Capítulo II
Algo sobre un terrateniente rural
Dejemos que estas personas prosigan su viaje, ya que de todos modos volveremos a hallarlos en el sitio y lugar adecuados, y visitemos a nuestro héroe. En el camino nos encontraremos empero con la residencia de la bella condesa, donde permaneceremos un rato antes de retomar nuestra senda.
Conforme el heroico marqués hubo abandonado astutamente junto a su ayuda de cámara el campo de batalla y a su desmayada amada, todo en el patio quedó en un estado de máxima confusión. Pedían a gritos al juez y a los alguaciles, pero nadie fue a buscarlos. Se intentó seguir la pista de los huidos, pero los pocos caballos que quedaban estaban inutilizables. Finalmente se decidió registrar la casa para ver si habían robado algo, y uno de los campesinos gritó que se habían llevado un mayal. Finalmente, por encima de todo, se llevó a la condesa medio muerta a su habitación.
—¡Ay, marqués! ¡Ay Bellamonte! ¿Qué no habrás tenido que soportar por mi culpa? –fueron las primeras palabras que la condesa logró esgrimir junto con varios suspiros y otras expresiones novelescas cuando por fin volvió en sí–. ¡Desgraciado Bellamonte! –continuó–. ¡Quizás ya hayas pagado con tu muerte la osadía de amar a una persona abandonada por el cielo! ¡Desgraciada de mí! –repetía una y otra vez sin apenas darse cuenta, reconociendo quizás demasiado abiertamente su amor por el desconocido.
Su madre, a la que este pequeño desenfreno no sorprendió del todo, decidió finalmente dejar que su hija se abandonase a su locura, pues así la llamaba, y se fue profiriendo insultos a las malditas novelas francesas. La condesa pasó la noche entre suspiros, lágrimas y lamentos. Por su parte, Lisette permaneció junto a la afligida condesa de Villafranca, y para consuelo suyo le reveló la huida del marqués.
Cuando la mañana hubo calmado un poco sus sentimientos, y la condesa permanecía sumida en una silente y profunda abstracción sobre los tristes recuerdos de su amor, surgido tan rápidamente, apareció su madre. Ciertamente no había un momento peor para esta visita, ya que en ese preciso instante su bella hija fantaseaba con la imagen de su amado Bellamonte y se preguntaba si sus encantos serían capaces de hacer que retornase y volviese a enfrentarse al peligro a causa de ella. Mientras se encontraba sumergida en esos pensamientos, Villafranca se vio repentinamente interrumpida por el discurso de su madre, que consiguió despertarla como de un sueño:
p. 79—¡Muchacha impía y malcriada! ¿Acaso no me has hecho ya vivir la suficiente infamia como para que ahora te dejes engatusar por un vagabundo, por un forastero que hasta puede que sea un bellaco? ¿No queda una pizca de orgullo en tu cuerpo como para evitar este insulto a la nobleza centenaria de tus antepasados, que estarán revolviéndose en su tumba? ¡Enamorarte de un absoluto desconocido! ¡Si lo llega a saber tu hermano! ¡Cómo se agitaría! Ese es un hijo del que puedo enorgullecerme, pero tú, tú eres la oveja negra de la familia. El maldito ladrón tan pronto se llama a sí mismo caballero como dice que es marqués y francés, y por lo que se entrevé de su manera de hablar, quizás no haya visto Francia en toda su vida. Creo que no sabe ni lo que es. ¡Un hideputa es lo que es, y tú vas y te enamoras de él de esta manera tan mezquina! En cualquier caso, ya sabía desde hace tiempo, tan bien como tu honrado hermano, que estás un poco chiflada, los malditos libros franceses con sus delicadas majaderías te vuelven loca. Ya lo he visto durante demasiado tiempo, pero ahora no puedo permanecer callada: tu hermano sabrá de tus delirios hoy mismo. Y tú, muchachita, también estás igual de loca que tu señora, lárgate de aquí. No tengo necesidad alguna de que atrapes mis palabras con tu bocaza abierta de par en par.
Lisette obedeció en silencio, por lo que se marchó, y la señora continuó con su sermón:
—Y… ¿qué te parecería si todas estas bonitas historias se hicieran públicas? ¿Qué diría de ellas el hombre al que ya estás prometida? Puede llegar el día menos pensado… Imagina que viniese ahora, ¿acaso no se irían al carajo todas las esperanzas mías y de mi hijo? Ese hombre es extremadamente rico y parece que tiene un carácter exquisito… Todo lo bueno que me imaginaba de esta posible unión, todo el provecho que tu hermano quería sacar de ella, ¡todo ello se iría al garete por tu estupidez! ¡Eh! ¡Dime qué te parece todo esto, criatura indigna!
