LIBRO I
—Paced, paced libremente, queridas ovejas, mis fieles compañeras: la deidad que adoro ha decidido traer a estos lugares la felicidad del siglo primero y Amor mismo, que la respeta, se aposta, arco en mano, a la entrada de bosques y cavernas para matar a los lobos que quieran atacaros. Todo lo que cabe en la naturaleza adora a Caritea. El sol, al darse cuenta de que ella nos da más claridad, nada tiene que hacer en nuestro horizonte y solo retorna por verla. Mas vuélvete, gentil astro, si no quieres que ella te eclipse por prestarte a la risa de los humanos. No busques la vergüenza y el infortunio: zambúllete en el lecho que te prepara Anfítrite5 y ve a dormir al son de sus ondas.
Estas fueron las palabras que oyeron, quienes pudieron oírlas, una mañana a orillas del Sena, en un prado cercano a Saint-Cloud. El que las profería llevaba ante sí una media docena de ovejas sarnosas que no eran sino el desecho de los carniceros de Poissy. Pero si su rebaño se encontraba en un estado lamentable, su traje era, en cambio, tan elegante que bien se apreciaba que correspondía a un pastor de reputación. Llevaba sombrero de paja levantado del ala, casaca y calzas de fina seda blanca, medias de seda gris perla y unos zapatos blancos con lazos de tafetán verde. Portaba en bandolera un zurrón de piel de garduña y una vara tan decorada como un bastón de ceremonias6, de suerte que con toda esa indumentaria se asemejaba bastante a Bellerose cuando va a representar a Mirtilo en el Pastor Fido7. El pelo, algo más rubio que pelirrojo, estaba rizado de manera natural en tantos bucles que dejaban ver el cuero cabelludo. La cara presentaba algunos rasgos que podrían haberle dado un aspecto bastante agradable de no ser por una nariz afilada y unos ojos grises, medio vueltos y hundidos, que le hacían horroroso y mostraban a los que saben de fisonomía que no estaba en sus cabales.
p. 27Un joven de París llamado Anselme, al divisarlo a lo lejos, se asombró de esas maneras tan extrañas y, dejando el paseo, vino a esconderse cerca de él junto a un montón de heno y, por temor a hacer ruido, apenas osaba respirar. Lo vio caminar con pasos tan graves y medidos como los de un capitán suizo y le oyó decir palabras tan vehementes que, de haber estado en un teatro, habría creído que no hacía sino ensayar el personaje de alguna comedia de la que formara parte, como la que se había representado poco tiempo atrás en Saint-Cloud. Mientras discurría si mostrarse o esperar a que su curiosidad se viera contentada por otros sucesos, el pastor cogió más posturas de las que un pintor hace tomar a sus criados cuando ha de llevar al cuadro una gran historia. Unas veces inclinaba la vara apoyando encima la pierna derecha, otras cruzaba los brazos levantando la cabeza al cielo, como si le pidiera algo con los ojos. Al cabo, se miró de arriba abajo con gestos de admiración y exclamó: «¡Ah, Dios! ¡Cuán seguro estoy de agradar a esa beldad con estos nuevos ropajes! Así iba el pastor frigio cuando emitió su juicio sobre el litigio entre las tres diosas»8. Después se sentó en el suelo y, tras sacar un panecillo del zurrón, extrajo también diversos objetos que dispuso cabe sí para examinarlos mejor. Había un poco de hierba seca, un clavel muy ajado, un papel bastante sucio y un trocito de cuero completamente raído. «¡Ah!, preciadas reliquias», dijo al contemplarlas, «tengo que encargar una caja de cristal para que pueda veros a todas horas sin tocaros». Y luego se puso a comer con tal apetito que se diría salido de una ciudad largo tiempo asediada y sin municiones. Anselme pensó que no le daría tiempo a retomar de inmediato sus bonitos discursos, así que, ganado por la impaciencia, salió de su escondite para ir a su encuentro. En cuanto el otro lo vio le dijo:
—Pan te guarde, gentil pastor, ¿quieres compartir mi banquete pastoril? Tengo albaricoques en mi bolsillo, cuya piel parece hecha de oro entremezclado de rosas: los compartiremos en una concordia fraternal que lo dioses nos han dado.
—Os doy las gracias –respondió Anselme–, pero no se me ha abierto el apetito tan temprano; en cambio, pues tan grande es vuestra cortesía, me atrevo a preguntaros qué son esos bonitos objetos que habéis desplegado ahí y por qué los estimáis como si fueran piezas de un museo. Prefiero en este momento ser partícipe de vuestros secretos más que de vuestro almuerzo.
—Adoro tu talante –replicó el pastor–, tienes curiosidad, luego tienes ingenio. Siéntate junto a mí y te contaré mi historia. Es un placer conversar aquí de nuestros amores mientras un dulce céfiro sopla aún en los campos; cuando se levante el calor llevaremos nuestro ganado a la sombra.
Al oír todas esas cosas tan peregrinas, Anselme se quedó estupefacto y supo que había encontrado a un hombre enfermo de la más extraña locura del mundo; tanto que, sabiendo que no hay nada que ganar con esta gente cuando se les lleva la contraria y solo placer que recibir cuando se les concede todo, se puso de inmediato a su lado. Decidió morderse la lengua cada vez que el otro dijera algo gracioso por miedo a reírse, así que adoptó una actitud tan modesta que el pastor, creyendo contar con una audiencia favorable, comenzó a hablar de esta manera:
—Guardo el pan para más adelante por contarte mis penas: las conversaciones son más agradables que los festines. Has de saber, pues, que ese tirano común de nuestras almas, ese dios tan menguado de cuerpo como grande en poder, sin el cual los pastores podrían disputar la felicidad a los dioses, tan pronto me vio en el mundo me destinó a ser uno de los cautivos que quiere arrastrar tras su carro de triunfo. Él solo no hubiera podido acabar con mi libertad de no haber contado con la ayuda de unos hermosos ojos que se pusieron de acuerdo con él para hacerle el amo del universo. La incomparable Caritea está a su servicio o, mejor, él está al suyo para subyugar a todos los corazones.
p. 28»Fue en París, ese compendio del mundo, donde vi a esa maravilla sin par, metido en un traje más rico pero no más noble que este. Vivía ella por el barrio de Saint-Honoré y no sin razón porque es honrada por todos. La fortuna de ojos cegados me escamoteó con frecuencia la oportunidad de verla: solo en horas inciertas gozaba de su vista al pasar ante su casa o, más bien, ante el templo de esta diosa, sin poder hacerle mis rezos y mis sacrificios. Pasaba delante más de diez veces en una sola tarde y, por vergüenza a que los vecinos me vieran tan a menudo, la primera vez iba con un gabán* negro y la segunda con uno gris, andando, ora muy digno, ora con un bastón, como si estuviera cojo, temeroso de llamar a atención. Cuando no quería pasar por esa calle me contentaba con ir por el barrio y ver de lejos a mi amada, aunque las más de las veces solo pudiese apreciar el borde de su refajo. Hacía algo más: si volvía por la noche de cenar fuera me desviaba dos o tres calles para ir por la suya; me bastaba con observar los muros que la encerraban y ver luz en su habitación. Y, si los postigos parecían más oscuros en un lugar que en otro, me imaginaba que era ella quien estaba junto a la ventana y allí me quedaba a contemplar esa hermosa sombra tanto como durase. Así pues, solo podía gozar de falsos placeres: un año entero hube de estar con tal pena; pena más cruel que la de Tántalo9; pero, desde hace solo ochos días, empiezo a pensar que el cielo me pone buena cara: Caritea ha venido a vivir aquí donde espero tener más posibilidades de hablarle de mi pasión. Las pastoras se retiran a menudo a la floresta: allí pueden los pastores conversar con ellas sin que un ojo envidioso las mire, como en las ciudades donde todos se espían y sospechan unos de otros. Para cortejarla con más libertad he tomado este traje, que ansiaba desde mucho tiempo atrás, y he resuelto pasar mis años en estas hermosas riberas con un menguado rebaño.
»Pues bien, con ánimo de no ocultarte nada y de que me conozcas como si fuera tu hermano, te cuento lo que no diría a nadie: y es que mi nombre propio era Louis, pero lo he cambiado para llevar uno de pastor. Quería tener uno que se acercase un poco al primero y poder ser fácilmente reconocido: tan pronto quería llamarme Ludovico como Lisidor, pero finalmente me pareció más acertado hacerme llamar Lysis, nombre que tiene un toque amoroso y grato. En cuanto a Caritea y para no mentir, su verdadero nombre es Catherine: ayer mismo la oí llamar así a una ninfa, pero ya conoces el artificio de los enamorados*. Decimos Francine en vez de Françoise, Diane en lugar de Anne, Hyante por Jeanne, Helène por Madeleine, Armide por Marie, Elise por Elisabeth. Estos nombres antiguos suenan bastante mejor que los nuevos en boca de los poetas. De este modo, tras darle vueltas al nombre de Catherine para componer otro, encontré en su anagrama el de Charitea, donde solo la n falta para decir que están todas las letras. ¿Cuántos laureles no habré merecido por tan gran invención, visto que es ciertamente un nombre de pastora y que se publicó poco ha un libro de pastores así llamado? Con todo, he querido recortar una letra más y llamarla Caritea porque ese nombre me parece más agradable y fácil de poner en verso. No habrá, pues, de aquí en adelante árbol ni roca en esta comarca donde los nombres de Lysis y Caritea no se hallen grabados; quisiera incluso poder grabarlos en el cielo o que las nubes formaran nuestras iniciales.
p. 29»Mas para responderte en particular sobre las joyas que me ves guardar, has de saber, gentil pastor, que son cosas que constituyen para mí los favores más excelsos. Por lo poco que he visto todavía a Caritea no creo que me conozca: no me ha dado una pulsera de cabellos, enviado carta alguna ni echado miradas favorables. A falta de todo esto, no quiero quedarme sin algo que venga de ella. Ayer, conforme llegaba a Saint-Cloud, la vi pasear con una de sus compañeras. Mientras retozaba cogió un clavel que estaba en su pecho y lo lanzó a la cabeza de otra joven con la que se cruzó: tuve sumo cuidado en recogerlo para gozar el resto de mis días del placer de besar tan bella flor que había estado entre manzanas más preciadas que las de las Hespérides. Luego sacó de su bolso un papelito que rompió y tiró al suelo como algo inútil, pero no para mí, que lo guardé como guardar quiero todo lo que viene de ella. Al tiempo, se agachó por algo en el pie que le impedía caminar y desgarró un trocito de la suela que arrastraba del zapato. ¡Qué pesar habría tenido de no hacerme con este lindo cuero que había transportado tan digno cuerpo! El destino me fue favorable: Caritea y sus compañeras se retiraron a una casa, de manera que, al quedarme solo en la calle, tuve la osadía de recoger este rico tesoro; más aún, para que nada faltara a mi dicha, cogí hierba donde la bella había dejado impresos sus pasos divinos. Aquí están todas esas cosas, amable pastor: embriaga tus ojos con ellas y considera rápidamente si no tienen un brillo extraordinario, pues voy a guardarlas; profanarlas sería mantenerlas tanto tiempo al aire.
En ese momento, Anselme, admirando las extravagancias que Lysis le contaba, no pudo evitar decirle:
—¡Pero bueno! Amante perfecto, si Caritea escupiera en algún sitio o hiciera algo más sucio aún, ¿tendríais la curiosidad de guardar todo lo que de ella saliera?
—¿Quién lo duda? –replicó él–, no se puede dejar nada tan preciado cuando se puede recobrar. Desde este preciso instante hago promesa de escoger una caverna en algún lugar cercano donde conservar todo lo que venga de ella o le haya servido para algo, y allí iré todos los días a pasar horas enteras contemplándolo.
—Nunca acabaríais –dijo Anselme– de guardar tantas cosas: ¿cómo recoger toda la hierba que hubiera pisado? Os diré, empero, que os contentáis con una parte; pero, ¡cuán mayor no sería vuestra satisfacción si dispusierais de su retrato que os permitiera acordaros mejor de ella!
—¡Ah, qué bien pensado! –respondió Lysis–. Es verdad, he visto en todos los libros que los amantes intentan tener el retrato de su enamorada, pero ¿cómo obtendré el de la mía?, ¿dónde está el pintor tan experto que me lo pueda sacar? Un mortal no puede mirarla fijamente. Solo el amor es capaz de ejecutar esta obra, por eso me la ha pintado en el corazón. Estaría encantado, sin embargo, de tenerlo, si fuera posible, en otro cuadro para ponerlo en un altar y convertirlo en mi ídolo.
