Capítulo III
Pelea entre dos autores
Como cuando una pequeña chispa de una lumbre cae en un depósito de pólvora y prende un tonel de pólvora: el granito negro explota y asciende a lo alto con un estrépito infernal. De esa misma manera se levantó furibundo Herr Le Petit al reconocer a su peor enemigo, pues nadie lo había ridiculizado y calumniado más en el mundo que dichos comentarios. La agitación era tal que me veo obligado a utilizar otra comparación para producir la impresión adecuada en el ánimo de los lectores: así como el aguardiente o el alcohol etílico arden cuando los alcanza una llama, así mismo ardía de ira el pequeño dramaturgo. Su cara colorada se puso azul, todas las partes de su cuerpo comenzaron a estremecerse con violencia, quería hablar, pero lo único que conseguía articular era un bifsh bifsh similar al bufido de un gato, y se movía de un lado a otro, hasta que al final se abalanzó sobre el autor.
Bellamonte retiró su silla de la mesa y se deleitaba con este espectáculo. El aprendiz de comerciante, por su parte, se había sentado en otra mesa con su hermosa dama para leerle en su nombre y con más libertad las odas de Le Petit. El alboroto producido hizo que volviera la mirada. Quería hacer de mediador entre los dos, pero la pelea ya había comenzado y habría puesto en peligro su rico jubón, así que simplemente se entremetió con algunos improperios en francés y ordenó que trajeran la cena.
Mi musa halla aquí algo que es digno de ella. Creo que no desaprovechará la ocasión para narrar las circunstancias del valiente combate entre Herr Le Petit y el autor. Este último había saltado de la silla cuando el primero realizó su movimiento de ataque y recibió del dramaturgo un fuerte golpe con la cabeza y los puños –como si se tratara de un ariete o carnero de los utilizados antiguamente para la batalla–, que casi lo dejó sin aliento. Ello lo llenó de ira y con presteza respondió a este golpe con un fuerte porrazo entre las espaldas. A continuación, levantó al pequeño enemigo por los aires y lo lanzó de tal manera entre unas sillas que perdió su sombrero y a punto estuvo de perder también la peluca. Apenas se hubo levantado, volvió presto a la lucha. El hijo del posadero se encontraba en la sala. Era un joven compasivo que quería ahorrarle más golpes a Le Petit, así que se dispuso a detenerlo, mas su benevolencia no fue premiada como es debido, pues el comediógrafo lanzó varios golpes hacia atrás con los codos y los talones, de tal modo que le produjo al muchacho unas contusiones horribles en el pecho y las espinillas. El joven comenzó a gritar y empujó con todas sus fuerzas a Herr Le Petit contra el autor, el cual a su vez lo mandó de vuelta como una pelota y acabó derribando la mesa en la que habían comido, así como las velas y los vasos.
p. 108En ese mismo instante llegó la moza con la comida. El indómito Le Petit había vuelto a levantarse como el gigante Anteo, quien recobraba fuerzas cada vez que caía al suelo, y se abalanzó de nuevo sobre el autor como un gallo iracundo38. Su peluca tuvo un destino asombroso, pues se incorporó a los diversos tipos de alimentos que componían el ragú que la moza llevaba entre manos. En pocas palabras: salió volando de la testa laureada a la fuente con la comida. La moza se puso a gritar. Du Bois entró en la sala y vio que el autor sostenía a Le Petit por un brazo y le asolaba las espaldas con rudos puñetazos. El ayuda de cámara se quedó admirado ante esta escena y pronto descubrió a su amo, quien con toda tranquilidad permanecía junto a una ventana y ejercía de espectador sonriente. Más que el estruendo había sido la comida recién llegada lo que lo había atraído hacia la sala, y así esta escena era del todo nueva para él. Sin embargo, en lugar de mostrarse neutral como su señor, quiso poner paz para que todos pudieran comer en tranquilidad. Como vio que Herr Le Petit llevaba las de perder y en consecuencia consideró que debía ser la parte injuriada, gritó:
—¡Por el amor de Dios, señor, no golpeéis de manera tan inhumana a esa gente! –dijo al tiempo que intentaba separar al autor del dramaturgo.
—¡Soltadme! –gritó este y forcejeó con aquel y con el dramaturgo de tal modo que los dos trastabillaron y le arrancaron a la muchacha de las manos el ragú con la peluca. Como empujaron a la muchacha hacia atrás, la fuente no cayó a tierra en ese mismo instante y lugar, sino que derramó su carga primero sobre una enagua de seda que era parte de los encantos de la amada del aprendiz de comerciante. La muchacha soltó un grito estridente. Su caballero se dispuso a desagraviarla. El ayuda de cámara, que todavía resbalaba por el suelo, fue lo primero que encontró a mano y lo echó sobre el ragú que estaba esparcido por el suelo. Sin embargo, al intentar levantarse, con los dedos pringados lo agarró del rico jubón, el cual perdió buena parte de su esplendor. El aprendiz apartó de sí a patadas al pobre Du Bois, sobre el cual también se abalanzó la fornida moza con fuertes trompazos de sus grandes y sólidos puños, pues creía que él había sido quien le había arrebatado el ragú de las manos.
