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Capítulo IV
La casualidad inesperada: una novela a la manera española27

En Sevilla, una ciudad de la que no hace falta que os diga que es famosa, vivían dos familias que pertenecían a la más antigua nobleza. Estas dos familias eran mucho más nobles que ricas, fenómeno del que podemos encontrar numerosos ejemplos hoy en día. El cabeza de una de ellas se llamaba don Pedro de Gonsales. Este había llamado a su único hijo don Juan, el cual estaba dotado de las mejores virtudes*. Por otra parte, don Alvares de Reze, cabeza de la otra familia, tenía en su hija doña Isabella un tesoro de mujer. Don Pedro y don Alvares eran los mejores amigos del mundo. Esta amistad se había anudado durante su juventud gracias a la semejanza en sus temperamentos y por sus similares circunstancias. Conforme fueron pasando los años, en lugar de disminuir, su amistad fue volviéndose cada vez más duradera y firme. Sus hijos siempre habían sentido un amor recíproco desde su infancia, y gracias a sus bellas cualidades y al consentimiento paterno, ya se habían prometido y habían obtenido el permiso para amarse. Esta felicidad habría sido completa de no haberse encontrado en la ciudad otras dos familias cuya riqueza las elevaba por encima de otras de más alta alcurnia, y que también contaban con dos excelentes hijos.

Don Ferdinand de Estrechos había tenido con su mujer un único hijo. Este se llamaba don Alonso, y era la alegría de sus padres, que aún vivían, y lo era con toda justicia. Por su parte, don Henrike de Ribeira se había casado con una viuda rica, que había aportado al matrimonio una hija en la bella doña Elvira de Madras. Doña Elvira era el orgullo de esta estirpe, mientras que el interés personal y un indómito carácter licencioso eran las notas dominantes en las personas de don Henrike y su hijo don Manuel. La madre de doña Elvira contaba con un talante demasiado tierno como para que hubiese podido vivir demasiado tiempo entre personas de esta calaña: murió y dejó en herencia para su hija más de una tonelada de oro, de la que su marido y don Pedro, un amigo suyo cuya honradez era bien conocida, serían albaceas. Sin embargo, como a Ribeira le habría gustado hacerse con la hacienda de doña Elvira, a pesar de que ya poseía entre dos y tres veces más, había urdido un plan para que el hijo de don Fernando se casase con su hijastra, pues sabía que, tanto por su nobleza de carácter como por su propia riqueza, no preguntaría demasiado por la herencia de la hija. La inclinación de don Alonso por la bella Elvira pronto se transformó en un intenso amor, y este veía en ella más el carácter modélico de la señorita que su dinero, del cual el padrastro pensaba darle una parte a don Pedro, que lo habría necesitado, con el fin de persuadirlo para que le ayudase a estafar a su pupila. Por su parte, los dos amigos, tras el fallecimiento de sus esposas, habían llegado a la conclusión de que para la consecución del casamiento de sus hijos no podían encomendarse a otra cosa que no fueran los méritos de don Juan.

p. 85Este e Isabella, siguiendo las órdenes de sus padres, habían mantenido su amor en secreto para no dar pie a las habladurías de la gente, en tanto que el enamorado no dispusiera de algo sobre lo cual establecer su futuro sustento. Se amaban, por lo tanto, en silencio, mientras que los otros dos enamorados dejaron correr el rumor de su espléndido casamiento. Sin embargo, un triste accidente perturbó la felicidad de ambas parejas de una manera horrible.

Una tarde, don Alonso pasaba por delante de la vivienda de los Ribeira. Don Manuel se encontraba delante de la puerta de la casa, y, de acuerdo con su costumbre, estaba borracho. Ya que Alonso le superaba en todas las virtudes caballerescas, don Manuel albergaba una animadversión hacia él que rozaba la locura, y dado que también poseía un deseo impúdico por su hermanastra, no veía con buenos ojos su matrimonio con ella. Por ello, desafió a don Alonso con varias palabras vehementes que este no habría tolerado a cualquiera.

—Mi querido don Manuel –dijo–, me confundís, soy don Alonso de Estrechos, y no creo que os haya hecho mal alguno, ya que más bien me esfuerzo por alcanzar vuestra amistad.

En ese momento quiso abrazar al furioso don Manuel, quien se echó para atrás, sacó su espada y gritó:

—¡Nada de muestras de amistad! ¡Precisamente porque eres don Alonso de Estrechos quiero cobrarme tu vida! –y, diciendo esto, se abalanzó contra su razonable oponente. Este también se vio dominado por la pasión y desenvainó su espada sin decir palabra alguna, poniéndose en posición de defensa, pues vio, dentro de lo poco que se podía ver por la oscuridad, que más que atacar a su vociferante oponente, solamente podría defenderse. Una estocada que su enemigo le propinó en el muslo cambió súbitamente esta opinión, y la vengó con otra que atravesó el cuerpo de don Manuel, que cayó gritando: «¡Me muero!». En ese instante, don Henrike salió de la casa junto a un par de sirvientes, portando luces y armas, puesto que habían oído tanto el rechinar de las espadas como la voz de su hijo, pero llegó únicamente para ver cómo este exhalaba su último aliento y que su asesino no era otro que don Alonso, el prometido de su hijastra. Parecía como si se hubiera quedado petrificado. El profundo amor que sentía por su hijo le llenó de tristeza, y el asombro al ver que don Alonso era el causante de una acción tan malvada lo dejó sin habla. Mientras que Estrechos trataba de disculparse, al anciano se le ocurrió juzgarlo según sus propios principios, y comenzó a pensar que don Alonso había asesinado a su hijo para que sus propiedades pasaran a manos de la señorita de Madras, la cual presumiblemente obtendría la mayor parte de ello tras su deceso.

—¡Malvado! –gritó–. ¿De esta manera me agradeces que te entregue a mi hija? ¿Asesinándome a mi hijo? No. De ninguna manera alcanzarás tus infames intenciones. Mientras pronunciaba estas palabras, intentó atacar con su espada al joven Estrechos, que no lograba recuperarse. Sus sirvientes lograron detenerlo, y don Alonso, al ver a don Henrike tan iracundo, no permaneció en el lugar más tiempo, dejando que este se encargase de la penosa tarea de llevar el cadáver de su hijo a casa para tratar, en vano, de ver si todavía albergaba algo de vida.

