por su parte, bebió más de diez veces y, como los esclavos tomaban las frascas del aparador del tapiz, decía a cada momento: «¡Ah, cómo se ve que este es un vino de tapiz! Pasa por la garganta en chorros más finos que los hilos de oro y seda». Este buen camarada estaba tan contento que me decía: «Amo, dejemos ahí a Meliante y a la hermosa dama encantada; culminemos aquí nuestra aventura; quedémonos, hacedme caso. Ni los pastores, ni los caballeros, ni los reyes son tan dichosos como nosotros. No nos costará nada alimentar a los sirvientes ni comprar las viandas: todo saldrá de ese tapiz». «¿Crees que toda esta dicha pueda durar mucho tiempo? –le respondí–. Acabamos de comernos todas las provisiones que había ahí y no sé si esos grandes senadores romanos que veo a la mesa del tapiz se enojarán con nosotros. Hemos distraído a sus esclavos de su servicio y dado buena cuenta de lo que estaba preparado para su boca. Hace tiempo que están esperando y el segundo plato no llega: creo que se aburren bastante y que ya no se dignan en probar lo que tienen ante sí». «No les faltará lo necesario –me dijo el mago– y nunca serán tan malvados como para enfadarse con nosotros. Si están tan quietos ahora es porque piensan en una gran expedición guerrera que quieren emprender. Por lo demás, aunque estuvieseis aquí cien años, tampoco os faltaría de nada, pero estoy desolado por no poder tener más tiempo a tales huéspedes».

p. 306»Conforme decía esto, los esclavos recogieron nuestros platos, vasos y botellas y, con todo ese menaje, retornaron al tapiz, lo que me pareció tan maravilloso que no salgo todavía de mi asombro. El cimborrio de la sala se levantó entonces y se fue volando al cielo, y la mesa se escondió en el suelo; luego, los cuatro muros se volvieron a los cuatro puntos cardinales del planeta. Encontramos entonces nuestro carruaje en el campo y, después de subir a él con Carmelin, agradecí al anciano el honor que nos había hecho. Volvió a encerrarnos como estábamos antes y creo que los caballos emprendieron de inmediato el vuelo, pero nosotros nos pusimos a dormir hasta que un sabio nos vino a avisar de que estábamos en la prisión de Panphilie. Fuimos de su mano por lugares tan horribles y llenos de tinieblas que el propio Hércules habría perdido la compostura.

—Aquí es donde empezáis a contar la verdad –dijo Carmelin, que no podía ya contener su lengua–: es verdad que un anciano sabio nos sacó del carruaje para llevarnos a esa prisión, pero antes no habíamos visto a ningún otro y no sé cuáles son todas esas aventuras en la que me mezcláis. Las habéis soñado mientras dormíais en el carruaje y, como lo sueños de los hombres no se parecen, aunque duerman en el mismo lugar, mi mente no se entretuvo en semejantes fantasías. Disculpadme, os lo ruego, si hablo con franqueza, pero de todo lo que habéis contado nada me enoja tanto como las comidas que he hecho con vos con tanta glotonería. Tengo ahora más hambre que un cazador y os sigo asegurando, como hace un momento, que nada ha entrado en mi cuerpo desde que salimos de aquí dentro. Para que veáis que es cierto me ofrezco a vaciar mi vientre en un lugar apartado y los entendidos en esta materia juzgarán si habré echado lo que tomé la última vez que cené aquí, o si será alguna otra cosa más exquisita. Después de comer tanta tapicería encantada, debería arrojar por abajo bonitas madejas de lana y de seda o, mejor, preciosos hilos de oro. Me gustaría que fuera así, sería todo un honor: se diría que yo producía oro y no basura.

—Cállate, Carmelin –dijo Hircan–, tus propuestas y tus réplicas son feas, sigues pensando que estás con tu enfermo hipocondríaco, que sabía el peso y la medida de todas tus deposiciones. Digas lo que digas, ha de creerse a Lysis antes que a ti y la compañía te suplica que no interrumpas más su narración.

Carmelin se vio obligado a callar y, como el resto guardó también silencio, su amo siguió hablando de esta suerte:

—Cuando nos dejó el anciano nos encontramos en una bodega en la que había luz, pero solo era para mostrarnos las cosas más horribles del mundo. Se nos presentaron dos gigantes tan grandes que no sé cómo no rompían la bóveda cada vez que alzaban la cabeza. Lo más admirable era que, a veces, se hacían tan pequeños como nosotros para coger todas las fuerzas, como es de esperar y, aunque fueran mancos, nos hacían mucho daño golpeándonos. A pesar de ello, los puse en fuga y solo me quedó combatir con dos feos jorobados que vinieron hacia nosotros espada en mano. A cada golpe que me daban en el casco me parecía que salían más chispas que de un hierro candente golpeado por el herrero en el yunque. En cuanto a mí, no pude sacar nunca la faca fuera de la vaina, pero no dejaba por ello de darles violentos golpes.

p. 307»¡Qué pena no tener una maza que tuviera tantas puntas de clavos como la de Hércules! O bien una media pica, como le había pedido a Hircan antes de partir. Me juró que no me haría falta nunca y, sin embargo, si hubiese tenido una, me habría servido de mucho: mis enemigos no me habrían durado tanto. Recuerdo que en la profecía que hicisteis para mí, ¡oh Hircan!, dijisteis que la paloma se cubriría con las plumas de un águila y que destruiría a los halcones: estoy convencido de que soy esa paloma sin hiel convertida en águila y, en realidad, los halcones que he destruido son mis enemigos. Dijisteis que el gabán rústico se tranformaría en coraza militar: eso vale para Carmelin y para mí también, pues la casaca que llevo bien vale una coraza. Luego venía que la bandolera del zurrón había de mudarse en tahalí de espada: eso no ha dejado de cumplirse conmigo, pero cuando pienso que la vara debía transformarse en media pica y no he visto nada de ella, me parece que hay un fallo en este lance.

—No hay que ser tan escrupuloso –dijo Hircan–, las profecías no deben tomarse al pie de la letra. Dije todo eso como una figura de estilo. Basta con que os convirtierais de pastor en hombre de armas y que, según mi promesa, hayáis sacado a Panphilie de prisión.

—Voy a proseguir, pues, mi narración –respondió Lysis– con un ánimo más complacido. A pesar de que me defendiera lo mejor posible contra los soldados jorobados, la desgracia quiso que me dejase caer, y Carmelin también, al encontrar unas piedras bajo los pies. Enseguida se nos echaron encima los jorobados y, sabiendo que éramos invulnerables, imaginaron que para hacernos morir tenían que asfixiarnos. Nos querían sacar el alma del cuerpo con algún secreto nuevo, por lo que puedo conjeturar ahora, pues nos pellizcaron la nariz con todas sus fuerzas para que saliera por ahí al sonarnos, ya que no podía salir por ninguna herida. Al cabo, les dimos a ambos tal empellón que se vieron obligados a dejarnos. Fue entonces cuando distinguimos a un dragón de apariencia terrible hacia el que avancé y, a pesar de la dureza de sus escamas, le causé una enorme herida en el lomo y de ella murió. Me dirigí después a una mazmorra donde estaba Panphilie, la saqué de esos subterráneos y, por senderos inciertos, la llevé hasta nuestro carruaje con la inestimable ayuda del mago, con el que me volví a encontrar. Y ahora ha de saber Meliante que le traigo a su bella amada tan casta como la encontré y, a pesar de haber estado encerrada con dos hombres, no se la ha tocado más que si hubiera permanecido con dos estatuas. Yo ni siquiera le hablaba por miedo a que imaginara que deseaba corromperla y el recuerdo de Caritea me hacía resistir a todos los malos deseos que pudieran asaltarme. En cuanto a Carmelin, como es muy inconstante, le impedí de todas las maneras posibles que intentara nada y pienso que me porté tan bien que ella no tiene motivo de queja. Os dirá cómo dispuse que se colocara detrás y Carmelin delante y cómo me puse en la portezuela para poderlos separar.

Una vez hubo terminado Lysis su relato, no quedó nadie que no reconociese en su fuero interno que la narración era excelente y, aunque supieran la mayor parte de los detalles de su aventura, la describía con tanta ingenuidad que le añadía más gracia de la que cabría esperar. En cuanto al sueño que tomaba por encantamientos, todos admiraron la variedad. Meliante volvió aempezar con los agradecimientos cuando se vieron interrumpidos por las palabras de Carmelin:

—¿Y a mí no me van a dar las gracias? ¿Se piensa que no he pasado fatigas? ¿Voy a soportar que mi amo intente empañar mi reputación tachándome de impúdico?

—La mala opinión que tiene de ti –dijo Clarimond– no es más que una ilusión.

p. 308—Eso no es todo –prosiguió Carmelin–, no quiero que al contaros la victoria lograda contra los mostruos os haga creer que ha sido solo gracias a él. Si se le toma juramento y se le hace levantar la mano, no negará que le ayudé mucho.

