Capítulo III
Aventura con bandidos, según el ejemplo del Amadís o del Florisando
El marqués se había abandonado a sus pensamientos y su sirviente se hallaba algo adormecido cuando la tranquilidad de ambos se vio de repente perturbada por un hecho que puede demostrar bien a las claras la enorme valentía de mi héroe. Un grito horroroso atravesó el bosque, llegando hasta sus oídos. Bellamonte se irguió y Du Bois se desperezó inmediatamente y gritó mientras agarraba a su señor por la manga:
—¡Excelencia! ¿Qué será eso?
El marqués le ordenó que callase y ambos afinaron las orejas como un par de liebres en un huerto de coles. Pudieron escuchar las siguientes palabras: «¡Levanta, perro! ¡Danos tu dinero o estás muerto!». Una voz ronca, pero al mismo tiempo trémula respondió rozando el llanto: «¡Ay! Estimados caballeros: ¡perdónenme la vida!». En ese momento se escuchó un tiro.
—¡Du Bois! –gritó el marqués–. Aquí se encuentra un menesteroso que se halla en peligro y que sin duda precisa de nuestra ayuda. Debo, por lo tanto, acudir inmediatamente para ver qué está pasando, y o bien salvar, o bien vengar. Trae aquí los caballos.
―Excelentísimo señor marqués –contestó el sirviente llorando–, considere que…
—¡Trae los caballos aquí, cobarde! –le gritó el héroe con una voz atronadora.
Du Bois no pudo desobedecer a su amo y tuvo que subir él mismo a uno de los caballos para poder seguirlo, ya que le temblaban las rodillas y a punto había estado de caerse. Sin más dilación se dirigieron a toda velocidad hacia el lugar del que procedían los gritos y el sirviente espoleó a su corcel con todas sus fuerzas para poder permanecer lo más cerca posible de su señor.
Finalmente llegaron a una pequeña elevación desde la que se podía ver una gran parte del bosque. En este punto descubrieron algo bastante común, pero que a sus ojos resultaba totalmente novedoso. Un hombre de mediana edad, vestido con una casaca verde de no muy buena calidad y con un sombrero de viaje negro, tenía a cada lado a dos tipos que aparentaban ser campesinos y que le apuntaban al pecho con las pistolas. Tan pronto como el marqués contempló esto, dijo: «¡Por Dios! ¿Es posible que dude un instante más en ayudar a este menesteroso?». En ese mismo momento espoleó a su caballo, pero de pronto vio cómo alguien le cogía del brazo con fuerza y le detenía. No era otro que Du Bois, el sirviente, quien, temblando, desfigurado y casi llorando, volvió a decirle:
p. 32—Señor, pensad bien lo que queréis hacer. Os dirigís hacia un peligro mortal, estos enemigos tienen pistolas y no hemos traído nada con lo que cargar las nuestras. ¿Queréis sacrificar vuestra vida de manera tan indigna? ¿Es que no tenéis compasión ni de vos mismo? ¿Qué he hecho yo, al menos, para verme fusilado como un perro, sin poder ofrecer resistencia? Pensad en mi lealtad y en cómo he dejado atrás mis propios asuntos para seguiros. ¡Ah! ¡Hasta me he dejado a la mitad mi pastel de mijo!
—¡Pusilánime! –gritó Bellamonte, deshaciéndose de él–. ¡Quédate aquí si no quieres acompañarme!
Inmediatamente dio rienda suelta a su caballo y descendió desde la elevación en la que se encontraban hasta el tupido bosque a sus pies. El sirviente suspiró, tanto que los árboles devolvieron su eco. «¡Ay, mi pobre pastel de mijo, si al menos pudiera haberte comido antes del final de mis días!», y siguió a caballo a su valiente amo con un paso más bien lento.
El marqués llegó al lugar de los hechos empuñando la espada desenvainada. Una vez allí, espetó a los presentes: «¡Osados!», aunque en ese mismo momento se dio cuenta de que debería haberles llamado malvados. En ese preciso instante, uno de los bandidos se dio la vuelta, apuntándole con la pistola, y juró por todos los diablos que le dispararía si se acercaba. Entretanto, el pobre al que estaban asaltando ya había sacado el talego con el dinero, pero al ver la ayuda que le prestaba el marqués, se negaba a entregarlo. Nuestro héroe no se dejó amilanar por las amenazas del bandido, sino que cabalgó hacia él y le infligió una herida en la axila que le hizo caer al suelo. Su compañero huyó corriendo y el asaltado escondió su talego con una expresión de profunda satisfacción.