A esto le dijo Anselme que debía creer con toda certeza que, solo con conocer a Caritea, él mismo sería capaz de retratarla tan bien que quedaría contento. Y, efectivamente, decía la verdad, pues había gustado de la pintura desde la infancia como una gracia que no estorba en absoluto, aunque no se haga de ella profesión. Viendo Lysis que se le ofrecía un placer tan grande y no pudiendo imaginar que un mortal tuviese tanto poder y voluntad en socorrerle, le dirigió estas palabras mientras le abrazaba las rodillas:
p. 30—Perdón, gran divinidad de nuestros sotos, si no os he reconocido de inmediato: bien veo ahora que sois el dios Pan10, que se ha disfrazado para venir a asistirme en mis amores y compruebo fácilmente que sois algo más que un pastor, visto que vuestro traje en nada se parece al mío. No habrá un día, de aquí en adelante, en que no vaya a derramar vino y leche ante vuestros altares y os haré sacrificio cada mes del más orondo de mis corderos.
—Mirad bien lo que decís –contestó Anselme–, no soy quien pensáis: no tengo las pezuñas hendidas, ni cola detrás, ni cuernos en la cabeza.
Y, al tiempo que lo rechazaba, vio a un hombre que se acercaba a ellos gritando muy alto:
— Te tengo, Louis, te tengo: desde este momento te haré encerrar de modo que no vuelvas a distraer a la gente con tus locuras.
Tales palabras se vieron interrumpidas por su llegada y, acercándose al pastor, lo cogió de un brazo y le dijo a Anselme:
—Señor, os suplico me ayudéis a llevar a este hombre por caridad a Saint-Cloud. Bien habéis podido percataros de que tiene la mente enferma. Sería una negligencia por mi parte, siendo su tutor, si lo dejara ir así de un lado para otro: yo mismo sería inculpado por la justicia. Tengo que llevarlo de nuevo a París.
—Silencio –dijo entonces Lysis–, parémonos un momento aquí, primo Adrian, y dadme una hora o dos para explicar mis razones. Este gentil pastor será nuestro juez: es tan perfecto que acabo de tomarlo por el dios Pan y no me puedo quitar de la cabeza que no lo sea, o Cupido o Mercurio, o cualquier otro dios vestido de hombre.
Ante estas palabras el tutor se detuvo, dispuesto a oír un poco lo que el otro quería decir, y el pastor, tomando la palabra con un acento engolado, le hizo este discurso:
p. 31—¿No es una extraña ceguera criticar la feliz condición que quiero tomar? El nombre de pastor es tan antiguo como el mundo y Pan fue el primer dios a quien se ofrecieron sacrificios. Antaño los hijos de los reyes guardaban las ovejas como yo y, para aprender a llevar un cetro, era preciso saber llevar una vara de pastor. La lana que recogemos cuando esquilamos de tarde en tarde a nuestro rebaño se asemeja a la renta que un príncipe obtiene de sus súbditos. Los dioses mismos no han dudado en descender a la tierra ocasionalmente para ser pastores, y no por ello han dejado de estar en el cielo, pues ¿qué otra cosa son las estrellas sino animales que llevan a pastar de acá para allá por esas vastas campiñas? En cuanto a nosotros, pastores terrenales, ¿qué puede compararse a nuestra gloria? ¿Se podría prescindir fácilmente de nosotros? ¿No sirve la lana de nuestros rebaños para vestir a todo el mundo? ¿No están hechos de ella los tapices de los templos y de los palacios reales? Se me dirá que pueden servirse, en su lugar, de la seda; pero ¿es esta algo noble a ese precio? No es sino el excremento de un vil animal. Y, si mando hacer un traje, es solo para el día a día pero quiero tener otro de paño para las fiestas importantes. ¿La carne de nuestros corderos no sirve de alimento principal a los hombres? Si no la tuviéramos, ¿cómo haríamos sacrificios a los dioses? ¿No van a ser agradables estos animales si el propio Júpiter quiso ser adorado en uno de sus templos en forma de cordero? ¿Y no fueron Jasón y el resto de Argonautas hasta la Cólquide en pos de un vellocino11? Todo esto para deciros, primo Adrian, que, al ser nuestros rebaños tan útiles, es un gran honor guardarlos y nadie debería emplearse en otra cosa. ¿De qué sirven todas esas ocupaciones que hay en la ciudad? Leed la Pastoral de Julieta y veréis que no había en la Arcadia ni magistrados*, ni abogados, ni procuradores, ni mercaderes: solo se veían pastores12. Así es como hay que hacer en Francia para que seamos felices. Comprad un rebaño, tomad un traje de pastor, trocad vuestra vara de medir por una de pastor y venid aquí a hablar de amores* sin aconsejarme que vuelva a París para ejercer un oficio. Traed también a mi señora prima y a todos los sirvientes de vuestra tienda que estarán a sus anchas siendo pastores. Será bastante más placentero reír y bailar aquí al son de la gaita que penar como hacéis en París desenvolviendo telas.
—¡Ay, cielos! –exclamó en esto Adrian–. ¡Qué ha hecho nuestro linaje para que se le castigue así! Bien veo que este pobre muchacho ha perdido la razón por completo. Señor –le dijo a Anselme–, os suplico, ya que tanto confía en vos, que le persuadáis para que vuelva un poco en sí.
A ello le contestó Anselme, tras llevarlo aparte, que conocía casi toda su enfermedad y que era preciso seguirle el humor, dejándole todavía algún tiempo entretenerse en sus pensamientos, y que le rogaba entretanto le contara quién era, si lo tenía a bien. Adrian le respondió que lo haría con gusto creyendo que, cuando supiese toda la vida de su pupilo, le podría ayudar mejor a quitarle todas las fantasías que tenía en la cabeza. Tras decir esto, se retiraron harto lejos de Lysis quien, al verse solo, se puso a soñar en sus amores sin pensar en las palabras de los otros. Adrian, que era un hombre honrado aunque bastante simplón, como la mayoría de los burgueses, y no sabía sino de su negocio, siguió hablando con toda ingenuidad de esta suerte:
p. 32—El joven que acabáis de ver es hijo de un comerciante de seda que moraba en la calle Saint-Denis. Solo tuvo a este niño y lo dejó tan rico que todos esperábamos verlo realzar nuesto linaje y contar entre nuestra estirpe un oficial real que nos sirviera de apoyo. Sabéis que hay muchos hijos de comerciantes que lo son, pues aunque los nobles nos desprecien valemos tanto como ellos. Estos no tienen la posibilidad de dar, como nosotros, buenos cargos a sus hijos y si se muestran tan valientes es solo gracias a los préstamos que les hacemos. Nos dan tratamiento de señores, sin embargo, y llevan razón, pues somos pequeños reyes. Mas, volviendo a mi cuento, muertos sus padres, fui elegido como su tutor al ser su pariente más próximo. El muchacho ya había cursado estudios en el Collège de Navarre y costado más dinero de lo que pesaba. Tenía unos dieciocho años, así que le dije que era el momento de pensar en el camino que quería tomar, que no se le había hecho instruir para que fuera un holgazán y que ya tenía edad de escoger condición. Con la idea de ponerlo a prueba indagué si quería ser pañero como yo, pero me dijo que aspiraba a algo más noble y no se lo tomé a mal. Lo cogí en pensión en mi casa y lo envié a algunos maestros de París que enseñan el oficio de consejero. Son gentes tan expertas que, cuando un joven está listo para ser admitido, le enseñan en un mes todo lo que debe responder y que ha de repetir como un estornino13, de tal manera que sacan siempre de un escolar ignorante un docto senador. Mi primo estudió un año con quienes los preparan para ello pero nunca se resolvió a tomar la toga.
»En lugar de libros de derecho solo compraba libros farragosos que se conocen como novelas. ¡Malditos sean quienes los han hecho! Son peores que los heréticos. Los libros de Calvino no son tan dañinos; por lo menos hablan solo de un Dios y aquellos hablan de varios como si estuviéramos en tiempos de los paganos que adoraban a troncos labrados como hombres. Esto turba la mente de los jóvenes y, como ven que en ellos solo se habla de jugar, bailar y solazarse con doncellas, quieren hacer igual, con lo que hacen rabiar a sus padres. Tales libros son buenos para esos hidalgos* que nada tienen que hacer en todo el día, salvo esperar sentados en una antecámara*, pero el hijo de un buen burgués no ha de leer otra cosa que no sean las Ordenanzas reales, o la Urbanidad para niños y «La paciencia de Griselda» para regocijarse los días de carnaval14. Se lo decía a Louis, pero no me hacía caso y, por más que le ordenara aprender de memoria las cuartetas de Pibrac o las de Mathieu para que nos las dijera en la mesa cuando hubiera invitados, no quería ni oír hablar de ellas15.
»Esto me encolerizó y me fui un día a su habitación, donde me hice con todos esos libros nefastos y los quemé. Volvió a comprar otros y los escondió, bien entre el jergón de su cama, bien en cualquier otro sitio. No podía impedir que los leyese, si no era en mi casa, era fuera de ella. A veces se iba a pasear al prado de los Escribanos con un libro en las calzas. Al final perdí la paciencia y le rogué un día en el nombre de todos sus buenos parientes y amigos que me dijera qué ocupación pretendía tener. Me dijo que le dejase descansar, que la hora de pensar en eso no había llegado y que, entretanto, quería ser comediante, que era un cargo por el cual no debía pagar derechos* y que era excelente, pues, al conocer un comediante toda suerte de estados, uno tras otro, no tenía que comprar ninguno. Tal decisión casi me cuesta la vida ya que siempre lo he querido como si fuera mi hijo, pero comprendí por fin que todo lo que me había dicho era solo a modo de pasatiempo. Continuó empero con su perniciosa lectura en la que empleaba meses enteros sin estar fuera más que media hora los domingos para oír misa. Se encerraba siempre en su habitación y solo venía a comer conmigo una vez al día. A menudo me acercaba a su puerta para escuchar y le oía hacer discursos amorosos como si le hablase a una hermosa dama y, justo después, respondía por ella remedando la voz. Así es como ha pasado el tiempo en mi casa hasta ahora en que, con veinticinco años, da muestras de que su mente sigue con más fantasías que nunca.
p. 33»Hace un mes le tocó a mi mujer llevar a nuestra parroquia el pan para bendecirlo. El sacristán le había devuelto la tela de encaje que lo envolvía*: mi primo la encontró y, revistiéndose de ella como hacen los escolares cuando se disfrazan de pastores en los juegos del colegio, se puso a recitar versos en mi habitación mientras se miraba en el espejo. Llegué cuando se encontraba en ese trance y tanto me burlé de él que se fue arrepentido de lo que había hecho. Desde entonces no ha dejado de estudiar todos los días cómo hacer de pastor y en lugar de vara cogía ora una escoba, ora un rastrillo. Las más de las veces me cogía horquillas que tenía en la trastienda: le eran más cómodas, al ser más largas, y me ha roto dos o tres por poner sin cuidado la pierna encima como ha visto hacer en el Hôtel de Bourgogne16. Finalmente encontró el modo de hacerse el traje que lleva y se libró de mí para venir aquí donde quiere hacer seriamente de pastor y jugar a las comedias en medio de los campos. Más le hubiera valido quedarse en mi casa que aquí, donde sus locuras serán conocidas por todos. Me las ingenié para descubrir que había venido a estos arrabales y que se había alojado esta noche en casa de un pobre aldeano que le ha vendido algunas de sus ovejas y le ha dejado salir con su nueva vestimenta sin estorbarle en nada. Mi decisión es llevármelo para encerrarlo en algún lugar donde no vea nada en absoluto, hasta que se le pase la fantasía.
—Nada ganaréis –dijo Anselme–, no es así como hay que proceder. Aunque se hallase en un lugar donde no hubiera ni uno solo de los libros que lo entretuvieran en sus extravagancias, sabe lo bastante para mantenerse sin ellos: en una habitación que no midiera ni dos toesas* de largo su mente haría más de quinientas leguas en media hora. Sería en esa soledad donde su imaginación trabajaría sin descanso. Más vale permitirle buscar compañía: se divertirá y saldrá de muchos errores que si le han venido a la cabeza es por desconocer cómo se vive entre la gente. Dejadme manejarlo un poco: tengo una casa en Saint-Cloud que está a vuestro servicio y al suyo; allí recibirá el mejor trato.
