LIBRO XII

Durante el camino Philiris y sus compañeros siguieron hablando a Adrian y a su mujer de las maravillas de la vida de Lysis y de sus extrañas aventuras. Estos no sabían si debían tomarlas por desgracias verdaderas o por locuras inventadas, y lo que más les preocupaba era ver la seriedad de los que les hacían esas bonitas narraciones. Caminaron tanto que llegaron muy cerca de la casita del vinatero Bertrand, de la que vieron salir a Lysis y a Carmelin. En cuanto Fontenay divisó a Lysis, le dijo muy alto:

—¿Tanto nos odiáis, pastor, que queréis dejarnos sin decirnos adiós?

—Mi viaje no ha sido nada largo –replicó Lysis–, además, no me ando con formalidades tratándose de vosotros. Pero, ¡ay de mí!, ¿puedo oírme llamar pastor sin echarme a llorar? Carmelin os dirá que soy un pastor sin rebaño.

—Es cierto –dijo Carmelin–, nuestro anfitrión, al ver que había pasado mucho tiempo sin que volviéramos a su casa y que le debíamos algún dinero, ha vendido nuestras ovejas al primer tratante de animales que ha pasado por aquí; y todavía dice que le debemos lo que falta, porque el rebaño estaba tan mal que no ha podido sacar casi nada. Por mucho que mi amo le ha reprochado que tenía que guardárnoslo y llevarlo a pastar todos los días, ha dicho que no tenía tiempo para entretenerse en eso, que los animales habrían empeorado en sus manos y que tenía que hacer la vendimia.

—Ese es el fiel relato de mi desdicha –dijo Lysis con cara triste–, no podría sacar otra explicación de ese rústico brutal. Y lo que es peor todavía es que, en vez de dar de comer a mi querido Musidoro, que era un perro de buena compañía y que le había confiado, le ha dado tantos palos que se ha escapado para buscar nuevo amo. Si supiera donde está iría a recuperarlo y si creyera que mis ovejas estaban aún con vida me iría a rescatarlas, aun cuando cada una me costase tanto como todo el rebaño. Mi primo ya me causó otrora un disgusto parecido al de ahora, pero me consolé poco tiempo después con Anselme, pues había decidido dejar el lugar en el que estaba. En cambio, con este lugar no ocurre lo mismo: quiero vivir siempre aquí y, sin embargo, me sentiré inútil por no tener rebaño que guardar.

—Habláis como si no hubiera más ovejas en el mundo –dijo Philiris–, os prometo que encontraremos suficientes. No hay que enfadarse por tan poca cosa.

—Lo que más me duele –le dijo muy bajo Lysis llevándoselo aparte– es que no has hecho lo que te había encargado por medio de un lacayo. No has venido a encontrarte conmigo en secreto para que nadie supiera el lugar en el que estaba. Me has traído a Adrian, que es el único hombre al que temo en el mundo y del que quiero apartarme lejos.

p. 351—Os tengo que contar el motivo –respondió Philiris– y es que hemos actuado de manera que a ese molesto primo se le han quitado las ganas de llevaros. Es posible que se quede más bien a vivir aquí con nosotros y su mujer también.

—¡Ah, Dios! ¡qué buenas noticias! –exclamó Lysis–. Si es así no volveré a estar nunca triste, pues esta aventura me proporcionará alegría para toda mi vida. Entonces es verdad, mi querido primo, y vos, mi guapa y buena prima, que ya no queréis que regrese a París –prosiguió, volviéndose hacia sus parientes–: todos estos pastores estarán en deuda con vosotros, ya que buscan mi compañía; pero me aseguran además que deseáis meteros de pastores igual que nosotros. ¡Alabado sea! Os añadiréis a los numerosos pastores parisinos que deben llegar aquí: ¿no tenéis noticias suyas?

—No quiero contradeciros en este momento para contentaros –dijo Adrian–, hacedme únicamente el favor de contarme cuál ha sido vuestra vida desde que estáis fuera de París, pues estos señores con los que he venido me han contado cosas tan extrañas de vos que quisiera asegurarme por vuestra boca.

—Lo que me pedís es muy justo, a fe de pastor héroe –dijo Lysis–, puesto que sois el pariente al que la justicia ha dejado mi custodia, es preciso que os dé cuenta de mis acciones. Busquemos la sombra solamente, es lo único que nos hace falta.

—Ahí la tenéis –dijo Polidor mostrándole un pequeño soto–, ¿pero no necesitáis reparar el cuerpo antes de reparar la mente de los demás?

—Acabo de darme con Carmelin uno de esos festines de los que no se teme ni que emponzoñen ni que empachen demasiado –replicó Lysis–, pan, nueces y uvas que les hemos comprado a unos campesinos han sido las únicas viandas con las que nos hemos satisfecho a nuestro antojo, para recuperar el gusto después de los suntuosos banquetes de boda de Hircan y de Anselme. Un poco de agua fresca, recogida en el hueco de la mano del cristal que manaba de una fuente, nos ha quitado luego la sed, en recuerdo de esos tiempos dichosos de la Edad de Oro en los cuales no había ni más brebaje ni más taza. Hace falta bien poco para contentar a un hombre que retiene su apetito con el freno de la razón, pero si se deja llevar por los placeres de los sentidos, aun cuando hubiera diez mil mundos, no encontraría suficientes cosas para saciarse.

—Esas palabras son oro molido –dijo Adrian–, si seguís hablando así tendré mejor opinión de vos de la que tuve nunca.

Una vez dicho esto, se retiraron al soto, donde se sentaron todos en la hierba y Lysis habló de esta suerte:

p. 352—Como os han referido ya buena parte de mi vida, primo Adrian, no querréis que pierda el tiempo en haceros luengas narraciones. Basta con contaros brevemente lo más importante de mis hechos. Habiendo llegado a esta región con Anselme y Montenor, lo primero que hicimos fue ir a ver a Leonor y a Angélique a casa de Oronte, y no os oculto que eso me complace sobremanera porque Caritea reside allí, y la susodicha Caritea es la belleza incomparable que me tiene encantado desde hace mucho tiempo. El lenguaje amoroso que tuvimos juntos no ha lugar aquí. Basta con que os diga que, al salir de allí, conocí a Clarimond, que vive cerca de aquí y cuyo ingenio me agradaría mucho si no lo empleara en hablar mal de todo. Un día más tarde le di una serenata a mi amada y salí airoso, pues hacía maravillas con la guitarra pero, persiguiendo a una hamadríada que tocaba el laúd, me perdí de tal manera que acabé durmiendo en el campo, lo que supone una aventura más divertida que desagradable. Al día siguiente, hablé con un ermitaño que me indicó el camino, pero me extravié con tan buena fortuna que encontré al mago Hircan quien, tras acogerme generosamente, me hizo ver a la náyade Sinope. Me transformó luego en mujer y me mandó a vivir a casa de Oronte con toda la alegría del mundo. Después me sacó de allí porque me querían dar muerte por una acusación falsa y, poco más tarde, me encontré en el campo con Carmelin, aquí presente, que me contó que estaba en Brie y no en Forez; teniendo en cuenta esto y su gran erudición, lo tomé a mi servicio y me fui a casa de Clarimond porque quería dejar a Anselme y a Montenor, que me habían engañado.

»Mandé comprar ovejas, fui a ver a Hircan, en cuya casa tuve un enfrentamiento con Fontenay, los guardas campestres quisieron encerrarme en una ocasión, recibí una mala respuesta de una carta de amor que había enviado a Caritea y, finalmente, mis penas obligaron a los dioses a metamorfosearme en árbol. No pude volverme hombre por más que lo intentó Clarimond: me dio de beber únicamente para hacerme reverdecer y, cuando llegó la noche, toqué, bailé y cené con las divinidades del lugar. Carmelin no quiso creer nada de esas maravillas, pero le hice probar una parte de nuestras delicias. A continuación, Hircan me devolvió a mi forma primera. Regresé a casa de Oronte siendo el mismo hombre que había sido antes, envié una carta y un cartel a París para invitar a las mentes más brillantes a venir a verme, lo que ha dado ya sus frutos. Recibí entretanto una desafortunada orden de Caritea, luego me puse enfermo a imitación suya. Me encontré con Philiris, Polidor y Meliante recién llegados a esta comarca y vi también a dos nuevas pastoras: Partenice y Amarilis. Una se ha casado con Hircan y la otra se ha transformado en roca.

»Los valientes pastores que veis aquí me han contado sus historias, que son portentosas, y han visto a los embajadores que han venido a buscarnos de parte de los pastores parisinos. Hemos participado en representaciones en su presencia para darles a conocer que nuestra vida es muy deliciosa. Llegasteis aquí cuando nos ocupábamos de eso, pero Hircan me envió a un castillo encantado del que saqué a la hermosa Panphilie, con peligros tan grandes que me causa horror oírlos recitar. He pasado quince días en el aire con Carmelin, más arriba de la región en la que se forman los meteoros. Me he encontrado en lugares más negros que la morada de Plutón; me he batido contra gigantes tan grandes que habrían podido subir al cielo sin escala, y contra jorobados tan deformes que parecían haber salido a despecho de la naturaleza; he vencido también a un dragón que debía haber nacido de la espuma de la serpiente Pitón230. Estas son mis principales aventuras y estoy muy feliz de haberlas recitado, tanto para hacer que las creáis como para recordárselas a Philiris, que se ha comprometido a pasarlas a libro. Cuando esté compuesto, veréis todas estas cosas mejor expuestas y más adornadas, pues, al hablar deprisa, no me ha dado tiempo a engalanar el discurso.

p. 353Después de que hablara Lysis, Adrian se quedó asombrado al ver que lo que decía coincidía mucho con todo lo que los demás pastores le habían dicho. Ya no sabía qué creer y aun así le aseguró a su primo que no entendía la mitad de su lenguaje porque solo le hablaba en términos de poesía. Llevó aparte a Carmelin para preguntarle a solas ciertas cosas que deseaba conocer y le dijo:

—Veo que no tienes pinta de ser malo, por eso estoy muy contento de que mi primo te haya cogido para servirle, pues le hace falta alguien que le ayude en una región que no es la suya. Haré todo lo que pueda para que progreses, pero en recompensa díme si todo lo que acaba de contarme tu amo es verdadero.

—Solo puedo hablar de lo que vi –contestó Carmelin–. Por lo que hace a la transformación en árbol, no fue tan grande como pensaba él, pues se le veía muy bien la cara; pero, en lo que se refiere a las divinidades que lo visitaban para hacerle pasar el tiempo, me tocó sufrir sobradamente la verdad del asunto como castigo a mi incredulidad. En cuanto a nuestros combates contra monstruos, son tan verdaderos como que me llamo Carmelin: aunque nos lleváramos la victoria, no dejamos de recibir buenos golpes, pero no podría enseñar marcas como prueba de lo que digo porque Hircan nos había hecho a ambos lo que llama invulnerables, es decir, que no podíamos recibir heridas.

Una vez que Carmelin expuso esto, Adrian se volvió hacia los demás y les dijo:

—Este buen hombre acaba de confirmarme lo que su amo me ha contado; pero, aun cuando lo creyera firmemente, eso me obligará más aún a llevarme a mi primo a la buena ciudad de París, pues no hay que correr allí tantos peligros, allí no se encuentra ningún monstruo que os venza. Si alguien os ultraja, ahí está la buena justicia para pedirle explicaciones y, si algún hechicero os hace cambiar de forma, lo quemarían en la plaza de Grève.

—Qué tonterías decís, pobre hombre –replicó Meliante–. Si vuestro primo se puso en peligro por mí, hizo la obra de caridad más grande del mundo y, además de que lo recompensarán los dioses, alcanzará renombre eterno. No podría adquirirse fácilmente una gloria semejante a la suya. Y si ha sufrido una metamorfosis en esta región y muchos otros pesares, ha sido por un motivo tan bueno que no hay nadie que no desee una fortuna parecida. Por amor suspira, por amor llora y, lo que es más destacable, es por el amor de la bella Caritea. ¿Querríais prohibirle una pasión tan hermosa? ¿Querríais despojaros de la humanidad para cometer tan insigne brutalidad? Ya que os habéis casado con vuestra señora, aquí presente, ¿no es cierto que sentís amor por ella? Pues bien, ¿deseáis prohibir a los demás algo de lo que no habéis podido absteneros? Pero no está en vuestro poder ni en el de nigún otro hombre impedir que Lysis ame, visto que es la naturaleza la que nos da las reglas desde la infancia.

—Todo eso está muy bien –dijo Adrian–, bien sé que lo mismo que una mano lava la otra y ambas lavan la cara, igual se ayudan marido y mujer mutuamente y pueden atender luego juntos a toda su descendencia. Por eso me casé y no me disgustaría que mi primo lo estuviera también y, por consiguiente, que estuviese enamorado, pero hay muchas cosas que esperar de su persona antes de poner la vista en ese asunto.

p. 354—Plutarco nos asegura que Licurgo estableció un aviso de infamia contra los que no se casaban –se atrevió a decir entonces Carmelin–. No osaban a acudir a las fiestas públicas y en pleno invierno se les obligaba a bailar completamente desnudos por las calles, cantando cierta canción que estaba compuesta contra ellos mismos. Además, cuando se hacían viejos, los jóvenes pasaban delante de ellos sin hacerles la reverencia231. Veis que los antiguos detestaban el celibato y no deseaban más que engendrar al hombre, que es el rey de todas las otras criaturas. Por lo demás, un buen matrimonio nos hace gozar en la tierra la felicidad de los cielos: es el alivio de las miserias del mundo. No hay desavenencia tan grave que los corazones del marido y la mujer juntos no puedan soportar. Por eso la mujer de Mitrídates se hizo rapar el cabello y llevaba las armas como él, lo que le producía un consuelo extraordinario232.

Cuando terminó de hablar, se rascó un poco la cabeza como si quisiera hacer salir algo de ciencia por la emoción que le daban sus uñas.

