Estudio
El pastor extravagante: la primera reescritura paródica del Quijote

Tomás Gonzalo Santos

El Momo fingieron los poetas ser un dios muy holgazán, que no acostumbraba entender en otra cosa sino en reprehender las obras y trabajos ajenos, así de los hombres como de los dioses1.

Le Berger extravagant [El pastor extravagante] (1627–1628) es una obra muy compleja: podemos identificarla como una novela, pero es mucho más que una novela y más aún en el momento de su aparición e incluso hasta bastante después. El objetivo del presente estudio no puede ser otro que dar cuenta, en la medida de lo posible, de esa complejidad2. Solo así se comprenderá tanto el alcance de la impronta del Quijote como la modernidad de la propuesta de Charles Sorel y el interés que acabaría despertando en los estudios de narratología y en la teoría de la novela.

No pocos manuales de literatura y buena parte de los críticos han despachado frecuentemente la obra como una parodia de los libros de pastores, llevados por el título; pero, si hubieran reparado en el subtítulo, habrían afinado más. En realidad, se trata de algo bastante más amplio; además de una propuesta narrativa, e inserta en ella, hay una crítica detallada y acerba de la literatura que hoy denominamos de ficción, incluidos los clásicos: Homero, Virgilio y Ovidio; y ello afecta tanto a la novela como a la poesía. A esta última, en particular, por el abuso que en ella se hace de la mitología. También atañe a las novelas que la tradición francesa denomina de corte idealista, empezando por la novela griega de época helenística recuperada en el Renacimiento ‒que se conoce en España como novela de aventuras peregrinas y, más comúnmente, como bizantina‒ y las que siguieron ese modelo, hasta la novela pastoril; en particular, la obra cumbre de este género en Francia: L’Astrée de Honoré d’Urfé, de la que se habían publicado tres partes en 1607, 1610 y 1619.

p. 430Antes de entrar en materia y habida cuenta de la enorme extensión de la novela, se impone un breve resumen de la historia, que es básicamente la de un personaje que pierde la razón como resultado de la lectura de libros de pastores y, como don Quijote, adopta una nueva identidad bajo la que se dedica a imitar sus modelos literarios. Un joven parisino llamado Louis, hijo de un rico mercader de seda y huérfano, ha sido un lector tan empedernido de novelas –pastoriles, sobre todo– que acaba tomando el sobrenombre de Lysis, se desplaza a la localidad cercana de Saint-Cloud, compra unas ovejas y decide llevar una vida semejante a lo leído en sus libros. Allí lo encuentra Anselme, a quien sorprenden sus extravagancias. La aparición oportuna del primo y tutor de aquel, Adrian, que llega en su busca, le permite conocer las causas de su conducta. Como Lysis se niega a volver a París, Anselme se ofrece a acogerlo en su casa y a cuidar de él, pero con el ánimo de recrearse en su locura. Las conversaciones que mantienen le revelan que el pastor se ha prendado de una tal Catherine, que bautiza como Caritea y que resulta ser doncella de Angélique, de quien está enamorado Anselme. Este lleva a Lysis con engaños a la región de Brie, donde se han trasladado ambas, y es recibido y agasajado por los amigos de Anselme, burgueses o nobles retirados al campo: Montenor, Clarimond, Leonor, Oronte… y, sobre todo, por Hircan, el señor de la comarca. Allí conoce a Carmelin, que convertirá en compañero de sus andanzas pastoriles y allí, además de las excentricidades en que incurre por iniciativa propia, será objeto de toda una serie de burlas y farsas organizadas por sus anfitriones con la intención de divertirse a su costa. Al final, se apiadan de él y le ayudan a encontrar una salida decorosa a su situación, haciendo de él un gentilhombre campestre.

1. El Pastor extravagante, paradigma de la transtextualidad

El estudio del Pastor extravagante se va a abordar en clave genettiana a la vista de que pocas obras se encontrarán, al menos en la literatura moderna, que ilustren como lo hace esta los componentes del modelo de la transtextualidad, tal y como lo ha sistematizado Gérard Genette en su obra de referencia Palimpsestes. La littérature au second degré (1982). Hay cinco tipos de relaciones de transtextualidad para este crítico: intertexto, hipertexto, paratexto, metatexto y architexto; pero no son compartimentos estancos, pueden aparecer mezcladas (7–17). Esto es lo que acontece precisamente en el Pastor, al punto de que no siempre resulta tarea fácil deslindarlas.

p. 431El estudio se articulará, pues, en torno a estas categorías y se ha optado por dejar para la segunda parte el examen de la huella específica del Quijote en el Pastor extravagante. No obstante, todas las muestras, ya sean intertextuales, hipertextuales o metatextuales, cuentan con precedentes quijotescos, y así se consignarán oportunamente. Dado que el Pastor es poco conocido, y menos aún leído, ello permitirá verificar cómo toma los distintos materiales literarios y los reelabora con las armas que le proporciona Cervantes. De hecho, el propio Genette concede una atención especial a la obra de Sorel por su carácter hipertextual y su complejidad, reconociendo al Quijote como su modelo: considera que este no se corresponde estrictamente con una parodia ni un pastiche totales, pero sí es una antinovela. Se trataría del prototipo de un género que ha dado al menos dos obras de la literatura francesa que lo han tomado explícitamente como paradigma: El pastor extravagante y Pharsamon ou les nouvelles folies romanesques [las nuevas locuras novelescas] (1737) de Marivaux, que califica de más sutil y original. Genette fija cinco criterios para identificar la antinovela: el operador principal, que consiste en el delirio de un héroe aquejado de locura novelesca; la emergencia bien de la imitación consciente, bien de la simulación de la locura; la mistificación externa en manos de amigos-burladores; la presencia del pastiche o caricatura del lenguaje de novelas precedentes; y las manifestaciones de una crítica seria de los procedimientos narratológicos novelescos (164–175). Todos ellos aparecen representados en el Quijote y todos se encuentran en el Pastor, que ha aprendido muy bien la lección de este (Rescia 100–108).

Partiremos de la noción de architexto, que Gérard Genette define como «el conjunto de categorías generales, o transcendentes –tipos de discurso, modos de enunciación, géneros literarios, etc.– a los que se adscribe cada texto singular» (7)3. El hecho de que su relación con el texto sea implícita –en el mejor de los casos, una mera mención paratextual– y esté sujeta a discusión o a fluctuaciones históricas no le quita importancia, pues la percepción genérica «determina en gran medida el horizonte de expectativas del lector y, por lo tanto, la recepción de la obra» (11). Así ocurre con la obra objeto de estudio, que no incluye en el título el género al que pertenece –como tampoco lo llevaba el Quijote–, ni siquiera la palabra historia, común en esa época; en cambio, el subtítulo es ciertamente revelador: El pastor extravagante, donde se aprecian entre fantasías amorosas los despropósitos de las novelas y de la poesía. Esto supone, de hecho, una declaración architextual por cuanto alude al carácter del texto como antinovela, como ocurría ya de forma más sutil en el Quijote, y, en ese sentido, no difiere de este, pues la presencia de La Mancha e, incluso, de la condición de hidalgo en el título pueden estar ya apuntando a la degradación del universo caballeresco y por tanto apunta a su propósito paródico o antinovelesco.

El paratexto que supone el prefacio a la primera parte (como ocurría también en el caso del Quijote) no deja lugar a dudas a este respecto, desde las primeras palabras, ciertamente demoledoras: «Ya no puedo soportar que haya hombres tan necios como para creer que por sus novelas, poesías y otras obras inútiles merecen estar entre las lumbreras» (23). En efecto, explicitan la intencionalidad de la obra, ya anunciada en el subtítulo y que va a desgranarse a lo largo de todo el prefacio: «No obstante, el deseo que tengo de trabajar en pro de la utilidad pública me ha hecho concebir el propósito de componer un libro que se burle de los otros y sea una suerte de sepulcro para las novelas y las incoherencias de la poesía» (24). A pesar de lo dicho, Sorel incurrirá en esas «fantasías amorosas» que condena primero en el título y luego en el prefacio, al tiempo que matiza la relación architextual a la que se acoge su obra4.

p. 432A este elemento paratextual el autor agregará al final de la obra otro realmente inusitado por su carácter –como veremos más adelante– y por lo extraordinario de sus dimensiones, pues no en vano representa una adición al propio texto superior al cincuenta por ciento. Y es que el Pastor extravagante apareció sin nombre de autor de tres veces (es decir, en tres volúmenes independientes): primero seis libros en 1627, luego otros seis el mismo año y dos más en 1628, junto con catorce Remarques [Apostillas], una por libro. Fue reeditado en 1633–1634 con el significativo subtítulo de Anti-Roman [Antinovela], resumiendo en una fórmula muy acertada la adscripción architextual del mismo: en esta edición las Apostillas seguían, una a una, el libro que completaban, por juzgarse esa disposición más útil y cómoda para los lectores. La obra contó con un éxito relativo, a tenor del número de reediciones, y llegó a conocer una adaptación teatral en 1652 de la mano de Thomas Corneille.

1.1. Del intertexto pastoril al travestissement burlesco

Se ha señalado en más de una ocasión que el Pastor extravagante es una cita continua. Así lo hacen Daniel Chouinard («(Anti)romancier» 76), Jean Serroy (297) o Isabelle Moreau (96) recordando a este último. Con ello no hacen sino extrapolar las palabras con las que el propio pastor requiebra a su enamorada Caritea, que está lejos de comprenderlas: «[Lysis] empezó a decir que ponía al cielo por testigo de que siempre le había hablado a su amada con tanto respeto como lo haría con una divinidad, y que solo se había dirigido a ella en términos escogidos de poetas y que su discurso había sido una cita perpetua» (IV. 135)5. Sorel mismo lo reconoce explícitamente en las Apostillas al último libro. Justamente después de abordar –y minimizar– su deuda con Cervantes, pone también al Pastor por delante de una obra propia y de éxito, la Histoire comique de Francion (1623): «el más pequeño detalle del Pastor es cien veces más ingenioso, pues no hay palabra que no remita a infinidad de otras» (III.14. 789). De esta manera involuntaria y posiblemente inconsciente, al tiempo que intenta emanciparse de la influencia cervantina, Sorel está apuntando al modelo indiscutible de la construcción transtextual de su novela: el Quijote.

Para ser más exactos, habría que hablar cuando menos de intertextualidad, epígrafe bajo el que han sido agrupadas la cita, el plagio y la alusión por Genette, quien, a pesar de no haberlo acuñado, realizó un loable esfuerzo en pos de su sistematización (8–9). La cita textual, aunque menos frecuente que la alusión, representa el primero y, probablemente, más conocido modo de inserción de la intertextualidad, pues no en vano se identifica con esta en su acepción más restrictiva. Si excluimos los textos críticos o exegéticos, donde su uso parece obligado, su inclusión en las obras de ficción constituye una medida excepcional; ello explica su rareza incluso en una obra tan entreverada de otros textos como es El Pastor extravagante6. La cita literal aparece normalmente entre comillas o marcada tipográficamente mediante cursiva, pero puede ser insertada también sin ningún tipo de señalización gráfica; corre entonces el riesgo de ser tomada por un plagio o pasar desapercibida a los ojos de los lectores que no conocen bien la obra a la que remite.

p. 433A ello se exponía, aparentemente, Sorel al incluir en el Pastor, sin marcarla, una frase textual de L’Astrée: «Es a la región de Forez donde hay que ir, cerca de la antigua ciudad de Lyon, del lado de poniente» (I. 49). Se trata, sin embargo, de una cita muy especial y habría muy pocos lectores contemporáneos que no la identificaran, pues reproduce textualmente, con unas notas de geografía casi mágica a fuer de sugerente, el íncipit de la célebre novela: «Cerca de la antigua ciudad de Lyon, del lado de poniente, hay una comarca llamada Forez que, en su pequeñez, contiene las mayores rarezas del resto de las Galias» (L’Astrée I.1. 9). Como cita, al menos parcial, ha de identificarse también el comienzo mismo del Pastor: «Paced, paced libremente, queridas ovejas, mis fieles compañeras», que bien podría rendir homenaje a la última estrofa de una oda de Philippe Desportes muy celebrada y mencionada posteriormente en el texto (V. 160), Le plaisir de la vie rustique (1573): «Tiernas ovejas, mis fieles compañeras»; no en vano esta canta el retiro al campo ansiado por Lysis e incluye, junto a las realidades de la vida rústica, una invocación a las ninfas y a otras deidades de la mitología. Igualmente, ha de tomarse como una paráfrasis del primer párrafo de L’Astrée la presentación de Lysis a Anselme en las primeras páginas: «Has de saber, pues, que ese tirano común de nuestras almas, ese dios tan menguado de cuerpo como grande en poder, sin el cual los pastores podrían disputar la felicidad a los dioses, tan pronto me vio en el mundo me destinó a ser uno de los cautivos que quiere arrastrar tras su carro de triunfo» (I. 27)7.