—Reconozco que eres el fiel compañero de mis trabajos –dijo Lysis–; si soy Hércules, tú eres mi Euristeo; si soy Teseo, tú eres mi Pirítoo205. Discúlpame si he olvidado que me ayudaste de una manera extraordinaria y que te mostraste tan valiente lanzándoles tus armas como otros conservándolas. Si se me ocurre algún día mandar hacer cuadros o estatuas para ilustrar mi historia, puedes estar seguro de que no se te olvidará y de que se te dejará en buen lugar. Con todo, ahora que lo pienso, una vez vencidos nuestros enemigos no había peligro en recoger tus armas para traerlas aquí, pues, si algún malévolo las encuentra, irá a decir aquí y allá que has sido tú el derrotado. Me arrepiento también de no haber cogido todos los despojos que pudiéramos encontrar de los monstruos con los que combatimos y dar así pruebas visibles de nuestro valor a todo el mundo. Había que traer aquí el tambor de los soldados jorobados con la cabeza y las entrañas del dragón encantado: habríamos izado un trofeo en el extremo de una pica delante de este castillo.

—Los caballos no habrían volado tan alegremente si hubieran tenido que cargar con tantas cosas –dijo Carmelin.

—Contentémonos, pues, con lo que se ha hecho –contestó Lysis–, pero, si Meliante pasa algún día por la isla encantada, le rogaré que haga levantar una pirámide en nuestra goria.

Después de algunas otras intervenciones, Hircan invitó a la compañía a pasar a la sala para almorzar. Todos asistieron excepto Panphilie porque el muchacho que hacía ese personaje tenía prisa por retomar su traje primero. Lysis preguntó a Meliante qué había hecho con su amada. Le respondió que la había encerrado en una habitación, a donde le llevaría todo lo que necesitara, hasta que pudieran regresar a su país porque le gustaba vivir en soledad. Tras el almuerzo, llegaron Oronte, Anselme y Montenor al castillo de Hircan. Lysis llevaba todavía su traje de héroe, lo que les pareció la cosa más divertida del mundo, pero tuvieron aún más diversión cuando él y Carmelin les contaron brevemente sus diversas aventuras. Terminados estos relatos, Lysis se acordó de preguntar si los embajadores parisinos habían regresado y si había llegado ese ingente número de pastores de los que habían venido a dar cuenta.

—Los embajadores se fueron –respondió Oronte–, pero no hemos oído hablar más de ellos y no sé qué impedimento han podido encontrar todos esos pastores honrados que deberían venir aquí.

—Me extraña que no hayan venido –dijo Lysis–, hace por lo menos quince días que salí de aquí para ir al castillo encantado, pues las horas pasaban tan rápido como momentos dentro del carruaje de Hircan. ¿No será porque han sabido de mi ausencia? ¡Ay, Dios! No es bueno alejarse de un pueblo que se debe gobernar. Todo se corrompe, todo se altera; me doy cuenta ahora, pues hasta Oronte se ha licenciado y ha dejado el traje de pastor para recuperar el de gentilhombre.

—Vos no habéis hecho menos –dijo Oronte–, ¿no lleváis acaso un traje que no responde a vuestra condición?

—Solo lo he tomado por necesidad –replicó Lysis– y te juro que, aunque a algunas personas les parezca que me sienta muy bien, mañana mismo me lo quitaré para retomar el traje pastoril: me basta con que se me vea vestido de héroe un solo día en esta región para mostrar que lo soy, y lo seré tanto como me plazca, y no me hago pastor sino para vivir con un ánimo más tranquilo.

p. 309—Entonces me permitiréis también –dijo Oronte– que conserve la vestimenta que llevo por hoy y por algunos días más, pues tengo ganas de ir de caza y me parece que voy bastante bien vestido de cazador.

—No dejáis de tener razón –dijo Lysis–, la caza es un ejercicio que no está vetado a los pastores y, en lo que hace a los héroes, los libros nos enseñan que lo practican todos. El traje que llevo invita a ello. Todos los que están aquí serán de la partida si les place.

Todos secundaron la propuesta de Lysis, e Hircan, Oronte, Anselme, Montenor y Clarimond montaron tranquilamente a caballo; en cambio, a Fontenay, Philiris, Meliante y Polidor, que estaban vestidos de pastores, Lysis no les permitió que montaran si no se ponían una casaca de caza, con el fin de tapar el traje pastoril que, a su parecer, no le sentaba bien a un caballero. En cuanto a él, al verse vestido de jefe guerrero de la antigüedad, no tuvo dificultad en montar a caballo como había hecho siempre. No quiso más armas que un venablo para utilizarlo en forma de dardo y varias veces deseó que fuera el dardo de Céfalo que no dejaba nunca de alcanzar a la presa. Se prometía que, si hubiera tenido uno igual, se habría servido de él más juiciosamente de como lo había hecho ese miserable cazador y que no habría matado a su querida esposa porque no habría sido tan tonto de lanzarlo sin ver primero al animal al que quisiera dar muerte206. Permaneció largo tiempo pensando si debía quedarse con los botines o si debía coger unas botas con espuelas. Al final, decidió que iba bien ataviado y, al recordar que había visto varios caballeros antiguos retratados sin espuelas, quiso que le quitaran las suyas. Otra gran duda fue saber si habían de darle un sombrero o se quedaría solo con la corona de laurel. Esto le hizo bajar del caballo para volver a la habitación de Hircan: allí había un libro de pintura en el que vio a varios capitanes sin sombrero, gorra ni gorro y coronados de laurel. Volvió, pues, con la resolución de no cambiar de tocado, aunque Philiris le hablara de esta suerte:

—Es cierto, Lysis, que en los tapices y en los cuadros podéis ver a un emperador romano en medio de su ejército sin morrión ni capacete* y con la cabeza cubierta de una sencilla corona como vos, pero eso no quiere decir que fueran realmente así. No tendrían ninguna ventaja: estarían peor armados que los simples soldados y, con el primer golpe, podrían hacerles peligrosas brechas en la cabeza. Eso es que los pintores se alejan a veces de la historia para acomodarse a su arte y nos pintan a un hombre con la cabeza desnuda y coronado de laurel para hacer que los demás lo reconozcan como el emperador, aunque no llevase nunca semejante corona.

Esta explicación no impidió que Lysis se quedara en el estado en que estaba. Los cazadores salieron, pues, del castillo de Hircan sin más miramientos y dejaron a Carmelin, que no quería montar a caballo ni molestarse tanto para capturar un mísero animal. Cuando estuvieron en el campo, Lysis preguntó dónde estaba la jauría de perros y dónde las redes y los lazos, y si el boato era tan grande como el de la caza del rey Diceo en la Franciada207. Le mostraron algunos lebreles y le dijeron que tenían la intención de ir a la caza de la liebre.

—¿Cómo, me he dado el trabajo de montar a caballo por tan poca cosa? –dijo él entonces–. ¿Pensáis que me importa perseguir a un animal tan miedososo? Hay que dejar ese oficio a la delicada Venus, que no se atreve a ir tras animales más peligrosos. Me acuerdo bien de los reproches que le hizo a Adonis y bien sé la desgracia que le sucedió por no haberla creído y, a pesar de ello, no quiero dejar de ir tras los animales más feroces. Yo, que he derribado gigantes, monstruos y dragones no soy menos valiente que ese guapetón. Corred tras vuestras liebres cuanto os plazca, que yo me iré al pie de una montaña a esperar que baje un león rugiente, como hizo el joven Ascanio en Virgilio208.

p. 310—No os percatáis de que esto no es África –dijo Clarimond–, no hay leones aquí, pero Virgilio hace algo parecido a vos en otro lugar, pues hace luego que Eneas cace ciervos como si estuviera en Europa. No creo que se encuentren en esa región tan fácilmente y en tanta cantidad como dice, pero es que el bueno de Virgilio estaba en Italia cuando lo componía: se imaginaba que Eneas estaba también allí.

—Si no encuentro leones en esta región –replicó Lysis–, encontraré al menos algún jabalí tan furioso como el de Erimanto: contra él pondré a prueba mis fuerzas.

—Entonces deberíais tener aquí a vuestra Atalanta209 –dijo Clarimond.

Durante la conversación los perros levantaron una liebre que persiguieron a través de los rastrojos de un llano. Los cazadores fueron también tras ellos y, como Lysis no sabía qué hacer si no los acompañaba, los seguía mitad de buena voluntad, mitad por la fuerza porque el caballo, que no manejaba a su antojo, se empeñaba en llevarlo con los demás por la costumbre que tenía. En la violencia de la carrera el pobre héroe que iba encima no pudo evitar que se le cayera la corona de laurel y que el viento levantara la servilleta que llevaba en los hombros en lugar de pañuelo y le cubriera toda la cabeza. Su desconcierto se acrecentó con las sacudidas que recibió al mismo tiempo, de manera que dejó caer el venablo y se abrazó al cuello del caballo por miedo a caer. Los cazadores, después de disfrutar algún tiempo viéndolo en tal estado, ordenaron a un lacayo que detuviera la montura y le devolviera la compostura.