Adrian agradeció a Anselme su cortesía y le dijo que quería, de todos modos, probar si podía sacar algo de la mollera de su primo. Mientras conversaban seguían avanzando hacia Saint-Cloud, pues Anselme quería a toda costa llevar al otro a que comiera en su casa, diciéndole que era preciso dejar a Lysis en los campos hasta la noche hasta ver si tenía la paciencia de resistir sin nadie que le importunara.
Durante su ausencia el pastor novel almorzó los frutos de los que se había provisto y fue a beber al río. Varios labriegos pasaron bastante cerca de él, pero ni uno solo de ellos se atrevió a abordarlo al tomarlo por un fantasma. Al final se hartó de no hablar con nadie y, viendo un rebaño de ovejas a lo lejos, llevó al suyo de ese lado para conversar con quien lo guardaba. A pesar de tratarse de un orondo lugareño y de percatarse de que la vestimenta de este era harto distinta de la suya, Lysis no dejó de saludarlo con un gesto tan cortés como si hubiera sido Céladon o Silvandre17.
—Amable pastor –le dijo–, cuéntame cuáles son tus quehaceres aquí. ¿Piensas en los rigores de Clorinda? ¿Cuánto hace que no le has compuesto una canción? Te lo ruego, muéstrame alguno de tus versos.
El pastor, que entendía menos esas lindezas que si le hubiese hablado en una lengua bárbara, se quedó pasmado ante tales maneras, sin saber de qué hombre se trataba. No obstante, intentando comprender su discurso lo mejor que podía, le respondió así:
—No sé qué me queréis decir con ese gallo de indias*; sobre la canción, compré una el otro día en París, al final del Pont-Neuf; y en cuanto a esos versos, si son gusanos*, tengo lleno en mi casa el culo de una botella: me sirven para pescar con caña cuando me quiero distraer.
p. 34Ante una respuesta así, Lysis, sonriendo con una especie de desdén que le daba una gracia un tanto inocente, le dijo:
—¿Cómo, pastor? ¿No sabes aún qué son los versos, ni que todos los pastores han de ser poetas? ¿Has visto uno solo en las historias que no lo fuera? ¿No te has percatado de que deben hacer versos mientras hablan y que eso les ha de ser tan sencillo como la prosa lo es para el resto? De otro modo ¿cómo dirían sus cuitas a sus pastoras a cada paso con un soneto, un villancico* o un madrigal cantado para la ocasión? ¿No serás de esos insensibles que desprecian al Amor y a las Musas? ¿Debo considerarte feliz por estar de tal humor? Sí, porque no has estado expuesto como yo a la fisonomía de una cruel deidad. ¡Ay de mí! ¿No conoces a la hermosa Caritea?
—No –respondió el pastor–, no sé quiénes son todos esos que me nombráis.
—¿Cómo? –replicó Lysis–. ¿No has visto a esta Caritea que se puede esconder menos que el sol? No, eso es seguro, pues si la hubieras visto ya no serías tan insensible. Sigue evitándola para vivir feliz: ahora está en Saint-Cloud donde, con una sola de sus miradas, mata. Atrapa a los hombres y los encadena, les da aflicción y, con sus hechizos, les saca el corazón del pecho sin abrirlo. Y no se contenta con saciarse con sus corazones, ni con beber sus lágrimas.
—¡Jesús! –dijo el pastor santiguándose–. Me habláis entonces de una bruja.
—Una bruja es –contestó Lysis–, ya que uno solo de sus gestos, una sola de sus palabras, encanta todo lo que tiene cerca. Todos los que la han visto languidecen: enhechiza a los rebaños, a los perros, a los lobos y las rocas mismas, que la siguen; trastoca las plantas, es ella la que hace eclosionar los capullos de las rosas y la que las seca después con ese mismo ardor que las ha hecho nacer.
—¡Ah! Trataré entonces de no cruzarme con ella –dijo el pastor– porque no soy como piensa la mayoría de esos burgueses de París. Temen que sea hechicero, como todos esos pastores tan lejanos, pero no tendría siquiera el poder de defenderme de esta mala mujer que decís. No sé cómo se hace para tener coraje, pero solo me puedo salvar huyendo.
—¡Ah, insensato! –respondió Lysis–. ¿Crees poder evitar lo que todo el mundo debe sufrir? Caritea por sí sola destruirá este gran universo que ves. Sabrás que en tiempos de Deucalión toda la tierra estaba sumergida bajo las aguas18, pues muy pronto vendrá otro fin pero muy distinto: ahora todo perecerá bajo el fuego, que esta Caritea ha nacido para dejarlo todo reducido a cenizas. ¡Cómo! ¿Te admiras de lo que digo? ¡Eh! Has de saber que yo, que solo soy su esclavo, llevo tanto fuego en mi seno que de un solo suspiro puedo quemar todas estas hierbas y, aunque no fuera así, podría incluso anegar toda esta región con un diluvio que saliera de mis ojos si el calor no dominara más en mí.
El pastor, viendo que Lysis animaba su discurso con un semblante serio, daba crédito a todas esas maravillas y, aunque se hallaba tan confuso como si hubiera visto ya el fin del mundo, se atrevió a preguntarle quién era.
—Soy un cuerpo sin alma –le contestó Lysis–, no vivo desde que conocí a Caritea y no resucitaré hasta que sus favores me obliguen a ello. Tú, por ser el primero a quien he contado mis secretos, advierte a los pastores de tu lugar* que hagan votos y ofrendas a mi encantadora para que, si no les hace ningún bien, por lo menos no les haga mal alguno. Adiós, querido amigo, saca provecho de mis enseñanzas.
p. 35Tras decir esto, dejó al pastor, quien tan asombrado quedó de haber visto a un hombre así y oído tales palabras, que creyó haber tratado sin lugar a dudas con un espíritu. Mucho le pesaba que la hora de retirarse no hubiese llegado para ir a contar la extraña noticia a todos sus conocidos.
Lysis, que había seguido su camino, llegó a un flanco de la montaña y, al recordar que en los libros que había leído los pastores interpelaban a Eco en situaciones parecidas, creyó oportuno imitarlos y consultar a este oráculo que consideraba tan infalible como el de Delfos19.
—Evocadora ninfa –dijo con voz resonante–, ¿me has oído contar hace un momento mi tormento en este desierto?
Y de inmediato un eco respondió: «Cierto». Tan maravillado quedó al oír esta voz que continuó hablándole así:
—¿Qué haré para aliviar mi mal? Dímelo y resuelve esta adivinanza.
El eco respondió: «Danza».
—Canta pues o silba o toca el tambor si quieres que dance –replicó el pastor–, pero fuera de chanzas, ninfa, amiga mía, ¿cómo he de ver a mi amada si mi trato no reanuda?
El eco: «Nuda».
—¿Y qué haré si veo su seno descubierto? ¿Tocarlo, a sabiendas de que se enfadará solo con intentarlo?
El eco: «Tentarlo».
—Que lo tiente, muy bien dicho: voy corriendo hacia ella y veré cuán presto me socorre.
El eco: «Corre».
—Adiós, pues, fiel amiga, hasta pronto: iré con Caritea por ver si me ampara.
El eco: «Para».
—¿Cómo? Me dices que me vaya y me prometes gran contentamiento.
El eco: «Miento».
—Creo que estás loca: me has asegurado mi bien con palabras que vas adecuando.
El eco: «¿Cuándo?».
—Ahora mismo, farsante, ¿lo has olvidado? ¿Ya no piensas que el corazón de Caritea y el mío deban tener el mismo destino?
El eco: «Tino».
—Tu profecía es falsa: mi amada te desmentirá y se burlará de ti.
El eco: «De ti».
—¿De mí? No lo creo y, si me despreciara, ¿qué podrá vencer mi mala suerte?
p. 36El eco: «La muerte».
—¿Qué clase de muerte escoger, al no encontrar ayuda, si esa dulzura no me la acuerda?
El eco: «La cuerda».
—¡Ah, severa! ¿Te mofas de mí o acaso hablas de la cuerda del arco de Cupido que me lanzará una flecha y no me hará sino padecer una dulce muerte?
El eco: «No, digo una soga para ahorcarte». La respuesta, por brusca, desconcertó sobremanera a Lysis.
—¡Eh! ¿Qué Eco tan bromista es esta? –dijo al punto–: no repite mis últimas sílabas, dice otras.
Conforme terminaba estas palabras, salió Anselme del muro alto tras el que se había escondido y se mostró a la vista. Era él quien había hecho de Eco, pero no le confesó nada, aunque el otro sospechase bastante y le inquiriese varias veces, de tal manera que Lysis, fácil de persuadir, le dijo que si no era él quien le había respondido, había dado con un lugar donde la ninfa Eco se mostraba muy jovial, y que en todos los libros de pastores no había visto una sola que tuviese tan buen humor.
—No sé de dónde puede venir todo esto –prosiguió–, ahora se mofa de todo. ¿No tendrá alguna pena que la reconcome? ¿Ya no está enamorada de Narciso al haber encontrado que Caritea posee un rostro más hermoso20? Pero no es posible, ¿cómo va a tener motivo para entristecerse siendo ella de su mismo sexo y no pudiendo solazarse juntas? ¿No será que se ha vuelto loca y ahora desvaría? Para mí que se trata de eso o, de no ser así, tiene que haberse embriagado*.
—Seguramente es eso –dijo Anselme riéndose–: la ninfa Eco acaba de tomar un refrigerio en el figón de la aldea donde ha tomado demasiado vino de Suresnes. ¿Pero en qué error habéis caído creyendo que quien os ha respondido sea la misma ninfa que se enamoró de Narciso? Hay pocos roquedales y lugares en el mundo donde se halle alguna concavidad que produzca parecidas voces y, sin embargo, quien se prendó de ese hermoso cazador que solo se amaba a sí mismo mora únicamente en esa peña de Beocia, donde la aflicción la enflaqueció hasta tal punto que no le quedaron sino los huesos, que se trocaron en piedra, y la palabra que aún se deja oír hoy en día. No podría respondernos desde tan lejos: tiene que haber en Francia, y en otras comarcas, semidiosas que hagan el mismo oficio.
—No creáis eso –replicó Lysis–, tiene el ingenio pronto y el oído muy agudo: cuando se la llama viene presto desde el lugar en que se encuentre.
p. 37—Mas, en ocasiones –respondió Anselme–, repite nuestras últimas palabras sin que se la llame y, además, bien podría ser que se la convocase en cincuenta sitios a la vez: ¿cómo respondería a todos? Voy a aclararos esto. Sabed que hubo varias ninfas llamadas Eco. Primero fue la amante de Narciso que, a ciencia cierta, mudó en voz y responde a los paseantes en la región en que se metamorfoseó. Hay, además, otra que era una música excelente y se podría colocar entre los antiguos pantomimos, que remedaban la voz de todos los hombres, el grito de todos los animales y el canto de todos los pájaros. Pan se enamoró de ella pero no obtuvo lo que deseaba. Ella lo despreció con ruindad; más aún: se jactó por doquier de entender mejor la música que a él. Esto lo encolerizó tanto que incitó a todos los pastores a matarla. Cortaron su cuerpo en una infinidad de trozos que expandieron por todo el mundo por temor a que se juntasen, pero las Musas, que habían sido sus amigas, ordenaron que cada uno de estos imitase toda clase de voces, al igual que hacía ella en vida. Pan recibió un buen castigo, pues, mientras le avergonzaba antes en un único lugar, ahora lo hace en todos, remedando no solo el son de la flauta, sino también el de muchos otros instrumentos que él nunca supo tocar. De ahí viene que apenas haya lugar donde no hallemos alguna voz que nos responda.
»Y os contaré algo más, pues merece ser destacado: en una de las Islas Afortunadas hubo tiempo ha una sabia maga quien, teniendo bajo su protección a varios príncipes y caballeros, amigos suyos, se las ingenió para asistirles prontamente en toda suerte de peligros sin salir de su palacio21. Congeló, con ayuda de los demonios, una gran cantidad de aire que introdujo en diferentes tubos, colocados luego encima de las ciudades, montañas y ríos, y que hizo invisibles para todos: cuando tenía algo que comunicar a quienes estimaba, se lo decía a través de ellos, de tal manera que en menos de una hora les anunciaba lo que iba a suceder, dándoles consejos muy saludables, y ellos podían responder del mismo modo. Ahora bien, habiendo desaparecido de este mundo, no hubo ya nadie capaz de servirse de su secreto, aunque muchos magos lo intentaran. Ocurrió que poco a poco, por la injuria del tiempo, los largos tubos se gastaron y rompieron por muchos sitios y, cuando se habla hoy, llevan la voz pero sale de inmediato por las aberturas, como si de la tubería reventada de una fuente se tratara, sin llegar mucho más lejos. Y si hay lugares donde la voz se repite hasta seis veces es que va de un tubo a otro cercano. Pongamos, pues, todo junto: en un sitio Eco, la de Narciso, nos responde y, en una infinidad de otros, los miembros de Eco del dios Pan o los canales de la maga.
