Capítulo IX
Que el lector puede saltarse
Una vez que hubieron llegado, la vieja dama pasó a ocuparse de su fámula en la cocina, pues esta ejercía asimismo como cocinera. La doncella de cámara indicó a Du Bois dónde se encontraban las habitaciones de invitados, mientras que la condesa se dirigió junto al marqués a un jardín cercano.
Los dos se encontraban en su elemento en este lugar, y la alegría brillaba en sus ojos. Bellamonte llevó a su soberana a un pequeño pabellón de verano, que se hallaba cubierto por el verde follaje y desde el cual se divisaba un jardín de estilo francés. ¡Ay! ¡Si por un instante tuviese el espíritu del gran La Calprenède! ¡Cuán ostentosamente se habría descrito este jardín! Debo, sin embargo, seguir aquí otros modelos, ya que no cuento con un príncipe como héroe de mi historia, por lo que tendré que retratar la ternura de una manera algo más suave.
En el cenador cubierto por el follaje había un banco cubierto de hierba, y en él se sentaron los dos enamorados, y digo enamorados ya que sé que en el corazón de la joven condesa ya había surgido una cierta inclinación por mi héroe.
El marqués miró durante un rato a la señora de su corazón con miradas lánguidas, suspirando mientras ella dejaba caer la mirada avergonzada con el rostro ligeramente encarnado. Finalmente él comenzó a hablar. ¡Por todos los cielos! ¡Y cómo hablaba! Sus gestos y suspiros expresaban tanto como sus palabras.
—¡Qué suerte para mí, condesa mía, que me vea en deuda con el destino por haberme dado la oportunidad de conocer a una persona tan inigualable como vos! Ya os había visto esta mañana temprano, y ¿con qué ojos no podía haberos mirado? ¿Acaso se os puede mirar sin sentir algo no sentido hasta ese momento?
p. 53En ese instante, la bella condesa de Villafranca elevó su mirada. Notó que Bellamonte callaba con un semblante elocuente y fijaba la mirada en el dobladillo de su falda con una timidez como la que corresponde a las almas nobles y heroicamente enamoradas. En este momento no puedo dejar de reseñar que la mujer posee un corazón bastante rebelde. Si se le coloca delante a un enamorado verdaderamente apocado, por fuerza el pobre se asemejará a un borrego, y probablemente acabe convirtiéndose en el objeto de la risa de la gente, incluso si este fuera la persona más audaz y razonable del mundo. Si por el contrario tienen ante sí a un insolente que parece como si fuera a forzar a la muchacha al amor recíproco, que ora amenaza, ora suplica, ora maldice, ora es afectuoso, y que además cuenta con experiencia en el amor, veréis cómo ante este sí se muestran tan benévolas que él verá que llevan el amor escrito en la frente y de cada palabra, aunque sea pronunciada con ira, puede hacer una inequívoca prueba de afecto. Si, finalmente, el temperamento del amante es de una constitución mixta, también será ella quien acabe resultando vencedora, a no ser que esta se viese absorbida por los pensamientos que dominaban a la heroína de mi relato, y a un hombre en tales circunstancias, no puedo aconsejarle nada mejor que, cuando note que comienza a mudar los gestos de modestia por los de un carnero degollado, trate de mostrar su lado más seguro. Pues las muchachas son intrépidas cuando uno parece tímido, mientras que se muestran pacíficas cuando uno se vuelve impetuoso. La bella condesa era, en consecuencia, de este tipo, precisamente porque de lo contrario no habría pertenecido al género femenino.
Respondió al marqués:
—Mi señor, no podríais haber llevado a cabo una demostración mejor de vuestro ingenio que decir algo tan bien ensamblado que apenas puedo llegar a hacerme una idea de su sentido. Quizás sea algo a lo que no deba encontrar sentido alguno, y creo que haríais muy bien, mi querido marqués –dijo, con una sonrisa traviesa–, si no trataseis de comunicarme algo así.
Bellamonte escuchó completamente ensimismado –por mi alma, completamente fuera de sí– esta prueba de la gran inteligencia de la condesa, y yo debo de estar pasándolo bien, ya que de lo contrario no sería capaz de llevar esta conversación hasta su fin.
—¿He dejado quizás que mi osadía llegue demasiado lejos en su entusiasmo? –respondió Bellamonte con un temor en el que se mezclaba el cariño–. Por todos los cielos, señora mía, disculpad una pasión que vos misma habéis despertado. En el futuro, esta se mostrará respetuosa y no se esforzará más que por ganar vuestro permiso para venerar a un modelo tan perfecto.
La condesa se rio y regaló a Bellamonte una mirada encantadora, que pronto dirigió a su reloj. Tras esto, dijo que estaba tan convencida de su cortesía, o más bien de su galante lisonjería, que no se creía nada de las excelencias que le atribuía, y que se encontraba en unas circunstancias tan penosas que apenas podía permitirse continuar la conversación con un caballero tan vivaz. Mientras dijo esto, pareció afligirse, miró hacia el cielo cerrando los ojos, suspiró y se levantó. Resultaba evidente que todo esto ocurría según la forma de una declaración amorosa, tras lo cual permaneció de pie durante un rato. El marqués se vio preso de la pasión, ya que la aflicción de su amada atravesaba su alma, por lo que se lanzó a sus pies. Agarró una de sus bellas manos y se la llevó a sus acalorados labios.
p. 54—¡Mujer divina! –fueron sus primeras palabras, palabras mezcladas con las miradas más vehementes. A esto siguieron declaraciones de amor, rendiciones completas y peticiones para que ella revelara su pesar. La condesa no lograba oponerse a una seducción tan impetuosa como aquella. Se enternecía y Bellamonte lo percibía en su mirada.
—Levantaos, señor marqués. No me asediéis tanto –fueron sus palabras entrecortadas, que expresó con una deliciosa hinchazón de su bello pecho, al tiempo que, con un movimiento dulce, trataba de separar la mano de él de la suya. No pudo permanecer más tiempo de pie y se sentó. El marqués se levantó, se miraron y volvió a caer a sus pies.
—¡Ay, marqués!
—¡Ay, condesa!
Suspiros, miradas, besos en la mano y débiles esfuerzos por impedirlos fue todo lo que ocurrió a lo largo de un cuarto de hora.
He de confesar, tan viejo como soy, que en una situación tal yo quizás hubiera llegado algo más lejos. Habría posado mis labios en los labios encarnados y henchidos de mi amada, pero esta no habría sido una manera de actuar lo suficientemente delicada para mi héroe. Su amor no era tan egoísta y, de hecho, resultaba más espiritual que corpóreo, o más bien platónico. Finalmente, el arrobamiento fue decayendo. Bellamonte suplicó con sus miradas más vehementes ser correspondido en su amor, y los ojos de la condesa le aseguraron que así sería, aunque no de la misma manera que si lo hubiera admitido su boca. No pudo hacer otra cosa que decirle:
—Haceos merecedor de mi favor, señor marqués. Nos conocemos demasiado poco. Lo que os contaré quizás os dé oportunidad para hacerlo, siempre que haya escuchado antes vuestra historia. Poneos en pie. Podremos conversar mucho mejor dando un paseo.
El marqués enamorado obedeció a su soberana.