Don Ferdinand y doña Leonora se quedaron atónitos cuando vieron llegar a casa a su hijo salpicado de sangre, herido, desesperado y destrozado. La pérdida de su amada Elvira, en la que solamente podía pensar con desesperación, le había afectado más al corazón que si en ese momento le hubiera llegado su hora. Por mucho que lo intentó, apenas pudo relatar los acontecimientos ocurridos, por lo que concluyó con las siguientes palabras:

—Ya veis, queridos padres, que don Henrike difícilmente accederá a que doña Elvira se case con el asesino de su hijo, por lo que debo buscar mi refugio en la muerte.

p. 86Este discurso le dejó tan exhausto que cayó desmayado sobre la cama, a donde se le había llevado tras vendarle el muslo. El terror de sus padres fue tan grande como si hubieran visto a su hijo a las puertas de la muerte, pues resultó realmente complicado sacarlo de su desvanecimiento. Como existía un profundo temor por su vida, se decidió llevarlo a escondidas, tan pronto como acabase la noche, a un palacio cercano perteneciente a don Ferdinand, recluyéndolo allí como si repentinamente hubiera puesto pies en polvorosa. En este refugio, don Alonso se vio asaltado por unas fiebres a causa de sus heridas, que le impidieron conocer nada de lo que ocurría durante tres meses. Su aflicción tuvo una gran parte de culpa en esto, pero al mismo tiempo, aun en contra de su voluntad, su buena constitución vino en su ayuda, ya que le ayudó a salir de su cama de enfermo en un momento en el que podía volver a dejarse ver sin temor a sufrir algún tipo de violencia, aunque sí de argucias.

Entretanto, don Henrike, lleno de ira y deseo de venganza, había enterrado a su hijo, y pronto mandó establecer una rigurosa persecución judicial contra el inocente don Alonso, a la que la familia Estrechos se opuso con insistencia. Ribeira se había prometido vengar la muerte de su hijo hasta las últimas consecuencias, recurriendo incluso a todos los bienes que don Manuel había esperado tener algún día, y no descansar hasta que hubiera podido castigar al malvado asesino con exactamente aquello que, tal y como se imaginaba, ansiaba.

Por su parte, la adorable doña Elvira también contaba con sus propias desventuras. Su aflicción al verse privada de la presencia de su amado don Alonso, y el pensamiento de que quizás nunca volvería a ver a su dulce amante, o al menos la idea de verse perdida para él, hacían que pasase los días y las noches entre suspiros y lágrimas. Ello hizo que Ribeira, sediento de venganza, y que suponía que el amor por parte de Estrechos era igual de intenso, decidiera urdir un plan para agraviar a aquel utilizando a la Madras en caso de que aquel pudiese o llegase a reaparecer.

Así pues, decidió casar a su hijastra cuanto antes, y buscó entre sus conocidos a alguien que pudiera resultarle de utilidad. Finalmente, en infausta hora, puso sus miras en el hijo del otro albacea, el joven don Juan de Gonsales. Decidió hablar con don Pedro al poco de tomar esta decisión, y dado que con la muerte de su hijo se habían venido abajo las intenciones que tenía respecto al matrimonio entre la señorita de Madras y don Alonso, se mostró decidido a entregarle a ella de manera honesta todo lo que le pertenecía si ambos Gonsales se mostraban dispuestos a prestarle ayuda con su venganza. Don Pedro se quedó asombrado ante una proposición tan inesperada y ante la que sin duda cabía asombrarse con facilidad, pero como hombre inteligente que era vislumbró claramente los impulsos que guiaban esta proposición, si bien esta tenía mucho de deslumbrante en lo referente a la ventura de su hijo. Pese a lo resplandeciente de esta ventura, don Pedro también era demasiado buen amigo como para acceder a aceptar sin más la propuesta. Por lo tanto, reveló a Ribeira su alianza con Reze, y le aseguró con toda honestidad que no podía responderle nada antes de haber hablado con su amigo don Alvares.

A don Henrike le gustó mucho su sinceridad, ya que, con todo lo malicioso que era, le agradaba ver cómo otros se comportaban de manera sincera con él, ya que esto le permitía tener las manos libres en sus acciones. Por esto concedió al anciano Gonsales la prórroga que había pedido, y este pronto trató el tema con su amigo, al que contó todo lo que le había dicho Ribeira, y concluyó diciendo:

p. 87—Mi querido don Alvares, por una parte, podéis ver cuán afortunada resultaría una alianza tal para mi hijo, pero por otra, también podréis apreciar de qué está hecha mi amistad con vos, de la cual ya hacía mucho que quería daros una prueba como esta. Mi hijo –continuó, al tiempo que abrazaba a don Reze– no disfrutará de esta fortuna sin vuestro conocimiento o consentimiento previo.

Su amigo se mostró muy agradecido y le respondió:

—Querido mío, si no estuviera en juego el bienestar de mi única hija, que es comparable a mi amor por vos, no tardaría un segundo en decidir lo que debo hacer. Sin embargo, precisamente por el gentil modo en el que se me permite hacer uso de vuestra generosidad, deberéis disculparme si decido retrasar un poco la decisión respecto a mi consentimiento, aunque sois libre de hacer lo que os plazca. No me gustaría perjudicar en modo alguno la fortuna del gentil don Juan, pero al mismo tiempo me gustaría poder ver ocupado su lugar junto a mi hija. Podéis dar a Ribeira, que es más malicioso que inteligente, esperanzas, siempre y cuando se correspondan con esta mi intención. Por mi parte, me esforzaré tan bien como pueda en tratar de compensar a Isabella la pérdida de vuestro hijo, si bien esto me priva de la satisfacción de poder anudar más estrechamente los vínculos entre nuestras familias.