—No hay que asombrarse de la ocurrencia de Carmelin –dijo Philiris–, todos sabemos que se sirve de lugares comunes, lo mismo que hace un cuadrillero* con su alabarda. Si todas sus antiguas lecciones acaban viniéndole a la cabeza, no habrá tema alguno sobre el que no nos dé conversación.

—A fe mía –dijo Carmelin–, como he visto que hablaban del matrimonio, no he podido callarme lo que tenía en la punta de la lengua.

—Hay otra cosa más –dijo Meliante–, estoy convencido de que tienes muchas ganas de casarte y quieres incitarnos a que te encontremos una mujer. Pero, no dejemos el asunto que habíamos empezado, hablemos a Adrian. Que nos diga, si le place, lo que tiene que objetarle a su primo.

—Muchas cosas le faltan –replicó este–: en primer lugar, no tiene ni oficio ni mercancías con que ganarse la vida. ¿Con qué alimentará a una mujer y a unos niños? ¿Qué puesto tendrá en el mundo? Todos lo despreciarán y lo tendrán por un holgazán.

—Es verdad –dijo Carmelin– de que desde que el hombre pecó, Dios lo condenó a ganarse el pan con el sudor de su frente. Está dicho que, quien no trabaje, no comerá y está muy mal no hacer nada. Por eso Salomón envió al perezoso a la escuela de la hormiga233.

—Cállate, Carmelin –le ordenó Lysis–, no te están preguntando a ti: lo mismo hablarás contra mí como en mi favor, pues profieres sentencias tal y como te vienen a la boca sin meditarlas previamente. No seas de esos que me importunan: bastante afligido estoy ya de verme lejos de mis expectativas y de comprobar que mi primo no quiere ni hacerse pastor ni permitirme que lo sea, como me había hecho esperar.

—No ordenéis el silencio a vuestro hombre que tan bien habla –contestó Adrian–, me encanta que estéis con tan esforzado doctor: tenéis en él a un buen pedagogo; quiere mostraros que no tenéis que entreteneros en representar aquí comedias o en bailar con muchachas. Más os valdría trabajar en algún buen puesto, ese sería el modo de encontrar un buen partido, ya que estáis tan enamorado; por algo dicen en París que los oficios son como ujieres que van abriéndonos paso para hacernos entrar en la casa del matrimonio.

p. 355—¿No vais a dejar de desvariar? –dijo Meliante–. ¿No ha tomado Lysis una condición que es la más hermosa de la tierra? ¿No es uno de esos pastores ilustres que se ven en la Arcadia? Nosotros nos vestimos de blanco a imitación suya. Se ha empeñado en traernos la felicidad de la edad primera del mundo. Si queréis podéis participar, hay que ser pastor como él: de otro modo permaneceréis en París, donde todos los vicios tienen su trono y donde las penas y las inquietudes están encerradas con vos. Vienen contagios tan grandes que los médicos mueren a veces antes que los enfermos y los que llevan a enterrar a los muertos los dejan a mitad de camino.

—Es cierto –dijo presto Carmelin–, la multitud no va nunca sin contagios y lo que es peor, es que hay una peste para las almas igual que para los cuerpos. Que mi amo me perdone estas breves palabras: no diré nada más. Cuando habla solo de libros de pastores o de metamorfosis, parezco bastante ignorante, pero, cuando se acaba hablando de moralidad, doy muestras de que soy muy competente; por eso no hay que extrañarse de que busque las ocasiones para lucirme en esta ciencia. Cada uno es libre de mostrar lo que sabe. Hace no sé ya cuánto que no hablaba tanto.

—Te otorgo el perdón que me pides, dijo Lysis, pero no interrumpas ya a nadie más si no es oportuno.

—Carmelin aprovecha estupendamente su tiempo para hablar –dijo Polidor–, me recuerda cuando lo oigo a esos fusileros que, durante la escaramuza general de un ejército, se acercan a veces a disparar con la carabina entre los demás, luego se retrasan para cargar de nuevo y vuelven a acercarse a disparar así de tiempo en tiempo.

A todos les pareció muy hermosa esta imagen y, mientras los pastores seguían discurriendo, Pernelle llevó aparte a su marido y le dijo que no sabía por qué se entretenía en hablar tanto tiempo con gente que estaba tan loca como su primo, y que, si Lysis no quería regresar a París, tenían que ir para decírselo a todos sus parientes. Él le respondió que, como había pasado ya medio día, no debían hablar de marcharse, porque no quería buscar alojamiento, y que ya verían lo que hubiera de hacerse. En esto, pasó par allí Clarimond, que venía de algún asunto, y bajó del caballo para saludar a los pastores.

—Traemos aquí grandes discusiones –le dijo Fontenay–: aquí está Adrian, quien nos quiere quitar al pastor Lysis, que es el honor de esta comarca. Pretende a toda costa que cambie de condición y que vaya a realizar algún oficio en una ciudad.

—Tiene razón –replicó Clarimond con una sonrisa– y vosotros, que queréis impedirlo, declaro que estáis todos locos.

—Es lo que queríamos decir, señor –exclamó Pernelle–. ¡Ah, sois un hombre bien galante! Yo hace tres horas que estoy con ellos y no me atrevo a abrir la boca por miedo a que hablen de mí, pues sus extrañas palabras me asombran de tal suerte que creo estar en otro mundo.

—Os prometo, señora –continuó Clarimond–, que les haré recobrar el buen tino antes de que pasen pocos días. Son, por lo menos, de tan buena familia como Lysis y, a pesar de ello, no quieren sacar provecho de este mundo. Se divierten conversando de extravagancias poéticas y, como saben que vuestro primo está tocado del mismo mal que ellos, se complacen en su compañía. Acabo de encontrarme con un gran señor de esta región que me ha prometido fundar un hospital expresamente para meterlos en él: se les azotará bien por caridad hasta que cambien de humor.

p. 356—Ojalá suceda lo que desea de corazón ese buen señor –dijo Pernelle–, debe ser muy devoto, me gustaría hablarle para que hiciese algo por nuestro primo.

—Lo hablaremos en la primera ocasión –replicó él–, pero ahora tengo prisa.

Clarimond se fue tras decir esto y los pastores siguieron intentando hacer creer a Adrian y a su mujer que deseaban vivir al modo pastoril, pero no que fuesen unos perfectos insensatos. Adoptaron pues actitudes modestas y le juraron que el insensato era el propio Clarimond y que muy pronto lo verían llevar el cetro de bufón. Le aconsejaron a Lysis que no paseara alrededor de su castillo ni escogiera sus pastos si llegaba a tener ovejas. A este le pareció muy bien la recomendación y regresó tranquilamente al castillo de Hircan con sus compañeros, su primo y su prima, visto que no se podía escapar. Fontenay le contó a Hircan la conversación que habían tenido y en la que había no pocos motivos de risa. Adrian fue al encuentro de Hircan y le dijo que le extrañaba que un hombre tan sabio y docto como él quisiera alojar en su casa a gente como esa con la que se había mezclado Lysis, y que se había encontrado con un gentilhombre y este le había contado que eran todos unos insensatos, lo que era fácil de comprobar por sus acciones y sus palabras, por mucho que intentaran hacerse los serios a veces. Hircan le respondió que ese gentilhombre se equivocaba y que le daría un desmentido en cuanto se cruzara con él. Adrian se quedó muy poco satisfecho con esto; se retiró con su mujer para consultar lo que debían emprender y, entretanto, Lysis y Carmelin hicieron lo mismo.

—Como puedes ver, Carmelin –decía Lysis–, este primo que se dice mi tutor es un hombre muy inoportuno. Aun cuando no estuviera decidido a pasar mi vida en el campo, difícilmente me dispondría a quedarme con él en la ciudad. Y mi prima no es mucho mejor que él: quiero, pues, dar con alguna invención para echarlos de aquí por las buenas y sin hacer mucho ruido, pero la clave de esto se halla en llevar a cabo algo que me haga al mismo tiempo digno de estima ante Caritea y ante la posteridad. Ahí es donde hay que demostrar la agudeza de la mente. Sin guiarte hasta el final con largos preámbulos, quiero contarte sin más que la mejor solución que encuentro es fingirme el muerto durante un tiempo. Adrian se volverá de inmediato a París, creyendo no tener ya nada que hacer aquí.

—Pero no os dais cuenta –dijo Carmelin– de que él o los que sean vuestros herederos se apoderarán de vuestros bienes y os convertiréis en un pordiosero.

—Recuperaré mis posesiones cuando quiera –contestó Lysis–, haré que se me reconozca fácilmente ante la justicia y, además, aunque no tuviera nada de todo lo que me dejaron mi padre y mi madre, ¿debería entristecerme y poner mala cara, habida cuenta de que en todas las novelas se ven historias de distintas personas que se encuentran en un país extranjero sin poseer nada, y eran a menudo príncipes o caballeros de casas mucho más opulentas que la mía? Solo vivían de prestado en las casas de buenos amigos que encontraban por doquier, ¿te parece eso tan extraño? ¿Cuentan en eso las novelas algo increíble? ¿No hemos vivido casi siempre igual hasta este momento? Tan pronto nos ha atendido Montenor como Oronte, Hircan como Clarimond incluso, que parece ser ahora mi gran enemigo, lo que no deja de ser admirable y demuestra bastante que el cielo favorece a los amantes verdaderos. Ves también que Polidor y Meliante, que son de una tierra más alejada que la nuestra y que no poseen nada en esta comarca, siguen viviendo alegremente gracias a los favores de los amigos que van encontrando. Hay otros enamorados de los que se habla en los libros y que vivieron de raíces en los desiertos, como ermitaños, y la mayoría se pusieron a cuidar ovejas para vivir de esas pequeñas ganancias. ¿Qué nos impide hacer lo mismo si nos vemos abocados a una escasez extrema y por qué no habríamos de guardar un rebaño cuando la necesidad nos obligue a ello, si ya hemos guardado uno por entretenimiento?

p. 357—Sois más sabio que yo –replicó Carmelin–, por eso no os respondo nada, sino que no os llevaré la contraria en nada y seré siempre de la misma opinión que vos.

—Entonces escucha cuál es mi propósito –dijo Lysis–, quiero hacerme el muerto tanto por echar de aquí a Adrian como por ver si mi amada se compadece de mí, y a eso es a lo que aspiro sobre todo. Ahora bien, hay mucha diferencia entre la muerte y la metamorfosis: me dejé metamorfosear completamente en árbol sin poner resistencia porque sospechaba que un día podría recobrar mi forma primera; pero, en lo que hace a la muerte, una vez que hemos rebasado el camino que nos lleva a ella, ya no volvemos jamás. Esto es lo que ha acabado por decidirme a morir solo en apariencia, pues si me matara de verdad, como hacen algunos que no voy a nombrar, ¿no sería una extraña locura, visto que no hay que perder la esperanza de volver a ser feliz un día? En las novelas hay infinidad que se han matado por la severidad de sus amadas y, cuando descubren su muerte, algunas se matan también y otras lamentan grandemente toda su vida haber sido tan esquivas. Ahí se ve que, si esos desesperados hubieran tenido la picardía de aparentar únicamente las muertes, habrían alcanzado una enorme felicidad. Mi invención es, pues, excelente y no es preciso pensar en nada más que en el modo de que triunfe. Los hay que esconden una vejiga de cerdo con sangre entre el cuerpo y la camisa, y le asestan después una puñalada. Se dejan caer, fingen desfallecer y todos corren a socorrerlo; pero no me parece bien esa idea: uno podría herirse al apretar demasiado el puñal. Ocurren muchos otros accidentes más extraños y, además, si nos examinaran por todas partes para curar la herida, se descubriría el engaño, lo que sería escandaloso y digno de burla.

»Cogeré un vaso de vino bien cargado que todos confundirán con veneno y, después de beberlo, me quedaré rígido como una barra de hierro y contendré el aliento como si hubiera fallecido; luego simularás haberme enterrado y caso cerrado; permaneceré escondido en algún lugar hasta que Adrian se vaya y Caritea, una vez convencida de mi muerte, tenga todo el tiempo para llorar mi pena. Cuando veas que la pesadumbre la posee por entero y que desearía de buena gana seguir viéndome con vida para honrarme con el cariño que me ha negado siempre, vendrás prontamente a avisarme, con el fin de que vaya a tomarle la palabra y goce de la recompensa a mis fatigas. Así es como llevaré a cabo mi deseo y lo que me agradará sobremanera es que habré pasado por todas las aventuras que se encuentran en las historias más hermosas, y la mía será la más perfecta de todas. En cuanto al rapto de Caritea, ya no pienso en ello, basta con haber tenido la intención. Solo hay que pensar en mi muerte fingida y voy a contarte un secreto especial: es muy posible que se crea firmemente y para siempre que habré muerto y resucitado, de modo que Philiris no hablará en absoluto de mi simulación en su libro o, si habla, será como la opinión que habrán dado algunas personas, pero que condenará no obstante como errónea, asegurando que mi muerte habrá sido totalmente verdadera.

p. 358Mientras Lysis decía esto, no se daba cuenta de que Polidor se hallaba bastante cerca de él y escuchaba su discurso palabra por palabra. Este pastor, tras conocer el plan de Lysis, se retiró haciendo como que no lo había oído y decidió avisar a todos sus compañeros para que cada una interpretara bien su personaje cuando llegara el momento. En cuanto a Carmelin, se tomaba con indiferencia la empresa de su amo, pues seguía siendo más ventajosa para él que si lo perdiera completamente, como ocurriría seguramente si Adrian se lo llevara a París. Le prometió, pues, ayudarle con todas sus fuerzas y se fueron juntos a casa de Hircan. Adrian y Pernelle llegaron al mismo tiempo para saber si se les permitía marcharse al día siguiente con su primo. Hircan les dijo que no quería que se lo llevasen hasta dentro de tres días y que deseaba gozar de su conversación hasta hartarse. Pernelle dijo que no podían tener la paciencia de esperar tanto, que llevaban mucho tiempo fuera de su casa y que habían dejado en la tienda a un empleado de cuya fidelidad no estaban muy seguros. Hircan no hizo caso de todos esos reproches y, mientras Pernelle los hacía, Fontenay, que había encontrado una nueva invención, se sentó en una silla desde la que profirió estas palabras con una voz lánguida:

—¿Cómo, mi sol hermoso –eso dijo–, queréis retiraros tan pronto? ¿Deseáis escapar a otro hemisferio del que no volveréis jamás? ¡Ay de mí! Hay que iluminar todo el mundo por turnos. ¿Por qué me queréis quitar a la bella Pernelle, ornato de estos tiempos, vida de mi alma? ¿Queréis regresar a París para ser la perla de vuestro barrio? Quedaos mejor en estos campos en los que recibiréis honores mucho más estimables. Compondré para vos versos que os harán ilustre en todo el mundo y se hablará de vos tanto como de la Laura de Petrarca. Si la hermosa Citerea se hizo llevar en alguna ocasión por cisnes, quiero que os parezcáis a esa diosa: yo seré el cisne de canto melodioso que tirará de vuestro carro cargado de gloria.

