Capítulo VIII
El carácter voluble de la mujer y proyectos para escapar de la cárcel
La baronesa permaneció todavía un tiempo en el aciago cenador henchida de ira, indignación y resentimiento. Su corazón albergaba ahora otros sentimientos opuestos a las pasiones que había abrigado anteriormente. Maldecía la insensatez del marqués, las novelas sentimentales y a sus autores. ¿Pero cómo podía su corazón, que debía de estar permanentemente colmado de intensas emociones, o mejor dicho, ocupado con pasiones, abandonarse largo tiempo a enojosos asuntos como estos? Le vino a la mente el joven conde. Su persona ya había despertado en sus sentidos ciertos sentimientos que se avivaban ahora que no estaban ocupados con otras ideas como objeto de su amor. Además, la extraordinaria locura y su posterior debilidad habían contribuido en gran medida a la represión de estas impresiones. No obstante, pensaba que la primera ya había pasado y que la segunda asimismo se disiparía. ¿Qué le impedía, así pues, dedicarle su afecto, del cual el marqués se había mostrado indigno? Pues si bien era voluptuosa, no era disoluta y no quería satisfacer su voluptuosidad con un nombre que no fuera a ojos de todo el mundo honesto o incluso venerable. Su fallecido esposo, a quien debía agradecer casi todas sus riquezas, había sido de edad tan avanzada que no se le podían exigir estos goces. Así pues, nadie habría sido más adecuado para convertirse en su esposo que Bellamonte o aquel que había sido el príncipe Vardanes. Pues a decir verdad, todavía nadie entre sus conocidos de la nobleza le había parecido digno de una relación más íntima. Exigía demasiado de un esposo: no solo debía poseer las cualidades necesarias en el lecho matrimonial, de las que había carecido su esposo, sino que además debía tener una apariencia agradable, así como la misma discreción en el proceder de aquel y la consideración que él mismo había tenido hacia ella. Consecuentemente, sus pensamientos se dirigieron hacia el príncipe macedonio. Su razón se había liberado de un amor imaginario que le había causado todas aquellas extrañas aventuras y que, en opinión de ella, impedía a Bellamonte rendirse a sus actos de seducción. Sin embargo, se equivocaba en un punto: el amor de mi héroe no era quimérico, sino solo la forma como lo ejecutaba.
p. 166Tras mucho discurrir y reflexionar decidió ir a ver al conde, examinarlo con detenimiento y después intentar subyugarlo, si bien de manera algo diferente a como había hecho con el marqués. Tendría yo aquí la más propicia de las ocasiones para llevar a término una larga digresión acerca de la volubilidad de las mujeres, mas permítanseme algunas palabras o líneas para no dejar caer en el olvido varias reflexiones fugaces. El hecho de que sea voluble es un defecto de todo el género, cuyo origen está en su naturaleza y en una constitución endeble. Precisamente por ello las mujeres son más voluptuosas que nosotros. Y considero una tergiversación de la naturaleza cuando veo a una bella mujer con ideas sublimes, coherentes y masculinas, y por el contrario a un petimetre que revolotea de un objeto a otro como una mariposa y de cuyos cabellos perfumados rezuma el aroma de la voluptuosidad. Mi Fillis es del género de las que deberían haber sido hombres: una belleza femenina y un corazón masculino son la breve definición de su perfección. En ocasiones maldigo esta su disposición de ánimo cuando se muestra impasible ante mi afecto y, al mismo tiempo, esta disposición de ánimo me maravilla cuando pienso en esta constancia que tendrá en el amor siempre y cuando deje algo de espacio en su corazón a esta pasión.
Pero volvamos a la baronesa, quien en el espacio de tiempo que me ha llevado esta digresión había ido hasta la alcoba del joven conde para hacerle partícipe de su compasión por los hechos acaecidos el día anterior y su alegría por la curación de una enfermedad aún más dañina de lo que pudiera ser la que tenía en ese instante. Él se mostró enormemente agradecido y le aseguró que su visita había reducido en algunos días la duración de su postración. El corazón nunca está más dispuesto a recibir las impresiones de delicadas pasiones que cuando el cuerpo está fatigado a causa de quebrantos penosos, pero no dolorosos. El conde lanzó una mirada a la vestimenta desaliñada de la joven dama y los encantos de esta lo embelesaron. ¡Con qué presteza no lo notó ella! En tales circunstancias tiene uno la mirada de un lince. Ella le lanzó con disimulo algunas miradas sugestivas y las palabras que él pronunció para explorar el parecer de ella acerca de él encontraron una respuesta como si ella lo comprendiera y como si quisiera espolear los pensamientos favorables y halagüeños que él parecía albergar. Tras haber percibido aquí la baronesa tanto gozo, lo cual compensaba el disgusto anterior, abandonó la alcoba y dejó al conde, totalmente seducido por sus encantos, bajo el pretexto de que tanto hablar podría resultarle perjudicial, si bien la realidad era que temía exponerse demasiado.
