LIBRO II

Lysis permaneció un tiempo hojeando los libros que Anselme le había proporcionado pero, finalmente, imaginando que no había pensamientos que valieran lo que los suyos, no quiso ya entretenerse sino con estos y se fue a pasear al jardín, absorto en sus ensoñaciones. Además, solo había encontrado libros que no le gustaban: de Séneca, Plutarco, Du Vair, Montaigne y Charron, que no hablan como las novelas42. Aseguraba que no valían nada y al único que apreciaba un poco era a Plutarco, porque contaba que Rómulo había sido pastor en su juventud. Tras haber estado en el jardín dos horas por lo menos, le entraron ganas de salir, a pesar de que Anselme le hubiera rogado no hacerlo. Encontró una portezuela cuya cerradura no era nada buena, tanto que la abrió fácilmente con una navaja. Se vio en una callejuela y no había dado veinte pasos cuando divisó a la hermosa Caritea, fuente de sus deseos, que volvía sola de una casa donde Angélique la había enviado a hacer algún recado. Aunque este encuentro le causase emoción, no se mostró tímido y quiso acercarse a ella mejor que esperar a abordarla; mas, de inmediato, un grueso aldeano que se mantenía en el quicio de una puerta como emboscado fue a abalanzarse sobre ella diciéndole:

—¡Ay! Te tengo, Catherine, me tienes que pagar el beso que me debes desde ayer tarde, cuando jugamos a las prendas.

Lysis, al verla entre las manos de una persona tan indigna de ella, corrió todo lo que pudo para defenderla pero, antes de que estuviese cerca, esta ya había recibido más de diez besos contra su voluntad. Eso le enfureció tanto que, levantando un bastón que llevaba, lo descargó en las orejas del campesino gritando:

—¿Cómo, vil sátiro, quién os ha hecho tan osado como para profanar el coral de esta hermosa boca? Id a hacer el amor a las cabras, chivo apestoso.

El aldeano, al sentirse golpeado, dejó ir a Caritea y, echándose al cuello de Lysis, le cogió el bastón, con el que le midió las costillas de tal suerte que este creyó que lo más seguro era encomendar su salud a la rapidez de sus piernas, pero el otro, que lo había perseguido, lo alcanzó y lo tiró al suelo, donde le dio tres o cuatro patadas. Le hubiera golpeado aún más si no hubiera apercibido a Anselme, que venía con dos lacayos tras de sí, lo que le causó tal temor que emprendió la huida. Lysis, que se había levantado, vio a Anselme y, andando tan suavemente como si tuviera todos los huesos rotos, le dijo:

p. 53—¡Ay! ¿Por qué no habéis venido antes? Me hubierais defendido contra un dios con pies de cabra que ha estado a punto de matarme. Ha querido forzar a Caritea y allí estaba yo para librarla de sus manos o, más bien, de sus patas. A decir verdad, ella se evadió durante nuestra lucha, pero he recibido también buenos golpes y no la he salvado sino a costa de mis costillas. ¿Qué habría hecho yo solo contra él? Estos faunos son más fuertes que los hombres. Tienen ventaja en todo y, aunque vuestra gente corriera tras este, no lo atraparía. Va tan veloz como esos caballos que, según se dice, el viento boreal habría engendrado43.

—Estoy desolado por tan mala aventura –dijo Anselme–, pero la la culpa es vuestra: no debíais salir, os lo había dicho bien claro. Es que aquí no saben lo que son los pastores de vuestra clase. Ya habéis visto que a mí mismo me ha costado defenderos hace bien poco. Y, si en adelante salimos juntos, no iremos sino acompañados. No traía a mi gente hasta ahora porque no tengo dificultad en pasearme aquí solo como en París, donde se va con más seguridad, pero bien veo que es bueno tener siempre un séquito. Por lo demás, decidme ¿por qué pensáis que era un sátiro aquel contra el que habéis peleado? Lo he entrevisto y me parece que es un campesino tan bien hecho como cualquier otro de esta región. Lleva un jubón y calzas: ¿no sabéis que los sátiros van desnudos?

—¡Ay, cuán equivocado estáis! –objetó Lysis–. ¿No os habéis percatado de que era un sátiro disfrazado? Se había revestido de labriego para entrar libremente en este lugar y raptar a mi Caritea. Yo sí he notado que tenía los pies torcidos y, como su jubón estaba desabrochado y la camisa abierta, he visto que el pecho era muy velludo y, aun cuando no fuera así, la fealdad de su rostro lo hacía bastante reconocible.

—Sea pues –replicó Anselme–, os concedo que fuera un sátiro: lo habéis visto mejor que yo. Veamos solamente si estáis muy malherido.

Tras decir esto lo llevó a la casa y el pastor, habiendo sido tendido y bien palpado, supo que su mal no era tan grande como había supuesto; mas, cuando se le preguntaba en qué lado le dolía señalaba el hombro derecho y, como se le asegurase que no se veía magulladura alguna, decía: «Creo que es en el otro».

Para curarlo enteramente de su mal imaginario, Anselme hizo que le frotaran todo el cuerpo con un ungüento que no hacía ni bien ni mal; no obstante, a la espera de la cena, fue a encerrarse en su estudio, donde acabó el retrato de Caritea, en el que había trabajado desde primera hora de la mañana. En cuanto lo hubo hecho, volvió con Lysis y, cenando con él, le dijo que había culminado su obra. Esto le produjo tanta impaciencia que fue preciso que su anfitrión acortara su yantar a la mitad de lo que tenía acostumbrado, con el fin de enseñarle tan excelente pieza. Al estar abierto el estudio entró Lysis en él como si de un templo se tratara y, tras mostrarle Anselme la plancha de cobre en la que había trabajado, nuestro apasionado enamorado la miró largamente con grandísima atención pero, al fin, protestó, asombrado:p. 54

Dibujo y grabado de Crispin de Passe el Joven para la primera edición de Le Berger extravagant, Paris, Toussainct du Bray, 1627, vol. I.

p. 55—No comprendo nada de esto, Anselme, me dais un cuadro por otro.

—Os confundís –le respondió este–, ¿no os basta con la vela que tenemos? ¿Queréis que os haga traer otras cuatro para que podáis juzgar mejor el retrato? ¿Tan ciego estáis que no os dais cuenta de que es el rostro de Caritea y que el propio Du Moustier no podría sacarlo mejor44?

—¿Pero cómo entendéis tal cosa? –contestó Lysis–. Ahí veo cadenas, soles y flores. No es un rostro.

—Os lo voy a demostrar con una sola palabra –dijo Anselme–: ¿no os dais cuenta de que he hecho todo lo que me habíais recomendado y que he representado todos los rasgos de la belleza de Caritea de la misma forma en que me los habéis expresado?

Entonces Lysis, reconociendo el artificio de tan buen pintor, empezó a observar por orden todas las partes del retrato que le habían asombrado cuando, a primera vista, las había mirado vagamente. Anselme le había dado una vuelta con sutil ingenio a lo que el pastor le había dicho de la belleza de su enamorada e, imitando las extravagancias de los poetas, había pintado un rostro que, en vez de llevar el color de la carne, tenía un tinte blanco como la nieve. Tenía dos ramas de coral en la abertura de la boca y en cada mejilla una azucena y una rosa cruzadas una encima de otra. En el lugar que debían ocupar los ojos no se veía ni el blanco ni la pupila: había dos soles que lanzaban rayos entre los que resaltaban algunas llamas y dardos. Las cejas eran negras como el ébano y estaban hechas en forma de dos arcos en los que el pintor no había dejado de poner las empuñaduras para que se reconociesen mejor. Por encima estaba la frente, lisa como un espejo, y en lo alto de esta se hallaba un Cupido pequeño sentado en un trono.

Para embellecimiento del conjunto, los cabellos flotaban alrededor de todo ello en diferentes formas: algunos estaban hechos como cadenas de oro, otros como hilillos y redes, y la mayoría pendía como sedales con el anzuelo en el extremo, provisto de cebo para atraer a la presa. Había cantidad de corazones prendidos en los anzuelos y, entre otros, uno más grande que sus compañeros que caía justamente debajo de la mejilla izquierda, de tal manera que parecía servir de pendiente a la oreja de esta rara beldad.

—Ahí está mi corazón –exclamó Lysis al verlo–, lo reconozco. ¡Ay, qué juiciosamente está colocado en ese lugar! Al estar tan cerca del oído de Caritea le contará sin cesar mis penas.

—¿Acaso no había previsto yo que encontraríais mi obra excelente? –observó Anselme–. Bien puedo afirmar sin vanidad que mi invención no tiene igual: nunca a nadie se le había ocurrido pintar la belleza de los rostros con figuras poéticas. Esto debe llamarse un retrato hecho con metáforas.

—Dejadme abrazaros, mi tierno amigo –dijo Lysis después de haberlo meditado un poco–, tengo que reconocer que habéis dado una prueba incomparable de vuestro ingenio. Solo con metáforas se podía pintar el hermoso rostro de Caritea. Ya habíamos dejado claro que esos rasgos no podían representarse al natural. ¡Ah, pintor más excelente que Apeles, Zeuxias, Protógenes y Parrasius45! No tengo ya ese rostro por un monstruo, como pensaba hace nada: lo tengo por algo harto razonable y cargado de artificio.

p. 56Lysis manifestó su contento con infinidad de palabras semejantes, decidido a guardar toda la vida tan bonito retrato. Anselme lo puso en una caja por temor a que se dañara, no sin recibir infinitas gracias por las molestias que se había tomado y, como tenía en gran consideración su invención, le dijo a Lysis que lo mismo que había pintado metafóricamente el rostro de Caritea se podría pintar igual el de una joven fea. Que se le haría una peluca de serpientes como a Megera46 o, si se le hacían cabellos, serían gruesos y erizados como una cabeza de jabalí, y no encadenarían nada más que piojos y liendres, que los ojos serían como dos ciruelas pasas lavadas, que habría alrededor liga donde las moscas quedarían atrapadas al vuelo y que la boca se asemejaría a los cierres de una escarcela y toda la tez tendría forma de cuero de bota arrugada; y así todo lo demás, como podrían imaginar las mentes sagaces. Lysis lo consideró muy gracioso, pero solo lo aprobó con una leve sonrisa porque estaba tan encantado por tener el retrato de Caritea que no pensaba en otra cosa. Cuando llegó la hora de acostarse le dieron una habitación pequeña para él solo, pues lo quiso así. Se encerró y se metió en el lecho, pero apenas durmió: tenía una vela gruesa que había dejado encendida con el fin de recrearse observando su cuadro. Difícilmente imaginaría uno cuántas alabanzas dio aún al pintor, cuya invención le parecía absolutamente divina. Cavilaba para sí que, al igual que se había denominado a la poesía una pintura parlante, se había llamado también a la pintura una poesía muda y, a su entender, en lo que veía se juntaban la pintura y la poesía, y ambas hablaban incluso en términos claros e inteligibles para las mentes perspicaces.

Anselme, al saber que no apagaba la vela, estaba muy inquieto, pues temía que prendiese fuego por algún lado; pero, aunque estuviese muy loco, no lo estaba tanto como para eso y, fuera de la extravagancia que manifestaba imaginando que todas las fábulas poéticas eran verdaderas y que era preciso vivir como los héroes de las novelas, se mostraba bastante razonable y tenía por lo demás bastante juicio para saber lo que le podía perjudicar o aprovechar. No obstante, los sirvientes se encargaron de tener cuidado con lo que pudiera suceder y, cuando el día se apagó, todos durmieron en paz y también él. Llegada la mañana, se levantó y fue a ver a su huésped, que comenzaba a vestirse. Anselme lo entretenía con palabras sin orden ni concierto sobre los distintos efectos del amor, cuando vio entrar en el patio a un gentilhombre amigo suyo llamado Montenor. Se fue rápido a recibirlo y llegó hasta él según se apeaba del caballo. Lo hizo entrar en la sala, dándole muestras de la alegría que le causaba el haberse molestado en venir a su casa. Montenor le dijo que había salido temprano de París por dos razones: una, buscando el frescor, y la otra, aún más poderosa, para tener así ocasión de verlo antes, pues estaba impaciente por hacerlo. Entretanto Lysis, queriendo saber quién había llegado recientemente, entró donde estaban y saludó a la compañía muy cortésmente. Montenor quedó muy asombrado de las maneras y de su traje, pero no se atrevió a hablarle de ello a Anselme por estar muy cerca y, lo que es más, porque tenía algo tan importante que decirle que no podía dejarlo. Anselme le había dicho que se daba cuenta de que, además del deseo de verlo, algún otro motivo le había impulsado a venir a su casa, así que se vio obligado a contar en estos términos lo que llevaba dentro:

p. 57—He de confesaros –le dijo– que vengo aquí en parte a causa de una persona afligida que hay que compadecer o no oirla quejarse. Para no haceros languidecer esperando, es de Guenièvre de quien os hablo. Echad una mirada a la pasión arrebatada que ha sentido siempre por vos y podréis figuraros que, al no provocar algo semejante, la pena que le causa verse abandonada debe ser extrema. Se dice que en amor la separación de los cuerpos no es en verdad ausencia, visto que en todo momento se visita al otro de pensamiento, pero que un amante se ausenta de veras cuando su voluntad y su inclinación se alejan del objeto al que debían ligarse. Eso es lo que siente Guenièvre y, aunque solo os encontréis a tres leguas de ella, sufre más que cuando estuvisteis antaño en Turena o en Bretaña, pues entonces estaba segura de que, si por la noche ella soñaba con vos mientras dormía, vos no soñabais menos con ella y le parecía entonces como si vuestras mentes, separadas del cuerpo, hiciesen cada una la mitad del camino para encontrarse; pero, ahora que sabe que la habéis olvidado, quien la quiere consolar la desespera y tantos males padece que para aprender a morir basta con sufrir algo parecido. Esto me ha conmovido tanto que le he prometido venir a contaros una parte de sus dolores con el fin de haceros volver a ella para oír el resto de su boca.

—No dudo de los enredos de Guenièvre –dijo Anselme–, han ser grandes si os han vencido. Estoy desolado, sin embargo, de que haya empleado a alguien tan sensato como vos en un asunto tan tonto.

—No me quejaré con tal de doblegar vuestro ánimo –replicó Montenor–. ¡Cómo! ¿Queréis decir que Guenièvre no puede acusaros de infidelidad y que lo que comprometéis en otra parte no le perteneció nunca? Si no supiera que lo que ella añora fue suyo antaño y que tiene derecho a reclamarlo, no sería tan mal educado como para venir a pediros algo que sería tan vergonzoso para ella como para mí.

—Bien sé que si dijera no haber amado jamás a Guenièvre –contestó Anselme– las piedras mismas de mi casa me afearían la mentira y no les haría falta hablar para recitar lo que me han oído decir, teniendo en cuenta que se encontrarán todavía en muchos lugares las iniciales que grabé durante mi ensoñación amorosa. Las cartas y canciones guardadas en su estudio serían testigos suficientes contra mí. Pero, señor, qué es lo que queréis inferir de ello: ¿por haber estado largo tiempo expuesto a las olas de un mar tempestuoso tengo que volver de nuevo y permanecer allí hasta que llegue el naufragio? No me habléis del amor de esas jóvenes que son tan volubles que ni una sola de entre ellas sabría permanecer constante si no es en el deseo de cambiar en todo momento. No hay que comprometerse tanto en amarlas como para no conservar la mejor parte de la libertad, que servirá de antídoto al mal que su frivolidad nos puede dar.