Poco tiempo después capturaron la liebre y Oronte quiso llevar a la compañía a su casa, que no quedaba lejos. Floride, Leonor y Angélique recibieron un placer sin igual al ver a Lysis en tal estado. Se le veían las piernas y los muslos descubiertos hasta la mitad y los brazos desnudos también, pero salpicados en algunas partes de cierta roña que podría pasar muy bien por sarna. La mugre no faltaba tampoco para alegrar la vista con tal variedad. En cuanto a la casaca, era tan bonita que les habría servido a los ropavejeros de París para alquilar a los dependientes que se disfrazan antes de Cuaresma. Hircan contó a las damas en pocas palabras los peligros que había arrostrado desde que lo habían visto, lo que las colmó de admiración. Lysis, entretanto, tenía muchas ganas de mostrarse ante su amada con su traje heroico y se fue a buscarla por toda la casa. Entró incluso en el jardín y llegó a un bosquecillo en el que encontró un aliso tan espléndido que decidió escribir algo en su corteza. Sacó un cuchillo del bolsillo y grabó primero el nombre de su amada y el suyo. A Clarimond y a Philiris, que lo sorprendieron en esta tarea, les pareció muy buena idea, pero Lysis les dijo que deseaba hacer algo muy distinto y que tiempo atrás había compuesto un discurso expresamente para grabarlo en un árbol cuando tuviera la oportunidad.

—Tenéis que recitarnos ese discurso –dijo Philiris–, no podemos esperar a que esté escrito para verlo y, además, no está fuera de lugar que nos lo digáis antes, si tenéis en alguna estima nuestro consejo: aquel que quiere sacar algo a la luz está siempre encantado de conocer el parecer de sus amigos.

—Eso es hablar como un hombre razonable –respondió Lysis–, escuchad, pues, lo que voy a poner: «¡Oh, hermoso árbol!», eso diré. «Ya que está previsto que sirvas de papel de periódico a los amantes de esta comarca, haz este oficio para el pastor más fiel que nunca llevase una vara. Recibe en tu corteza los divinos caracteres que componen el nombre de mi amada y soporta también que trace aquí el relato de mis desvelos, con el fin de que se los puedas mostrar algún día a quien los causa, cuando venga a descansar a tu sombra. Ojalá crezcas una brazada de año en año y las letras que llevas aumenten contigo de tal forma que nuestros viejos pastores puedan reconocerlas desde media legua sin catalejo».

p. 311—Eso está muy bien para ser recitado –dijo Clarimond–, pero no creo que podáis ponerlo todo en un árbol.

—¿Por qué no? –contestó Lysis–. Leí cierto libro en el que se hablaba de un pastor que había escrito en un álamo un discurso seis veces más grande que el mío.

—Tenéis razón –respondió Clarimond–, lo he leído igual que vos. Ese discurso es tan largo que, aun cuando se escribiera desde la cima hasta el pie y no se dejaran siquiera las ramas ni las hojas inútiles, no creo que se pudiera poner entero: es que son despropósitos habituales de las novelas y por todas partes veis que se escriben odas enteras en los árboles, cuando apenas cabe un soneto. No se encuentran fácilmente cortezas tan anchas y apropiadas: todo lo más que se puede hacer es grabar iniciales o alguna divisa pequeña. No sé cómo tantos autores dan en poner cosas imposibles e incluso otras de las que podrían saber la verdad tantas veces como quisieran. Pareciera que no hubieran visto un árbol y que no se hubieran movido de una prisión; pero lo más estúpido es que no piensen en lo que se presenta continuamente ante sus ojos y, como los que han venido antes que ellos han dicho que los amantes escriben largos discursos en la corteza de los árboles, acaban poniendo semejantes cosas en sus historias a falta de mejor invención.

»Pero lo que encuentro más gracioso es que hagan grabar eso en un momento, como si fuera tan fácil como escribir en un papel. No se dan cuenta de que harían falta más de quince días para grabar tantos caracteres y formarlos tan bien que puedan leerlos todos como pretenden; algunas veces ponen incluso que se reconoce bien por los trazos de quién es la escritura. Aunque todos esos discursos se inscriban de la mejor manera posible, quieren hacernos creer que sus amantes los han hecho sobre la marcha. Introducen también a hombres que se responden en verso uno a otro sin haber estudiado antes lo que iban a decir y les hacen escribir cartas de amor en un santiamén. Es algo ciertamente maravilloso: está comprobado que los mismos que deberían ser más doctos, y por tales se tienen, que aquellos de los que describen los amores, se harían ermitaños gustosamente para dedicarse a embellecer una sola frase y no hay correo tan lento que no tuviera tiempo entretanto de ir dos veces a Roma.

—Hay explicaciones para todo lo que decís –interrumpió Philiris–, aunque nuestros autores hagan grabar tantas y tan largas cosas en los árboles, no dejamos de leerlas con placer, tomándolas por ficciones; y, en cuanto a las cartas y versos que un amante hace sobre la marcha, con tal de que no haya nada mal hecho, estamos bastante contentos y no tenemos los escrúpulos que tenéis; al contrario, experimentamos una satisfacción mayor al ver que los que aman tienen una mente tan pronta y tan viva, y la historia resulta aún más agradable.

—Renuncio –replicó Clarimond–, sois, pues, de los que, al ver en una novela algo fuera de lo razonable y contra la costumbre común, imaginan que es lo que hace que la aventura sea más maravillosa.

—Cállate, Clarimond –dijo Lysis–, eres el espíritu de la contradicción: Philiris me gusta mucho más. Ha hablado tan bien en defensa de las historias amorosas que no se puede decir mejor.

—Os agradezco el honor que me hacéis –contestó este–; os aconsejo, sin embargo, que no os entretengáis en grabar vuestro discurso en este árbol, no siendo que fracaséis y le deis motivos a Clarimond para burlarse de nosotros. Además, os voy a advertir de algo importante: no es un buen presagio escribir vuestra pasión en una corteza, porque se podría deducir de ello que vuestro amor solo quedaría grabado en la corteza de vuestro corazón y que, por lo tanto, no podríais nunca grabarlo más dentro del corazón de Caritea.

—Esta razón parece engañosa –respondió Lysis– y, con todo, hay no sé qué en ella que me choca.

p. 312—¿Qué manera de hablar es esta? –dijo Clarimond–. ¿Os habéis golpeado contra el saliente de alguna peña o ha venido un toro a daros con sus cuernos? ¡Vuestro gran amigo Philiris los tiene tan grandes que se choca con todo el mundo!

—Qué poco sabes –replicó Lysis–, no has frecuentado a las mentes más brillantes de Francia, visto que ignoras que, cuando alguna idea no nos satisface por entero, se dice que nos choca; no que sea algo visible y que nos hiera el cuerpo, pues, siendo todo él espiritual, no puede afectar sino a la mente.

—Ahora sí que estamos bien –dijo Clarimond–, me gustaría saber qué entendéis por la palabra idea. Es cierto que para acomodarme a vuestro humor he hablado varias veces de esas buenas ideas igual que vos, pero me disgustaba bastante y no puedo esperar más para descubríroslo. Decidme si sería un crimen ahora entre vuestros poetas hablar de una concepción. ¿No usan ya esta palabra por miedo a que se crea que hablan de la concepción de una mujer?

—No rechazo la palabra concepción –contestó Lysis–, quiere representar la cosa cuando se la concibe, pero la palabra idea parece ser más general, pues significa todas las cosas en las que podemos pensar. A pesar de ello, reconozco que me extrañé la primera vez que oí usarla; sobre todo porque no se habla de eso en el colegio y me ha costado mucho acostumbrarme. En lo que hace a las agudezas, todos saben lo que son, propiamente una pirueta verbal, una alusión o algo parecido.

—Es verdad lo que decís de esta –dijo Clarimond–, pero, en cuanto a lo que es una idea, creo que es algo que imagina el poeta para embellecer su discurso, como podríais decir: mi amada se ha levantado tan temprano que la aurora se ha dado la vuelta de vergüenza al creer que se había levantado más tarde que el sol. Se sabe que eso no es así y que el poeta lo piensa únicamente: por eso debe llamarse una idea y ocurre igual con el resto de imaginaciones fantasiosas que nacen dentro de un cerebro hueco. Esa es una definición de idea que a los poetas de este tiempo les haría felices conocer, pues les puse en un buen aprieto hace tiempo cuando les pregunté qué diferencia había entre una concepción, una idea y una agudeza. Unos me dijeron que no había ninguna y que eran la misma cosa, otros me daban diferencias muy mal establecidas y algunos no me respondían nada de nada.

Cuando Clarimond acababa su intervención, el resto de la compañía llegó al lugar, de modo que siguió hablando en estos términos:

—¿A qué podemos dedicar el día, hermosas damas? ¿Qué diversión vamos a escoger? A mí me parecería oportuno entretenernos con el juego de las ideas, pues desde hace tiempo Lysis no me habla de otra cosa. Voy a deciros cómo es este juego. Uno le pregunta a los demás: ¿en qué pensáis?, y todos le dicen su idea; luego dice: fulanito ha pensado esto, y es por tal y cual motivo; así da explicaciones de todo, las más graciosas que se le ocurran, para hacer reír a la compañía.