—Antes de creer eso –dijo Lysis–, creería que vuelo como Dédalo22. Jamás habló de ello Ovidio23. Lo habéis tomado de algún libro apócrifo. Mientras las Parcas se ocupen de retorcer el hilo de mis días daré crédito al decir de los buenos sabios de la antigüedad.
Anselme, que tenía mucho ingenio y quería regodearse llevándole la contraria a Lysis, volvió a tomar la palabra de esta suerte:
—¿No estaréis diciendo una tontería más al hablar de las Parcas? ¿Creéis que no hacen otra cosa que hilar vuestra vida? ¿No han de hilar la mía también y la del resto de los humanos? ¿De qué manera las repartís? Explicadme cómo trabaja cada una de ellas.
—La primera tiene la rueca cargada de copos –dijo Lysis–, moja los dedos y retuerce el hilo. La segunda hace girar el huso para que se enrolle alrededor. Y la tercera se acerca a cortarlo con sus tijeras.
p. 38—Pues bien –dijo Anselme–, ¿no veis ahí algo totalmente absurdo? Las Parcas hilando siempre como decís, tanto como dura la vida de un hombre, no pueden sostener más que un huso a la vez y hay, sin embargo, cientos de miles de vidas que duran entretanto. ¿No ocurre como con la ninfa Eco que, según vos, responde a todo el mundo? El primero que imaginó ambas cosas ¿no tendría el cerebro bastante hueco y tantos poetas como han venido luego no han estado bastante ciegos, o han sido muy tontos, para no tener cuidado? Aprended una nueva doctrina que os voy a enseñar. Las Parcas, estén en el cielo o en los infiernos, tienen en verdad la misión de reglar nuestros días siguiendo lo que el Destino ha prescrito, pero no llevan rueca ni copos. Tienen un gran cesto donde hay casi tantos gusanos de seda como hombres que viven en la tierra. Sacan todos los hilos y los colocan en una devanadera: la primera le da vueltas para ponerlos en la madeja; la segunda va cortando ora uno, ora otro con sus tijeras; y la tercera se ocupa de sacar otros nuevos en lugar de los que se han acabado o se han cortado. Pues bien, los hilos sacados de un mismo gusano son para devanar la vida de aquellos que son de un mismo linaje y, cuando no hay más seda alrededor del capullo, es que esa raza debe perecer. Hay algo más que debéis considerar, y es que, para acabar una vida no siempre es necesario que el hilo se corte: sucede a menudo que se rompe, como cuando morimos antes de tiempo por algún accidente que nuestro horóscopo no parecía haber previsto en absoluto. Es preciso notar que son siempre los hilos más delicados los que se rompen, así se comprueba cómo en este mundo los hombres de mente más libre viven menos.
—Nunca oí hablar de nada de lo que decís –exclamó entonces Lysis–: sois hereje en poesía, falsificáis el texto de Homero y de Virgilio para colmarnos de una mala ciencia. Id a otra parte a buscar a mentes que se dejen seducir. Soy demasiado firme en mis creencias para que me hagan mella vuestras opiniones, que habéis entresacado posiblemente de algún autor novel que no cuenta con ningún seguidor.
—Os enfadáis –dijo Anselme–, pero hay mucho más: sabed que en lo que vos y yo mismo hemos dicho nada hay de verdad. No existe una ninfa Eco que nos responda: es nuestra propia voz la que resuena en alguna concavidad y que vuelve a nosotros, como la luz del sol es rechazada por reflejo del lugar donde lanza sus rayos. No hay Parca ni Destino tampoco y solo la voluntad de Dios hace nuestras vidas largas o cortas. Pero dejemos esto por ahora y hablemos de algo que no haga nacer entre nosotros tantas disputas.
Lysis, que no quería dar ocasión de reñir con quien tenía mucho que tratar, estuvo encantado de cambiar de discurso y le preguntó que dónde estaba su primo. Anselme le respondió que lo había dejado en su casa, donde se había encontrado con uno de sus amigos que lo había retenido, pero que no quería ni cenar ni acostarse en ese lugar, por mucho que le hubieran rogado; que deseaba ir a una venta donde había dejado su caballo por la mañana. Lysis juró por el dios Pan que no iría a buscarlo allí, que se volvería a la modesta choza que había escogido por morada, cuanto más que Adrian no haría sino importunarle con que regresase a casa. Anselme le replicó que tal vez sus argumentos fueran tan buenos que acabaran atrayéndolo a hacerse pastor. El otro lo encontró creíble pero no quiso irse tan pronto, diciendo que era temprano todavía y que los pastores no debían retirarse hasta que Vesper, que era su estrella, comenzase a aparecer. Aunque Lysis dijera esto, Anselme no dejó de intentar llevarlo de inmediato a Saint-Cloud, como había prometido a Adrian, pero era una causa perdida: el pastor se cuidaba mucho de infringir las costumbres pastoriles. Como Anselme estaba resuelto a pasar el tiempo con él, se entretuvieron hablando de materias varias y, entre otras, Lysis, que no podía olvidar su amor, dijo de improviso:
—Ahora que lo pienso, vienes de Saint-Cloud, amable pastor. ¿No has visto a la bella Catherine du Verger?
De repente, reponiéndose mientras golpeaba el suelo con el pie, exclamó:
p. 39—¡Desgraciado de mí! La he nombrado. ¡Ay, la he nombrado! ¡Qué pastor tan poco discreto soy! ¡Ay, amante, obligado por respeto al silencio! ¿Hacía falta, ay, hacía falta descubrir un fuego que debía estar escondido para siempre bajo sus cenizas?
—¿Cómo, a la que amáis es pues a la Du Verger? –dijo Anselme–: juro que casi lo sospechaba, pero ¿por qué lo queréis ocultar tanto? ¿No lo habría descubierto finalmente? Además, me habéis pedido el retrato de vuestra amada, ¿cómo la habría pintado sin conocerla?
—Tienes razón –replicó Lysis con una cara menos triste– y cierto es que, si no hubiese nombrado a esta beldad, ¿qué otra hubieras creído capaz de esclavizarme? Te diré, sin embargo, que hubiera preferido que nadie supiese de mi llama antes de aquella que la ha causado.
—¿Entonces esa beldad no sabe aún el mal que os ha hecho? –preguntó Anselme.
—Ni lo pienses –respondió Lysis–. No es menos cierto, sin embargo, que mis ojos se lo han mostrado bastante y, todas las veces que he pasado delante de ella, tan altos suspiros he lanzado que se podían oír, según creo, en el otro mundo. Y de aquí en adelante, para darle pruebas más evidentes de mi amor, quiero llevar siempre sus colores, si llego a saber cuáles son. ¿No lo sabes tú?
—Sí –contestó Anselme–, visito muy a menudo a mademoiselle Angélique y ella es su sirvienta.
—¡Sirvienta! –replicó Lysis muy enojado–. ¡Qué nombre más indigno para quien domina todo el mundo! Di que es compañera de la ninfa Angélique.
—Concedo, monsieur Louis, no volveré a fallar –replicó Anselme.
—¡Alto ahí! –dijo entonces Lysis dando tres pasos hacia atrás–. ¿Es que no vas a dejar de ofenderme? ¿No sabes que me llamo el pastor Lysis y que esos nombres de monsieur y de monseigneur no son sino para las personas abyectas de la ciudad?
—Os pido perdón –respondió Anselme–, mi lengua va más rápido que mi mente: he de contaros, para que os calméis, que la pastora Caritea, que no se llama, no, Catherine du Verger, compañera y no sirvienta de la ninfa, que no mademoiselle, Angélique, y amada del pastor Lysis, no de monsieur Louis, tiene el rojo como color preferido. Lo lleva en los cordones de sus zapatos y una agujeta* en su pecho, y no es encarnado, lo sé bien: si no queréis creerme, id a verlo.
Entonces fue Lysis con cara sonriente a abrazar a Anselme y le dijo:
—Te creo, cortés pastor, mi único apoyo. Te agradezco el favor señalado que me haces.
Por fortuna, el sol, cerca ya de la retirada, aparecía completamente rojo y volvía todas las nubes de alrededor del mismo color. Al verlo el pastor, exclamó de inmediato:
p. 40—Bien se ve que le gusta el rojo a la incomparable Caritea; el cielo que la honra solo se quiere adornar con ese color; bien mirado, estoy seguro de que la naturaleza, que no se complace sino en agradarla, comunica ese enrojecimiento a todo lo que le está sujeto. Se comprobará cómo este año habrá más flores rojas que amarillas, blancas o azules; entre las frutas habrá mayor cantidad de fresas y de cerezas, y la esterilidad llegará incluso a las manzanas que no sean bermejas. Esto que pienso es algo singular y raro, que nunca se le pasó por la cabeza a Silvandre, el pastor más sabio de Lignon24. Pero basta, volvamos a la aldea, ha llegado la hora: si permaneciera aquí por más tiempo, temería que alguna de mis ovejas se perdiese al no haber sabido encontrar un perro que las guarde. Vamos pues, que el sol se acuesta ya entre las aguas.
Anselme, que no pretendía sino llevarlo de vuelta, al verlo de tan buen humor le hizo tomar el camino de Saint-Cloud y, para poner a prueba la sutilidad de su mente, le dijo mientras caminaban:
—Mirad, pastor, que tenéis una extraña opinión del sol. ¿De verdad pensáis que se acuesta en el mar y que allí va a descansar hasta mañana en que se levantará para hacer su viaje acostumbrado?
—Eso es lo que creo –respondió Lysis.
—Reflexionad un poco sobre esto –replicó Anselme–. Ahí está el sol, que se pone del lado que veis y mañana se levantará de ese otro totalmente opuesto. ¿Cómo lo hace si hay tanto camino por recorrer como el que ya ha hecho por encima de nosotros? ¿De qué manera lo hace si descansa en el mar en un lecho preparado por las Nereidas o si se da un festín con Neptuno, como supongo que imagináis? ¿El lecho o el asiento donde está se mueven con él cuando cambia de sitio? Además de esto, ¿por dónde va hacia el Oriente? ¿Retorna atravesando la tierra, agujereada de lado a lado para dejarle paso?
—Tendrá que ser así –contestó Lysis– y, pese a que me hayáis hablado de las antípodas, no creo en otras que las que se ven al mirar en un pozo. En cuanto a vuestros últimos argumentos, no voy a desmentir a tantos y tan buenos autores que me enseñan que el sol pasa la noche dentro del mar. Es cosa tan sabida de todos que los poetas de este tiempo no ponen dificultad alguna en repetirla, incluso aunque quieran alejarse de todo lo que han dicho sus predecesores.
—No os cuestionaré más –replicó Anselme–, pero quitadme una duda que me asalta: si el sol pasa la noche en el mar escondido en alguna gruta, ¿cómo comunica su claridad a la luna si, como se afirma, esta es, ora llena, ora creciente o menguante, según la ilumine aquel?
—¡Ay ciegas mentes de los mortales! –dijo Lysis–. ¿Pues no sabemos que, si bien solo ha habido un sol en el cielo, ha existido infinidad de ellos en la tierra y hay ahora uno que da más luz que cien mil de los otros, y ese es la divina Caritea? Es a ella a quien la luna toma prestada su claridad y es más sol que el sol mismo de ahí arriba, a tal punto que, cuando el heliotropo la ve, se mantiene erguido, arrobado en éxtasis: no sabe ya de qué lado inclinar sus amarillas y lánguidas hojas, ni cuál es el verdadero sol que ha de seguir.
—Ciertamente –dijo Anselme– es esta una nueva astrología que Sacrobosco nunca habría imaginado25. Capaz sois de comentar el Gran almanaque de los pastores26. Podéis dar cuenta de los eclipses, cometas, meteoros y el resto de efectos naturales recurriendo solo a vuestra amada.
p. 41Mientras pronunciaban estas palabras, entraron en Saint-Cloud y fueron acto seguido a la venta donde se hospedaba Adrian, que se hallaba a la entrada del lugar. Allí se toparon con bastante gente que se asombró del nuevo traje de Lysis y de las ovejas que llevaba ante sí, pero nadie se atrevió a decir nada al ver a Anselme, muy respetado por sus cualidades más que notables. Adrian, que les esperaba a la puerta de la venta, los recibió muy cortésmente, contento de ver a su primo volver de tan buen grado. Lo primero que hizo Lysis fue pedir un establo para el rebaño. Le dieron uno donde lo encerró y luego se volvió hacia Anselme, que hablaba con Adrian y, llevándolo aparte, le rogó se acordase de hacerle el retrato de Caritea, ya que la conocía y tenía ocasión de verla a menudo. Anselme le aseguró que contaba ya con una placa de cobre presta a tal efecto y que no descansaría hasta trabajar en ella.