—Bien parece, oyéndoos hablar –dijo Montenor–, que os hayáis metamorfoseado y no seáis ya súbdito de la diosa de Chipre como antaño, pues la sinceridad y el amor son dos cosas incompatibles47. Es preciso que este sea el dueño absoluto allí donde está: la razón cede ante él, la voluntad le obedece, los afectos cambian por él y no se le podría servir a medias. Pero, aunque este dios tenga tal poder, no hay que intentar huir de él: bien se sabe que, si el amor es un veneno, es un veneno sabroso; si es un enojo, es deseable; si es una muerte, es pacífica; y, si es una prisión, solo le falta la libertad, la miseria no reina en ella como en las demás. Quien a vuestra edad no ama es como un mar muerto, donde un bajel no puede naufragar pero tampoco puede tocar puerto y, si nada perdéis al no amar, tampoco podéis alcanzar la buena fortuna. Viendo una mente tan despierta como la que poseéis y sin querer inflamarla de amor, imagino encontrarme un hachón* de muy buena cera pero sin fuego para encenderlo, de tal modo que, a falta de este, permaneceríamos en las tinieblas.

p. 58—Todo eso estaría muy bien –observó Anselme– si no hubiera comprobado que el amor no es sino un mal maquillado con los colores del bien. Las penas están bastante más aseguradas que los placeres para quien vive bajo su dominio y, aunque hay algunos que se complacen en degustar sus frutos, es un manjar que no hace falta probar para saber que está bueno. Hay una máxima, tan verdadera como antigua, que dice que solo hay dos días buenos en el matrimonio: el día de la boda y el de la muerte de la mujer; ahora bien, es preciso creer que, desde que se dijo esto, las cosas más que mejorar han empeorado y no querría ni siquiera asegurar que el día en que uno se casa sea agradable. La mujer es, en efecto, un peligro doméstico y, bajo una belleza humana, esconde a menudo un animal feroz; tanto es así que algunos sabios dudaron en colocarla entre los humanos o entre los animales.

—En cambio, no dices también –exclamó en ese momento Lysis, metiéndose en la conversación– que algunos otros filósofos, más doctos que lo tuyos, creyeron que había que colocarla entre los hombres y los ángeles, por participar de una y otra naturaleza. ¡Eh! ¿Quién iba a pensar que fueseis enemigo de lo más amable que haya en el mundo? ¡Ay, cuánto me ha engañado este anfitrión mío con su falso semblante! ¡No eres digno de tomar la condición de pastor como habías decidido hacer conmigo! ¿Dónde has visto nunca pastores que carguen contra el amor y las mujeres? ¡Ay, salvaje! ¡Ay, misógino! ¡Ay, insensible! ¿Querrías que el género humano pereciese y no hubiera nadie aquí abajo para hacer ofrendas y sacrificios a los inmortales? O bien, si deseas que nazcan niños, ¿quieres que sea lanzando piedras por encima de la cabeza, como hacían Deucalión y Pirra sin aparearse? Si ese es tu talante, te dejo, dame mi equipaje: no quiero permanecer con una persona maldita por los hombres y los dioses48.

Mientras Lysis soltaba esta perorata con abundantes muestras de cólera, Anselme, sabedor de que tenía alguna razón para culparle por lo que había dicho, tomó la palabra en estos términos:

—No os enfadéis, querido amigo, sabed que no culpo a todas las mujeres: es solo con esa Guenièvre de la que hablamos con la que temería que el matrimonio me fuera perjudicial.

—Pero eso es lo contrario de lo que digo –manifestó Montenor–: estáis obligado a querer a Guenièvre y a escapar de las otras.

—Responded a eso, amigo mío –dijo Lysis a Anselme–. Este caballero parece tener razón. Nunca seréis digno de entrar en el templo de Astrea si no habéis guardado fidelidad a vuestra enamorada. He escuchado pacientemente vuestra discusión, pero no entenderé nada si no me relatáis vuestra historia y no me contáis cada una de vuestras razones. Mirad, ¿no queréis seguir las leyes pastoriles y tomar a un pastor por árbitro de vuestra disputa sin ir a gastar vuestro dinero con los abogados de esta región? Así juzgó Silvandre el proceso interpuesto entre Laonice y Tircis; Léonide el de Célidée, Thamire y Calidon, y el de Adraste y Doris; y Diane el de Philis y Silvandre. ¡Siempre fue costumbre tomar el juez que el oráculo ha elegido o el primero encontrado oportunamente, con el fin de que las querellas no duren entre los pastores que deben vivir con total tranquilidad! ¿No resulta, pues, acertado escogerme para juzgar vuestro caso? ¿No soy juez competente en este asunto49?

—No os recuso –dijo Anselme riéndose de tal ocurrencia– y solo dependerá de este señor que hagáis ese oficio.

—En lo que a mí hace –respondió Montenor–, creo que la causa de aquella por quien hablo es tan buena que no me afecta confiar en quien sea.

p. 59—Esto va bien –replicó Lysis–, pero lo malo es que no estamos aquí en medio de los campos y se me antoja que deberíamos estar allí, pues todos los procesos que hay en La Astrea se juzgan en ellos. ¿Queréis que vayamos? Puede ser que las sentencias no sean válidas si el juez que las dicta no está sentado en una piedra a la sombra de un olmo.

—De ningún modo salgamos de aquí –dijo Anselme–: poneos en ese sillón delante de la mesa. Veis un cuadro con un paisaje que hay sobre la chimenea: quedará detrás de vos y estaréis a la sombra de los árboles que allí se encuentran, ¿no os basta con esto?

—Pienso que Anselme lleva razón –replicó Lysis–, hay que creer incluso que nuestra sede de justicia está en cualquier parte en que nos encontremos, puesto que no tenemos licencia de juez.

Diciendo esto, se sentó en el lugar que le habían indicado y, posando las manos en los brazos del sillón, adoptó la dignidad de un magistrado. Anselme indicó a Montenor que, pues se había declarado abogado de parte, debía obrar por ella y hablar el primero ante el juez para poner su denuncia y hacer su reclamación. Este, que no sabía todavía si Lysis estaba loco o si se hacía el gracioso, no dejó por ello de disponerse a hablar, ya que era preciso intentar persuadir a Anselme de que no rechazara el amor por Guenièvre. Poniéndose, pues de pie a un lado de la mesa, mientras que la parte contraria estaba igualmente al otro lado, comenzó así su arenga:

—Si tuviera que hablar ante bárbaros temería que la justicia no se respetase, pero como el mismo de quien me quejo ha dado muestras siempre de no tener un corazón salvaje, debo asegurarme de que se condenará a sí mismo cuando le haya explicado mis razones. Es con vos con quien tengo que lidiar, Anselme: vengo aquí a conminaros a que cumpláis las promesas hechas a Guenièvre de que la amaríais siempre. Antaño, una misma llama había encendido vuestros corazones y decíais que vuestros días estaban hilados por el mismo huso, y que una sola alma guiaba vuestros deseos y pensamientos. En esto no quiero a otro testigo que a vos mismo, contra vos mismo, y estamos ya totalmente de acuerdo. Pero decidme solo, puesto que la habéis juzgado en otro tiempo digna de vuestro afecto, ¿por qué no lo es todavía? ¿Es que su belleza ha disminuido? Todos saben que va siempre en aumento y que, si se la estimaba en el tiempo en que os apasionasteis por ella, hoy se la admira. Si Guenièvre habla, encanta nuestros oídos con la dulzura de su voz; si calla, se hace admirar por su gravedad; si ríe, tiene no sé qué atractivo que conmovería a las personas más salvajes; si anda, tiene una majestad que nos asombra; si uno está con ella, se halla tan feliz como si estuviera con Diana, Venus, las Gracias y tantas otras diosas que la antigüedad ha adorado; y, si se va, lleva consigo el corazón y los ojos de los asistentes. Todos los que la conocen lo confesarán, pero aun cuando no fuera así y sus encantos no fueran ya lo que han sido, ¿deberíais dejar de amarla si vuestros juramentos os obligan a ello? Si os hubiera faltado en algo, sería suficiente para libraros de ella, pero no hay nada que decir en su contra: os sigue recordando con el mismo cariño que os ha mostrado siempre y el primer instante que paséis con ella le hará olvidar todas vuestras faltas. Mirad si se ha visto nunca una bondad igual y si una amante tal no es lo bastante digna como para ser eternamente amada.

Montenor no dijo nada más, hasta el punto de que acabó cuando Lysis creía que solo era el comienzo de la arenga. Lo cierto es que aquel nada sabía del tipo de alegato que querían imponerle, al no haber leído jamás los libros de pastores en los que ni siquiera pensaba. No obstante, el juez le dijo con una ligera sonrisa:

p. 60—Verdaderamente, ha sido una buena arenga, aunque sucinta: los abogados más prolijos no son los mejores. Y vos, Anselme, ¿qué decís contra él? Vamos, comenzad: os juro por la espada y la balanza de la diosa Temis (cosa que debería haber hecho antes de oíros a uno y a otro) que impartiré justicia en esto como querría que me la impartieran en parecida circunstancia y os mediré con la misma medida que querría ser medido50.

Anselme, después de decir que no lo dudaba en absoluto, empezó a toser y a escupir un buen rato para prepararse a abogar por su caso; algo que quería hacer largamente, tanto por regodearse con su juez como por mostrar en efecto a Montenor que no había dejado de amar a Guenièvre por error. Y así fue como habló:

—No me serviré de un largo prefacio para captar vuestra benevolencia, señor juez, no quiero halagar vuestros oídos*, como dice el proverbio, por miedo a que no veáis la verdad, ya que me interesa que la conozcáis y es ella la que hablará por mí. Para responder, pues, al abogado de mi contraparte, que me pregunta primeramente si creo que la belleza de Guenièvre ha disminuido, digo que es algo inútil, ¿a quién se lo pregunta? La encontré siempre muy hermosa y no niego que su rostro mantenga todavía ahora el encanto que tuvo, pero que lo tenga en su talante y en su mente es lo que no reconozco. En cuanto a la fidelidad que, se dice, me ha guardado, aportaré pruebas que darán testimonio de lo contrario; y, para aclarar todo esto a mi juez y a vos mismo, Montenor, que os habéis encargado de hablar contra mí, voy a contar someramente la historia de mis amores, que no os ha relatado inocentemente Guenièvre, pues si hubierais sabido algo nunca habríais querido abogar por una joven que tiene tan poca razón en lo que demanda.

»Tras el fallecimiento de mis padres, me tomé la libertad de frecuentar toda suerte de compañías y, entre otras, conocí a Lerante, un muchacho de mediana condición pero de excelente cabeza. Este me llevó un día a casa del padre de Guenièvre, con quien tenía asuntos que tratar, y eso fue tanto como si hubiera llevado a una víctima al altar para ser inmolada. Apenas hube visto a esa joven, ardí por ella con un deseo insensato y no tuve solaz hasta que volví para ofrecerle la presa con la que se había hecho. Los padres, que son gente fina, reconocieron de inmediato con qué designio venía a su casa y me acogieron tan bien que eso sirvió para atraerme más. Veían que desde hacía poco me había provisto de un cargo de tesorero y, además, sabían bien que mi padre me había dejado algunos bienes, mientras que ellos apenas tenían y el marido solo era uno de los oficiales menores de la casa real, de tal manera que les habría supuesto una gran ganancia si me hubiera casado con su hija. Creo que no habían dejado de recomendar a su hija que me pusiera buena cara y se mostrara ante mí prudente y modesta, así que esta no les fallaba y os juro que, como era aún muy joven e ingenua, recibía un placer enorme al oírla hablar candorosamente de amor.

p. 61»No os contaré cuántas tardes pasé dulcemente con ella, ni cuántas serenatas le di, ni cartas y versos le envié. Basta con que os diga que solo vivía para ella y ella no vivía sino para mí y que, apreciando más el contento que las riquezas, me disponía a desposarla en cuanto hubiera conseguido que le cayese en gracia a mi familia. Sin embargo, ya en ese tiempo noté claramente algunas artimañas en su madre y en ella misma, pero, cegado por la pasión, encontraba todo soportable. Cuando estaban en su casa y venía alguien a verlas, aunque fuese de alta condición, pues frecuentaban a varios, mandaban decir que no estaban y se molestaban bastante en hacerme ver la deferencia que tenían conmigo. Pero no sé cómo podía creerlo entonces, visto que la pérfida madre de Guenièvre, la más astuta que hallarse pueda, me hacía despachar de la misma forma cuando iba a verlas y otro las entretenía. Y es que ellas guardaban esta conducta para que nadie supiera que tenían familiaridad con todo el mundo y se las tildase de demasiado particulares. Y como sucedía muy a menudo que se me dijera que no estaban, sospecho que era principalmente cuando Guenièvre no estaba vestida convenientemente, pues, cuando la avisaba del día en que iría a verla, me daba cuenta de que se pasaba la mañana entera solo en peinarse.

»Todo esto no era nada importante todavía y, aunque recuerde algunas cosas que ocurrían ya entonces, las callaré porque no son como para despreciarla. Mas, habiendo estado alrededor de un año separado de ella para ir a ejercer mi cargo, encontré a mi regreso que la primera inocencia se había trocado en el amaneramiento mayor del mundo, al punto que merecía llamarse la reina de las coquetas. Su madre la había llevado con grandes damas, que la apreciaban por su belleza, de tal manera que se comportaba como ellas, que eran más de lo que ella podía ser, y en todo momento me parecía de una vanidad insoportable. Cada vez que oía pasar un carruaje ordenaba a la sirvienta que mirara por la ventana por ver si era un caballero conocido que pasaba y algunas veces le decía: «Mirad si es Lisandre o Poliarque», aunque fuese una pobre campesina que no conocía ni a uno ni a otro51. «¿Qué –le dije una vez sobre este asunto–, sabéis cuándo pasa Lisandre por el pisar de sus caballos o el rodar de su carruaje?». «No es eso –me dijo–, es que estoy segura de que no deja de pasar todos los días a cierta hora por delante de aquí». Y notad que decía esto mordiéndose los labios como para darme algo en qué pensar y hacerme creer que ese caballero pasaba por ahí para verla. Se imaginaba así que todos los que los que la habían visto una vez morían de amor por ella y se complacía tanto en que la miraran que un día, estando en una calle muy frecuentada, la vi pasar en un carruaje, situada junto a la portezuela con una vela encendida en la mano. No había baile ni colación a los que no asistiese de las primeras, llegando a participar en un ballet con hombres que se apretujaban, algo considerado poco honesto entre personas sensatas.

p. 62»La encontré en una ocasión en una fiesta importante en la que estábamos seis de sus enamorados y cada uno de nosotros trataba de recibir algún favor de ella, pero era tan ladina que nos contentaba a todos juntos. En consecuencia, estaba sentada en las rodillas de uno y le pisaba el pie a otro; tenía la mano de un gentilhombre mientras le hablaba a otro justo al lado, y esto no le impedía oír cantar a un enamorado que tenía una voz muy hermosa, ni echarle a veces miradas a su vecino. Así, cada uno creía ser más favorito que sus rivales, pero ella misma no sabía qué debía gustarle. En lugar de ir a misa a todas horas como antaño, iba solo hacia el mediodía porque es la hora en que va la nobleza y, cuando entraba en la iglesia, aunque viese que la misa estaba a punto de comenzar, no dejaba de pasearse por doquier como si no la encontrara; y no bien veía a un grupo de cortesanos, pasaba por medio de ellos para que la mirasen. Y lo cierto es que conseguía su propósito, pues no había nadie que no pusiese los ojos en ella, pero era solo para burlarse de su estupidez. Uno le lanzaba una pulla al pasar, otro hacía lo mismo, y supe que un gentilhombre muy ingenioso, al verla fisgonear así, le dijo: «Mademoiselle, no busque tanto: tengo lo que pide». Se dice que esta mofa picante no la hizo ni tan siquiera enrojecer, tanta era su seguridad o, más bien, su descaro.