—Eso no es nada ingenioso –replicó Lysis–, conozco juegos mucho más amenos sin contar con el del amor vendado. Hay uno en el que se obliga a todos a decir epítetos con cada letra del nombre de la amada, como si llamara a Caritea casta, amable, rica, incomparable, triunfante, embriagadora y admirable. He visto también buenos juegos en la Conversación civil de Stefano Guazzo y en el Cortesano del conde Baldassare, pues los italianos son más ingeniosos para esto que los demás y se puede decir que se los toman en serio210. Hay que tener mucho ingenio para participar en esos pasatiempos y se requiere tanto juicio y raciocinio como se estuviéramos en una asamblea de estado en la que cada uno habría de exponer sus opiniones.

p. 313—Ni hablar de ello, Lysis –dijo Angélique–, cuando uno se quiere divertir no hay que escoger juegos tan difíciles: el esfuerzo sobrepasa al placer. Contentémonos con jugar a las prendas.

—Es una muy buena idea –respondió Philiris– y para realzar este juego y hacerlo más noble que ningún otro, no se pedirán sino cosas de importancia.

Todos apreciaron mucho esta opinión, de suerte que Lysis se vio obligado a someterse a la pluralidad de voces. Los integrantes de la compañía se sentaron bajo una enramada y comenzó el juego. Unos fueron condenados a contar un cuento, otros a decir cuántas amantes habían tenido y, cuando la suerte recayó sobre Lysis, le hicieron cantar una canción. Cuando le tocó a él mandar decidió que Philiris se sometería a su autoridad. Le dijo que tenía que escoger a una dama para cortejarla como si fuera su amada y que hiciese sobre todo una descripción de su belleza dando muestras de una pasión extrema. Philiris, que era de ingenio pronto y conocía las gentilezas del amor, aceptó el reto y, tras escoger a Angélique como amada, hincar una rodilla en tierra ante ella y mandar luego silencio, le hizo esta declaración, siempre con el sombrero en la mano:

—Estoy encantado, ¡oh amada incomparable!, de contar ahora con el permiso de deciros todo lo que tengo en el corazón. No era necesario ordenarme algo para lo que estaba dispuesto a rogar con tal de obtenerlo. A pesar de que haya aquí varias personas cuyas voluntades desconozco, no dejaré de hablaros del ardor de mi amor con el fin de que todos estos testigos os avergüencen de haber sido hasta ahora incrédula e ingrata conmigo. No sé si ignoráis las perfecciones que poseéis y si, por tal motivo, creéis imposible que tenga tanta pasión, pero, por si acaso, os he de dar una vez más la satisfacción de describiros los sublimes encantos con los que me habéis robado el alma. ¡Qué agradables son esos hilos de oro que adornan vuestra cabeza para quienes desean vivir en tan hermosa servidumbre! Son capaces de encadenar todo lo que no lo estuvo jamás y, si Júpiter quisiera atraer hacia él la tierra con una cadena, como se propone en Homero, tendría que servirse de esta. Veo aparecer más abajo una frente tan bella que para alabarla no debo servirme de la imaginación de los que dirían que el Amor tiene allí su sede, pues es tan tersa que ese voluble niño no podría sostenerse. Es en las frentes arrugadas donde puede levantar fácilmente su trono y es de creer que los distintos pliegues son los escalones que conducen a su asiento. Nada más poner el pie ahí se resbaló hasta vuestros ojos, en los que encontró su auténtico refugio; en efecto, ha de quedarse allí de grado o por la fuerza, pues las alas se le quemaron en cuanto entró. Por eso son tan peligrosas las heridas que me infligís cuando me miráis y se ve claramente que una poderosa divinidad está en connivencia con esos dos bellos astros con los que regláis el curso de mi vida. ¡Qué maravillas veo también en vuestras mejillas! La tez es allí blanca mas nunca pálida y el enrojecimiento no parece nunca oscuro. La misma claridad se aprecia en esos preciosos labios que son la entrada al templo de la elocuencia.

p. 314»¿Qué decir de ese cuello y ese pecho, sino que la imaginación humana sería muy extravagante si los comparase con el marfil y la leche, cuando su brillo es tan diferente? Los poetas tienen en gran consideración el monte Parnaso, que cuenta con una cima gemela, y creen que quien ha dormido sobre ella se convierte en poeta perfecto; sin embargo, es preciso creer que quien pudiera gozar de esos dos montículos que se hallan encima de tan hermoso pecho se vería mucho más inspirado, bien para la poesía, bien para la elocuencia. Del resto del cuerpo, aunque sus encantos estén eternamente escondidos, no dudo de su perfección y esta ha de ser grande porque tiene el honor de llevar una hermosa cabeza en las que tantos milagros encuentro. Tiene más gloria en sostenerla que Atlas en sostener el cielo, pues hay aquí más divinidades de las que había en el palacio de Júpiter211. ¡Oh, qué feliz te considero, cuerpo gentil, por tener un rostro tan bello y tú, bello rostro, cuán feliz estás de tener tan bellos ojos y vosotros, bellos ojos, cuán felices estáis de tener tantos encantos! Y, sobre todo, ¡oh, bello cuerpo, cuán feliz te creo por albergar el alma más bella del mundo! Me parece que aún queda algo por decir en tu alabanza y es que no he hablado de una parte que veo a menudo. He olvidado esas orejas que tan bien acompañan a las mejillas y que los cabellos velan con tanta gracia; pero ¿por qué he de hablar de esas malvadas?, son ellas la causa primera de mi tormento, las que no quieren oír lo que sufro para dar cuenta fiel a esa divina mente que gobierna a todos los demás sentidos. Mientras mantengan esa severidad no puedo considerarlas sino mis enemigas, pero si llegan a cambiar les prometo reparar el tiempo que he estado sin honrarlas.

No sé si Philiris quería decir algo más, el caso es que se paró como pensando en otras buenas ideas con las que entretener a Angélique. Todos habían estado atentos a su discurso, que pronunciaba con un dulce acento y un gesto agradable. A la propia Angélique no le había disgustado verse alabada de esta suerte, aunque le diese un poco de vergüenza y, en cuanto al pastor Lysis, estaba tan encantado que se fue a abrazar al gentil orador y le dijo estas palabras:

—Querido amigo, ¡qué intervención tan preciosa! ¡Cuán delicado y amoroso tu estilo! Manifiesto que dejo a Clarimond para siempre y que ya no quiero tener comercio con él: eres mucho más indicado para escribir mi historia.

Philiris agradeció al pastor el honor que le hacía y le prometió prestarle todos los servicios de los que se creía capaz. Respecto a Clarimond, al verse rechazado, se juró contradecir siempre a Lysis y hacerle la guerra a ultranza. Las declaraciones que hizo cada uno sobre este asunto fueron la causa de que se interrumpiera el juego y de ahí se llegó insensiblemente a los extraños hechos de armas de Lysis y Carmelin. Leonor dijo que había escuchado atentamente la historia de Meliante, según la cual este pastor había dado a conocer que su amada había sido encerrada en una fortaleza y que, aparte de esto, comprendía bien todos los detalles que le habían contado de su liberación, pero que no sabía nada del verdadero motivo de su cautiverio ni quién era su autor. Lysis y Meliante respondieron que, si quería obtener satisfacción de eso, tenía que dirigirse a Hircan, que conocía los asuntos más ocultos. Como la compañía le rogase que dijera lo que sabía de esta cuestión, este empezó a hablar así, sin que faltaran no pocas invenciones fabulosas:

p. 315—Habéis de saber, querida compañía, que hay en la isla en la que ha estado cautiva Panphilie un mago llamado Anaximandre, que reside allí desde hace treinta años. No hace mucho más que está en el mundo, según creen algunos; sin embargo, se jacta de ser el mismísimo hijo de la maga Circe; al padre no podría nombrarlo porque esta mujer se entregaba a muchos hombres. No es que quiera haceros creer que la hechicera haya vivido hasta nuestro tiempo, lo toma en otro sentido. Dice que cuando ella aún vivía, hace dos mil y pico de años, habiendo aprendido de su buena madre todos los secretos de la magia, quiso él estar eternamente en la tierra, y no en el cielo con ella ni en los Campos Elíseos, porque era infinitamente más feliz aquí abajo. Después de buscar todos los medios para rejuvenecer, no encontró ninguno mejor que el de cambiar de cuerpo. No le parecía muy adecuado pedirle a alguno de sus amigos que lo matara y dejara todo su cuerpo en trozos para formar con ellos otro más vigoroso. Temía que sucediera algún accidente que alterase la operación y que lo dejase rehecho a medias. Al morir un sobrinito que tenía de un golpe de tejo* que le dio en la cabeza mientras veía jugar a sus compañeros, encontró el secreto de dejar su cuerpo primero y habitar el del niño, que animó luego para asombro de todo el mundo. Ochenta años después, otro niño estaba jugando con sus amigos que lo llevaban prisionero imitando a la justicia y sucedió que sus compañeros acabaron estrangulándolo. Anaximandre se sirvió de nuevo de ese cuerpo y así ha hecho hasta el día de hoy con muchos otros, gracias al poder de separar su mente de la masa terrestre a voluntad y juntarla luego tan firmemente que no le han faltado nunca las demás funciones. Bebe, come, duerme, engendra hijos y jamás enferma. Su alma se sirve de cuerpos prestados como los viajeros se sirven de las hospederías, donde viven tan regaladamente como en sus casas.