p. 167Entretanto, había tenido lugar una de las escenas más deliciosas entre el marqués y la condesa de Villafranca. Él, después de haber recompuesto el semblante algo perturbado por la conversación con la baronesa, se precipitó a los pies de su amada para arrogarse ante ella los méritos del considerable sacrificio que él aportaba ahora para aumentar la perfección de ella. A pesar de que la señora se había retractado de sus actos y le había pedido que no revelara nada a nadie, el amor propio de él y el comportamiento admirablemente heroico que había sentido al hacerlo se apoderaron de tal manera de su persona que presentó los hechos acaecidos de manera más espléndida y su contención de manera más excelsa de cuanto en realidad habían sucedido. La hermosa condesa estaba tan agradecida por una prueba de amor tan dura que incluso le concedió un beso, el primero que durante todo el tiempo que duraba su amistad había tenido el valor de robarle de sus labios, pues estos dos amantes apreciaban hasta tal punto el valor de un beso que casi pasaban por alto cuanto de sensual y emocional había en ello. El sacrificio del marqués merecía asimismo un favor tan extraordinario como aquel, y aun más, puesto que todavía recordaba las palabras que ella le había dicho la noche anterior en el momento del sobresalto causado por el autor en aquella pieza oculta. Ella no lo había olvidado y todavía perseveraba en esas palabras. Por eso y porque se sentía inmensamente halagada por el desprecio de Bellamonte hacia el amor de una joven mujer rica y hermosa a causa del afecto que sentía por ella, tampoco rechazó varios abrazos y besos que pusieron fuera de sí al enardecido héroe. Ratificaron durante este enardecimiento la promesa de un vínculo más preciso y el enlace del mismo tan pronto como hubieran encontrado la paz y la libertad para entregarse definitivamente el uno al otro.
Su afectuoso coloquio terminó derivando de manera natural hacia la situación actual. La custodia que se había apostado por partida doble ante las dos puertas de la casa se encontraba allí, según ellos, no por otro motivo que no fueran ellos. Durante largo rato estuvieron reflexionando sobre a quién y a qué había de adscribirse este hecho. El marqués pensó en su tío, la condesa en su hermano, y terminaron por atribuirle la culpa al destino, pues de ninguna de las maneras podían imaginar que estos dos, en especial el noble rural, hubieran podido descubrir su paradero y que hubieran logrado hacer tomar todas aquellas medidas con tanta presteza. En verdad, no hay nada en este mundo a cuya cuenta se cargue tanto como al destino, al que también se conoce como fortuna o sino. Sí, cualquier juntarrimas que por un poema fúnebre reciba una vieja pieza de ropa cualquiera en lugar de otra retribución, le echará la culpa antes al destino que al valor de su trabajo. Sea como fuere, Bellamonte y Villafranca tenían mayor motivo para culpar al destino. Les vinieron a la mente Fräulein von Fre*** y el otro burgués. Ambos sentían una aflicción en su interior al pensarlo y suspiraban cuando se miraban a los ojos por miedo a la idea de estar destinados a unirse a aquellos dos, a quienes no habían visto nunca antes, pero que ya les resultaban detestables.
Tras varias escenas como esta, que me apresuro a abreviar tanto como me resulte posible, les vino al pensamiento invocar a la noche, que ya los había amparado más de una vez, y alejarse de aquel lugar bajo la protección de sus sombrías alas. Bellamonte reunió entonces en su alcoba al autor, a su ayuda de cámara y a Lisette para planificar cómo iban a ponerse a salvo de aquella especie de semicautiverio.
p. 168Celebraron entonces un consejo secreto en toda regla. Bellamonte habría preferido acabar por la fuerza con los centinelas, dado que pensaba que de esa manera se podría escapar de improviso sin grandes escándalos. El discreto autor, que aquella mañana se había hecho con una nueva peluca y un nuevo sombrero por cuenta del marqués, no se mostró de acuerdo con ello. Expuso con tal convicción la inseguridad y los acechantes peligros de una propuesta tan osada como aquella que Du Bois se puso de su lado de inmediato y dijo que prefería aguardar al desenlace de todo el asunto. Sin embargo, no era esa la intención del autor. Dijo que aquella noche le parecía la más adecuada para llevar a cabo una liberación, si bien no explicó el porqué. Propuso recurrir a la astucia y expuso un proyecto de los que solo podían fraguarse en la mente de un escritor, y que ya muchos noveladores han atribuido a sus héroes. Esta propuesta era también del gusto del ayuda de cámara, el cual la apoyó de inmediato. La condesa y su doncella junto con el marqués reconocieron también la solidez de la misma.
Este proyecto de fuga consistía en que Du Bois estaría bebiendo con los centinelas de la puerta trasera a la caída de la noche y les administraría unos polvos somníferos para poder salir después sin riesgos, pues esta puerta trasera disponía de un mecanismo interior que no permitía entrar a nadie, pero sí salir a todos. Con todo, para no levantar ninguna sospecha con la bebida, Du Bois recibió la orden de beber varias veces con los centinelas a lo largo del día con el fin de que ni al posadero ni a ninguno de los demás les pareciera extraño, y esta orden le resultó de lo más agradable al ayuda de cámara.