»Lo que hacía reír todavía más a todo el mundo era su manera de caminar, pues andaba con un meneo muy particular que imprimía a todo su cuerpo como si fuese una marioneta, inclinando al desgaire la cabeza de un lado a otro con tanta medida y tan al compás que parecía que hubiese aprendido tal método con partitura. En lo que se refiere a su vestimenta, había tanto que reformar que merecía un edicto para ella sola, pues, si bien cuando salía era tan atrevida que daba mucho que hablar, no se contentaba con ello y, cuando no salía, llevaba vestidos todavía más hermosos, que no osaba mostrar en la calle. Su lenguaje era también muy singular, de modo que no había nada en ella que no sonase a artificial. Cuando hablaba, intentaba tartamudear por amaneramiento y de un vicio de lengua quería hacer una gracia. Su discurso, por otra parte, solo estaba lleno de memeces de corte: le bastaba con ver dos veces a una persona para darle un nombre familiar y hacer ella lo propio sin pensar que se dirigía a menudo a gente infame.

»Bien veía yo todas esas cosas, pero creo que estaba embrujado porque, más que condenarlas, las disculpaba y respondía a todos los que me hablaban de los melindres de Guenièvre que era imposible encontrar en la naturaleza una belleza tan acabada que no necesitase recurrir al arte. No perdía incluso las ganas de casarme con ella y, atribuyendo todas sus malas acciones a una juventud mal guiada, esperaba inculcarle algún día mejores preceptos que su madre. ¡Qué insensato fui al creer que una mujer pueda dejar la libertad para entrar en servidumbre! Quien la quiera retener, debe soltarla, y quien quiera hacerle desear una cosa debe fingir temerla. Guenièvre habría sido así y doy gracias a sus desdenes y a sus frialdades, que, cuando más encantado estaba, me incitaron a buscar el desprecio, más que el disfrute, por remedio. La coqueta no pensaba ya en mí como antes, prometiéndose mejor fortuna, de suerte que para encontrarla más fácilmente recibía a todo el mundo. Cuando llegó la feria de Saint-Germain, no faltó un solo día a ella: se sentaba en el mostrador de una tienda para que se la viera mejor, como si estuviese en el escaparate para que la vendieran. Esto habría sido bien poco si no se hubiera dedicado a obligar a los conocidos que pasaban a comprarle dulces e incluso les forzaba a regalarle algún diamante o pieza de orfebrería, de tal manera que, si hiciera todos los años igual, eso le supondría una buena renta.

p. 63»En este tiempo había adquirido una gran reputación por su belleza y creo que cuando venían forasteros a París, en cuanto oían hablar de ella, iban a verla a la iglesia o a otros lugares como se va a ver una rareza de la ciudad. Los que tenían algún proceso importante intentaban conocerla y le rogaban que intercediera ante los magistrados, pues se creía que su belleza era capaz de corromper a los mejores jueces. Se podría pasar por alto si no fuera porque lo hacía para aprovecharse y eso le permitía frecuentar a mucha gente que no la cortejaba más que para engañarla. Me apenaba mucho verla, a pesar de tener sobrados motivos para odiarla, y era fácil predecir su ruina, pues sabía bien que no hay peor guardiana de la decencia para una joven que la pobreza, y que la escasez de medios, la belleza y la castidad se encuentran rara vez juntas. Y lo que es más, Guenièvre animaba a los menos osados a pedirle cosas que deben serles negadas, y sus vestidos, sus acciones y sus palabras la prostituían ante todo el mundo. A sabiendas de todo esto, seguí yendo a verla, si bien de tarde en tarde, y no disminuí mis testimonios de afecto sino poco a poco, imitando al mar que se retira tan lentamente de la orilla que uno no se percata de ello, pero había otra diferencia y es que yo no quería ya que hubiera reflujo. Así me alejé lentamente de su amor con el fin de que dejara escapar lo que yo le quitaba sin saber cómo lo había perdido, como si fuera una sombra que se hubiese desvanecido. Y, si me quedaba todavía algo de afecto por ella, era en consideración a lo que fue y porque parecería incivil hacer un establo del lugar en el que uno hubiera levantado un templo.

»Pero, por mucho que le deseara la felicidad, no dejó de sucederle el infortunio que más debe temer una joven de su clase. Nunca iba con su madre porque esta mujer era tan tonta que presumía todavía de belleza y no quería acompañarla por coquetería, por miedo a que se supiese que era ya vieja al ver a una hija tan mayor. Estando Guenièvre en una boda a la que solo había llevado a una sirvienta, un joven que la había sacado a bailar varias veces se ofreció a acompañarla de vuelta, ya que nadie venía a buscarla. Habían dado ya las diez y se hablaba de llevar a acostar a la recién casada cuando unos bailarines desconocidos apagaron todas las antorchas y se produjo un desorden sin igual. En el tumulto se dijo que la casada había sido raptada por uno de sus primeros enamorados y, en cuanto a Guenièvre, fue un tal Gismond quien se la llevó metiéndola en un carruaje que esperaba en la calle. Entretanto, el que había estado parloteando con ella habló muy alto en la sala y la criada, que no sabía dónde se hallaba su ama, lo reconoció. Al preguntarle por ella, le respondió que estaba con él y que lo siguiese. La criada lo creyó y se fue tras él, intentando siempre reconocerlo en la oscuridad: cuando llegaron a la calle, donde no había más claridad que en la subida a la casa que acababan de dejar, lo vio acompañar a una damisela que tomó por su ama, de manera que los siguió todo el tiempo. Solo reconoció el engaño cuando aquella comenzó a hablar y fue entonces cuando la pobre joven, muy sorprendida, se enfadó con el hombre y se volvió a la casa donde se había hecho la boda a buscar a Guenièvre. Tras haber preguntado en vano a todos los que encontró, se fue a contarles la noticia a los padres, pero no sé si el enfado de estos fue grande o si estaban seguros de que su hija solo podía estar en buenas manos.

p. 64»Gismond, habiéndose hecho con la presa que deseaba, ordenó al cochero que condujera el carruaje lo más rápido posible, de suerte que en poco tiempo estuvieron a una legua de París. Allí se cruzaron con un gentilhombre que estaba enamorado de Guenièvre y volvía del campo. Al oír hablar a su enamorada, echa mano a la espada, hace parar al cochero y tira una estocada al brazo izquierdo de Gismond, que estaba junto a la portezuela. Este se sirvió entonces de una pistola que llevaba y, aunque no acertó, el caballo del otro, espantado, se llevó a su amo a través de los campos. Mientras tanto, el cochero fustigó a los caballos y, alejándose del lugar, evitó más desventuras. Al poco tiempo llegó a la casa de su amo a tres leguas de París. Allí se hizo curar Gismond la herida, pero con tan poco cuidado que le dio una fiebre muy alta y a los diez días murió. Los que afirman decir la verdad sin disimulo aseguran que su vida se acortó solo porque, como estaba impaciente por amar, sin pensar en la herida quiso gozar del botín que había capturado y se acaloró tanto con ello que no pudo vivir más. Siendo esto tan verosímil, ¿pensáis, Montenor, que debo casarme con Guenièvre, aunque haya vuelto con su padre y se haga pasar por una joven de bien? No creo que le ocurra lo mismo a las mujeres que al sol, que no por ser común deja de ser menos hermoso, y si me caso lo haré con una que no solo no haya sido reprobada sino que esté libre de sospechas. He encontrado a una enamorada que solo tiene de amanerada el desdén por todo amaneramiento: dejadme servirla y no me habléis más de esa Guenièvre que siempre sería más conocida que yo, aun cuando fuera el hombre más famoso del mundo.

Después de que terminara Anselme, Montenor, que no podía soportar lo que decía de su antigua enamorada, le replicó acto seguido así:

—No me sorprende todo lo que habéis dicho, Anselme, pues se tiene por cierto que no hay odio más violento que el que sobreviene al amor, pero no puedo comprender por qué se da en vos tal cambio. Reprendéis a Guenièvre por su exceso de melindres, aunque se sabe bien que desde que salió de entre las manos de Gismond solo ha conservado los que pueden hacerla atractiva. Y en lo que hace a la castidad, no hay duda de que está más entera que nunca. Todos saben que Gismond, que era un solterón muy rico, la sacó a la fuerza del lugar donde estaba con ayuda de sus amigos, que se habían disfrazado. Cuando la tuvo en su casa doy por hecho que intentó algún ataque a su decencia, pero la prueba de que no consiguió nada la encontraréis en el testamento que hizo un día antes de su muerte, por el que deja todos los bienes muebles a Guenièvre, arrepintiéndose del daño que le había hecho, precisamente, así dijo, porque al haber intentado corromperla teniéndola en su casa ella se resistió a sus tentativas y se mostró tan púdica que merece sobradamente un reconocimiento honorable.

—Ya que se la llevaba a la fuerza –intervino Anselme– ¿por qué no pidió socorro entre tanta gente y, cuando iba en un carruaje abierto, cómo es que no se esforzó en arrojarse fuera? Mientras estuvo en casa de Gismond, ¿se vio que intentara ponerse en contacto con sus padres para que vinieran a buscarla, o a mí mismo, que la habría asistido más libremente que cualquier otro? Queréis que crea también que no se dejó vencer por su complaciente enemigo y me traéis su testamento como prueba, pero, ¡por Dios!, bien se ve que hay fraude en ello: no es creíble que Gismond, que era un rufián decrépito y había destinado sus bienes a ser presa de personas impúdicas, haya escogido a esta joven como heredera por haberse mostrado casta. ¿Era acaso la primera en la que hubiera encontrado tal virtud? ¿No había castidad alguna entre sus hermanas o sus primas? ¡Qué maravilla: solo quien la ha requerido de amores la llama púdica y todos los que la aprecian, impúdica! Hay que creer que fue ella la que hizo decir tal cosa a ese pobre hombre cuando estaba ya próximo a la muerte. En fin, no quiero para mí los restos de los demás y comprar un árbol del que se han cogido ya los mejores frutos.

p. 65—Es injusto imaginar antes el mal que el bien en las cosas inciertas –objetó Montenor– y si, como he deducido de vuestro discurso, suponéis a Guenièvre impúdica por hablar libremente a toda clase de personas, habéis considerado que le habéis dado motivo y que cuando os alejasteis de ella tenía que divertirse con otra gente. Así que volved a ella, abandonando toda sospecha y celos.

Parecía que Anselme tuviera algo que decir contra esto y Montenor habría defendido su causa también por largo tiempo, si Lysis no hubiera ordenado a ambos que concluyeran porque quería dar su veredicto. Anselme se preparaba para escucharlo y había hecho callar a la parte contraria, cuando el juez, levantándose de su sillón, huyó con una celeridad increíble mientras decía:

—Esperadme, enseguida vuelvo.

Fue a la habitación contigua, donde cogió la vara que allí había dejado y, una vez de vuelta, se volvió a sentar, pues, según dijo, había olvidado lo más necesario, que era su bastón pastoril, sin el cual la sentencia habría sido declarada nula52.

—Ahora que lo tengo en la mano voy a emitir mi juicio sobre la disputa entre las partes.

Montenor no sabía a qué atenerse, pues, mientras Lysis había ido a su habitación, Anselme no había dejado de reírse tanto que no le había podido decir qué tipo de personaje era el pastor y ahora había que mostrar un semblante más serio a causa de la presencia del juez, quien, tras adoptar una pose majestuosa y un gesto grave, pronunció su sentencia de esta suerte:

—En la disputa traída a la corte aquí presente entre la hermosa Guenièvre, demandante de una parte, y el gentil Anselme, defensor de la otra, dicha demandante ha expuesto, o su abogado por ella, que desde el año de las grandes nevadas el susodicho Anselme, habiéndose prendido en el fuego de sus hermosos ojos para protegerse del invierno, le habría entregado a cambio su corazón, que le quitó luego junto con todo el afecto de su alma, en posesión de los cuales había entrado ella tras adquirir la correspondiente hipoteca. Por eso es por lo que demanda su restitución con daños y perjuicios; a lo que el susodicho defensor alega que, por las coqueterías de la demandante y sus desprecios frecuentes, la habría dejado y, principalmente, por haberse dejado raptar por un tal Gismond que, según se decía, había gozado de ella; a lo que Montenor, abogado de Guenièvre, ha replicado que todas las acciones de su parte no pretendían más que agradar y, en cuanto al secuestro de Gismond, no solo no había prestado su consentimiento, sino que había resistido sus embates. Elocuentemente debatido y examinado juiciosamente todo ello, y tomado en consideración el testamento del difunto Gismond, que declara casta a Guenièvre, Nos, por el pleno derecho conferido por Cupido, rey de hombres y dioses, hemos liberado y liberamos del poder de la demandante el corazón y el afecto del defensor, permitiéndole proveerse donde le parezca y sin prejuzgar la reputación de la susodicha Guenièvre, a la cual solo le encarecemos que tenga a alguien consigo como testigo de su decencia cuando se fugue con hombres. Se reservan las costas, y con razón. Hecho en el Parlamento de Amor, año primero de la segunda Edad de Oro y tercer día desde que tomamos la condición de pastor53.

Apenas había pronunciado Lysis su veredicto cuando Anselme, haciéndole una gran reverencia, le dio las gracias tan efusivamente que Lysis, ofendido, le replicó:

—No es a mí a quien debéis agradecerlo, dad las gracias a la justicia. ¿Es que pensáis que os he tratado favorablemente?

p. 66Estas palabras detuvieron a Anselme quien, cambiando de discurso, dijo a Lysis:

—Pero, señor juez, se me antoja que habéis hecho vuestra sentencia demasiado amplia, datándola incluso en vuestro pronunciamiento, que no es lo acostumbrado; otrosí, habéis errado al no haberla puesto por escrito. ¿Cómo podré servirme de ella contra la otra parte? ¿Quién tiene la minuta?

—Ciertamente lleváis razón –contestó Lysis–: tenéis un lacayo que escribe bien, ¿por qué no lo hacéis venir y que sea mi secretario? Esperad, sin embargo, creo saber que los pastores de Lignon no tienen nunca un secretario que les escriba sus veredictos y voy a deciros el motivo. Viven tan inocentemente que, como no firman contratos ante notario para obligarse a hacer lo que prometen, no hay registro de las sentencias que dan, porque los condenados son de tan buena conciencia que recuerdan tanto como su contraparte lo que se ha dicho contra ellos y las ejecutan sin coerción. Hay que vivir como ellos y contentarse con grabar en la memoria el veredicto que he emitido.

Anselme reconoció que eso estaba muy bien dicho y aseguró que Lysis tendría siempre ventaja sobre Silvandre y los demás, visto que su sentencia estaba mejor hecha que las suyas, en las que mostraban no entender las leyes ni la práctica tan bien como él, que había sido destinado a llevar la toga y había hojeado las Pandectas de Justiniano54. Tras esto, se dirigió a Montenor diciéndole que debía seguir lo que se había ordenado sin apelar y el gentilhombre, al darse cuenta de que todas esas burlas escondían un gran desprecio por Guenièvre vio bien que Anselme había comprometido su corazón en otro lado. Le preguntó quién era su nueva enamorada: le respondió con franqueza que era Angélique, hija de un recaudador de impuestos que había muerto hacía poco. Montenor, que la conocía y sabía que era muy hermosa y rica, no quiso distraerle de su conquista y le dijo:

—Sabed que, aunque Guenièvre lloraba vuestra pérdida, la ha reparado con la toma de un enamorado igualmente fiel, con el que tendrá que casarse ahora que ya no debe esperaros. He de regresar rápidamente a París para prepararla a ello, pues estoy seguro de que cuenta todas las horas que han pasado desde que partí y las que puedo tardar en volver, tal es su prisa por saber lo tratado con vos.