»Saca una gran ventaja de su inmortalidad, pues, al haber tenido toda clase de oficios en los que se ha desenvuelto con tanta libertad como si interpretara personajes de comedia, sabe muchas cosas que los demás ignoran. Ahora el gobierno de la isla donde mora le ha caído entre las manos y, dado que el lugar es muy solitario, se complace en el estudio de la magia. Como ha tenido siempre un talante enamoradizo, se entretiene mirando en un espejo encantado a las mujeres más hermosas que haya en todas las partes del mundo. Cuando hay una que le agrada se transporta al país donde vive y luego hace que la rapten unos demonios hasta su castillo. Allí se sirve de ella a su antojo, pero es tan malvado que deja luego a sus esclavos las beldades que había escogido como dueñas de su alma. De todos modos, sé de buena tinta que su madre se le apareció hace poco y le aconsejó dejar la mala vida; tanto más cuanto que, si se casaba con cierta dama que le estaba destinada, tendría un hijo más valiente que Ciro y que Alejandro, y le proporcionaría la conquista de todo el mundo. Le preguntó a su buena madre la forma de conocer a esa mujer fatal y, de repente, se mostró ante él Circe tal y como era a la edad de quince años, y le dijo que la observase bien porque la mujer que debía conseguir se asemejaría a ella en el rostro. Consultó después a su espejo y, al ver pasar a Panphilie, imaginó que se parecía mucho a Circe, así que, tras salvarla del naufragio y también a su enamorado por compasión, envió a dos gigantes a capturarla nada más llegó a su isla. Son los mismos que ha derrotado Lysis con su incomparable valor. Cuando Meliante quiso socorrerla se equivocó varias veces, pues la puerta del castillo estaba encantada de tal modo que, aunque la dejara abierta, se cerraba sola en cuanto quería entrar un enemigo.

p. 316»Respecto al anciano que se le apareció y le dijo que su amada estaba en un lugar del que solo la podría sacar con la ayuda de un pastor francés, os comunico que era yo, Hircan, el que os habla en este momento. Supe, gracias a mis artes, que uno de los más esforzados caballeros de Persia se hallaba en grandísimo apuro y que si lo socorría, sería algún día mi íntimo amigo, así que cambié de forma, lo encontré y lo adormecí para llevármelo hasta esta región. Ahora ha conseguido del pastor Lysis lo que deseaba. Este héroe invencible fue a la fortaleza encantada de la que sacó a Panphilie, como sabéis. Al tenerla en su poder, Anaximandre no perdió la ocasión de hablarle de amor y prometerle maravilllas si quería ser su mujer. Esperaba que diera a luz a ese gran guerrero que le había prometido Circe y, cuando hubiera conquistado toda la tierra, le daría muerte y se metería en su cuerpo para ser él mismo rey de todo el mundo; pero Panphilie, recordando el mérito y el cariño de Meliante, solo podía amarlo a él y despreciaba indignada al que la había raptado. Se enojó tanto que mandó meterla en una mazmorra guardada por sus dos gigantes con tres o cuatro soldados jorobados y un dragón terrestre horripilante.

»Lysis le hizo frente a todo cuando se halló en la prisión y, si Anaximandre no apareció para impedir que venciera a sus guardias, es porque lo había adormecido yo más profundamente que si hubiera estado en el palacio del sueño: no quiero negar que fui yo quien sacó a Lysis y a Carmelin de mi carruaje para guiarlos en la prisión y quien los trajo de nuevo con Panphilie. Me transporto en menos de nada al sitio que quiero y adopto la forma que me place. Por cierto, no ha estado de más dejar un tiempo a Panphilie con Anaximandre, pues se hallaba en el paraje más secreto del mundo y eso era vital porque el rey de Persia la perseguía entretanto con tanto encono que, si hubiera estado en otro lugar, su gente no habría tardado en encontrarla. En este momento ya no hay nada que temer. Sé que a Siramnés lo mató uno de sus eunucos, de forma que todos los proscritos por él pueden regresar libremente al reino; uno de sus sobrinos, que ostenta el cetro, ha indultado a todos los criminales y ha pedido que vuelvan todos los desterrados, a condición de que sirvan seis años en la guerra sin recibir soldada. Creo que no hay ahora nadie que no esté satisfecho y que no sepa con certeza lo importante que fue el cautiverio de Panphilie.

Después de que Hircan hablara así, las damas admiraron en su fuero interno la vivacidad de su mente y se asombraron de cómo podía inventar tantas mentiras. Lysis se quedó maravillado al oír tan grandes secretos y Meliante fingió no estarlo menos. Floride le preguntó por qué no había hecho venir a su amada, pero lo disculpó por el talante solitario de la hermosa joven. Angélique preguntó también dónde estaba Carmelin y por qué no había venido a contar él mismo sus proezas. Lysis respondió que no había querido venir de caza con los demás. Polidor, por su parte, dijo que su primo Meliante era mucho más dichoso que él por la gran ayuda que había recibido su amada, mientras que él seguía muy alejado de la suya y no sabía si podría alcanzar sus favores algún día.

—Mis intervenciones son mejores y más justas que las vuestras –replicó Meliante–, por eso las ha favorecido el cielo: amo a una dama sensata y honesta y, al servirla, pienso estar rindiendo homenaje a la virtud misma; vos, sin embargo, suspiráis por una Rodogine que he oído considerar tan pública como las encrucijadas. Morid con gallardía por ella, ya que os da tanto tormento: obtendréis tanta gloria como recibió Quinto Curcio al lanzarse al abismo de Roma, puesto que moriréis por la cosa pública212.

p. 317Polidor aparentó estar muy furioso por unas palabras tan violentas, pero no hubo un aluvión de golpes por ello. Hircan puso paz en todos, aseguró a Meliante que se equivocaba en su visión licenciosa y a Polidor le prometió de nuevo que, en cuanto estuviera de vuelta en Persia, obtendría la recompensa a su amor con tal de que llevara a Rodogine la corteza de la hamadríada que debía conservar. Este juró que había guardado ese preciado objeto en una caja de plata y que, si no había regresado ya, era por el atractivo ineludible que encontraba en la conversación de Lysis.

—Hacéis bien permaneciendo aquí para aprender a la perfección el arte de los pastores –dijo el pastor heroico–, así podréis ir a enseñarlo después a vuestros compatriotas. Así es como quiero instruir a una infinidad de jóvenes, con el fin de enviar uno a Turquía, otro a Egipto y luego a los demás para enseñar a todo el orbe la manera de vivir felizmente. Ahora bien, el arte de los pastores no se aprende en un día, pues es el arte de todas las artes, quiero decir que es el maestro de las otras y que la mayoría depende de él: para ser un buen pastor hay que ser buen orador, buen poeta, buen músico, buen pintor y buen bailarín; pero, por encima de todo, hay que saber amar bien.

Era tan tarde cuando acabó esta intervención que Oronte, por cortesía, se vio obligado a invitarlos a todos a cenar en su casa; después de todo, les costaba separarse y dejar conversaciones tan entretenidas. Tras la cena, Lysis quiso apartarse a un lado con Philiris, dejando a unos con el juego de los cientos y a otros conversando.

—Querido amigo –le dijo a este pastor–, te juro que, desde la primera vez que te vi, cierta intuición me enseñó que escribirías mi historia; por eso y para no hacer inútil esta inspiración, te pido que trabajes en ello y no creas que cuento con Clarimond, que es un barullero y un maledicente.

—Si me creéis capaz de serviros en esto –respondió Philiris–, estaré encantado de ponerme con ello; pero es que tengo miedo de no hacerlo a vuestro gusto, pues habría que entrar en lo más profundo de vuestro pensamiento para observar lo que allí pasa y expresar cosas que nadie puede expresar salvo aquel a quien le han sucedido.

