LIBRO VII
Habiéndose despertado Lysis al despuntar el día, se puso enseguida a contemplar la luz del sol que, pasando entre las ranuras de la ventana de su habitación, llegaba hasta él.
—¡Qué feliz eres, oh, hermoso astro –le dijo–, no porque ordenas las estaciones o porque haces madurar los frutos de la tierra, sino porque tienes ojos que lanzan una infinidad de rayos y, en el mismo instante, puedes mirar dos cosas, como ahora que ves a Lysis y puedes ver también a Caritea! ¿Por qué no tengo un poder semejante, para no estar nunca separado del centro de mis pensamientos y de mis deseos?
Al decir esto, el enamorado pastor se percató de que Carmelin seguía durmiendo y lo despertó dándole tres o cuatro codazos.
—¿Cómo es que no empiezas la jornada como yo con alguna ocurrencia? –le dijo.
—¿Cómo es que no me dejáis descansar? –respondió Carmelin–. ¿No veis que estaba soñando con mucho interés?
—¡Ah! ¡Estúpido! –replicó Lysis–. ¿Acaso no sé que dormías? ¿No te he oído roncar y no he visto cómo tenías la boca y las ventanas de la nariz abiertas?
—Esta sí que es buena –contestó Carmelin–, imaginaos que abría la boca toda lista para dar salida a una agudeza, pero vos me la hacéis perder y se va volando tan lejos de mi mente que no la atraparé en mucho tiempo.
—Tales discursos, Carmelin –dijo Lysis–, son buenos para los que celebran las bacanales o están a punto de desanudar la cintura de su esposa, después de invocar a Himeneo con un alegre epitalamio162, pero tú, que tienes todos los motivos para quejarte, no creo que debas burlarte, a no ser que quieras demostrar que has perdido el juicio tanto como la esperanza. Para guardar el decoro en tu amor, tendrías que hablar como un loco y darte contra las paredes o contra el dosel de nuestra cama.
—Me golpearé contra el cabecero, si no os importa –dijo Carmelin–, creo que da igual uno que otro.
—Eso sería mejor, a decir verdad, que no hacer nada –contestó Lysis–, pues la ceremonia seguiría adelante, pero no te entretengas: más bien, vístete para volver al lugar donde tu amada se metamorfoseó. El objeto de esa nueva roca te emocionará más que tu memoria y espero que mis reprimendas tengan entonces más fuerza que ahora. Además, tengo asuntos importantes en ese lugar; así que, de todas formas, tenemos que apresurarnos a desplazarnos hasta allí.
p. 214Lysis se levantó al tiempo que decía esto, Carmelin se vio obligado a imitarlo y los dos estuvieron vestidos casi al mismo tiempo. Tenían ganas de hacer tantas cosas ese día que, como no les apetecía llevar el rebaño, se lo encargaron al hijo de su anfitrión. Liberado de esa preocupación, Lysis decidió, antes de nada, ir a ver a Clarimond. Lo encontró escribiendo en su estudio y le dijo:
—Ciertamente, querido amigo, me alegro de verte tan laborioso, pues no puede ser que, entre tan diversas composiciones, no te hayas acordado de dedicar alguna a mis aventuras. Hazme el favor de leerme lo que ya has comenzado.
Clarimond, que no se había molestado todavía en escribir nada para él, le rogó que esperara a que lo hecho estuviera más pulido si quería ver algo. Lysis se contentó con eso y, quitándole la pluma a su historiador, le dijo que deseaba llevarlo al campo para hacerle testigo de las más hermosas acciones del mundo. Tras caminar algún tiempo, llegaron al lugar en el que se encontraba la roca de Partenice. Fontenay y Philiris llegaron también y lo primero que hicieron fue abrazar al pastor, jurándole que no habían tenido descanso durante su ausencia y que se habían levantado dos horas antes del día para ir a buscarlo. Agradeciéndoles su buena voluntad, les dijo que tenía propósito de levantar un templo rústico a su amada y que, para no mentir, ese era el motivo por el que se había apresurado a venir.
—Será muy adecuado hacer el edificio en este lugar –dijo Clarimond–, ahí tenéis una gran piedra unida a la tierra que podrá servir de altar.
—Carmelin se opondría seguramente a eso –replicó Lysis–, esta roca fue en otro tiempo su amada, metamorfoseada ayer por su crueldad: no sé si sería conveniente poner encima a las víctimas que yo ofrecería a Caritea.
—Si es por eso –respondió Clarimond–, no hay que tocarla. No hay razón para que una divinidad sirva a otra. ¿Pero es posible que esta roca haya sido en otro tiempo una joven?
—No os miento –replicó Lysis–, poned la mano encima y encontraréis algún resto de calor todavía.
Clarimond tocó la piedra y Lysis hizo lo mismo:
—Hay más –dijo–, probad al lado derecho del seno y sentiréis que el corazón late aún.
Como el pastor creía tal cosa, Clarimond, tras poner la mano en el lugar que le indicaba, fingió un gran asombro y le dijo que todo lo que decía era verdad. Fontenay se mezcló en la conversación y quiso saber quién era esa amada de Carmelin y cómo había acontecido su metamorfosis.
—Sabed –contestó Lysis–, que tan pronto como vinisteis ayer con Hircan y Partenice, Carmelin quedó impresionado por la belleza de esta pastora. Su pasión era tan vehemente que desde el momento de su nacimiento quiso que se descubriera, así que ofreció sus servicios a esa beldad, pero ella lo rechazó con desdén y se fue con vos. La dejasteis en este lugar, según creo, pero, en vez de encontrarla aquí, hallamos esta roca en la que los dioses la habían transformado.
p. 215Fontenay admiró la imaginación de Lysis, pues sabía bien en qué se había convertido Partenice, antes llamada Sinope. Ahora es el momento de revelaros yo mismo asuntos que han mantenido al lector en suspenso. He querido imitar a propósito las novelas que ponen en juego a muchas personas desconocidas y no declaran sino poco a poco de dónde vienen o lo que han hecho antes, con el fin de causar más admiración. He respetado bastante esta disposición y os he hecho ver a un Philiris, a un Polidor y a un Meliante, sin deciros por qué parecían pastores tan extravagantes como el nuestro; pero, para dejar a todos contentos, os digo que eran tres gentilhombres amigos íntimos de Hircan y habían venido a su casa con Fontenay, que los había hecho llamar para pasar algunos días allí. Les habían contado las extravagancias de Lysis y les había entrado tal deseo de gozar de una conversación tan divertida que se disfrazaron de pastores para acercarse más fácilmente a él. Se hacían a la idea de que, si uno se cambia de traje para participar en los ballets o representar comedias, por qué no hacer de pastores normales, que valen más que todas las ficciones del mundo y se haría sin esfuerzo y sin gastos.
Hircan, que empezaba a estar más enamorado de Lucide que de Sinope, de la que se había cansado ya, había tenido algún enfado con su primera amante, así que esta había decidido abandonarlo. Cuando vino con ella hasta donde estaba Lysis, había un carruaje esperándola en un lugar apartado, en el que se había metido para volver a casa de su tía, la cual había cuidado tan mal de su sobrina que la había dejado pervertir. La casa estaba a cinco leguas de allí, de manera que se puede pensar que no llegaría hasta la medianoche. Hircan se alegraba mucho de haberse librado de ella porque, entre otros, el personaje de Polidor, que era un hombre virtuoso, no dejaba de reprenderle por su mala vida e intentaba persuadirle de que se casara. Si había una mujer en el mundo que pudiese hacerle pensar en ello, esa era la que no conocemos de otro modo que Lucide, aunque tuviese otro nombre. La había retenido en su castillo con el pretexto de pasar el tiempo con Lysis, pero en realidad lo hacía para conversar todo el tiempo con ella. Esta era de tan buen talante que vivía tranquilamente en la parte de la vivienda que le habían dado y, si queréis dar crédito a la verdad de la historia, no creáis que se manejaba mal, aunque estuviese en una casa donde había tantos hombres. Un carácter abierto como el suyo es de los que se tarda más en ganar. Por otra parte, esperaba estar casi siempre en compañía de las damiselas de los alrededores y, además, las mascaradas pastoriles en las que representaba su personaje y en las que era imprescindible bastaban para disculparlo todo. Philiris y Fontenay la habían dejado, pues, en el castillo con los demás, que no se levantaban tan temprano, y, queriéndose dar el gusto con la metamorfosis imaginaria de Partenice que Lysis acababa de contarles, el primero se permitió decirle:
—Si es verdad que hay calor en esa piedra y que sentís un latido de corazón, es una señal evidente de que Partenice está todavía viva ahí dentro: por eso sería bueno que fuésemos a buscar martillos para abrirla y hacer salir a la pobre pastora.
—Ni hablar de ello –respondió Lysis–, no entiendes la metamorfosis. ¿Crees que Partenice está encerrada en esa piedra como en un estuche o, más bien, como en un sepulcro? De ningún modo, eso no sería una auténtica transformación y los dioses nos estarían engañando. Has de saber que cada parte de su cuerpo ha cogido la forma y la cualidad de una piedra de manera que, si tocáramos la zona más ínfima de esta, le haríamos daño y saldría seguramente sangre de sus venas, que son visibles en muchos sitios.
—Os confieso –dijo Philiris– que es muy difícil de comprender que haya vida y sangre en una piedra y, sin embargo, no sois en verdad el primero en haber hablado de algo semejante, pero los poetas que lo han hecho no han sabido mostrar cómo podía ser.
p. 216—¿No es suficiente decir –replicó Lysis– que esto se hace por la omnipotencia de los dioses? ¿No vale para contentar a los que quieran que se les dé una explicación natural a los milagros?
—Todo eso está bien –dijo Clarimond–, pero no me impide creer que se pueda devolver a Partenice su forma primera por el medio que sea. Y para probarlo, alegaré que hubo antiguamente tantas piedras que fueron transformadas en hombres, como hombres en piedras, y tomo esta palabra de hombre lo mismo para el macho que para la hembra. Para daros un ejemplo, ¿no habéis leído que la estatua de Pigmalión se transformó en mujer y que gozó de ella después163?
—Sí –respondió Lysis–, pero esa piedra que se cambió en carne tenía ya la forma humana: se había avanzado mucho. ¿Sería conveniente que Carmelin mande a buscar a un escultor a París para darle a la roca la figura de Partenice? Eso significa volver a nuestro debate: habría que dar aquí muchos golpes de cincel que causarían otras tantas llagas, pues hay un alma sensible en esta roca; ese no era el caso de la piedra de Pigmalión, que nunca había sido mujer.
—Todavía no he terminado con mis fantasías –replicó Clarimond–, acordaos de que Deucalión y Pirra, queriendo restablecer el mundo, lanzaron piedras de todas las formas, que se transformaban súbitamente en criaturas humanas.
—Esa es una buena invención –contestó Lysis–, si quisiéramos imitar a esos restauradores de la naturaleza, tendríamos que lanzar la roca que vemos por encima de nuestra cabeza. Ahora bien, haría falta la fuerza de Hércules para hacerlo o, por lo menos, ser tan poderoso como Turno, que lanzó una piedra tan grande a Eneas164. Carmelin no tiene tanta fuerza como los héroes antiguos.
—Si no creéis que esta roca pueda transformarse –dijo Clarimond– y si tampoco contempláis que se le pueda dar un solo martillazo, entonces Carmelin tendrá que ablandarla. Hay quien dice que la sangre puede ablandar el diamante; seguramente tiene el mismo efecto con toda clase de piedras: que Carmelin se dé una puñalada para sangrar encima de esta roca.
—No habéis pensado –dijo Philiris– que solo la sangre de macho cabrío es capaz de ablandar las rocas.
—Me vais a perdonar, claro que lo he pensado –respondió Clarimond–, pero me parece que el burro puede tener el mismo poder que el macho cabrío, de manera que, como Carmelin ha de poseer una cualidad o la otra, se asegurará de hacer aquí lo que desee.
p. 217—No nos burlemos de los miserables –contestó Lysis–, digo sin bromas que todo lo que se le puede aconsejar justamente a Carmelin es que, para demostrar un amor extremado y hacer que su memoria sea eterna, debería conseguir de los dioses que hiciesen de él una bonita metamorfosis. Habría quien le aconsejara que intentase mudar en roca como su amada para ser de la misma naturaleza, pero no sería apropiado, pues no ha tenido la misma crueldad. Transformarse en algún árbol que, plantado aquí, le diese sombra perpetua a la sin par Partenice no es lo que le conviene: es esta una tierra tan seca que no resulta adecuada para los árboles y, además, nunca están bien junto a las rocas que impiden crecer a sus raíces. En cambio, lo que me parecería acertado es que se transformase en fuente: es la metamorfosis común de las personas afligidas y se ve a menudo salir de ellas una roca; lavaría el pie de esta como si tuviera el propósito de ablandarla y, corriendo entre el musgo y el berro, dará honra y placer a toda esta comarca; consagraré su fuente a una divinidad y quien beba de su agua se enamorará por un extraño milagro que hará salir llamas del agua. Carmelin debería estar ya metamorfoseado, después de lo que llevo dicho, y, si no piensa en ello, es porque no tiene valor ni afecto.
—¿Cómo podría contentar vuestras variopintas fantasías? –dijo Carmelin muy enojado–. No sé qué es convertirse en fuente y pienso que no hay mucho bien en eso, pues el agua solo me parece buena para lavarse las manos antes de ponerse a la mesa.
—No quiero privarte del uso del vino –replicó Lysis–: bien veo que piensas en el jugo de las viñas, pero ¿no recuerdas que las deidades acuáticas que vimos una noche gozaban ampliamente de los presentes de Ceres y de Baco? Llevarás una vida parecida, considera si no es agradable. Tu agua será clara y limpia como tu alma, las ninfas y las pastoras vendrán a bañarse en ellas, y Caritea será seguramente de las primeras, así que recibirás placeres infinitos viendo tantas bellezas desnudas y tocándolas donde quieras. Estaré celoso de ti y creeré que tu condición es mejor que la mía. Y si eres tan orgulloso como para querer que solo haya criaturas humanas abrevando en tus aguas, se prohibirá a todos los pastores, boyeros y cabreros que lleven a beber ahí su ganado.