La alusión, por su parte, es con mucho la más común de las manifestaciones de intertextualidad y cabe distinguir en ellas las explícitas, las transparentes y aquellas que son más sutiles, cuando no opacas, dependiendo de la competencia de quien lee y de su conocimiento del género en cuestión. Las explícitas reposan, con frecuencia, en el inmenso poder de evocación contenido en la simple recreación de los nombres más significativos, y estos los proporcionan básicamente la onomástica y la toponimia, cuyo valor ha sido repetidamente explotado por tantos autores a lo largo de la historia literaria. Ni que decir tiene que el Pastor atesora, a este respecto, un auténtico filón: un simple análisis cuantitativo de las alusiones explícitas, llevado a cabo por Chouinard, le permite hablar de más de doscientas referencias literarias («(Anti)romancier» 66), pero son muchas más: la mayoría de ellas se reparten entre intertextos pastoriles y mitológicos. Las alusiones directas al Quijote son, por el contrario, escasísimas –dos para ser exactos–, pero muy significativas, y a ellas nos referiremos oportunamente.

Las alusiones a los libros de pastores adquieren un relieve especial. Ello se debe a que el autor los escogió como punto de referencia de su recreación y cabe preguntarse el porqué de esa elección. La primera respuesta salta a la vista: porque era el género en boga en Francia –con retraso respecto de otros países– gracias al éxito fulgurante de L’Astrée, cuyos efectos transcendieron con mucho a la lectura. También se puede alegar otro motivo: la vinculación de este género con la mitología, que va a ser uno de los caballos de batalla de Sorel; pero, aunque esta permanece latente en la obra de d’Urfé, su presencia fue minimizada a conciencia para que pudiera prosperar como novela moderna. La razón última para tomarla como modelo es su excesiva artificiosidad, algo que repugnaba a la lógica de Sorel.

p. 434Las alusiones palmarias son, obviamente, aquellas que mencionan los títulos mismos de las obras; algo que ocurre con relativa frecuencia en El pastor extravagante y, mucho más, en las Apostillas. Y, dentro de las alusiones explícitas, L’Astrée ocupa un lugar privilegiado, seguida de la Diana de Montemayor; pero no son las únicas: a lo largo de la obra se irán desgranando otras muchas. En ellas cobran protagonismo los personajes principales de la novela de d’Urfé, reiteradamente mencionados en los cuatro primeros libros del Pastor: Céladon y Astrea son la pareja protagonista y la segunda da nombre a la obra misma; por su parte, Silvandre e Hilas monopolizan en ella los numerosos debates: el primero en defensa de la doctrina neoplatónica, y el segundo la inconstancia en el amor. También se traen a colación al druida Adamas, el jefe espiritual de la novela, así como a la druidesa Alexis, en la que acaba travistiéndose Céladon para seguir viendo a su amada. A ellos se añadirán los topónimos más repetidos en L’Astrée, con los que d’Urfé honraba su tierra natal, Forez, y que los lectores conocían de memoria. En menor medida se citarán los personajes salidos de la Diana de Jorge de Montemayor: Sireno, la propia Diana o la sabia Felicia, así como las riberas del Esla donde se desarrollaba: «Vámonos entonces, respondió Lysis, a las llanuras de León siguiendo el río Esla, donde el desgraciado Sireno tantas lágrimas derramó» (I. 49); incluso citará literalmente la cadena de amores no correspondidos de la Diana, con los nombres de todos los afectados (IV. 143).

No ha de creerse, sin embargo, que las muestras intertextuales sean inocuas en manos de Sorel. El engaño que concibe este para trasladar a su protagonista a un Forez imaginario –que es en realidad la región de Brie– le permite intensificar la crítica por la vía del absurdo, al lanzarlo primero a la busca de los lugares de L’Astrée: «Ya veo el puente de la Bouteresse por encima del cual vamos a pasar. Pero ¿dónde está el palacio de Isoure? ¿Dónde Montbrison, Feurs y Montverdun?» (III. 110). Y, al rastreo ávido de la toponimia foreziana, se suma la búsqueda afectiva de los rincones privilegiados de la novela de d’Urfé: «Es ahí donde Céladon vio muchas veces a Astrea y Licidas a Philis, decía él: he aquí el bosque donde estaba el falso druida y creo que no estoy lejos de la casa de Adamas» (III. 112). El encuentro con el presunto perro de Astrea, Melampe, que le persigue a dentelladas, acelera el proceso de ridiculización (III. 112). Luego llegará al extremo de buscar a los personajes mismos de la novela urfeana –ambientada en el siglo v d.C.– que, en su chifladura, cree dotados de vida: «Allí cayó en la cuenta de que estaría bien ir a buscar a los pastores de Forez» (IV. 125); diligencia obviamente infructuosa, que no impide a este quijotesco personaje tomar a un ermitaño por druida (IV. 125) o ver un mago en el terrateniente Hircan (IV. 126).

Existen otras muchas alusiones a distintos episodios de los libros de pastores que pueden considerarse más o menos veladas, pero que no escaparían a los lectores contemporáneos. Así, se hallan referencias reiteradas a la Edad de Oro o siglo de Astrea, una época cíclica de justicia, paz y prosperidad que es la convención principal en la que se asientan estos libros; al topos de las almas imantadas, desarrollado por la doctrina neoplatónica y difundido ampliamente desde la Diana de Montemayor a la Galatea y L’Astrée; a la bella sorprendida en el sueño, que remonta a las escenas de ninfas dormidas y es retomado por el género pastoril; a la Fuente de la Verdad de Amor, suerte de espejo mágico de L’Astrée que tiene la virtud de mostrar a quien a ella se asoma si es amado realmente, etc. En todo caso, estas alusiones, transparentes o sutiles, a personajes, situaciones y detalles de esas obras ponen de relieve la fuerte impregnación del pastor en su lectura –y de paso, la de su creador– y remedan claramente las que hace continuamente don Quijote a los libros de caballerías.

p. 435De todos modos, e igualmente a imitación de Cervantes, Sorel va a pasar, progresiva y casi imperceptiblemente, de la alusión a la sátira introduciendo métodos cada vez más contundentes para atacar a los libros de pastores: desde la ironía que descubre al autor, a la parodia y el absurdo de las situaciones; de la ingenuidad de su personaje principal, a la burla tenaz por parte del resto; cuando no invierte los términos haciendo de los amigos-burladores de Lysis los defensores fingidos de distintos procedimientos de la novela pastoril, provocando así a aquél, quien por su lucidez inesperada los condena irremisiblemente. Y en esto también parece haber aprendido la lección de Cervantes. Si Anselme le recomienda a Lysis un suicidio arrojándose al río a la manera de Celadon, que abría in medias res la novela de d’Urfé (I.1. 13-15), la respuesta del pastor desmonta tanto el discurso burlesco como el literario que lo motiva8.

Además, esas referencias incorporan a menudo la recepción de las obras; es decir, que van más allá de prácticas textuales por cuanto recogen reacciones reales de los lectores. De hecho, más que la novela pastoril en sí, son los excesos cometidos por sus lectores los que suscitan los ataques de Sorel. Y hablaba con conocimiento de causa, porque él mismo se halló embebido en ella muy joven, como refleja la Histoire comique de Francion, tan autobiográfica en no pocos pasajes9. El propio Lysis da cuenta de esa realidad y Sorel deja perfectamente sentado desde el prefacio de la primera parte «que mi pastor representa en muchos casos a ciertos personajes que han cometido extravagancias semejantes a las suyas» (24)10. Lejos de ser un excentricidad más del personaje, se trata de una referencia clara a lo que se conoció en la Francia del XVII como bergeries: reuniones aristocráticas por lo común, ambientadas al aire libre normalmente (parques, jardines…), donde eran obligados los consabidos alias y disfraces de pastor o pastora, además de la práctica del pastiche; en suma, toda una concepción de la galantería estrechamente ligada a los modelos pastoriles que intentaban vivir como juegos de sociedad (Gonzalo Santos, «Miroir» 237–258).

También en esto se anticipó el Quijote porque el hidalgo manchego se inspira en quienes intentaron –ya fuera en broma o en serio– poner en práctica lo leído en los libros de caballerías. Y eso ya ocurría incluso antes de que saliera a la luz el Amadís de Montalvo, como demuestran algunos pasos de armas; algo que don Quijote –léase Cervantes– tenía bien presente. Esto explica que al final de la primera parte, a los intentos del canónigo para que abandone la vida errante, el hidalgo le responda airadamente, indignado porque se ponga en duda la existencia de los caballeros andantes11. La diferencia estriba en que cuando Cervantes concibe el Quijote los libros de caballerías estaban ya desacreditados, mientras que los de pastores se hallaban en pleno apogeo en Francia en el momento en que Sorel arremete contra ellos. Este se abstiene, en cambio, de mencionar los Amadises, con toda probabilidad para que no se le acusara de imitar al autor español.

En lo que atañe a las alusiones mitológicas, abundantísimas, se ponen en boca de Lysis casi en su totalidad, pues cree en ellas a pie juntillas, al igual que en el resto de sus lecturas y, en ese sentido, no establece diferencia con los libros de pastores y forman parte igualmente de ese quijotismo que define al protagonista: son sus autoridades primeras y representan otros tantos avales argumentales o situacionales. Las hay de dos tipos básicamente: las glosadas en el cuerpo del texto y aquellas en las que se menciona simplemente el nombre del personaje o el episodio y se deja al lector que establezca la relación. Desfilan así dioses, deidades y héroes de la mitología grecorromana, sacados muchos de ellos de las Metamorfosis de Ovidio, que Lysis relee, por cierto, en el transcurso de la obra (II. 83 y IV. 143). No hay que olvidar que el texto de Ovidio fue considerado breviario de enamorados en Europa hasta la aparición de las novelas de amor y, en concreto, de los libros de pastores.

p. 436A pesar de su carácter alusivo, las constantes incursiones de Lysis en la mitología conllevan a menudo réplicas e incluso largas digresiones de sus amigos, algunas de las cuales adoptan un tono tan burlesco que las convierte en parodias. Así ocurre con la broma que le gasta Anselme haciéndose pasar por la ninfa Eco, resuelta con mucha gracia por Sorel y que acaba con una explicación disparatada por parte de aquel para poner a prueba la credulidad del pastor. Otro tanto sucede con la elucidación sobre las Parcas que sigue (I. 37–38) y, sobre todo, con la ingeniosa interpretación del origen de las metamorfosis, en este caso en boca de Clarimond, ante el empeño de Lysis en verlas por todas partes y experimentarlas él mismo (VII. 223–224). Unas y otras contienen, además, por los comentarios que las acompañan, un componente metatextual (Spica, «Métamorphose» 435–442).

No obstante, la parodia se desata con El banquete de los dioses, inserto en El pastor extravagante (III. 91–105). El texto se presenta como un manuscrito no impreso aún, que se halla en la tienda de un librero de París y es leído en voz alta a Lysis y a su reciente amigo Anselme. La respuesta de aquel es puramente libresca: «Que todo eso encajaba perfectamente con las aventuras de los pastores y de todos los héroes de las novelas que no van a lugares donde no les cuenten alguna historia» (III. 90); y bien podría servir para el Quijote, donde no faltan, por cierto, visitas a libreros-impresores y donde también se leen textos ajenos. El autor de este opúsculo, desconocido en ese momento, será uno de los personajes principales de la obra, Clarimond, su primer historiógrafo y portavoz del propio Sorel: «Os aseguro que aprecio el talento de este autor, pero no le aconsejo que imprima esta obra sola porque es demasiado corta. Mi instinto me dice que está destinado a contar mi historia, ahí es donde podrá incluirla» (III. 106).