—Mas tengo esta obra por harto difícil –dijo Lysis–: al igual que solo se puede mirar el sol en un espejo, solo se puede ver a Caritea en lo que la representa. Ábreme el pecho, segundo Apeles27, sácame el corazón; allí está grabado su rostro: ese será tu modelo. Pero ¿qué digo? Ya no tengo corazón y, además, no querrías hacer tal crueldad; toma ejemplo de todo lo que se acerque a la belleza de mi amada: te voy a enseñar cómo has de conducirte en tu labor. Házmele esos bonitos hilillos de oro que adornan su cabeza, esas inevitables redes, esos arponcillos, esos señuelos y esas cadenas que prenden los corazones. Tras esto, píntame esa frente lisa donde el amor se asienta como en un tribunal: debajo pon dos arcos de ébano y, bajo ellos, esos dos soles que lanzan incesantes sus rayos y llamas; luego se elevará en el medio esa preciosa nariz que divide, cual minúscula montaña, las mejillas, pero no sin motivo, pues estas se debaten de continuo sobre quien es la más bella y acabarían peleándose a menudo si no estuvieran separadas. Le harás esas lindas mejillas salpicadas de azucenas y de rosas; luego esa boquita de labios como ramas de coral. Que si fuera decente dejarlos entreabiertos, harías los dientes que forman dos filas de finas perlas; pero conténtate con esto y haz solo después el cuello y su bonito pecho de nieve.
En cuanto Anselme hubo oído este hermoso discurso como si hubiera sido uno de los más logrados del mundo, concibió una maravillosa invención relacionada con el cuadro y, para no demorarse en ir a trabajar a su alojamiento, se despidió de Lysis. Cuando se marchó, Adrian, creyendo que la locura de su primo venía del mucho ayunar, quiso agasajarle con una buena comida y le preguntó si no le gustaría almorzar carpa o lucio, ya que era sábado. Este se lo pensó un poco y luego dijo, sonriendo:
—Ha llegado la hora de demostraros la galantería de la que me he jactado a veces. Quiero sobrepasar la fidelidad de Sireno y de Céladon28 y hacer algo que se recordará siempre. No, primo, no quiero esos peces que me decís. Que me traigan salmonetes y cangrejos, y remolachas o zanahorias, y que de postre no me sirvan sino cerezas o manzanas de Calleville29. Sabed que hay un misterio en ello: ya no quiero comer nada que no sea rojo, pues a la hermosa Caritea solo le gusta ese color.
—¡Cómo! ¿Qué misterio es ese? –dijo Adrian–. ¿Cómo queréis que se haga si no se puede encontrar lo que pedís?
—Moriré de hambre antes que comer algo distinto de lo que os digo –replicó Lysis–. Los dados están echados, el plan está hecho. Querido Como, dios de los festines –dijo al cocinero–, haced que tenga lo que he pedido30.
p. 42Adrian, que había entrado con él, mandó que le prepararan remolacha y cangrejos para complacerlo e hizo subir todo a una habitación con el mantel puesto. Una vez allí, Lysis la miró de arriba abajo y, al encontrarla pintada de rojo, se dijo para sí que la cosa iba bien, pero que no se acostaría si no ponían otra cama porque allí había una verde. Fue a una habitación vecina, donde encontró una de rojo y dijo que la quería poner en la suya. Adrian, que no deseaba que se dieran el trabajo de desmontarla, empezó a llevarle la contraria y quiso llevarlo a cenar sin pensar en ello, pero Lysis dijo que no haría tal y le dirigió esta sentida queja:
—¿Cómo, primo, sois de natural tan bárbaro que no queréis conceder un bien tan parco a un amante que lo desea? ¡Ah, bien veo que tenéis un corazón de piedra y que jamás unos ojos bonitos os han cautivado! ¿Queréis que cometa la falta de servirme de un color distinto que el de mi amada? Antes morir que ofender a mi bella y, si mi pensamiento lo ha hecho, es un traidor. ¿Pero en qué pensaba, insensato de mí? Llevo el mismo color que el de la cama de mi habitación que quiero hacer quitar. ¿Se dirá que permanece conmigo? No, no, hay que echarle valor.
Diciendo esto, se quitó los cordones de los zapatos, que eran verdes, y los arrojó por la ventana; jarreteras no llevaba, pues las calzas le llegaban hasta las pantorrillas.
—¡Eh! ¿Qué locura es esta? –dijo Adrian–. ¿Por qué arrojáis esos cordones que habrían servido a cualquiera de mis hijos pequeños? ¿Cómo, vos habláis de amor? Lo tenéis bien fácil: si queréis que todo sea rojo, necesitaréis siempre a tintoreros pegados a vos o llevar todo vuestro equipaje como un gran señor. ¿No se duerme igual de bien en una cama verde que en otra?
—¡Ay, primo –dijo Lysis–, qué grande es vuestro error, y todo por no haber leído a los grandes autores! Estoy seguro de que nunca habéis metido la nariz en mi Astrea y que no leéis sino los registros de vuestro mostrador. ¿No acertáis a imaginar por qué encantamiento me veo forzado a tener aversión a esta cama verde? Además de no ser del color que le gusta a mi amada, ¿no veis que el verde es despreciable por una infinidad de razones? Mientras la fruta está verde no es buena para comer; mientras el trigo está verde no es bueno cortarlo; los que hacen cesión de sus bienes han de llevar un gorro verde31; en señal de cierto desprecio, los burletes de las sillas de excusado son de sarga verde; y, lo que es más importante, el verde es el color que los turcos reverencian: hay que huir de lo que les gusta a esas gentes, como bestias brutas que son, que no saben qué es el amor ni la vida pastoril. Y, por lo que hace al rojo, ¡oh, gentil color! La carne y la sangre que sostienen nuestras vidas rojas son; los labios y las mejillas de Caritea lo llevan. Por eso quisiera que hasta mis sábanas, mis manteles, mis servilletas, mis camisas y mis pañuelos fuesen rojos, a poder ser.
Mientras esto decía, un mozo de taberna jovencito que tenía tras de sí y llevaba la servilleta en el brazo y el gorro sobre la oreja, le dijo:
—Señor, ¿no queréis tener también la nariz roja? Tenemos dentro un buen vino para pintarla.
A esto le respondió Lysis, sonriendo:
—¡Ja! Quieres reír, joven lacayo de Ganímedes32: toma nota de lo que te digo y tráeme a alguien para cambiar de cama.
—¡Pardiez! –dijo Adrian–, hágase su voluntad.
p. 43Vinieron de inmediato dos sirvientas que desataron los travesaños y el dosel de las dos camas y pusieron la roja en la cama del pastor. Entretanto, se sentó a la mesa con su primo y le llevaron la cena: había remolacha estofada y otra en ensalada de las que Lysis comió hasta saciarse; los cangrejos, en cambio, al ver que el interior era blanco y solo tenían rojo el exterior, los dejó para Adrian. Había allí una criada gruesa que cogió la jarra y el vaso para darle de beber pero, al ver este que era blanco el vino que le vertía, dijo:
—¡Apartadlo de mí, ninfa de las cocinas, no es del color de Caritea! Traedme clarete, bella diosa hortelana, o no seremos buenos amigos.
—Por lo menos en esto lleva razón –dijo Adrian–: rojo por la tarde, blanco por la mañana el vino, es la jornada del peregrino. Se dice esto para el tiempo, pero yo lo aplico al vino. No tiréis sin embargo este, como los cordones de los zapatos: no hay que malgastar los dones de Dios.
En cuanto Adrian hubo dicho esto, se trajo vino clarete y Lysis bebió con gran contento. Terminada la cena, comenzó a pasearse sin decir nada a nadie; finalmente, su primo consiguió que se desvistiera y se metiera en la cama. Adrian salió luego de la habitación y, tras dejarla bien cerrada, se fue a acostar a otra. Su pupilo le había dado tanto trabajo que se durmió no bien puso la cabeza en la almohada, pero no ocurrió lo mismo con el enamorado pastor, a quien le dio por creer que sus ojos eran estrellas pequeñas en la tierra y que debían hacer guardia toda la noche como los astros.
No era el único que velaba en Saint-Cloud, había muchos otros a quienes les habría venido bien tenerlo con ellos para hacerles compañía. El pastor con quien había hablado primeramente en los campos le había contado a su amo, un zopenco de campesino, toda la extraña conversación que habían mantenido. Este corrió a repetirlo a otros nueve o diez y el rumor llegó también a un buen puñado de mujeres beatas. Toda esta multitud supersticiosa se fue hacia el pastor, que volvió a contarlo todo punto por punto y varias veces, sin cansarse de hablar de ello ni los otros de oírlo. Les dijo que quien le había abordado era tan apuesto y tan osado que lo tomó al principio por un ángel pero que, tras presagiarle tantas desgracias, lo tenía ya por un diablo, que llevaba ovejas y una vara solo para aparentar ser menos espantoso y hacerle creer que era de su condición.
—En fin, todo lo que podemos sacar de lo que me ha explicado –continuó diciendo– es que esa maldita mujer, que está aquí para masacrar a todos los hombres y traer el fin del mundo, no puede ser sino la mujer del Anticristo; es más, creo que ese con el que he hablado es el propio Anticristo, pues se jacta de tener mucho poder.
Cuando el pastor hubo terminado, un campesino más resuelto que los demás llevó aparte a algunos de sus compañeros y les hizo ver que no había que creer a la ligera a este hombre, por más que hubiera gozado siempre de buena reputación, y que incluso las gentes de bien mienten a veces, bien con la esperanza de ganar algo, bien por otra cosa. Eso hizo que se fueran todos a hacerle una infinidad de preguntas para ponerlo a prueba. El pastor, al ver que daban escaso crédito a su discurso, se puso a llorar con gran pesadumbre y se quejó así:
—¡Ay, mis buenos amigos! ¿Qué os he hecho para que dudéis de lo que os he dicho? ¡Ojalá que no fuera verdad, pero nunca mentí menos!
De inmediato, una lugareña, que creía ser de las más entendidas, le interrumpió diciéndole:
p. 44—¡Eh! Amigo Richard, aclárame esto: ¿no dices que esa vieja diablesa está aquí para matar a todos los hombres?
—Así es, sin duda –contestó el pastor–, nada se dijo de que fuese a hacer algo a las mujeres.
—¡Ay, por piedad! –replicó la lugareña–. ¿Qué haremos aquí solas? ¿Qué es una mujer sin su hombre? Es una rueca sin su huso, un horno sin su pala. Más le valdría que cogiera de unos y de otros, y que sacara a suertes a quien iba a comerse primero.
El resto de comadres añadió a estos lamentos otros tantos, con tantas lágrimas y sollozos que retumbaba toda la casa en la que estaban. El pastor Richard, creyendo consolarlas, les dijo que no se preocuparan, que no se quedarían nunca sin hombres y que irían enseguida al encuentro de ellos puesto que todo el mundo debía perecer bien pronto.
—¿Y esto se hará con fuego? –preguntó la dueña de la casa–. ¿Arderemos todos nosotros, tanto unos como otros? Si pusiera sábanas mojadas encima de las tejas como hice cuando ardió la casa del vecino, ¿no me salvaría?
—Temo –dijo Richard– que sea con agua como perezcamos: la visión me amenazó con ello también.
No bien había pronunciado estas palabras, un relámpago apareció en el cielo a la vista de todos los asistentes y de inmediato empezó a llover.
—¡Ah! –exclamó entonces un barquero–. No cabe duda alguna: es el diluvio que llega. Me voy al río con un caballo e intentaré que arrastre un bote que tengo a bordo. Si puedo, lo llevaré hasta lo alto de la chimenea y me meteré dentro esperando que el agua llegue hasta allí y me lleve a donde Dios quiera.