A eso le respondió Anselme que le agradaría mucho que Guenièvre encontrase una buena fortuna y que lo que había dicho contra ella no era en buena parte más que para justificar la falta que se le imputaba por haberla dejado. Tras estas palabras llevó a Montenor aparte y le contó quién era el juez de traje corto que les había puesto de acuerdo. Se dio incluso el placer de conversar con él un tiempo, pues no quiso dejarlo ir sin que hubiesen almorzado juntos. Hecho esto, Montenor se volvió a París, donde habló con Guenièvre, y esta decidió aceptar de inmediato al marido con el que la querían casar.

Lysis pasó ese día con Anselme, y muy a su pesar, pues tenía verdaderas ansias por que lo llevase a casa de Angélique, donde vivía Caritea, pero al otro no se le antojaba ir y lo único que el pastor pudo sacar de él fue que irían solo al atardecer a pasar por delante de su puerta. Anselme quiso hacerlo pensando que les serviría de paseo, pero cuando estaban en la calle Lysis empezó a decir:

—¡Ay, Dios, cuán propicia es esta hora para ir a acariciar los oídos de una enamorada con el sonido de un laúd que grita misericordia para quien lo toca!

—Pastor, ¿sabéis tocar el laúd? –dijo Anselme.

p. 67—No –respondió Lysis–, en cambio la guitarra la toco de tal suerte que no hay magia tan fuerte como el sonido que saco de ella cuando la acompaño de una canción amorosamente delicada.

—Bien, si cantáis, eso basta –replicó Anselme–, la voz es un instrumento que uno lleva siempre consigo allí donde vaya. Venid a cantar a la ventana de vuestra pastora.

—Esto haría al caso –argumentó Lysis– si tuviera una canción ya presta para la ocasión, pero no se me ocurrió hacer una después de comer; además, me dejé en París el diccionario de rimas francesas y mi compendio de epítetos. Y ahora que lo pienso, quien ha puesto hace poco de moda en Francia los versos libres, en boga entre los italianos, tenía mucha razón, pues nada resulta más fácil y, cuando se tiene prisa, se despachan muy pronto: se hacen de orden mayor o menor, de rima masculina o femenina, ora con pareados, ora con rimas cruzadas, tal y como viene a la boca, sin pensar en hacer estancias* ni odas. No me atrevería, sin embargo, a meterme con ello hasta que no aparezcan otros que me despejen el camino, pues he oído decir que hay en estos momentos en París algunos, que se hacen llamar las lumbreras del siglo, que me silbarían como si les trajese alguna novedad que estuviese fuera de lugar. Me colocarían de inmediato entre los que han querido hacer versos medidos a la moda latina; hay que temerlos porque las cosas están bien o mal según les place y todo depende de su aprobación o de su censura55.

Anselme dio por buenas todas esas consideraciones, pero objetó que, aunque no hubiera hecho versos a propósito para cantarlos a la ventana de Caritea, no debía dejar de ir, teniendo en cuenta que muchos hombres honrados daban serenatas todos los días con canciones corrientes y que eso no importaba con tal de que estuviesen bien cantadas. Lysis tenía tantas ganas de ir a despertar a su enamorada con la dulzura de su voz que lo creyó sin dificultad y, después de pensárselo un poco, dijo alegremente a Anselme:

—He encontrado lo que necesito, ¿no habéis oído hablar de una canción que comienza así: «Caritea, cuya mirada hermosa, reina de corazones, castigar sabe el orgullo de quien resistirse osa»? Es lo que tengo que cantar: creo que está hecha adrede para mí, como si el poeta hubiera presagiado que una Caritea me sometería a sus leyes56.

No bien había terminado de hablar cuando Anselme le advirtió que estaban delante de la casa de Caritea y le aseguró que la idea de la canción era tan buena y repentina que la consideraba de inspiración divina, así que le aconsejaba que no pensase en escoger otra. Le mostró entonces el lugar desde el que podría escucharlo su enamorada y Lysis, tras toser varias veces para echar todas las flemas que habrían obstruido el paso de la voz, empezó a cantar tan melodiosamente que su música era casi igual de agradable que el ruido de una rueda de carro mal engrasada. A Anselme no se le ocurrió sino coger sus pantuflas entre las manos y hacer chasquear las suelas una contra otra, como si fueran castañuelas, para acompañar a Lysis, pero al pastor no le pareció bien y le pidió que le dejara cantar a él solo la segunda y la tercera estrofa, que después podría hacer lo que quisiera. No había hecho más que recomenzar cuando un campesino, a quien esta música endiablada le destrozaba los oídos, se asomó a la ventana y lanzó tres o cuatro piedras hacia el músico.

—Como veis –dijo Anselme a Lysis–, vuestra música es tan poderosa como la de Orfeo, que atraía a las piedras57.

—Eso no quiere decir nada –replicó el pastor–, retirémonos: no se está bien aquí. Estas piedras no son tan respetuosas como las que seguían a Orfeo, que solo se le acercaban a veinte pasos por miedo a aplastarle y se balanceaban en el aire. Al final podríamos acabar notando su peso.

p. 68Nada más decir esto se retiraron pues, aunque Anselme habría podido detener al campesino, no quiso hacerlo por temor a que alguien supiera quién estaba allí. Lysis, volviéndose hacia él, le habló largamente sobre la descortesía y el talante salvaje de los habitantes del lugar que no permitían a los enamorados dar serenatas, y le habló también de su voz, diciéndole que no le había parecido muy buena y que, de no haber estado acatarrado, habría cantado mejor. En cuanto llegaron a la casa se acostaron y los dos durmieron bastante bien hasta el día siguiente, que Lysis quiso pasar en soledad dentro de su habitación para escribir una carta a Caritea. Anselme, por su parte, fue a visitar a Leonor, la madre de Angélique, donde se alojaba la sin par enamorada de nuestro pastor. Le contó los rasgos singulares que presentaba su huésped y de qué graciosa locura estaba poseído, y esto le dio a aquella tantas ganas de verlo que se comprometió a traerlo lo antes posible. No dejó él de contarle que el otro estaba locamente prendado de la belleza de su doncella y que los discursos que hacía sobre su amor valían más que las mejores comedias del mundo.

Una vez estuvo Anselme de regreso, preguntó al pastor si había terminado la carta. Este le respondió que solo le quedaban por escribir tres palabras y no quiso cenar hasta haberla acabado, pasado a limpio en papel dorado y lacrado con cera de España y seda roja. Durante la cena, Anselme le dijo que había estado en casa de Caritea y le hizo creer que le había hablado de él y que le daba las gracias por la ayuda que le había prestado contra el sátiro. Lysis se mostró muy orgulloso de ello y le pidió a su querido anfitrión que si no le importaba entregarle la carta a su enamorada. Anselme le dijo que lo haría muy gustosamente, pero que deseaba grandemente que le mostrara lo que contenía tan preciosa misiva.

—Lo he olvidado –dijo Lysis– y si se hubiera quemado o perdido no podría poner una palabra parecida.

—Mostradme el borrador, ya que no queréis quitarle el sello –dijo Anselme.

—Lo he rasgado en mil pedazos –respondió Lysis– y para no ocultaros nada os diré que, aunque lo tuviera, no lo veríais, pues no es justo que veáis el retrato verdadero de mi afecto antes de aquella que lo ha causado.

—Estáis en una situación delicada –replicó Anselme–, vaya capricho que os ha entrado: os trataré de la misma manera y os juro que ya podéis buscar a otro que lleve vuestra carta, no seré yo. Es muy posible que si no la queréis enseñar es porque hay algo que me perjudica. He leído la historia de varios hombres que llevaron su muerte en una carta y los enviaron al suplicio tan pronto como fue puesta entre las manos de aquel al que se dirigía.

—No es eso, a fe de pastor –contestó Lysis– y os diré que poco me importa que llevéis mi carta: no querría ni siquiera que el dios Amor fuera mi mensajero, aun siendo ciego y no pudiendo leer mi mensaje. Sabed que, si le diera ese paquete, lo llevaría con total seguridad a pesar de no llevar bolsillo ni zurrón, pues lo escondería entre las ondas de su cabellera y, sin embargo, no quiero confiar en él. Poned el caso de que desconozca el camino a la habitación de Caritea: al no ver ni gota le haría falta un mozalbete por guía, como hacen los tocadores de zanfona* y, si este por mala fortuna tomara a Angélique por Caritea, otra distinta de mi enamorada se vanagloriaría de mis escritos.

p. 69—Ofendéis a Cupido al creer eso –dijo Anselme–, pues, aunque no tiene ojos, conoce de inmediato a aquellos con los que trata. Como tiene mejor olfato que ningún perro de Francia, husmeará tan bien que sabrá dónde se halla vuestra enamorada. Tiene el oído tan fino como un gato que acecha a un ratón, de manera que la reconocerá por la palabra y aún más por el sentido del tacto, tan certero que no la confundirá con otra. Aun cuando no fuera así, ¿tendría tan poco seso como para no encontrar un lugar donde mora habitualmente, al no haber refugio más hermoso que los ojos de Caritea? Y aun cuando no la buscara, ¿no iría siempre hacia ella por costumbre?

—Acepto vuestras razones –dijo Lysis–, pero, por miedo a que ese diosecillo, que es muy pendenciero, se enfade conmigo, no le pediré que lleve mi carta. Me respondería que estoy muy mal informado al tomarlo por mi lacayo. No es como vos, que os ofrecéis a hacerme este favor, pues nosotros, como hombres, podemos devolverlo: es un servicio de amigo y no de criado. Dicho todo lo cual, he encontrado una invención para prescindir de vos y de él, pero no se hable más: no ha llegado todavía el momento de ejecutarla.

Así pues, Anselme no pudo ver la carta del pastor y, transcurridas dos horas, que se pasaron en discutir sobre esto y aquello, Lysis le pidió permiso para salir y le rogó que le prestara a uno de sus lacayos para acompañarle. Anselme accedió, aunque fingiendo estar enfadado con él, y el pastor, llevándose aparte al criado, le prometió una fuerte recompensa si le quería ayudar en sus asuntos. Este se mostró presto a obedecerlo en todo y, siguiendo sus órdenes, cogió una escalera del granero para el heno y se fue tras él. Anselme, al verlos salir de esta guisa, les preguntó si querían escalar a los cielos o tomar la luna al asalto, pero Lysis le dijo solo que se retirase y se callase, y que tendría muy pronto noticias de su empresa. Aquel le dejó partir sin mediar más palabras y permaneció algún tiempo esperando su regreso pero, viendo que tardaba mucho en volver y que era muy tarde, se fue a acostar.

Lysis, por su parte, habiendo llegado a la casa de Caritea, miró para comprobar si había una vela encendida donde Anselme le había dicho que ella dormía. Vio que aún había luz, pero de inmediato se apagó, así que dedujo que todos estaban acostados allí dentro y que la hora era propicia para su plan. Hizo posar la escalera contra el muro y, tras ordenar a Gringalet, el lacayo de Anselme, que la sujetara abajo, subió de escalón en escalón con la carta en la mano con la idea de depositarla en la ventana de su amada; pero, estando arriba del todo, solo pudo llegar hasta debajo del alféizar, de manera que empezó a ponerse de puntillas y a estirar tanto el brazo que casi se le salían las articulaciones, como si hubiese estado bajo tortura. Mientras estaba así un gato empezó a arañar la contraventana, lo que le dio tanto miedo que se retiró presto y creyó que acabaría en el suelo. Después de esperar un poco para ver qué sucedía, pensó que más valía dar la carta al lacayo para que la pusiera en la ventana. Descendió, pues, y le habló, pero, tras medirse juntos, resultó que medía dos dedos menos que él y, lo que es peor, le vio unos brazos demasiado cortos que lo hacían inapropiado para tal empresa. No le queda más remedio que volver a subir por sus propios medios y, armándose de valor, llega tan alto como antes. Al oír el mismo ruido que la otra vez piensa que alguien quiere sorprenderlo, de modo que desciende tres escalones; luego, como no oye nada, vuelve a subir, pero el ruido se repite y vuelta a bajar. Tan pronto estiraba el brazo con todas sus fuerzas como lo retiraba. Reiteradamente se alzaba del todo e inmediatamente se encogía: creo que se parecía a esa patas de capón, cuyas garras alargan y acortan los niños a voluntad tirando de los nervios por abajo. ¡Cuántos luises* no habrían pagado los curiosos por ver posturas tan agradables! Pero estas no tuvieron más testigo que las estrellas y un mísero lacayo que no sabía reconocer su suerte.

p. 70Habiéndose, pues, retirado y acercado Lysis varias veces a la ventana, acabó finalmente por poner la carta encima y, tras descender rápidamente, ordenó a Gringalet que recogiera la escalera y se viniera con él a casa de Anselme. No le dijo nada más: solo podía prestar atención a las distintas imaginaciones que le asaltaban sobre la sorpresa que se llevaría su amada al encontrar a la mañana siguiente la carta en la ventana. Se decía a sí mismo que creería que un pájaro la habría llevado en el pico o más bien Amor, que vuela tan bien como los pájaros. Entre tales pensamientos llegó a la casa de Anselme y, al saber que estaba acostado, quiso aprovechar el tiempo. Compró al jardinero siete u ocho ramos un poco ajados donde había claveles, alhelíes, pensamientos y algunas otras flores, y los ató juntos con un cordel largo; luego volvió a salir con el lacayo y le hizo coger de nuevo la escalera; esta le importunaba tanto que le habría dicho que la llevara él mismo, si no hubiera temido desobedecer a su amo, el cual le había encargado hacer todo lo que Lysis le dijera. El pastor, queriéndose familiarizar con él para que le ayudara más libremente, le preguntó:

—¿No conoces los sonetos de Ronsard58?

—No –respondió el lacayo–, pero he oído sonar los cascabeles* en las perneras de los pantalones y en el collar de los perritos.

—No es eso –replicó Lysis–, te hablo de un libro de versos, pero bien veo que no lo has leído puesto que hablas de ello con tanta ignorancia. Aprende, pues, que el poeta dice aquí y allá que adorna la puerta de su dama con festones y guirlandas de flores. Quiero imitarlo porque entendía el arte de amar tan bien como cualquier pastor viviente.

—¿Y de qué servirá eso? –objetó Gringalet–. ¿No sería mejor dejar estos ramos para mañana? Se los llevaría a vuestra amada en nuestra jofaina de plata con la servilleta al hombro, como hacen aquí los criados en las fiestas, y con suerte echaría ella alguna moneda de plata* para vino entre camaradas.

—Lo que dices está bastante bien –contestó Lysis–, si no fuera porque no aceptaría que mi amada se metiera en gastos y luego me parece que eres muy descarado al creer que iría a beber contigo con los dineros que ella te hubiera dado. Ahora imagínate algo muy distinto y créeme que no hay nada parecido a lo que quiero hacer, pues mañana por la mañana, si quiere ramos de flores, no habrá que llevárselos. Solo tendrá que desatarlos de su puerta y, además, enviárselos es algo demasiado vulgar: hay que recuperar la moda de los poetas antiguos, que ataban flores en los pórticos de los palacios de sus damas para hacerles recordar que su belleza se asemejaba a la de las rosas y que, al ver cuán poco duraban, debían sacar provecho cuando tenían tiempo59. Piensa, además, que, cuando es fiesta en un templo, se rodea la puerta de festones de flores y que se hace lo mismo en las puertas de las ciudades por donde ha de entrar un príncipe. Pues bien, no hay nadie en la tierra a quien se deba honrar más que a Caritea y todo es fiesta y solemnidad allí donde mora, visto que van sin cesar a adorarla con toda suerte de ceremonias y sacrificios.