—¿En qué estáis pensando, primo –dijo Hircan–, no recordáis que estáis casado? ¿Habéis perdido la memoria de vuestra esposa, la bella Théodore? Es a ella a quien debéis amar eternamente, no se puede ser inconstante como lo sois vos.

—Cuando me casé no conocía a madame Pernelle –contestó Fontenay–, si la hubiera conocido solo la habría amado a ella. Es ella la que está destinada para mí, que Adrian me la ceda, se lo pido con insistencia, y que tome a Théodore, se la doy a cambio: le quitaré así todo motivo de queja.

—¿Cómo, me quieren tomar aquí por un incauto? –exclamó Adrian–. ¿Me hallo entre adúlteros? ¿Qué villanía es esta de proponerme las cosas más sucias del mundo? Quiero recuperar a mi mujer y a mi primo a la vez. Si no se me permite llevarlos, iré a reclamar a la justicia y vendré aquí con refuerzos.

—No tenéis en cuenta el lugar en el que estáis cuando habláis así –dijo Meliante–, los alguaciles no se atreverían a acercarse a una legua a la redonda. Hay aquí dentro hechizos para reducirlos a todos a polvo. Vino cierta vez uno que pretendía coger por el cuello a un criado de Hircan: la mano se le cayó en el acto y a algunos testigos que quisieron hacerse los listos los ataron al extremo de una pica y, tras untarlos de aceite y azufre, ardieron durante bastante tiempo para iluminar por la noche a los viajeros.

p. 359Mientras Meliante decía estas palabras, Lysis le preguntó a Hircan si él y Carmelin seguían siendo invulnerables y si él en particular no había perdido esa condición al quitarse el casco de héroe. Hircan le confirmó que no, de modo que prometió defenderse valerosamente si se presentaban alguaciles tan temerarios como para querer prenderlo y llevarlo a París. Le vino a ese respecto una idea que no había tenido aún: quería saber por qué, a pesar de que le aseguraba Hircan que era invulnerable, seguían alcanzándole todos los días las flechas del amor. Hircan le dijo que era cierto que el Amor le había hecho una herida, pero que era antes de que hubiera empleado hechizos contra él y, por otra parte, solo le había prometido proteger su cuerpo contra las armas de Marte, no contra las flechas de Cupido, tan menudas que son invisibles y se deslizan insensiblemente de los ojos hasta el corazón.

Lysis se conformó con esto y, apartándose con Carmelin, le dijo que estaba muy contento de saber que era tan invulnerable como cuando habían estado en el castillo de Anaximandre y que encontraba en ello algo muy propicio para su plan: era que, cuando se tragase el veneno que iba a beber, se diría que, al saber que no podían herirle en ninguna parte del cuerpo y que ni las espadas ni los puñales podían dañarle, solo había podido darse muerte con un brebaje. Carmelin lo aprobó y, mientras tanto, Hircan, viendo que Adrian estaba sumamente furioso, optó por dirigirle estas palabras para calmarlo:

—Tenéis que considerar, querido amigo –le dijo–, que estáis con pastores cuya principal profesión es la de cortejar. Todos sus libros no hablan de otra cosa, solo saben de eso, por lo tanto, no os escandalicéis si sus declaraciones son demasiado atrevidas. Son gentes apasionadas que se contentan con hacer la corte diez años a una mujer, con tal de que al final les de únicamente como recompensa una cinta gastada que habrá usado para atarse el pelo. No son impúdicos como pensáis: sus leyes se lo prohíben. Solo le hablan a su amada temblando y si quisieran tocarle el pecho, el temor les quitaría la fuerza de tal manera que dejarían caer la mano como muerta a mitad de camino. Tengo una mujer igual que vos, pero, aun cuando cincuenta pastores como Fontenay la quisieran, no estaría celoso* porque sé que es de lo más tímido y, además, corre el rumor de que es impotente. Hay que reírse para uno mismo de la pasión de un hombre tal y fingir ante él que se está muy furioso para que no os tenga por tonto. Si es así como deseáis comportaros, creo que ganaréis y haréis luego chanzas de los afectos de vuestro enamorado.

Estos argumentos no contentaban a Adrian y, en realidad, Hircan no tenía intención de agradarle. Lo que le había dicho era solo para mofarse de él de todas las formas. Adrian estaba muy enojado y, aunque su mujer tuviese más de treinta años y fuese renegrida y flaca, seguía pareciéndole hermosa y poniéndolo celoso. Se divertían mucho viendo cómo volvía los ojos hacia Fontenay y estaba atento por si observaba a Pernelle. El enamorado, tras lanzar tres o cuatro suspiros, se dejó caer cuan largo era encima de una silla como si se hubiera desmayado, de suerte que sus compañeros, fingiéndose desconcertados, empezaron a golpearle en las manos y le echaron agua en la cara. Después de que lo hicieran volver del desmayo, miró un buen rato a los que allí estaban y les dijo:

—¡Ay de mí! Amigos míos, ¿por qué no me dejáis más tiempo en este dulce éxtasis? Mi alma gozaba imaginariamente de todos los placeres del mundo y ahora reconoce que lo único verdadero es su tormento. Ardo sin esperanza por una ingrata que no me ha dedicado ni una sola mirada desde que le declaré mi amor.

p. 360Entonces dijo Hircan que si estaba tan enfermo que se fuera a acostar y los compañeros lo llevaron a su habitación adoptando mil posturas extravagantes. Lo cierto es que, desde que estos gentilhombres estaban con Lysis, se habían acostumbrado tanto a reírse de él, que se se reían también unos de otros y no querían que se libraran ni Adrian ni su mujer, pensando que no tendrían la cabeza mejor que su primo y que toda la estirpe habría heredado la locura. Lysis fue el único en permanecer con Hircan, que empezó a traerle a la memoria todas las delicias pasadas, porque Adrian estaba allí y quería darle a entender que la vida de los pastores era muy dichosa. Carmelin, entretanto, se fue a ver a Amarilis, que estaba sola en su habitación y, cuando esta le preguntó qué habían hecho los demás pastores desde que habían regresado, le respondió que no sabía qué decir y que ellos mismos no sabían lo que hacían de lo enamorados que estaban.

—Y en cuanto a Carmelin –dijo ella–, ¿es posible que no tenga un amor?

—A fe mía, señora –le respondió este–, como he sabido siempre que sois buena amiga mía, os diré francamente lo que piensa mi corazón. Es preciso que al menos una vez en la vida el hombre sienta su naturaleza. Puedo muy bien estar tocado por el amor, pero no por Partenice. Si fuera una piedra como la que mi amo quiere hacerme amar, sería oportuno que quisiera juntarme con ella y, a pesar de ello, no la amaría. Ved cómo razono: quiero decir que no tendría sentimientos amorosos y que no sería capaz. Que cada cual se mantenga cerca de su semejante, las piedras con las piedras, las hierbas con las hierbas, las plantas con las plantas y que la viña suba o trepe por el olmo si quiere. He oído decir con frecuencia que todo esto era por un apego con el que la naturaleza quiere juntar todas las cosas del mundo, pero no va conmigo, diga lo que diga mi amo. Pecaría contra natura si amara algo que no fuera de mi especie, por mucho que Lysis me haga ver que la hiedra se pone a trepar por los muros para desmostrar que ama a las piedras, y que debería hacer otro tanto por tener alguna afinidad con la hiedra desde que interpreté a Baco.

»Me hablaba de eso esta mañana cuando estábamos a solas; le di por toda explicación que me sentía un hombre que bebía y comía, y no hiedra que no sirve más que para cauterizar. Me respondió a eso que, para castigarme por el desprecio que le hacía a la hiedra, los dioses me iban a metamorfosear en esa planta y que se daba cuenta de que el personaje que me habían dado en las fiestas de la vendimia era un presagio, visto que estaba ya completamente rodeado de las ramas que debía tener algún día. Al cabo, eso dijo, es la metamorfosis más apropiada para mí y la que cabe, eso dijo, esperar. No piensa ya, eso dijo, en transformarme en fuente, como hizo antaño cuando sostenía que era lo que más me convenía para que fuese a regar el pie de la roca tan amada. Será mucho más adecuado, eso dijo, ser una planta de hiedra porque treparé, eso dijo, por la roca de Partenice y la abrazaré, eso dijo, con mis ramas.

—Vuestro relato es muy fluido, lo confieso –interrumpió Amarilis–, pero tengo que advertiros de una cosa: si no dijérais tan a menudo «eso dijo» me parece que haríais mejor. Os he oído utilizar varias veces esta expresión que es viciada, pues la repetición es superflua; a pesar de ello, no me he atrevido a decíroslo hasta ahora que estamos solos.

—Os agradezco mucho que os preocupéis del adorno de mi lenguaje –replicó Carmelin–, pues eso significa que os seguís preocupando por mí en cosas más importantes; pero he de responderos que, si repito tanto «eso dijo» es por un buen motivo: es que quiero que sepáis que no soy yo quien dice eso, sino solo mi amo. Si me atreviera, encerraría, no ya cada período, sino cada palabra suya, con el fin de que no me reprendierais y que supieseis que todo lo que os cuento no es sino una alegación. Me disgustaría mucho que pensarais que fui yo quien dijo que era muy oportuno que me metamorfoseara en hiedra.

p. 361Amarilis se puso a reír con ganas y confesó a Carmelin que la disculpa que acababa de encontrar era la más agradable del mundo, y que no creía que nadie hubiera tenido nunca ingenio para imaginar una parecida; y eso a pesar de que unos cuantos usaran en sus narraciones la misma repetición que él y lo hiciesen con tanta frecuencia. Con todo, le dijo que, si se molestaba en difundir que las palabras de su amo no eran las suyas, eso era mostrar que no lo apreciaba.

—Me vais a perdonar en eso –dijo Carmelin–, pero os aseguro con toda franqueza que mi amo dice a veces muchas cosas en las que no hay que creer, porque provienen de la confusión de la mente que le da el amor, y en eso no me puede contradecir, pues le va el honor en ello.

—Ya que no lo queréis creer –dijo Amarilis–, ¿cuál es entonces vuestro propósito?

—Es que no me atrevo a declararlo –respondió Carmelin– por miedo a que me llamen inconstante. Vos, señora, conocéis bien una parte de lo que quiero decir. ¡Ojalá hubiese visto a Lisette antes que a Partenice! No digo más.

—Queréis hacerme saber –dijo Amarilis– que, si os hubiérais enamorado antes de Lisette que de Partenice, se os remitiría siempre a la primera y eso sería fácil de llevar por cuanto es la más agradable. He encontrado una buena solución a vuestro caso, pues Hircan me ha contado todas vuestras aventuras y me ha dicho que, estando una noche con Lysis cuando era árbol, vio a una ninfa llamada Lucide y esta dijo que había que daros por enamorada a la mayor de las hamadríadas de su séquito. Esa a la que se refería era Lisette, que ha recobrado su forma primera. Se puede decir que desde entonces os enamorasteis de ella y que todo lo malo que habéis dicho después era solo para mostrar que os resentís del dolor que os infligieron al azotaros.

Carmelin se quedó encantado al oír el buen consejo que Amarilis había tenido la atención de darle, ya que ella misma era quien había sido la fuente Lucide. Le dio las gracias con tantas reverencias como palabras y la dejó para regresar con su amo, al que no pudo por menos de decirle alegremente que le había ocultado hasta entonces un gran secreto por cierta timidez, pero que ya no se lo podía guardar. Lysis le contestó que le gustaría mucho oírlo, de suerte que Carmelin le dijo que era que le había atrapado el amor por Lisette desde cuando era hamadríada y que su obediencia había seguido de cerca la orden de amarla que le había dado Lucide.

—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste? –contestó Lysis–. ¿Por qué te enamorabas de Partenice, cometiendo una inconstancia y una infidelidad en la que yo te afianzaba porque no sabía que habías perdido ya tu libertad? No podía saberlo, ya que me habías dicho que todavía la conservabas y, cuando te hablaba de Sinope, de Lucide, de Lisette y de la ninfa albaricoquera, su compañera, me decías que las tenías a todas por brujas y que querías huir de sus asambleas como de las del sabbat.