En este punto, algunos de mis atentos lectores me achacarán que la acción resulta del todo incomprensible. El bandido podría haber disparado perfectamente antes de que el marqués se le echase encima, pero resulta completamente entendible que no lo hiciera, ya que el pobre diablo no podría haber disparado, aunque así lo hubiese querido, ya que, no sé por qué casualidad había cargado sus pistolas tan bien como Bellamonte y Du Bois lo habían hecho. Mientras tanto, el desconocido terminó de recuperarse y adquirió un aspecto del todo salvaje, y comenzó a gritarle al bandido herido:
—¡Maldita chusma, ven aquí y atrévete a quitarme mi dinero! ¡Que el diablo me lleve si no te parto la cabeza en dos! ¡Ven aquí! ¡Ahí estás tirado, como un perro escaldado!
A pesar de todo esto, no tuvo el arrojo suficiente como para acercarse a él, ya que le preocupaba la terrorífica pistola que el bandido aún no había soltado. Mientras esto ocurría, este comenzó a gritar sin parar:
—¡Ay! ¡Estoy muerto! ¡Me muero! ¡Ayuda!
Nuestro valeroso marqués comenzó a temer que el caballero de la casaca verde cumpliera con sus amenazas, por lo que saltó de su caballo y, empuñando su espada todavía ensangrentada, se acercó a aquél al que había salvado:
—Señor –le dijo con gesto serio–, os pido que empleéis vuestra fortuna en mejor modo que robándole a este pobre infeliz lo poco que le queda de vida. Mirad cómo no es capaz de defenderse, y es del todo indecoroso para un alma noble vengarse en este modo. No puedo más que expresar mi alegría porque el destino me haya dirigido en un momento tan oportuno hasta este lugar, y así haber podido prestaros servicio con mi brazo.
El desconocido le escuchó asombrado y contestó:
p. 33—Gracias a Dios, mi querido señor, que me he escapado de esta solamente con un ojo morado. Os estoy tremendamente agradecido, y si pudiera tener el honor de recibiros en mi hacienda, podríais comprobar que no soy ingrato. Es, sin embargo, diabólico, que un noble no pueda viajar tranquilo. ¡Por todos los demonios! ¡Le habría disparado a los bellacos en la cabeza si no se me hubieran adelantado!
Al decir esto se agachó para recoger su pistola, que los bandidos habían disparado, y al ver al sirviente, que se había acercado hasta el lugar una vez que el peligro había pasado, gritó:
—Pero ¡qué es lo que hace ese tipo ahí!
El marqués logró apaciguarlo y Du Bois hizo sus reverencias al bajarse del caballo para ver si a su señor le faltaba algo. Al ver al noble, se dirigió a él de este modo:
—Excelencia, me congratula que no hayáis sufrido perjuicio alguno en este lamentable acontecimiento. ¿Estáis seguro de que habéis conservado vuestro talego? Me parece que ya va siendo hora de comer, pues el sol está bien alto. ¿Qué distancia hay hasta vuestra hacienda?
—Os lo agradezco, estimado amigo –contestó el noble, que interrumpió su respuesta al ver a lo lejos a su sirviente, que en ese momento tomaba las riendas de su caballo–. ¡Eh, granuja! ¿Vas a correr siempre que quieran asesinarme o robarme? ¡Ven, que quiero darte una buena lección, carne de horca!
El sirviente cabalgó hacia allí lentamente, y parecía que no sabía si quitarse el sombrero o no. Mientras tanto, su señor alzó una rama que se había caído de un árbol, pero el valeroso Bellamonte trató de calmarlo:
—Disculpad, caballero –le dijo–, no hay nada que vuestro sirviente pueda hacer si no es valeroso.
En ese momento se le ocurrió hacer algo parecido a lo que había leído en sus libros. Conforme el noble se disponía a montarse en su caballo, el marqués se quitó de los dedos uno de sus anillos:
—Recordad el acontecimiento de hoy mediante este humilde recuerdo, y cuando lo observéis, pensad en el Caballero de Laideval, que ha tenido el honor de prestaros servicio.
El desconocido hizo una profunda reverencia, y como era un buen conocedor de estas cosas, a pesar de que no les concedía demasiada importancia, vio que el anillo tendría un valor de al menos cien francos, y balbuceó una larga perorata de agradecimiento antes de montarse a caballo. El marqués se quedó observándolo y se asombró de su propia ocurrencia al cambiar su nombre y no denominarse como el marqués de Bellamonte. A partir de ese momento decidió que se haría llamar el Caballero de Laideval siempre que se encontrase con personas en las que pudiese confiar. También creo que comenzaba a tenerse por un verdadero marqués9.
9.Como señala Lieselotte Kurth-Voigt («Zu den Texten» 322) en su edición alemana de la obra, el nombre de Laideval supone un claro contraste al apelativo Bellamonte. Si Bellamonte implica monte bello, Laideval podría señalar un valle horrible o feo. El nombre de Bellamonte ya había sido empleado por Johann Michael von Loen en su Der redliche Mann am Hofe (1740), pero con él nombró a un noble ya entrado en años, por lo que, como apunta Kurth-Voigt (322), parece poco probable que este pudiera ser un modelo para Neugebauer.