La madre terminó su discurso de manera completamente afónica y a gritos, y finalmente dejó algo de tiempo para que su dolorida hija hablase. Si bien esta no se había visto demasiado conmovida por las advertencias previas, ante este último recordatorio se deshizo en llanto. No podía pensar en su prometido sin vincular inmediatamente este pensamiento al de la pérdida de su querido marqués. Finalmente prorrumpió en las siguientes palabras:
—Excelentísima madre, admito que siempre he sentido y todavía siento una insuperable repugnancia por este matrimonio. ¡El hijo de un burgués! Puede ser todo lo rico y elegante que quiera, mi alma lo aborrece, sí, la palabra prometido me enferma si hace referencia a él. Tampoco niego que de hecho siento una cierta atracción por el señor marqués, al que, de una manera injusta, no tomáis por lo que es, a pesar de que solamente se presenta como caballero y de que su alto rango y grandes riquezas se dejan entrever claramente. El hijo del burgués, sin embargo….
—¡Ya es suficiente! –gritó interrumpiéndola la anciana, quien habría comenzado de nuevo a vaciar aún más el vaso de su hiel de no haberse producido una entrada en escena para la que todo lo anterior habrá servido como presentación.
—¡Qué demonios está pasando aquí! –gritó un hombre que entró calzando unas botas y que portaba un látigo en la mano. Este no era otro que el hijo y hermano de ambas mujeres, que había cabalgado hasta aquí desde su pequeña hacienda–. ¡Que todos los demonios de los negocios se lleven esta hacienda! –continuó–. Cada vez que vengo no me encuentro más que disputas… ¿Qué follón hay ahora?
La madre dijo entonces:
p. 80—¡Mira, Jakob, la faena que nos ha hecho Lencita! Si se llega a saber, estamos perdidos.
—¡A ver qué ha hecho ahora la mala pécora! –contestó el hacendado Jakob–. Vas a aprender lo que es bueno, maldita perra.
La pobre hermana no pudo hacer otra cosa que darse la vuelta y llorar, mientras tanto, la anciana le contó al hacendado los acontecimientos de la noche anterior. Este juró y maldijo como un verdadero hacendado rural, y prometió que si encontraba a ese pícaro del marqués lo molería a palos hasta matarlo.
—Y a ti, Lene, no te irá mucho mejor si te alías con él. Piensa por un momento lo que la gente podría llegar a pensar si le cogieras cariño a un vagabundo, y a punto he estado de decir algo más grave. ¿Qué dirá el señor en cuestión si se entera?
Dijo todo esto mientras caminaba por la estancia a grandes pasos, de un lado a otro, y siguió hablando una vez que pareció que había reflexionado un poco:
—¡Los malditos libros! ¡Cómo me gustaría que todos ellos fueran al infierno junto a los locos que los han escrito! ¡Demonios! ¡Así sí que no le habrían secado el cerebro a mi hermana! ¡Al diablo con sus endemoniadas mamarrachadas! ¡Y ese maldito sapo, la muchacha, la doncella… no ha hecho más que ayudar a que Lencita se vuelva más tonta y loca… Bien que le pagaré! ¡Käthe, ven aquí!
Käthe entró y… observad, ¡la doncella de la condesa de Villafranca y ella eran la misma persona!
—¿Qué desea su excelencia?
—Su excelencia te ordena, canalla, que a partir de ahora no pases más tiempo a solas con tu señorita, y como me entere, ¡que el Diablo me lleve como me entere!, haré que el mozo de cuadra te saque con una azotaina al patio. ¿Lo has entendido?
—Por supuesto, excelencia.
—Bien, entonces márchate volando, no te necesito más aquí. Pero no te olvides de lo que te he dicho.
Käthe, o Lisette, se marchó inmediatamente. Mi historia es tan intrincada que ya ni sé cómo debería llamar a mis personajes. Ahora voy a introducir a uno para el que no logro inventarme un nombre, muy a pesar de que le he dado más vueltas incluso que don Quijote a su nombre y al de su caballo. El hacendado Jakob continuó maldiciendo o censurando, y en ese estado lo dejaré, ya que tampoco quiero perder demasiado de vista a nuestro héroe, que bien podría irse detrás de un regimiento de asesinos con los que yo no había contado.