—Bonitas propuestas –dijo Carmelin–, pero os he dicho ya que la compañía de toda esa gente del otro mundo no me gusta: no quiero encontrarme con ellos.
—No recibirás ya mal alguno –replicó Lysis–, pues serás de su misma condición y, al ser un dios acuático, te reverenciarán de muy distinta manera que siendo un pobre mortal. Es posible que tengas incluso autoridad sobre algunos y, en cuanto a los hombres, te harán votos y sacrificios, y yo y todos los que has visto en esta región te adoraremos.
—Son grandes esas promesas –dijo Carmelin– y, con el fin de probarlo todo, a pesar de no saber de qué me habláis y de que no acierte a imaginar que un hombre de carne y hueso como yo pueda convertirse en agua, os aseguro que quiero serlo si podéis hacer que lo sea, pues os juro que tengo muchísima curiosidad y que no hará falta cambiar muchas veces de estado para alcanzar la felicidad. Pero enseñadme, pues, cómo he de comportarme para ser lo que deseáis que sea y si la pena no sobrepasa al placer.
p. 218—Tu obediencia es digna de alabanza –dijo Lysis–, como te veo tan modesto, te cuento que hay varias formas de convertirse en fuente. Es verdad que no encuentro otra en la antigüedad que no sea llorar abundantemente, pero hay que pensar que los dioses y los hombres se han vuelto más sutiles e ingeniosos desde entonces. Encontramos así que Sinope, que era toda de hielo, se fundió en agua por el fuego de amor y que Lucide, que era hidrópica, ha orinado tanto que hizo una fuente, pero eso no te conviene, Carmelin, primero porque tu naturaleza no te permite llorar y, además, porque no eres de hielo ni hidrópico. Tenemos que buscar otra vía. He visto a hombres que, por un ejercicio violento, se ponían a sudar de tal manera que el agua les goteaba como si fueran estatuas de nieve expuestas al sol. Vete a algún sitio a jugar al frontón o al balón durante todo un día: será un buen medio de cumplir tu propósito.
—No acertáis –dijo entonces Clarimond–, ¿por qué no le decís a Carmelin que se vaya a coger ese mal que los franceses llaman mal de Nápoles y los napolitanos, mal francés? Iría después a sudar a placer en París, en casa de uno de esos que ofrecen sus servicios a los transeúntes y luego lo veríais metamorfoseado en fuente mejor que el hermoso Acis165.
—No pensemos en malicias, os lo ruego –dijo Lysis–, Carmelin puede metamorfosearse sin volverse infame con tales inmundicias. Si solo se trata de hacerlo sudar extremadamente, sin usar una fea receta, puede ir a saunas decentes, pero puedo darle soluciones para que tenga donde escoger. Los alquimistas sacan agua de las hierbas, de las flores, de las raíces y de muchas otras cosas más secas, metiéndolas en un alambique: no será malo meter en él a nuestro miserable enamorado para hacerlo destilar.
—No, no, por favor –dijo Carmelin–, no deseo que me peguen fuego al trasero y no presagio nada bueno de todas vuestras sutilezas. Digo más, mi mente está perpleja con este asunto: me parece que cuando todo mi cuerpo esté fundido en agua como deseáis, no habría para llenar un almud*; medidme según las proporciones de geometría, veréis que no alcanzo más de tres pies de ancho por cinco de alto, lo que no bastaría para llenar una fuente ni para abastecer de continuo a un riachuelo que corriera diametralmente por esta tierra o fuera por senderos oblicuos hasta el Morin, y de allí hasta el Marne, del Marne al Sena y del Sena a las olas del océano.
—Has hablado como docto esta vez –dijo Lysis– y, además de que tus palabras son excelentes, tu razón es prodigiosa. Me doy cuenta de que dudas: es una señal de buen juicio, pues siempre he oído decir que la incertidumbre es la madre de la filosofía, en particular porque, cuando uno está inseguro de algo, desea estar seguro y hace una búsqueda tan rigurosa que acaba conociendo los secretos más escondidos. Creo que, a fuerza de meditar, tú mismo llegarías a comprender cómo puede hacerse lo que te he dicho, pero te voy a acortar el camino de la verdad y hacértela tocar con los dedos.
p. 219»Has de saber que, según las metamorfosis que los dioses deseen hacer, los cuerpos se dilatan o se encogen. No es más difícil para los poderes supremos agrandar que achicar y, si es cierto que Aracne se transformó en araña y los campesinos de Licia en ranas, puede suceder perfectamente también que hormigas hayan mudado en hombres, Atlas en montaña y algunos otros en ríos166. Ovidio no deja de hablar en todo momento de tal encogimiento y de tal agrandamiento sin falta, pero os diré un secreto que ni él ni otro comprendieron nunca, a pesar de que si no se sabe no se pueden esclarecer las metamorfosis: es que, cuando se va a cambiar a un hombre en una cosa más grande que él, los dioses insuflan en él ciertos vientos que lo hacen hinchar hasta la proporción requerida; y que, si transforman a uno en un animal pequeño, meten en él alguna sequedad que consume todo lo que es superfluo. Así, aunque solo hacen milagros que les pertenecen y que no parecen tener una explicación natural, permiten que las causas secundarias sigan actuando. He tenido que rebuscar en el estudio de Júpiter para cerciorarme de esta maravilla y a cualquiera que lo oiga se le quitará el velo de la ignorancia.
»Con eso debes saber, Carmelin, que es fácil para los dioses cambiarte en fuente y que tengas bastante agua para ello, visto que hombres que no tenían más corpulencia que tú se transformaron en ríos o en montañas. Los habitantes del cielo proveen de todo lo que se hace aquí abajo y, si no pudieran hacer el curso de tu riachuelo ni bastante ancho ni bastante largo, harían que a unos cincuenta pasos de tu manantial tus aguas quedaran sumergidas bajo tierra y, por conductos secretos, volverían al lugar del que vinieron con el fin de que no se agoten jamás. Eso no sería nada extraordinario: hay grandes ríos en el mundo que se abren camino bajo tierra y cabe pensar que incluso el mar se adentra en grandes abismos para devolver el agua que se le ha aportado y no dejar la tierra seca. Más aún, pongámonos en lo peor: que los dioses no te hicieran el favor que han concedido a otros y, al no darte tanta agua, te dejaran en alguna poza de la que bebería el ganado o te evaporarías por efecto de los rayos solares; en ese caso, yo impediría que menguaras vaciándote con cubos y poniéndote en un estanque que haría en una dependencia preciosa. Allí construiría una máquina admirable que voy a descubrir por afecto a ti.
»El agua, conservada en un gran depósito elevado, caería por un pequeño canal a un molino que haría girar y de allí descendería a otro estanque que habría más abajo. Ahora bien, el molino llevaría en el extremo una rueda que haría girar otra y luego otra; así, hasta hacer dar vueltas a una barra en torno a la cual habría un caño ondulado o, mejor, en espiguilla: la boca, depositada en el fondo, se llenaría de continuo y haría subir el agua poco a poco; desde allí bajaría de inmediato y luego volvería arriba; así, el agua se vertería en una pila que la llevaría a su primer receptáculo y lo abastecería sin cesar, de suerte que no faltaría nunca. Además, daría orden de que nadie fuera a beber, ni siquiera las moscas, y, al no menguar el agua en un constante ir y venir, serías una fuente artificial, portátil y eterna como no se ha visto aún; y se hablaría de ti con admiración, pues te tomarían por un embrujo. Te advierto también que no haría falta gran cantidad de agua para ello, pues, aunque solo llenaras un cubo, servirías para mi propósito haciendo una máquina más pequeña; pero no te quepa duda de que vas a tener mucha agua, que antes de metamorfosearte te pondré diez o doce gabanes y otras tantas batas en tus hombros, y todo eso se hará líquido al igual que tú. La ropa se metamorfosea siempre con el cuerpo en Ovidio (como creo haberte contado antes) y, al igual que la cola del vestido de Ocítoe se convirtió en una cola de caballo, los jirones de tu vestimenta se desharán en arroyos167.
p. 220—Esa es, pues, la recompensa que me prometéis por mis servicios –dijo Carmelin–, si empiezo, voy a maldecir aquí de una vez por todas: buscad otro criado, que yo buscaré otro amo. Queréis echarme más gabanes encima que si sirviera en el regimiento de vigilancia. Me queréis hacer sudar en una estufa; me queréis encerrar en alambiques y, para rematar, me queréis encerrar en estanques y hacerme pasar por canales, por molinos y por pilas. ¿Dónde diablos tenéis la cabeza? ¿No acabaría completamente abrasado y destrozado después de todo eso? Decidme al menos qué he hecho para merecer ser llevado así a la tortura, a la horca y a la picota. ¿He masacrado a mi padre? ¿He traicionado a una ciudad? ¿He acuñado falsa moneda? ¿Soy un estafador o un usurero?
—No eres nada de eso, Carmelin, te lo reconozco –respondió Lysis–, así que no se te preparan suplicios como crees. Estás equivocado: cuando tu cuerpo solo sea agua, ya no sufrirás mal alguno, por mucho que te aprieten no dañarán tus miembros, pues podrás deslizarte por el menor orificio que se presente.
—¿De veras lo entendéis así? –replicó Carmelin–. Es todavía peor, no queréis que sea más que agua y cuando tenga que comer, ¿dónde estará mi boca? Si alguien se me acerca, ¿dónde estarán mis ojos para contemplarlo? Si habla, ¿dónde mis orejas para oírlo? ¿Dónde estarán, en fin, todos mis miembros para hacer los ejercicios ordinarios que Dios les ha dado?
Después de que Carmelin hablara así, Lysis se preparaba para darle alguna explicación extravagante a sus quejas y creo que quería persuadirle de que, una vez transformado en fuente, los dioses podrían muy bien hacerle un cuerpo de vapores sutiles conforme a la doctrina infundida en la mente, pues recordaba haber visto a Lucide y a Sinope, que no dejaban de tener un cuerpo, aunque el suyo se hubiera mudado en agua; pero Philiris se adelantó a decirles:
—No discutáis ya más, pastores, vuestra controversia es fácil de resolver. Es verdad que Carmelin tiene motivos para metamorfosearse en fuente, pero no hasta que los dioses lo ordenen con su pleno poder: hay que esperar eso de ellos y no hacerlo fundir en agua por la fuerza con invenciones naturales. Sería tentar a las divinidades y atraernos su rencor.
Lysis reconoció que esta consideración era excelente y le fastidió que no se le hubiera ocurrido a él, de modo que prometió a Carmelin que no volvería a importunarlo con la metamorfosis. Se puso a pensar en el templo que tenía planeado levantar y, volviéndose hacia Fontenay y Clarimond, que se habían quedado estupefactos con los sutiles argumentos que había dado, les preguntó si querían ayudarlo a comenzar el edificio.
—No somos albañiles –dijo Fontenay–; por otra parte, no es posible edificar un templo suntuoso en un momento y sin materiales ni herramientas; además, ¿cómo desearíais que fuera?
—¡Ah! ¡Qué pena no ser Anfión para atraer aquí con el sonido de mi lira todas las piedras de esta región168! –dijo Lysis–. Edificaría un templo sin igual, pero a falta de eso tengo que buscar hoy a algunos obreros para ese trabajo.
—Para ahorrar gastos –objetó Clarimond–, vale más contentarse con hacer un templo de vuestro corazón a vuestra divinidad: seríais la víctima y el maestro de sacrificios todo junto, el fuego de vuestro amor lucirá siempre, vuestros suspiros servirán de incienso y vuestras lágrimas serán el agua lustral169.
p. 221—Bien pensado –contestó Lysis–, pero eso no quita para que siga gustándome mi plan. Para responder al pastor Fontenay, que desea conocer los detalles, declaro que mi templo estará construido del mármol más hermoso que se pueda encontrar y pondré en el altar el retrato de Caritea, hecho por las manos de Anselme, con esta leyenda encima: «A la diosa metafórica». Esta propuesta es tanto más bella cuanto que no es común y, para que se juzgue si el retrato de mi amada es digno de un templo, se lo voy a enseñar a todos.
Diciendo esto, sacó de su bolsa una caja donde estaba guardado el retrato, que llevaba siempre consigo, aunque fuera un poco grande. Philiris y Fontenay, que no lo habían visto nunca, admiraron la invención y Clarimond, que lo conocía desde la primera vez que se encontró con Lysis, lo miró también y le encontró algo nuevo.
—Me parece –le dijo a este– que el pecho estaba compuesto de dos bolas de nieve y ahora son dos globos donde está marcado el ecuador con los trópicos y demás círculos.
—Estáis en lo cierto –respondió Lysis–, después de que lo vierais Anselme mandó buscar pintura a Couloummiers y lo reformó, pero esto último es de mi invención: como el tiempo nos hace siempre más sabios, dejé la nieve para el cuello de Caritea y algunos lugares circunvecinos y, en cuanto a sus tetas, creí que había que pintarlas como dos mundos para hacer el retrato más agradable por su variedad.
—Es verdad que vuestros poetas comparan regularmente el pecho de sus damas con dos mundos –dijo Clarimond–, pero es un despropósito.
—De ningún modo –replicó Lysis–, os aseguro que, si poseyera el pecho de Caritea, me consideraría más feliz que ningún emperador, pues sería el amo de dos mundos, mientras que el soberano más grande que haya existido jamás apenas llegó a poseer uno.