—Os pido que me perdonéis estas faltas –dijo Carmelin–, se me había llenado la cabeza de malas opiniones.

p. 362—Así lo creo y te perdono –dijo Lysis–, era fácil deducir que solo habías sentido una pasión fingida por Partenice, visto que la dejabas enseguida y la abandonaste en cuanto tuvo la desgracia de perder su forma primera. Se dice que quien deja de amar es que no ha amado nunca; ya sospechaba que la aversión que tenías por esa pobre roca tenía un motivo. No pensemos más en ello, Carmelin, el destino ordena que ames a Lisette. Eres ahora el más feliz de todos los amantes más felices del mundo; vives en el mismo lugar que tu amada; puedes hablarle a todas horas o, por lo menos, puedes verla. ¡Oh! ¿Cuántos pastores más ilustres que tú desearían vivir semejante aventura, aunque solo fuera el desgraciado y desfavorecido Lysis, que ha de morir bien pronto por no haber podido gozar de tal felicidad? ¡Ay de mí! Lengua mía, no pregones más por miedo a que algún extraño sepa lo que se ha decidido siguiendo el consejo de nuestros pensamientos.

La alegría que Carmelin tenía entonces no concordaba bien con la tristeza de su amo, de modo que se contentó con darle simplemente las gracias con palabras manidas sobre el favor que le hacía al permitirle amar a Lisette. Al mismo tiempo, Lysis, cuyos pensamientos eran siempre muy diversos, optó por hablarle así a Hircan, que venía hacia ellos.

—He bajado hace poco a la cocina donde he visto preparar un cochinillo –le dijo–, esto me ha hecho recordar los antiguos sacrificios en los que se sacaban lecciones de las entrañas de los animales. Habría que pedirle a mi primo que hiciera uno para saber si debe impedirme ser pastor. Me gustaría también que decidiéramos eso por el vuelo de las aves y por tantos otros presagios.

—No habléis más de ello –dijo Hircan–, no quiero utilizar la persuasión con él: seréis pastor a pesar de sus fantasías.

—Pero es que estaría muy bien hacer sacrificios y respetar las antiguas ceremonias –respondió Lysis–, habría que inmolar víctimas por la prosperidad de vuestro matrimonio y para agradecer también a las divinidades que me hayan ayudado en muchos encuentros peligrosos. Algunas pastoras llevarían cestas llenas de flores, otras llevarían jarrones llenos de fuego y esencias aromáticas; luego, los pastores guiarían a las víctimas coronadas. Así, nos haríamos admirar por tan hermoso concierto que no se ha visto desde hace mucho tiempo.

—Las novedades son denostadas –replicó Hircan– si no se preparan las mentes para recibirlas, por lo tanto, no traigamos aquí tan pronto las costumbres de las que me habláis. Es cierto que son antiguas, pero no dejarían de ser nuevas, ya que se han visto interrumpidas.

Hircan se retiró después de decir esto y Carmelin se atrevió a preguntarle a su amo cuáles eran los presagios con los que había que contar, además del vuelo de las aves. Le dijo que, cuando uno emprendía algún asunto, tenía que fijarse con qué personas se encontraba y qué palabras le dirigían, o alguna otra circunstancia, con el fin de sacar conjeturas para el futuro. Carmelin se creyó lo bastante capaz de ello y, dejando a Lysis entre sus melancólicos pensamientos y tratando, por otro lado, de ver a su amada, quiso sentir algún presagio para conocer el desenlace de sus amores. Se fue a un sitio en el que encontró a una sirvienta calentando el horno y, tras ir a decírselo a su amo, este le explicó que esa muchacha representaba a Lisette, que había puesto el fuego en su pecho, y el pan que metía a cocer quería mostrar que ella participaba de sus ardores y le daría su corazón para que lo encendiera. Ese buen presagio debía animar a Lysis a buscar uno parecido, pero pretendía hacer algo más ceremonioso y el resto de planes que tenía le impedían pensar en ese. Carmelin, completamente arrebatado de amor, quiso seguir buscando a su amada.

p. 363Bajó a una sala en la que encontró a Amarilis hablando con tres campesinos que habían venido a traerle el trigo que le debían de la renta. Se había dispuesto una servilleta al extremo de la mesa y algo salado para acompañar la bebida. Amarilis le dijo a Carmelin que se uniera a los comensales* y este no se lo hizo repetir dos veces por miedo a parecer impertinente. Cuando estuvieron los cuatro a la mesa, vino un lacayo a darles de beber y les puso a cada uno el vaso delante. Carmelin, al ver que los otros no hacían más que comer y no bebían aún porque no eran lo bastante atrevidos ante Amarilis, él, que lo era más, cogió el vaso que estaba cerca de él y lo vació hasta la última gota. Seguramente, se equivocó esa vez, pues el vaso estaba tan cerca de él como lo estaba el suyo, pero poco después volvió a coger el vaso de otro con el que hizo lo mismo, así que en esta ocasión ya no tenía disculpa. Es de creer que, viendo que el asunto le resultaba tan bien sin que le dijeran ni una palabra, quería probar si la jugada le salía por tercera vez. Cogió pues el vaso del último también y lo dejó tan limpio y tan vacío que no quedaba ni una gota*. Mientras tanto, Amarilis, que se entretenía mirando por la ventana, vino y, al ver que los campesinos tenían todos el vaso vacío y solo Carmelin tenía el suyo lleno, creyó que era el único que no había bebido.

—¿Es que no bebéis, Carmelin –le dijo–, os hacéis el vergonzoso?

Los campesinos empezaron entonces a murmurar entre ellos y Carmelin se puso a reír.

—¿Qué quieren decir estas buenas gentes? –prosiguió Amarilis.

El lacayo, que había visto la jugarreta de Carmelin, fue a contárselo a su ama. A esta le pareció lo más gracioso del mundo y, a pesar de ello, le preguntó al supuesto vergonzoso por qué se había bebido el vino de los demás. Él respondió que pensaba que no lo querían y, como a él le venía muy bien, lo tomó sin hablar para no molestar a nadie en que le pusieran tantas veces de beber. Habiéndose quedado bastante satisfecho, se levantó de la mesa y se les dio más vino a los campesinos para que no se disgustaran. Si a Amarilis la embriaguez de Carmelin le parecía agradable, el lacayo que la había visto no pensaba lo mismo. La había soportado solo por comprobar su atrevimiento y no hizo sino contarles la acción a sus compañeros para que se indignaran con él. En realidad, venían ya picados de antes y los celos les podían cuando veían que Carmelin, que solo era un criado como ellos, le hablaba con franqueza a su amo como si fuera su igual. No podían soportar verlo todos los días a la mesa con gentilhombres respetables y su mayor desazón era que se veían obligados a servir a un hombre que no era más que ellos, y llevarle de beber como a los demás. Se confabularon todos contra él por este motivo y no cabe extrañarse de ver siempre habitar la envidia en la corte de los reyes cuando se encuentra igualmente en el corral* o, mejor, en el pajar de un gentilhombre campestre.

p. 364Así pues, una vez que llegó la cena, los criados olvidaban servir de beber a Carmelin, mientras que acostumbraban antes a darle sin que lo pidiera. Él sacudía la cabeza mirando a un lacayo para indicarle que necesitaba algo, pero el lacayo lo miraba fijamente y sacudía la cabeza igualmente. Si Carmelin hacía una señal con la mano, el otro hacía la seña también y todos los demás lacayos hacían lo mismo cuando se dirigía a ellos, pues querían castigarle por haber bebido demasiado en la merienda. Cuando se llegó al postre estaba tan alterado que habría gritado muy alto que le dieran de beber, si no fuera porque no quería hacer ruido. Se levantó pues de la mesa y se sirvió el mismo del aparador. Hircan, que se dio cuenta, dijo que exigía que se le pusiera de beber como a los demás y que sus criados se equivocaban si se consideraban iguales que él porque no era ayuda de cámara ni mozo de cuadra, sino que podía mezclarse al menos con los gentilhombres presentes por estar asociado con Lysis en la condición pastoril. Esto enfadó todavía más a los sirvientes, pero no hubo sedición por el momento.

Adrian y Pernelle habían comido en la mesa de Hircan, y también Fontenay, que se contentaba con hacerse el doliente. Después del paseo que se dio por el jardín, se permitió a Lysis y a Carmelin acostarse y pudieron hacer lo mismo Adrian y su mujer con total libertad. Este había tenido cuidado durante la comida de que Fontenay no bebiese por afecto del vaso de Pernelle y de que no le pisase en el pie para citarse con ella. Siempre había tenido inquietudes semejantes de tantos celos como tenía y, en el paseo, casi le entraban ganas de atarla por la cintura con la correa de cuero que portaba sobre el jubón, con el fin de que nadie se la llevase. Al irse a acostar a la habitación que le habían dado, miró encima y debajo de la cama, entre la cama y la pared*, dentro del colchón y en la chimenea para ver si había alguien escondido. Como no encontró a nadie, atrancó la puerta con el cerrojo y puso incluso un aparador delante; a pesar de todo, no se sentía seguro porque temía que alguien estuviese escondido en un gran cofre que había cerca de las ventanas y viniese a forzar a su mujer, pues desconfiaba no solo de Fontenay, sino de todos los demás pastores. Finalmente, al descubrir que el cofre estaba vacío, se fue a acostar al lado de Pernelle.

Nada más meterse en la cama, Fontenay, que quería divertirse claramente a su costa, se acercó a la puerta para cantar una melodía cortesana con una voz lánguida como si estuviera a punto de morir de amor. Hircan lo acompañaba con el laúd y, poco después, el resto de pastores y también Amarilis se juntaron a ellos, con ganas todos de pasárselo bien, para formar un bonito coro de música. Entonaron canciones de toda clase y en tal cantidad que a Adrian y a Pernelle les dio dolor de cabeza. Cuando terminaron, Fontenay lanzó tres o cuatro suspiros y luego se quejó de esta suerte:

—¿Es preciso que sea otro el dueño de aquella de la que no puedo ser ni siquiera el servidor? ¡Ah, hermosa! ¿Por qué me desdeñáis? Hay una ninfa de Diana que me quiere más que su ama. Las hay que corren tras de mí y me ofrecen lo que os ofrezco, pero me reservo solo para vos. Al menos, si no me queréis dar nada, no rechacéis este corazón que os entrego. Haced el favor de aceptarlo y dadme una prueba con una sola palabra de vuestra boca. Que vuestros lindos labios, cuyo movimiento es el único decanso para el oído, pronuncien delicadamente lo que me deben decir. Si bien no perderíais nada con ello, no dejaría yo de ganar mucho.

p. 365El pastor hizo varias declaracions amorosas más y, a veces, se ponía a cantar con los demás. Adrian juraba entretanto que se iría al día siguiente, aunque tuviera que dejar a Lysis, y que reclamaría a la justicia por las afrentas que le hacían. Cuanto más alto hablaba, más ruido hacían con el fin de que se enfadara todavía más al ver que no le escuchaban. La diversión duró más de una hora y luego la banda de músicos lo dejó en paz y se fue a acostar. El pobre hombre tenía los oídos tan aturdidos que temía quedarse sordo como lo había estado ya. A pesar de ello, las preocupaciones no le impidieron conciliar el sueño. A la mañana siguiente se levantó por ver si había manera de irse, cuando Carmelin salió de la habitación de su amo para contarles a los demás pastores que este se encontraba muy mal. Fontenay y sus compañeros fueron de inmediato y Adrian también, no así su mujer, pues la había encerrado bajo llave en la habitación mientras se vestía. Hircan llegó después y Lysis, al ver que todos se habían sentado en su cama, comenzó este discurso:

—Por fin los dioses se han apiadado de mí y me han querido librar de la tiranía de Adrian: ahora me envían una enfermedad de la que no mejoraré nunca. Aquel que, habiendo sido árbol debía seguir teniendo la piel bien dura, aquel al que habían hecho invulnerable, aquel que había domeñado a tantos monstruos y aquel, finalmente, que se creía elegido para devolver la tierra a su felicidad primera, ahora va a ser derribado por el primer acceso de fiebre que se apoderará de él.

—No temáis eso –dijo Hircan–, ¿qué mal sentís? ¿Queréis que os traigan el desayuno?

—Tengo un terrible dolor de cabeza –respondió Lysis–, pero me parece que si bebiera un poco de vino soportaría el dolor con más y paciencia y alegría.

Se debatió a ese respecto si había que darle vino, pues Adrian decía que, si tenía fiebre, eso solo la aumentaría, pero Hircan, tras tomarle el pulso, dijo que no tenía aún y que había que concederle lo que deseaba. Carmelin tenía el vino ya listo en una botellita: lo echó en un vaso y se lo llevó. Lysis se lo bebió tan deprisa que no lo degustó e hizo luego tantas muecas como si se hubiera tomado una medicina; después, siguió hablando así:

—Queridos amigos, no os extrañéis de que me haya costado tragar el vino, aunque lo haya hecho pasar por el paladar lo más rápido posible: es que tiene un sabor tan malo que, si todos los brebajes del mundo tuvieran uno semejante, os dejaríais morir de sed antes que beberlo. No es que el terruño de Brie no sea muy apropiado para las viñas, pues el vino de esta región es muy bueno de suyo, pero es que lo he adulterado adrede yo mismo y, con el propósito de morir, lo mezclé ayer por la tarde con cierto veneno que guardaba desde hace tiempo para usarlo si la ocasión se presentaba. Y si deseáis ahora saber con detalle por qué tengo tantas ganas de quitarme la vida, no es únicamente para no ir a París con Adrian, sino para obedecer la orden de mi amada.

p. 366»Tiempo atrás, habiéndole preguntado qué leyes debía acatar bajo su mando, me respondió con dureza: «Os ordeno que ya no me obedezcáis». Me costaba mucho comprender la orden, así que le planteé la dificultad a Carmelin y a Clarimond. Todo lo que pude sacar de su respuesta es que no había que obedecer la orden de Caritea que me prohibía obedecerla, por contener una contradicción en sí, y que solo debía seguir el resto de las órdenes precedentes, dando esta por nula. Esta sutil explicación tenía visos de verdad y me conformé durante un tiempo a la espera de otra mejor; pero, al no poder abordar a Caritea para obtener una de su boca, tuve hace uno o dos días cierta inspiración de la que he querido extraer toda la satisfacción que deseaba. Me parece que está todavía en mi oído reprochándome que todos los que se han metido a explicar la orden de Caritea no han entendido nada y que, al haberme ordenado que ya no la obedezca, quiere decir que muera lo antes posible para no ser más esclavo de sus leyes. Que muera pues ahora quien es indigno de servirla y en su muerte se encontrará la aclaración de esta orden inviolable. «Os ordeno», eso me dijo Caritea: esta palabra me advierte de que hay que obedecerla y que tengo que morir según su voluntad; esto se hará en menos de nada y, en cuanto al resto de sus palabras, eso se ejecutará después cuando mi cuerpo se separe de mi alma. Eso no significa que pueda dejar de querer a Caritea en el otro mundo, pero, como solo seré una sombra vana incapaz de servirla, no será malo creer que ya no la obedeceré.