—Si es fiesta en su parroquia –dijo el lacayo–, ¿cómo es que no ponéis en marcha el carillón del campanario?

—Tus palabras son insolentes e insoportables –replicó Lysis–, pero no osaría castigarte porque hay tanta ignorancia como maldad en tu acción. Me sorprende que con tan buen amo como tienes no seas experto en el deleitoso oficio de Apolo. ¿Por qué no aprendes qué son las Musas60?

p. 71—No sabré lo que es musa –respondió el lacayo–, pero al menos sí sé lo que son musaraña, muselina y muserola*. ¿Es de eso de lo que queréis hablar?

—¡Ay, infame! –exclamó Lysis–. ¿Es que los dioses solo te han dado la lengua para blasfemar? De ahora en adelante te callarás, pues tu silencio valdrá más que tus mejores palabras.

Después de esto, nada más dijo Lysis a Gringalet por miedo a hacerle hablar y el lacayo, sorprendido por las reprimendas, no se atrevía tampoco a abrir la boca, aunque creyese que no había dicho ninguna impertinencia. Cuando estuvieron delante de la puerta de Caritea, plantaron la escalera al lado y el pastor ató un cabo del cordel a un clavo que había visto allí, pero se encontró con un gran inconveniente luego y es que no sabía dónde atar el otro. No tenía ni clavo ni martillo y, sin embargo, su plan le gustaba tanto que lo quería ejecutar sin importarle lo que pudiese suceder. Finalmente, se percató de que estaría bien atar el cordón a la verja de un ventanuco que había del otro lado, lo que hizo prontamente tras cambiar la escalera. Aunque los festones hubiesen quedado totalmente atravesados y pareciese que se habían colocado como con rencor, siguió creyendo que estaban puestos con mucho garbo y que eran una gran decoración para la casa de Caritea. Una vez terminada tan rara obra, se puso ante la puerta y, echando una rodilla a tierra, besó la aldaba repetidamente, declarándola más que afortunada al ser tocada a menudo por las manos de su amada cuando llamaba a la puerta; no se le ocurrió, en cambio, besar la cerradura; al contrario, le lanzó injurias habida cuenta de que encerraba un tesoro por el que suspiraba y le impedía gozar de él; mas, cambiando de fantasía, le pidió perdón por haberla ofendido y le aseguró que le estaba agradecido al impedir que sus rivales fuesen a violar a Caritea. Mientras estaba en esta operación, a la ayudante de cocina de Leonor, que tenía la habitación encima de la puerta, le entraron ganas de orinar y, al no disponer de bacinilla, se sirvió de un frasco de gollete ancho que había en la ventana; después de llenarlo del todo, lo vació en la calle sacando solo el brazo sin mirar si había alguien debajo, pues estaba medio dormida.

Al sentir Lysis que lo regaban de tal suerte levantó la cabeza bien arriba y percibió la mano y el frasco en la medida en que la hora se lo permitía. Creyó que era su amada quien, habiéndolo descubierto, le lanzaba agua de ángel* para favorecerle, así que para darle las gracias le dijo:

—¡Ay, hermosa mía, qué dulce presagio! ¿Pues no me echáis agua para señalarme que deseáis apagar mi fuego? ¿Que, sol mío, queréis rebajar vuestra cualidad y convertiros en aurora al mojarme con vuestro rocío?

No profería estas palabras nada alto, por miedo a que los vecinos lo oyeran, de modo que la sirvienta ni lo oyó y, como no había vaciado del todo la vejiga, orinó algunas gotas más en el frasco y lo vertió en su nariz mientras miraba hacia arriba, lo que le hizo sacudir la cabeza como un perro de aguas cuando sale del río, mas no por ello dejó de decir:

—¡Ay, Caritea, bien veo que tus favores no vienen nunca solos!

p. 72La sirvienta, sin embargo, no le prestó atención y cerró la ventana para volver a acostarse, de manera que, privado de la dicha de conversar con su amada como esperaba, no sabía qué hacer y, al aconsejarle Gringalet que se fuera, le dijo que no haría tal cosa, que tenía una inquietud muy grande de la que quería librarse antes: saber si la ventana desde la que le habían echado agua y aquella en la que había puesto la carta eran de la misma habitación y si ese papel estaba en un lugar en el que pudiese ser visto por su amada. Gringalet dijo que no le cabía ninguna duda, pero Lysis objetó que no estaba satisfecho del todo y que tenía que subir a la ventana que estaba encima de la puerta para intentar ver a Caritea en su habitación y hablar con ella, y que para mostrarse como verdadero enamorado era preciso mostrarse inoportuno hasta ese punto.

El lacayo, que no sabía quién era Caritea, pues no la reconocía por otro nombre que el de Catherine, no lo distrajo de su plan y colocó la escalera donde el otro quiso. Lysis subió y, tras alegrarse sobremanera al comprobar que la ventana estaba bastante más baja que la otra, decidió besar el alféizar antes de nada por la buena razón de que su amada se había apoyado en él alguna vez. En ese momento Gringalet, al oír que se aproxima gente a lo lejos, deja la escalera que sujetaba por abajo y huye temiendo que le sorprendan en una acción que no podía sino parecer sospechosa. En cuanto a Lysis, su arrebato amoroso le impidió percatarse de ello y, al precipitarse a besar las piedras que Caritea había tocado, metió la cabeza en una escudilla llena de sangre que un barbero había dejado allí tras haber realizado esa mañana una sangría a la ayudante de cocina. Además de mancharse la nariz con ella, se la echó toda por encima y esto le sobresaltó de tal suerte que, al removerse con brusquedad, hizo desplazarse la escalera que nadie sujetaba ya y se fue al suelo con ella. Se levantó como buenamente pudo pero, mientras llamaba a Gringalet en voz baja, hete aquí que pasan cuatro hombres, los cuales, al oír el ruido de la caída, preguntan qué ocurre y, como ven la escalera y él se niega a responder, lo toman por un ladrón que va trepando a las casas. En lo que hace a la escudilla que había acabado por tierra, no la vieron, ni tampoco los ramilletes que había atado, pues solo pensaron en sujetarlo fuerte y llevarlo a una vivienda que no estaba lejos para ponerlo a buen recaudo y comprobar quién era.

Lysis se deja arrastrar apaciblemente, sabedor de que toda resistencia es vana y no cree sino que son piratas que lo quieren raptar, como lo han sido varios amantes de los que habla la historia61.

—No penséis que habéis raptado a Lysis –les dijo por toda defensa–, solo tenéis la mitad del mismo. Os haría falta Caritea para tenerlo entero y estando él solo no os servirá de nada.

Los que lo llevaban eran comerciantes de París que venían de la taberna y no entendían nada; únicamente le respondieron que más le valía que les dijera por qué motivo iba plantando escaleras contra los muros de las casas. Lysis, por su parte, tampoco prestaba atención a lo que le decían y, volviendo a su extravagancia, seguía imaginándose que lo estaban secuestrando por su apostura, para llevárselo a alguna princesa bárbara que se habría enamorado de él. Cuando iba a hablar llegaron a la casa del jefe de la compañia, que había traído a los otros desde París para divertirse con él. Nada más llamar vino a abrirles una sirvienta que traía una lámpara y, con la claridad, vieron que el hombre que traían tenía la cara y el traje totalmente ensangrentados, lo que les hizo exclamar al unísono:

—¡Ay, el malvado! ¡Ay, el asesino! No solo se contenta con robar los bienes, sino que roba además la vida. ¿Pero, dónde está su espada? ¿La ha tirado por el respiradero de una bodega o la ha dejado en la herida de aquel al que ha dado muerte? Dinos ¿es en la calle donde has cometido el homicidio o en alguna casa de la que salías?

p. 73Asaltado por todas sus preguntas, Lysis empezó a darse cuenta de lo que le querían decir y, habiéndose mirado de arriba abajo, se asombró al ver su traje tan echado a perder.

—Si veis sangre en mí –les respondió– es la mía propia, debo de haberme herido al caer en el sitio en el que acabáis de encontrarme. ¡Ay de mí! No soy yo quien comete homicidios; al contrario, se cometen todos los días contra mi persona y el amor me ha robado más de mil veces la vida. Y si os sorprende haberme encontrado con una escalera, sabed que la llevaba para rendir mis servicios a una beldad tan maravillosa que, si el cielo tuviera una semejante, vendrían gigantes que volverían a poner a Osa sobre Pelión para escalarlo62.

Tan extravagante discurso dio a conocer a los burgueses que este hombre no estaba bien de la cabeza y, encontrando en él más simpleza que malicia, decidieron tomarlo como pasatiempo y quisieron saber cuánto les daría si le devolvían la libertad. Les dijo que no tenía dinero y, aunque lo hubiera tenido, no se lo habría dado, puesto que no era un prisionero de guerra obligado a pagar rescate. En esas estaban cuando uno del grupo, reparando en su singular traje, recordó haber oído decir que Anselme había acogido a alguien así y, después de contárselo a los otros, coincidieron todos en que el prisionero era el huésped de tan cortés caballero, muy amigo suyo, además; no obstante, como era muy tarde para llevarlo de vuelta, optaron por retenerlo por esa noche. Le dieron una cama aparte en la que se acostó más por soñar despierto que para dormir, pero los demás, cansados de tantos excesos, no hicieron lo mismo.

Por la mañana Lysis, una vez se hubo levantado, se paseó por la habitación y la dueña de la casa, que no lo había visto porque estaba ya acostada cuando llegó por la noche, fue a visitarlo con el encargo de confirmarle que no iban a dejarlo libre.

—Hermosa carcelera de mi prisión –le dijo él a modo de saludo–, a vos pido la libertad: estás obligada a dármela siguiendo la regla de toda buena historia. ¿Dónde se ha visto algún héroe de novela prisionero que no recupere la libertad gracias a una dama que lo visita en cautividad? El Pánfilo de Lope de Vega es liberado por Flérida, Cliante en la Polixène de Molière lo es por Élismène, y Arsacia libra a Teágenes en Heliodoro. Imitad a estas damas para no romper esa regla y, si no podéis hacerlo por amor, hacedlo por compasión63.

La burguesa, que era de escaso entendimiento, comprendió tan poco las palabras de Lysis que creyó que le proponía algo deshonroso, de suerte que huyó furiosa y se fue a convencer a su marido de que no alojase a una persona tan insensata. Para contentarla, este se fue a ver a Anselme en el instante mismo en que este quería pegar a Gringalet por haber abandonado al pastor.

p. 74Anselme, tras conocer la noticia, se fue a buscarlo y lo trajo a su casa con mucha alegría. Una vez en ella, Lysis contó todas sus aventuras y no quería que le quitasen las manchas del traje porque, al no estar herido, no pensaba ya que fuese su sangre. Recordaba un poco la escudilla que había volcado y creía que era Caritea a la que habían hecho la sangría, de tal modo que se figuraba que solo habría honor en llevar encima sus marcas. Su anfitrión, sin embargo, después de objetarle que no era necesario que su afecto fuera de dominio público, lo desvistió y, mientras una sirvienta cogía el traje para enjabonarlo, lo metió sin más en la cama; le dijo también que no había vergüenza alguna en ello, aunque fuese de día, pues bien se podía afirmar que estaba enfermo, que la salud no casaba con el amor. Apenas lo hubo dejado, entró en la casa un lacayo de Leonor para decirle que su ama le rogaba que fuese a verla enseguida. Esta dama, que se cuidaba mucho las formas, no acostumbraba a tratarlo con tanta familiaridad, de modo que le extrañó el mensaje pero no dejó de alegrarse mucho debido al afecto que sentía por Angélique. Salió de inmediato para allá sin despedirse de Lysis y, al llegar a casa de Leonor, esta le dijo que había encontrado en su ventana una carta que quería enseñarle, convencida de que era del pastor que él tenía en su casa, y que habían encontrado también por la mañana varios ramos de flores alrededor de la puerta, además de una escalera en la calle que debía de haber empleado el bueno del enamorado para su plan. Anselme le dijo que había acertado y le hizo el relato de toda la aventura de Lysis, al que no le quedaba sino colgarse ante la puerta de su amada como hizo Ifis a la de Anaxáreta, no sin haber atado también algunos sombreros de flores siguiendo la antigua moda64. Leonor había leído ya la carta del pastor y la mostró a Anselme, que encontró allí estas palabras:

A la más amable y mejor amada pastora de las orillas del Sena

Amor, tras tomar vuestros encantos por armas, había desde tiempo atrás asediado mi libertad, que se había retirado al fuerte de mi razón, cuando, sin servirse de escala, voló hasta mis ojos y entró por ahí hasta el alma mía como un ladrón entra en una casa por las ventanas. Los males que me ha hecho sufrir son muy agudos pero, después de apaciguarse, me ha jurado que podríais ponerles remedio y que tal cosa solo podría hacerse escribiéndoos. Sabedor él de que era un escritor muy mal provisto de los útiles del oficio, se arrancó una pluma de una de las alas, la afiló con la punta de su dardo y me dio papel hecho con viejas vendas por un papelero celestial. Cogió luego carbones de mi corazón que está medio abrasado y, una vez aplastados y disueltos en mis lágrimas, me hizo la tinta. Con ella os escribo y, para secar las letras, ha echado ceniza del mismo lugar que los carbones ya casi consumidos. Terminada mi carta, ha cortado un cabo de la cuerda de su arco y me ha dado cera de su antorcha para lacrarla. Considerad pues, hermosa pastora, que, habiéndome asistido tan favorablemente, no pondrá ningún impedimento en darme todas las flechas para heriros y que padezcáis la misma enfermedad que

Aquel que se dice vuestro esclavo,

Lysis

p. 75Anselme disfrutó mucho con esta carta, compuesta a la moda de la mayoría de las que hacen hoy algunos ignorantes, que se excusan por no haber escrito desde hace tiempo o por haberse atrevido a escribir, y emplean toda la carta en decir que os escriben una y no mandan casi nada más. A ello se añadía una consideración graciosa y era que Lysis, por falta de juicio, ponía que Amor había echado ceniza sobre su escrito para secarlo y eso solo podía ser una vez terminado, y además decía que ese mismo dios le había dado cuerda de su arco y cera de su antorcha con las que la habría sellado, pero ¿cómo habría podido escribirlo si ya la había cerrado? Esto hacía reír mucho a Leonor, que no podía dejar de oírla, y le dijo a Anselme que definitivamente quería gozar de la conversación de su gentil pastor tal y como le había prometido. Este le dijo al marcharse que lo llevaría sin falta esa tarde y, de hecho, una vez lavado, frotado y secado el traje de manera que no se veía mancha alguna, se vistió y, después de cenar con gran regocijo, se fue con su querido anfitrión a la casa tan deseada. Solo encontraron en la sala a Leonor, a quien Lysis hizo un cumplido sacado de una de las novelas más célebres del siglo y, si ella le hubiera respondido con lo mismo que ponía en el libro, le preparaba ya la réplica que seguía. Sin embargo, al ver entrar a Angélique y a Caritea perdió un poco la compostura y comenzó a temblar como si tuviera fiebre. Con todo, llevó aparte a Anselme y tuvo la osadía de decirle:

—¿Os dais cuenta de qué forma entran estas dos beldades aquí? Angélique va delante y Caritea detrás. Un zopenco pensaría que es porque una es el ama y la otra, la sirvienta, pero rechacemos esta opinión: es que Angélique sirve de aurora a Caritea, que es un sol, y anuncia siempre su llegada.