—Bonita fantasía –dijo Clarimond–, como son redondas, las tetas son mundos. Las manzanas, las ciruelas y muchas otras cosas redondas son mundos también. Para asemejarse a algo es bien poco basarse en una simple figura y, además, aquí no encontraréis todo lo que decís. El pecho de una mujer solo tiene dos medias esferas, habría que acoplar ambas para hacer una entera, así que siguen sin saliros las cuentas y solo tendríais un mundo partido en dos, tal y como lo representan los cosmógrafos en los mapamundis. Os diré, a propósito de esto, que fue bastante más gentil la invención de quienes dicen que a Venus, habiendo obtenido de Paris la manzana que debía concederse a la diosa más hermosa, le gustó tanto que, tras cortarla en dos, la puso en su pecho para llevarla eternamente en señal de victoria y quiso que todas las de su sexo las llevasen semejantes.
»No obstante, si deseáis que el pecho de Caritea tenga dos globos enteros, lo concedo sin problemas y os mostraré una idea en la que no habéis pensado: es que la mitad de cada globo está hundida en el cuerpo y solo aparece el resto; en cuanto a los dos pezones, habrá que creer que son los polos. Además, para hacer la pintura más juiciosa y razonable, os aconsejaré fingir que uno es un globo terrestre y el otro, celeste; pero, aunque aceptáramos tal cosa, seguiría habiendo algo reprochable: si son mundos, hacen falta soles para iluminarlos y no se ve que haya salvo los ojos, pero están separados; y, luego, si queréis tomarlos por soles, ¿cómo puede ser, visto que llamáis también sol a la Caritea que los lleva? Un gran astro lleva dos soles pequeños y contiene asimismo dos mundos. Todo en los poetas se confunde de esta manera y no se podría obtener satisfacción alguna de sus impertinentes ideas.
Habiendo escuchado Lysis tales palabras con gran impaciencia, respondió así, totalmente encolerizado:
p. 222—Nunca habría creído, Clarimond, que tuvieras tan poco juicio como el que muestras. Tienes algo que criticar de las excelentes descripciones de los poetas y no eres capaz de creer que un planeta pueda contener otros mundos también. Es saber bien poco de astrología si no se tiene conocimiento de los filósofos que establecen mundos en la luna y en las estrellas. Por otra parte, ¿te parece fuera de lugar que los ojos sean soles del pecho? ¿Crees que se hallan demasiado alejados, si están ligados a su cielo y los dos globos que se ven debajo son como la tierra? Me dirás seguramente que no hacen falta dos soles tan cercanos uno al otro; pero, aunque hubiera un solo mundo, no estarían de más y te demostraré que este gran mundo en el que vivimos todos no se contenta con uno solo. Y si eso no basta, mira a los poetas, tanto griegos como latinos, y verás que cuando hablan de un hombre que ha viajado alrededor de la tierra, dicen que ha visto uno y otro sol. Eso es lo que me ha llevado a deducir que hay dos soles en el mundo. Pero la mayor prueba de esto es que se da por cierto que hay antípodas y, si las hay, han de tener su sol igual que nosotros.
»Recuerdo que, estando en Saint-Cloud, se burló Anselme de mí por decir que el sol se iba a dormir en las aguas. Si hubiera sabido lo que he imaginado luego tras leer los versos de cierto poeta, le habría respondido adecuadamente. Me preguntó cómo era posible que el sol se pasase la noche dentro del mar en festines y descansando, y se encontrase al día siguiente del otro lado como si hubiera seguido caminando. Ahora estoy seguro de que hay dos soles que nos iluminan uno tras otro y, mientras uno duerme, el otro hace su recorrido. No me entretendré en demostrároslo aquí: necesitaría el compás y la regla. Buscad la razón de lo que os digo cuando estéis ocioso. Y, si me preguntáis por las distintas caras de la luna, os juro que no entiendo nada de los distintos aspectos del sol de los que me han hablado a menudo. Creo también que hay tres o cuatro lunas en el mundo, pues, de otro modo, ¿cómo puede ser que la veamos, ora redonda, ora cortada en dos? Hay que deducir que la luna y los cuartos son dos astros distintos.
—Conceptos tan buenos como los vuestros son dignos de admiración –dijo Clarimond–, me confieso vencido y, sin embargo, no me resisto a decir que, sea cual sea el ángulo desde el que se miren, lo cierto es que los pequeños mundos del pecho de Caritea nada tienen que ver con soles, visto que no pueden tener más habitantes que las pulgas.
—Es una injuria que digas tal cosa –replicó Lysis–, esos mundos están poblados de amores y de gracias.
—Me gustaría saber qué animales son esos que nombráis –contestó Clarimond–, pues todos los poetas y hacedores de novelas, al hablar de una joven hermosa, dicen que hay gracias y amores que vuelan alrededor de su cara. He mirado cien veces a las más amables imaginando que vería una infinidad de muchachitos alados plantarse sobre la nariz como en un bulevar, esconderse dentro como en casamatas y luego irse de escapada a su pelo, pero no he visto nada de todo eso.
—Eso solo se ve con los ojos de la mente –dijo Lysis–, ¿estás contento ahora? Y, si dudas de la dignidad de los dos soles del rostro de Caritea porque no cambian de sitio como los que corren por el zodiaco, has de saber que las cosas más estables son las que deben apreciarse más.
Tan buenos razonamientos no impidieron que Clarimond siguiera mofándose de Lysis; de modo que el pastor, no pudiendo soportar sus burlas, apretó su retrato con furia.
—Dejemos ahí a vuestra deidad metafórica –dijo Clarimond–, ya levantaremos en otro momento el plano de su templo. Quiero hablaros ahora de algo más necesario. Calmémonos un poco, os lo ruego.
p. 223En cuanto habló así todos los que allí estaban se sentaron en la hierba y, tras retomar la palabra, preguntó a Lysis si le permitía decir todo lo que quisiera; el pastor respondió que sí y Clarimond habló acto seguido en estos términos:
—Gentil pastor, me enoja ver vuestra mente poseída por infinidad de malas opiniones y, lo que es peor, que deseéis contagiarlas y comunicarlas a todos los que se os acercan. No habláis sino de metamorfosis y queréis hacer creer a Carmelin y demás pastores conocidos que un hombre puede metamorfosearse en fuente, en piedra, en árbol, en pájaro y en muchas otras formas. Tengo que purgar vuestro cerebro de esas extrañas fantasías y mostraros que, aunque las hayáis encontrado en muchos libros, no son más que puras fábulas. Quiero enseñaros de qué suerte se han puesto de moda en el mundo, con el fin de que reconozcáis vuestro error. Primero, lo que concierne a la metamorfosis acuática: antiguamente en la Arcadia el hijo de un rico señor se cayó en una fuente y se ahogó; sus padres tuvieron una pena grandísima, pero hubo un poeta que, para consolarlos y sacar algo de dinero, compuso versos en los que fingía que los dioses habían retirado al muchacho de entre los hombres para darle una condición mejor y que lo habían metamorfoseado en una fuente divina y sagrada. Luego, el pueblo supersticioso lo tomó por verdadero.
»Tiempo después, unos ladrones mataron a un hombre y lo enterraron en el campo; por casualidad, salió una flor de la tierra con la que lo habían cubierto, así que se creyó que los dioses habían hecho probablemente una metamorfosis con él. Otro, tras ser atravesado por flechas, fue cubierto descuidadamente de tierra sin que le quitaran los astiles y se supone que, al ser de leña verde y apta para brotar, echaron raíces fácilmente y luego ramas, de manera que se propagó que el cuerpo se había transformado en árbol. Hubo campesinos que dijeron lo mismo de otro muerto que habían enterrado, como si fuera un perro, al pie de un olmo para hacerlo reverdecer. A cierto viajero que iba por el campo se le vino una montaña encima y ya no se le vio más; los que sabían por dónde andaba, al no dar con él y encontrar en su lugar una montaña pequeña al lado de la grande, imaginaron que los dioses le habían dado esa forma. En cuanto a los que se suponen transformados en animales salvajes, sabed que eran gentes que se cubrían con pieles de lobo para que los tomaran por licántropos, o se habían puesto pieles de león o de cualquier otra alimaña para correr por todas partes, metiendo miedo a los niños y llevando a cabo crueldades sin cuento.
»Por lo que hace a las metamorfosis de hombres en pájaros, aunque no se pueda decir que hayan salido de disfraces semejantes, pues apenas hay aves que no tengan el cuerpo más pequeño que nosotros, sí se puede encontrar el motivo y os voy a dar un ejemplo tan gracioso como verdadero. Había una vez en una provincia de Grecia un hombre taimado y malvado, de nombre Cuervo en su lengua, al que perseguía con ahínco la justicia del lugar por haber cometido infinidad de hurtos y adulterios. Los arqueros lo divisaron a lo lejos en una campiña y se pusieron a correr tras él, pero tenía tan buenas piernas que llegó hasta un soto y allí se encontró al borde de un río al que decidió arrojarse para salvarse. Se desvistió rápidamente y se metió en lo más profundo del agua, donde podía mantenerse mucho tiempo, pues era uno de los mejores buceadores del mundo. Al llegar los arqueros a la orilla no vieron más que sus ropas, en las que se había posado por casualidad un pájaro grande y negro; se acercaron despacio e imaginaron que era el que habían querido atrapar, pues, siendo capaz de cometer toda clase de maldades, igual podía ser mago que ladrón y, con sus encantamientos, haber cambiado su cuerpo primero en el de ese pájaro; de otra manera no podían comprender cómo había desaparecido.
p. 224»El pájaro, por su parte, después de oírles un tiempo mientras los miraba fijamente como si se burlase de ellos, salió volando en cuanto estuvieron a diez pasos de él: en vano le lanzaron flechas y corrieron de un lado a otro para localizarlo. No pudieron sacar nada en claro y se vieron obligados a regresar a su ciudad para decir a los jueces cómo el ladrón se había metamorfoseado. Desde entonces, el pájaro que se creía había tomado su forma se denominó cuervo por su nombre y, si se lo veía ir a los cadalsos para alimentarse de carroña, se decía que era porque los dioses, justos castigadores de los crímenes, ordenaban que, a pesar del cambio de naturaleza, estuviese casi siempre en el lugar en el que merecía acabar su vida y que solo podía vivir de la carne de sus semejantes. En cuanto al ladrón, después de estar largo tiempo en el agua, pensó que sus perseguidores se habrían alejado y, al volver a la orilla, no encontró ya sus ropas, pues uno de los arqueros se las había llevado para mostrarlas a todos como una maravilla. Este hombre miserable, viéndose desnudo, atravesó el río y, cuando llegó a la región que estaba del otro lado, se escondió en un bosque, donde vivió algún tiempo como un salvaje y, finalmente, se retiró entre unos leñadores con los que pasó el resto de sus días como un desconocido, encantado de oír decir a alguien que ya no lo contaban entre los hombres.
»La metamorfosis que se imaginó de él fue en verdad excelente y totalmente alejada de las demás, pues no hubo necesidad de su ropa para hacerla y los griegos creían que se había despojado de ella para transformarse más fácilmente. Por el contrario, Lysis, Ovidio y los demás poetas no quieren que la ropa quede exenta de la metamorfosis. Si cambian a un hombre en animal y los gregüescos son de paño o de raso, es para hacer pelo o pluma y, si quieren metamorfosear a una italiana en pájaro, las grandes manchas de su zamarra servirían para hacerle alas; y una mujer norteña con su gabán guarnecido de pieles sería una corneja albardada. Si se quiere, encontraré el origen de muchas otras metamorfosis, pero no creo que sea necesario. Lysis está convertido a medias; tiene que abandonar el error en el que ha estado tanto tiempo, de otro modo acabaría poniéndose en peligro de muerte por hambre o por sed: al imaginar que todo lo que viera en la tierra habría sido antaño hombre, no osaría siquiera beber agua por miedo a beber sangre, ni comer aves ni otros animales o frutos, temiendo morder las nalgas de alguno de sus parientes.
Con esto terminó Clarimond su relato, pero, si hubiera dependido de Lysis, habría sido más corto porque, no pudiendo soportar oírlo hablar así, quería interrumpirle todo el tiempo, y lo habría hecho sin el pastor Philiris, que le imponía silencio cada vez que iba a abrir la boca. Finalmente, respondió como sigue:
—Imprudente Clarimond, no sé qué pensar de ti si no dejas de burlarte de los misterios sagrados y no das por buenas las cosas verdaderas. No quieres creer que puedan hacerse metamorfosis y, sin embargo, me has visto desde hace un tiempo cambiado en árbol y has oído, además, la historia de las hamadríadas y de las ninfas de las fuentes de esta comarca que han venido a mi encuentro. ¿Vas a negar esto, con los buenos testigos que tengo?
—Sigo jurando que habéis sido transformado en árbol tanto como yo, ya que me importunáis –replicó Clarimond.
—¿No puede desmentirte Carmelin? –respondió Lysis.
—Os ruego que no me metáis en este asunto –dijo este–, soy un hombre muy pacífico.
—Entonces vos, Fontenay –prosiguió Lysis–, confirmad a Clarimond que es verdad que me he transformado en árbol y declaradlo también a Philiris y a los demás forasteros llegados recientemente, para que no me tomen por un impostor.
p. 225—No sé nada de todo eso más que por el relato que me han hecho –contestó Fontenay–, no estaba en la región durante esa aventura; había ido a un pueblo del que volví ayer. Pero os diré de pasada que hay muchas personas que tienen las metamorfosis por ficciones y que ni siquiera creen que haya divinidades en los bosques o en las aguas. En cuanto a mí, creí algún tiempo que las había y ahora no sé si debo mantener la misma opinión. Daba, sobre todo, por cierto que había náyades y, si queréis, os diré por qué motivo tenía esa fantasía.
—Os escucharé con toda calma –respondió Lysis–, habrá seguramente en esta historia algo que conmoverá a los incrédulos.