Genette denomina hipertexto a todo texto derivado de otro anterior, bien por simple transformación, bien por imitación (14), lo que viene a coincidir básicamente con la parodia y el pastiche. Para zanjar la confusión que ha reinado durante bastante tiempo entre ambos, este teórico establece una diferencia en cuanto a la función de una y otro; diferencia que determina los géneros correspondientes: satírica para la parodia estricta y el travestissement burlesco, y no satírica para el pastiche propiamente dicho. Habría que contar, además, con el pastiche satírico que entraría dentro de la parodia (17–40). En su forma canónica, el travestissement burlesco requiere: 1) travestir el género; 2) transponer el estilo, de noble a vulgar; y 3) sustituir detalles de la temática noble por familiares, cuando no anacrónicos, a los que cabe añadir amplificaciones o adiciones (Genette 67).

En ese sentido, consideramos que se ha de tomar El banquete de los dioses como travestissement burlesco por cuanto cumple con las condiciones dos y tres, y la primera parcialmente, al sustituir el poema heroico por el relato en prosa. El precedente inmediato del Banquete es Lo Scherno degli Dei [El escarnio de los dioses] de Francesco Bracciolini, impreso en Florencia en 1618. Genette lo considera –al igual que el Banquete– un esbozo del travestissement burlesco propiamente dicho y, por lo tanto, menos estrictamente hipertextual (64–66); sin duda, porque no parodia un texto concreto sino a los dioses de la mitología romana en general. Se ha querido ver el Banquete como una traducción del Escarnio (Reynier 190); pero, a pesar de lo apuntado, un cotejo somero permite deducir que no hay tal, porque el poema italiano se centra en el trío Venus-Vulcano-Marte. Sorel, siempre atento a las novedades, se inspira en el Escarnio de los dioses porque representaba un modelo paródico nuevo: el poema heroicómico, que va a tener muchos continuadores en Europa hasta bien entrado el siglo XVIII. La forma canónica de este es, ciertamente, versificada, y así se reproducirá en Italia, España, Francia e Inglaterra, al menos12. Se trata de un travestissement burlesco del poema heroico que respeta la nobleza del género y el tema, pero dándoles un tratamiento vulgar. La originalidad de Sorel estriba en hacerlo en prosa.

p. 437El banquete de los dioses ha de tomarse, pues, como una parodia desenfrenada de los mitos; una parodia lograda y divertida, a pesar de su bajeza, que revela las dotes de Sorel como narrador en clave realista. Júpiter convoca a todos los dioses, por mediación de Mercurio, a un festín para reafirmar su poder ante las deidades y ante los humanos, pero la celebración tiene más de boda popular que de festejo divino: la anfitriona, Juno, escatima gastos; los invitados se exceden en la bebida y se propasan; imperan el lenguaje soez y las maneras groseras de los comensales. El banquete acaba en una batalla campal entre los dioses, que acarrea la destrucción del Olimpo y el fin de todos ellos, incluidas las constelaciones animales que se han forjado en su nombre y se sirven en el ágape. Y la elección y tratamiento de la historia no son gratuitos, pues no en vano ello supone el fin de la mitología, con la que quiere terminar Sorel por el abuso que habían hecho de ella poetas y novelistas.

Sorel vio claro el paralelismo que unía esta empresa con el Quijote. En efecto, su iniciativa es similar a las emprendidas por Cervantes con los Amadises y luego por él mismo con L’Astrée: tomar un género noble y parodiarlo. La ridiculización grotesca de los mitos, que aquí se hace por vía de la hipérbole y en un estilo vulgar, no difiere sustancialmente de la parodia llevada a cabo con los libros de pastores y con la ficción, en general. Y, fuera del Banquete, en el transcurso de la narración Sorel vuelve a recurrir a este procedimiento. Uno de los personajes principales, Hircan, que Lysis toma por mago, usará el pastiche burlesco en uno de sus encantamientos para deshacer la supuesta metamorfosis de este en árbol13. Incluso para este género se puede hallar un precedente en el Quijote: en él pinta Cervantes a un humanista hacedor de libros, entre los cuales dice tener uno heroicómico, del que se limita a apuntar elucidaciones disparatadas que no se llegan a desarrollar, pero de las que tomará buena nota Sorel para sus explicaciones mitológicas14.

1.2. Entre parodia y pastiche: procesos, representaciones e historias intercaladas

Tanto las representaciones teatrales como las historias intercaladas del Pastor extravagante constituyen de partida otras tantas muestras de hipertextualidad, en este caso de pastiche y, como tales han de ser analizadas; algo reconocido por los propios personajes en el caso de las primeras, que así se lo plantean abiertamente al preparar esos juegos dramáticos, y por el narrador en el caso de las segundas, que se muestra ufano por haber representado en ellas distintos estilos mejor de lo que lo hacían las que estaban en circulación. Y, de nuevo, tras todas ellas puede observarse la traza del Quijote, donde Cervantes ya ponía en juego un entramado similar de índole tanto narrativa como teatral.

En todas ellas van a participar, en mayor o en menor grado, buena parte de los personajes del Pastor extravagante: los antihéroes, Lysis y Carmelin; los anfitriones: Anselme, Montenor, Leonor y Oronte; los narradores forasteros: Fontenay, Philiris, Polidor y Meliante; el protector, Hircan, que hace las veces de director de escena; y el oponente, Clarimond, que todo lo cuestiona. Se cuenta con Carmelin para burlarse de él, pero no con Adrian, el tutor de Lysis, ajeno a ese mundo. Y es que todos ellos, menos Adrian y Carmelin, tienen en común su condición de grandes lectores, buenos conocedores de la literatura de ficción; incluidas las dos compañeras de Hircan: Sinope, que lo abandonará abruptamente, y Amarilis, con la que se casará al final. Eso explica que unos y otras se impliquen en las burlas a Lysis y participen en los juegos –que son esencialmente librescos–, a los que arrastran a criados y lacayos.

p. 438Según Émile Roy (29–30), biógrafo de Sorel, este se muestra en sus obras deudor de los hábitos adquiridos como colegial. Ciertamente, en la enseñanza de la época se primaba la imitación como método de aprendizaje y, además, no era infrecuente que los alumnos prepararan representaciones burlescas con motivo de ciertos festejos. Ambas actividades estarían en la base de los juegos y representaciones promovidos tanto por Lysis como por sus anfitriones, y el pastor reconoce esa filiación: «He visto a los comediantes del Hôtel de Bourgogne, he visto juegos en los colegios, pero todo eso no era más que ficción: había un cielo de tela, una roca de cartón y la pintura intentaba engañar nuestros ojos por doquier» (IX. 279).

El recuento de las prácticas hipertextuales del Pastor que siguen los presupuestos del pastiche puede empezar con los tres juicios en regla que se entablan en la obra, aunque sea cada uno de naturaleza distinta (Chouinard, «Procès» 13–27). Así, en el proceso abierto contra Anselme en relación con su anterior amada, Guenièvre, este defiende su propia causa, Montenor actúa como abogado de la otra parte y se cuenta con Lysis como juez (II. 58–66). Se podría decir que es a puerta cerrada, pues no hay nadie más en la sala, pero se atiene a la retórica judicial. En realidad, imita los tribunales de amor que incorporan los libros de pastores –lo hacía la Diana de Montemayor, L’Astrée lo hace profusamente– como pretexto para contar historias; es decir, por su funcionalidad narrativa, que es de lo que se trata en este caso. Y el propio Sorel explicita la relación aportando casos concretos de esta última por boca de Lysis15.

El segundo proceso es un pastiche de los tribunales de honor propio de la novela bizantina y se muestra, aparentemente, como el más respetuoso con el lenguaje y el aparato jurídicos. Se trata, sin embargo, de un pastiche satírico, es decir, paródico. Lo es tanto por planteamiento como por desarrollo y resolución porque se lleva a juicio a una joven por impúdica que se hace llamar Amarilis –y resulta ser Lysis supuestamente metamorfoseado en mujer–, es condenada a muerte con una prueba supuestamente infalible de inocencia o culpabilidad y es salvada in extremis gracia a la intervención, claramente burlesca, de Hircan en el papel de mago (IV. 131–134)16.

El tercero de los procesos se entabla ya muy avanzada la obra, es de mayor alcance, pues ocupa todo el penúltimo libro, y está concebido de nuevo a imitación de los tribunales de amor de L’Astrée. El planteamiento es, por lo tanto, similar, con abogados de una y otra parte, Clarimond y Philiris, y un juez que ha de dirimir el caso, Anselme (XIII. 380–410). Lo que difiere es el objeto del litigio, pues no se juzga a personas ni casos de amor sino obras literarias. El ejercicio hipertextual deviene así en metatextual y, en calidad de tal, será analizado oportunamente. Se trata, de hecho, de un prolijo escrutinio de la literatura de ficción cuya filiación cervantina salta a la vista.

La segunda de las prácticas hipertextuales de Sorel corresponde a los juegos dramáticos impulsados por Lysis que, en un afán de verismo, propone hacerlos al aire libre y es secundado por sus amigos-burladores: «Por lo demás, he inventado una forma de teatro sin igual. […] Representaremos nuestros juegos en pleno campo y tendremos como teatro la gran tramoya de la naturaleza» (IX. 279). Constituyen también otras tantas muestras de pastiche, pues se prepararan a conciencia y cada uno de los participantes ha de escoger el estilo de su intervención17. Estos juegos van a concretarse en la representación del rapto de Proserpina y la de Jasón y los Argonautas: en la primera, Plutón habla en estilo pedante, Venus con metáforas, Proserpina con anfibologías y Cupido –representado por Carmelin– en lenguaje infantil. De ellas se excluye a las damas, con dos argumentos: uno extratextual, la tradición teatral de personajes femeninos interpretados por hombres; y otro intratextual, salvaguardarlas del carácter paródico que se prevé en su puesta en escena. Solo serán espectadoras de las mismas.

p. 439A ellos hay que añadir el triunfo de Baco, organizado, en este caso, por una mujer: una joven viuda –de la que solo se conocerá su sobrenombre pastoril, Amarilis– que posee una propiedad con viñedos en la vecindad. Está concebido como una imitación de un trasunto mitológico, pero su ejecución y el protagonismo que se le da a Carmelin, que representa al propio Baco y se emborracha realmente, lo lleva a lo paródico (XI. 332–334). En realidad, buena parte de las incursiones del Pastor en el pastiche posee intencionalidad o función satírica, por lo que, siguiendo la clasificación de Genette, entrarían dentro de la parodia (17–40). Así, se puede inferir que tanto el segundo de los procesos como las representaciones teatrales, concebidos y ejecutados inicialmente en términos de pastiche, acaban tomando una deriva que los aboca en la parodia; en el caso de estas últimas, por las interpretaciones de Carmelin y por las intervenciones de Lysis, que acaba desbaratándolas, como había hecho con la representación profesional del Hôtel de Bourgogne, que se abordará más adelante.

Algunas de las historias intercaladas en la obra constituyen la tercera forma de hipertextualidad practicada por los personajes del Pastor. Su presencia es avalada por el propio Lysis con argumentos sacados del género novelesco que bien valdrían para el Quijote: «Esto se practica en las buenas novelas, en las que los autores desean agradar mediante la diversidad» (VIII. 255). Obviando toda clasificación narratológica, distinguiremos en ellas las historias vinculadas a la vida de los personajes principales, las de las deidades fingidas, las narradas por los cuatro forasteros, llegados a la comarca por invitación de Hircan, y las imaginadas por Lysis.

