Capítulo I
Nueva aparición del autor
Las sombras pardas de la noche ocupaban ya la bóveda del azul Olimpo y un silencio lóbrego se imponía sobre todas las criaturas –a excepción de las aves nocturnas y de los filandones en los corros de hilanderas u otras reuniones de mujeres– cuando llevaron a casa al gran Bellamonte, de manera algo más respetable que a don Quijote, el cual iba en una jaula.
Durante todo el camino había ido cavilando acerca de sus circunstancias: veía el cariño que su tío le profesaba y ahuyentaba esos razonamientos pensando que era posible que él no perteneciera a esa familia. Su condesa todavía le rondaba la cabeza: los hechos consumados los conservaba todavía en la memoria, pero sopesando el amor de su tío por él y reflexionando acerca del pesar que debía de haberle causado su partida, todo ello lo convertía en una persona indecisa, avergonzada y atribulada. En cuanto hubieron llegado a la casa, descendió rápidamente del carruaje, se metió en su alcoba y pidió que lo dejaran a solas. Pasó la noche sin sosiego alguno. Finalmente, por la mañana fue a visitarlo Herr Glück. Lo encontró totalmente apagado y le preguntó si se encontraba mejor que el día anterior, y si no le apetecía una sopa caliente u otra cosa.
—Estoy muy avergonzado –respondió Herr Johann con la mirada baja– por haberos causado tanta pesadumbre, queridísimo señor tío. Os ruego que me perdonéis. Debería haber apreciado más vuestro afectuoso amor y he sido un desagradecido. ¡Cuánto lo siento! ¡Y cuánto maldigo mis ocurrencias! –Pues ciertamente había reconocido algunas cosas en sus empresas que no le habían parecido aceptables. La dicha del anciano apenas si puede expresarse en palabras. Se abalanzó sobre Herr Johann y lo besó, lo llamó su querido sobrino, hijo y heredero, el báculo de su vejez y su consuelo. Siendo magnánimo y delicado como era el joven comerciante, no podía sino mostrarse emocionado. En su interior tomó la decisión de hacer todo cuanto estuviera en su mano para complacer al tío.
Puede que llegados a este punto las grandes aventuras del heroico marqués de Bellamonte hubieran alcanzado un desenlace insólito para una novela si el autor así lo hubiera deseado. Mas no encontraría yo placer en el oficio de la escritura, que es el mío, si no escribiera otra vez tanto como ya he escrito. A mi modo de ver, mi héroe todavía está en condiciones de realizar grandes hazañas. Quiero sacarlo de la ociosidad, como Ubaldo y Carlos al valiente Reinaldo del castillo de Armida28. Y yo mismo representaré el papel del primero y convertiré una carta de la hermosa condesa en un escudo de diamante.
p. 102A grandes zancadas iba acercándose la noche de este tranquilo día mientras Herr Johann pasaba el tiempo junto a la ventana observando a quienes por allí pasaban. Reflexionaba acerca de sus hazañas y comenzaba a encontrar en ellas algo de extravagante. No obstante, con sus reflexiones no lograba llegar hasta la raíz, hasta el origen de esta extravagancia. En estas estaba cuando, de repente, su mirada se detuvo en la taberna de enfrente. Allí descubrió la figura de una persona conocida que le hacía señas. Recapacitó y reconoció al autor, a quien había enviado a buscar a la condesa de Villafranca. La sangre comenzó a fluir a borbollones. La hermosura y cualidades de su amada lo embriagaron al instante. Llevado por las alas del amor salió corriendo a la puerta de la casa y habló con el autor. Este se lamentó al principio de que no lo hubiera esperado.
—Señor marqués –dijo–, os habríais perdido la cosa más hermosa del mundo si el posadero de O*** no me hubiera dicho que os habíais marchado con Herr Glück a la ciudad. He partido hoy después del desayuno y era ya mediodía cuando he llegado. Después del almuerzo he estado todo el tiempo preguntando por la vivienda de vuestro supuesto señor tío. Aquí tenéis una carta de la condesa. Estuve aguardando cuanto fue necesario hasta que por fin la encontré en el jardín junto con su doncella. Sin que nadie se diera cuenta, le hice llegar mi embajada y, a cambio, recibí una respuesta de la hermosa condesa. Oh, no vais a creer, querido señor marqués, qué alegre se puso la buena señora.
Presté atención a todos sus ademanes y este ciertamente no será el peor pasaje de mi obra. Bellamonte estaba ya impaciente por el hecho de que el autor estuviera extendiéndose tanto. Por fin recibió la misiva. Todas sus consideraciones anteriores habían desaparecido y dejaban ahora paso a sus delirios marquesiles, aunque todavía vacilaba. Le pidió al autor que acudiera a su casa a la mañana siguiente y le entregó una pistola. El escritor se marchó satisfecho a su posada y el marqués, a su alcoba, donde con manos trémulas abrió el escrito y allí pudo leer:
Señor mío:
Si recordáis los sentimientos que albergaba en el momento de vuestra triste partida, no os quedará duda de lo que la recepción de vuestra carta ha supuesto. Yo os permití que albergarais esperanzas y os considero digno de las mismas. Habéis sido a menudo el objeto de mis pensamientos. Vuestra valentía en el combate de ayer me hizo ver que puede una confiar en vuestro auxilio. Mis circunstancias os son conocidas: una espera a cada momento a la persona malhumorada que en los corazones de mis custodios se ha ganado el nombre de mi marido. Esta será la mejor respuesta al contenido de vuestra misiva: dejo en manos de la pasión que decís sentir por mí la interpretación a todo ello.