Tras mantener este discurso, Lysis empezó a volver los ojos hacia arriba y a simular temblores, de suerte que Adrian se asustó grandemente y le preguntó a Carmelin si era verdad que su amo había puesto veneno en el vino que acababa de beber.

—Me parece que sí –dijo este–, que después de que trajera aquí la botella ayer por la tarde por si la necesitábamos, Lysis puso no sé qué dentro; pero, ¡ay de mí!, no fui lo bastante curioso como para preguntarle qué era y ahora se dirá que soy en parte causa de su muerte por mi negligencia. Además, el corazón se me parte cuando se me viene a la mente que ha tenido que ser mi mano de la que ha cogido el brebaje mortal. ¡Ah, cielos! ¿Por qué lo habéis permitido?

Así fingía Carmelin estar muy afligido, siguiendo las reglas que le había dado su amo y Adrian, todo lo atónito que se podía estar, se volvió hacia Hircan rogándole que aportara algún remedio al mal de su pobre primo y que enviara a buscar a un boticario que le diese algo para vomitar lo que había tomado. Hircan y todos los pastores, que habían sido advertidos por Polidor de la simulación que deseaba hacer Lysis, se hicieron los desconcertados y uno de ellos le respondió a Adrian que no sabía si habría manera de darle un antídoto a su primo, aun cuando lo trajera el boticario, porque, estando decidido a morir, no querría tomarlo jamás. Con todo, Hircan hizo como si enviara a un lacayo a la ciudad con tal motivo. Lysis, entretanto, después de temblar considerablemente, pronunció estas palabras con voz agonizante:

—Empieza a extenderse por mis partes nobles cierta frialdad: me ha llegado la hora, amigos míos, adiós pastores, escoged entre vosotros a otro pastor ilustre para dictaros leyes. Elegid a Philiris, si mi consejo os sirve de algo. Pienso que los parisinos que han de venir aquí se van a extrañar de no encontrarme; pero ¡qué se le va a hacer!, no hay remedio: hay que obedecer a mi amada para no obedecerla luego. Voy a llevar a cabo su mandato sin mandato. En cuanto a vos, primo mío, sois en parte la causa de que haya recurrido a la muerte, pues, al ver que queréis llevarme a París, trataría siempre de morir, aunque Caritea no me incitara a ello, por cuanto estoy encantado de acabar aquí mis días con el fin de que mis compañeros hagan una sepultura y me quede en esta dichosa tierra a vuestro pesar.

p. 367Tras esta declaración, Lysis se hundió completamente en la cama como si se abatiera de debilidad y, después de lanzar algunos suspiros, volvió la cabeza hacia la pared y no habló más. Evitó luego moverse y respirar fuerte tan bien que los pastores dijeron todos a una:

—¡Se ha muerto, sin lugar a dudas, el amigo más querido que tuviéramos en el mundo!

Carmelin, echándose sobre la cama, gritaba lo más alto que podía:

—¡Ay de mí! Mi pobre amo, ¿por qué os habéis dejado morir en la la flor de la edad? Habrías podido saborear largo tiempo los placeres de la vida.

—¡Ah! Visto que está muerto el que servía de consuelo a todos nuestros males, tengo que morir yo también –exclamó Fontenay–. Me ha enseñado el camino, no soy menos desgraciado que él en mis amores: amo a una desalmada que no puedo ablandar con el relato de mis tormentos. Dame el veneno igual que a tu amo, Carmelin, quiero beberlo ahora y acostarme junto a él para morir en su compañía.

—¿Soy acaso un verdugo? –dijo este–. ¿Soy un donante de venenos? Si hubiera sabido que el vino que daba a mi amo estaba envenenado, ¿alguien piensa que habría permitido que lo tomara? Id a buscar veneno a otro lugar, ya no hay en la botella. ¡Ojalá no hubiera habido jamás!

—Si no me dan veneno –protestó Fontenay–, cogeré un cuchillo y me cortaré el cuello y, si me lo quitan también, no tardaré en hallar otras maneras de acabar con mi vida. Me arrojaré por la ventana, me ahorcaré o tragaré carbones ardiendo y mantendré la boca cerrada para asfixiarme.

—Que me quiten a este desesperado –dijo Hircan–, vosotros, Polidor y Meliante, llevadlo a una habitación y que lo aten como a un demente. ¡Ah, Dios, qué bien nos da a conocer el amor, aquí y ahora, los efectos de su extraño poder!

Dicho esto, sacaron a Fontenay de allí y Adrian, después de palpar él mismo a su primo, tuvo tan poca cabeza que lo dio por muerto. Fue rápidamente a buscar a su mujer, a la que le contó la mala noticia. Se afligieron grandemente juntos, pensando que se diría por todas partes que habían causado la muerte del pobre muchacho por no saber gobernarlo y que habían errado al dejarlo irse a los campos entre gente desconocida, la cual le había nublado tanto la mente que se había dado muerte de desesperación. Su disculpa fue a descargar su cólera contra Carmelin, diciéndole que era un malvado, un traidor y un homicida, y que era él quien había puesto el veneno en el vino de su amo. Él les acusó de ser el origen de toda la desgracia y de que Lysis había confesado en el último suspiro que deseaba morir para no ir con ellos a París. Hircan se acercó a decirles que no estaba bien discutir en el lugar en el que se encontraba un pobre fallecido y que había que tener respeto por los muertos, como por las cosas santas. Hizo salir luego a todo el mundo de la habitación, la cerró con llave para que nadie entrara durante un buen tiempo y luego le dijo a Adrian:

—Hablemos un poco con tino: ¿qué pensáis hacer armando tanto alboroto? ¿Queréis que todo el mundo sepa que Lysis ha muerto del veneno que ha tomado? Si esto se acaba sabiendo fuera de aquí, harán el levantamiento del cadáver y lo llevarán ante la justicia, que le hará un proceso como a quien se ha matado a sí mismo. Lo colgarán por los pies en una horca, se le acusará de infamia y confiscarán sus bienes. Vuestra estirpe no tendrá beneficio ni honor. Los bienes de Lysis saldrán de vuestras manos y los niños de vuestra ciudad os señalarán con el dedo al ir a la escuela como pariente de un ahorcado. Hay que mantener, pues, la verdad en secreto y decir que ha dejado este mundo de muerte natural.

p. 368Tales reflexiones hicieron callar a Adrian y a su mujer. Tenían una parte en la sucesión de Lysis que les vendría que ni pintada, pues tenían ya dos hijos, uno en una pensión y otro con una nodriza, y su riqueza no era nada considerable. En cuanto a Carmelin, no había manera de que dejara de lamentarse; profería todo el tiempo estas o parecidas palabras:

—¿Nadie va a pensar en mí, que tan bien he asistido a mi amo? El que ha trabajado se quedará sin recompensa y los que no han hecho nada se llevarán todo. ¿Quién ha estado con Lysis noche y día? ¿Quién ha ayunado en su compañía cuando ha habido que ayunar? ¿Quién se ha quitado de dormir para hablarle de amor? ¿Quién es el que le limpiaba los trajes? ¿Quién el que le contaba buenos cuentos? ¿Quién le enseñaba sentencias escogidas de entre los mejores lugares comunes? ¡Ay de mí! Ese era su fiel Carmelin y, pese a ello, no heredará en absoluto de él. Como está muerto, se le despide como a un tunante. Todavía si se le hubiera ocurrido hacer testamento, habría visto si me había querido o no y me habría conformado con lo que hubiera dejado. Sus herederos, a los que no quería nada y por los que ha dejado este mundo, van a disfrutar enteramente de sus posesiones. Es propiamente dar al asesino los bienes de aquel al que ha matado. Ahí están sus parientes, que fingen estar muy entristecidos por su muerte, pero no sienten ni la quinta parte de mi aflicción. Por algo me enseñó un buen autor que, si las lágrimas están en el rostro de los herederos, la risa está en su corazón, y que, si se inventó hacerles llevar en los entierros grandes capuchones que les cubran toda la cara, es del miedo que se tenía a que no pudieran guardar la compostura triste y que acabara resplandeciendo la alegría en sus ojos, lo que supondría muy mal ejemplo para el pueblo.

Siguió vertiendo Carmelin muchas otras quejas que tenía, creo yo, estudiadas, pero Hircan le hizo ver que obraría de tal manera que sus servicios no cayeran en el olvido y que, a pesar de que su amo no le hubiera dejado ni sueldo ni recompensa, no dejarían de darle algo que bastara para contentarlo. Le aseguró que no debía enfadarse de que su amo no hubiera hecho testamento porque eso solo habría sido una fuente de procesos y que los herederos de Lysis no le habrían querido dar todo lo que hubiera dejado escrito.

—Para daros un ejemplo de estas dificultades –prosiguió–, un hombre rico que hizo su testamento antes de morir dejó sus bienes a la comunidad de los habitantes de su ciudad con el encargo de que le dieran a su heredero legítimo lo que quisieran. Como el heredero llevase a los habitantes ante la justicia, el juez les dijo: «Y bien, si queréis cumplir la voluntad del testador tenéis que darle a este hijo lo que deseéis, ¿qué repartición queréis hacer?». «Le dejamos la décima parte y queremos el resto», respondieron los habitantes. «Tomad pues esa décima parte para vosotros, dijo el juez, y dejad el resto al heredero, pues teníais que darle lo que quisiérais». Con esta sutileza, al sucesor legítimo le devolvieron sus bienes, pero no todos los jueces tienen tan buen juicio como este, de modo que es muy peligroso pleitear, tanto para los herederos como para los legatarios. Os dejara lo que os dejara Lysis, señor Carmelin, Adrian os habría arrebatado una mitad y la justicia la otra.

—¿Qué vía he de seguir entonces? –dijo Carmelin–. ¿No vale más dejarlo al azar de conseguir algo que estar seguro de no tener nada? ¿A qué voy a esperar, mísero de mí? La fortuna no me sonríe nunca.

—¿Os asombráis de que la fortuna no sonría? –replicó Hircan–. ¿Habéis visto alguna vez que sonría una persona sometida a la rueda*?

p. 369Carmelin no era lo bastante sutil como para entender esta broma desde el principio, pero al cabo recordó que se muestra sobre una rueda a esa voluble diosa. Le pidió a Hircan que no le afligiera doblemente mofándose de su miseria y, aunque Hircan sabía muy bien que no estaba tan triste como se hacía, le juró que en el caso de que los herederos no quisieran darle nada, le compensaría con sus propios dineros. Al mismo tiempo, llegó un lacayo de Anselme diciendo que su amo estaba muy preocupado por Lysis, al no haber tenido noticias suyas desde la última vez que lo había visto, y que le había enviado para saber si había sido tan descortés como para marcharse sin ir a despedirse e informarse de si quería mandar algo a París.

—Amigo mío –respondió Hircan–, decidle a vuestro amo que Lyis acaba de morir hace nada.

El lacayo no se lo habría creído si Carmelin no se lo hubiera asegurado con actitud triste. Regresó pues a llevarle a su amo la respuesta que le habían dado. Anselme no sabía si querían darle un chasco o si decían la verdad, de suerte que quiso ir rápidamente a casa de Hircan por si acaso. En el quicio mismo de la puerta se encontró con Meliante, que le contó toda la superchería que habían representado. Para complacer a todos los pastores que estaban en el lugar, Anselme simuló el dolor a imitación de estos. Entretanto, Adrian y Pernelle le preguntaron a Hircan qué pensaba que debía hacerse con el cuerpo de su primo y que deseaban amortajarlo y enterrarlo.

—No será hoy cuando se le meta en la tumba –dijo Hircan–, sus compañeros pastores no lo permitirán: sus costumbres hacen que haya que guardar al menos dos días los cuerpos de los fallecidos y lavarlos después para ver si están realmente muertos, pues hay bastantes a los que, por haber caído en letargia, se les ha dado por muertos y se los ha enterrado como tales, y luego, al salir de su adormecimiento, se han muerto rabiosos. Además, debéis saber que no se entierran los cuerpos de los pastores ilustres y heroicos como lo era vuestro primo, eso no se ha visto jamás. Leed a todos los buenos autores y sabréis si eso se practica. Creemos que es algo vil que lo abandonen a uno en la tierra. No se podría hacer peor con aquellos que han muerto bajo tortura, ¿hay algo más vil que pudrirse y que se lo coman a uno los gusanos? ¿No es algo abyecto entregarse al más bajo y más grosero de todos los elementos? Vale bastante más entregarse al más puro: es algo más noble y más deseable. Nosotros, personas insignes, queremos que nuestros cuerpos se quemen después de muertos. Pareciera que el fuego, al aspirar a la más alta esfera, quisiera llevar también allí nuestras reliquias y que nuestros cuerpos se fueran con los dioses igual que nuestras almas. El cuerpo de Lysis arderá, pues, en una hoguera en medio de mi patio, pero antes es preciso realizar algunas ceremonias obligadas. Hércules se quemó bien vivo antes de ir al cielo: ¿hay algún peligro en quemar a un hombre muerto? Los cuerpos de todos los césares lo fueron.