Después de que dijera esto, aunque sin demasiadas ganas de hacerlo, al hijo de la casa le pareció buena la idea y quiso poner en práctica una semejante. Era un muchacho de dieciséis años de quien se podía decir que se habían visto mucho más listos con seis. Habiendo cogido una gran escudilla, la llevó hasta el techo y se metió dentro para que le sirviera de barco. Lo hizo todo sin decírselo a nadie, por miedo a que alguien quisiese salvarse en tan magnífico bajel. Las mujeres, por su parte, muy desconsoladas, decidieron irse al monte Valerien con los ermitaños, y los hombres querían acompañarlas diciendo todos que el agua no llegaría tan pronto a la cima y que allí siempre haría buen tiempo. Y se hicieron infinidad de consideraciones. Un sacristán de la parroquia que allí había comenzó a hacerles este reproche:
p. 45—¡Jesús! ¿Para qué nos hemos cuidado, mis buenos parroquianos, de embellecer nuestra iglesia? ¿No es una pena que el Anticristo la use de aquí en adelante como establo? ¡Ay! ¿Qué fatigas nos habríamos evitado de saber que el mundo iba a terminar tan pronto? Yo mismo, que he dejado mi casa como nueva y tanto he ayunado para hacer algún ahorro ¿no me hubiera valido más disfrutar de los bienes que Dios me ha dado? ¡Pero el hombre propone y Dios dispone! Y vosotros, viñadores, que tantas cepas habéis plantado, no seréis quienes se beban el vino: será ese perro de Anticristo. Tendría que haber supuesto que vendría muy pronto: fui a París hace un tiempo a llevar albaricoques a mi casero y oí anunciar muy alto su llegada en el Pont-Neuf por los vendedores de almanaques. Debería haber comprado el libro: recuerdo haber escuchado leer dos o tres páginas a un hombre que lo tenía. Era lo más espantoso que se pueda imaginar: seguro que lo había compuesto algún nuevo profeta. En fin, el tiempo de nuestra ruina ha venido y, sin embargo, mi comadre, la dueña de esta morada, no deja de hacer la colada, sin pensar que la ropa que lava no servirá sino para limpiar el mostacho del gran tirano que esperamos.
Estas palabras se escucharon como profecías, pero la mujer del dueño de la casa no soltó el barreño: era tan testaruda que cuando comenzaba una cosa tenía que acabarla. La lluvia que caía en abundancia no le daba tanto miedo como al resto y, en cuclillas cerca del fuego, solo pensaba en su labor. Había puesto, sin embargo, a la lumbre cierta madera seca que empezó a estallar de una forma extraña y un grueso carbón se le metió bajo la saya. Nada más sentir el ardor, chilló:
—¡Ay, que me abraso, me abraso, el mundo va a perecer por el fuego!
El que más se asustó fue su hijo que estaba en el tejado y bien mojado, con las manos juntas y los dientes castañeteando, a la espera de lo que iba a suceder. En cuanto oyó gritar que el mundo no iba a sucumbir por el agua sino por el fuego, su estupor fue tan grande que se fue tejado abajo con la escudilla, que apenas lo sostenía y rodaba fácilmente. Y, si no llega a ser porque el corral estaba lleno de estiércol, no habría duda de que se habría roto el cuello. Su caída se oyó perfectamente y, al oírlo gritar, todos fueron a socorrerlo, pero le encontraron más aprensión que daño. De vuelta a la casa, un lugareño profirió de repente estas solemnes palabras:
—¿A qué tememos tanto? Si no morimos hoy moriremos mañana: ese es un camino que todos hemos de recorrer más pronto o más tarde. No nos subamos a las casas, no vayamos a las montañas dejando todo abandonado. ¡Diantre*! Seremos más listos: contentémonos con que los esbirros del Anticristo tengan que hacer la vendimia este año en vez de nosotros y no les dejemos el vino que ya tenemos; bebámoslo, queridos amigos. Cuando se ha tomado un poco ya no se tienen tantas penas: no nos ocuparemos ya de nuestros males y moriremos más plácidamente.
Tal consejo contó con la aprobación general y el propio dueño de la casa bajó a la bodega. Los demás le siguieron con picheles y jarras, y tras echar abajo los toneles bebieron tanto que no sabían casi lo que hacían. Luego les llevaron a las mujeres todo el vino que quedaba y estas se convidaban a beber unas a otras, diciendo a cada paso:
—¡Ay, antes reventar que dejar una gota a ese rijoso Anticristo!
p. 46Así se bebieron todo el vino y, para cuando faltó, la lluvia amainaba y ya amanecía. Perdieron entonces algo de su temor y se atrevieron a salir a la calle, donde vieron que el agua se iba, lo que les hizo perder miedo al diluvio. Los humores del vino, que se les había subido a la cabeza, les llevaron a una nueva decisión: el más ocurrente de entre ellos, burlándose del miedo pasado, les dijo que no podía comprender por qué motivo habían tenido tanto pavor ni cómo habían llegado a imaginar que el fin del mundo estuviera tan próximo.
—Tememos –continuó diciendo– al diluvio y al Anticristo juntos: si la tierra entera va a perecer, ¿qué podría hacer ese falso profeta? Ya veis que las dos cosas no pueden ir juntas y, puesto que este debe venir siete años antes de la extinción del mundo, según creo haber oído asegurar, tenemos todavía algún tiempo de vida.
Toda la compañía dio por buenos estos argumentos y solo se enfadaron un poco con el que los profería por haber esperado tanto a dar tan buena opinión. Entonces, los que estaban más embriagados se durmieron y el resto, al sonar la última llamada a maitines, se fueron a oír una misa rezada. El anfitrión de Lysis, que era muy buen católico, se encontraba allí también y, una vez acabados los rezos, los otros se acercaron a darle las noticias que tenían. El pastor a quien Lysis había causado tanto horror describió su traje y su aspecto, de manera que el ventero reconoció de qué hombre hablaban y les dijo riéndose:
—¡Jesús! Amigos míos, bien crédulos sois al dar crédito a lo que os ha dicho no un ángel, ni un demonio, sino el más loco de todos los mortales, que se ha alojado esta noche en mi casa. Conozco su frenesí y comprobaréis bien pronto la verdad.
Al decir esto, otros que había en la iglesia confirmaron que un hombre vestido como el pastor había contado se había alojado en la venta y que lo habían visto entrar la noche anterior. Los campesinos cayeron entonces en la cuenta de su error y quedaron tan avergonzados que habrían querido con mucho no haber hablado del miedo que habían pasado esa noche. El cura, que les oía hablar con tanto interés, quiso saber de qué se trataba y, cuando se lo explicaron, les echó un buen sermón a esas pobres ovejas descarriadas, reprochándoles el haber creído lo que los impostores les decían, que si bien no hay nada tan cierto como el juicio final, nada hay más incierto que la hora en la que sucederá. Luego los mandó en paz con su bendición.
De vuelta a la casa donde habían pasado la noche, despertaron a todos los que dormían, entre otros al dueño, al que contaron lo que habían sabido. Al ver que era un loco el que les había metido todo el miedo que habían tenido, y que era su pastor el primero en equivocarse y en equivocar luego al resto, entró en cólera e instigó a toda la compañía contra este, de tal manera que empezaron a pegarle al pobre hombre. Y lo habrían tundido a puñetazos si no los hubiera detenido con sus tristes lamentos, haciéndoles ver que, lo primero de todo, no había hecho nada con malicia, que todo el daño recibido era por haber pasado la noche sin dormir y que a causa de ello se habían entretenido en rezar a Dios, lo que era meritorio y les serviría algún día.
—¡Ca! –replicó el amo–. Lo que no dices es que todo mi vino se ha ido y no pienso perderlo así. Quiero que todos los que lo han bebido me lo devuelvan.
Mientras esto decía, el que más había tragado de todos estaba detrás de la puerta vomitando.
—Y no es así como quiero que me lo devuelvan –siguió diciendo–, más vale que entréis todos en razón o será el juez el que hable. ¿Queréis que solo beba agua o que tenga que ir a buscar a la taberna vino aguado? Tenéis que llevarme a vuestras casas ahora mismo y darme del vuestro.
p. 47No bien hubo dicho esto, su mujer comenzó a perseguir con injurias a todos aquellos que le habían bebido el vino, tanto que para evitar esta tormenta, tan fastidiosa como la de la noche, los dejaron allí y se marcharon cada uno a su casa.
El rumor de su aventura corrió por doquier de inmediato, principalmente entre los burgueses de París que estaban en Saint-Cloud. Bien habrían querido que el día pasase pronto para ver a los que tan bien se habían dejado engañar. Se los encontraron en la misa mayor y, cuando hubo terminado y salieron de la iglesia, se burlaron infinitamente de ellos. De todos modos, no sé qué podía más en estos, si el enfado por haber penado tanto durante la noche y ser el centro de tantas burlas, o la alegría de asegurarse que el mundo no acabaría tan pronto como habían pensado y de que tendrían tiempo de hacer la vendimia. Anselme y Adrian se encontraban allí y quedaron asombrados de las revueltas que Lysis había causado ya en Saint-Cloud. Pero no cabe extrañarse de ello, que gentes con más cabeza que los lugareños se habrían dejado engañar si se viniese a entretener a mentes juiciosas con las extravagancias de la poesía: muchos serían los que creyeran de buena fe todo lo que se les dijese del fuego, del hielo, de las cadenas y de tantos otros suplicios imaginarios de las personas apasionadas. Anselme preguntó a Adrian dónde había dejado a su primo y este le respondió que estaba aún en la cama, pero que había atrancado la habitación por dentro y, al preguntarle si quería ir a misa, le había dicho que deseaba descansar todavía, así que lo había dejado, sabiendo que dormir le era muy provechoso.
Anselme creyó conveniente ir a ver si se levantaba y, mientras lo decidían, se encaminaron a la venta y fueron a la puerta de la habitación de Lysis. Adrian abrió con la llave pero el cerrojo estaba echado por dentro. Habló Anselme y rogó al enamorado pastor que le dejara entrar. Tan pronto como reconoció la voz de su mejor amigo fue a abrirle y, después de dar los buenos días a su primo y a él, tomó la ropa para vestirse dando como excusa que si se había levantado tan tarde era porque no había pegado el ojo en toda la noche y solo había empezado a dormirse al despuntar el día.
—Pues eso no está bien, primo –dijo Adrian–, ya no hay misa que decir y no oiréis otra hoy. ¿Creéis que Dios necesita las fantasías con las que os entretenéis? Es cosa hecha, sin embargo, ya no tiene remedio; pero, ahora que lo pienso, ¿si vais a la iglesia lo haríais con ese traje de mascarada que lleváis? ¿Pensáis que se danzan ballets o se interpretan comedias en un lugar sagrado? Quitáoslo ahora mismo, que voy a encargaros otro.
—Nunca me pondré ninguno que no sea este –dijo Lysis– y contentaos con que no quiera, como ayer, tener uno rojo.
Luego, volviéndose a Anselme, exclamó:
—A propósito, querido amigo, ¿qué no habré hecho desde que te vi? Has de saber que he acometido la más hermosa aventura del mundo y que doy jaque mate a todos los enamorados de Europa. Ayer por la noche solo comí cosas rojas y todos mis pensamientos fueron rojos. ¿No es este el efecto de las fanfarronadas que me has oído? Pero es suficiente demostrar una vez que podía hacerlo, a partir de ahora comeré de todo y no seré tan difícil en cuestión de colores. Me bastará con llevar siempre encima un lazo rojo para acordarme de Caritea. Cuando pienso que será un buen tema para que ejercite la pluma quien escriba mi historia, ¿dónde habría encontrado una materia más hermosa? Bien puede ser que su discurso esconda riquezas que no se verán en los demás libros.
p. 48Habiendo terminado su parlamento, envió a buscar cordones rojos a una mercería y los ató a los zapatos en lugar de los verdes que había tirado. Al verse así vestido preguntó a Anselme si quería acompañarle al campo, pues iba a llevar a pastar a su rebaño.
—No os mováis, por favor –dijo Adrian–, comamos un poco, os lo ruego; por lo demás, os halláis bien lejos de vuestro cuento, ya no hay aquí ovejas para vos: se las he vendido al dueño de esta casa, que las ha hecho matar a todas y es posible que comáis vuestra parte.