Entre las primeras nos encontramos la historia de la coqueta Guenièvre, ligada al personaje de Anselme, el primer amigo y anfitrión de Lysis y contada en forma de proceso al estilo astreano, como se ha mencionado18; y la historia de Carmelin, que es de naturaleza bien distinta: se trata de un pastiche en clave picaresca en la que él mismo relata sus años de formación al servicio de varios amos (VIII. 256–263). El autor –que conocía muy bien este género por haberlo imitado en el Francion– reconocerá explícitamente por boca de su alter ego esa clave, algo que resultaba evidente a la lectura (XIV. 420). En efecto, Carmelin va a contar su vida siguiendo los cánones del género: hijo de padres borrachines, la orfandad a edad temprana y el hambre llevan al futuro pícaro a ponerse a servir.

Los episodios que componen su historia están escritos con soltura y no exentos de gracia, con alguna excepción. El primero de ellos narra sus desventuras como lacayo de un diminuto y acomplejado monsieur Taupin; de ahí pasará a servir a un médico bromista que lo mata de hambre, para entrar luego al servicio de un hipocondríaco que da lugar a escenas escatológicas de muy mal gusto, de un charlatán que le llenará la cabeza de conocimientos inútiles y de un autor de almanaques. El episodio más significativo se ocupa, no obstante, de la burla hecha por un pintor a uno de sus amos y en la que Carmelin participa sin querer. El patrón, un carpintero con ínfulas que ha sido caporal en la milicia de su barrio, encarga un cuadro en el que se hace pintar como caballero: al mostrarlo en público e intentar sacarle brillo, los atributos nobles desaparecen y dejan ver las herramientas del artesano, mientras que el casco se transforma en cuernos (VIII. 261–262). Este episodio del cuadro falseado, que Lysis interpreta como una metamorfosis, va más allá del simple chascarrillo, pues representa una mise en abyme o, si se prefiere, un relato especular de la propia historia de Carmelin, aprendiz de carpintero con ansias de medrar19. También podría considerarse una especie de palimpsesto pictórico, cuya primera capa revela la condición real y moral del personaje, y podría extenderse a todo el Pastor extravagante porque vale igualmente para Lysis, que pasa de burgués a pastor y de este a gentilhombre campestre; sobre todo, porque, tal y como ocurre con el cuadro, la impostura de Lysis se desmontará al final de la obra, lo que le dejará igualmente avergonzado.

p. 440En segundo lugar, están las historias de las fingidas ninfas y las presuntas deidades fluviales. Concebidas para entretener a Lysis mientras se cree metamorfoseado en árbol, forman parte de juegos y conllevan bailes y disfraces. Comienzan como relatos sentimentales y acaban en fábulas mitológicas, hiperbólicas y disparatadas, cuando no de dudoso gusto: la del dios Morin, metamorfoseado en el río de su nombre por amor a la ninfa Marne en quien acabará confluyendo; Sinope, derretida en agua para escapar de un amor no deseado: «Todos admiraron las palabras que había pronunciado, pero no cabía extrañarse porque las había compuesto a la manera de unas fábulas que había leído»; y Lucide, enferma de hidropesía por desamor, metamorfoseada en fuente a fuerza de orinar (V. 166).

Luego, en tercer lugar, se incluyen historias que son un pastiche de distintos subgéneros narrativos de la época, identificados por el propio narrador, que los considerará –con toda inmodestia– mejores que los modelos en los que se ha inspirado. Corresponden a las de los pastores fingidos, Fontenay (novela a la antigua) y Philiris (novela sentimental), y a las aventuras exóticas de los supuestos persas: Polidor (fábula italiana) y Meliante (novela guerrera); imitación reconocida para estas dos últimas por Clarimond20. Es Sorel quien aporta estas identificaciones genéricas (XIV. 420), que Bardon se limita a recoger tal cual (143); sin embargo, si se pretende mayor precisión, ha de señalarse que la historia de Fontenay se inscribe en el género de novelas conocidas como de aventuras peregrinas o bizantinas; la de Philiris combina el subgénero sentimental con la novela bizantina, cuyos modelos concretos Sorel mismo se cuida de identificar en las Apostillas (III.7. 308–311)21; también reconoce el modelo de la de Polidor, en este caso, ya en el cuerpo del texto (XIV. 420): estaría en las historias publicadas a nombre de Francesco Straparola entre 1550 y 1553, bajo el título de Le piacevoli notti [Las noches placenteras] e inspiradas en el Decamerón de Boccaccio; y la de Meliante, en las novelas truculentas de Antoine de Nervèze (c. 1570–c. 1622), imitador a su vez de los cuentos trágicos de Matteo Bandello.

Además, hay que contar al menos con una de las historias breves, imaginadas o soñadas por Lysis durante el viaje fantástico que emprende, junto a Carmelin, dentro de un supuesto carruaje volador en el que les han metido sus amigos. En esta travesía maravillosa aparecen y desaparecen construcciones por arte de ensalmo, ya sean puentes, edificios o jardines, con la intervención de un mago (X. 303–305). Sorel se encarga también de proporcionar en las Apostillas (III.10. 478–479) la clave hipertextual del marco de todas ellas: se trata de la obra alegórica El sueño de Polifilo, atribuido a Francesco Colonna, impreso en Venecia en 1499 y de extraordinaria repercusión en el Renacimiento, sobre todo iconográfica22. En la primera de las historias describe una sociedad de aves parlantes, que trabajan en realidad de jardineros esclavos23: las Apostillas (III.10. 474–475) aportan de nuevo el modelo de tal episodio, que se encontraría en el poema épico Jerusalén liberada (1581) del poeta italiano Torquato Tasso; en concreto, en el episodio del Palacio de la maga Armida, en el cual había loros que mantenían entre sí discursos amorosos24.

p. 441A la hora de ensartar las historias, Sorel sigue la convención pastoril; en esta, sin embargo, los relatos, aunque variados, son siempre de corte idealista, a diferencia de lo que hace nuestro autor, quien hibrida géneros de diferente naturaleza y origen. La diversidad genérica de las historias intercaladas en el Pastor bien pudo inspirarse en el modelo cervantino. En cualquier caso, todas ellas, aun concebidas inicialmente en términos de pastiche, van acompañadas de debates y discusiones que se avivan a partir de ellas y que no versan, como en los libros de pastores, sobre la metafísica amorosa; lo hacen sobre el relato mismo, algo que interesaba mucho más a Sorel: su pertinencia, sus lagunas y sus contradicciones. Paradójicamente –o, mejor, paródicamente– se sirve para ello de historias cada vez más inverosímiles. Así lo reconoce el autor en la advertencia a los lectores que encabeza la segunda parte: «Si el Banquete de los dioses está escrito para burla de las divinidades antiguas, hay cuatro o cinco historias en este volumen hechas como burla de cuatro tipos de novelas. Creo que todo lo demás está cargado también de una velada mofa» (212). Todo ello aboca de manera irremediable a la metatextualidad.

1.3. Prácticas metatextuales. El escrutinio de la biblioteca de Sorel

Como hemos comprobado, una parte de las incursiones intertextuales e hipertextuales incluyen elementos que van más allá de estas, haciendo gala de esa hibridación de materiales que caracteriza al Pastor. En efecto, además de las continuas alusiones literarias y mitológicas –y antes del escrutinio sistemático que se llevará a cabo en el libro XIII–, hay ya apreciaciones que rebasan el simple ejercicio de intertextualidad para convertirse en prácticas metatextuales porque atañen a algunas técnicas novelescas y a la escritura narrativa misma.

Así, se ponen en boca de los personajes –de Lysis, fundamentalmente– algunos de los recursos utilizados por la novela bizantina y recogidos posteriormente por la novela posterior de corte idealista: caballeresca, pastoril o de aventuras; recursos que son comentados o debatidos luego con cierto detenimiento. El pastor, por ejemplo, aconseja a Anselme que, para cortejar a su amada, no proporcione detalles de sus orígenes o los invente, e invoca la anagnórisis; esto es, la revelación final de un lazo de parentesco entre personajes: «¿Has visto alguna vez en la historia que alguno de los que han sido así expuestos en pañales no haya encontrado a un gran señor que se haya identificado como su padre?» (III. 110). O bien pide que su historia comience por la mitad, aludiendo a la técnica más imitada de entre las empleadas por la novela bizantina: el comienzo in medias res; acto seguido, Clarimond, tomando la posición de docto, se explaya en el íncipit de la más influyente de ellas: las Etiópicas (siglos III o IV d.C) de Heliodoro, también conocida por el nombre de sus protagonistas, Teágenes y Cariclea (VIII. 264). En otra ocasión el propio Lysis, momentáneamente preso como consecuencia de una de sus desventuras, reclama el favor de su carcelera, apoyándose en los ejemplos que entresaca de sus lecturas: «¿Dónde se ha visto algún héroe de novela prisionero que no recupere la libertad gracias a una dama que lo visita en cautividad?» (II. 73). Desfilan así los personajes correspondientes de las Etiópicas y de dos incursiones en ese género ya en el siglo XVII: El Peregrino en su patria (1604) de Lope de Vega y la reciente Polixène (1623) de Molière des Essertines.

p. 442En otro momento, el ridículo empeño de Lysis en grabar un largo discurso en un árbol permite abordar otra de las convenciones novelescas, pastoril en este caso. A partir de ella se inicia una larga diatriba entre Clarimond y Philiris que anticipa el escrutinio final y acaba concerniendo al problema de la verosimilitud de la novela, así como a las reacciones de los lectores (X. 310–312). Y la invocación por parte del personaje principal de las bodas múltiples con las que concluyen muchas ficciones de corte idealista, fundamentalmente pastoriles, va acompañada de una crítica rigurosa de las mismas por parte de sus amigos debido a la inverosimilitud que entrañan (XI. 343–344); ello no le impide a Sorel acabar la suya con cuatro nupcias casi simultáneas. Ya avanzada la obra, Lysis, desesperado ante el rechazo continuo de Caritea, piensa en raptarla y huir al extranjero con ella y con Carmelin, pero este, como buen discípulo de Sancho, le recuerda que no disponen de recursos suficientes para sobrevivir. El pastor se remite a la autoridad que proporciona el género heroico y de aventuras y la respuesta conlleva además la ironía del autor sobre su propia creación, pues amo y criado son recibidos y festejados por gentilhombres a lo largo de toda la novela25.

Con todo, quizás uno de los casos más significativos –por representar un ejercicio metalingüístico, además de metaliterario– coincida con el empleo machacón de una muletilla por parte de Carmelin, empeñado en demostrarle a Amarilis que está relatando la versión de su amo y que no la comparte. En efecto, su ingeniosa disculpa ante la dama que le reprocha la repetición insistente de «eso dijo», aborda, además de la técnica del punto de vista, la cuestión del estilo indirecto en la narración26. La inmensa mayoría de estas incursiones aparecen ligadas, como en el Quijote, al personaje principal y son fruto de su manía libresca. La pretendida ingenuidad con que son evocadas contiene de por sí una sátira implícita, pero a menudo son rebatidas por sus amigos o anfitriones, lo que acentúa el carácter metatextual de las mismas. Todas estas prácticas llevan, pues, aparejada una carga crítica que va a estallar en el penúltimo libro del Pastor.

Efectivamente, a lo largo del libro XIII se emprende un alegato sistemático contra la novela y la poesía. Y no es casual que la exposición esté a cargo de Clarimond, el autor del burlesco Banquete de los dioses, que va a servirse aquí de un procedimiento distinto para atacar la literatura de ficción. El acto se prepara como un proceso en regla a imitación de los tribunales de amor y cuenta con Carmelin como oficial de justicia. El comienzo del mismo, calcando casi las palabras del prefacio, acaba por corroborar –si acaso no lo hubieran hecho sus anteriores declaraciones– que es el alter ego del autor27.