—No te preocupes –replicó Lysis–, te proporcionaré notas suficientes: no es la primera vez que un enamorado encarga a otro que escriba sus amores por no tener facilidad para hacerlo y no permitirle la pasión tanta paciencia o bien por desear que sea otro el que hable sobre ese asunto y se le atribuyan los elogios que no osa atribuirse a sí mismo. Hace poco alguien a quien conozco hizo lo mismo. Se dirigía al autor dándole instrucciones como: «Haced que hablen sobre los celos tal gentilhombre y tal dama, haced que se batan estos dos contra estos otros dos, pero no matéis a ningún personaje, pues me queda mucho por hacer con otros tres en nuevas aventuras, por ser personas de mérito. Poco después haréis escribir una carta al más apasionado de nuestros enamorados y luego irá de serenata; que la música sea primero de cornetto, después de violines para despertar a todos y que se oiga luego cantar al gentilhombre ayudándose de un laúd, al que responderá una música coral; que los versos sean delicados y corteses, que no haya agudezas tan agudas que piquen a la gente».

p. 318»Así era como ese enamorado daba instrucciones a su historiógrafo y no me cabe duda de que ese gran escritor hizo por él algo excelente, pues él mismo, paseando un buen día con cuatro o cinco amigos suyos, dio en hablar así: «Que me den diez mil hombres bien equipados y tres meses de tiempo y prometo a mi señor rey y a sus príncipes, mis buenos amigos, que con acciones ciertas de valor y con buenas estratagemas conquistaré un país que tenga seiscientas leguas de extensión y cien ciudades tan buenas y pobladas como Orleans, sin contar pueblos y castillos». «¿Cuándo vais a hacerlo? –le dijeron–. ¿Lo veremos? ¿Dónde ocurrirá?». «En una novela» respondió descaradamente. Era un hombre sin igual: sostenía que el que es capaz de hacer una novela es capaz de cualquier cosa. Es capaz de ser general de los ejércitos, canciller, regente, amante, pastor si queréis, pues como sabe hacer hablar a cada uno de ellos según su condición y los hace gobernar con todo el decoro requerido, no hay duda de que desempeñaría muy dignamente todos esos diversos cargos si se le dieran.

—No decís, empero –interrumpió Philiris–, que es tan capaz de ser tambor como capitán, ujier como regente. Los hacedores de novelas representan tan bien las bajas acciones como las elevadas.

—Puedes reírte, amigo mío –contestó Lysis–, a pesar de ello, creo que nuestro autor era un hombre muy hábil que no te perjudicaría a ti ni a los demás. Volviendo a mi asunto, si quieres contar mi historia, voy a decirte de qué manera habrá que actuar. Creo que ya has sabido algo de aquí y de allá, pero deseo contarte más y voy a empezar ahora mismo. Primeramente, harás que tome el traje de pastor en Saint-Cloud, pues es ahí donde comienzan mis aventuras más hermosas, y describirás luego con cuánto cariño contemplaba las pocas cosas que guardaba en recuerdo de Caritea: a saber, ese trozo de cuero, ese papel y todo lo demás; pero lo amplificarás, diciendo que quería tanto a mi amada que no solo guardaba todo lo que provenía de ella, sino que había prometido guardar todo lo que llevara conmigo cuando tuviese la dicha de hablar con ella o recibir alguno de sus favores; por ejemplo, si fuera a verla a su casa y me acogiera favorablemente, mi intención era guardar en adelante, como algo preciado, los buenos y gentiles zapatos que me habrían llevado a un lugar tan sagrado. En efecto, tenía esa idea entonces, aunque no hablase de ella.

»Luego pondrás que, habiendo encontrado a Anselme, le conté la historia de mi juventud y el comienzo de mis amores, sobre los que pasarás rápidamente, y luego hablarás del bonito retrato metafórico que hizo de mi amada en su casa: ahí tendrás que esmerarte en describirlo. Soy partidario de que te sirvas de las diversas figuras de la retórica y de que hagas algo espiritual y algo corporal, relacionando primero mi cariño con los colores del cuadro y todo lo que le concierne. El cobre del cuadro, dirás, es un rudo metal que está hecho con la aspereza del sufrimiento de Lysis; el oro que allí reluce es su fidelidad; el blanco, su pureza e inocencia; el color encarnado, si hay, es su inclinación amorosa; el bermellón es su vergüenza respetuosa; el negro, su tristeza y enojo; el azul, la divinidad de sus pensamientos. La partida y la ausencia conforman la lejanía y la perspectiva, pero hay muy pocas sombras* porque los celos que deben provocarlas no han sido muy grandes. Todos estos colores se han impregnado en el óleo de la dulzura de mil encantos y otras tantas miradas, y se han molido en el mármol de la constancia.

p. 319»Después de esto se puede proseguir con gracia hablando de esta suerte: el cariño que muestra Lysis por Caritea me hizo creer por un tiempo que había proporcionado todo lo necesario para hacer este retrato, pero supe luego que quiso que se intentara utilizar algo más noble, si se podía encontrar. Hay quienes dicen que la Edad de Cobre dejó con qué hacer la plancha del cuadro y que Lysis la escogió, queriendo dejar la Edad de Hierro, para remontar poco a poco a la Edad de Oro. En cuanto al oro que reluce en los soles de los ojos de Caritea y en las cadenetas de su trenza, es con toda seguridad el que Midas hizo de su vino cuando quiso beberlo, después de tener el don de convertir en oro todo lo que tocara, y se puede decir entre paréntesis que de este oro se podría hacer fácilmente oro potable. El blanco es de la leche que Venus tenía en sus pechos cuando amamantaba a Cupido, pues esta leche era mejor que la de Juno, que era demasiado colérica para ser buena nodriza.

»El color encarnado nos dio muchos problemas, pero finalmente decidimos que se cogió del sudor de Baco, pues, como se le ve tan rojo, el agua que le gotea por todas partes se tiñe e incluso sus lágrimas se colorean; y, si esto no parece creíble, habrá que pensar que ese encarnado está compuesto de otros colores. En cuanto al bermellón, es sangre de la diosa del otoño, que es una de las cuatro estaciones y que, habiéndose acalorado en demasía hace un tiempo, Esculapio se vio obligado a sangrarla, por cuanto ejerce en el cielo el oficio de cirujano y de médico a la vez, ejecutando lo que ordena. El negro viene del maquillaje de Proserpina, pues, al igual que se esfuerzan en este país por volverse blancos, se afanan igualmente en el lugar de donde proviene por volverse negros y es uno de los componentes más apreciados de la belleza. Sin controversia, el azul viene del pelo de Neptuno, que mandó cortar hace unos días y que se ha vuelto líquido por un extraño secreto.

»En lo que hace a la distancia, creo que es la fortuna la que la ha puesto porque no hay nada que se aleje tan pronto de nosotros y, en cuanto a las sombras, creo que el gran sol del mundo o los soles de Caritea son los autores, pues, aunque el sol sea el padre de la luz, no va nunca sin sombra y se ve cómo la genera desde el primer cuerpo sólido que se opone a sus rayos. El aceite en el que se han impregnado todos estos colores es el mismo con el que se frotó Hércules cuando quiso luchar en los juegos olímpicos. La mesa de mármol que ha servido para molerlos está hecha del primer altar que se levantó a los dioses después del diluvio. Y nos habíamos olvidado de las conchas para poner los distintos colores, pero es de creer que se ha usado la concha de Venus junto con el cascarón del huevo de Leda. Ni que decir tiene que los pinceles están hechos con plumas del Amor y cabellos de su madre Venus: es sabido que no se habrían empleado plumas del viento Bóreas porque los enamorados no tienen tanto trato con él213.

p. 320»Después de que hayas hablado del retrato de Caritea, querido Philiris, pondrás la carta que le escribí y que te dictaré palabra por palabra. Pues bien, hay que contar aquí con una cortesía de la que no todo el mundo se sirve. La mayoría de los hacedores de novelas hacen hablar a un hombre que cuenta su historia y, después de hacerle decir: «Escribí a mi beldad una carta que era de esta suerte», ponen en gruesa letras capitales: Carta de Philiris a Basilée, Carta de Polidor a Rodogine y así con las demás, y ponen luego la carta con todo detalle. Eso está fuera de lugar, os lo juro: por ejemplo, si os cuento mi historia de principio a fin, cuando diga que he escrito una carta a Caritea y las palabras eran tales, ¿es necesario que pronuncie en alto estos términos: Carta de Lysis a Caritea? Sería algo muy ridículo. No hay que recitar el título, ni escribirlo tampoco, o bien ponerlo en el margen como una notita o apostilla para comodidad de los lectores. Y tengo, sobre este asunto, una invención sin par en lo que concierne a la impresión del libro; hay que escribir así: «Queriendo declarar mi amor a esta beldad, le escribí esta»; observad, es preciso que falte una línea aquí, y más abajo pondréis: Carta, en grandes caracteres, y luego vendrá la carta. Esto servirá de título para utlilidad de los lectores y, en cambio, no saldrá del cuerpo de la narración, que no se verá interrumpida. Así podréis seguir poniendo: «Este gentilhombre, príncipe, amante o pastor, queriendo aliviar su pasión con los encantos de la poesía, hizo acto seguido estas», y luego debajo, Estancias, y los versos después. «Este caballero, no pudiendo soportar la afrenta que le hacía su rival, le envió este», y luego debajo, Desafío, con el texto a continuación. Veis cómo hace falta ser ingenioso para alcanzar la gloria y es un gran defecto igualmente decir: «Polidor, habiendo logrado el silencio, empezó así su historia», y poner a continuación un gran título que contenga estas palabras, Historia de Polidor y de Rodogine, o algo parecido, pues al contar su historia Polidor, no profirió en alto ese título. Es una tontería ponerlo e interrumpir el relato por eso. Habría que contentarse con ponerlo al margen o usar alguna invención semejante a la que he dicho ya. Sin embargo, autores muy buenos fallan en esto, pero yo, que solo cojo de los demás lo que de bueno tienen, rehago libremente lo que tienen de malo.