Anselme le habría objetado algo para preservar la gloria de Angélique si Leonor no lo hubiera llamado en ese momento para saber lo que le decía el pastor. Temiendo que se ofendiese por el desprecio que había hecho a su hija, le hizo creer que le estaba diciendo que el tiempo, que todo lo arrebata, añadía siempre nuevas gracias a su amada. Leonor le preguntó al oído si le parecía bien que le dijera a Lysis no entender que viniese por la noche a escalar los muros y que eso era escandaloso, pero a él no le pareció oportuno porque no hacía falta tratar tan rigurosamente la primera vez a alguien tan extravagante si uno quería deleitarse con él. Llegaron entonces cuatro damiselas vecinas y dos jóvenes animando a bailar con canciones. De inmediato Lysis, temiendo que otro distinto de él cogiese a Caritea, fue a pedirle la mano con una reverencia triple pero, nada más entrar en la danza, Angélique le dijo que debía cantar, que un pastor como él tenía que conocer muchas canciones.

—Aprended el número de estrellas –respondió Lysis–, contad las conchas del mar, las espigas de Beauce65, las manzanas de Normandía, los quesos de Holanda y las uvas de Borgoña, y sabréis el número de mis canciones; pero me haría falta aquí mi repertorio, que me ha cogido mi primo Adrian.

Entonces una de las damiselas, no pudiendo quedarse sin hacer nada, empezó a cantar y, cuando terminó, convencieron a Lysis de que le tocaba a él. Este se puso a entonar «Pastora, la estación ha llegado en que reverdece la hierba» y miraba todo el tiempo a Caritea con el rabillo del ojo para mostrarle que le hablaba a ella. Su manera de bailar resultaba muy agradable, pues, además de dar los pasos fuera de la cadencia, se balanceaba de un lado a otro como si se le hubieran salido las caderas. No obstante, la compañía, conociendo su talante, no dejaba de confesar que estaba muy honrada de tenerlo pero, para no cansarlo más, en adelante solo cantaron las damiselas.

Llegó la hora de retirarse, cesó el baile y, como no había ya luz en el acceso a la casa, vino un lacayo con la vela encendida para acompañar a la gente, pero el viento la apagó a mitad de camino, así que a Lysis, viendo que las damas se extraviaban en un lugar tan oscuro como aquel, se le ocurrió gritar:

p. 76—Paje, aproxímate a Caritea y toca su corazón de roca con un hierro y saldrá fuego como del pedernal de un fusil.

—Tenéis razón, Lysis –replicó Anselme–, pero para hacer salir chispas de su corazón tendrían que tocarlo los férreos dardos de vuestros ojos y que la mecha de vuestro amor y la cerilla de vuestro deseo estuviesen listas para encender nuestra vela.

—¿Tanto hay que hacer? –respondió Lysis–, he aquí otro invento más rápido: paje, ve presto a encender la vela en los ojos de Caritea: siempre echan llamas, pero cuida que el sebo no se derrita por entero.

Mientras decía estas palabras llegó Caritea con la vela que acababa de encender en la cocina.

—¡Ay, alabado sea el amor –prosiguió–: ved el poder del fuego de la más rara belleza del universo!

Y, aunque todos se pusieron a reír de su extravagante imaginación, nunca quiso creer sino que la vela se había encendido en los ojos de Caritea y, cuando Anselme quiso contradecirle ya en la casa, aquel alegó que había una razón muy pertinente que se encontraba en todos los poetas y era que Cupido encendía siempre su antorcha en los ojos de su madre y los de otras bellas, y que no solo las beldades del presente echaban llamas.

—Para no ocultaros nada –le dijo Anselme– os aseguro que nunca vi fuego en la cara de Caritea salvo cuando tuvo en la mejilla cierta infección que llaman el fuego griego y, para sacaros del error, ¿no habéis pensado que al apagarse la vela no nos habríamos quedado sin claridad, como nos quedamos, si esta bella lo tuviera en los ojos, visto que se encontraba en el mismo lugar en que permanecíamos a oscuras?

—No sois buen filósofo –replicó Lysis–, sabed que el fuego no está en los ojos de Caritea, es como el fuego elemental, que no podemos ver aunque estemos seguros de que se halla entre el aire y el cielo de la luna66. Y si este hermoso fuego de mi amada nos es invisible es porque es tan puro y tan sutil que nuestros ojos no lo pueden percibir, y si se ve la llama de lleno, cuando se ha encendido una vela o un leño, es por la mezcla de vapores de la materia que le da color.

Aunque Lysis tratase así de parecer que era muy buen físico, no por ello dejó Anselme de discutírselo al día siguiente para desahogarse, pero el pastor tuvo la prudencia de callarse para que no se enfadara con él y lo volviera a llevar tranquilamente al lugar en el que su corazón estaba apresado. Poco después de almorzar, paseando juntos detrás del huerto de Leonor, encontraron la puerta trasera abierta. Anselme entró y, después de pasar muy adelante, volvió para decirle a Lysis que había visto a Caritea durmiendo bajo una enramada del jardín. Sucedía que su amada, al hacer alguna visita, se tomó un tiempo para pasear y, queriendo descansar allí, se había quedado dormida sin darse cuenta. Lysis no quiso desaprovechar la ocasión e hizo señas a Anselme de que se quedase en la puerta mientras iba a verla, pero se cuidó antes de seguirlo para comprobar que lo haría. El pastor tenía tanto miedo de hacer ruido que caminaba tan suavemente como si lo hiciera sobre espinas y, cuando llegó a la enramada que le había mostrado Anselme, distinguió a Caritea recostada en un banco de jardín tapizado de hierba.

p. 77Tenía la cara vuelta hacia el cielo y la boca abierta de tal manera que, al darle el sol de pleno, se habría podido saber la hora solo con mirar sus dientes anchos y bien alineados en los que daba la sombra de la nariz, tan fina que parecía estar allí plantada como la aguja de un reloj. Fascinado con esta visión, el pastor tenía celos de todo. Le irritaba que su propio cuerpo le hiciera sombra y habría querido estar allí sin ella. En los rayos del sol que pasaban por entre los árboles veía átomos haciendo piruetas: se enfadaba con ellos e intentaba alejarlos con su sombrero, creyendo que pugnaban por ver quién sería el primero en besar a Caritea. Pensando también que el follaje no era lo bastante tupido para proteger a su amada de las miradas del sol, se puso delante de ella para impedir que la siguiera viendo. Lo que más le molestaba era oír todo el tiempo el más leve ruido por miedo a que eso la despertara y, al marcharse, le quitara la posibilidad de seguir observándola a sus anchas.

—¡Qué viento tan inoportuno –se decía por lo bajo–, no se contenta con soplarle en la nariz sino que murmura entre las hojas! Tengo para mí que las ruedas del carro del sol se oyen desde aquí y pienso incluso que los árboles hacen ruido al crecer y los frutos al madurar, pero odio sobre todo estas moscas que vienen a zumbar alrededor: pretenden chupar las rosas de sus mejillas, como las de Leucipa y de Eudoxia, y acabarán picándola67. Si puedo coger una, pagará por las otras: la sacrificaré a mi deidad y la inmolaré ante ella.

Tras expresarse así, adoptó más posturas diferentes para atrapar las moscas de las que puso nunca el emperador Domiciano68. Se alzaba, se agachaba, saltaba en el aire, abría la mano derecha y la cerraba de golpe sin coger nada más que el viento; además, hacía tales muecas que no hay mascarada de ballet que las tenga tan divertidas. Al comprobar que no podía atrapar ninguna, se contentó con alejarlas con el sombrero y se puso junto a Caritea para impedir que se le aproximaran. Hubo, sin embargo, una tan atrevida que, cuando se giró un poco, se plantó en la nariz de la bella y allí se mantuvo con gran solemnidad.

—Verdaderamente –dijo Lysis–, te comportas como una regenta y profanas este hermoso trono, pero ese placer te costará caro.

Diciendo esto en voz baja, acerca la mano muy suavemente y la descarga con todas sus fuerzas en la nariz de Caritea, que se despierta sobresaltada y, convencida de que la ha golpeado adrede, le dice:

—¡Qué bromista tan brusco sois! ¿No podíais haberme despertado con más delicadeza?

Mientras esto decía, Anselme, que lo había visto todo escondido detrás de unos árboles, se acercó para calmarla haciéndole ver que Lysis había querido complacerla, cogiendo una mosca que iba a picarle en la nariz, y este confirmó que era la verdad y que la mayor desgracia era no haber podido atrapar a ese pérfido animal para castigarlo por el daño que acababa de causar. Anselme preguntó luego a Caritea si había alguien en la vivienda. Ella le respondió que todos habían salido pero que Angélique y Leonor volverían muy pronto, de modo que él decidió que debían entrar en la casa para esperarlas. Una vez allí, Caritea volvió a la costura con la idea de recuperar el tiempo perdido. Lysis, al verla mojar el hilo con los labios para hacerlo pasar por el ojo de la aguja, fue a arrebatárselo de las manos y lo chupó un buen rato afirmando querer enfriar sus calores con tan adorable humedad, que bien valía el rocío de la aurora y, al quitárselo Caritea asombrada de su estupidez, este le dijo:

p. 78—¡Eh, hermosa mía! ¿Cómo no he de besar lo que ha tocado vuestra boca, si durante toda la noche no he hecho otra cosa que besar mi mano porque había tocado la de vos cuando bailamos, y anteayer hice bastante más?

Se quedó ahí, pues iba a decir algo tan particular que mejor era callarse. Quería hablar de la puerta que había besado y, a resultas de esto, habría tenido que mencionar algo de la carta, pero no tenía intención de decirle nada de ello a Caritea delante de Anselme. Estaba, sin embargo, pesaroso al ver que ella no daba señales de haberla visto ni de que conociera de verdad su afecto, pero se puso a imaginar que era porque quería dar muestras de modestia, lo que la hacía muy digna de admiración. Retomó, pues, su discurso anterior y, con una ocurrencia muy propia de su humor, vino a decir que no volvería a besar su mano hasta que Caritea no le perdonara antes y de manera más solemne el golpe que le había dado; y, al momento, echó una rodilla a tierra ante su amada a la espera de lo que ordenara. Mas ella, que no estaba acostumbrada a ver hombres vestidos de esta guisa, lo tomaba por un saltimbanqui de la feria de Saint-Germain y no sabía qué responder a palabras tan singulares, pese a lo cual él se tomaba su silencio por consentimiento. Ocurrió entonces que ella se pinchó, cosiendo, un dedo con la aguja y Lysis, al ver salir la sangre, exclamó:

—Así es el néctar que emana de las heridas que reciben los dioses. Parecida sangre salió de la mano de Venus cuando Diomedes la hirió en la guerra de Troya y sangró también igual cuando, queriendo coger unas rosas, se pinchó con las espinas; y, si las rosas que eran blancas no se hubieran metamorfoseado entonces en rojas y tal cosa estuviera por hacer, sería de la sangre de Caritea de la que cabría esperar este milagro: pero, en lugar de eso, nos creará una nueva flor, como sucedió con Áyax y Narciso69.

Diciendo esto, cogió pequeños retales de tela del cesto de Caritea, con los que limpió la sangre que manaba de su mano y luego lo guardó todo en su bolsillo junto con algún otro trapo. Creía que la fortuna le había sonreído tanto por tener eso como por llevarse las manchas que le habían quedado en el traje, pero no se contentó con ello. Habiendo encontrado un ovillo de lana roja que su enamorada usaba a veces para tejer, sacó cinco o seis hebras y se hizo una pulsera. A Caritea no le agradó y le señaló que se equivocaba al malgastar así la lana, a lo que él protestó de esta bonita manera:

—¿Cómo, cruel, rechazáis este mísero favor al que sufre tantos suplicios por amaros? ¿No habéis visto que ponen collares a los perros de los grandes príncipes de los que cuelga su divisa, para que allí donde vayan se sepa de inmediato que son de fulano? ¿Tampoco sabéis que se encontró una vez un ciervo en un bosque con un collar de oro y este llevaba grabadas unas letras, las cuales daban a entender que había pertenecido más de cincuenta millones de años atrás a Alejandro Magno? Por lo mismo, tengo que llevar necesariamente este brazalete con el que se podrá saber en cuanto me vean que soy, no vuestro ciervo de los bosques, porque me comerían los perros como a Acteón, sino vuestro siervo y esclavo de amor70. ¿Es que dudáis de que os pertenezca? Sabed que sois mi diosa y que tenéis la gloria de poder llamaros reina de mi alma, princesa de mi corazón, legataria* de mis deseos, duquesa de mis pensamientos, marquesa de mis voluntades, condesa de mis designios, baronesa de mis acciones y señora* de mis palabras. Ya no os escribiré más cartas que no empiecen con todas esas cualidades.

p. 79Mientras esto decía, el dedo de Caritea seguía sangrando y Anselme, percatándose de ello, le dijo al pastor que erraba y mucho al entretenerse con tantas zalamerías inútiles y no ponerse a remediar la herida de su amada. Este deseó ser tan sabio como Macaón o Esculapio para curarla y salió súbitamente de la sala para buscar telas de araña en algún sitio sin limpiar71. Suplicaba a Palas que le hiciera encontrarlas enseguida por creer que ella tenía poder sobre el insecto, el cual había sido antaño una tapicera metamorfoseada luego por ella72. Pero Leonor y Angélique llegaron en ese momento, así que dejó de buscar y, además, Caritea había contenido ella misma la sangre. Leonor, que se había puesto a conversar con Anselme de tareas domésticas, empezó a hablarle de unos árboles injertados de su jardín que habían dado muchos frutos y quiso enseñárselos. Lysis los siguió por cortesía, aunque le resultase muy fastidioso alejarse de Caritea. Cuando volvió la encontró en el patio sentada en una piedra y, dejando cualquier otra compañía, fue a echar una rodilla a tierra para entretenerla.

Entretanto, Gringalet, que había entrado allí, decidió vengarse de él por haber sido la causa de que su amo le hubiera querido pegar, y porque no le había dado nada de lo que le había prometido por haberle asistido en su empresa amorosa. Era un muchacho que gastaba todo el dinero que ganaba en bromas. Llevaba siempre lentes y cuchillos trucados para engañar a sus compañeros. Tenía entonces uno de los mejores espejos de fuego que se puedan encontrar y, aunque su amo lo vio llegar, no le dijo ni palabra. Hizo, pues, concentrar los rayos del sol en el medio y reflejarlos en el sombrero de Lysis que, al ser de paja, ardió enseguida. Ya se había quemado la mitad sin que se diera cuenta, embargado como estaba de amor, pero finalmente el pelo empezó a chamuscarse y, levantándose muy airado, se llevó las manos al sombrero y frotó durante un buen rato antes de que se le ocurriera quitárselo. Por fin, lo tiró al suelo y, al verlo arder todavía, dijo esto con gran asombro:

—¡Oh, maravilla! Caritea iba a reducir todo mi cuerpo a cenizas si no me hubiera retirado: pero ¿maravilla por qué, si se sabe bien que ella puede inflamarlo todo, y que no debía acercarme tanto como lo he hecho si no quería abrasarme? ¿No te lo había dicho, Anselme, cuando me lo negabas? ¡Ay, incrédulo! Para ti se ha hecho este milagro y, si como castigo no has ardido tú mismo, es porque no eres digno de que te consuman fuegos tan deslumbrantes.

Nunca se habrá oído contar una ocurrencia más divertida. Leonor, Angélique y Anselme no podían reírse de ella, ocupados como estaban en admirarla y, para convencer a Lysis de que creían lo que decía, fueron a coger su sombrero, lo miraron de arriba abajo haciendo todo tipo de gestos y dijeron que se habían quedado verdaderamente pasmados del poder de Caritea.