Don Pedro contestó a Ribeira que, a pesar de que no contaba con demasiadas esperanzas de que su amigo aceptase, se esforzaría todo lo que pudiera en tratar de que así fuera si esto era lo que don Henrike deseaba, y el otro albacea se mostró de acuerdo con ello.

Tras esto, don Henrike se dirigió a donde estaba doña Elvira, y le dijo:

—Hija mía, pues ahora que vuestro malvado prometido me ha robado a mi único hijo tendréis que ser mi niña, así pues, hija mía, seréis lo suficientemente sensata como para no desear desposaros con don Alonso. Conozco vuestro amor mutuo lo suficientemente bien como para tomar medidas al respecto, y os aseguro que mi cabeza no descansará tranquila hasta que os vea casada con otra persona.

doña Elvira creyó que la pena la sepultaba bajo tierra, y exclamó:

—¡Ay! ¡Excelencia! Ya que conocéis mi amor por el joven Estrechos, ¿cómo podéis ser tan cruel como para tratar de convencerme para que me case con otro? Os juro de la manera más vehemente que jamás pensaré en otro que no sea Alonso y que acabaré mis días como soltera, y si no hay más remedio que casarme por obligación, concededme al menos un tiempo lo suficientemente largo como para ser capaz de sacar la imagen de Alonso de mi cabeza.

Sus lágrimas, que cayeron por sus bellas mejillas por el recuerdo de Estrechos, habrían conmovido a cualquiera menos a su padrastro:

—Elvira –respondió–, considerad vos misma si, teniendo en cuenta mis intenciones, puedo concederos lo más mínimo de lo que me exigís. Mi decisión es firme y de hecho ya tengo en mente a un joven noble que nada tiene que envidiar a Estrechos ni en sus bienes ni en la opinión que de él se alberga. No penséis que vuestro otro custodio os ayudará en contra mía: ya está de acuerdo con mis intenciones, y cuando deseéis, os traeré al señor de Gonsales para enseñaros a seguir mis consejos.

Con estas palabras se despidió de la desconsolada señorita de Madras, que solamente pudo suplicar que la dispensaran del discurso de don Pedro.

p. 88Tras su marcha, doña Elvira dio rienda suelta a su dolor, y tras un cierto tiempo se sentó a escribir una carta a don Ferdinand de Estrechos. Ni siquiera sabía lo que escribía y por qué lo hacía. Hasta cinco veces comenzó una carta que su vacilante pluma no lograba culminar y a la que no era capaz de darle la forma que quería. Finalmente logró articular unas cuantas líneas en las que daba a conocer al padre de su amado las intenciones de Ribeira. Don Ferdinand le aseguró que en este asunto se comportaría como correspondería al padre de don Alonso y a una persona que aspiraba a tener el honor de llamarla su hija. La carta y el consuelo recibido de Inés, su doncella de cámara, consiguieron que la infeliz Elvira no se viera completamente derrotada por el peso de su tristeza.

Así estaban las cosas cuando los amigos de la familia de Estrechos consiguieron lo que pretendían y don Alonso pudo volver a ser visto en público de nuevo. Este habría parecido completamente abatido por la enfermedad y la pena de no ser porque su noble padre le había prometido serle de ayuda en todo, lo que había conseguido restablecerle un poco.

Estando completamente a solas en su habitación, su padre se acercó y le dijo:

—Hijo mío, conozco vuestro amor por doña Elvira, y renuevo mi promesa de prestaros toda la ayuda posible. No debemos, sin embargo, actuar precipitadamente. Vuestros votos con ella están rotos en lo que se refiere a don Henrike, quien mientras tanto ha elegido a otro prometido con el consentimiento de don Pedro de Gonsales, pero por lo que sé, el prometido todavía no ha llegado.

Don Alonso se asustó tanto como si no hubiera podido prever esta jugarreta, y escuchó con asombro mientras su padre continuó diciéndole:

—Me parece que lo más adecuado sería que os enamoraseis de otra…

—¿Cómo? –gritó interrumpiéndole–. ¡Señor, eso es…!

Don Ferdinand le interrumpió con una sonrisa:

—Dejadme terminar, Alonso. No se os exige que os enamoréis, sino que hagáis como que os enamoráis.

—Esa simulación –replicó el hijo– me resultaría insoportable. ¿Cómo podría malgastar con alguien unos votos que no están destinados a nadie más que a Elvira? ¿Debería traicionar a aquella a la que amo más que a mí mismo? ¡No! ¡Jamás! Perjurar y parecerlo son para mí la misma cosa.

Su astuto padre le reprochó su agitación, y continuó diciéndole:

p. 89—Hijo mío, sois afortunado de encontrar en mí a un amigo que, en lo que se refiere al amor, cuenta con las mismas intenciones que vos, pero que conoce este sentimiento en profundidad y puede, por lo tanto, dominarlo mejor. Mi mirada va más allá que la vuestra, escuchad cómo os demuestro las ventajas de mi decisión. Si don Henrike escucha que vuestros deseos ya no están encaminados hacia su hijastra, o bien decidirá no apresurarse demasiado con su matrimonio, o bien no se mostrará demasiado preocupado por ello. Esto, en consecuencia, nos permitiría ganar tiempo para tomar nuestras propias medidas. Ribeira no se asombrará por este cambio repentino, pues le parecerá completamente natural debido a la enemistad entre nuestras familias, y vos mismo podéis ver cómo gracias a mi plan podremos ganar algo de luz y aire en todo este tema. Por último, conozco demasiado bien el talante vengativo de don Henrike. Es por ello que no permaneceré tranquilo mientras os vea aquí: vuestra seguridad será únicamente alcanzada a través de un cierto distanciamiento, mientras que vuestra nueva amada permanecerá aquí. Si queréis que la Madras os acompañe en vuestro viaje –concluyó don Ferdinand sonriendo–, es algo que dejo a vuestra elección.