»Después de haber presentado mi carta en buena disposición, habrá que decir de qué forma se la hice llegar a Caritea; cómo la llevé hasta su ventana y até festones a su puerta; luego, cómo me raptaron unos corsarios que no me tuvieron cautivo mucho tiempo porque Anselme era amigo suyo. Olvidé el encuentro con un sátiro y muchas otras cosas que te diré en otra ocasión en su orden. En lo que se refiere a lo sucedido en esta región, creo que tienes ya buen conocimiento de ello. Pondrás las aventuras que viví disfrazado de mujer y luego dirás que me metamorfoseé realmente en árbol, aunque algunos sostengan lo contrario. Que los que intervengan en estos accidentes sean tratados con honor, te lo suplico: habría que tener en cuenta el cariño que me han demostrado para recompensarlos dignamente. Añadirás a mi historia tantas piezas sueltas como te plazca; por ejemplo, los amores de mis conocidos: la obra será aún más reomendable.

»Ahora he de decirte que aquí y allá, cuando me tengas en un lugar muy solitario, será muy bueno que pongas que me entretenía en componer versos, pues, de hecho, en el momento en que estoy solo no hago más que rumiarlos. A pesar de ello, te estará permitido que los hagas tú mismo para embellecer la narración, o bien introducir antiguos tuyos para que no se pierdan: así hacen algunos y sé de quien compuso una novela expresamente para encontrarle un sitio a sus viejas poesías214. Te daré de hecho algo de mi cosecha y, en cuanto a lo que venga de ti, ha de ser una pura imitación de mi estilo. Estoy en la duda de si pondremos más estancias o elegías, no sé qué es mejor. Se dice que hacer elegías es como seguir el camino al paso acostumbrado y que hacer estancias con distintas cadencias y métrica es como bailar, así que una es bastante más difícil que la otra.

p. 321—Hay otros que dicen –replicó Philiris– que hacer estancias es saltar de rama en rama como los pajarillos que todavía no tienen bien las alas, pero que hacer elegías es un gran vuelo del que solo son capaces los que son muy expertos en el oficio.

—Tales similitudes me dejan confuso –respondió Lysis–, ya no sé a quién creer, por eso pondrás de unas y de otras a tu antojo. Estas digresiones impiden que hablemos de las principales cosas que nos conciernen. Estás avisado de que, antes de trabajar en mis amores, debes ir un buen tiempo a la caza de las ideas, con el fin de tener una buena provisión para toda clase de temas. En lo que se refiere a tu estilo, tiene que ser delicado y no rudo como el de algunos escritores de este tiempo, de cuyas obras no podría uno leer tres páginas sin tener la garganta tan desollada que haría falta tragar más de tres onzas de jugo de regaliz para suavizarla. Para perfeccionarlo, creo que no habría que poner dos veces en la misma página la palabra alguno, ni muchas otras que recordaré. No te entretengas, empero, en seguir en todo las reglas de los los nuevos reformadores del lenguaje. Como no han leído nunca nada y no sabrían citar nada, no quieren que nada se alegue, ni en prosa ni en verso, de suerte que ya no podremos leer ni historias ni fábulas, puesto que no nos atreveríamos a hablar de ellas. Debemos despreciar su ignorancia, pues me encanta que se traigan cosas antiguas en comparación con las nuevas, aunque solo sea porque, al hacerlo, se ponen muchos nombres propios cuyas grandes letras hacen más hermosa la escritura.

»Se debe tener en cuenta, tras esto, que no es preciso tampoco que tus discursos tengan un solo párrafo y sean todos de una pieza como los trajes de Pantaleón215. Más bien hay que hacerlos tan largos uno como otro. Es un secreto muy bueno del que oí jactarse a un hombre en París. Creo que tenía una vara con la que los medía todos y luego los recortaba si eran muy largos o bien los echaba en un molde y los medía con medio cuartillo; el caso es que lo conseguía totalmente porque, según decía, era poeta, orador y músico todo junto, lo que no se encuentra, y sabía de métrica, de cadencias y de armonías del discurso que los demás ignoran. Encontraremos, no obstante, la manera de imitarlo, si no de superarlo. Por lo demás, cuando mi libro esté listo, no tendrás que dedicarlo a Caritea únicamente, aunque se lo propusiera antaño a Clarimond: deberás dedicármelo también a mí y hacer una epístola para cada uno de los dos; pero hay algo en esto que me atormenta la mente, es saber si, cuando el libro esté ya encuadernado y cubierto de tafilete rojo con nuestras iniciales, vendrás a presentárnoslo con un mero cumplido, como quien dijera: «Incomparable pastor, os ofrezco esta obra hecha por mí»; o tendrás que decirnos de memoria a cada uno la epístola incluida en el libro, que nos darás igual que si fuera una arenga.

»El autor del que hablé hace poco y que deseaba dedicar su libro al rey de España se encontraba ante el mismo dilema. Y debes saber que, tras haber dedicado ya bastantes libros en este reino, va de país en país buscando nuevos dioses paras sus ofrendas y se dice que uno de estos días irá a presentar a Gábor Betlem una novela de caballeros andantes, para enseñarles la milicia216, y al Gran Turco un libro de cartas amorosas para enseñarle a vencer la severidad de sus amadas que deben estar en Persia, Alemania y el señorío de Venecia, y a las que corteja hace mucho tiempo217. Este autor, a punto ya de partir, tenía la duda de si sería decoroso decir su epístola dedicatoria, de principio a fin, delante de aquel a quien iba a presentar su libro, aunque no lo había hecho antes; para cerciorarse no sabía si pedir consejo a un casuista, a un abogado asesor o a un librero jurado. Finalmente, cierto poeta le aseguró que, como delante de los libros siempre se ponían epístolas, eso significaba que los autores no debían presentarlos nunca ellos mismos, sino que debían enviarlos, aunque fuese a la casa de sus mecenas, habida cuenta de que las epístolas hablaban por ellos sin que hiciera falta su presencia.

p. 322»Creo que siguió su consejo, pues, de hecho, no fue a España. Habrá que pensar bien la decisión que debes tomar en semejante asunto; pero ya que hemos llegado tan lejos, te diré, además, que ese autor leyó en las obras de Pasquier un soneto contra los que se sirven siempre al dirigirse al rey de la palabra Vuestra Majestad218, como si hablaran de otra persona y, de esta manera, hicieran pasar el reino a manos de mujeres*; tras esto, fue de la misma opinión y no consideró ya oportuno hablar de su Católica Majestad en su epístola. Decía que, cuando lo oía, imaginaba que se estaba hablando de la mujer del rey y que, para darle al rey un título más conveniente, haría falta buscarle uno masculino, como quien dice: «Señor, ya que le ha complacido a vuestro rayo extender sus favores hacia mí»; o bien, para hablar aún mejor: «Señor, ya que vuestro poder se ha dignado mirarme con buenos ojos, quiero morir al servicio de vuestro poder; soy el muy humilde súbdito de vuestro poder». A ese escritor se le ocurrían, ciertamente, buenas invenciones, pero es verdad que a nosotros unas ni nos van ni nos vienen, y las otras no son en modo alguno mejores que las que podamos encontrar.

—Vos me las dais tan excelentes –dijo Philiris– que si tengo el talento de imitarlas me volveré el mejor autor del mundo y os estaré agradecido por mi elocuencia y mi gloria. Desearía estar ya en un lugar apartado para tomar nota de todo lo que me habéis enseñado.

—No te he dicho todo –dijo Lysis–: habrá algo muy destacable en mi historia, si la sabes en este momento sin esperar a que haya un gran cambio en mis asuntos. Se trata de que todos los que la lean sean engañados: se imaginarán que van a encontrar una boda del pastor Lysis con la pastora Caritea, según las reglas comunes a todas las novelas, pero no van a ver nada parecido.

—Es seguro que eso los defraudará bastante –replicó Philiris sonriendo–, pero la boda quedará para la continuación de vuestras aventuras, que escribiré algún día. Eso no ocurrirá hasta que no tengamos ya lectores que no hayan sido engañados. Os aseguro, aún así, que la superchería seguirá siendo considerada formidable. Conocí a algunos hacedores de novelas que se jactaban alguna vez ante mí de que iban a engañar a todo el mundo porque la primera novela que escribieran no empezaría sino por el final, y que no era bastante sutil comenzar solo por el medio. El vuestro lo empezaré según el orden que le disteis a Clarimond, pero, a pesar de que muchas de vuestras aventuras sean ya muy buenas y capaces de satisfacer a los más hastiados, os ruego que añadáis más, si es posible, con el fin de que la obra esté más lograda.