En él se pasa revista pormenorizada a algunas de las ficciones más importantes desde la antigüedad hasta el momento, destacando en ellas los episodios que más atentaban contra la verosimilitud, la gran obsesión de Sorel. Desfilan en primer lugar los poemas épicos: la Ilíada y la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, el Orlando furioso de Ariosto, la Jerusalén liberada de Tasso y la Franciada de Ronsard, además de las Metamorfosis de Ovidio; luego las novelas bizantinas: la Historia etiópica de Heliodoro y Dafnis y Cloe de Longo; para pasar a la novela pastoril con la Arcadia de Philip Sidney y L’Astrée de d’Urfé, junto a otra menos relevante: las Bergeries de Juliette de Nicolas de Montreux. Después arremete contra algunas novelas recientes de tres autores ya muertos: la alegórica y en clave Argenis de John Barclay (1582–1621), situada en el reinado de Enrique III; la Histoire de Lysandre y de Caliste de Henri Vital d’Audiguier (c. 1565–1624), novela de aventuras caballerescas ambientada en la época de Enrique IV; y, solo de pasada, la Polixène de Molière des Essertines (c. 1600–1624), inspirada en la novela bizantina. La narración desaparece para dejar paso a la diatriba en un monólogo demoledor del que no se salva nadie y que, en este sentido, se halla muy lejos de los juicios sobre los libros en el escrutinio que resolvía Cervantes con palabras ponderadas28.

p. 443El ataque se vuelve especialmente virulento contra Homero y Virgilio por inverosímiles, en particular contra la écfrasis, que no es sino la descripción de un objeto artístico insertada dentro de un texto literario, y es analizada con todo detalle en los dos ejemplos paradigmáticos de la antigüedad: los escudos de Aquiles y de Eneas, profusamente recreados en la Ilíada y la Eneida, respectivamente (XIII. 386). En cambio, a la hora de criticar a los poetas contemporáneos, no cita a ninguno a pesar de anunciarlo, ni tampoco sus obras: se limita a descalificarlos en conjunto, restándoles toda originalidad y dando una visión muy negativa de la poesía; descalificación que se añade a los ataques reiterados contra ella por el abuso que venía haciendo de los mitos. Sorel se muestra así ajeno, por temperamento, a los elementos maravillosos en un momento en que el halo mágico de la mitología arropa todavía buena parte de la literatura de ficción en Europa (Molinié 113–118).

Al final del recorrido vuelve a arremeter contra la falta de verosimilitud y de lógica narrativas, centrándose en este caso en los relatos engastados por el procedimiento conocido como cajas chinas y en el personaje a la escucha que apunta directamente a los libros de pastores (XIII. 398); lo malo es que el autor incurre en ello en su propio relato. El alegato de Clarimond termina con el peligro que supone la lectura de novelas y poesía para los jóvenes, en especial para las mujeres, incluidas las de la pequeña burguesía, lo que supone de facto rubricar su éxito hasta en esa clase social y tanto en la capital como en provincia29. A pesar de lo dicho, Sorel no estaba interesado seriamente en la crítica moral, la única que le preocupaba era de orden estético, por su sentido extremado de la lógica y su carácter intransigente. La réplica la va a dar punto por punto, aunque sin demasiada convicción, Philiris, que ha sido el elegido finalmente por Lysis para contar su historia (XIII. 399–409). Este se emplea sobre todo en la defensa de L’Astrée, rebatiendo los defectos que le había encontrado el primero: su postura está más en consonancia con la obra crítica posterior de Sorel, en la que resaltará las cualidades de esta novela muy por encima del resto; en concreto, en La Bibliothèque Françoise (1664) y en De la Connoissance des bons livres (1671).

Es obvio que esta diatriba se inspira en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote; sin embargo, a diferencia de este, no hay libros de por medio: no es la biblioteca de Lysis la que se pone en cuestión, es la del propio Sorel. Además, la diatriba solo es dialógica en apariencia porque, aunque se presenta sobre una plantilla procesal, no se exponen realmente dos visiones distintas. La única voz discordante es justamente la de una mujer, Amarilis, quien, en un alegato memorable, da la réplica a las conclusiones de Clarimond. Sus palabras reproducen un hecho de gran repercusión sociológica: en ellas se defiende no solo el papel de las novelas en la instrucción de las mujeres y la apropiación femenina del libro; también la educación del hombre a través de unas lecturas promovidas y encauzadas por la mujer30. El fallo, que corresponde a Anselme como juez del proceso, no es tal, pues, intentando satisfacer a todos, no zanja la cuestión: «Habida cuenta de que Clarimond ha criticado libros que no merecen serlo tanto y de que Philiris ha alabado también otros que no son dignos de alabanzas, las mentes preclaras se ocuparán en delante de juzgar sin pasión las distintas obras que se presenten» (XIII. 410).p. 444

2. Un personaje en busca de autor

Como señala atinadamente Mª Soledad Arredondo (291), el Pastor extravagante se desgaja en cierta forma de la Histoire comique de Francion porque, hacia el final de este, se anuncia una obra con ese título, fruto de la experiencia pastoril del personaje, que se erige así en portavoz del propio Sorel31; y este acabará interviniendo para dar cuenta de su próxima aparición: «Trabajaré para poner en orden las aventuras del Pastor extravagante que Francion ha compuesto y las daré al público como una segunda parte de esta historia cómica» (XI. 462). Inicia así un juego autoral sumamente sugestivo que se repetirá a lo largo de la obra objeto de estudio y que entronca con las prácticas metatextuales, aunque en este caso convertidas en metaficcionales, por versar sobre el propio texto donde se producen y no sobre textos ajenos o externos a él, una dimensión en la que Sorel no hace sino seguir el camino abierto por el Quijote

A la hora de jugar con la autoría, Sorel se inspiró con toda probabilidad en el autor fingido cervantino, pero va más allá de este: la escamotea desde un principio publicando El pastor extravagante anónimamente y jactándose de ello en el prefacio mismo: «Tengo tan poca vanidad que no deseo se sepa mi nombre ni que se me dé a conocer en pasquines»; y después, en la versión de 1633, endosándosela a uno de sus heterónimos, Jean de La Lande32. Luego, tal y como había hecho el propio Cervantes al buscar un segundo autor tras Cide Hamete y encontrarlo en ese alter ego cervantino que halla el manuscrito perdido en un mercado de Toledo y lo transcribe (previa traducción desde la lengua arábiga por un segundo intermediario), Sorel pinta a su protagonista en busca permanente de un historiógrafo para sus aventuras. Primero escoge al que parece más versado de sus personajes, Clarimond, autor del inédito Banquete de los dioses, texto que se va a incorporar a la historia de Lysis. Lo descarta a mitad de la obra por ser demasiado mordaz (paradójicamente, pues no es sino el alter ego del propio Sorel), y lo sustituye por un segundo candidato, Philiris, alguien más afín aparentemente al talante del pastor. Llegará, incluso, a pensar en un tercero: el escritor fatuo y aprovechado Musardan, que se presenta hacia el final de la obra y será excluido cuando demuestre su ineptitud en el proceso abierto a favor y en contra de la literatura de ficción33.

Todo ello, sin que Lysis deje de supervisar en todo momento qué van a contar de él y cómo han de hacerlo: «Eres muy crítico, amigo, dijo Lysis, guarda el consejo para ti, haz que escriban tu historia a tu guisa y déjame organizar la mía» (III. 107). Se inspira así, de nuevo, en Cervantes, que tampoco se fiaba de sus cronistas (el autor fingido Cide Hamete y sus dos intermediarios), los cuales, a su vez, se contradicen y reprueban recíprocamente, como acontece también en el Pastor. En este, el protagonista de la historia le discute al primero de sus historiógrafos, Clarimond, las técnicas que ha de emplear, incluido el comienzo in medias res: «Es preciso que mi historia comience por la mitad, prosiguió Lysis, así son las novelas más célebres. Hay que entrar poco a poco en el gran curso de la historia y no descubrir su secreto al lector sino lo más tarde posible» (VIII. 264). Luego le retira su confianza y seguirá dando instrucciones aún más precisas al segundo. Lo hace, bien resumiendo su historia, bien con todo lujo de detalles y digresiones retóricas que amplifican las analogías establecidas en su momento, ya de por sí largas y tediosas34.

Así pues, el Pastor se convierte en un continuo juego autoral, al presentar a su personaje principal empeñado en cuestionar al narrador del libro en el que es protagonista, proponiendo que sean otros personajes los que escriban su historia; cambiando, además, de cronista de sus aventuras a mitad del relato para acabar sirviéndose de dos, pero guiados siempre de su mano. Por último, parece darse por bueno que la historia se ha transcrito con la aportación de ambos35; sin embargo, al final, en un cierre que no es tal, el narrador se cuestiona la veracidad de lo relatado, incluido el nombre del personaje y el lugar recreado (XIV. 428).

p. 445Todos estos cambios propician distintas versiones fragmentarias de la historia de Lysis a lo largo de la obra, y estas suponen una mise en abyme en toda regla: una novela en desarrollo dentro de la propia novela que es, por otra parte, la que se está contando. Bien podría invocarse aquí la figura retórica de la metábola, entendida como acumulación de expresiones sinónimas para expresar una idea o describir un objeto con mayor precisión; figura que, llevada a lo narratológico, vale para las historias contadas una y otra vez con ligeras variantes. Primero lo intentará el burlón Clarimond, proponiendo un íncipit manierista que desagrada a quien ha de protagonizarla36. El propio Lysis realizará luego un resumen muy abreviado de sus aventuras hasta el momento, en una más de las versiones parciales que se dan de bastantes historias en el texto37. Y, al final de la obra, el personaje de Clarimond emprende la tarea de desmontar, una por una, todas las fantasías y excentricidades de Lysis, así como las burlas de las que ha sido objeto a lo largo de la novela, lo que supone una nueva versión de la misma38. A partir de aquí pasa a recrear todas las desventuras que ha sufrido Lysis, lo que significa poner el acento en los aspectos ridículos y supone, de facto, resumir de nuevo parte de sus aventuras (XIV. 424–426).

La preocupación de Sorel por cómo acabará escribiéndose su historia le lleva a interesarse por elementos que escapan al establecimiento estricto del texto, abarcando otros aspectos de la edición, como puedan ser cuestiones tipográficas, confección de prefacio, índice, imágenes, etc. Esto no es otra cosa que una lección aplicada de ecdótica; es decir, el arte de editar los textos siguiendo un método crítico, y su inclusión en el Pastor extravagante corresponde claramente, como en todo lo visto hasta ahora, a un ejercicio metaficcional. Esta práctica comienza con las disposiciones que se prescriben a Lysis para que el Banquete sea publicado con su historia: «Será suficiente con que se diga en su lugar que os han leído el Banquete de los dioses y después se pondrá separado al final del libro» (III. 107).

Los escrúpulos de Lysis le llevan a prescribir a su segundo historiógrafo el tratamiento que han de llevar en el libro impreso los textos que interrumpen el relato, como cartas, versos, desafíos o historias interpoladas; renegando, de paso, de los usos de sus predecesores, pues no se muestra partidario de que aparezcan precedidos de grandes epígrafes (X. 320–321). El trabajo de ecdótica que esto supone, ocupándose de futuros elementos paratextuales como epístolas o imágenes dentro del cuerpo de la novela, es ciertamente insólito. Y el autor le dará una vuelta de tuerca a este recurso con el retrato metafórico de Caritea, cuya ejecución encomienda Lysis a Anselme, tras describirlo y luego interpretarlo en todos sus detalles (I. 41), porque Sorel acabará encargando una representación fiel del mismo que encabezará el segundo libro del Pastor en la primera edición de 1627.

p. 446Ahora bien, si Lysis quiere controlar en todo momento su historia, su creador no quiere ser menos, por lo que –además del protagonismo que concede a Clarimond en parlamentos y debates– hace que el narrador principal se inmiscuya de cuando en cuando en la historia con comentarios autoconscientes; esto es, sobre la propia construcción del texto que leemos y su papel en la misma, para demostrar que es dueño de la situación. Así, se entromete en el relato del oportuno salvamento de Lysis, a punto de ahogarse en una pequeña fuente: «Sin esto no penaríamos para hacer su historia más larga y eso significaría que su vida y sus aventuras habrían acabado» (II. 81). O bien interviene para matizar lo que ha pensado uno de sus personajes, que equivale a corregirse a sí mismo39. El narrador acomete al comienzo del libro VII –y de la segunda parte– una de las intromisiones más claras de la obra para desvelar la naturaleza real de los pastores fingidos y de los presuntos persas –en realidad, gentilhombres amigos íntimos de Hircan– que han contado sus historias respectivas en el libro anterior. Ello le permite explicitar el uso del comienzo in medias res y justificar la omisión por su parte en aras del suspense40.