Si quisiera retratar el gesto del joven Estrechos, debería encontrarme en las mismas circunstancias en las que este se hallaba, por lo que, en lugar de decir algo al respecto, dejaré esta descripción a la imaginación de mis lectores. Tras su agitación inicial, lo primero que Estrechos pasó a considerar fue la elección de la persona a la que debería decir todo aquello que tenía reservado para Elvira. Don Ferdinand, que ya había pensado en ello, sugirió a doña Isabella de Reze. Justificó su consejo alegando que, debido a sus circunstancias, ella no sospecharía demasiado sobre el proyecto que se llevaría a cabo para mayor felicidad suya, y que no podría encontrarse alguien mejor que ella para compensar. Don Alonso se mostró satisfecho con la elección.

No es necesario realizar una larga descripción sobre el modo con el que don Alonso consiguió entablar contacto con Isabella, y sobre cómo dejó que corriese el rumor de que era su pretendiente. Mientras tanto, también había encontrado la ocasión para hablar en secreto con su Elvira y darle toda la información sobre su plan. Esto sacó a doña Elvira de su tristeza, y por sus alegres gestos, don Henrike coligió que, de acuerdo con la inconstancia femenina, ya había olvidado a su anterior enamorado. De don Alonso no se fiaba tanto. Lo conocía, y precisamente por este conocimiento previo supuso que el tono frío, obligado e insatisfecho que se dejaba notar todo el tiempo, y sobre todo cuando estaba con Isabella, se debía a que lo hacía por orden de su padre y de mala gana. Este pensamiento le llevó a tratar de concluir los asuntos con Gonsales.

Este ya había hablado de ello con su amigo don Alvares, quien le había dado libertad para hacer lo que considerase oportuno.

—Don Pedro –le dijo–, las razones que han llevado a Ribeira a buscar vuestra alianza probablemente sean la causa de que don Alonso haya decidido pedir la mano de mi hija. Podéis ver, mi queridísimo amigo, que la condición que había puesto ya está cumplida: vuestro hijo queda liberado de su promesa, muy a pesar de que él me habría sido mucho más grato que el joven Estrechos.

Una vez obtenida esta aprobación, Gonsales se dirigió a donde estaba don Henrike, y ambos se pusieron de acuerdo sobre el matrimonio entre don Juan y la señorita de Madras. El astuto español había mandado hacer un documento legalmente válido con sus últimas voluntades, en el que se dejaba ver claramente que hacía a doña Elvira la heredera de todos sus bienes, y como, por su carencia de amigos, tampoco sabía a quién podría dejar algo más, consiguió que don Pedro estuviera aún más de su parte.

La feliz armonía entre don Juan y doña Isabella quedó ahora rota, y sus sentimientos serían puestos a prueba en el futuro de la manera más dura.

p. 90Don Pedro cogió a su hijo, quien se había formado algunas suposiciones un tanto inciertas respecto a su enamorada, y le dijo:

—Don Juan, en su momento os concedí mi consentimiento para que amarais a doña Isabella, pero ahora, de acuerdo con mi amigo don Alvares, he considerado adecuado y afortunado para vuestro futuro que pidáis la mano de Elvira de Madras, mi custodia. Su padrastro, don Henrike de Ribeira, ha dado su consentimiento, y, aparte de la riqueza que le es propia, su hija será su heredera. Don Álvares también va a negarse a que os caséis con su hija, ya que puede encontrar en don Alonso de Estrechos la misma suerte que vos encontraréis en la Madras.

Reze comunicó exactamente lo mismo a su hija, y los padres de ambos enamorados comprobaron con el mismo asombro cómo de sus exclamaciones y de su dolor surgía la terrible duda sobre si su amor no sería lo suficientemente fuerte como para acatar tan rápidamente los sobrios consejos de los mayores. Tras una larga discusión se decidió finalmente intentar que los dos amantes hablasen entre ellos y que tratasen de convencerse de seguir el camino de la razón, y además se les comunicó que no se esperaba otra cosa que su obediencia, y que se estaba dispuesto a forzar su fortuna a través de la violencia si resultaba necesario, estando incluso dispuestos a no considerarlos como sus propios hijos si se les decepcionaba en las esperanzas ya generadas de antemano. Finalmente, se hizo ver a ambas partes cómo, sin ofender al honor propio, se podía conseguir que ambas familias fuesen aún más ricas y poderosas.

¡Qué embelesada, tierna y triste fue esta conversación! El dolor de ambos fue intenso, y en un minuto se dijeron tanto con los ojos que una narración de una hora no encontraría las suficientes palabras para expresarlo. Doña Isabella se hundió en una silla y don Juan cayó a sus pies: «¡Ay, don Juan!», «¡Ay, doña Isabella!». Los suspiros cerraron el paso a las palabras. Miles de lamentos marcaron finalmente el inicio de la conversación, y don Juan fundió sus lágrimas con las de su enamorada señorita de Reze. Besó su mano cientos de veces, y se hallaba en un estado de completo embelesamiento, un embelesamiento triste, en cualquier caso. Finalmente, don Juan consiguió hablar con algo más de compostura:

—Querida Isabella… ¡Qué amargos me resultan estos instantes! ¡Qué tristemente dulce me resulta nuestra conversación, antaño puramente placentera! ¡Os pierdo para siempre! ¡Ay! ¡Ni siquiera puedo pensarlo!

La dueña de sus sentimientos respondió:

—Podéis juzgar mi dolor según el vuestro, mi querido don Juan. ¿Cómo podremos resistir esta desgracia? Amarnos y morir será el único medio para ello.

—¡No deis pie a esos funestos pensamientos! –exclamó el enamorado, que ya había recuperado la compostura–. Debemos más bien pensar cómo podemos esquivar esta jugarreta de la fortuna.

—Debemos transigir…

—Pero nos queda todavía un camino, bella Isabella... Pensaréis que soy osado… pero al mismo tiempo, dulce reina de mi corazón…

Aquí comenzó a interrumpir el discurso continuamente con los más embelesados suspiros, miradas y besamanos, pero la bella española consiguió adivinar lo que quería decirle, pues el amor afila los mudos sentidos.

p. 91—Aclaraos de una vez, mi querido don Juan –contestó ella–. Ya conocéis mis sentimientos, y preferiría habitar una choza de pastores con vos antes que un palacio real con don Alonso.