—Sabed, pues –continuó Fontenay–, que el sol no había dado aún catorce vueltas a todo el zodiaco desde mi nacimiento cuando los calores abrasadores del estío me dieron ganas de ir a bañarme al río Marne, que solo estaba a una legua de mi casa. Quise una noche disfrutar de ese placer que no había probado nunca, pero no hice más que inflamarme en lugar de refrescarme. Nada más entrar en el agua hasta la cintura, vi a una joven que se bañaba también y, al querer abrazarla, se metió en una isla donde se escondió tan bien que no la vi más. Tenía tanto miedo de ahogarme que no me atreví a ir más adelante, así que esta pérdida me afligió mucho. Miré por todas partes por si veía alguna barca en la que se hubiera subido, pero no di con ninguna y, si la había, tenía que estar del otro lado de la isla. Eso me hizo creer que a quien había encontrado no era una criatura mortal y, recordando distintas divinidades de las que había oído hablar a mis preceptores, imaginé que era una náyade, visto que sabía nadar tan bien como un pez. A pesar de no haber podido distinguir los rasgos de su cara, era tan impresionable que me los había figurado extraordinariamente hermosos y avivaba una pasión que parecía no apagarse jamás. Después de vestirme, todo mi consuelo fue acostarme en la orilla y derramar muchas lágrimas que se iban a acrecentar las aguas de mi ninfa.
»Las estrellas se aprestaban a caer del otro lado del hemisferio y la noche retiraba poco a poco las cortinas con las que cubre la cara del cielo, cuando me acordé de que había un mago que habitaba cerca del lugar y del que podía esperar socorro, si era posible recibirlo. No había pastores en todo nuestro vecindario que no tuviesen cuidado, si las ovejas abortaban, de desollar el cordero nonato y de llevarle la piel para hacer pergamino virgen. Las mujeres que ayudaban a facilitar el parto de las demás no dejaban de coger las membranas fetales con las que nacen algunos niños. Los cazadores, acostumbrados a cazar toda clase de pájaros como en las demás regiones, solo cazaban murciélagos y algunos otros animales malditos, y todo para servir a los encantamientos de Zenocrite, pues tal era el nombre del mago. Había oído decir que sacaba a los dioses del trono, que rompía las puertas de los infiernos y que devolvía los ríos a su fuente para asombro de las orillas. Además, circulaba el rumor de que tenía por toda riqueza solo un escudo de oro, pero que estaba encantado, de tal suerte que, cuando se lo daba a un mercader en pago de algo, siempre volvía a su bolsa, en la que se encontraba mejor que en cualquier otra parte. Se tenía por cierto también que dando un fuerte golpe en el pilar de una mesa hacía salir vino y que, si iba después al mercado, sucedía que el vino había disminuido en algún almud porque lo había hecho transportar a su casa por magia. En lo que hace a la curación de enfermedades, no temía a ningún médico y se las quitaba a sus amigos para enviárselas a sus enemigos, con el fin de no contrariar al destino que ordenaba que hubiese algún enfermo. Es verdad que yo no quería que me curase enteramente de la enfermedad que padecía: me era tan agradable que me bastaba con recibir algún alivio. Me fui, pues, a llamar a la puerta del mago antes del día y él, que estaba ya en el estudio, me vino a abrir de inmediato.
p. 226»Vi a un anciano con una barba tan larga que, salvo una punta que había dejado en el medio, había trenzado muchos de los pelos para hacerse un cinturón. Esto era extraño, pero me quedé todavía más asombrado al notar que tenía tantas arrugas en la cara, unas en línea recta y otras oblicuas, que parecían caracteres de magia que el tiempo había trazado para hacerle amo de la muerte y la vida. Desde que me dio los buenos días, temblé como un junco en el borde de un estanque al son de su voz ronca que parecía venir de los infiernos por algún abismo. Luego me habló más suavemente y me tranquilizó diciéndome que no temiera nada; que era tan amado del cielo que encontraría el socorro que buscaba y que veía claramente que mi mal era un mal común de la juventud, a saber, el del amor para el que tenía toda clase de remedios. «Lo habéis adivinado», le respondí, «es verdad que estoy enamorado, pero no es de una joven mortal, es de una náyade que vi ayer noche en el río y que no pude avistar luego, aunque esperé hasta ahora mismo. Dadme la alegría de verla una vez más antes de morir y os daré tal recompensa que quedaréis tan satisfecho como yo».
»Zenocrite me prometió hacer lo que le pedía y, tras llevarme a una habitación donde no se veía ni gota, me desnudó y me volvió a vestir después profiriendo en todo momento unas palabras bárbaras. De allí me llevó al patio en el que hizo un círculo, encendió tres velas, me echó un velo sobre la cabeza y leyó un rato su libro de magia. Luego, me cogió de la mano y me hizo caminar bastante, velado como estaba y, tras hacer que me arrodillara, me quitó el velo de la cabeza y me dijo que me encontraba donde deseaba y que tenía el poder de estar dos horas con mi amada. Huyó de mí de inmediato, como si no quisiera ser testigo de mis escarceos amorosos, pero los embrujos recientes me habían desconcertado tanto que tardé en darme cuenta de que me hallaba en la orilla del Marne. Al echar la vista a las aguas, que eran muy claras en aquel sitio, vi dentro a la ninfa más hermosa que se pueda imaginar. Llevaba un tocado de gasa plateada con pliegues y un vestido azul. Imaginé en el acto que era mi náyade y que debía emplear el tiempo en ganar sus favores, ya que los encantos de Zenocrite habían funcionado tan bien. «Bella náyade», le dije con arrobo extremado, «bien veo que el decoro os obliga a aparecer así vestida a los ojos de los hombres, pero no puedo evitar decir también que me habríais gustado mucho más si hubierais aparecido ante mí completamente desnuda como ayer noche, pues ahora que llega el día habría recibido una alegría inmensa al contemplaros así. Dado que el honor de la belleza no consiste sino en hacerse ver, ¿por qué os escondéis con tanto cuidado?».
»Le hablaba así creyendo que me contestaría, pero no me respondió y se limitó a observarme con mirada lánguida. La había visto mover los labios, pero su voz no llegaba a mis oídos, así que supuse que era el agua la que lo impedía. Esto hizo que le dijera: «Salid del agua, bello sol mío, que el sol del mundo sale también. Venid a iluminar nuestra tierra donde seréis adorada por todos los hombres. Dadme la mano y os ayudaré a elevaros». Diciendo esto, besé mi mano derecha y se la presenté. Al mismo tiempo, besó ella su mano izquierda y me la ofreció también como si quisiera venir a mí; pero, aunque mis dedos parecían estar muy cerca de los suyos, no pude tocarlos y esto me desesperó lo bastante como para golpearme con el puño en el estómago. La ninfa realizó la misma acción para participar de mi dolor y eso despertó tal gratitud en mí que me puse a llorar y me pareció que ella lloraba también. «Esto es demasiado descorazonador», le dije entonces, «he de ir hasta vos, hermosa mía, ya que no podéis venir a mí» y, dichas estas palabras, me lancé al medio del agua que no era profunda; pero, al hundir mis dedos y no encontrar más que grava y arena, me retiré súbitamente. Mirando entonces el agua que había enturbiado, no vi ya a mi náyade y su pérdida me causó tanto pesar que me tumbé en el suelo como si me aprestara a morir.
p. 227»Finalmente, como mi dolor se había apaciguado un poco y no tenía la mente ocupada en mirar las aguas, me observé a mí mismo. ¡Oh, dioses! ¿Puedo contarlo todo? Vi que tenía un vestido de mujer y, al llevar la mano a la cabeza, me encontré con un tocado parecido al de la náyade. Eso me hizo reconocer el engaño de los embrujos de Zenocrite y comprendí que el rostro que tanto había admirado era el mío que no había reconocido por estar disfrazado. Regresé al río menos triste que antes y, al volver a ver a la misma figura, le hablé de esta suerte: «Todos me reconocerán que este rostro es agradable y yo me sentiría muy feliz si encontrara una joven que tuviera uno tan hermoso. ¡Que a Dios le plazca que sea así! ¿Pero por qué desear tal cosa? ¿Hay algo mejor que ser amada y servidor todo junto? En todo momento podría ver la belleza de la que estoy prendado. Si suspiro, ella suspira; si río, reirá también; si le doy algo a mi ninfa, nada se perderá, pues me lo estaré dando todo a mí mismo; si tengo mucho cuidado en conservarla, me conservaré con ella. No tendré miedo de que me traicione, pues no tendrá nunca pensamientos que me sean desconocidos y los celos que poseen a tantos amantes no me alcanzarán. Veo a muchos otros que están indignados por tener rivales, pero nada me complacerá más que tenerlos. Así, como nada me puede afligir en mi amor, viviré muy contento siempre y, si se me objeta que peco contra las leyes comunes de los hombres, diré que el pájaro más hermoso que haya dado la naturaleza, que es el ave Fénix, se conforma con amarse a sí mismo y no busca ningún otro objeto para su afecto»170.
»Hice una larga pausa después de estas palabras y, mientras me entretenía en observar mi bonito rostro, llega Zenocrite y me pregunta si no he mirado bastante a mi amada y si no quiero volver a su casa. «Su vista me ha satisfecho por entero», le respondí, «pero quisiera oírla hablar también. No he podido conseguir que rompiera su silencio». «Interrogadla», me dijo, «y os responderá infaliblemente». Eso me despertó la curiosidad de poner a prueba sus conocimientos y, volviéndome de repente hacia el agua, dije: «Hermosa ninfa, ¿puedo estar seguro de que recordaréis al amante más perfecto entre los vivos?». Entonces oí una voz débil que parecía venir de una legua más allá y que me dijo: «Ten por seguro que el mismo dardo que ha herido tu corazón ha herido igualmente el mío». Me quedé tan pasmado que me volví casi tan insensible como un tronco. Zenocrite me volvió a poner el velo en la cabeza y, tras asegurarme que su encantamiento había finalizado, me llevó a su casa sin que hablase yo por nada del mundo. En realidad, no acertaba a saber si lo que había visto era una ninfa o solo mi imagen; la ropa con la que estaba vestido me daba a pensar que era un engaño; en cambio, la voz que había oído me hacía creer que era algo verdadero. Una vez en la cámara oscura de Zenocrite, me quitó las ropas de mujer y me puso las de hombre pero, aunque me diese cuenta de todo eso, no tuve el valor de acusarlo de impostura.
p. 228»Mi consuelo era que en todo momento me había complacido, dándome la idea de amarme a mí mismo, así que, al salir de su casa para regresar a la mía, le di un diamante en pago. Ese mismo día hablé con un gentilhombre amigo mío, quien me aseguró que era el embustero más grande del mundo y que, entre otras sutilezas, tenía la de hacer salir una voz profunda de su estómago con la boca cerrada, como si hubiese hablado otra persona bastante alejada de él, y que por ese medio engañaba a muchos, dándoles respuesta a lo que deseaban como si fuera un demonio o el alma de algún fallecido. Recordé haber oído decir que había antiguamente adivinas que hablaban con el vientre, de suerte que pensé que Zenocrite tenía el mismo poder; no obstante, seguía pensando en el placer que me había dado, por lo que no le deseé ningún mal y, olvidando la belleza de la náyade que no había visto claramente, solo admiré ya la mía. Ya no tenía ni padre ni madre y vivía con total libertad. Encargué trajes de mujer que me ponía habitualmente y, encerrándome en mi habitación, donde había un espejo de cuatro pies de alto por tres de ancho, me contemplaba de los pies a la cabeza. Estaba maravillado con esta visión, aunque todo mi bien cupiese en la superficie de un cristal y hubiese preferido fijar los ojos en otro lado que no fuera mi cara para poder mirarla al natural. De todos modos, como mi fiel espejo me la reproducía con toda simplicidad, la imagen de su belleza llegaba hasta mi corazón, donde se conservaba. Así es como quedé prendido de un amor extraordinario y, si habéis prestado atención a la aventura que le dio comienzo, deduciréis que el primero que se atrevió a decirme que existían las náyades las había visto parecidas a la mía.
—Bien podría ser –dijo entonces Philiris– que algún poeta hubiese divisado a alguna joven en un río o bien que un idiota, metiéndose en el agua, creyese que su imagen era otra ninfa. En cuanto a vos, creo que habéis intentado renovar la fábula de Narciso, pero no habéis hecho, al menos, nada tan tonto como él. Si no os reconocisteis cuando os mirasteis al principio y tomasteis por una ninfa la imagen que veíais, era porque habíais cambiado de traje; pero Narciso, que no llevaba otra ropa distinta de la suya, tomaba su representación por alguna bella diosa. Si fuera verdad, diría que ese joven se había vuelto loco, pero como es falso diré que el poeta que lo inventó no tenía juicio: pongamos el caso de que los espejos no se usaran en la región de Narciso y de que no hubiera tampoco estanques ni sartenes en casa de su madre, en el fondo de las cuales habría podido mirarse; precisamente él, que era cazador y vivía en los campos, ¿no se había mirado jamás en una fuente? ¿Había vivido hasta los dieciséis años sin encontrar una? Y, si la había encontrado, como es obligado creer, ¿por qué admirar su rostro como algo nuevo e imaginar que había una ninfa debajo del agua? Si hubiera cometido esa necedad a la edad de ocho años, se le habría permitido. Bien se ve que, para hacer que su aventura sea verosímil, habría que acomodarla a imagen de la del pastor Fontenay.