Lysis miró entonces al corral y vio a un hombre degollar una de sus ovejas, lo que lo encolerizó tanto que gritó al punto:
—¡Ay! Primo cruel, ¿qué te he hecho para tratarme así? Has vendido mi querido rebaño a estos bárbaros y ahora lo masacran. ¡Ay inocentes ovejas, ya no seréis testigos de mis amores! ¡Ay de mí, me complacía tanto vuestra compañía! Aún me consolaría si os hicieran morir por una buena causa y os inmolaran ante el altar de algún dios. Es lo peor que podría sucederos, pues se os debía reservar para un sacrificio. Así habríais tenido al menos el honor de morir en un soberbio templo, en lugar de hacerlo en un estercolero, dentro de un asqueroso corral ¡Ay, carnicero! ¡Ay, verdugo! Detén el furor de tu acero y déjame alguna para consolarme. Bien veo que nunca fuiste pastor, ni leíste nunca los apotegmas de Erasmo, donde dice que el buen pastor esquila sus ovejas, no las desuella33. ¡Ay! Pobres inocentes, ¿por qué no tengo aquí una chirimía para cantar sobre vuestra muerte versos elegíacos y lúgubres?
—Dejad de quejaros –dijo Anselme llevándolo aparte–: no hay que afligirse tanto por unos animales. No somos discípulos de Pitágoras y no creemos, como él, que el alma de nuestro abuelo esté en el cuerpo de un ternero34. ¿Por qué crían corderos los pastores sino para venderlos? Tendremos otros en lugar de estos y, aun cuando no tuviéramos, ¿es un prodigio ver a un pastor sin rebaño? Muchos había antaño así. Un señor que ha tenido una tropa de soldados bajo su mando ¿deja de llamarse capitán, con todos los honores, cuando se licencia a las tropas, si se sabe que se ha mostrado capaz de serlo?
—Tenéis razón –replicó Lysis– y, ahora que lo pienso, vi ayer en el campo que no llevabais rebaño y no dejaba de llamaros pastor. Siempre he pensado que lo erais, pues habláis con una cortesía que solo en nosotros es común.
Anselme no quiso complacerle hasta ese punto y le dijo:
—Os habéis equivocado al llamarme pastor, pues no lo soy: no hay gentes en esta región que lo sean, salvo vos. No deseo que me llaméis nada más que Anselme y, en cuanto a mis cualidades, no tengo ninguna que estime tanto como la de ser vuestro amigo y servidor. ¿No os habéis dado cuenta de que solo la gente rústica guarda ovejas por aquí alrededor?
—Lo reconozco –dijo Lysis–, pero mi propósito sería devolver el esplendor a esta dichosa condición y hacer que las personas nobles y ricas no desdeñasen formar parte de ella, con el fin de que no se entretuviesen ya en litigar o en hacer la guerra y no hablasen más que de amores. ¿No querríais secundarme en esto? ¿No nos imitarían todos cuando vieran a dos de la misma opinión? Hablemos un poco de ello, que la hora es propicia y Adrian ha ido abajo por ver si la cena está lista.
p. 49—Para seros sincero –replicó Anselme– sabed que estaría muy mal visto hacer de pastor en un lugar tan cercano a París, donde todos los parisinos vienen habitualmente. No estamos tan alejados de la ambición y de la avaricia como para llevar una vida tan inocente. Si no fuera por esto, creo que me colocaría de vuestro lado.
—¿Tanto hay que hacer? –dijo Lysis–. Para ahorrarnos la fatiga que supondría enseñar a un pueblo nuevas costumbres, vayámonos a un lugar donde las que queremos seguir sean ya practicadas. Vámonos a la Arcadia35, gentil Anselme, es una comarca muy querida de los dioses: allí viven con los hombres.
—Tendríamos que echarnos al mar para ir –contestó Anselme– y solo me gusta ver los navíos desde el puerto. No quiero meterme en un lugar de donde no se puede salir cuando se quiere, ni subir a un caballo que se conduce por la cola. Cuando se está ahí, por mucho que se diga, uno se echa a temblar, se asusta, el corazón le palpita, quiere volver a su casa, nadie le escucha o bien se burlan de uno.
—Vámonos entonces –respondió Lysis– a las llanuras de León, siguiendo el río Esla, donde el desgraciado Sireno tantas lágrimas derramó36.
—Está también demasiado lejos –dijo Anselme–, además, no nos acomodaríamos bien al humor arrogante de los españoles.
—¿Queréis quedaros, pues, en Francia? –dijo Lysis–. Pues bien, no hay cosa que se me resista: sé de muchas provincias donde hay esforzados pastores. He leído últimamente un libro que se llama la Pastoral de Vesper donde se describen los amores de algunos pastores de Turena. ¿Vamos a esa región? Dicen que es el jardín de Francia. Os diré, sin embargo, que los pastores de esta historia viven un poco demasiado groseramente para nosotros; no hay nada loable en ellos salvo que aman fielmente37. ¿En qué estaba pensando hasta ahora? ¿Guardaba lo mejor para el final? Es a la región de Forez donde hay que ir, cerca de la antigua ciudad de Lyon, del lado de poniente. Allí encontraremos al druida Adamas, que modera mucho su seriedad para recibir bien a los forasteros. Veremos a Céladon, a Silvandre y a Licidas, y a Astrea, a Diane y a Philis. Calculad cuánto gozaremos de su conversación si ya el relato de sus historias es tan hermoso que al leerlas derramo a menudo lágrimas de alegría. Tengo ganas de refutar los razonamientos del inconstante Hilas y de discutir con él con más ardor que Silvandre38! Y, si no se da por vencido con mis palabras, os juro que no me podría contener sin llegar a las manos, pues no podría soportar que este bribón se burle de la fidelidad de Tircis. Por lo demás, no pareceré allí forastero porque conozco todo lo ocurrido desde tiempo atrás y los pastores no tendrán que contarme sus historias. Hace más de tres años que imaginaba incluso estar ya entre ellos, pues formaba parte de una compañía donde todos, mozos y mozas, tomábamos nombres de La Astrea y nuestra conversación era una pastoral completa, de tal modo que puedo deciros que esa es la escuela en la que aprendí a ser pastor.
A Anselme le costó mucho evitar reírse al escuchar este discurso y no pudo resistirse a responder a Lysis:
—Sí quiero ir a Forez: bien sé que la estancia es muy agradable y no tengo ninguna duda de que encontraremos allí a cantidad de pastores y pastoras, pero en cuanto a los que nombráis, es seguro que no daremos con ellos. Vivían en tiempos de Meroveo, así que mirad cuánto puede hacer que murieron39.
p. 50—¿Cómo decís eso? –replicó Lysis–. ¿Es por burla o por falta de juicio? ¿No dirige el autor de la pastoral de Forez una epístola, al comienzo del primer libro, a la pastora Astrea y otra en el segundo al pastor Céladon? ¿No les habla como a personas aún en vida? Además de eso, ¿no veis que su historia no tiene fin? Céladon no se ha congraciado con su enamorada y hace todavía del personaje de Alexis en el cuarto y último libro de quien comenzó a poner sus aventuras por escrito40; porque en lo que hace a los libros que otros autores han sacado como continuación, o que pudieran sacar en adelante, como si vinieran de parte del verdadero historiógrafo de Lignon, no estoy obligado a creerlos41. Pienso que, si Céladon hubiera desposado a Astrea o hubiera muerto como decís, el autor de la historia habría hablado de ello, y en esto mi convicción sigue siendo firme.
Preciso será creer que Anselme se habría equivocado si hubiera intentado sacar a Lysis de la opinión tan rara y tan excelente como tenía, así que no hizo ningún esfuerzo y lo dejó estar para disfrutar más, asegurándole que todo lo que le decía no hacía sino confirmarle en el deseo que tenía de ser pastor como él, pero que una cosa le inquietaba y era que si querían ir a Forez tendrían que alejarse de la morada de la bella Caritea, sin la cual Lysis no podía vivir. Este respondió que ya había pensado en ello, pero que esperaba que en cuanto pudiese hablar con ella lo haría con palabras tan encantadoras que estaría de acuerdo en venir con ellos a hacerse pastora. Anselme dijo que le parecía bien, si era factible y, en esto, llegó Adrian con criados tras de sí que traían la comida. Le dijo a Lysis que quería comer rápidamente para llevarlo de vuelta a París, que todo iba de mal en peor en su casa cuando no estaba, porque su mujer no era buena ama de casa, que los empleados de la tienda se entendían con la criada y que ella les daría la llave de la bodega para ir a beber su vino, y que, aunque no se la diera, bajarían hasta el medio del pozo por un ventanuco que había allí e irían a hacer una visita a los toneles.
Lysis replicó que nada tenía que ver él con todo eso, que se fuera si quería, que en lo que a él se refería no quería ya vivir bajo su tutela y que era bastante mayor para no tener ni tutor ni curador*. Adrian, creyendo que quería quedarse allí para seguir con sus locuras, le dijo que si no quería venir por las buenas lo llevaría por la fuerza, que encontraría un carruaje donde meterlo y lo haría encerrar con cadenas y candados, y que cuando llegaran a París lo metería en la cárcel de San Martin, donde lo azotarían a diario, o bien en el manicomio* para hacer compañía a los locos que allí encierran. Esto encolerizó en extremo a Lysis y no menos a su primo, pero Anselme los apaciguó con su prudencia diciendo en privado a Adrian que, como ya le había demostrado, no se podía vencer el natural del joven con el rigor y que más valía seguirle la corriente, así que le instaba a dejarlo bajo su custodia un mes o dos, y que no le pediría nada por la pensión. Como Adrian consideraba necesario para desarraigarlo dejarlo ir con un hombre cabal que le hiciese conocer mundo y como veía a este dispuesto a asumir tales inconvenientes, se lo concedió y le prometió infinidad de favores como recompensa. Anselme, una vez conseguido, se puso a la mesa con ellos y no hubo discusión alguna durante la comida. Adrian dijo solo a Lysis que había decidido dejarlo con Anselme y le encargó obedecerle en todo y por todo como a su maestro y bienhechor. Este le prometió no fallar y mostró mucha alegría de que le dejara en tan buena compañía. Tras la comida, el mercader montó a caballo y, habiéndose despedido de ellos, se volvió a París. Esperaba que el buen juicio de Anselme serviría de mucho para corregir el de Lysis y les dijo a todos sus parientes que en adelante lo recibirían más contento que en el pasado.
p. 51Anselme, sin embargo, llevado por los ardores de la juventud, que no gusta sino de pasar el tiempo alegremente, no tenía ganas de emplearse tan pronto en quitarle a Lysis todas sus fantasías y acusaba para sí a Adrian de cometer gran injusticia al querer privar al mundo del loco más grande que hubiese existido jamás: creía que había buenas razones para aplazar su vuelta a la cordura y mantenerlo en la locura. Al ser bastante rico para costear su manutención, quería disfrutar mientras estuviese en el campo y, como nuestro contentamiento nunca es perfecto si nuestros amigos no saben que lo recibimos y no participan de él, resolvió dar a conocer tan gentil personaje a todos los suyos cuando le pareciera oportuno. Así, después de hacerle dejar la venta, lo paseó por muchas calles hasta llevarlo a su casa. Se cruzaron con algunos que sabían lo ocurrido a esos campesinos que tanto habían temido el fin del mundo: comprobaron que Lysis era el causante. Su extraordinaria indumentaria, que les habían descrito, les permitía reconocerlo. La novedad del traje y su marcha acompasada hicieron que le siguieran todos los burgueses de Saint-Cloud que andaban entonces por la calle. Los que ya lo habían visto corrían todo lo que podían aún más lejos para adelantarlo y verlo pasar de frente. Los niños pequeños se amontonaban en grupos e iban tras él, gritando como los de París cuando ven mascaradas. Anselme no podía hacerlos callar y no era como el día anterior, en que no les siguió nadie porque era un día de diario. Esta gentuza ruin lanzaba piedras a Lysis hasta el punto de que, habiendo recibido una en medio de la espalda, no pudo soportarlo más y, volviéndose con el sombrero en la mano hacia quienes le seguían, les dijo:
—Señores, dejad de acompañarme, a fe mía, no pasaréis de aquí: basta de cumplidos, os lo suplico, doy el favor por recibido.
Tales palabras asombraron a grandes y pequeños, pues no tenían más juicio unos que otros, y junto con las amenazas que les hizo al mismo tiempo Anselme, bastaron para que se retiraran. Este admiró la candidez de Lysis, pues era, posiblemente, una de las mejores cosas que le había oído decir. Llegados a la casa, le dio una habitación muy linda y, habiéndole dejado cantidad de libros, le rogó que pasase la velada leyendo mientras iba a casa de ciertas personas a la que no deseaba llevarlo.