Lleno de alegre entusiasmo, Gonsales abrazó la rodilla de su señora y le descubrió su plan, con el que la bella española estuvo de acuerdo. Había que hacer como si –a pesar del gran sacrificio que supondría– se acatasen los deseos de ambos padres, y mientras tanto harían preparativos para escapar en secreto de esta coacción. Por ello, ambos enamorados intentaron ocultar su alegría, y con gesto apesadumbrado dieron noticia a don Pedro y a don Alvares de la decisión que habían tomado, algo que les proporcionó una satisfacción extraordinaria.

Don Juan rendía visitas a doña Elvira, mientras que doña Isabella recibía las del hijo de Estrechos. Ambos matrimonios se dieron por cerrados, y Ribeira decidió que la fecha del casamiento sería pocas semanas después. Apenas cuatro días antes de este momento decisivo, don Alonso y don Ferdinand empezaron a preocuparse mucho por el desarrollo de sus planes. Finalmente, el primero se decidió a hablar con su enamorada, y puso su plan en marcha esa misma tarde. Trepó por los muros de la residencia de don Henrike, donde su enamorada ya le estaba esperando:

—¡Ay, mi querido don Alonso! –le dijo–. ¡Qué congoja he de soportar por las indeseables visitas del Gonsales! Tiemblo tan pronto como se pronuncia la solemne palabra matrimonio, especialmente mientras pienso que en unos tres días me veré privada por siempre de vos. En cualquier caso, las tiernas inclinaciones de mi corazón triunfarán, y antes que entregar mi mano a don Juan lo haré a la muerte. A pesar de ser tan perfecto, me resulta completamente odioso, precisamente por ser competidor vuestro. Vuestro amor, empero, que cuenta con todas las características de la honestidad, os insuflará los medios para –continuó con tono lánguido– liberar a vuestra Elvira de esta tiranía.

—No sería digno de pisar la faz de la tierra, que, mi bella Elvira –respondió el embelesado don Alonso–, gracias a vuestra existencia recibe una nueva perfección, si albergase la más mínima duda de que podré salvaros, o de que, de no ser así, moriré a vuestros pies. Hace tiempo que me he preparado para una empresa, y solamente espero vuestras órdenes para llevarla a cabo.

—Estos son los rasgos del amor –exclamó Madras– tal y como los exijo a aquel a quien entrego mi corazón.

Mientras decía esto, los enamorados escucharon un ruido. Al poco se dejó oír la voz de don Ribeira:

—Hija mía… ¿Cómo es que estáis tan tarde en el jardín, y con quién habláis?

De no haber sido por la oscuridad, se podrían haber apreciado las huellas de la muerte en el semblante de Elvira. No pronunció palabra alguna, y cayó presa de la debilidad en los brazos del pasmado don Estrechos. Tal y como ocurre con el amor en los casos de mayor necesidad, en los que este alcanza la mayor agudeza, sucede con los resortes de nuestra imaginación, que en circunstancias normales operan con dificultad, mientras que en las grandes ocasiones actúan muy diligentemente. Esto fue lo que le ocurrió a don Alonso, quien rápidamente pensó en una argucia. Con una voz modulada y en un tono bajo, dijo:

—Señor, agradezco la dicha de poder hablar con vos en lugar de que mi querida Elvira deba cargar con el peso de las malas noticias….

—Pero… ¿con quién hablo? –le interrumpió el impaciente Henrike.

p. 92—¿Cómo? –respondió el astuto don Estrechos–. ¿Acaso no conocéis la voz de don Juan de Gonsales cuando habla un poco bajo? Tengo para ello mis razones, y pronto las escucharéis. Esta tarde me han dado la peor noticia del mundo. Mi padre tiene un amigo comerciante en Barcelona, que está en disposición de darle a su hija un par de millones como dote, y que al mismo tiempo está como loco por un título nobiliario. Debo, por lo tanto, contribuir a elevar a esta doncella hasta la nobleza, y para ello don Pedro está dispuesto a romper su juramento con tal de asegurarme una felicidad deslumbrante, pero al intentar hacerme feliz, me regala el más grande de los infortunios. Vuestra inesperada presencia, señor, me obliga a revelaros algo que solamente quería comunicar a mi amada. Por favor, no permitáis, por nada en el mundo, que nadie sepa algo de esto, y no me retiréis vuestro afecto paternal por culpa de mi padre.

Don Ribeira mostró su asombro, renovó la promesa respecto al matrimonio de su hija, y quiso incluso que su supuesto yerno se quedara en casa. Este, sin embargo, se negó a que así fuera con la verosímil excusa de que nadie debería saber nada sobre esta visita, y prometió volver al día siguiente para discutir el tema. Don Alonso se dio cuenta en ese instante de que Elvira ya se había recuperado y apretó su mano, diciéndole:

—Tenemos que salvarnos. A media noche os encontraré aquí –y para que el padrastro de su enamorada le escuchase bien, añadió–: Amadme con constancia, bella Elvira, la fecha de nuestro día más feliz se acerca.

Tras las recíprocas promesas de amor mutuo, se dirigió hasta el muro del jardín junto al maravillado don Henrike, quien le aseguró su ayuda contra el anciano Gonsales, y se dejó ayudar por él para saltar al otro lado tras numerosas cortesías.

Don Ribeira se mostró muy satisfecho por esta casualidad, pues su maldad, que siempre estaba en funcionamiento, pronto le hizo ver que debía permitir a don Juan casarse con su hijastra únicamente bajo la condición de que se batiese en duelo con don Alonso, algo que no se habría atrevido a pedirle a don Pedro, cuya nobleza le era bien conocida. Esperó completamente satisfecho a la mañana siguiente, cuya llegada le propició un escenario muy distinto al que había supuesto. Doña Elvira ya no estaba allí, y don Pedro y don Alvares lamentaban con la mayor de las furias la huída de sus hijos. Don Ferdinand mostró una estudiada intranquilidad por la repentina ausencia de su hijo, a pesar de que el posible paradero de los fugados probablemente le era bien conocido.