En otra ocasión irrumpe el narrador invocando al lector y justificándose por la elipsis que va a introducir en una de las dos representaciones teatrales, de trasunto mitológico, que organizan Lysis y sus amigos en campo abierto. El recurso le sirve para acortar el relato de la misma y aprovecha la intervención para criticar, de paso, a los autores que no hacen otro tanto41. La irrupción puede consistir también en un guiño del narrador, que aprovecha el sueño de uno de sus personajes para relatar lo que acontece a otro, fundiendo así tiempo de la historia (el universo diegético) y de la narración (el acto de narrar o, por extensión, de leer), lo que hace tomar conciencia al lector precisamente de la diferencia entre ambos y del carácter narrado o textual, que no real, de lo que está leyendo; así, se dirige al lector para contarle lo sucedido con Carmelin mientras duerme su amo, apenado por la súbita desaparición de su compañero: «Después de estos lamentos, Lysis se vio obligado a acostarse al igual que el resto y mientras duerme os contaré, si queréis, lo que le había pasado a Carmelin» (XI. 329).

En todo caso y en última instancia, con estas prácticas el autor no hace sino interrumpir el curso de la narración para desmontar los engranajes y los artificios de la misma, de ahí su dimensión autoconsciente o metaficcional; algo que novelistas anteriores –Honoré d’Urfé, por ejemplo– no se permitieron nunca. Huelga decir que Cervantes es también en esto el modelo; un modelo muy seguido, tras Sorel, por Scarron o Furetière y, ya en el XVIII, por Marivaux o Diderot, y no solo en Francia, también por Fielding y Sterne en Inglaterra o Wieland en Alemania: todos ellos forman parte de una tradición transnacional cervantina de la novela (vid. Pardo, «Paradoxes»).p. 447

3. Y al trasluz… un Quijote en palimpsesto

3.1. El Pastor, una reescritura del Quijote

La mayoría de los estudiosos que se han acercado al Pastor se han circunscrito a sus relaciones con la propia literatura francesa, o bien a cuestiones narratológicas o relativas a la extravagancia del personaje principal: es el caso de Daniel Chouinard, Jean Serroy, Michèle Rosellini, Isabelle Moreau, Laura Rescia o Anne-Elisabeth Spica, entre otros. Prácticamente, los únicos que han escapado a esa regla son los comparatistas e hispanistas: los de la vieja escuela, Gustave Reynier (1914) o Maurice Bardon (1931); ya en los años 80, Alexandre Cioranescu (1983) o Mª Soledad Arredondo Sirodey (1986); y, más recientemente, Patricia Martínez (2006) o Maria Zerari-Penin (2007); junto con, naturalmente, cervantistas como Jean Canavaggio en su estudio de referencia, Don Quichotte: du livre au mythe (2005), Esther Bautista Naranjo (2018) y Pedro Javier Pardo (2022).

Gustave Reynier (166) y posteriormente Maurice Bardon (107–145) reconocen que el Quijote proporcionó a Sorel el tema de su obra e identifican deudas concretas (Bardon 121–130). Este último, a pesar de realizar un trabajo pionero y muy meritorio en condiciones precarias (Étienvre 17–71), es deudor de su época y de la escuela comparatista francesa en la que se inscribe, por lo que tiende a buscar relaciones de detalle y no repara en otras más transcendentales. Soledad Arredondo (379–457) ha repasado en su excelente tesis sobre Sorel y la novela española, publicada en 1986, esas relaciones en profundidad, con una visión más moderna y rigurosa en la que coincide con Hainsworth (128–144) –quien reseñaba en 1932 los trabajos recientes sobre Cervantes, entre los que se encontraba el de Bardon– en que hay que buscar en ellas el espíritu y no solo la letra (Arredondo 372)42. Recientemente, en 2018, Esther Bautista ha vuelto a analizar con detalle algunos de estos paralelismos («Exemplary Model» 18–23) y Pedro Javier Pardo lo hace en el estudio que forma parte del primer volumen de esta Biblioteca del Quijote transnacional, en el que pone en relación la reescritura del Quijote por parte de Sorel con la primera reescritura narrativa inglesa («Paladín» 161–169).

No ha sido, pues, solo la idea central del sujeto quijotesco y algunos episodios lo que ha tomado Sorel de Cervantes. Es evidente que la novela pastoril, en primer término –y, singularmente, L’Astrée–, acompañada de otras ficciones mitológicas y novelescas, proporciona la materia del Pastor extravagante, pero el método lo proporciona el Quijote, sin lugar a dudas. Y no solo le aporta el método general, también las herramientas concretas: todas las incursiones inter-, hiper- y metatextuales de Sorel se encuentran ya en Cervantes. Es el ejemplo cervantino lo que explica que la empresa soreliana se lleve a cabo mediante el uso sistemático de prácticas transtextuales que van de la cita y la alusión al pastiche y la parodia, además de historias intercaladas, así como luengos debates a favor y en contra de las obras de ficción; esto es, metatextuales, mientras que en la novela urfeana esos debates eran más bien metafísicos por cuanto defendían o cuestionaban la doctrina neoplatónica del amor.

Es cierto que son contadas las referencias explícitas al Quijote en el Pastor, mientras que las que remiten al resto de obras son abundantísimas, sobre todo a los libros de pastores. Paradójicamente, esta ausencia no impide que pueda verse en el Pastor extravagante un palimpsesto de aquel –retomando la acertadísima metáfora de Genette–, en la medida en que, junto a referencias fácilmente identificables, hay muchas otras de mayor o menor calado que solo aparecen si se mira el texto al trasluz. En efecto, el Pastor bien puede tomarse por un palimpsesto casi en el sentido propio del término, porque Sorel, queriendo minimizar la deuda contraída con Cervantes, se empeña en borrar una y otra vez los rastros del Quijote en él, pero estos no dejan de aflorar a poco que se rasque o, mejor, que se raspe.

p. 448Rescatar los episodios del Pastor extravagante directamente inspirados en Cervantes no puede dar a pensar que Sorel llevó a cabo una imitación servil de este. Nada más lejos de la realidad: el autor supo captar muy bien la modernidad de la empresa cervantina y reelabora los recursos que toma de ella. Importa, pues, no tanto dar cuenta de las deudas del Pastor con el Quijote como la funcionalidad en aquel de las más relevantes, en la medida en que van a condicionar su estructura y la lección misma. Esto es más que evidente en el escrutinio de la biblioteca quijotesca y en la estancia entre los Duques. La dimensión extraordinaria que toman ambos en el Pastor ya es de por sí reveladora. En el caso de la segunda, la consecuencia inmediata es que la mayor parte de las extravagancias de Lysis son producto de las burlas de sus anfitriones, es decir, exógenas; y no endógenas, tomadas por iniciativa personal: marcan así una diferencia notable con lo acaecido a don Quijote, donde lo endógeno domina sobre lo exógeno.

Por encima de estos paralelismos se halla, claro está, la idea motriz: el delirio libresco, caballeresco, que lleva a un hidalgo manchego a echarse a los caminos e intentar revivir lo leído en los libros. El modelo ya estaba ahí, pero faltaba el elemento clave y concreto para que surgiera en Sorel la idea de llevarlo al terreno pastoril, y esto lo proporciona también el Quijote: es el muy conocido deseo del hidalgo, expresado en el penúltimo capítulo, de hacerse pastor; deseo que no llega a cumplir porque le sobreviene la muerte, pero que Sancho evoca en el capítulo final para animarlo a que no se deje morir. Hay, sin embargo, otro que no parece haberse tenido en cuenta, que complementa el anterior y se halla también muy avanzada la obra. Se trata del encuentro de don Quijote y Sancho camino de Zaragoza con un grupo de pastoras y pastores, ricamente ataviados, que se tienen bien estudiadas las églogas de Garcilaso y de Camoens, pretenden formar una nueva Arcadia y pertenecen, en realidad, a familias hidalgas acaudaladas y lectoras, por cierto, de la primera parte del Quijote (II.58. 462–468). Esta ilusión coincide con la de Lysis, que no se limita a mimetizarse con sus lecturas a título personal, sino que aspira desde un principio a que sea algo mancomunado43.

Es verdad que la tentación de la vida pastoril ya había sido anticipada por la sobrina de don Quijote al comienzo de la novela, «temiendo que a su señor tío leyendo éstos se le antojase hacerse pastor» (I.6. 124); sin embargo, es la invitación final y en firme que hace don Quijote a sus amigos para que tomen la condición de pastores con él (II.73) a la que remite directamente la pretensión de Lysis para que su entorno haga otro tanto. Sorel la traslada al principio de la suya, como prueba de la locura de su personaje, pero Lysis hace tal propuesta a su primo Adrian y sirvientes, que nada saben de ese tipo de libros, por lo que mal pueden seguirle en sus fantasías44. Por esa razón el escrutinio de la biblioteca de Lysis se resuelve en unas pocas líneas, sin dar un solo título. Su primo empieza condenando su lectura y acabará quemándolos, lo que no impide que Lysis siga leyendo45. Es obvio que la iniciativa calca la de la sobrina de don Quijote, que los condena en términos parecidos y terminará por quemarlos con la ayuda del cura (I.5–7).

p. 449Si bien se mira, a imagen de don Quijote, que se viste desde un inicio de caballero andante, con un atuendo sacado casi directamente de los Amadises por lo anticuado de su panoplia, Lysis se pasa la mitad de la obra vestido, no ya de pastor novelesco sino de la reinterpretación teatral del mismo, muy estilizada y lujosa, que caracterizó al género dramático pastoril en Francia, muy en boga en el primer tercio del siglo XVII; es decir, que su personaje no saldría directamente de los libros de pastores, sino de la recepción de estos en la época, y más en concreto de la teatral. Así lo prueba la presentación del personaje como uno de los actores que protagonizaban aquellas: «de suerte que con toda esa indumentaria se asemejaba bastante a Bellerose cuando a va a representar a Mirtilo en el Pastor Fido» (I. 26). El carácter teatral del íncipit es reconocido explícitamente por el autor en la primera de las Apostillas: «Este comienzo de historia es también como una obertura teatral donde, una vez levantado el telón, un hombre aparece de improviso y recita los versos de su personaje» (III.1. 15).

No se ha prestado demasiada atención, sin embargo, al hecho de que Lysis se pasa la otra mitad vestido de héroe clásico, a la antigua; pero no de cualquier modo: extraído ex profeso de las imágenes con las que se presentaba a los autores, ya fueran poetas o novelistas, en el frontispicio de sus obras –empezando por el propio d’Urfé–. Y esto se hace tan conscientemente que el personaje requiere libros al momento para calcar su indumentaria: «Mientras tanto, ninguno de los dos dejó de mirar en los libros para comprobar que no hacían nada que no fuera conforme a los retratos de los poetas» (X. 296). Habrá de reconocerse que no se puede ser más libresco y que, al menos en esto, Sorel va más lejos de donde llegó Cervantes.

La locura constituye uno de los ejes centrales del quijotismo de Lysis, locura que se habría trocado en extravagancia en manos de Sorel; incluso en estupidez (doblada de vanidad y pedantería), según la interpretación negativa que arranca con Bardon (133-134), sobre la que vuelven Amélie Blanckaert y Michèle Rosellini, para quien Lysis habría pasado de extravagante a bufón («Sot lecteur»). Ambas lo hacen en acercamientos genéricos a esta figura en las primeras reescrituras y adaptaciones quijotescas en Francia, las cuales ponen de relieve la valoración exclusivamente burlesca de que fue objeto el personaje de Cervantes46. Por su parte, Françoise Poulet y Anne-Elisabeth Spica («Extravagance») se han explayado más en la complejidad del personaje soreliano en un monográfico en torno a las (Res)sources de l’extravagance [(Re)cursos de la extravagancia] en 2012.