Vuestra,
La condesa de Villafranca
Tras haber leído la carta, al héroe ya no le cabía ninguna duda de lo que debía hacer. Había olvidado al tío. No pensaba en otra cosa que no fuera en complacer al objeto de su amor. Conforme se acercaba la noche, la impaciencia iba apoderándose del gran Bellamonte. Ardía en deseos de ver a la hermosa condesa de Villafranca. Nunca una noche le había resultado tan larga. La pasó planeando cómo escapar de allí, imaginando el deleite que sentiría al ver de nuevo a su amada y la fama eterna que podría adquirir en un caso así. Finalmente, cuando ya amanecía, se acercó el sombrío Morfeo al lecho revuelto del desasosegado marqués y lo cubrió con sus alas de murciélago. El héroe estuvo descansando aquí hasta la hora acostumbrada del té y después se aprestó: cogió de entre sus espadas la que tenía la mejor hoja y se quedó esperando afligido al autor. Este apareció al fin.
p. 103—Señor mío –le dijo Bellamonte–, estoy decidido a liberar a mi amada, pues mi pasión ha interpretado así el escrito recibido. Os habéis brindado a acompañarme y la causa es demasiado grata para mí como para rechazar este ofrecimiento. Veo que lleváis una espada y no necesitáis más que un caballo, y esta carencia tiene fácil remedio.
A continuación, le dio algo de dinero para que comprara un buen caballo y le pidió que lo esperara delante de una puerta que no era la que llevaba al bosque, escenario de sus aventuras, pues quería eludir la supervisión a la que se veía sometido por parte de su tío y tomar un camino alternativo. Así salió el autor, resolvió sus asuntos y quedó a la espera del magnífico aventurero en la mencionada posada.
Diversos quehaceres impidieron al gran marqués emprender su segunda salida antes de que llegara la hora del almuerzo. Pero por la tarde, acompañado de su enérgico ayuda de cámara, dejó tras de sí la casa y todos aquellos juiciosos pensamientos surgidos y aún por madurar. Al autor que había de inmortalizarlo lo encontró en la posada. Tenía consigo pluma, tinta y papel, con los cuales redactaba el comienzo de un poema épico-cómico sobre los triunfos de los pigmeos contra las garzas29. Se abrazaron y Görge no sabía si creer lo que veían sus ojos, pues barruntaba que tendría que volver a tomar el nombre de Du Bois. Bellamonte se lo llevó aparte.
—Du Bois –le dijo–, que así puedo llamarte ahora abiertamente, toma esta hoja y léela. Quiero conocer tu opinión sobre ello. –Y a continuación le entregó la carta de la condesa. El ayuda de cámara la leyó.
—Estimado señor marqués –dijo él devolviéndole el escrito–, no entiendo nada de lo que solicita la señorita. Lo único que veo es que es muy afectuosa, pero ¿qué queréis que hagamos? ¿Y qué es lo que queréis escuchar de mí?
—¿Que qué quiero que hagamos? –respondió Bellamonte–. No más que partir de inmediato hacia allí, lanzarme a sus pies y ofrecerle mi brazo y mi espada. Lo único que te exijo es que me digas si vas a acompañarme.
Ninguna reprimenda habría podido causar mayor impresión que estas palabras en el hijo del criado.
—Ay, señor –le dijo–, ¡queréis meteros en las fauces de la muerte! Permitidme que amablemente os disuada de hacerlo.
—¡No! –respondió el marqués con total frialdad–. Mi decisión está tomada. Márchate a tu casa. Y ni se te ocurra mencionar nada de mis intenciones. Tendré acompañamiento en todo momento. Toma, aquí te dejo algo para que me recuerdes. –Y le entregó varias pistolas–. Puede que no volvamos a vernos. –Y así se alejó de él, mas el ayuda de cámara se echó a llorar.
—Señor marqués –sollozaba–, ¡no me dejéis solo! Aquí tenéis vuestro dinero. Con vos voy hasta la muerte.
A Bellamonte lo conmovió la aflicción y fidelidad de Du Bois. Le permitió que se quedara con el dinero a condición de que le comprara a su querida Lisette un presente y así lo ganó definitivamente para su causa. Du Bois miró el oro. Olvidó las palizas recibidas y suspiraba de manera heroica por su amada y por las nuevas aventuras.
Tras esta conmovedora escena, los tres montaron en sus caballos y se pusieron en camino dando el mayor rodeo posible. Finalmente, llegaron bajo el manto de la encantadora noche a una villa en la que decidieron pernoctar.
28.Hace referencia a uno de los episodios más conocidos de la Jerusalén libertada de Torquato Tasso (1575), concretamente a los cantos XIV-XVI. Rinaldo, uno de los cruzados, descansa tras un combate cuando es observado por la hechicera Armida, que en un principio se dispone a matarlo, pero que finalmente se enamora de él y lo apresa en su castillo en una isla encantada. Ubaldo y Carlos serán los encargados de sacarlo de allí, y el primero romperá finalmente el hechizo con un escudo de diamante, que en su reflejo permite ver al guerrero su ociosidad durante la estancia en la isla. Como puede observarse, el episodio de la bruja Armida está claramente modelado en la Circe homérica y en la bruja Alcina del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto.
29.Alude al mito griego de la lucha entre pigmeos y garzas. En la mitología griega, los pigmeos, unos seres de un tamaño no mayor al de una mano, vivían en el sur de Egipto o en la India. En la mitología se pueden encontrar varios episodios de luchas frente a grullas, cigüeñas y garzas, como el episodio en el que Énoe, casada con un pigmeo pero transformada en una cigüeña por Hera, trata de recuperar, en su forma de ave, a su hijo Mopsos de entre los pigmeos, quienes armados trataban sistemáticamente de alejarla.