Adrian, que no entendía la historia ni la fábula, se quedó atónito ante la propuesta de Hircan y juró y perjuró que recurriría a la justicia para obtener reparación de las injurias que le habían hecho. Decía que se equivocaban al no querer que su primo fuera enterrado de la manera habitual, ya que no parecía ser una muerte herética, y sostenía, en contra de la opinión de Hircan, que era una ignominia ser quemado; más grande incluso que ser arrojado al vertedero, visto que la justicia no condena al fuego más que a los brujos y a los criminales de lesa majestad. Philiris quiso entonces apoyar lo que había dicho Hircan e iba a servirse de la mas fina sabiduría del doctor Charron, pero aquel le hizo saber que no debían salirse de los términos de la poesía ni meterse en cosas demasiado serias. Adrian, sin poder esconder ya su enojo, se volvió hacia Anselme y le increpó de esta suerte:

p. 370—Si estoy en ascuas por mi difunto primo, os declaro ahora como entonces y os declaré entonces como ahora que voy a recurrir contra vos. Vos me habéis quitado a ese pobre muchacho de entre las manos y, prometiéndome que lo trataríais bien, lo trajisteis aquí entre gentes que le han hecho perder completamente la razón.

—Es justo todo lo contrario –respondió Anselme–, pues, si se hacen los locos a veces, como veis, ha sido a causa de vuestro primo. Eran muy sensatos cuando llegó aquí, pero los pervirtió y les traspasó todas sus malas opiniones. Si yo no hubiera tenido cuidado y no me hubiera alejado de él, me habría hecho tomar también el camino de la locura. Hay buenos testigos que os probarán que quiso persuadirme cien veces de que me hiciera pastor.

—No son más que imposturas –dijo Adrian–, sois todos bastante mayores para saber comportaros. No es creíble que un joven solo haya corrompido a tantos otros. Mi primo no podía estar peor en ningún lugar del mundo: aquí no hay sino rufianes y ateos que no temen ni a Dios ni al diablo. Desde que estoy en esta casa no han dicho una sola palabra de nuestra religión. ¿Cómo se puede tolerar en Francia a estos apóstatas, que son peores que los Nerones y los Julianos234?

Adrian lanzó otras cuantas buenas maldiciones a continuación de esta, pero Meliante le dijo que llegar a los insultos no era el mejor camino y que había comprobado bastante cuán grande era el poder de Hircan.

—Sois un ignorante –le dijo también muy rudamente Hircan–, no sabéis lo que es la grandeza heroica. Sabed que los héroes como nosotros tienen privilegios que no tienen los demás hombres. Viven de manera totalmente distinta, se visten, hablan de otra manera y mueren de otra manera.

A Adrian le entraban ganas de preguntarle si no tenían también un paraíso aparte, pero se contuvo para no enfadar más al dueño de la casa.

—Pensad un poco –prosiguió Hircan–, si queréis ver las ceremonias que vamos a hacer al fallecido, no nos esconderemos de vos; y, si no deseáis aparecer, id a esconderos donde os venga bien, lo cierto es que sois demasiado profano para asistir a funerales tan sagrados.

Estas palabras hicieron que Adrian y su mujer se retiraran a su habitación y, mientras tanto, Hircan abrió la de Lysis, donde entró toda la compañía, incluso Fontenay, que no se hacía ya el desesperado, contentándose con hacerse el triste. Carmelin echó la sábana por encima de la cabeza de Lysis, que seguía sin moverse y, como el jardinero había traído flores y hierbas odoríferas que se podían encontrar en esa estación, todos los pastores las echaron encima del cuerpo del fallecido. Amarilis llegó en ese momento y cantó una melodía hecha expresamenta para la muerte del pastor. Su voz era tan dulce y tan lánguida que Adrian pensó al principio que entonaba una buena oración, pero cuando entendió el sentido de lo que cantaba y le respondieron los pastores, se indignó sobremanera porque todo ello solo hablaba de pasión amorosa.

—Ved, vida mía –le decía a Pernelle–, con qué gente hemos caído: en lugar de rezar a Dios por el alma de ese pobre difunto o enviar a buscar a sacerdotes que se ocupen, van hasta su habitación cantando melodías en francés. A pesar de ello, no me cabe duda de que nuestro primo necesita la ayuda de rezos, pues ha muerto sin confesión.

p. 371La música siguió sonando bastante tiempo y él no dejaba de quejarse. Al mismo tiempo, Carmelin salió de la habitación para ir a buscar ramas de ciprés que le había pedido Hircan y un criado se acercó a decirle:

—Tu fama se ha derrumbado, pobre hombre, ya no vas a hacer tanto el tonto, has perdido a tu amo, que era la causa de que fueras bienvenido en todas partes: en nada te veré como un pordiosero.

Carmelin se mostró tan pacífico que no dijo palabra a estas injurias; se puso únicamente a llorar para dar fe de la magnitud de su tristeza, pero, en su interior, se consolaba grandemente pensando que los que le reprendían como si ya no tuviera el apoyo de nadie algún día se desengañarían del todo cuando vieran que Lysis seguía con vida. Cogió pues ramas de ciprés en el jardín y se las llevó apaciblemente a Hircan, que las sembró por toda la habitación, conforme a la costumbre de los antiguos que consideraban funesto este árbol. Carmelin recordó entonces haber oído decir a Hircan que era preciso quemar el cuerpo de Lysis y no enterrarlo. Eso le produjo extraños sobresaltos, pues, para cumplir el plan de su amo, tenía que ser enterrado necesariamente; así Adrian, al no haber nada que lo retuviese en Brie, se volvería a París; él lo sacaría de la tumba durante la noche, con el fin de ir a pasar algún tiempo en un lugar apartado y volver a recuperar luego su vida anterior. En cambio, si lo querían quemar, el pobre hombre no sabía si se vería obligado a declarar que no estaba muerto por miedo a que cometieran la gran crueldad de quemarlo vivo. Al cabo, decidió que debía tener un poco de paciencia para no exponerse al odio de su amo, que se enojaría al ver que guardaba tan mal los secretos, así que se determinó a declarar la verdad solo en caso de extrema necesidad. Mientras estaba con estos pensamientos, Philiris, poniéndose de rodillas sobre una silla y apoyando las manos en el dosel de la cama, empezó a toser cinco o seis veces como quien se prepara a hablar durante bastante tiempo. Todos los pastores se sentaron, a sabiendas de que iba a hacer una arenga fúnebre a la muerte de Lysis y, cuando todos hubieron guardado silencio, habló de esta suerte:

—No sé qué bien nos queda después del que hemos perdido, tristes y desolados pastores, si no es el de repasar en nuestra memoria la alegría que suponía tener con nosotros al incomparable Lysis, pues estamos obligados a agradecer siempre a los dioses que nos lo haya dejado un tiempo, más que injuriarlos por habérnoslo quitado ahora. Es posible que nuestras faltas hayan sido la causa y no merezcamos tener entre nosotros a tan rara obra maestra, que el cielo había forjado junto con la naturaleza. Ya se atendiese a los rasgos de su cara y a la proporción de su cuerpo, ya a la gentileza de su talante y a la bondad de su mente, nada se hallaba en ellos de lo que fuera digna la tierra. Con todo, esta madre común de todos los hombres, abrigando en una ocasión el deseo de poseerlo eternamente, consiguió de Júpiter que formara parte de la estirpe de los árboles que nutre por sus raíces; pero el sabio Hircan se opuso a ello y liberó a este ilustre pastor de su cautiverio que, aunque honorable, no dejaba de ser fastidioso. Como el cielo no quería ya luego verse privado de su obra, ha acabado llevándoselo de este mundo; y bien se puede deducir que deseaba tenerlo con todas sus fuerzas, puesto que el destino ordenó que expusiera su vida a toda suerte de peligros para sacar a una dama de las garras de un encantador, pese a que su profesión principal no fuese la de un guerrero. No ha sido, sin embargo, una muerte violenta la que nos lo ha arrebatado. No hacía falta que la entrada a las delicias de las que ahora goza fuese enojosa: una muerte natural ha venido a sellarle suavemente los ojos y no ha roto ni cortado los lazos que ataban su alma a su cuerpo, sino que los ha desatado limpiamente y sin esfuerzo.

p. 372Estas palabras emocionaron tan fuertemente a Lysis que casi olvidó que había fallecido. Ya estaba dispuesto a hablar para explicarles a los pastores que se equivocaban todos al decir que su muerte había sido natural, visto que había sido violenta. Pensaba que, si no declaraban que se había envenenado, se verían frustradas sus esperanzas y no tendría mérito alguno ante Caritea. No se figuraba que les diera vergüenza decir que se había dado muerte él mismo. La agitación de su mente hizo que el cuerpo se moviese un poco y Meliante, al percatarse de ello, interrumpió al orador para advertirle, pero le dijeron que había sido una ilusión, y Philiris prosiguió así con su intervención:

—Quería deciros, gente pastoril, que Lysis tenía que morir, ya que el cielo quería tenerlo; sin embargo, no hay verdaderamente razón alguna que nos deba impedir recibir su muerte con las aflicciones de que son capaces los hombres. Es preciso que ninguno de nosotros haga la menor sonrisa en diez años y, si esto ocurre, debe ser castigado con una multa. ¿Cómo no íbamos a estar tristes, visto que el propio amor, con todo lo dios que es, no está exento? Y creo que ya no irá de aquí en adelante completamente desnudo como solía, porque tendrá que llevar luto. En realidad, estaba muy agradecido a este pastor que se esforzaba todos los días en darle a su imperio mayor extensión y que, en la muerte, ha puesto el alma en sus manos para que la conduzca al lugar en el que se recompensa a los amantes fieles. Os digo todas estas cosas porque la costumbre así lo quiere, pues imagino que estáis bastante dispuestos a darle a Lysis lo que le debemos sin que os arengue con mis palabras. Por último, me permitiréis aún que os avise de que os preparéis para hacer sus funerales mañana por la mañana. Será allí donde diga más que ahora y donde haga un relato detallado de todas sus virtudes y de las más bellas aventuras de sus amores; no para vosotros, que no las ignoráis, sino para los forasteros que puedan llegar aquí y a los que les encantará oír cómo era la vida del pastor heroico que deseaba enseñarnos el arte de ser felices.

Así puso fin Philiris a su discurso, del que no se perdió ni una palabra Lysis, radiante por los honores que le rendían. Hircan hizo salir luego a todos los pastores y mandó únicamente a Carmelin que velara al difunto. Almorzaron poco después y le llevaron su ración, pero, a pesar de que no hubiera bastante para él, fue tan caritativo que, tras cerrar la puerta, le dio a comer la mitad a su amo, que confesaba no haber tenido nunca tan buen apetito como desde que estaba muerto. Anselme se volvió a casa de Oronte para contar la graciosa aventura de Lysis y quitarles a todos la preocupación por la información que tenían de su fallecimiento. Mientras tanto, Adrian y Pernelle quisieron comer aparte sin mezclarse en adelante con los pastores, por considerarlos excomulgados y abominables: su decisión era no regresar hasta haber enterrado el cuerpo de su primo, a pesar de la resistencia de Hircan, aunque tuviesen muchos asuntos que resolver en París. Habiendo transcurrido el día de manera distinta para unos y otros, se dispuso que Carmelin se acostara en la habitación del muerto, por más que pusiese alguna dificultad, y los demás durmieron en las habitaciones acostumbradas. Al verse a solas Lysis con su fiel Carmelin, conversó mucho tiempo con él y quiso conocer todo lo que se había dicho de su muerte. Al saber que todos la lamentaban, pensó que la aflicción llegaría hasta el corazón de Caritea y, en lo que se refería a la resolución que se había tomado de quemar su cuerpo, le produjo mucho desasosiego. Finalmente, le rogó a Carmelin que pusiera en la hoguera un haz de leña envuelto en una tela en su lugar. Este le prometió hacer todo lo que le fuera posible.

p. 373La hora del alba sería cuando Oronte y todos los de su casa llegaron a la de Hircan con enorme deseo por ver qué salida iba a tener la simulación de Lysis. Montenor y Clarimond vinieron también, pues el rumor había llegado hasta sus oídos. Estaban ya todos los pastores en la habitación de Lysis, cuando Adrian empezó a contar de nuevo sus pesares, reprochándoles que ni siquiera hubieran amortajado al fallecido. Clarimond llegó en ese momento, de suerte que, al reconocerlo [Adrian] como quien les había hablado en el campo y parecerle hombre de mejor cabeza que el resto, le rogó que hiciera algo por él. Clarimond, que era de buen corazón, se acercó a decirle por lo bajo a Hircan que no sabía qué placer sacaban apenando de esa manera al bueno del burgués y que ya se habían burlado bastante de él.

—Bien veis –dijo Hircan– que es su primo Lysis el que ha empezado: no hemos hecho más que ayudar un poco en el asunto. ¿Querríais que cuando le entró la fantasía de fingirse el muerto hubiéramos dicho en ese momento que no lo estaba?

—No, eso no –contestó Clarimond–, el engaño era demasiado agradable como para no dejar que triunfara, pero dadle un final ahora.

Hircan le hizo únicamente una señal con la cabeza para indicarle que aprobaba lo que acababa de decirle y, al ver que Caritea había venido a la habitación con los demás, la cogió por la mano y, llevándola cerca del lecho del pastor, le dijo:

—Observad, hermosa Caritea, cuáles han sido los efectos de vuestra crueldad. Le habéis dado a este pastor ilustre una orden sin orden que ha sido la causa de su muerte. Es loable que hayáis venido aquí a regar su cuerpo con vuestras lágrimas. No queremos otra agua para lavarlo; no obstante, ¡oh, cruel!, antes de que se ofusquen los hermosos soles de vuestros ojos con las nubes de la tristeza, haced el favor de lanzar algunos de sus rayos sobre este cuerpo inanimado. Podría ser que, igual que habéis tenido el poder de hacerlo morir, tuviérais el poder de hacerlo vivir.