Lysis es, como don Quijote, un loco entreverado de momentos de lucidez: cuando Anselme le aconseja maliciosamente a Lysis que se arroje al río ante el menor desdén de Caritea como hizo Céladon ‒salvado oportunamente por tres supuestas ninfas (L’Astrée.I.1. 13–15)‒, el pastor responde primero con argumentos de la novela: «Haced entonces que tres ninfas se mantengan en la orilla preparadas para sacarme del agua –replicó Lysis– pues cómo saber si vendrán, si no se les advierte: podría ahogarme esperando pues no sé nadar»; y, ante la insistencia del amigo, la réplica sensata del pastor, más sanchopancesca que quijotesca, acaba por burlar al burlador: «Traedme dos vejigas de cerdo y después me precipitaré valientemente en el Lignon llevándolas bajo las axilas» (IV. 118). A decir verdad, Sorel ya había dado cumplida cuenta de esa ambivalencia al principio de la obra, por lo que no cabe sorprenderse47.

p. 450Por otra parte, tal y como señala Françoise Poulet (26–28), la extravagancia de Lysis es capaz de producir tanto las fantasías más cómicas y risibles como las imaginaciones más finas y sutiles, y esa es la razón principal por la que sus anfitriones quieren retenerlo a toda costa; una dualidad que ya explotaron a conciencia los Duques con don Quijote. Ello podría dar a pensar que el comportamiento del pastor no difiere del de este, de quien afirmaba don Diego de Miranda, su anfitrión antes del encuentro con los Duques: «Solo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos» (II.18. 157); pero lo cierto es que, mientras que el hidalgo se torna más serio conforme avanza la obra, sobre todo en la segunda parte, Lysis no hace tal: mantiene su actitud hasta el último momento, en el que, abrumado y avergonzado por el relato implacable que hace Clarimond de todas sus extravagancias, acaba por recapacitar y reconocer que no creía en sus lecturas tanto como aparentaba (XIV. 419–425)48.

Anne-Elisabeth Spica, finalmente, extrae conclusiones de mayor calado de la extravagancia de Lysis: esa locura sería precisamente la causante de la hipertrofia narrativa que define la obra; una extensión excesiva que, por un lado, la hace casi ilegible y, por otro, le confiere una funcionalidad narrativa innegable. Esta autora, apoyándose sobre todo en las Apostillas, reconoce que el Pastor representa una de las variaciones más logradas de la locura por identificación novelesca que, partiendo del Quijote, desempeña una función esencial en la fundación de la novela moderna («Extravagance» 35-36).

Además de estos paralelismos centrales entre los protagonistas del Quijote y el Pastor, hay alusiones al quijotismo de Lysis que, siendo más sutiles, esconden casi una cita, como la reflexión de Anselme, el primer amigo y burlador de Lysis que no está dispuesto a que el tutor de este se lo lleve y perder así una diversión asegurada: «[…] acusaba para sí a Adrian de cometer gran injusticia al querer privar al mundo del loco más grande que hubiese existido jamás» (I. 51). Afirmación que no deja de recordar lo que se dice de don Quijote desde el primer capítulo: «[…] el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo» (I.1. 89); y, más adelante, incluso en un contexto similar: «Pero yo imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco, y si no fuese contra caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no solamente perdemos sus gracias» (II.65. 522). Como la primera cita permite entender, el equivalente del bachiller, pero también de sus amigos el cura y el barbero, en su intento por reconducir al menos la locura quijotesca es Adrian, quien, en calidad de tutor de Lysis, reaparece varias veces a lo largo de la obra –primero en Saint-Cloud y luego en Brie– para llevarlo de vuelta a casa. Los intentos de Adrian no obtendrán ningún éxito y esto es así porque Lysis no tiene amistades en París: sus únicos amigos serán sus anfitriones; pero, a diferencia de los de don Quijote, que inventan añagazas para devolverle la cordura, estos lo hacen para azuzar su locura y no son fiables hasta el final de la obra, en el que ejercerán de tutores del pastor, no tan curado como podría parecer.

p. 451Es evidente también que el personaje de Caritea se ha concebido a imitación de la Dulcinea cervantina, pero esta es una convención salida de los libros de caballerías y puramente nominal, mientras que la enamorada de Lysis es real, aunque su visión se halle fuertemente idealizada por sus lecturas pastoriles. Prueba de ello es que el pastor seguirá amándola cuando recupere el juicio; en cambio, Dulcinea se esfumará en el momento en que don Quijote recobre el suyo. Esto nos lleva a pensar que, si el mal de este se puede resumir en una monomanía caballeresca, el trastorno de Lysis es doble, libresco y amoroso: así se comprende que los impulsos de sus múltiples excentricidades se repartan entre uno y otro; por ejemplo, se hace primero sangrar y, luego, vendar el rostro por el mismo barbero que ha atendido a su amada enferma para igualarla en todo (VI. 200–202). Con todo, su afán por resaltar la belleza de Caritea, a pesar de ser poco agraciada, y el empeño en defenderla en toda circunstancia, son marcadamente quijotescos. Así, en la primera salida de Lysis por Saint-Cloud intenta socorrerla del acoso de un aldeano al que confunde, en su locura, con un sátiro y recibe una paliza que recuerda a la que recibió don Quijote en la venta de manos del arriero por causa de Maritornes (I.16)49. La similitud se acrecienta porque el ungüento con el que será tratado evoca el bálsamo de Fierabrás que sanara las heridas de don Quijote luego de la paliza señalada (I.17): «Para curarlo enteramente de su mal imaginario, Anselme hizo que le frotaran todo el cuerpo con un ungüento que no hacía ni bien ni mal» (II. 53).

Lysis piensa que se encuentra en Forez, la comarca celebrada en L’Astrée, pues así se lo han hecho creer Anselme y Montenor, sus primeros amigos-burladores. Se cruza con un caminante que lo desengaña, señalándole que está en la región de Brie. Ese hombre es Carmelin, que se convertirá en el Sancho de este Quijote pastor, y su manía consistirá en citar a troche y moche sentencias sacadas de los libros, además de refranes50. El pastor piensa incluso buscarle un nombre más acorde a su nueva condición ‒como pensó don Quijote en Pancino para su escudero con vistas a una vida pastoril‒, dudando entre Coridon, Tircis, Melibeo, Carmelindo o Carmelindor, pero Carmelin se negará en redondo a perder su nombre de pila. (IV. 138). Y no es casual que su oficio primero fuera el de artesano, y no campesino, siendo su amo de condición burguesa; no lo es tampoco que sea originario precisamente de Forez. El análisis, por parte del narrador, del carácter del criado refuerza su parentesco con Sancho Panza:

Tras esto, Carmelin se deshizo en lamentos harto ingenuos, pues era un personaje con un talante tal que no parecía haber venido al mundo sino para hacer reír a los demás y, salvo diez o doce sentencias con lugares comunes que había aprendido como un pájaro enjaulado, no sabía más que chanzas rústicas que contaba con mucha naturalidad (V. 155).

p. 452De hecho, algunas de sus reflexiones podría suscribirlas, palabra por palabra, el propio Sancho: «En cuanto a Carmelin, estaba bastante contento por no haber recibido ninguna paliza, por cuanto imaginaba que de empresas tales como esta en la que se había metido con su amo no se salía sino en detrimento de las espaldas» (XI. 342). Carmelin es sanchopancesco por cuanto acepta, aun a regañadientes, las fantasías de su amo y las secunda casi siempre, pero las cuestiona a menudo; sobre todo cuando conciernen a sus necesidades básicas, como son comer y dormir; por ejemplo, en el supuesto banquete soñado por Lysis durante el viaje imaginario en el que embarcan a los dos51. Y los debates entre el amo fantasioso, mientras se cree metamorfoseado en sauce, y el criado con los pies en la tierra se inspiran obviamente en los de don Quijote y su escudero, incluida la deformación de palabras elevadas o de registro literario, las famosas prevaricaciones lingüísticas, que caracterizaban a este52. Carmelin es, sin duda, el personaje más próximo a su modelo: tiene la gracia de Sancho y, aunque sabe leer, es de mente obtusa y necesita esfuerzos ímprobos para memorizar lo leído que, una vez aprendido, repite como un loro; además, si damos por bueno que Sancho se quijotiza un tanto a medida que convive con su amo, Carmelin es ya de inicio una pálida imitación de Lysis, con quien comparte la pedantería libresca, si bien de un rango incomparablemente menor.

Si pasamos de los personajes a los episodios, encontramos también abundantes paralelismos. El empeño de Lysis por dejar una carta en la ventana de su amada acabará con él casi descoyuntado53. Aunque esta primera tentativa será abortada, constituye una alusión más que probable al intento de don Quijote por llegar a la ventana de Maritornes (I.43. 504–506), si bien este lo hace sobre su caballo y Lysis sobre una escalera. El pastor volverá a insistir en hacer llegar una misiva a Caritea –que desconoce su enamoramiento– de manos de Carmelin (IV. 145–147) y la carta remeda la que don Quijote envía a Dulcinea por mediación de Sancho, que tampoco llegó a su destino (I. 25–26). Ambas insisten en el carácter ingrato de la amada y son textos de segunda mano: si la del hidalgo era una imitación burlesca de la enviada por Amadís a Oriana, la de Lysis es un homenaje a un soneto de Ronsard.

De naturaleza muy distinta es el episodio en el que Lysis se toma en serio la representación de una comedia pastoril en el Hôtel de Bourgogne, en París, interviene en ella y acaba boicoteándola (III. 87–89). Todos los comentaristas han visto en él, y con razón, un homenaje claro a la reacción de don Quijote ante el retablo de maese Pedro (II.26). En este teatrillo de marionetas se representa la leyenda caballeresca de Gaiferos y Melisendra: el hidalgo, disconforme –como le sucederá a Lysis– con lo allí representado, interviene en auxilio de ambos y no deja títere con cabeza. El incidente del retablo desempeña claramente el papel de relato especular del propio Quijote y ha sido muy bien resuelto por Sorel, al llevarlo al teatro y hacer que Lysis irrumpa en escena para defender a la pastora improvisando versos: anticipa el escrutinio de la biblioteca de Sorel, que arremete contra las quimeras de la ficción con palabras –que no con armas, en su caso– y constituye a su vez una mise en abyme del propio Pastor. En ambos episodios se traslada la confusión entre ficción y realidad –que está en la base del quijotismo de los protagonistas–, de la lectura de novelas al teatro, dramatizando en el salto de lo espectatorial a lo actancial el mismo proceso que da lugar a la acción general de las respectivas novelas.

p. 453De entre los elementos de alcance tomados por Sorel a la novela de Cervantes, el tercero en importancia, tras la decisión de hacerse pastor y el escrutinio de la biblioteca, corresponde sin duda al recibimiento de don Quijote y Sancho por los Duques en la segunda parte (II.30 y ss.). Este es copiado de cerca en la acogida que se dará a Lysis a su llegada a la región de Brie (III. 113 y ss.) con Hircan, el señor de la comarca, a la cabeza, secundado por otros gentilhombres: Clarimond, Montenor, Leonor, Oronte… La estancia entre ellos comienza mediada la primera parte, al final del tercer libro, ocupa más de tres cuartas partes de la obra y se hará definitiva. Mucho más que su modelo, será el generador de toda una serie de farsas que tienen como objetivo buscar la diversión a costa del pastor y de Carmelin, convertido en su acompañante inseparable.

Así, para hacer salir a Lysis del árbol en que se ha metido, sus anfitriones organizan una sarta de actuaciones, en la que van disfrazados de deidades campestres y de dioses fluviales (V. 159–161); se ponen para ello largas barbas de crin similares a la cola de buey que lleva el barbero cuando se disfraza con el cura para sacar a don Quijote de su retiro en Sierra Morena (I.27. 314), una superchería que descubrirá Carmelin más tarde (VIII. 265). Por si le faltaba algo a Lysis para convertirse en un personaje quijotesco, mientras se cree metamorfoseado en sauce, sus amigos-burladores le encasquetan una caja cóncava en la cabeza que no deja de ser una reminiscencia clara de la bacía de barbero que acabó en la de don Quijote como un elemento más de su panoplia caballeresca (I.21)54. Los restos de carne de membrillo que contiene la caja, y que le chorrean por la cara, bien pueden remitir al uso que da Sancho a la celada de su amo para recoger el requesón (II.17). La imagen de Lysis se completa con una vara que él mismo se fabrica mediante un arreglo chapucero, que bien podría asimilarse al de don Quijote con su celada reparada con cartón (I.1), pues va a utilizar precisamente un cartón como remate: «Se sirvió para ello de un largo palo pintarrajeado que encontró y le ató con hilo un naipe al extremo» (IV. 147). Aunque la vara es, en cierto modo, el arma del pastor, el gesto se torna en paródico cuando acabe bautizándola con el nombre rimbombante de Verdorada, más propio de una espada.