Tan pronto como el astuto Estrechos se hubo alejado del jardín de su engañado enemigo, se dirigió a casa y narró a sus padres con todo detalle el inesperado acontecimiento. El padre pronto vio que el plan que habían urdido con anterioridad debía ser puesto en marcha de inmediato. Únicamente doña Leonora, por amor maternal, se resistía a acceder a los supuestos peligros en los que se vería envuelto su hijo, pero finalmente cedió ante el bien fundado plan de su marido y su hijo. Abrazó a este último entre lágrimas, y le deseó suerte y éxito en su empresa.

Con apremio se tomaron todas las medidas necesarias para llevar a cabo la decisiva empresa, y don Alonso se presentó en torno a la media noche en el jardín de Henrike. Llevaba consigo uno de sus vestidos, trepó el muro y encontró a su enamorada completamente lista. Había tenido tiempo para empaquetar sus alhajas, que ciertamente tenían un valor considerable, y permanecía esperando a Estrechos. El paquete con ropa que lanzó por encima del muro anunció su llegada, y el ruido de la pequeña escalera desmontable, que siempre llevaba en sus visitas nocturnas, y finalmente su propia figura confirmaron a Elvira la presencia de su enamorado.

p. 93—Mi bella Elvira –dijo, abrazando sus rodillas–: de nuevo podéis verme aquí, y ningún obstáculo me impedirá conseguir que mi fortuna sea completa. Venid conmigo, mi princesa, huiremos de nuestra desfavorable fortuna. Le plantaremos cara, y consideraré una suerte y un honor enfrentarme a todo el mundo si ocurre a propósito vuestro.

Después le señaló el paquete con los ropajes, y continuó diciendo:

—Con esto os hallaréis más segura que si estuvieseis rodeada de cien personas armadas.

Diciendo esto, se alejó, y dio a su enamorada un tiempo para que se vistiese. Con gran apremio, se puso la casaca de don Alonso, e introdujo sus cabellos negros en una peluca rubia, que dejaba caer una larga coleta anudada con una cinta roja sobre sus espaldas. En este atuendo masculino, Elvira también resultaba tremendamente atractiva, y al contar con la misma altura que don Alonso, se parecía tanto a él por detrás, que se les podría haber confundido.

Ataviados de este modo, los enamorados atravesaron una calle muy oscura y estrecha, que llevaba a la puerta de la ciudad. Cuando apenas habían dado unos pasos pudieron escuchar cómo un par de hombres se dirigían hacia ellos. Los desconocidos se aproximaron, y con impaciencia se abrieron paso entre don Alonso y doña Elvira, tanto que llegaron a separarlos. Apenas podían verse, y Alonso escuchó cómo los otros dos huían delante de él. Agarró a su amada para intentar evitar cualquier tipo de riña, y sin decir una palabra continuó su camino. Finalmente, llegaron a la puerta, donde Alonso, a la luz de los faroles y con un asombro y dolor horribles, pudo ver por la indumentaria de su acompañante que se había llevado a una persona que no era su amada señorita de Madras. Ante sí tenía la imagen de un hombre, y no tardó demasiado en reconocer a don Juan de Gonsales, quien al ver a don Alonso soltó un grito horroroso.

Poco faltó para que los dos enamorados intentaran atravesarse con sus espadas en un primer arranque de ira. Sin embargo, los sirvientes de don Alonso y don Ferdinand, que esperaban allí mismo con otros dos caballos, corrieron hasta allí y evitaron que esto ocurriese.

—¡Oh, doña Isabella! –exclamó finalmente el atribulado don Gonsales–. ¿Tenías que serme arrebatada de este modo? Te buscaré, allá donde estés.

Tras pronunciar estas palabras, don Alonso a punto estaba de marcharse completamente confundido, repitiendo varias veces el nombre de la señorita de Reze. Sin embargo, el de Estrechos comenzó a ver claro qué había detrás de este enigma. Trató de calmar la tormenta que anidaba en su ánimo, y cogió a don Juan por el brazo y le dijo en un tono pacífico:

—Os pido que esperéis un momento. Contestadme únicamente esta pregunta: ¿Fuisteis vos una de las personas que pasaron por en medio de otras dos en la calleja oscura? ¿No escuchasteis, cuando estuvimos juntos, cómo otras dos personas corrían delante de nosotros?

Don Juan respondió afirmativamente a ambas preguntas.

p. 94—Muy bien –dijo el de Estrechos–, veo que os halláis en la misma situación respecto a la señorita de Reze que yo respecto a la de Madras. Para evitar su casamiento, esta última se ha decidido a huir conmigo al primer lugar seguro que esté disponible. Habéis intentado lo mismo con doña Isabella. De hecho, pasasteis entre doña Elvira y yo, en la oscuridad, os he tomado por mi amada y vos me habéis tomado por la vuestra. Nuestras enamoradas se habrán encontrado con la misma confusión, por lo que no pueden estar muy lejos de aquí. Unámonos y busquémoslas, vuestros hechos demuestran que renunciáis a vuestro derecho respecto a la señora de Madras, y yo os juro por todo lo que es sagrado, que abandono toda pretensión al corazón y a la mano de doña Reze.

Don Gonsales se mostró completamente satisfecho con la propuesta, sopesó la situación y aceptó, ya que había escuchado de los sirvientes de don Estrechos que exactamente en ese lugar se había visto justo un par de minutos antes a un hombre detenido junto a dos caballos de mano, y a dos nobles que acudían hacia allí a toda prisa, y que se lanzaron sobre los caballos para salir cabalgando de la ciudad. Don Juan pudo entonces ver claramente la verdad de todo el asunto, y se dirigió a su compañero de amoríos:

—Mi querido amigo, debemos darnos prisa si queremos alcanzarlas, pues me había procurado los tres mejores caballos en toda Sevilla, que nada tienen que envidiar al viento.

Don Alonso se dio cuenta de las ventajas de la presteza, ya que, a pesar de que en poco tiempo había podido conseguir unos buenos caballos, estos no eran los mejores.