—¿Cómo, querida? –le dijo Leonor–. ¿Pretendéis quemar a todos los que os quieren? Os lo ruego: id a la cocina y meted la cabeza en un cubo de agua para apagar el fuego de vuestros ojos, que podrían incendiar la casa. Caritea se separó de ellos, aun sin comprender nada de lo que querían decirle, pero, al mirar en su cesta y ver que le faltaban algunas telas, fue a pedírselas a Lysis.

—Me arrancaríais antes los ojos que los favores que tengo de vos –le dijo él–: los guardaré toda la vida.

Ella no dijo nada en ese momento, pero, más tarde, cuando él se marchaba con Anselme, su fue a quejar a Angélique:

—Señora, por favor, detenedlo: me ha sustraído el dobladillo para un cuello, que no salga sin que me lo devuelva.

p. 80—¡Ay, pastor! –le dijo Angélique–. Erráis al robar así a las jóvenes en una casa en la que os han acogido tan bien.

—Querida ninfa –respondió Lysis–, no soy sino ladrón de corazones y de voluntades: la tela que pide Caritea me la ha dado Amor en justicia; si se la devolviera, enrojecería de cólera y no me querría ya contar entre sus favoritos.

Caritea, que no quería contentarse con eso, le tiró de las calzas todo lo que pudo y le obligó a entrar en la cocina con la ayuda de una sirvienta. Esta, la misma que lo había regado con agua de ángel, le dijo que ya podía olvidarse de llevar algo de esa casa y, como le respondiera él que solo había cogido favores que le eran debidos, le contestó que entonces debía darle otros a Caritea en reciprocidad, y que nunca se había visto que un servidor se llevase nada de su enamorada si no le dejaba algo a cambio. Ocurrió que en el jaleo se desató un zapato de Lysis: la sirvienta, que era una oronda guasona, lo sacó completamente del pie y dijo:

—Este es el favor que permanecerá con Caritea de parte de su servidor, que se vaya en buena hora, no le pedimos nada más.

Dejó entonces a Lysis, que se alegró de salir de sus manos con tan poco coste y, tras despedirse de la compañía, volvió con Anselme de una forma muy graciosa. Al llevar un solo zapato, no iba sino a la pata coja por miedo a echar a perder su calza y se sostenía en un bastón que le había prestado Gringalet. Además, el sombrero medio quemado le daba tan buen aspecto que parecía que fuese un pobre tullido que se salvara de una batalla. Otrosí, decía, como los guerreros que han estado en una escaramuza guardan cuidadosamente la coraza y el casco si tienen algún golpe que los ha abollado, para dar fe en el futuro de que han sido de los más adelantados en la pelea, así quería él guardar el sombrero quemado en memoria del peligro que había corrido junto a Caritea, y que tal vez lo colgaría como trofeo en la bóveda del templo del amor. Anselme le contestó en tono serio que aprobaba su plan, pero es de creer que se reía por dentro de tal extravagancia porque bien había visto cómo había quemado su lacayo ese sombrero con el espejo de fuego y lo había consentido. En lo que hace a Gringalet, que iba detrás con su compañero, no podía parar de reírse y de hacer más muecas que el mono de un titiritero.

p. 81Cuando llegaron a la casa de Anselme, este le dio a Lysis un sombrero gris y también zapatos nuevos, y el pastor, repasando en la memoria todo lo que le había sucedido esa tarde, juró que nunca había visto en libro alguno que un amante hubiese tenido tan raras aventuras en tan poco tiempo. Sacó del bolso el trapo con la sangre de Caritea y, habiéndolo besado varias veces, así como el brazalete de lana, dio por bien empleadas sus penas y ni la pérdida de su zapato ni la quema de su sombrero lo enojaban. En lo que se refiere al brazalete, hizo voto de llevarlo eternamente en el brazo y, en cuanto al trapo, lo guardó con las otras joyas que ya tenía de su amada. Durante la cena no habló de otra cosa que del ardor de los rayos que salían de los ojos de Caritea y pasó toda la noche soñando con ello, tanto que al clarear el día las fuertes impresiones que le había causado le hicieron imaginar en sueños que el amor lo había puesto en una hoguera donde ardía desde la planta de los pies hasta lo alto de la cabeza. Al despertarse con esta pena, no se le quitó de la cabeza que estaba en un fuego y, echándose abajo del lecho, salió de la habitación sin otra cosa encima que la camisa y bajó los escalones gritando: «¡Ay, me quemo, ay! ¿Cruel Caritea, por qué vuestras llamas no son más templadas?» y se fue hasta una fuente que estaba en el medio del jardín y se arrojó dentro pensando apagar así su fuego. El estanque tenía cuatro pies de profundidad y había bastante agua para que se ahogara de haber permanecido más tiempo, pero Dios, que ayuda siempre a los inocentes y a los locos, permitió que el jardinero estuviese ya trabajando. Tras oír sus gritos y el ruido que había hecho al zambullirse en la fuente, fue a ver lo que pasaba. Lo encontró chapoteando en el agua y lo sacó después de haberle permitido lavarse y refrescarse a sus anchas. Sin esto no penaríamos para hacer su historia más larga y eso significaría que su vida y sus aventuras habrían acabado.

Una vez fuera del agua volvió un poco en sí y ya no imaginó que sentía calor alguno. A pesar de ello, regresó a la casa temblando y no quiso volver a acostarse creyendo que la cama producía llamas. Anselme se levantó para saber por qué motivo había tanto ruido y, al saber la historia de su propia boca y de la del jardinero, le hizo cambiar de camisa y vestirse con la idea de ir a pasear con él para divertirse. Jamás se sintió más incómodo Anselme: pensó que había aceptado una carga mayor de lo que se había imaginado y que, si algo le sucedía a Lysis, esperarían encontrarlo mejor de lo que estaba, de manera que no sabía si debía devolvérselo a su primo. Al pasear quiso probar si había alguna manera de que su mente descansara.

—Decidme una cosa –le preguntó–, ¿por qué teméis tanto el fuego del amor? ¿Cómo es que no ponéis un buen cubo cerca de la cama cuando os acostáis para apagarlo si se prende con fuerza?

—¡Ay! Amigo mío –replicó Lysis–, mi fuego es un fuego griego: está compuesto de sulfuro natural, de cal viva, de betún y de alcanfor; arde en las aguas y si acaba de apagarse en tu fuente solo ha sido por suerte73.

—Pensad no obstante que las frialdades de la mente de algo servirían –dijo Anselme–, ¿cómo es que no os proveéis de ellas?

—¡Ay de mí! –contestó Lysis con un suspiro–. En mi corazón ya no queda hielo desde hace tiempo: en su lugar solo hay llamas.

—¿Acaso las aguas artificiales no apagan un fuego de artificio? Llorad hasta que el vuestro se haya extinguido.

—Mis lágrimas salen hacia afuera –objetó Lysis– y mi hoguera está dentro, ¿de qué sirven? Parece que valga más no echarlas, pues aplacan los ardores internos de mi amor. Sin embargo, para no mentir, cuando lloro siento un frescor y me alegro de que me lo hayáis recordado.

p. 82—La cosa va bien –dijo Anselme–, derramad, pues, muchas lágrimas cuando estéis ante Caritea, cuyas miradas son tan dañinas que ayer casi lo queman todo y las sentís todavía hoy. Mas, ahora que lo pienso ¿cómo es que tiene tantas llamas, si da muestras de tanta frialdad con el resto de sus pretendientes, al menos, si no con vos?

—El fuego está en sus ojos y el hielo en su corazón –respondió Lysis–, están muy alejados uno de otro, de tal manera que conservan cada uno su poder.

—Lleváis razón –replicó Anselme–, pero ¿no tiene nieve en el cuello, en el pecho y en la cara misma? ¿No debe moderar esto el ardor de las antorchas de sus ojos?

—Hay milagro en ello –contestó Lysis– y, sin embargo, no es nuevo, pues he leído que hay en el mundo ciertas montañas cubiertas de nieve de cuya cumbre salen llamas.

—Admito eso –dijo Anselme–, pero también debéis concederme que la nieve que está alrededor de las llamas de Caritea rebaja extraordinariamente sus golpes, de suerte que solo puede quemaros de cerca, como hizo ayer, y no enviaros su fuego desde su casa hasta aquí. Y si habéis sentido algún ardor ha venido de la imaginación y de que el sutil Morfeo os ha seducido.

—Casi estoy por creerlo –dijo Lysis–, que ese embustero se cambia en fuego y en río según le place.

Con esta convicción Lysis se dejó persuadir por las antítesis y demás figuras de la poesía, como si estuviera en su poder hacer que hubiera fuego, hielo, nieve y otras muchas cosas extrañas en su amada solo por el hecho de decirlas. Era de la opinión de que bastaba con imaginárselas para hacerlas verdaderas. No sé si los poetas tienen un credo tan frívolo, pero albergan por lo menos pensamientos semejantes y levantan sus planes sobre fundamentos parecidos. Buscan infinidad de contradicciones para crear sus figuras y darán un seno de marfil que las flechas no pueden ni arañar a la misma amada a la que le han dado uno de nieve que se puede atravesar fácilmente. Estaríamos mucho tiempo resaltando lo absurdo de sus propósitos: basta con saber que Lysis, por ser uno de sus principales discípulos, se dejaba manejar a su antojo.

Anselme se alegró mucho al ver una mente tan dócil y le dio desde ese momento una gran seguridad, demostrándole que no debía temer que Caritea intentara quemarlo, teniendo en cuenta que no se conocen divinidades tan descuidadas de su honra como para quemar su templo. Fue esta opinión la que devolvió el ánimo a Lysis, si se puede decir así, y como su anfitrión deseara poco después ir a ver a Leonor a solas, no dudó en dejarlo en casa. Estuvo fuera escaso tiempo y, ya de vuelta, fue a decirle que tenía muchas noticias que darle: que Leonor, una mujer que hacía planes en un instante, se volvía a París con su hija Angélique.

—No sabes darle seriedad ni gracia a las cosas –le dijo Lysis–: dado que la tal Angélique es tu amada, cosa que he notado fácilmente, ¿cómo es que hablas de ella sin perífrasis? Di que Leonor, que es reina de mérito, retorna a la reina de las ciudades con su hija, que es la reina de tu alma. Di que esta Angélique de nombre y de efecto apresta sus alas para volar; es decir, que está liando el petate o que pliega sus camisas para irse.

—¿Por qué he de hacer creer que vuela –replicó Anselme– si se va en carruaje y Caritea la acompaña?

p. 83—¿Cómo, se va también la bella entre las bellas? –exclamó Lysis–. ¡Ay de mí! Entonces estoy seguro de que su carruaje no irá nada de prisa porque ha de ir muy cargado. Caritea llevará mi corazón, y este se halla tan lleno de enojos e inquietudes que la carga no puede ser ligera. ¡Cómo! Esta partida se hace entonces sin que le diga adiós y sin que la bese. ¡Ah! bonita ocasión que no volveré a tener en mucho tiempo: preciso será que me pierda por haberte perdido al perder a Caritea, que todo me lo hace perder con su pérdida.

Los lamentos del pastor habrían durado mucho si Anselme no lo hubiera consolado prometiéndole que en tres días volverían a París para ver a su amada. Lysis estaba muy contento con ello, no sin cierta prevención al considerar que debía ir a una ciudad que no le agradaba y dejar los campos y la condición de pastor. Para que nada lo atormentara, su buen amigo le aseguró además que sabían bastante de elocuencia como para convencer a Caritea de que se fuera con ellos a Forez, como se habían propuesto. Lysis dijo que siempre había albergado esa esperanza y que, si no había hablado de ello, era por no haber encontrado la ocasión. Se puso aun así bastante melancólico y, a pesar de que Anselme se empeñaba en que frecuentara la buena sociedad, prefirió quedarse en la casa, donde se entretuvo leyendo la traducción de las Metamorfosis de Ovidio que le habían prestado74. Pasó de esta manera los dos días siguientes sin hablar a su anfitrión más que en la comida, pues Anselme iba a divertirse de un lado para otro y, si no le hacía ver a sus amigos, era porque no lo veía de humor agradable en ausencia de Caritea. Con todo, quiso Lysis animarse una tarde y se atrevió a volver al lugar en el que tiempo atrás había oído a una Eco tan juguetona. Decidido a interrogarla para entretenerse, le preguntó muy alto en tres o cuatro ocasiones si estaba allí y cómo se encontraba, pero esta se cuidó mucho de hablar, porque Anselme no estaba allí para responder en su lugar. El pastor, sorprendido por su silencio, volvió muy triste y le dijo Anselme en la cena que daba por muerta a la ninfa.

—Os equivocáis grandemente –contestó este–, es de naturaleza inmortal. La Eco que os respondió antaño es una de las partes de aquella música de la que os hablé: ahora se ha metamorfoseado en una voz sutil que puede ir de un lado a otro. Sabed que desde ayer, sospechando que estaríais encantado de contar con semejante oráculo en la región donde vamos a ir, he conseguido atraparla para llevárnosla y jamás imaginaríais la argucia de la que me he servido. Medí el sitio en el que esta voz podía responder y, después de tender una tela grande, me alejé unos cincuenta pasos; tras llamarla, la dejé responder un tiempo; luego, tirando de una cuerda que sostenía, abatí súbitamente la tela y la cogí como una perdiz en una red. Ahora está encerrada en una caja donde la dejaré hasta que nos encontremos en un estudio apropiado para la música o en un bonito jardín que se preste para convertirse en su estancia.

—Me cuentas maravillas –replicó Lysis–, ¿cómo es que me has ocultado esto hasta ahora?

—No sé todavía por qué os lo descubro tan pronto –contestó Anselme–, pues, como sois muy curioso, querréis ver a mi diminuta ninfa, pero tengo miedo de que se vaya volando si le abro la jaula, cuando todavía no se ha hecho a nosotros. Por eso, ni siquiera debéis ver la caja y no hablemos más, no siendo que el deseo de verla crezca en nosotros poco a poco.

—Estoy de acuerdo –dijo Lysis–, pero dime tan solo: si no la ves ¿cómo le das de comer? Quisiera que me lo explicaras y que no omitieras tampoco si cuesta mucho alimentarla.

—No me causa ningún gasto –indicó Anselme–, tan solo canto alguna vez cerca de su jaula o bien golpeo el cuchillo contra un plato y se alimenta de ese sonido que le es fácil entender.

p. 84—Eres tan ingenioso como Dédalo y tan sutil como Ulises –respondió Lysis–: recuerdo que el príncipe de Ítaca había encerrado los vientos en un odre y los llevaba así en su nave75. Tu invención vale tanto como la suya y es que nunca se ha visto en libro alguno que Eco se pudiese transportar.

Tras decir esto, Lysis se propuso no mencionarlo más, temiendo perder el placer que esperaba. Una vez expirado el plazo para partir, Anselme le hizo ver que, como tenían que volver a la ciudad, era imprescindible que se quitase el traje campestre si no quería que lo siguieran como si viniera del nuevo mundo. Al principio, Lysis no quería ceder, pero, finalmente, viendo que Anselme lo amenazaba con no volver a ocuparse de él, retomó su traje primero, que se envió a buscar a la casa del campesino donde se había alojado cuando se hizo pastor. El gabán era de paño fino de España, doblado de un tabí moteado del mismo color y el jubón y los gregüescos de tela parecida*. A pesar de ello, no se veía tan bien con esa vestimenta como con la otra, y no se habría aplacado la desazón que sentía al abandonarla si Anselme no le hubiera mostrado que no se deja de pertenecer a una profesión aunque uno se quite el traje alguna vez, que el soldado no está obligado a llevar siempre la coraza a la espalda y que los reyes no menguan de rango cuando ya no llevan su manto real. El traje de pastor se guardó con el resto del equipaje al fondo del carruaje de Anselme y, después de una buena comida, se pusieron en marcha para ir a París.