Mientras los dos pastores conversaban así, tranquilamente, Hircan y Clarimond escuchaban sus palabras acercándose sin hacer ruido. Se divirtieron mucho con los admirables consejos de Lysis. Clarimond decidió, no obstante, marcharse a su casa por considerar que hacía mucho tiempo que no veía a su madre y que esta podría necesitarlo para algo. Se despidió de toda la compañía y le dijo a Lysis:

—Aunque seáis mi enemigo, soy más amigo vuestro de lo que pensáis.

—Lo veremos de aquí en adelante –replicó Lysis.

Clarimond montó luego a caballo, dejando en casa de Oronte a los que no tenían tanta prisa en partir como él.

FIN DEL LIBRO DÉCIMO

i En francés «donner le morion», castigo que se infligía a los soldados en los siglos XVI y XVII golpeándoles las nalgas con el astil de una alabarda o la culata de un mosquete.

ii En francés médaille, en la acepción numismática de ‘pieza de moneda antigua’, griega o romana normalmente.

iii En el texto, «tapisserie de haute lice», que se identifica con los tapices de Gobelinos.

iv Juego de palabras, una vez más en boca de Carmelin, entre tapisserie (‘tapiz’) y pâtisserie (‘pastelería’), que resultan ser el anagrama exacto una de otra en francés.

v En francés morion y cabasset, que corresponden al morrión y al capacete españoles, cascos de origen hispano usados en el siglo XVI y principios del XVII.

vi El palet francés corresponde al tejo, «pedazo pequeño de teja o cosa semejante, que se utiliza en diversos juegos», como la rayuela o el chito (DLE).

vii Juego de palabras en torno a ombrage, ‘sombra’, ‘umbría’ en sentido propio, pero ‘desconfianza’, ‘sospecha’ en sentido figurado, asociado aquí a los celos.

viii La expresión francesa es «tomber en quenouille», literalmente ‘caer en la rueca’, y se refería antiguamente al poder o patrimonio que pasaba a manos de mujeres. Hoy, por extensión, significa ‘desmoronarse’.

197 Circe era una hechicera de la mitología griega, conocida sobre todo por su papel en la Odisea de Homero y en la historia de Jasón y los argonautas. Tras arribar a la isla de la maga, esta convierte a los compañeros de Ulises en animales, pero él se libra –con la ayuda de Hermes– y convive durante un año con ella, que les deja partir finalmente. En la leyenda de los Argonautas la nave Argo, ya de regreso con el vellocino de oro, llega a la isla de Circe, que recibe y purifica a Medea, su sobrina, y a Jasón, pero no le da hospitalidad a este.

198 En la mitología griega Teseo fue el héroe fundador de Atenas, pero es conocido, sobre todo, por su hazaña en la isla de Creta, matando al Minotauro y saliendo del laberinto con la ayuda de la hermana de este, Ariadna. En otra de sus aventuras, decidió bajar a los infiernos con su amigo Pirítoo: allí fueron hechos prisioneros por Hades, pero Teseo tuvo la fortuna de ser liberado por Heracles que, en el último de sus trabajos, había ido en busca de Cerbero.

199 Sátira del retrato de los autores que solía encabezar las publicaciones de la época, vestidos con frecuencia a la griega o a la romana.

200 Alusión a la Santa Liga, una facción promovida por los católicos para hacer frente a los protestantes durante las guerras de religión que asolaron Francia durante la segunda mitad del siglo XVI. Liderada principalmente por el duque de Guisa, su beligerancia no decaerá hasta que el rey Enrique IV, de religión protestante, no abjure de su fe y sea proclamado rey un año más tarde, en 1594. Se dice que, al verse en tal tesitura, este pronunció la célebre frase «París bien vale una misa».

201 El quijote era la pieza destinada a cubrir el muslo en las armaduras antiguas y fue el término escogido por Cervantes a la hora de buscarle un nombre de guerra a su personaje.

202 El término francés fourrier, ‘oficial de la corte encargado de asegurar el alojamiento y los víveres’, está en el origen del galicismo castellano furriel, de idéntico significado entonces y hoy llevado, como su étimo, al ámbito militar.

203 Referencia a la Histoire tragi-comique de nostre temps, sous les noms de Lysandre et de Caliste (París, 1616); novela profusamente reeditada de Vital d’Audiguier, traductor de éxito de la segunda parte del Lazarillo (1620), de seis de las Novelas ejemplares de Cervantes (1614-1615) y de los Trabajos de Persiles y Segismunda (1618).

204 Los tapices de gobelinos salieron de la manufactura más famosa de Francia, que llevaba ese nombre (Gobelins). Creada en el siglo XV e impulsada por la corona desde principios del XVII, ha mantenido su actividad hasta hoy en día, aunque de manera testimonial. Los temas preferidos han sido históricos, bíblicos y literarios; entre ellos, una serie del Quijote ya en el XVIII.

205 Se establece aquí una analogía con las amistades de los dos grandes héroes de la mitología griega, Heracles (romanizado como Hércules) y Teseo, con Euristeo y Pirítoo respectivamente. Euristeo fue rey de la Argólida, un trono que le habría correspondido a Heracles y a él le encomendó los doce trabajos; en algunas versiones, fueron amantes y las pruebas se habrían llevado a cabo por amor. Teseo ayudó a Pirítoo en la lucha de los lapitas contra los centauros y se convirtieron en amigos inseparables.

206 Alusión a la historia mitológica de Céfalo que dio muerte a su esposa Procris con su venablo infalible, al confundirla con una presa.

207 La Franciade es un poema épico, inacabado, de Pierre Ronsard, del que solo publicaron (en 1572) 4 de los 24 cantos planteados. En él pretendía celebrar los orígenes troyanos del reino de Francia a partir de un supuesto rey Franción, descendiente de Héctor.

208 Alusión al empeño de Venus, que se había prendado de Adonis, en que no fuera de caza, pues había tenido un presagio funesto, que se cumpliría con la muerte del hermoso joven. También de caza presenta Virgilio en la Eneida al jovencísimo Ascanio, hijo de Eneas.

209 Referencia a dos historias de la mitología griega: la del jabalí del Erimanto que causaba estragos en ese monte de la Arcadia, y la del jabalí gigante de Calidón en cuya caza tuvo una intervención decisiva Atalanta.

210 Fueron los italianos los que desarrollaron los juegos cortesanos, que se difundieron luego por el resto de Europa. Se mencionan al respecto las obras de dos diplomáticos: Il Cortegiano [El cortesano] (1528), de Baldassare Castiglione (1478-1529), que se convertirá en el manual de cortesanía del Renacimiento; y La civil conversazione [Conversación civil] (1574), de Stefano Guazzo (1530–1593).

211 El monte Parnaso se alza sobre la población de Delfos, al norte del golfo de Corinto, en Grecia. La mitología situaba en él la morada de Apolo y de las Musas (junto con el monte Helicón), por lo que se lo consideró la patria simbólica de los poetas. Atlas, por su parte, era uno de los titanes que, tras la lucha con los dioses del Olimpo, fue castigado por Zeus a cargar con el mundo.

212 Alusión a un episodio de la mitología romana, según el cual se abrió en la plaza del Foro un abismo que llevaba a los infiernos. Para salvar a Roma de la cólera de Plutón, Marco Curcio se arrojó a él a lomos de su caballo. Sorel cita de memoria, confundiendo al personaje legendario con Quinto Curcio, un escritor romano que vivió probablemente en el siglo i d.C.

213 Alusión prolija a distintos productos y colores cuyo uso recomienda Lysis a su segundo cronista cuando escriba su historia. Extraídos todos ellos de la mitología, están bien contextualizados, salvo las referencias a la concha de Venus, que así se representa al nacer de la espuma del mar, y a los huevos provenientes de la princesa Leda, violada por Zeus con forma de cisne, de los que nacieron gemelos.

214 Esta inclusión de versos anteriores de un autor en una novela apunta directamente a Honoré d’Urfé, que lo hizo en su Astrée, aunque añadió muchos otros nuevos.

215 Referencia al personaje de la commedia dell’arte, Pantaleone: este llevaba un traje ajustado de color rojo que parecía de una sola pieza y cuya parte inferior ha dado lugar al nombre de la prenda actual, pantalón.

216 Gábor Betlem (1580–1629) fue un noble húngaro y príncipe de Transilvania.

217 El sultán Solimán II el Magnífico (1494–1566) fue conocido en Europa como el Gran Turco y con él alcanzó el imperio otomano su apogeo, extendiendo sus dominios hacia Europa del este. En contra de lo que insinúa Sorel, seguramente por desconocimiento, fue uno de los pocos sultanes que vivió con una sola mujer: Roxelana, cristiana renegada.

218 Étienne Pasquier (1529–1615) fue un hombre de estado, historiador, humanista, jurista y poeta francés.