Los dos enamorados se montaron en sus caballos y continuaron su persecución tan intensamente como era posible sin llegar a herir a los caballos. Tomaron el camino de Madrid, ya que se habían decidido a hacer de este sitio su lugar de destino. La noche se desvaneció sin que encontrasen nada. Pararon en una aldea para hacer sus pesquisas, desayunaron y no llegaron a averiguar nada. En la siguiente aldea, sin embargo, escucharon que las personas que describían habían descansado allí hacía una hora, y que se habían puesto en marcha de nuevo. Si antes se habían apresurado ante cualquier indicio encontrado por azar, ahora lo hicieron con más razón, ya que pensaban que habían obtenido una clara certeza sobre el viaje de sus enamoradas hacia Madrid.

En su camino tuvieron que atravesar un bosque, y cuando apenas habían pasado un cuarto de hora en él, vieron cabalgar detrás de ellos y a rienda suelta a entre seis y ocho alguaciles junto al alcalde*. Pronto adivinaron la causa, y vieron claramente que este alcalde y su gente se dirigían hacia Madrid precisamente a causa de ellos. Esperaron al alcalde, y este exigió en nombre del Rey y de la Santa Hermandad que se entregasen. Don Alonso y don Juan alegaron que ellos mismos iban de camino para ver al Rey, y que se lamentarían ante él de que sus servidores y los de la Santa Hermandad estuvieran siendo empleados para apoyar actos de violencia tales como la injusta ruptura de sus matrimonios. En ese mismo momento se prepararon para la defensa, y los alguaciles abrieron fuego. El sirviente de don Ferdinand cayó muerto de su caballo; don Juan y el sirviente de don Alonso resultaron heridos de levedad, tras lo cual ellos también abrieron fuego con sus pistolas, con tanta puntería que dos o tres alguaciles, bien porque murieron, o bien porque resultaron heridos, o bien por miedo, no sé por cuál de las tres razones, cayeron rodando de sus caballos, mientras que los que quedaron, como es costumbre entre esta gente, se retiraron rápidamente.

p. 95Nuestros caballeros pudieron alcanzar un lugar seguro sin ser seguidos, ya que, maldiciendo su adversa fortuna, se vieron obligados a tomar otro camino y, a causa de sus heridas, tuvieron que permanecer en una apartada aldea entre tres y cuatro días. Allí se vistieron como comerciantes, tomaron unas mulas y viajaron sin sobresalto alguno hacia Madrid. En el camino no se olvidaron de preguntar por ambas doncellas, y siempre obtuvieron noticias de ellas hasta en la última aldea antes de llegar a la ciudad. Allí pudieron saber que había llegado una doncella, en cuya descripción don Alonso reconoció a la suya, y también un joven noble, en el que don Juan reconoció a su amada. Este último, sin embargo, que hacía un par de días que se había marchado, se había llevado unas mulas y junto a su sirviente había partido para Barcelona. Por su parte, la señorita se había dirigido junto a su doncella de cámara hacia Madrid.

Ante esta noticia, nuestros enamorados decidieron separar sus caminos. El de Gonsales sabía que doña Isabella contaba con amigos en Barcelona, por lo que se dirigió hacia allí con presteza. Por su parte, el de Estrechos siguió su camino hacia Madrid, para hablar con su amada en la residencia de don Manrike de Madras.

Sin embargo, don Alonso vio cómo sus intenciones se truncaron de una manera terrible. Era ya tarde cuando llegó a Madrid y a su alojamiento. Después, fue a dar un paseo por el Prado, y las primeras personas con las que se encontró fueron a una joven doncella y a un caballero que iba de su mano. La doncella comenzó a hablar, y dijo: «Mi querido don Lope, podéis estar seguro de que os amo». Don Alonso se quedó como si le hubiera atravesado un rayo: era la voz de su Elvira. Ambos se alejaron, y Alonso decidió seguirlos con el estado de ánimo más horrible que pueda imaginarse, y trató de espiarlos. Para aumento de su intranquilidad, justo en ese momento salió la luna, y Alonso pudo ver al tal don Lope, que tenía un aspecto de lo más atractivo. Tenía una tez morena y todas las características que resultan caras al género femenino. Hablaba muy suavemente con la doncella, le besó la mano, y finalmente, la besó en la boca. Para ello levantó su velo, lo que vino a confirmar las sospechas del de Estrechos. Vio a la señorita de Madras, y apenas pudo contenerse para no atravesar el corazón de su rival con su espada. Sin embargo, logró retomar la compostura y se marchó a casa atormentado por los sentimientos más oscuros.

Trató de recabar información sobre el tío de su amada y logró averiguar su domicilio, por lo que, al día siguiente, embozado en una capa, salió en busca de esta casa. No tuvo que esperar demasiado, ya que pronto apareció un sirviente, al que preguntó por la vivienda de don Manrike de Madras, con el pretexto de que deseaba entablar conversación con él. El sirviente le mostró dónde se encontraba la residencia, y además, don Alonso le preguntó si su sobrina, doña Elvira, de Sevilla, se encontraba con él, y si se hallaba acompañada por un joven noble llamado don Alonso de Estrechos, su prometido. La primera pregunta fue respondida afirmativamente, mientras que la segunda fue respondida con un no.

—¿Y qué queréis decir con un prometido? –dijo el sirviente–. Un amigo de mi señor, que nunca había estado en Madrid, ha llegado desde Salamanca*, donde estudia las Bellas Artes. Es don Lope de Machuka, y procede de una familia famosa por toda España. Es uno de los jóvenes señores más perfectos que pueden encontrarse, y resulta absolutamente merecedor del favor de doña Elvira, tanto que es por ello que seguramente se le haya tomado por su prometido. En cualquier caso, mi señor, parece que queréis preguntarme por algo más que por la vivienda de mi señor, ¿tiene que ver quizás con don Henrike de Ribeira?

p. 96Don Alonso, que se quedó completamente confundido, le dijo que únicamente le hacía esas preguntas por don Ferdinand de Estrechos, de quien le pidió que hiciera mención a la señorita de Madras, y se alejó de allí medio muerto, o como alguien que se ha quedado tieso al contemplar delante suyo la horrible estampida de un rayo.