Al oir Lysis estas palabras supo que su amada estaba allí y, como no quería que le achacaran en el futuro la vergüenza de no haber podido resucitar a su enamorado, resolvió enseguida volver al mundo en su presencia. Levantó pues poco a poco la cabeza y, destapándola con una mano, se frotó un buen tiempo los ojos como si le costara abrirlos. Los pastores exclamaron entonces:

—Milagro, milagro de los ojos de Caritea, esta beldad ha devuelto la vida no solo a Lysis sino también a todos sus amigos, que deseaban morir con él. Hay que darle las gracias, hay que adorarla y levantarle templos como a una diosa. De rodillas, pastores, ante ella, hacedle reverencias.

Caritea, al ver que venían a besarle las rodillas y el bajo del vestido, tenía tanta vergüenza que se arrepentía de haber seguido a su ama y habría emprendido la huida si Hircan no la hubiera sujetado muy firme. Lysis la miró con ojos lánguidos y luego le dijo:

—Hermosa Caritea, ¿sois vos la que me habéis sacado del otro mundo después de haberme enviado allí? ¿Qué nuevos consejos dais? ¿Queréis que me quede para seguir languideciendo?

—No os imaginéis eso –dijo Hircan–, para devolveros la felicidad es por lo que os ha devuelto la vida.

—¡Ah! Si es así –dijo Lysis–, esta tierra vale más para mí que los infiernos y los Campos Elíseos de los que acabo de volver y en los que he visto cosas maravillosas.

p. 374Adrian, que se había quedado en la habitación entre los demás para ver lo que iban a hacer, se vio embargado por una alegría inmensa cuando lo oyó hablar. Se fue a gritar a su mujer que su primo estaba aún con vida, pero Polidor le dijo que se equivocaba al creer que Lysis no hubiera muerto del todo y que lo había visto claramente fallecer, pero que había resucitado tanto por los encantos de Caritea como por los encantamientos de Hircan. Adrian no comprendía nada de milagros tales, pero no respondió ni palabra para no discutir más y volvió con Pernelle a la habitación de Lysis. El pastor quería levantarse para echarse a los pies de Caritea, pero le dijeron que tenía que guardar cama por un tiempo porque no se podía morir sin estar muy enfermo y podía resentirse de su enfermedad. No obstante, se incorporó un poco más de lo que estaba y, apoyando la cabeza en una almohada, comenzó a hablar a todos los asistentes de este modo:

—Es muy razonable que os enseñe de qué lugar vengo, bien amados compañeros, y que os dé cuenta de lo que he visto. Apenas mi alma estuvo fuera del cuerpo cuado el Amor vino a cogerla para llevársela a los infiernos; y que mi primo Adrian y mi prima, su mujer, que veo ahí en un rincón, no se extrañen de esta palabra; que no piensen que ir a los infiernos en términos pastoriles es estar condenado como han oído decir a su cura, pues quiere decir irse al otro mundo, que se llama infierno por cuanto está más abajo que este. Es cierto que en ese lugar hay una prisión para los que son hallados culpables de algún crimen, pero se la denomina Tártaro235. Es preciso que todos los hombres vayan a esos lugares subterráneos para rendir homenaje a Plutón, que es el rey de allí, si no ocurre que por una gracia especial sean deificados nada más fallecer y que algún dios los sumerja en un río para purificarlos, como sumergió Venus a su hijo Eneas. Como no tuve tal honor, el Amor me llevó a los infiernos, como digo, porque, aunque sean genios o ángeles buenos los que hagan este oficio con el resto de los mortales, este diosecillo lo hizo conmigo por cuanto el destino no me dio nunca como guardián a ningún otro demonio más que a él.

»Tras descender por un valle oscuro, nos encontramos en la orilla del río Aqueronte, donde me dejó el Amor y encontré al marinero que iba a pasar a algunas otras almas. Quise subirme también al barco cuando me empujó con todas sus fuerzas diciéndome que no me podía pasar si no le pagaba su óbolo antes*. «No llevo ningún metal –le dije– sino el que hay en mí mismo: ya ves que han permanecido en mí algunos granos del siglo primero y que, con mis virtudes, he vuelto a dorar nuestra Edad de Hierro. Mira si puedo servirte con algo que recompense tu pena, pues el denario de cobre que dan los demás no lo tengo». Todo eso no habría servido de nada si un alma caritativa que tenía una dobla* no hubiera dicho que era por los dos, pensando que de nada le servían ya las monedas. Cuando pasé y desembarqué, llegué a las puertas del infierno, donde Cerbero no me pudo hacer ningún daño porque estaba atado de momento con una gruesa cadena de hierro236.

p. 375»Una vez en medio de ese gran palacio, veía que todas las demás almas huían ante mí, lo que me causaba una pena inmensa porque habría querido conversar con ellas y preguntarles cómo pasaban el tiempo en ese lugar. Hubo finalmente dos más osadas que las otras que me cogieron y me llevaron hasta los tres jueces, a los que expusieron que el reino de Plutón se perdería si no le ponían remedio, pues, al lugar que siempre se había procurado dejar a oscuras, había traído yo tanta luz de golpe que espantaba a todos los habitantes de ese inframundo. «Bien veo la razón –dijo Radamanto–, es el alma de un enamorado cuyo fuego es tan puro y tan claro como el sol: hay que ir a sumergirlo en los ríos helados donde apagamos las llamas de la ambición, la avaricia y demás pasiones». «No la enviemos allí –contestó Éaco–, merece algo muy distinto, seríamos muy injustos si lo hiciéramos. No habéis considerado el asunto con temple». Minos fue de la misma opinión y, tras consultar largo tiempo con sus compañeros, ordenó que me llevaran a los Campos Elíseos237.

»Vi, al pasar, el Tártaro, donde se da tal tormento a los criminales que sus lamentos se oyen una legua a la redonda. Allí está Tántalo, allí está Ixión, allí están otros muchos que ofendieron a los dioses238. Después de caminar un buen trecho con un espíritu que me servía de guía, vi que el aire se aclaraba poco a poco y, al fin, me hallé en una región en la que había luz suficiente para ver las cosas hermosas que se encontraban allí. Había una pradera cubierta de infinidad de flores que solo se pueden ver viajando por todas las regiones del mundo; al extremo había un soto surtido de otros tantos árboles diferentes y allí fue donde encontré a muchas almas bienaventuradas que empezaron a hacerme cumplidos por el placer que sentían al tenerme en su compañía. No me había dejado aquí mis buenas maneras, así que les respondí en términos bastante corteses. Iban todas vestidas de blanco y era su pasatiempo habitual recitar versos, tocar el laúd o la guitarra y no jugar a las cartas o a los dados, que estaban reservados para los malos demonios. Mientras me mostraban todas sus delicias, se me ocurrió preguntarles por qué no se nos llamaba de otra forma que no fuera almas y por qué se nos ponía el género femenino, visto que varios de nosotros habíamos sido hombres antes. Iba a responderme una cuando vi volar al Amor por encima de mi cabeza; este me cogió entre sus brazos y me llevó por el aire tan rápido que el zarandeo me adormeció, de suerte que me encontré aquí sin pensarlo.

Cuando Lysis terminó su intervención, hecha de mentiras que había ido pergeñando sobre la marcha, todos admiraron la fertilidad de sus conceptos. Philiris le dijo, a propósito de la duda que había tenido, que, si éramos almas tras nuestra muerte, no significaba que fuéramos más bien mujeres que hombres, sino que al no ser ni de un sexo ni del otro se nos llamaba con un nombre que había resultado ser femenino en el uso sin pensarlo.

—Que lo tomen como quieran –dijo Lysis–, pero yo estoy encantado con que mi alma sea femenina, ya que será del mismo sexo que el objeto de su amor, pues el único deseo del amante es transformarse en la cosa amada. Ved, bella Caritea, cuánto es mi afecto –prosiguió–; de hecho, cuando estuve en el otro mundo no tenía otro pesar sino haber partido demasiado pronto y no haber esperado a encontrame en vuestra presencia, con el fin de que no dudaseis de que erais vos la que me dabais la muerte, pero el destino ha querido para complacerme que, si no he muerto ante vos, por lo menos ha sido ante vos como he resucitado.

p. 376Caritea no sabía qué responder a palabras tan hermosas, así que, cuando vio que Hircan la soltaba un poco, dio un salto de la habitación hasta el pasillo y, tras bajar sin que nadie la siguiera, decidió regresar a casa de Oronte por miedo a que se burlaran de ella. Entretanto, Adrian se vio reforzado por los que acababan de llegar, que eran, a su parecer, de un talante más sereno que los pastores. Se acercó pues a su primo y le preguntó si no quería volver a París, lo que afligió sobremanera al pastor por considerar que su fingimiento había sido en vano y que no lo había continuado suficiente tiempo para echar a ese fastidioso tutor. Como no sabía qué responder, Hircan tomó la palabra y dijo que era muy inoportuno ir a turbar el reposo de un pobre hombre que acababa de volver a la vida y que bastante sería si Lysis tenía fuerzas para levantarse y caminar por la casa.

Esta reprimenda, pronunciada con un tono rudo, hizo recular a Adrian e Hircan, después de jurarle a Lysis impedir que su primo hiciese con él su voluntad, le rogó que se levantara para tomar el almuerzo con los allí presentes. Se puso entonces de tan buen humor que permitió a Carmelin que le ayudase a vestir. Hircan había invitado a almorzar a todos los que estaban en su casa y, sin más ceremonias, pensaba servirles lo que hubiera en la casa. Cuando estaban listos para sentarse a la mesa, Lysis estuvo a punto de estropear la comida porque no veía a la hermosa Caritea, tras buscarla por todas partes. Creía que las pruebas de amor que le había dado habían quedado reducidas a la nada, pero Angélique, que había oído alguna de sus quejas, quiso consolarle y le hizo creer que, si no la encontraba, no era porque lo hubiera dejado por desprecio, sino que Leonor la había mandado a casa de Oronte para que se ocupara de un asunto de intendencia. Adrian, por su parte, imaginando que su primo no iba a estar mejor de lo que había estado en el pasado, no había perdido las ganas de llevárselo y recurrió a Anselme, a pesar de haberle increpado antes. Le preguntó si no podía conseguir que le permitieran irse y Anselme le respondió:

—Si tanta prisa tenéis, volveos desde hoy mismo y, en cuanto a Lysis, os prometo que, igual que lo he traído, seré yo quien lo devuelva. En quince días a más tardar he de ir a París porque mis negocios me reclaman. Este plazo no es tan largo: no sucederán de aquí a entonces cambios tan grandes en la mente de vuestro primo como para que debais temerlos.

A Adrian le costaba aceptarlo, pero Clarimond intervino y le aconsejó que siguiera la medida que le proponían, así que se vio forzado a ello por cuanto tenía en muy buena opinión la fidelidad de este gentilhombre. Con todo, como era muy tarde para llegar a dormir en París, retrasó el viaje hasta el día siguiente y, cuando Hircan supo su decisión, se mostró muy zalamero con él porque estaba encantado de seguir teniendo tiempo para divertirse a costa de Lysis.

Durante todo este tiempo, Carmelin no sabía si estar alegre o triste. En cuanto su amo se habo levantado, se fue al encuentro de Lisette, a la que no se había ofrecido como servidor desde que Lysis le dio permiso para hacerlo: la muerte de su amo le había impedido pensar en ello. A las primeras palabras que le dijo, se lo tomó ella todo a risa, de modo que se quedó muy poco satisfecho. Lo peor era que no se atrevía a confesárselo a Lysis porque sabía muy bien que no le daría más consejo que el de hacerse el enamorado furioso como Fontenay. No podía cantar para dar serenatas y no sabía tocar otro instrumento que su chirimía. Además, no era hombre que quisiera perder una hora de sueño para seguir las leyes de los enamorados. Volvió pues con esta preocupación a almorzar en compañía de los gentilhombres, como acostumbraba. Mientras se lavaban las manos antes de ponerse a la mesa, llegó el ayuda de cámara de Hircan diciendo que abajo había un hombre de bastante mala traza que tenía muchas ganas de subir.

—¿Cómo te ha abordado –preguntó Hircan–, no dice qué quiere de nosotros?

p. 377—Como lo vi bajar del caballo a hurtadillas –contestó el ayuda de cámara–, le pregunté qué deseaba. «Llegué hace poco de Champaña –me respondió– y, al querer regresar, me he confundido de camino, así que he buscado en vano una venta para hallar sustento por estos arrabales». «Os habéis informado muy mal –le dije–, ¿pensáis alojaros aquí? ¿No sabéis que es un gentilhombre el que reside aquí, no un ventero?». Estas palabras no le han impedido atar el caballo a un enrejado ni darle heno que recogía de uno y otro lado cerca de la cuadra, y luego me ha replicado con frialdad: «Ya que estoy en casa de un gentilhombre, me viene mejor que una taberna. Hasta los príncipes me reciben a diario y con honores a su mesa, así que vuestro amo estará encantado de tenerme: os ruego que le aviséis ínicamente de que Musardan* está aquí. Este nombre es harto conocido en toda Europa, habría que haberse alimentado toda la vida con tupinambos para ignorarlo»239. Al decirme esto, pensé que no debía increparle más y he querido subir inmediatamente para advertiros de su llegada, pero como me seguía muy de cerca le he pedido que esperara al pie de la escalera y supongo que allí sigue ahora.

—Vais a ver cómo es algún amo loco –dijo entonces Clarimond.

—No digas eso –contestó Lysis–, ¿has vuelto aquí para contrariarme y meterte con toda la gente honrada que se halle aquí? Si ese Musardan es quien pienso, se trata de uno de los hombres más esforzados de este tiempo.

—Voy a recibirlo en vuestro nombre –dijo Hircan.

Acto seguido, se fue al encuentro del hombre, que llevaba gabán y calzas de sarga negra, un jubón de tela blanca bastante sucio y no parecía ser de muy alta condición.