El audaz marqués consideró en ese instante que no podía quedarse mirando tranquilamente cómo golpeaban a su ayuda de cámara. Así pues, fue hacia el adonis empapado en sopa y lo amenazó con echar mano a la espada si no dejaba marchar a Du Bois. El aprendiz se retiró inmediatamente. Du Bois, por su parte, se incorporó y se marchó corriendo hacia la puerta con la moza a sus espaldas.
Pasaron junto al posadero, que entraba en ese momento, y comenzaron una nueva pelea en la cocina. Liese, que así se llamaba la moza, era una criatura rolliza de tez parduzca que estaba dotada de unos brazos de un tamaño tan grande como el torso de la condesa de Villafranca. Me permito hacer uso de este símil en ausencia de uno mejor. A estos poderosos brazos estaban ligadas un par de robustas y recias manos que cubrían por completo el rostro de Du Bois cuando aquella se las lanzaba a las narices. Sus dedos podrían compararse perfectamente con salchichas o con baquetas de tambor y su cara concordaba perfectamente con su cuerpo, pues era ancha, con un par de ojillos de cerdo, una boca grande, el doble de grande que la de Marie, las mejillas caídas y una nariz de mono. Además de todo ello, su cuerpo desprendía un olor similar al de un establo de machos cabríos y la boca, un aroma a queso viejo y rábanos mal digeridos.
p. 109Tal era la constitución de esta amazona con la que había de batirse el ayuda de cámara. Este se defendía como un caballero, a pesar de que la enemiga era de largo muy superior a él. Finalmente, cometió un error, resbaló y cayó, y la intrépida Liese se abalanzó sobre él, impidiéndole levantarse. Esta posición quizá no sea del todo ortodoxa, pero yo sólo les cuento las cosas como fiel cronista que no narra sino cuanto sucedió. Todavía hubo algunos fuertes puñetazos, pero ninguna acción más digna de mención entre ellos. Por ello, considero que lo mejor es volver a la sala para asistir al final de la pelea entre los dos escritores.
El posadero había entrado en la sala con gesto resuelto a poner paz. Vio que Herr Le Petit se abalanzaba sobre el autor con un bifsh bifsh repetido muchas veces, el marqués apoyado contra la pared, el aprendiz de comerciante junto a su pretendida, embadurnado y regado de ragú, y la gran mesa tirada por los suelos junto con todo lo que había encima. Se quedó perplejo ante este desorden.
—¡Dios nos ampare! –gritó–. ¿Pero qué es todo esto?
Su hijo apareció enseguida arrastrándose desde un rincón de la habitación y gritó:
—Ese señor pequeño con la casaca marrón ha comenzado a golpear y ha sido él quien ha montado todo este barullo. A mí también me ha golpeado.
—¿Pero a qué viene esto, señor? –comenzó a decir el posadero y agarró al dramaturgo de un brazo–. ¿Es que mi casa os parece digna de que vengáis aquí a comportaros de esta manera y a meteros en estas pendencias?
Ya antes de escuchar el testimonio de su hijo se había decantado por el bando del marqués, pues este le había hecho entrega de una pistola como pago anticipado por la cena, mientras que el aprendiz quería esperar a la cuenta para pagar. Así pues, echó a Herr Le Petit con violencia de la sala después de que amenazara con no volver nunca más a estas reuniones y de que el autor hubiera recogido su peluca de entre el ragú esparcido por tierra. La limpió un poco en su ropa y se la colocó en la cabeza, se echó después en una silla y el pequeño Le Petit tuvo que escuchar todavía cómo él, aunque con voz algo entrecortada por el aliento exhausto, declamaba triunfante la última estrofa de la belicosa oda, o aria, como él la había llamado:
Tu cuello de cisne y manos de azucena
Son más suaves que suave es la seda.
Tu regazo, que no podré desnudar
Hasta el fin de mis días, ¿a qué se asemeja?
¡Ah! Que haga sitio el regazo de Venus.
No hay regazo que pueda compararse al tuyo.
Mana aquí un manantial de néctar.
¿Qué podría ser más dulce?
38.Gigante de la mitología griega. Según esta, Anteo habitaba una isla del estrecho de Gibraltar y fue el fundador de Tánger, a la que dio el nombre de su mujer, Tingis. En cualquier caso, la importancia de Anteo en la mitología griega viene derivada de su derrota a manos de Hércules, quien lo habría matado y enterrado en la colina donde se erigió el faro romano de La Coruña, también conocido como Torre de Hércules. Las palabras del narrador se refieren a la invencibilidad que la mitología griega atribuía a Anteo, quien en caso de caer al suelo en batalla, renovaba sus fuerzas de Gea o la Tierra al recuperar las fuerzas gracias al aliento que esta le prestaba. Hércules, tras derribarlo tres veces, lo levantó en vilo asfixiándolo, impidiéndole de este modo recobrar sus fuerzas.