Los impulsos que desgarraban su alma y los desesperados discursos a los que dio rienda suelta se llevarían tanto tiempo en su descripción, que los omitiré para continuar con la narración de mi historia. Don Alonso tomó una decisión acorde con su ira y deseo de venganza: esperaría a la tarde para ver si la pareja volvía al Prado, y se apostó en la puerta de la residencia de don Manrike.

Finalmente salió Machuka, solo. Alonso estaba furioso: sacó su espada y gritó con una voz que infundía temor:

—Alto, don Lope: protegeos.

Este se dio la vuelta aterrorizado y pudo ver en la oscuridad a un hombre con su espada desenvainada, y que se disponía a atacarlo. Se dirigió a él, diciéndole:

—No os conoz…

—¡No quiero excusa alguna! –respondió don Estrechos–. Yo sí os conozco, y esto es suficiente. ¡Protegeos, osado!

En ese mismo momento, se abalanzó contra él. Don Lope gritó en busca de ayuda, sacó su espada y trató de defenderse, sin embargo, recibió una estocada de don Alonso, cayó al suelo y gritó: «¡Me muero! ¡Ay, don Juan!», y en ese momento le abandonó el habla.

Este grito asustó a su contrincante. No supo qué pensar, y permaneció inmóvil, sorprendido. En ese preciso instante salió doña Elvira, a la que seguían algunos sirvientes con antorchas, y que había decidido salir al escuchar las llamadas de ayuda de don Lope. Cuando vio a este tirado y cubierto en sangre, lanzó un desgarrador grito de desesperación. «¡Desgraciada Isabella!» gritó. La ira de don Estrechos se fue apagando. Comenzó a comprender su infeliz equivocación, y dejó caer su espada. Con los brazos cruzados y la mirada perdida, vio tanto al supuesto don Machuka como a su infiel Elvira. Se roció con agua a aquel, y al quedar la cara limpia de afeites, le mostró el rostro de la verdadera señorita de Reze.

—¡Ay, don Juan! ¡Ay, doña Isabella! ¡Qué es lo que he hecho! –gritó, alzando las manos al cielo. Doña Elvira lanzó su mirada sobre él y lo reconoció: poco faltó para que cayese desmayada. Mientras tanto, se llevó a doña Isabella a la casa y se comprobó que la gravedad de sus heridas no se correspondía con su mortal apariencia, ya que solamente había recibido una pequeña punzada en el brazo. Don Alonso también pasó a la casa, y tras algunos dulces reproches por parte de la Madras, y unas ardientes disculpas por su parte, se produjo la reconciliación entre ambos, y con el consentimiento de don Manrike, se renovó su compromiso matrimonial. Doña Isabella le perdonó su error, y con toda premura se envió un emisario a don Gonsales, a quien encontró a mitad de su camino a Barcelona. El enamorado don Juan se situó delante de la cama de la reina de su corazón con el más dulce de los arrobamientos, y esta no pudo sentir más que alegría por la presencia de su amado y por la cercana esperanza de verse unida con él bien pronto. Perdonó a su amigo por su precipitación, que por otra parte le había proporcionado esta fortuna, y prometió hacer todo lo que pudiese para ayudarle en las circunstancias actuales.

p. 97En medio de todas estas promesas de amor entraron en la habitación don Pedro y don Alvares, conducidos por el malvado don Henrike. Los dos primeros llenaron a los jóvenes amantes de dulces pero también amargos reproches, mientras que el último únicamente les dedicó insultos. Finalmente el tío de doña Elvira le hizo saber enérgicamente que no aceptaba la coacción a la que se había sometido a su sobrina, y que no tenía por qué convertirse en enemiga de los enemigos de su padrastro, y que él se encargaría de asegurar su boda con don Estrechos. Al mismo tiempo, exigió que le rindieran cuentas del patrimonio de doña Elvira, tanto él como don Pedro. Este último resultó ser una persona perspicaz en este tipo de asuntos, y don Henrike se marchó profiriendo las más horribles amenazas. La menor de ellas era que en ese mismo momento iría a romper en mil pedazos su testamento, y que cedería todos sus bienes a un convento.

Los dos amigos casi habían tomado la decisión de no resistirse más al deseo de sus hijos, y la llegada de don Ferdinand justo en ese momento contribuyó a que así fuera. Este logró convencerlos, se llegó a un acuerdo, y la alegría fue completa cuando este le otorgó a don Juan una lujosa hacienda en Andalucía, que le permitiría vivir de acuerdo a su condición.

En cualquier caso, esto resultó ser innecesario. En ese mismo momento llevaron a don Ribeira medio muerto a la casa. Ríos de sangre corrían por su cabeza. Al marcharse a casa con la intención de destruir su testamento, le había caído en la coronilla una enorme maceta con flores. Estaba gravemente herido, y no consiguió vivir ni media hora más, sino que expiró en presencia de aquellas personas a las que tanto había ultrajado.

La generosidad de los dos de Estrechos y de la bella doña Elvira de Madras tuvo como consecuencia la felicidad de la otra magnífica pareja. Recibieron una donación de todos los bienes de don Henrike, que eran bastante considerables, y junto a don Alonso y su amada compartieron a lo largo de toda su vida, y con el mayor de los agradecimientos, ese placer que solo surge de la verdadera amistad y del amor más tierno.

27.El modelo de esta historia interpolada es la novela corta de Alonso de Castillo Solórzano, «A un engaño, otro mayor», presente en Los engaños de Casandra (1640). Como se señala en el estudio cervantino, la obra de Castillo Solórzano ya había sido empleada por Paul Scarron en su Roman comique con la interpolación «A trompeur, trompeur et demy» [A un mentiroso, otro mayor]. Las múltiples afinidades de la novela con la obra de Scarron y el resto de autores cervantinos franceses del XVII invita a pensar que la obra de Neugebauer bebe más bien de las fuentes francesas y no tanto del original español.

*Respetamos los nombres originales españoles empleados por Neugebauer. Todos ellos están sin duda distorsionados o bien por desconocimiento del castellano o por adecuación a la fonética alemana.

*«Algvazils» y «Alkaide» en el original.

*Madrit y Salamanka en el original.