FIN DEL PRIMER LIBRO
i Manteau en el original, que se traduce por gabán por ser término más usual en la época. Vid. Quijote (I. 17. 213).
ii Amants en el texto, que se traducirá sistemáticamente por enamorados y, en menor medida, por pretendientes, por ser más fieles al tipo de relaciones amorosas que aparecen reflejadas en él.
iii Conseillers en el original, término que corresponde a magistrados, altos funcionarios de la administración.
iv La expresión francesa faire l’amour ha de traducirse aquí, como en el resto de manera general, por hablar de amores o cortejar porque no se hace otra cosa en los libros de pastores.
v El término empleado, hobereau, peyorativo ya en el XVII, remite al Quijote porque su equivalente exacto es hidalgo.
vi En el texto se echa mano de la locución en uso en los siglos XVI y XVII, «piquer un coffre», en referencia a los cofres que servían de asiento en las antecámaras de los palacios. Su significado es el de ‘esperar sentado, indefinidamente’.
vii «Payer la Paulette» en el original, propiamente pagar los derechos anuales del cargo de oficial de justicia o de finanzas, por el nombre de Charles Paulet, secretario de la cámara del rey y el primero en satisfacerla (1604).
viii En el texto tavaïolle (hoy tavayolle): ropa de encaje que se usaba en la iglesia para bendecir el pan o para llevar los niños a bautizar.
ix Toise en el original; en español toesa, antigua medida francesa de longitud, equivalente a 1,946 metros.
x En el original «coq d’Inde» (hoy dinde), ‘pavo’, literalmente ‘gallo de Indias’, por confusión con Clorinde, nombre típico pastoril.
xi Juego de palabras intraducible entre vers (de terre), ‘gusano’, y su homónimo vers, ‘versos’.
xii En el texto villanelle: ‘canción de danza de inspiración popular y pastoril’. La correspondencia del término francés es villancico, en la acepción genérica de «cierto género de composición poética con estribillo» (DLE).
xiii Bourg en el original, que equivale a lugar con el significado de «población pequeña, menor que villa y mayor que aldea» (DLE), que es la acepción con la que aparece este término en el íncipit del Quijote.
xiv En francés enyurer, por énivrer ‘embriagar, embeleñar, narcotizar’; igual que yure por ivre ‘embriagado’. Se trata de un arcaísmo del siglo XVI.
xv En el texto esguillette, hoy aiguillette: equivale a agujeta, «correa o cinta para sujetar algunas prendas de vestir» (DLE).
xvi Vartigue en el texto original, intejección popular y desusada, equivalente al eufemismo morbleu, por mort de dieu, ‘muerte de dios’.
xvii El francés curateur equivale al español curador, la «persona designada por resolución judicial para complementar la capacidad de determinadas personas que la tienen limitada» (DLE). Salvo aquí, se traducirá por tutor, que es palabra más usual.
xviii En el texto aparecece bajo la denominación de «petites maisons», término con el que era conocido en la época el hospital de París en el que se encerraba a los enajenados. Se creó en 1557 en el emplazamiento que ocupaba antes la leprosería Saint-Germain y fue rebautizado en 1801 como Hospice des Petits-ménages.
5 Anfítrite era una nereida que la mitología posterior convirtió en esposa de Poseidón y, por lo tanto, en reina de los mares.
6 En Francia los pastores se han venido sirviendo para su oficio de una vara (houlette), mientras que en España usan sobre todo el cayado. La vara iba provista en una de sus extremidades de una placa de metal, excavada en forma de cuneta, destinada a tirar terrones o recoger piedras que se arrojan para devolver al rebaño a las ovejas que se alejan. Por extensión, se denomina con ese término también la ocupación o condición del pastor.
7 Bellerose, apodo de Pierre Le Messier, fue uno de los actores más famosos de la primera mitad del siglo XVII. El Pastor Fido (1590) es una tragicomedia pastoril de Giovanni Battista Guarini (1538–1612), traducida y muy difundida en toda Europa.
8 Se trata del juicio de Paris, elegido por Zeus para escoger a la más bella entre las diosas Hera, Atenea y Afrodita. A esta última concedió la manzana llamada de la discordia, lo que acarreó la guerra de Troya.
9 Tántalo fue, según la mitología griega, un rey legendario admitido a la mesa de los dioses, a los que habría robado el manjar divino, la ambrosía, para compartirla con los humanos: ello le acarreó un suplicio que varía según las distintas versiones. Su tormento quedó como ejemplo para quien ve frustrada una y otra vez su ilusión por conseguir algo que cree tener al alcance.
10 En la mitología griega, Pan es una deidad de la naturaleza, protector de pastores y rebaños. Se lo relaciona también con la fecundidad y la sexualidad.
11 El griego Jasón lideró la expedición que había de hacerse –ayudado por Medea– con el vellocino de oro, custodiado por un dragón. Este héroe mitológico construyó para ello la nave Argo y reunió a unos cincuenta jóvenes guerreros que se denominarían argonautas. Esta historia será una de las dos que representarán Lysis y sus amigos en el Pastor.
12 Les Bergeries de Juliette componen una novela pastoril en 5 volúmenes, publicada por Nicolas de Montreux entre 1585 y 1598, a imitación servil de la Diana de Jorge de Montemayor y de las obras pastoriles italianas. El autor las firmó con el anagrama Ollenix de Mont-Sacré y Sorel desconocía su verdadera identidad al escribir el Pastor.
13 El estornino es un ave celebrada desde la antigüedad por su capacidad para imitar sonidos.
14 «La paciencia de Griselda» es un relato medieval, recogido luego en el último de los cuentos de Boccaccio, también en los cuentos de Chaucer, y cuya trama inspirará una novela en verso de Perrault en 1691, La Patience de Griselidis. Su protagonista es, justamente, una pastora.
15 Se trata de Les Quatrains de Pibrac, cuartetas morales de Guy du Faur de Pibrac (1529-1584), que sirvieron de lectura para los jóvenes hasta el siglo XIX, y de las de Pierre Mathieu (1563-1621): Tablettes de la Vie et de la Mort (1610).
16 El Hôtel de Bourgogne fue uno de los teatros más importantes de París en el siglo XVII, junto al de Marais. En él actuó Molière y se representaron obras de Corneille, entre otros; también pastoriles, muy en boga en la década de 1620.
17 Céladon y Silvandre son los pastores más importantes de L’Astrée [La Astrea] de Honoré d’Urfé, cumbre de la novela pastoril francesa que comenzó a publicarse en 1607 y de la que solo aparecieron tres partes completas en vida del autor (1607, 1610 y 1619), más una cuarta incompleta desautorizada por este (1624). Su secretario Balthazar Baro publicaría la cuarta parte arreglada por él (1627) y la conclusión (1628), ya enteramente de su mano.
18 Alusión al mito griego de Deucalión, hijo de Prometeo, y Pirra, hija de Pandora. Eran primos y esposos, y fueron los únicos en salvarse –en un arca, como Noé– del diluvio universal.
19 La ninfa Eco fue castigada por Hera a articular solo las últimas palabras que se dijeran ante ella, al darse cuenta la diosa de que la había estado entreteniendo mientras Zeus se solazaba con las ninfas de las montañas. En Delfos, situado en la ladera del monte Parnaso, se encontraba un gran recinto consagrado a Apolo, en el centro del cual había una grieta de la que salían vapores y estos inspiraban a la Pitia o Pitonisa: así se convirtió en el oráculo más famoso de la antigüedad.
20 Según fuentes griegas, recogidas luego por Ovidio, la ninfa Eco se prendó de un hermoso joven, Narciso, y trató en vano de lograr su amor. El cruel rechazo de este fue castigado por la diosa Némesis haciendo que se enamorara de su propia imagen reflejada en un estanque, al que acabó arrojándose.
21 Las Islas Afortunadas o de los Bienaventurados representaban, en los relatos mitológicos griegos, una suerte de paraíso que servía de descanso a las almas virtuosas tras la muerte. Su función era equivalente a la de los Campos Elíseos. Se han asociado legendariamente con las islas macaronésicas; entre ellas, las Canarias, además de Azores, Cabo Verde y Madeira.
22 Dédalo es un personaje fabuloso ligado a las islas de Creta y Sicilia. Encarnaba al artista completo, ya que era arquitecto, escultor e inventor y está asociado a la leyenda del Minotauro, de cuyo Laberinto habría sido el artífice. Escapó junto a su hijo, Ícaro, de la prisión en la que los había encerrado Minos por haber ayudado a la mujer de este, Pasifaé, a serle infiel con un toro.
23 Publio Ovidio Nasón (47 a.C.–17 d.C.) fue un poeta latino del que cabe destacar el Arte de amar, de su primera etapa, y Las metamorfosis, de la segunda; ambas obras de extraordinaria repercusión en la Edad Media y el Renacimiento.
24 Silvandre es, en efecto, el teórico del neoplatonismo, la doctrina amorosa imperante en L’Astrée, ambientada en la comarca de Forez, por la que transcurre el riachuelo Lignon.
25 Johannes de Sacrobosco fue un matemático y astrónomo de la primera mitad del siglo XIII que estudió en Oxford y fue profesor de la Universidad de la Sorbona. Recogió sus conferencias en el volumen titulado Tractatus Sphaera Mundi, en el que exponía los fundamentos de la astronomía pre-copernicana y que ejerció gran influencia en la Edad Media.
26 Solo puede tratarse del Grand Calendrier des bergers [Gran calendario de los pastores], primer almanaque publicado en Francia, con formato in-4º, a finales del siglo XV, y que dejó de aparecer en la segunda mitad del XVII.
27 Apeles fue un pintor griego del siglo IV a.C., célebre por el verismo de sus pinturas, de la que no se ha conservado ninguna, aunque sí testimonios de los antiguos.
28 Sireno y Céladon son los protagonistas masculinos de las dos obras pastoriles de d’Urfé. La primera, de juventud, en verso: Le Sireine (1604), directamente inspirada en la Diana de Montemayor. La segunda, L’Astrée ya citada, en prosa, aunque trufada de poemas, canciones, cartas…
29 La variedad de manzana Calville roja recibe este nombre de la localidad de Normandía a la que se asocia su cultivo, ya atestiguado a principios del siglo XVII.
30 Como, dios de la alegría y de la buena mesa, se representaba con una antorcha en la mano derecha e iba acompañado a menudo de Momo, un dios menor, personificación del sarcasmo y de la burla que actuaba como bufón de las divinidades en el Olimpo.
31 Alusión a la costumbre antigua que obligaba a llevar un gorro verde a quienes tenían que ceder sus bienes ante la imposibilidad de hacer frente a los acreedores; y, más tarde, para distinguir a los condenados a trabajos forzados a perpetuidad. En español se decía «hacer ceribones».
32 Ganímedes fue, según la mitología griega, un hermoso príncipe troyano, convertido por Zeus en héroe, su amante y copero de los dioses.
33 Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue, tal vez, el humanista más grande del Renacimiento. Su primer éxito lo cosechó con los Adagios (1500), una antología que acabaría contando con más de cuatro mil citas griegas y latinas, y que se cita en el texto. Uno de sus libros más famosos fue el Elogio de la locura (1511), una ficción alegórica y burlesca, trufada de alusiones a los clásicos que bien podía ser de aplicación al propio Lysis.
34 Pitágoras fue un filósofo presocrático del siglo VI a.C. Creía en la transmigración de las almas que podían provenir o acabar en humanos, vegetales o animales, y –relacionado con ello– prohibía, según parece, a sus discípulos comer carne.
35 La Arcadia era una provincia de la Grecia antigua, en el Peloponeso, que fue idealizada progresivamente hasta acabar –en manos de Virgilio– en un lugar utópico de vegetación exuberante, eterna primavera y ocio permanente. El Renacimiento retomó esta versión y la convirtió en la convención de base del género pastoril.
36 Alusión al locus amoenus en el que se desarrolla la Diana de Montemayor, las riberas del Esla, y a su protagonista, Sireno.
37 Se trata de una obra menor del género pastori: las Bergeries de Vesper (1618), de Guillaume Coste, un autor prácticamente desconocido.
38 Alusión a los personajes más importantes de la novela de d’Urfé: Céladon y Astrea son la pareja protagonista y la segunda da nombre a la obra misma; por su parte, Silvandre e Hilas monopolizan los numerosos debates: el primero en defensa de la doctrina neoplatónica y el segundo de la inconstancia en el amor.
39 Se trata del siglo V, época en la que está ambientada la novela de d’Urfé.
40 Referencia al personaje de la druidesa Alexis, en la que acaba travistiéndose Céladon para seguir viendo a Astrea.
41 Alusión a la quinta y sexta parte de la L’Astrée, publicadas póstumamente (en 1625 y 1626) y escritas en parte, como se sabe hoy, por Marin le Roy de Gomberville.