La casa de Anselme estaba en el Marais y era una de las más bonitas del barrio. Así y todo, Lysis se aburría allí y no dejó de manifestar en todo momento el deseo de ir a ver a Caritea. Al día siguiente, Anselme le dijo para contentarlo que se iba a enterar de si había manera de visitarla, pero en cuanto volvió fue a decirle:

—¡Ah! Lysis, os vais a sorprender de las nuevas que os traigo: son malas y no dejan de ser buenas. Caritea ya no está en París, pero no ha salido sino para ir a Forez.

—¡Ah! bien decís –exclamó Lysis–, estoy enojado por su partida y, por otro lado, muy contento de que se vaya a un lugar en el que tanto la he imaginado. Pero contadme si Leonor y Angélique van con ella y cómo es eso.

—Van –respondió Anselme–, de tal manera que para acercarme al objeto que adoro será preciso hacer el viaje con vos. Sabed que Leonor, cansada del mundo tras la muerte de su marido, quiere así ir a vivir a esta región llena de pastores, donde se entretendrá con Tircis, que lamenta aún la muerte de Cléon76.

—¡Oh –dijo Lysis–, qué estupenda decisión! Estoy seguro de que ha leído la vida del buen rey Basilio y quiere imitarlo. Este dejó su grandeza y se fue a vivir con sus hijas entre los pastores de Arcadia, que lo alegraban con sus églogas77. Se complacerá así escuchando nuestras canciones rústicas. Tendréis que haceros poeta y músico como yo.

Lysis mostró su contento con muchas otras palabras y, si hablaba de vos a Anselme, era porque se imaginaba que no había que tratar a todo el mundo con tanta familiaridad, principalmente en la ciudad, donde no se vivía a la manera de los pastores, y Anselme le prometió que en pocos días irían a encontrase con sus enamoradas.

p. 85Leonor no había ido a Forez como decía, era algo que se le había ocurrido para tener en paz a Lysis: se había marchado a Brie a ver a una hermana llamada Floride, casada con Oronte, gentilhombre de la región. A Anselme le entraron ganas de ir y de llevarse al pastor con él, resuelto a alojarlo en una villa próxima al castillo de Oronte para no incomodarlo. En este momento tenía suficiente poder sobre la mente de Lysis como para hacerle creer que Brie era Forez. En cinco o seis días todos los asuntos que lo retenían en París quedaron despachados, así que se podía emplear en perseguir sus amores y regodearse con su pastor extravagante. Fueron a ver juntos a Adrian para despedirse de él. Este se mostró satisfecho al encontrar que su primo estaba vestido como de costumbre e, imaginando que tenía ya la cabeza bien amueblada, le metió en la mano algunos luises para sufragar los gastos del viaje. Al día siguiente, cuando Anselme quería partir, le sobrevino todavía un asunto muy importante, de suerte que hubo que posponer la salida para dos días más tarde.

FIN DEL SEGUNDO LIBRO

i Flambeau en el original, equivalente a hachón, hacha, ‘vela de cera grande y gruesa’.

ii «Jeter de la poussière aux yeux» (hoy, «jeter la poudre dans les yeux»): literalmente, ‘echar polvo en los ojos’; pero equivale propiamente a ‘halagar los oídos, deslumbrar con falsas palabras o apariencias’.

iii Stances en el texto, equivalentes a las estancias españolas, «estrofas formadas por más de seis versos endecasílabos y heptasíabos que riman en consonante al arbitrio del poeta, y cuya estructura se repite a lo largo del poema» (DLE).

iv En el texto original, vielleux, término regional, por vieleur: tocador de vielle ‘zanfona o zanfoña’.

v En el original pistoles, monedas de oro acuñadas en España e Italia en los siglos XVI y XVII, de valor parecido a los luises y que circularon por buena parte de Europa.

vi Juego de palabras burlón entre sonnet, ‘soneto’, y sonnette, ‘cascabel’.

vii En el texto teston, literalmente ‘cabezón’, moneda de plata acuñada primero en Italia y luego en Francia, con la efigie de un monarca, de donde proviene el nombre.

viii En el original se juega con homofonías más rústicas de Muse: museaux, musette y muselière; ‘morros’, ‘morral’ y ‘bozal’, respectivamente.

ix «Eau d’ange» en el texto original: perfume de arrayán, de moda en la época de Louis XIII y comercializado todavía hoy con ese nombre.

x El término francés es douairière, ya anticuado, designaba a la viuda de la alta burguesía que gozaba de un usufructo; también ‘anciana aristócrata’. El equivalente sería aquí: legataria, usufructuaria, heredera.

xi Vidame en el texto original: título de señorío o dignidad que se daba a ciertos gentilhombres en Francia, sin equivalente exacto en español.

xii Tabis, en el original, corresponde al español tabí, «tela antigua de seda, con labores ondeadas y que forman aguas» (DLE). Y jubón y gregüescos son la traducción ajustada de pourpoint y haut de chausse del original, pues coinciden con los significados proporcionados también por el DLE: «vestidura que cubría desde los hombros hasta la cintura, ceñida y ajustada al cuerpo» y «calzón muy ancho que se usaba en los siglos XVI y XVII», respectivamente

42 Referencia a varios escritores, moralistas todos ellos, de la Antigüedad al siglo XVII, dos romanos y tres franceses: Lucio Anneo Séneca (c. 4 a.C.–65 d.C), filósofo, hombre de estado y uno de los máximos representantes del estoicismo; Plutarco (c. 46–c. 125 d.C.), historiador nacido en Grecia y autor de las Vidas paralelas de cuarenta y seis hombres ilustres griegos y romanos; Michel de Montaigne (1533-1592), filósofo, humanista y creador de un género nuevo con los Essais (1580–1588); Pierre Charron (1541-1603), teólogo y autor del tratado De la sagesse, donde defendía la tolerancia religiosa y separaba la religión de la moral; y Guillaume du Vair (1556-1621), estoico y traductor de Epicteto.

43 Bóreas era para los griegos el dios del viento del norte, que traía el invierno. Se consideraba que había engendrado, tras tomar la forma de un semental, doce potros que se convirtieron en corceles tan veloces como su padre.

44 Daniel Du Moustier o Dumonstier (1574-1646) fue considerado en su tiempo el mejor retratista al pastel de Europa.

45 Zeuxis de Heraclea y Parrasio de Éfeso fueron dos pintores rivales del siglo V a.C., mientras que Protógenes y Apeles son ya del IV a.C. y se profesaban mutua admiración: el primero nació en Cauno (en la actual Turquía), pero trabajó en Rodas, y el segundo –y más célebre– nació en Colofón, pintó en Efeso y murió en Cos. Los cuatro son mencionados en la Historia natural, comenzada por Plinio el Viejo (23–79 d.C.) y finalizada por su sobrino, Plinio el Joven.

46 En la mitología griega Megera es una de las tres Erinias, diosas encargadas de castigar de por vida a los autores de crímenes: son criaturas horribles con serpientes por cabellos. El nombre se convirtió en sinónimo de ‘mujer violenta y agresiva’.

47 Según la mitología griega, Afrodita, diosa del amor, el erotismo y la belleza, nació de la espuma del mar en una playa cercana a Pafos, en la isla de Chipre. Esta imagen, conocida como Afrodita o Venus Anadiómena, ha tenido múltiples representaciones, entre las que destaca la de Sandro Botticelli (1445–1510).

48 Después del diluvio universal provocado por Zeus, Deucalión y Pirra, los únicos supervivientes en una Tierra asolada, recibieron del oráculo de Delfos el consejo de que arrojaran tras de sí los huesos de la Gran Madre. Desconcertados en un principio, interpretaron que se trataba de piedras: de las que tiraba Deucalión nacían nuevos hombres y de las de Pirra, mujeres; luego, Gaia, la gran madre Tierra, hizo brotar las plantas, aparecieron los animales y dio comienzo la Edad de Hierro.

49 Alusión al templo que erigió Céladon en el bosque a su amada Astrea, como si de una diosa se tratara; y referencia, con menciones específicas a casos concretos, a los tribunales de amor que son utilizados en los libros de pastores –y, singularmente, en L’Astrée, a la que pertenecen todos ellos– como técnica para contar historias.

50 Temis, hija de Urano y Gaia, era para los griegos la diosa de la justicia, la ley y la equidad. Se la representaba a menudo sosteniendo una balanza y una espada, con los ojos vendados en la mayoría de las ocasiones.

51 Los nombres de Lisandre y Poliarque coinciden con los de los protagonistas de dos novelas recientes de Vital d’Audiguier (c. 1565–c. 1624) y de John Barclay (1582–1621), que se mencionarán más adelante.

52 Lysis, que hace de juez en este proceso, toma la vara de pastor como atributo de autoridad; y lo hace a imitación de los tribunales de amor de L’Astrée, presididos las más de las veces por ninfas, que son en la novela damas de alcurnia de la comarca, o por pastores de renombre.

53 La Edad de Oro, o siglo de Astrea, era una época mítica de justicia, paz y prosperidad que volvía periódicamente a la tierra. Es la convención principal en la que se asientan los libros de pastores.

54 Se conocen como Pandectas o Digesto de Justiniano una recopilación de la jurisprudencia romana que data del siglo VI d.C., para uso, en forma de citas, de los juristas de la época.

55 Aunque no los nombra, Sorel se refiere aquí seguramente a los seguidores de François de Malherbe, los cuales –siguiendo la lección de este– pretendían depurar drásticamente la poesía, buscando claridad y contención.

56 Se trata de una canción cortesana, en clave paródica, que se identifica con el primer verso «Charite de qui le bel œil» y cuyo autor sería Pierre Guédron, según recoge Thomas Leconte, Catalogue de l'air de cour en France (1602–1660), base de datos en línea (diciembre de 2005).

57 Orfeo, cantante y músico, era para los griegos hijo de Calíope, Musa de la poesía épica. Cantaba y tocaba de tal manera que conmovía a humanos, animales, árboles, ríos y piedras.

58 Pierre de Ronsard (1524–1585) fue el poeta más importante del grupo renacentista conocido como La Pléïade. Maestro del soneto, importado de Italia, fija sus reglas en Les Amours (1552) y las lleva a su culmen en Les Sonnets pour Hélène (1578).

59 Referencia explícita al topos del carpe diem y, en particular, a la fórmula Collige virgo rosas, tan recurrente en la poesía renacentista, con Ronsard a la cabeza.

60 Apolo, dios de la música y de las bellas artes para los griegos, aparecía acompañado con frecuencia de las Musas, que descendían a la tierra para despertar en los mortales la inspiración.

61 Lysis interpreta la realidad en función de sus lecturas, en este caso de novelas bizantinas, tomando –como buen seguidor de don Quijote– las historias de la ficción por la historia misma.

62 Se alude aquí a los gigantes Alóadas de la mitología griega, que pretendieron asaltar el monte Olimpo, morada de los dioses, apilando el monte Osa sobre el monte Pelión.

63 Alusión a episodios similares de la novela bizantina más célebre, las Etiópicas de Heliodoro (traducida al francés en 1547), y de dos incursiones en ese género ya en el siglo XVII: El Peregrino en su patria (1604) de Lope de Vega y Polixène (1623) de François Molière des Essertines, muerto poco después. El éxito relativo de esta última dará lugar a varias continuaciones, una de ellas por el propio Sorel en 1628.

64 Referencia al mito de Ifis y Anaxáreta, contado en las Metamorfosis de Ovidio (XV). Ifis, un muchacho de familia humilde, se prendó de la princesa Anaxáreta, que lo despreció a pesar de sus continuas ofrendas florales y poéticas. El joven acabó ahorcándose frente a la puerta de la princesa y Anaxáreta convertida en estatua de piedra.

65 La Beauce es una región entre el Loira y el Sena, conocida como el granero de Francia.

66 El fuego elemental era, para la química de la Antigüedad, una de las cuatro sustancias puras, junto al aire, la tierra y el agua, de cuya combinación provenía la materia y que en su forma ideal no podían hallarse en nuestro planeta.

67 Evocación de una escena erótica: la del enamorado que finge haber sido picado por una abeja (que no mosca) en la boca para ser besado por su amada. Sorel hace alusión explícita a la fuente primera: la novela bizantina de Aquiles Tacio, Las aventuras de Leucipa y Clitofonte (II), y al remedo de d’Urfé en la «Histoire de Eudoxe et de Placidie» (L’Astrée, II.12. 496–499), con la mediación seguramente de la Aminta (I.2) de Torquato Tasso.

68 Tito Flavio Domiciano (51–96) fue un emperador romano que las fuentes clásicas describen como sádico y paranoico. Se cuenta que uno de sus pasatiempos favoritos era apuñalar moscas con un stylus (pluma afilada) antes de arrancar sus alas una a una.

69 Según cuenta Homero en la Ilíada, Diomedes, un héroe aqueo que combatió en Troya, hirió a Afrodita –que no a Venus, su equivalente romana– cuando esta se interpuso para que no acabara con la vida de su hijo Eneas. Y Venus, yendo a socorrer a Adonis, se habría pinchado con rosas blancas que al punto se convirtieron en rojas. Se alude luego a Áyax el Grande, héroe de la mitología griega, metamorfoseado en una planta de jacinto tras darse muerte, y a Narciso, que lo hizo en la flor que lleva su nombre.

70 El mortal Actéon, iniciado en la caza por el centauro Quirón, sorprendió a Artemisa bañándose desnuda y se recreó en su visión. En venganza, la diosa lo transformó en ciervo y fue devorado por sus propios perros.

71 Macaón acompañó al bando aqueo en la guerra de Troya. Era hijo de Asclepio (para los romanos Esculapio) y poseía el don de curar las heridas, heredado de su padre, que fue elevado a dios de la medicina.

72 Alusión a la fábula de Aracne, narrada por Ovidio en sus Metamorfosis, según la cual esta humilde mortal osó desafiar a Atenea en el arte de tejer y, al vencer a la diosa, esta se vengó transformándola en araña.

73 Se denomina fuego griego a dos armas incendiarias diferentes, utilizadas tanto en los asedios como en los combates navales. La primera estaba basada en el reflejo de la luz solar y su invento se atribuye a Arquímedes. La segunda era una mezcla inflamable, de fórmula desconocida, capaz de arder en contacto con el agua, que fue empleada por el ejército de Bizancio.

74 El texto de Las metamorfosis fue considerado breviario de enamorados en Europa hasta la aparición de las novelas de amor y, en concreto, de los libros de pastores.

75 Alusión a un episodio de la Odisea de Homero. En él se cuenta cómo, tras arribar Ulises y sus compañeros a la isla de Eolo, guardián de los vientos, este decidió ayudarles encerrando los desfavorables en un odre para que regresaran a su patria, Ítaca, con los vientos benéficos; sin embargo, los camaradas de Ulises abrieron por curiosidad el odre y volvieron al punto de partida.

76 Referencia a una de las primeras historias que se cuentan en L’Astrée al margen de la trama principal: la de Tircis, Laonice y Cléon (I.7). Los dos primeros llegan a Forez, cumpliendo un oráculo, para resolver su caso ante un tribunal, el cual ha de dirimir si Tircis debe seguir siendo fiel a Cléon tras la muerte de esta.

77 Alusión a la Arcadia de Philip Sidney, que contó con dos traducciones simultáneas al francés en 1625. En una de ellas pudo leer Sorel cómo Basilio, gobernante de Arcadia, tras recibir malos augurios del oráculo de Delfos, decide retirarse de la corte con su mujer y sus hijas para llevar una vida pastoril.