—No estoy de acuerdo con todo eso –replicó Lysis–, pues, en primer lugar, no quiero que se reforme lo que la antigüedad creyó de Narciso; sobre todo, porque le pudo suceder una forma de amarse a sí mismo y a Fontenay otra; todas las vidas de los hombres son diferentes y, en consecuencia, sus historias son más agradables. Por lo que se refiere a las náyades, a pesar de que Zenocrite engañara a este amable pastor y le hiciera ver su imagen en el agua en lugar de una ninfa, eso no quiere decir que no las haya. La beldad que vio por la noche era una y estoy seguro de que la reconoció después. Así que dejemos que prosiga su historia y veremos qué deparan sus amores.
p. 229—Os he contado hace un momento –respondió Fontenay– que fue a una edad temprana cuando creí que había náyades. Seguiré, no obstante, vuestro consejo por deferencia y, continuando con mi historia, os diré que, habiendo cogido la costumbre de vestirme de mujer, solo llevaba trajes de hombre cuando estaba obligado a mostrarme en público, aunque me pesaban en los hombros. Una vez que estaba en la ventana, pasó un caballero de la región llamado Alcidamas y, al verme, se imaginó que era la joven más hermosa que hubiese visto nunca, de modo que se enamoró perdidamente de mí y vino a mi casa con cincuenta espadachines para raptarme. Mis sirvientes, que estaban acostumbrados a verme disfrazado, le dijeron que se equivocaba al buscar una muchacha y que no había ninguna en toda la vivienda. Subió, sin embargo, hasta mi habitación en la que estaba tan atento en mirarme al espejo que habría podido abrazarme antes de verlo. «Bella joven», me dijo, «basta de consultar al espejo, tenéis tantos atractivos que no se pueden añadir ya más. No penséis más en preparar armas que causen nuevas heridas, curad solo las que ya habéis infligido». Entonces me cogieron cuatro de sus esbirros y me llevaron, muy a mi pesar, a un carruaje en el que se metió él también.
»Durante el camino no hice otra cosa que llorar y recuerdo que me lamentaba en estos términos: «¿Es necesario que me secuestren sin llevar conmigo lo más preciado que tengo? ¡Oh! Fiel testigo de mis amores, ¿he de estar ausente de vos de aquí en adelante? ¿Tengo que darle un adiós eterno a esa amada que me hacíais contemplar en todo momento? En vos la veía y en vos me veía también. Parecía que hubiera pasado todo entero dentro de vos e, igualmente, creía que os tenía enteramente en mí, hasta ese punto mi pensamiento estaba lleno de vuestro objeto». Repetía insistentemente estas palabras, queriendo hablar de mi espejo, pero no se las explicaba a Alcidamas, que no las podía tomar más que como enigmas. Me preguntaba a veces qué motivo tenía para quejarme, visto que solo obtendría cosas buenas de él con toda seguridad; pero no conseguía ninguna explicación de mí, salvo que yo exclamaba de esta manera: «¡Ay, miserable! He perdido a mi amada y a mi servidor a la vez. Mi rostro se veía en el de mi servidor y en mi rostro se veía el de mi amada, pero un solo momento ha arruinado nuestros amores recíprocos». Al oír esto, Alcidamas creía que la indignación por verme raptada me había vuelto loca y, una vez en su castillo, me llevó junto a un gentilhombre al que trataba de hermano y le rogó que intentara devolverme el juicio.
»Me tenía en tan poca estima que, alejado de mi espejo, había creído alejarme de mí mismo, aunque siguiese llevándolo allí donde iba; pero, tras poner los ojos en el espejo de Ifis, el hermano de Alcidamas, reconocí con claridad que mi cara, la cual por reflejo era un objeto en sí misma, no era ajena a la belleza que adoraba. Me consolé en el instante en que me puse a soportar y a acariciar con los ojos a mi amada habitual, sin pensar en Ifis, que me miraba atentamente. Este joven parecía tan alegre y voluptuoso como su hermano, y me quedé asombrado cuando se abalanzó amorosamente a mi cuello diciéndome: «Mucho me despreciáis, preciosa, dejándome por este espejo, ¿no soy más digno de vuestras miradas que él? Si queréis miraros, miraos en mis ojos». Aunque Ifis fuera bastante guapo, no parecía que lo fuese tanto como mi ninfa, así que lo rechazaba todo el tiempo para que no me impidiera poner los ojos en su espejo. Al llegar la noche, quería seguir mirándolo a la luz de la vela, pero me hizo acostar y, cuando yo creía que había salido de la habitación, vino a acostarse junto a mí diciéndome, como si me hubiera leído el pensamiento: «Hermosa joven, si es verdad que solo os amáis a vos, no me podéis odiar ya que es a vos a quien amo». Imaginé que Ifis tenía razón y, al tocarle el pecho, supe que era una muchacha. Entonces recibí sus besos sin emocionarme, como si vinieran de parte de la amiga de mi amada. No pensaba que hubiera mal en ello, como si hubiera recibido las mismas caricias de su hermano porque me creía mujer tanto como ella; y, sin embargo, le confesé muy pronto que era un hombre o, por lo menos, hermafrodita.
p. 230»No os diré si le dio vergüenza porque la oscuridad me impedía ver si se sonrojaba, pero sí mostró cierto asombro con una suave queja: al fin, convirtió toda su pasión en alegría y se atrevió a decirme que en verdad al muchacho que era ella le hacía falta una muchacha como yo. Me confesó también que, aunque su hermano fuera muy poderoso, no lo era tanto como cierto príncipe que se había propuesto emplear con ella la misma violencia que Alcidamas tenía con otras, de modo que, por temor a ser raptada alguna vez que se encontrara sola en el castillo o paseando por los campos, se le había ocurrido disfrazarse de hombre. Después de su relato me instó a que le contara por qué motivo me había vestido de mujer, pero le hice saber que no quería revelar mi secreto. Por la mañana volvimos a ponernos nuestros trajes falsos y, tras mirarme un tiempo con gran complacencia, fui a pasear al jardín con Ifis. Encontré una puerta abierta que me llevó a un prado donde pacían muchos animales. Entre otros, vi a una yegua en la que monté como jugando, pero, cogiéndole las crines en lugar de las bridas y apretándole en los costados, la hice correr de tal manera que Ifis me perdió de vista de inmediato. Se dirigió a los suyos para ordenarles que me atrapasen, pero no fueron lo bastante rápidos: no sé si le causó mucho enojo mi pérdida ni si su hermano, al volver, tuvo aún más, el caso es que no volvieron a importunarme en mi casa, a la que me retiré como en un asilo y fortifiqué mejor que antes.
»Aumentó el afecto que tenía por mí mismo y busqué todos los medios posibles para procurarme placer en mi vida solitaria. Tenía siete u ocho tipos de vestido que gustaba de intercambiar y, habiendo dejado crecer mucho mi pelo, pasaba días enteros rizándolo sin necesidad de una falsa peluca. En ocasiones, recostada en un lecho verde ante el espejo, me entretenía en tocar el laúd y en cantar melodías que había compuesto en alabanza propia, y mi gran pasión me hacía imaginar que la armonía provenía de la música que veía y no de mí. Pasé a vestirme solo de mujer y mis servidores, para no contrariar mis deseos, me trataban más bien de señora que de señor. Los de fuera, al no oír hablar ya de Fontenay, creían que estaba muerto o que se había ido de viaje y, en cuanto a la joven que permanecía en su casa, pensaban que era su hermana. Durante las horas en que miraba por la ventana siempre pasaba algún gentilhombre con el propósito de verme, tan grande era la fama de mi belleza, y alguno hubo con ganas de pedirme en matrimonio.
»Un día vino a casa una dama que dijo a mi gente que tenía que verme obligatoriamente. Apenas me mostraba ya a la ventana, así que solo me podía ver en mi habitación, lo que no deseaba permitirle, pues tenía miedo de que fuera un hombre disfrazado de mujer que viniese a raptarme o alguna joven que, sabiendo que era un hombre, viniera para que me enamorase de ella. Estuvo un tiempo a mi puerta rogándome que le abriera, pero no quise hacerlo hasta que declarase sus intenciones. «Has de saber, hermosa y solitaria ninfa», me dijo, «que me llamo Théodore y, como todo el mundo me ha reconocido una belleza sin igual, mi vanidad me lo ha hecho creer hasta ahora. El rumor general me dice, sin embargo, que tu hermosura es admirable y no tendré nunca bien alguno hasta ver si eres más bella que tantas otras a las que he sobrepasado». Yo, que imaginaba que mi rostro era el más hermoso del mundo y que iba contra el honor de mi amada soportar la presunción de Théodore, que se consideraba insuperable, le prometí dejarla entrar con tal de que me jurase que solo estaría conmigo un cuarto de hora. Después de que me lo jurara le abrí la puerta, pero, ¡oh, dioses!, ¿qué milagros no vi en ella?
p. 231»Tenía tales encantos que quedé embelesado y comencé a temblar de asombro, reconociendo que no tenía nada que se le pareciera. A pesar de ello, como seguía guardando cierta terquedad en mi corazón, pensé que era que no me acordaba de mi belleza y recurrí de inmediato al espejo; pero ¡cuánta desigualdad percibí! Además de que el rostro de Théodore era más hermoso que el mío, mostraba su pecho al descubierto, donde dos bolas más más blancas que el alabastro eran por sí solas capaces de hacerme perecer, considerando que estaba desprovisto de semejante belleza. Me emocionó tanto que eché una rodilla a tierra ante Théodore y le dije: «Bella diosa, tened por seguro que habéis vencido hoy a la criatura más orgullosa del mundo». Me levantó de inmediato y, convencida de estar muy por encima de mí, se puso a contar con insolencia cuántos triunfos más había logrado. Hizo que me mirara incluso una vieja solterona que la acompañaba y que debía confesar a todo el mundo que no era más hermosa que su ama. Me dejó luego, por mucho que le rogase permanecer conmigo el resto del día, diciéndome que no quería romper su juramento.
»Así fui privado bien pronto, por mi propia falta, de su amable vista, pero su imagen se quedó tan grabada en mi mente que ya no quise mirar la mía en el espejo. Por ella me olvidé de mí mismo y, harto de ser amante y amado todo junto, decidí apasionarme por algo más tangible que una sombra. Maldiciendo ese espejo que me había encantado durante tanto tiempo, cogí un bastón y lo rompí en más trozos que veces me había mirado en él. Quemé también todos mis vestidos de mujer, imaginando que para que me amara Théodore tenía que parecer hombre; y, verdaderamente, este cambio de humor me venía a propósito, pues ya no podía seguir escondiendo mi sexo por más tiempo, visto que empezaba a tener pelo en las mejillas y tenía que afeitarme todas las mañanas. Hacía tanto que no me vestía de hombre que me costó habituarme: abandoné, no obstante, mi soledad y me mostré a todo el mundo, de manera que se pasó a hablar solo de Fontenay y no se volvió a saber qué había sido de su hermana. Mis primeras visitas fueron a Théodore, a quien hablé de amores, pero la encontré tan cruel que deduje que no podría conmoverla con remedios naturales. Fui, pues, donde Zenocrite, cuya reputación había aumentado considerablemente y, tras declararle mi pasión, me prometió socorrerme mucho mejor que cuando amaba a una náyade, porque es más fácil ganarse a una persona que a una divinidad. Más que sus embrujos me encantaron sus zalamerías y mi confianza en él era tal que no había sueño que no le contase para obtener la explicación. No veía pájaros en el aire de los que no le dijera el número y le hacía recuento de todos mis pensamientos y acciones para sacar los presagios. Y, si quería volver a casa de Théodore, él miraba en algunos libros y hacía ciertos sortilegios para saber si ese día sería feliz para mí.
p. 232»Con todo, no parecía que prosperaran mis asuntos y solo me alimentaba de esperanza; así que, recordando que tenía un primo en las inmediaciones, el cual estaba considerado buen conocedor de la magia, decidí ir a verlo y reanudar el parentesco que mi padre había descuidado. Visité a Hircan, al que conté todos mis infortunios. Me advirtió de que me guardara de las imposturas de Zenocrite, mientras que él, que está provisto de una verdadera y saludable doctrina, me dio una hierba que me hizo ser amado de Théodore como si la hubiera puesto en mi boca hablando de ella. Para vengarme del falso mago y devolverle humo por humo, a instancias de mi querido pariente, le regalé un librito hecho a conciencia, que contenía el secreto para encontrar tesoros. Se alegró de esta recompensa y, por miedo a que quisiese participar en sus riquezas, se marchó fuera de la provincia a practicar esos secretos fútiles, pensando que no estaban a mi alcance. Luego me casé con Théodore, para contento de todos nuestros conocidos, que se regocijaban de ver al guapo casado con la guapa, y hemos llevado desde entonces una vida absolutamente deliciosa. Y si he dejado momentáneamente a mi querida esposa ha sido por negocios importantes que tengo con mi docto primo. Y en lo que hace a Caritea, de quien presumí una vez que me amaba en presencia de su fiel amante, este no tiene de qué estar celoso, pues el error y la vanidad me hacían hablar entonces: creo que Lysis se ha dado cuenta y que, habiendo firmado ayer la paz, no me deseará ningún mal en adelante.
Fontenay puso así fin a su historia, que había contado titubeando y retomándola varias veces después de haber dicho algo, como si le costara mentir. Clarimond, que no había dejado de reír en todo momento, le dijo entonces:
—¿Terminasteis ya el cuento? ¡Magnífico! Nunca oí nada tan impertinente: nos habéis dado a conocer que habéis sido en otro tiempo el mayor hipocondríaco y el loco más melancólico que haya existido en la tierra.
—Insolente Clarimond –replicó Lysis–, ¿no vas a dejar de ofender a la gente honrada? ¿No yerras al censurar a este pastor por haberse amado a sí mismo, si se sabe que fue grande su hermosura en la adolescencia y yo mismo, al vestirme de mujer en casa de Oronte, me amé también? Me han brotado lágrimas de los ojos con el relato de su aventura, que me ha conmovido mucho. Solo me molesta una cosa. Igual que se acostó con Ifis disfrazada de hombre, desearía con todo mi corazón que, para que la historia fuera perfecta, su Théodore se hubiera disfrazado así y que sus padres, al verlos semejantes en belleza y en riquezas, hubieran decidido casarlos. Fontenay, tomando a Théodore por un hombre, habría rehusado tales nupcias y Théodore, tomando a Fontenay por una mujer, habría intentado también evitar esta unión, creyendo no recibir jamás contentamiento. Sus lamentos habrían sido recíprocos y, sin embargo, una vez en el lecho nupcial, habrían encontrado que tenían con que darse placer uno a otro y, por la mañana, no tendrían que hacer más que cambiar de indumentaria para que todo estuviera en orden: Théodore cogería la ropa de Fontenay y Fontenay la de Théodore. Eso habría valido tanto como la metamorfosis de Ifis, marido de la hermosa Yante171.