El tal Musardan, al ver llegar a Hircan, le hizo una profunda reverencia y lo saludó con este cumplido que traía preparado:

—Señor –le dijo–, os ruego que me perdonéis la osadía de venir a visistaros tan secretamente, pues, como os permitís ver a todas horas las obras que mi ingenio ha alumbrado desde hace algún tiempo, creo que, por lo mismo, no se me debe prohibir veros.

Pensaba haber dicho algo extraordinario al dar a conocer con esas palabras que era uno de los autores en boga, pero Hircan le respondió de esta suerte:

—Señor, es cierto que tenéis derecho a visitar cuando se os antoje a todos aquellos que han visto vuestras estupendas obras y que estos estarán obligados a daros de almorzar por lo menos una vez cada uno, de manera que no comeréis nunca en vuestra casa si así lo deseáis. Os puedo asegurar que, a pesar de que los libros de los que según creo me habláis no hayan llegado jamás a mi conocimiento, sí quiero ser de los que se sentirán muy honrados con veros en su mesa.

Aunque la respuesta estuviese cargada de una sutil burla y le reprochase al hombre su descaro de gorrón, aun así, él decidió aceptar lo que se le ofrecía240. Le siguió dicicendo a Hircan que se había extraviado pero que estaba feliz en su desgracia de haber tenido tan buen encuentro. Este le pidió que subiera sin cumplidos y mandó a un lacayo que llevase su caballo a la cuadra. Cuando se encontró en el salón de arriba donde se había preparado el almuerzo, se quedó boquiabiero al ver a tanta gente.

p. 378—Aquí hay alguien que os conoce mucho por vuestra notoriedad –le dijo Hircan señalando a Lysis–, él es quien ha leído los libros que habéis escrito.

—Este es el Musardan que os comentaba –dijo de inmediato Lysis–, lo abrazaré y lo besaré en la mejilla: ¡ah!, qué bien, querido amigo, aunque en realidad no habla de pastores en todos sus libros.

Le dio un abrazo mientras esto decía y Musardan le contestó que le estaba muy agradecido por haber puesto los ojos en sus libros. Lysis se volvió hacia sus compañeros y les dijo:

—Acudid, pastores, saludad a esta luminaria: son una veintena de libros los que llevan su nombre y son todos libros de amor.

—¡Ah, qué mente tan increíble! –exclamó Philiris–. Nos enseña a controlar los furiosos ardores de la más preciada de las pasiones que conmueven nuestras almas. Si todos los que viven en Francia se parecieran a él, no habría ignorancia alguna en el reino.

El resto de los pastores lanzaron exclamaciones semejantes al acercarse a saludarlo, de modo que cayó en una vanidad sin igual, creyendo contar ya con la aprobación general. Hircan quiso que cesaran tales cumplidos para ponerse a la mesa y se colocó a cada cual según su mérito. A Lysis, que seguía repasando en la memoria las costumbres de la antigüedad, se le ocurrió decir que no le parecía adecuado rodear toda la mesa y que debían ponerse todos de un lado con el fin de dejar espacio al mayordomo para servir. Pretendía también que se tumbaran en camas para comer y no estar sentados en escabeles: su propósito era que no se fuera a buscar la mesa, sino que viniesen a traerla y que la retiraran después.

—Es muy buena costumbre la de echarse en una cama para comer –dijo Hircan–, pues, al menos, cuando uno está ebrio se halla en el lugar apropiado para dormir. No obstante, si quisiéramos encargar ahora a un carpintero mesas y camas al gusto de Lysis, moriríamos de hambre antes de que estuvieran hechas. Esa es la razón por la que no vamos a dejar de almorzar: pensaremos en ello otro día.

Lysis no replicó porque pasó a otra idea insensiblemente. Le parecía que Musardan era un buen autor y que habría sido mejor pedirle a él que escribiera su historia, y no a Philiris que solo había dado pruebas de elocuencia en los discursos que había hecho de viva voz, pero no de la elegancia que hay que tener para sentarla por escrito. Al cabo, para conocer de qué talante era ese hombre mejor de lo que lo había hecho en sus libros, se le ocurrió preguntarle si no había visto la carta que había enviado a París dirigida a los poetas y a los hacedores de novelas. Musardan respondió que su amigo el fabulista le había hablado de una carta enviada de parte de un pastor desconocido, pero que no se la había enseñado.

—No venís, pues, aquí expresamente para encontrarme –replicó Lysis– y, en cuanto a ese fabulista del que me habláis, aunque sea tan gran poeta y tan gran novelista como vos, tal y como demuestran sus obras, parece al oíros hablar que haya considerado mi carta con indiferencia, ya que no os la ha comunicado. Eso me hace saber que no sois del grupo de los parisinos que han de venir aquí a hacerse pastores. Deberíais mostrar el camino a los demás y, sin embargo, me dais muchos motivos para rebajar la buena estima en que os tenía. Ved aquí a todos los que están cerca de mí vestidos de blanco: pues querría que fueseis como esos pastores.

p. 379Como estos querían agradar a Lysis, reconocieron que eran todos de la feliz condición que este les atribuía y, para mayor diversión, se entregaron a las conversaciones más extravagantes del mundo. Sus intervenciones eran muy semejantes a las de las recientes comedias de este autor, salvo porque cambiaban a menudo de estilo y un mismo pastor hablaba unas veces con hipérboles, otras con galimatías. Philiris, que leía tanto los malos libros como los buenos, había tenido la paciencia de leer los de Musardan para encontrar en ellos tonterías que le hicieran reír, de suerte que, al tener muy buena memoria, solo hablaba con los términos de este autor, lo que resultaba de lo más gracioso. No era porque les diera otro sentido a sus palabras: estas eran bastante ridículas por sí mismas sin que les añadiera algo suyo. Y Musardan no se molestaba en absoluto, bien porque no prestara atención, bien porque estuviera muy orgulloso de verse citado. En lo que se refiere a Fontenay, tras mirar un buen tiempo a Pernelle con ojos mortecinos, seguía con sus declaraciones de amante desesperado, que no dejaban nada contentos ni a ella ni a Adrian; estos las soportaban, no obstante, al considerar que se irían al día siguiente sin duda. Clarimond, tras prestar atención a los distintos modales de los pastores, que no le gustaban nada, no pudo ocultarlo por más tiempo. Le dijo a Hircan que veía cómo tenían la intención de representar indefinidamente farsas en su casa, pero que había llegado el momento de quitarse la máscara y dejar de burlarse de los que los conocían y de los que no los conocían, y como conclusión a su comedia había que sacar a Lysis de sus errores.

—¿De qué errores estás hablando? –dijo Lysis.

—Desde que te conozco no he hecho más que repetírtelo –replicó Clarimond–, pretendo hablar de las fantasías que os han dado las novelas: creo que es el momento de dejarlas.

—Así que sigues siendo el mismo Clarimond que desprecia las ricas invenciones de los buenos autores –contestó Lysis–, me encanta que se halle aquí tan a propósito Musardan. Podrá defender la causa de sus compañeros y la suya. Siempre te he prometido que, cuando encontráramos a alguna de las mentes brillantes de esta época, te daría licencia para que dijeras todo lo que quisieras contra los libros que odias, con el fin de verte humillado por alguien que sabrá muy bien responderte.

—Acepto desde ahora mismo –dijo Clarimond– la promesa que me habíais hecho, voy a atacar a los hacedores de fábulas tanto antiguos como modernos. No se puede elegir un momento más adecuado que este en el que nos hallamos, con la mejor compañía del mundo. Y yo propongo a Anselme como juez.

—Lo acepto –dijo Lysis–, es de talante ecuánime: no le apasiona más un partido que el otro.

Al oír todos la controversia que acababa de surgir, intentaron acrecentarla con su aprobación, para que no se malograse tan buena ocasión de contar con una disputa solemne. Clarimond no buscaba otra cosa que explicar el motivo que tenía para odiar las novelas y la poesía. En cuanto a Musardan, se le dijo que debía prepararse para responder a lo que se dijera contra su oficio. Era tan fatuo que prometió responder convenientemente y Anselme, pese a no querer reconocer que fuese capaz de la cualidad que le otorgaban, se vio obligado a aceptarla. Terminaron pues rápidamente de almorzar para disfrutar oyendo pleitear sobre dos causas tan célebres como las que se presentaban.

FIN DEL LIBRO DUODÉCIMO

i En francés, «sergent de bande», miembro de una cuadrilla; esto es, un grupo armado para mantener el orden en ciudades y villas.

ii En el original se echa mano de la locución «avoir martel en tête» (empleando el arcaísmo martel por marteau, ‘martillo’). Significa literalmente ‘romperse la cabeza’, pero aquí tiene el significado específico, ya en desuso, de ‘estar celoso’.

iii La expresión utilizada en el texto es «mettre de leur écot», ‘unirse a los convidados, a los comensales’, en una acepción de écot como ‘escote’ ya desaparecida.

iv En el original «faire rubis sur l’ongle», literalmente ‘poner el rubí en la uña’, que identifica al vino por su color y da cuenta de una costumbre del siglo XVII ya comentada.

v Juego de palabras intraducible a partir de la doble acepción de cour: ‘corte’ (real), por un lado, y ‘patio’, ‘corral’, por otro.

vi En el texto original ruelle, propiamente ‘callejuela’, pero muy usado en los siglos XVII y XVIII sobre todo para denominar al espacio que hay entre el lateral de la cama y la pared.

vii Juego de palabras con dos de las acepciones de roue, ‘rueda’: la rueda de la Fortuna y el durísimo suplicio de la rueda, a la que se ataba al condenado después de haberle roto todos los huesos y las articulaciones.

viii El texto no explicita la cuantía de pago, indica únicamente «son droit», ‘sus derechos’, pero se trata del óbolo establecido por la tradición mitológica clásica.

ix En el original double, que equivale a la dobla española, «moneda castellana de oro, acuñada en la Edad Media, de ley, peso y valor variables» (DLE).

x No parece gratuita la elección de este nombre para alguien al que se va a presentar como un escritor mediocre, por cuanto Musardan significa, literalmente, ‘Musa ardiente’.

230 La serpiente Pitón de la mitología griega era hija de Gea o Gaia, la madre Tierra, estaba formada del barro, custodiaba el oráculo de Delfos y fue vencida por Apolo.

231 Licurgo fue un legislador mítico de Esparta y su vida se relata, junto a la del rey –también mítico– de Roma, Numa Pompilio, en las Vidas paralelas, escritas en griego por Plutarco (c. 46–c. 125) entre el año 100 y el 120 d.C. Se trata de cuarenta y seis biografías noveladas, presentadas por pares de un prohombre griego y uno romano. Transmitidas durante siglos en manuscritos, contaron en Francia con la traducción ejemplar de Jacques Amyot en 1559.

232 Esta anécdota relativa a la mujer de Mitrídates VI el Grande, rey del Ponto (Asia Menor) era bastante conocida. En el Flos Sanctorum de Alonso de Villegas (1534–1615), en su discurso XXX, «De la fidelidad de los casados», se cuenta cómo: «Hipsicratea Reina, muger del rey Mitrídates, fue tan apassionada en amarle y serle fiel, que por andar de ordinario él en guerras, se cortó el cabello y en traje de varón con armas y cavallo andava siempre a su lado. Y siendo el marido vencido de Pompeyo, y huyendo por estrañas tierras y gentes, ella le acompañó y le fue singular consuelo en sus trabajos y afliciones».

233 El proverbio se halla, por ejemplo, en la Biblia, llamada de los protestantes, de Casiodoro Reina (Basilea, 1573): «Ve à la hormiga, ò perezoso, mira sus caminos, y se sabio; la qual no tiene capitán, ni gouernador, ni Señor, y con todo esso apareja en el verano su comida; en el tiempo de la siega allega su mantenimiento» («Proverbios de Salomón» 6. 6-11).

234 Referencia a dos emperadores romanos muy conocidos por su animadversión a los cristianos: Nerón (37–68), recordado como déspota cruel y por su represión contra aquellos; y el sobrino de Constantino el Grande, Juliano II (c. 331–363), denominado el Apóstata porque renegó del cristianismo y quiso restaurar el paganismo: aunque al principio se mostró tolerante con las religiones, luego se declaró abiertamente contrario a la cristiana, pero no llevó a cabo una política de persecución.

235 El Tártaro era para los griegos el lugar subterráneo al que iban a dar los grandes criminales que no habían expiado en la tierra el crimen cometido. Estaría debajo del Hades, el reino de las sombras y los muertos, gobernado por el dios del mismo nombre, Plutón para los romanos.

236 En la mitología griega, las almas de los muertos tenían que atravesar el río Aqueronte antes de llegar a los infiernos. Debían pagar, para ello, al barquero Caronte el derecho de pasaje con una moneda (óbolo) que los parientes colocaban bajo la lengua del difunto. Cerbero, que tenía tres cabezas de perro y cola de serpiente, guardaba la entrada del Hades y devoraba a quien pretendiera escapar.

237 Radamanto, Éaco y Minos componen el tribunal que juzga las faltas y los méritos de los hombres en el Hades. Los Campos Elíseos representaban lo contrario de este, pues en ellos moraban los bienaventurados.

238 Tántalo e Ixión son, como Sísifo, héroes condenados a sufrir tormentos sin fin en el Tártaro por haber desafiado a los dioses.

239 El tupinambo es el tubérculo de la planta del mismo nombre, utilizado para la alimentación de animales y humanos. Su nombre proviene de una tribu de Brasil porque se creyó que esta era su procedencia, aunque en realidad fueron los franceses quienes lo trajeron a Europa desde Canadá a principios del XVII. Se difundió rápidamente, pero a mediados de siglo su cultivo ya había decaído y acabaría siendo desplazado por la patata.

240 El autor carga aquí contra los escritores pretenciosos y, sobre todo, gorrones. Es probable que retrate a uno en particular y los lectores de la época lo identificarían, pero no resulta fácil hacerlo hoy día con los datos tan vagos que proporciona.