—Esa idea es buena –dijo Fontenay–, pero no pensemos en ello, ya que lo que está hecho no puede revocarse. En cuanto a la insolencia de Clarimond, sufrámosla como la de una mente contradictoria que no puede oír nada que le plazca; me alegraré mucho si Philiris quiere molestarse en contar también su historia para ver si habrá algo que corregir.
—Que nos dé esa distracción –dijo Lysis–, le conjuro por los ojos de su amada.
—No puedo negarme cuando me acucian con tan buenas maneras –contestó Philiris–, preparad, pues, vuestros oídos y oiréis lo que tenía ganas de contaros desde ayer.
p. 233—Mientras decía esto Philiris, Lysis dejó su sitio y fue a colocarse en otro lado.
—¿Qué hacéis? –le dijo Fontenay–. ¿Habéis encontrado muy duro el suelo en ese lugar?
—Hay aquí un secreto y no pequeño –respondió el pastor–, me extrañaría que pudierais comprenderlo antes de que os advirtiera: mi idea no tiene nada de vulgar, así que la quiero revelar para dar a conocer que un enamorado como yo no puede concebir nada que no sea raro. Debéis saber que he pensado que en mi primer sitio le daba la espalda al castillo de Oronte donde se aloja Caritea y eso me parecía ir contra el decoro; por eso me he plantado rápidamente aquí donde creo estar en tan buena situación como para ver fijamente la morada de mi bien. Aun cuando tuviera todos los instrumentos de matemáticas del mundo no podría colocarme mejor. Lo puedo sentir ahora, pues encuentro el aire de este lugar más suave que en el otro y me parece que el céfiro me trae a veces un olor musical, que viene del aliento de mi amada. A partir de ahora quiero orientarme hacia ella con la misma testarudez que el imán apunta al norte. Ya sea en el lecho, a la mesa, en barco o en carruaje, quiero respetar siempre esto.
—El propósito es bueno –dijo Philiris–, pero encuentro algo que objetar y es que, cundo estéis lejos de Caritea, ella podrá cambiar de sitio y daros la espalda, de suerte que os equivocaréis al mirar hacia un lugar donde no estará, sin que podáis apreciarlo. De todos modos, creo que vuestra buena voluntad será siempre considerable.
—Hay más –dijo Lysis–, ¿no veis que no me puedo equivocar en esto porque conozco por el viento de qué lado está mi amada?
—Es una explicación que nos satisface enteramente –replicó Philiris–, pero es tiempo de cambiar de discurso si queréis que os cuente mis aventuras amorosas.
—Que el valiente pastor comience cuando guste –dijo Lysis–, no lo interrumpiré. Entonces Philiris contó su historia de esta suerte:
—Mi lugar de nacimiento –dijo el pastor– fue un pueblecito de Borgoña; allí viven todavía mi padre y mi madre, que son personas más notables por sus virtudes que por sus riquezas. Con todo, emplearon la poca hacienda que tenían en hacerme instruir como a los hijos de las mejores casas y, si hubiera dependido de ellos, las buenas maneras que adquirí me habrían aupado hasta los grandes. Pero, una vez en París para ocuparme de mis asuntos, no me entretenía más que en buscar amores sin parar. Era el mayor inconstante que haya existido jamás, pues, en el preciso instante en que iba a ver a una joven que había elegido como amada, tomaba el camino por una calle para ver también a otra de paso y no perder el viaje. Si había hecho unos versos para la primera, trataba de sacar el mismo tema para dárselos a la segunda y, habiendo compuesto en cierta ocasión una canción en alabanza de una morena, no había joven que lo fuese a la que no se la diera como si la hubiera hecho específicamente para ella, tanto que muchas resultaron burladas cuando, en un baile, se pasaron confidencialmente esa canción unas a otras. Amaba a las pálidas y a las morenas, a las gordas y a las flacas, a las altas y a las bajas; al ver a una me olvidaba de todas las demás y solo durante esa hora creía que era la más deseable. Cuando estaba lejos de todas, dejaba que se repartieran mi afecto y la que más pronto me venía a la memoria era la que se llevaba la mejor parte.
p. 234»Los tocados y los vestidos acrecentaban mi gusto por la belleza y a una jovencita que había amado cuando llevaba una cofia dejaba de quererla cuando le daba por ponerse una capucha. Había damiselas que solo me apasionaban cuando iban enmascaradas y otras por las que solo suspiraba si las veía en salto de cama. De unas solo apreciaba el pecho, de otras nada más que los ojos y de algunas nada que no fuera el talle o la nuca; hasta el punto de que, para contentarme, habría que haber cogido todas esas partes y componerme una belleza a mi gusto. La forma y el color de los trajes de mis amantes poseían, a mi entender, cierta gracia que nadie más que yo era capaz de apreciar. Los cabellos rubios cerca del terciopelo negro de una capucha y un cordón encarnado, anudado a un collar sobre una piel totalmente blanca, resplandecían de tal suerte que, fascinado, encontraba en ello un no sé qué que no sé cómo contaros y gustaba de todo eso como si hubieran sido anejos del cuerpo. Cuando algunas muchachas se quitaban el tocado o el vestido de color para ponerse la cofia y el vestido negro, se me antojaban flores que crecen poco a poco y, tras haber sido solo botones, acaban abriéndose, mudando a veces sus primeros colores.
»El fin de tantas y tan diversas fantasías llegó con el regreso a mi tierra, en la que encontré una preciosidad tan rara que hizo mudar mi inconstancia en fidelidad. No fue, empero, pensando en hacer fortuna, pues la inocencia de los pastores me complacía más que la ambición de la corte y me sentía muy dichoso en una tierra como la nuestra, donde la justicia imprimió sus últimos pasos al dejar la tierra, de manera que los más virtuosos acaban viniendo aquí siguiendo su rastro. Fue paseando por una aldea cercana a nuestro pueblo cuando vi en el quicio de una puerta a una jovencísima pastora cuyos encantos me arrebataron el corazón y la libertad. Mi mayor mal era que no conocía algo que me era muy conocido. Quiero decir que no sabía quién era esa preciosidad, aunque la viera en todo momento estando ella presente o ausente; finalmente, después de muchas averiguaciones, un pastor amigo mío, llamado Valère, me contó quiénes eran sus padres y que ella se llamaba Basilée, hermoso nombre que se quedó eternamente grabado en mi mente. ¡Ah, cielos! Cuánto me habría agradado saberlo y tener así el medio de llamar a la causa de mi amor para acusarla ante el trono de los dioses del mal que me infligía. ¿Qué explicaciones no di a ese nombre y qué anagramas no traté de encontrarle? ¿Queda alguna galantería en el lenguaje de la que no me apropiara? Cuando lo intento con la pluma, creería estar cometiendo un crimen si escribiera algo distinto al nombre de Basilée, así que todos mis papeles están llenos de él. Y si dejara ir mi mano sin pensar, esta no escribiría más letras que las que componen tan dulce nombre, de lo acostumbrada que está. No hace falta preguntar si lo puse en todos los versos que compuse, ni si creí que aportaba dulzura a su cadencia. En verdad he de reconocer que tenían además encantos suficientes para conmover a un bárbaro y que el amor me había enseñado más en quince días que lo que habían hecho en ocho o nueve años los profesores más doctos del mundo.
p. 235»A Valère le parecían también tan buenos esos versos que se los aprendía de memoria; mas, a pesar de todo, trató de distraerme de mi amor con estas palabras: «Vos, a quien hay que colocar entre las mentes más brillantes de Francia –me decía–, ¿tenéis que rebajaros ante una pastorcilla que apenas acaba de dejar sus muñecas? Cuando le deis vuestros versos, ¿creéis que va a saber si son mejores que los que cantan los carreteros yendo a trabajar? Se los enseñará a todas sus compañeras y les dirá sin discreción alguna que los habéis hecho vos, y ojalá que no se los acabe dando a la primera que se los pida, como si fuera algo hecho tanto para los demás como para ella». «¡Ah!, Valère», le respondí, «qué malvado sois al hablarme así. ¿No pensáis que Basilée entrará pronto en la edad de mostrar más prudencia y juicio y, además, no me habéis dicho varias veces que incluso ahora no posee una mente vulgar? Sabed que, aun cuando no hubiera más que niñez en sus palabras y en sus acciones, no dejaría de servirla. No podríais imaginar cuánto placer no obtendré al hablarle inocentemente de amor y contar con el honor de ser el primero en enseñarle qué es tener fuego en el alma y heridas en el corazón». Valère me confesó entonces que me había elogiado a Basilée y que era muy elogiable, pero que hubiera preferido que no fuera tan perfecta para no verme encantado con un amor que no prometía más que penas en su opinión. Rogué a los dioses que lo hiciesen mal profeta y no dejé de seguir conversando con él del mismo tema, al ser incapaz de optar por otro. Me contó que cinco o seis días antes de que viera a Basilée por primera vez llevaba todavía luto por su madre y que el vestido negro le sentaba muy bien. No sabría deciros el duelo que sigo teniendo desde entonces por no haberla visto con ese duelo.
»¡Ah, dioses todopoderosos! ¿Por qué no me la habéis dado a conocer antes? Si la hubiese visto de niña la habría querido tanto como ahora y, habiéndola servido más de lo que he hecho, me estaría más agradecida. Cuántos pensamientos no he tenido cada vez que he visto cierto retrato que se hizo de ella cuando solo tenía seis o siete años. ¡Ah, cielos! ¿No podía haber conocido a esta preciosidad a mis once o doce años también? Habría suspirado por ella desde entonces y dejado la compañía de los demás rapaces por la suya. ¡Qué feliz hubiera sido jugando con ella! La habría ayudado a vestir a las muñecas y habría vendido mis libros antes para llevarle todos los días peladillas y confites. Seguí teniendo infinidad de pensamientos infantiles e ingenuos que daban fe de mi pasión y, como tenía también en casa de mi padre el retrato de cuando yo era niño, muchas veces deseé verlos juntos, uno y otro, como si se hubieran casado. Se me antojaba que hacían muy buena pareja los dos niños, pero os confesaré que prefiero que sean los originales los que estén juntos, no los retratos, si no se dan las dos cosas a un tiempo, A propósito de esto os juro que uno de mis mayores placeres sería tener retratos de Basilée de todas las edades, pues la belleza de los seis años no era la de los doce, y la de los doce no era la de los dieciséis. En la niñez tenía el cabello rubio y ahora lo tenía moreno. De todos modos, siempre pareció la maravilla de su tiempo y, aunque tuviera distintas perfecciones, siempre ha tenido un atractivo semejante. Sé muy bien que la primera vez que la vi, su pecho no apuntaba todavía y que los botones bermejos que lleva no se han pavoneado sino más tarde, queriendo elevarse sobre las dos montañas que presiden; sea como fuere, sigo pensando que no podría estar más hermosa que el bienaventurado día en que me cautivó. A pesar de ello, me sigue poseyendo una curiosidad peregrina: quisiera verla pintada con todos los tipos de ropa y de peinados que le han visto llevar, y pienso que significaría mucho para mí si tuviera un retrato de la compostura que tenía cuando se hacía la seria, o bien cuando reía en los tiempos en que empecé a conocerla. Mas, aunque lograra todos estos bienes, no me cabe duda de que seguiría encontrando la manera de pedir otros deseos, hasta ese punto resulta difícil de contentar la mente de un enamorado.
p. 236»A falta de todo eso, quise tener un retrato de Basilée, tal y como podía hacerse fiándome solo de mi imaginación: me fui a buscar a un pintor que no la conocía. Le dije que me hiciera el retrato de una joven con la cara un poco alargada, el pelo y los ojos morenos, las mejillas muy sonrosadas; le describí así todas las partes y, sin embargo, me hizo más de veinte bocetos sin rematar uno solo. Me puse, pues, al día siguiente en un lugar desde donde podía ver a Basilée a placer y, después de haber observado todos los rasgos de su cara, me los grabé bien en la memoria para llevarlos al pintor, que siguió sin contentarme aunque trabajaba según mis indicaciones. Se desanimó finalmente y me dijo que no sabía por qué le daba tantas fatigas y que más valía que lo llevase a algún lugar donde pudiera ver a mi amada; que en vano intentaba impedir que la conociera, tanto más cuanto que, si podía pintarla bien una vez, reconocería fácilmente el rostro que se pareciera al que hubiera hecho. Me hacía ver que no debía desconfiar de su fidelidad y que, si le daba sin más el nombre de la que amaba, lo mantendría más secreto que si se lo ocultaba y llegaba luego a saberlo, porque los que desconfían demasiado parecen dar licencia a los demás para engañarlos. Encontré muy pertinentes esas razones y, dejando a un lado todo temor, le dije francamente a mi pintor que no podía llevarlo a casa de mi amada porque, a decir verdad, yo mismo no tenía entrada en ella, pero que había una sola forma y era ir al templo donde permanecía en ocasiones durante bastante tiempo. Lo llevé allí de inmediato para enseñarle el sitio y, el mismo día, vio a Basilée y me trajo el boceto que tenía un cierto parecido. Lo encontré al día siguiente cuando venía del templo corriendo, pero me hizo señal con la mano de que me retirase, casi sin mirarme, porque acababa de ver a mi amada y temía perder su imagen antes de plasmarla en el cuadro. Le había prestado libros de amor para ponerlo de buen humor y que llevara a cabo más alegremente su tarea. Iba a conversar también a menudo con él, pero le daba mucho trabajo, pues no encontraba nunca el retrato lo bastante bueno; al final, lo retocó tanto que no pude por menos de exclamar: «Esa es Basilée, si lo negara creo que la pintura hablaría para decírmelo».
»Después me consolé con el retrato y, cuando me cansaba de verlo, tenía que ir a ver a Basilée en el templo. Una vez allí, echaba la vista hacia el sitio en el que se situaba y, al salir, no podía renunciar a volver la cabeza para mirarla. Basilée no temía el cruce de miradas como hacen algunas jóvenes que bajan los ojos cuando ven que se las mira. Era ella quien fijaba la vista y, al cogerme por sorpresa, con frecuencia parecía yo el más avergonzado y retiraba mi mirada de ella hasta que desviaba la suya. ¡Ah, ojos bellos! ¿Cómo saber si lo hacíais por atrevimiento o por inocencia, pero qué otra cosa podía sentir mi alma al veros capaces de matar con esa juventud? Había que aguantar, no obstante, con paciencia y resultaba todavía más cruel cuando Basilée me daba la espalda o se arrodillaba y leía en su libro. Le decía a menudo para mis adentros que echaba los rezos muy largos, que tenía que dedicar una parte de su tiempo a oír los que yo le hacía y que los dioses no los recibirían favorablemente si no acogía los demás. La costumbre que cogí de frecuentar el templo, y de colocarme en el mismo lugar, hacía que mis amigos vinieran a verme allí.172. Mis conocidos o los suyos se paraban también, de modo que había siempre buenas conversaciones porque eran todas personas de mucho ingenio. Basilée era el centro de nuestros amenos coloquios y, sin embargo, era el único en saberlo. Por fin el cielo me fue favorable y permitió a Valère conocer a Basilée en casa de una de sus primas llamada Amelite, a la que acudía algunas veces. Le rogué que interrogara a esta Amelite sobre muchas cosas y mirad hasta dónde llegan las fantasías de los amantes: tenía tanto miedo de que olvidase alguna que le hice un resumen de todo lo que tenía que saber. Quería que se enterase, entre otras, de si Basilée se había fijado en mí y si había encontrado los versos que le había echado poco tiempo atrás por la ventana. Obtuve muy buena respuesta de todo ello y muchos otros detalles, hasta el punto de que me animé más y más en asediarla y supliqué a Valère que descubriera qué día iría Basilée a ver a su prima, con el fin de ir juntos y acercarme a ella.
p. 237»Por lo menos, me decía, si no se puede conseguir que hable con ella, que tenga la posibilidad de saludarla cada vez que la encuentre, pues me resulta insoportable verme obligado casi siempre a pasar por delante de quien más venero en el mundo sin poder darle testimonio alguno de la devoción que le tengo solo en mis pensamientos. Que todos los amantes que no tienen acceso a las que aman y se encuentran con la misma pena que yo, tengan en cuenta esto y me confiesen que nadie que conozca los distintos sentimientos por los que pasaba mi amor podrá ignorar todo lo que esta pasión nos lleva a hacer. Hay motivos para asombrarse cuando se saben los recados tan extraños que hacía Valère y de qué forma se los daba yo. Visto que Amelite, prima de Basilée, era una trotacalles a la que nunca se encontraba en casa, le decía que tratara de verla en los campos o en la aldea, pero solo la encontraba una vez cada quince días; y, a pesar de ello, cuando salía por la mañana, le encargaba de decirle esto y aquello como si fuera a dar con ella infaliblemente y, por la noche, iba siempre hasta él para conocer cuánto habían adelantado mis asuntos, de suerte que lo perseguía (si se puede decir así) con mis impertinencias. Una vez me trajo muy buenas noticias, pues vino a decirme que Amelite le había avisado de que Basilée iba a ir al día siguiente a su casa. No faltamos a la cita y os aseguro que me hicieron falta cadenas más fuertes que las de mi primera servidumbre, pues Basilée me encantó tanto por su talante como por su belleza.
»Valère y Amelite, queriendo favorecerme lo más posible, se separaron de mí y me dieron ocasión de declarar mis penas a la que las había originado. Un capitán que tuviera que dar batalla a los enemigos más temibles no tendría más inquietud de la que sentía yo en ese momento y, sin saber por dónde comenzar, cambiaba de asunto continuamente. Por fin, hablándole a Basilée de todos los versos que había encontrado, le declaré que no eran sino para ella y que, si había buscado tantas ocasiones para verla en muchos sitios, era para darle pruebas de mi afecto. Me respondió que solo había comenzado esta galantería y la perseguía como pasatiempo, igual que otros pastores jóvenes. Le repliqué a esto todo lo que me fue posible inventar para persuadirla de que la amaba, pero nunca me confesó que me creyese. Con todo, he de reconocer que, aunque mi causa fuera buena, mis razonamientos no lo eran. No tenía la mente lo bastante libre como para imaginar palabras bonitas y me costaba no desmayarme de lo fuerte que me latía el corazón. Estaba tan transido y lleno de aprensión que me temblaba todo el cuerpo y creo que me habría caído si no estuviera sentado. Me parece, sin jactarme, que Basilée tampoco estaba segura porque se sonrojaba y bajaba los ojos al suelo sin mirarme. Creo también que nunca pastor alguno le había hablado de amor, pero para mí, que no necesitaba aprendizaje en eso, era algo extraño verme así de turbado. Siempre que me acuerdo de la situación en la que estábamos tengo emociones raras y pienso que los que nos veían en tal estado tenían tanta compasión como placer. No os cuento nuestra conversación palabra por palabra, pues mi pasmo me impidió fijarme en ellas.
»Os bastará saber que no gané nada con ello y que, al ver a Basilée ocho días después, solo obtuve el placer de ver que me ponía buena cara. Incluso, tras encontrar unos naipes sobre la chimenea, estaba tan confiada que me preguntó si quería echar una partida a los cientos. Como perdí, me lanzó algunas pullas y me dijo, entre otras cosas, que era muy fácil ganarme. «Solo hay gloria en ser vencido por vos», le respondí, «y, sin embargo, agradecería que no fuerais tan insolente en la victoria como para burlaros, porque si un día puedo obtener la revancha no os perdonaré». Acto seguido, armándome de valor, intenté besarla como por juego, pero llamó a Amelite y le dijo: «Haced que pare Philiris, os lo ruego, ved que me trata sin ningún respeto». «¿Por qué os enfadáis» –le dije–, «cómo queréis que sea prudente si no me duelen prendas?». Esta ocurrencia agradó tanto que las pastoras se rieron bastante tiempo y aproveché la ocasión para dar el beso que me habían rehusado. Al día siguiente llevé unos guantes de España a Amelite para que se los diera a Basilée. Había metido un mensaje en uno de los dedos con estas palabras:p. 238
Manos preciosas que me habéis robado el corazón: recibid el don que os hago de estos guantes para saldar mi deuda. Que vuestros dedos entren allí sin miedo y se queden a cubierto. No hay nada que les convenga más, dado que los ladrones se esconden habitualmente.
»Supe luego de buena fuente que mi presente había agradado a Basilée e incluso me dio las gracias muy cortésmente; mis quejas amorosas, en cambio, iban seguidas de tímidas negativas, como si la pastora no se atreviera a confesarme que mis servicios eran dignos de recompensa. Por otra parte, se cuidaba tan poco de complacerme que decía todo lo que le venía a los labios, y en eso me daba cuenta de que, aunque su manera de ser desprendiera amabilidad, no dejaba de mostrar su juventud y trazas de la infancia en no pocas ocasiones. Había, sin embargo, algo que me afectaba, y era ver a menudo que, mientras yo suspiraba al mirarla, se iba a otro lado a acariciar a un perrito o a un cordero al que trataba de querido y de servidor. Creo que Amelite se compadeció de mí y no pudo por menos de pedir a su prima que me tratase de otra forma, pues en poco tiempo vi que Basilée empezó a gustar de mi presencia y llegó a quererme hasta tener celos, de suerte que cuando le pedí que me diera su retrato, pues el que le había mandado hacer no se le parecía lo bastante en mi opinión, me lo negó ingenuamente, diciéndome que temía que no estuviera ya enamorado de su verdadero rostro y que me contentara con mirarlo y con hablarle a él en mi casa, en vez de obligarme a ir a conversar con ella misma. Y, si desconfiaba de la pintura, podéis imaginar que los vivos le parecían aún más sospechosos. No deseaba que frecuentara a ninguna muchacha y, temiendo incluso que me atrajera su prima, ya no quiso que la viera en su casa.
»Me fue luego muy difícil encontrar ocasiones para conversar con ella, pero, en la primera, no le oculté lo que pensaba: «Querida Basilée –le dije–, deberíais desconfiar de mí tan poco como de vuestro propio corazón. Prefiero pensar solo en vos que en ver a la pastora más bella del mundo; prefiero veros que besar a otra; uno solo de vuestros besos me vale más que si otra me concediera el goce completo. Y, si soy algún día tan afortunado como para gozar de vos, creeré que no puede haber suerte igual a la mía». «Las carantoñas que habéis hecho a veces a Amelite –respondió Basilée–, vuestras sonrisitas recíprocas y tantas palabras dichas al oído me han hecho pensar que no era imposible que hubieseis levantado un nuevo afecto sobre las ruinas del primero». «¡Ah, Basilée! –exclamé–. ¿Me vais a perseguir siempre de esta manera? Ponedme en las situaciones más peligrosas. Encontrad las invenciones más sutiles del mundo para probar si os amo y, con el fin de encadenarme cada vez más a la prisión en la que estoy, voy a daros un consejo extraño. Buscad lo más fuerte que haya en la magia para unir afectos y utilizadlos contra mí. Hacedme tomar un filtro tan potente como el que daríais a un enemigo cuyo coraje quisierais vencer». Basilée sacó provecho de esta recomendación y, tomándome la palabra, se fue a buscar a una vieja hechicera que le prometió un brebaje amoroso, pero no le guardó el secreto a la enamorada y le descubrió sus propósitos al padre. Este, que no era partidario de la relación entre su hija y yo porque no era lo bastante rico para ella, decidió engañarla. Le dio mucho dinero a la hechicera para que hiciera dos pócimas: una para el amor y otra para el odio. La del odio se la dio a Basilée y él cogió la del amor.
p. 239»Como había salido de su casa, tuve tiempo para ver a su hija, pues controlaba todas las horas que pasaba fuera; pero llegó de repente, llevando con él a un pastor llamado Licaste, al que quería casar con Basilée porque era muy rico. A pesar de que era la primera vez que estaba en su casa, no me puso mala cara y me invitó a merendar, al igual que a Licaste, con una familiaridad que aprecié grandemente. Nos dio a beber un vino fuerte excelente y, la segunda vez que sirvió a Licaste, encontró el modo de mezclar el filtro con el vino. Basilée, que no perdía el tiempo, cogió también mi vaso en secreto y puso su brebaje de odio. Así, tragamos cada uno la bebida que se había repartido mal. En lo que a mí se refiere, después de tres horas, no sentí cambio alguno en mi cuerpo ni en mi mente, pero Licaste, tras volver a su casa poco después, se puso tan enfermo que no sabían qué remedio darle. Contó tranquilamente a su padre y a su madre que la causa de este accidente provenía de haber merendado en casa de Nérian, padre de Basilée, de manera que lo llevaron ante la justicia como envenenador. Imaginando Basilée que toda la culpa debía ser suya, se fue a declarar que si alguien había puesto algo en el vino había sido ella sola y, como quería exculpar a su padre, aseguró que no era culpable.
»Por mi parte, al saber la dificultad en la que estaban, quise liberarles y, aunque sentía cierta frialdad hacia Basilée, no dejaba menos de querer morir por ella, pues esta mengua de amor me venía solo por un capricho y la razón, que presidía mi mente, me decía que tenía que conservar mi fidelidad. Nérian estaba acusado de haber dado a beber veneno a Licaste, lo que no podía negar, pero Basilée juraba que se lo había dado inocentemente y que era ella la que había hecho la mezcla. Yo me presenté a declarar de inmediato ante los jueces que era por instigación mía por lo que ella había preparado el brebaje y que debía llevar la misma pena que el resto. El asunto estaba tan embrollado que no se sabía si éramos culpables o inocentes, pero, como el mal de Licaste se pasó muy pronto, nos absolvieron sin obligarnos a decir por qué habíamos preparado un brebaje tan peligroso. Al recuperar este la salud, la ciencia de nuestra hechicera obró de tal forma en él que se enamoró apasionadamente de Basilée y la pidió en matrimonio a su padre, al mismo al que había hecho llevar hacía poco ante la justicia. Nérian, viendo cumplido su deseo, trató alegremente con él de este asunto, para desgracia de Basilée, que veía que la magia había obrado mal pues, a pesar de que yo no dejase de amarla, es cierto que no pensaba en ella tan a menudo como antes y no buscaba la manera de verla con tanto ahínco. Con todo, mi inclinación natural fue más fuerte que el encantamiento y dos o tres de mis cartas le confirmaron que deseaba vivir o morir sirviéndola. Por otro lado, como el efecto del brebaje que había tomado Licaste no duraba más que quince días, volvió a su primer talante, que no le llevaba al matrimonio del que había hablado; de suerte que, la primera vez que vio a Nérian, ya solo le habló muy fríamente. Nérian juró que no había nada que hacer, del despecho que sentía al verse despreciado, y el mismo día, por la gracia divina, sucedió que nuestra hechicera fue puesta en prisión. Entre otras malas acciones, declaró a los jueces que había vendido pócimas a Basilée y a su padre.
p. 240»Viendo Nérian que el escándalo para su casa era evidente, quiso repararlo y, tras encontrarme, me habló de darme a Basilée por esposa; acepté este ofrecimiento con gusto y mis padres estuvieron muy felices al ver que había progreso para mí en ello. En cuanto a Basilée, que me había querido siempre con extremada pasión, quedó enteramente satisfecha y se arrepintió de la falta cometida por confiar en los brebajes de una encantadora que quitaba la vida a unos y a otros la razón. Creyó, a partir de ese momento, que no hacen falta más encantos que los de la belleza y la virtud para que me enamorara de ella, si acaso no bastaran los del mutuo afecto, así que nuestras nupcias fueron consideradas las más dichosas que se hayan hecho en nuestra tierra. A pesar de todo, habiendo preguntado por curiosidad a un adivino si seguía faltándole algo a mi felicidad, este me respondió que sí, que no sería totalmente feliz hasta que no hubiese visto al gentil pastor que lleva a pacer a su rebaño ora a orillas del Sena, ora a las del Morin. Tiempo después llegó un correo que venía de esta región, por el cual supe que ese pastor se llamaba Lysis y que su conversación me sería muy provechosa. Me pareció que no tendría descanso mientras despreciara las advertencias celestes, así que, tras confesar mis propósitos a Basilée, me despedí rápidamente de ella con el fin de volver a verla más pronto. Derramó tantas lágrimas a mi partida que algunos poetas fantasiosos dirían que había bastantes para traerme en barco hasta aquí. He venido, no obstante, a pie y he caminado tanto que he encontrado al incomparable pastor del que depende mi dicha. Sois vos, ¡oh, Lysis!, de quien me habló el adivino, y la dulzura de vuestra conversación compensa la amargura que me da la ausencia de mi querida mujer. Ahora que estoy con vos, creo haber encontrado el supremo bien que buscan tantos otros y espero llevarme a mi tierra una ciencia bien sólida, de la que me colmaré después de haber oído vuestras lecciones.
Una vez hubo terminado Philiris su historia de este modo, tomó Lysis la palabra acto seguido y le dijo:
—Gentil pastor, ojalá recibas conmigo el contento que esperas. Solo una cosa me enoja y es que, casado como estás y teniendo la posibilidad de llevar a tu mujer donde te parezca, cometes gran error al no traerla aquí. Tengo la misma queja que hacer contra Fontenay. Esta segunda historia me ha hecho pensar en ello: deberíais los dos traer a vuestras sendas mitades y no habríais llorado su ausencia. No hubiera restado nada a vuestro contentamiento: no habríais estado en soledad y en viudedad como estáis y tendríais pastoras a las que hablar y acariciar como los demás, así no osaríais dirigiros honradamente a ninguna de las de nuestra comarca. Además, nos habríais traído mucho alborozo haciéndonos ver a Théodore y a Basilée, cuya perfección habría dado más lustre a nuestra compañía.
—En lo que hace a mi querida Théodore –respondió Fontenay–, podéis creer que la habría traído si no se hubiera encontrado un poco indispuesta cuando partí.
—Y, en cuanto a Basilée –dijo Philiris–, la dejé en nuestra tierra para que hiciese compañía a su padre, que es ya muy anciano y, luego, he pensado que, tras sufrir largo tiempo los rigores de la ausencia, el placer que recibiría a mi vuelta sería infinito. Por lo demás, no me falta consuelo aquí, pues tengo siempre presente la imagen de mi bella pastora. Cada vez que veo azucenas y claveles me acuerdo de los de su tez. Cada vez que veo estrellas pienso en sus ojos, que son mis dos astros, y me reconforta mucho si veo relucir la luna porque, al separarme de Basilée, nos prometimos mirar ambos ese planeta a la misma hora, así que, cuando la observo, me regocija saber que mi pastora la observa también y que hago la misma acción que ella. Creo que la hermosa Diana me desea tanto bien que cuenta a Basilée el estado en que me ve y que me podrá mostrar aquel en que está Basilée, como si su cara fuera un espejo en el que, por una ciencia oculta, se pudiesen ver las cosas lejanas.
p. 241—Esas son hermosas palabras para un enamorado –dijo Lysis–, juro que la historia de Philiris me ha colmado de tanto placer como pueda caber. Solo hay dulzura y candidez en ella. Creo que ni siquiera el crítico Clarimond encontrará algo que reprochar.
—No me parece –contestó Clarimond– que Philiris tenga más razón que Fontenay, hay infinidad de tonterías en su historia. Esos amores volubles son una pura extravagancia y, cuando pienso en los deseos tan variados que tiene con sus retratos, creo que la fidelidad no le ha devuelto el juicio. Sobre todo, no he parado de reír con su conclusión, cuando ha hablado de la abundancia de las lágrimas de Basilée, pues ha dado a conocer que, tras la dulzura de sus palabras estudiadas, tenía que acabar cayendo en el último grado de la locura. Aunque ha cedido a los poetas fantasiosos los derechos de esa analogía entre lágrimas y río, no me cabe duda de que la guardará para sí y la aprobará siempre que se le atribuya. Por lo demás, él y Fontenay están los dos tan celosos como lo estuvo en otro tiempo Basilée. Si no nos han traído aquí a sus mujeres ha sido por el miedo que han tenido, al haber oído decir que hay quienes se casan para sí y para sus amigos.
—Te equivocas –replicó Lysis–, saben bien que aquí cada uno tiene a su pastora y que ha sido en esta comarca donde la fidelidad ha establecido su reinado. Nos escandalizas a todos con la franqueza de tu lenguaje. Si algún aspecto de su discurso nos puede fastidiar es algo de lo que no me había dado cuenta antes, pero la culpa es del destino, no de ellos. Todos sabéis que en las novelas las historias de amor que se cuentan no acaban nunca: solo se ven cumplidas al final del libro; en cambio, ahí tenemos a Fontenay y a Philiris casados ya y, por consiguiente, no tienen más aventuras que acometer, cuando su matrimonio solo debía hacerse con el mío, conforme al estilo habitual.
—Tiene que haber diversidad en el mundo para que sea agradable –dijo Philiris–, igual que habéis oído la historia de dos hombres casados, oiréis seguramente muy pronto la de dos muchachos que se van a casar.
—Eso es lo que me consuela –dijo Lysis–, y ya hemos hablado bastante sobre este tema. Ya no queda nada que me apene, salvo que observo que Fontenay no ha dejado su nombre, que es un nombre señorial, más propio de un soldado que de un pastor. Con todo, como la palabra viene de fuente, que es algo campestre y pastoril, se entiende que no lo haya cambiado. En cuanto a Philiris, tengo solo una duda concerniente a su condición. Habla de su padre, de su suegro y de él mismo como pastores: pues no sabía que hubiera pastores ilustres en Borgoña.
—Creed que hay gran cantidad de ellos –replicó Philiris–, pero no son en absoluto personas rústicas, sino gente honorable que ha renunciado a la pompa de la corte.
—Eso me alegra mucho –dijo Lysis–, espero ver un día un progreso maravilloso de la vida pastoril. Si no me acomodara aquí, iría a vuestra tierra, en la que no había pensado aún.
Mientras Lysis hablaba así a Philiris, llegó un lacayo de Hircan para decir que su amo esperaba a los presentes a cenar en su casa. Entonces se levantaron todos y tomaron el camino a su castillo. Clarimond, que hablaba muy bajo a Fontenay, supo por este durante la marcha quiénes eran los nuevos pastores que había visto la pasada noche. Cuando llegaron a casa de Hircan, Polidor, Meliante y Lucide, que se llamaba ahora Amarilis, vinieron a saludar a la compañía y el mago les preguntó en qué se habían entretenido.
—De discurso en discurso hemos acabado en un templo que quería levantar Lysis a Caritea –respondió Clarimond.
p. 242—Le hago saber al pastor Lysis –dijo Hircan– que, además del templo que ha erigido a su amada en el alma, si necesita uno material, tiene uno de los más suntuosos que uno pueda imaginar. Toda la tierra le sirve de altar, el agua sirve para lavar a las víctimas, el aire está lleno de ruegos y de suspiros de sus adoradores, el fuego elemental sirve para sus sacrificios, el cielo es la bóveda del edificio y los planetas son las lámparas que de él cuelgan.
—No quiero contrariarte –contestó Lysis–, no volveré a pensar en adelante en levantar templetes a Caritea, pero has de saber que hemos hablado hace bien poco de algo distinto. Hemos tenido una gran controversia relativa a las personas metamorfoseadas y a las divinidades campestres, en las que muchos no creen.
—Los sacaré de su error –dijo Hircan–, recuérdamelo.
Tras estas palabras, Fontenay contó brevemente a su primo la metamorfosis de Partenice y, luego, todos se pusieron a la mesa, sin olvidar al pastor Carmelin, al que hicieron hablar, a su pesar, para pagar su parte con buenas palabras, pero Lysis, que solo podía hablar de Caritea, volvió a sacar el tema ante la compañía y preguntó a Philiris si había visto alguna vez a la pastora. La pregunta era bastante impertinente porque este había llegado recientemente a Brie; no obstante, por ver lo que iba a decir Lysis, le respondió que había visto a esa preciosidad al pasar ante la puerta de Oronte.
—Eso me alegra mucho –dijo Lysis–, pues significa que ya no está enferma. Si lo estuviera todavía, me sería difícil salir: debería quedarme en la habitación como ella para estar igual. Y, si he salido durante su enfermedad, he cometido una falta de la que me arrepiento. A propósito, pastor Philiris, ¿es posible que la hayas visto y no nos cuentes la enorme impresión que te ha causado? ¿No te ha hecho guiñar los ojos por miedo a quedar deslumbrado con su gran resplandor? ¿No te ha hecho olvidar la belleza de tu Basilée al menos un cuarto de hora? Pero, sin fingimientos, dime: ¿te habías lavado los ojos por la mañana para purificarte y quitarle la suciedad que les habían dado los objetos profanos, con el fin de hacerlos dignos de contemplar ese rostro incomparable?
—Aunque a Clarimond le irritan mis lágrimas –dijo Philiris–, no dejaré de hablaros de ellas y de aseguraros que son las que purifican mis ojos cuando estoy ausente de Basilée. No tengáis duda de que he visto a Caritea y de que me ha causado la admiración que se recibe al ver las cosas sin igual.
—Quiero ver tus ojos –dijo Lysis mirándolo–: no me mientes, gentil pastor, has visto a esa bella pastora. Noto en tus pupilas unos destellos que vienen de los suyos y creo que ha dejado también algunos rastros de su imagen. Habría bastante más si ella no tuviera la cara vendada, lo que te debe haber impedido verla enteramente.
Philiris no dijo nada sobre ello porque no sabía qué responder a esos detalles. Lysis pensó que reconocía que Caritea estaba todavía vendada, así que le encantó estarlo también, pues no se había quitado todavía el pañuelo que cubría su ojo izquierdo y opinaba que le aportaba más adorno que incomodidad.
FIN DEL SÉPTIMO LIBRO
i En el texto original muy (por muid), equivalente a la española almud: «medida de capacidad, generalmente para áridos, muy variable según las épocas y las regiones» (DLE).
162 El epitalamio es una composición poética del género lírico, en celebración de una boda.
163 La historia de Pigmalión y Galatea, recreada por Ovidio en las Metamorfosis, remite a una leyenda según la cual el escultor Pigmalión se enamoró de su creación, Galatea, una estatua esculpida en marfil con mucho esmero a la que dio vida Afrodita, la diosa del amor, cumpliendo el deseo de aquel.
164 Turno fue el rey de los Rútulos y enemigo de Eneas, quien acabó dándole muerte, tal como cuenta Virgilio en La Eneida.
165 Referencia al pastor Acis de la mitología grecorromana, que acabó convirtiéndose en el río de ese nombre, cercano al Etna, por mediación de la nereida Galatea. El mal al que se hace alusión más arriba es la sífilis, cuyo origen se atribuye siempre al país vecino o enemigo, y de quienes pretendían curarla con distintos ungüentos que solían contener sebo y mercurio.
166 Se mencionan aquí algunas de las metamorfosis recogidas, sobre todo, por Ovidio. La primera recrea la historia de Aracne, convertida en araña por Atenea al verse sobrepasada por la joven en el oficio de tejer. Por su parte, la diosa Latona (Leto para los griegos), huyendo de la ira de Juno, llegó sedienta a los márgenes de un río en Licia: como los campesinos le impidieron beber, los convirtió en ranas. Y al titán Atlas lo transformó Prometeo en montaña por haberle negado la hospitalidad.
167 Ocítoe, u Ocípete, mitad mujer, mitad animal, era una de las Arpías de la mitología griega, genios furiosos de la tempestad, con cara de mujer y cuerpo de ave, torturados siempre por el hambre y contra los cuales nada podían los dioses.
168 Anfión, hijo de Antíope y Zeus, hizo mover al son de su lira enormes bloques de piedra para construir las murallas de Tebas.
169 Agua con que se rociaban las víctimas, otros objetos y, en ocasiones, al pueblo en las ceremonias y los sacrificios paganos.
170 El Fénix es un ave mítica dotada de una gran longevidad y capaz de renacer después de consumirse entre las llamas. Cuenta con versiones similares en muchas culturas y ha sido recreada frecuentemente por la cultura y el arte occidentales.
171 Referencia a uno de los raros ejemplos explícitos de homosexualidad femenina en la mitología griega: la leyenda de las jóvenes cretenses Ifis y Yante, contada por Ovidio en las Metamorfosis. Ifis fue salvada de la muerte por su madre, que mintió haciéndola pasar por niño. Cuando llegó a la juventud, su padre la comprometió con una muchacha llamada Yante: las dos se enamoraron instantáneamente, pero no podían casarse al ser del mismo sexo. Tras pedir ayuda a Isis, esta transformó a Ifis en muchacho y pudieron así contraer matrimonio.
172 El templo como lugar de encuentro de los enamorados es un motivo recurrente de la literatura del XVII, tanto teatral como narrativa, incluso en obras ambientadas en épocas lejanas; seguramente, como reflejo de una realidad muy vigente en Francia y en España.