Inmovilizado por decisión propia en esa condición de árbol, el embudo del que se sirven para nutrirlo copia, sin lugar a dudas, a don Quijote alimentado del mismo modo por las mozas de la venta en su primera aventura (I.2)55. En tal situación, el afán de Sorel por incorporar episodios burlescos le lleva a regodearse en escenas escatológicas que, si bien se inspiran en los problemas estomacales de Sancho (I.20), son de mucho peor gusto (V. 170–172). Una de esas farsas urdidas por Hircan, al que Lysis ha tomado por mago desde un principio, acaba con un remedo del castigo prescrito a Sancho en la estancia con los Duques por un supuesto mago Merlín y una ninfa (II.35): tres mil trescientos azotes que se dejan finalmente a discreción del escudero; en cambio, en el Pastor habrá un azotamiento real de Carmelin a manos de las deidades fluviales (V. 178–179): Sorel culmina así una acción que Cervantes había dejado en suspenso.

p. 454Si a don Quijote le envían supuestos caballeros andantes para hacer que deponga su actitud y vuelva a casa, a Lysis le presentan pastores fingidos y hasta presuntos persas para mantenerlo en su locura. Así, la predicción de un mago –que no es sino Hircan, una vez más– lleva a los fingidos persas hasta Brie en demanda de un pastor célebre en su país como adalid que les permita recuperar a sus amadas y que resulta ser justamente Lysis (VIII. 244–252). Y lo hacen a imitación del cura y el barbero, que convencen a Dorotea, convertida en la princesa Micomicona, para que les ayude a sacar a don Quijote de su retiro con un pretexto: la busca de un paladín que la defienda, según le ha prescrito un mago de su tierra56. Aunque don Quijote se compromete a ello, la acción no se llevará a efecto. Sorel no solo va a copiar el episodio sino que se va permitir desarrollar de nuevo una historia que solo había sido apuntada por Cervantes. El recurso es, además, forzado, porque la elección de Lysis como liberador de la dama presa en un castillo conlleva la transformación de pastor en guerrero (VIII. 268–269): la empresa parece propia de un héroe caballeresco y, por ende, de don Quijote, y va a redropelo de lo que se le prescribe a este en el penúltimo capítulo. En efecto, se trata de una inversión intencionada de la decisión final del hidalgo, que se proponía justo lo contrario: dejar la condición de caballero andante y convertirse en pastor. Y la excusa de Lysis, al afirmar que los caballeros no llevan dineros, pues en todas las historias se cuenta que son agasajados allí donde van (XI. 339), está sacada directamente del Quijote con idéntica referencia metatextual (I.3. 100).

No es la única inversión: en la misma aventura caballeresca que hacen vivir a Lysis y Carmelin sus anfitriones para dar cumplimiento a esa predicción, mientras que el primero se viste como un héroe clásico, al criado se le proveerá de una vieja armadura para reforzar la parodia (X. 296); es decir, del mismo armamento anticuado que rescatara Cervantes para Alonso Quijano, lo que significa darle el papel de don Quijote y una vuelta de tuerca más a la subversión de los personajes que pasan de pastores a caballeros. Además, de camino a esa aventura, el artificio tramado por los amigos-burladores de Lysis y Carmelin para hacerles creer que van a volar en un carro alado es un remedo evidente del Clavileño que idearan los Duques para hacer otro tanto con don Quijote y Sancho (II.40-41)57.

En la misma empresa voladora, la pelea de Lysis y Carmelin en una bodega con supuestos gigantes, unos jorobados y hasta con un dragón relleno de trapos (X. 300–301) rememora a un tiempo el episodio quijotesco de los molinos de viento, el combate con los pellejos de vino y hasta el retablo de Maese Pedro, porque viene a ser tanto como rehacer el retablillo a tamaño natural. La diferencia está en que el combate ha sido preparado por sus anfitriones para burlarse de ambos, en tanto que los arranques de don Quijote son espontáneos, nacen de su locura. Con todo, a diferencia del pobre hidalgo, que sale malparado de la mayoría de sus lances, a Lysis le ahorran casi todos los golpes sus anfitriones; no así las burlas continuas. En cambio, Carmelin recibirá unos y otras, y en esto se muestra también fiel a su modelo, Sancho. Así, en la representación de Jasón y los argonautas, que llevan a cabo Lysis y sus amigos, la escena de Carmelin interpretando el personaje del rey Fineo, al que no dejan beber ni comer ninguna de las viandas de la mesa (IX. 288–289), se inspira directamente en la de Sancho en igual situación, durante su gobierno fugaz de la ínsula Barataria (II.47).

p. 455Por otra parte, mientras que se ha reconocido ampliamente la decisión postrera de hacerse pastor, expresada por don Quijote en el penúltimo capítulo, como inspiración clave de la obra de Sorel, no se ha reparado en que el episodio de su curación justo antes de morir en el último capítulo va a ser imitado en clave paródica al final de la segunda parte del Pastor. En efecto, un Lysis supuestamente enfermo hace reunir a sus amigos, aquí burladores, alrededor del lecho, para transmitirles una suerte de testamento; en realidad, solo finge morir tras un supuesto envenenamiento para conseguir el favor de su amada y no dejar la vida pastoril (XII. 357 y ss.). Tras volver de esa muerte simulada, Lysis va a contar a sus amigos el viaje que ha realizado en tal trance; un viaje inspirado en la visión fantasmal de don Quijote en la cueva de Montesinos (II.23), salvo porque el pastor lo ha hecho sin moverse de la cama; y, mientras que el hidalgo se encontraba con el espectro de Durandarte, uno de los adalides fabulosos de la caballería hispana, Sorel lleva a a su personaje primero a los infiernos y, luego, a los Campos Elíseos, es decir, a la mitología, una de sus grandes obsesiones (XII. 374–375)58. Además, ese suicidio fingido bien pudo basarse en el plan urdido por Basilio para recuperar in extremis a su amada Quiteria en las bodas de Camacho (II.21).

Sin duda, el escrutinio de la biblioteca de don Quijote dio pie a Sorel para acometer el suyo –analizado más arriba–, salvo porque es todo menos donoso y ajustado, pero no lo hace con los libros de Lysis, que no se especifican, sino con los de su propia biblioteca, que se repasan con todo detalle y de los que no salva ninguno. Y lo traslada al final de la obra porque esta tarea era irrealizable por su primo Adrian: solo podían llevarla a cabo buenos lectores de la literatura de ficción, como lo son todos los amigos-burladores del pastor; y como lo son los personajes principales del Quijote, lo que capacita a unos y otros para entrar en discusiones explícitas y detalladas sobre diversos géneros literarios. No se puede olvidar que, aparte del escrutinio inicial, Cervantes proporcionaba en el transcurso de su novela también modelos de un discurso crítico más elaborado y con la misma forma dialéctica, que no debieron pasarle por alto al francés y bien pudieron inspirarle el tratamiento del suyo. Así, en el encuentro de don Quijote –enjaulado por sus amigos para llevarlo de vuelta a casa– con un canónigo, este condensa las dos posturas frente a los libros de caballerías, pues hace a un tiempo de censor y de defensor. Primero pone en su boca una condena minuciosamente justificada, luego matiza esa dura reprobación59, para cantar finalmente sus bondades y acabar salvándolos, con tal de que esa ficción «después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho» (I.47. 543).

3.2. El Quijote en las Apostillas al Pastor extravagante

Como habíamos adelantado, la primera alusión explícita al Quijote, y al capítulo LXXIII de la segunda parte que dio pie a Sorel a crear su historia, se encuentra ya avanzada la primera parte del Pastor, en el libro cuarto. Uno de los pastores fingidos, que dicen llegar atraídos por la fama de Lysis, le acusa de no haber hecho otra cosa que copiar al hidalgo manchego. Él niega con vehemencia tal imitación, aunque era incuestionable para los lectores contemporáneos, y cabe pensar que el propio autor hace suya esta disculpa; a menos que lo haga irónicamente60. Y, ya al final de la obra, la crítica de los excesos cometidos a partir de la lectura de los libros de pastores, puesta en boca de Clarimond, se cierra con la segunda alusión explícita al Quijote que remite a la primera; lo que significa reconocer implícitamente dos de los ejes sobre los que gira el texto de Sorel, la materia pastoril y el método cervantino: «Recordad los reproches que os hizo un día Fontenay cuando os comparó con don Quijote: habrá muchos que crean que lo imitáis y, aunque vuestras aventuras fueran mejores que las suyas, les seguirían pareciendo las mayores pruebas de vuestra locura» (XIV. 421).

p. 456Ya en el prefacio de la segunda parte Sorel se justifica y se defiende, vagamente y de pasada, de las críticas de algunos lectores. Es, sin embargo, en las catorce Apostillas al Pastor extravagante, incorporadas al término de la obra, donde lo hace de manera pormenorizada y reiterativa. Y, no por casualidad, en la última de las Apostillas va a explayarse en una refutación de la filiación quijotesca de su personaje que resulta increíble. Estas páginas son imprescindibles para fijar la posición del autor sobre la obra cervantina y la deuda contraída con ella. Y lo hace defendiéndose de esas posibles deudas que, una vez identificadas, intenta desactivar una a una, además de situando la lectura de la obra cervantina en un pasado lejano61. Si, como afirma, se ajustara a la verdad el lapso de tiempo transcurrido desde su primera lectura del Quijote, y dando por bueno que nació hacia 1599, lo habría leído con unos quince años; esto es, entre 1614 y 1615, lo que puede aceptarse para la primera parte, traducida en 1614, pero no para la segunda, que lo fue en 1618. A menos que la hubiera leído en español, que no parece muy probable62.

Luego reconoce haber vuelto sobre el Quijote una vez concluido el Pastor, pero aquí incurre una vez más en contradicción, porque la acusación de inverosimilitud que vierte contra Cervantes a cuenta de las burlas del Duque vale, punto por punto, para lo que hacen los amigos de Lysis con el pobre enajenado63. Ahora bien, la larga estancia de don Quijote y Sancho entre los Duques –amén de otras deudas– se encuentra en la segunda parte, que hubo de conocer forzosamente antes de la redacción del Pastor: bien se puede deducir que su lectura fue posterior a las fechas apuntadas por él. Se puede afirmar con rotundidad que Sorel imita, sin lugar a dudas, los engaños urdidos por los Duques porque, además de tomar el recurso general, se sirve de escenas concretas; algunas, tal y como se ha visto más arriba, muy conocidas, como el episodio del Clavileño o la ínsula Barataria, y otras no tanto, como la azotaina prescrita a Sancho, que se aplicará en condiciones similares a Carmelin.

Esto no es todo: es innegable que la cura, si es que hay tal, de don Quijote y su decisión de hacerse pastor inspiraron claramente la concepción misma del Pastor –por más que su autor se empeñe en negarlo– y estos episodios se hallan en el penúltimo capítulo de la segunda parte del Quijote. Por otro lado, la muerte del hidalgo en el último es parodiada, también al final, por su émulo con una muerte fingida que no pretende sino evitar volver a París y conseguir el favor de su amada. Además, en el Francion, publicado en 1623, informa de que tiene ya en mente el Pastor extravagante, como hemos visto. En conclusión, la lectura o, en todo caso, la relectura del Quijote por Sorel –y, muy probablemente, no solo de su segunda parte– hubo de ser mucho más reciente y atenta de lo reconocido.

p. 457Volviendo a las Apostillas, critica, entre otras cosas, que se haya dado tanto poder a Sancho como gobernador, o bien que «el cura deje a su grey y el barbero su oficio para irse muy lejos de su región en busca de don Quijote de la Mancha, con el fin de traerlo de vuelta a casa, y que el bachiller Sansón Carrasco vaya por los campos armado de arriba abajo para combatirlo y, habiendo sido vencido, vaya incluso hasta Barcelona», mientras que los amigos de Lysis «no tienen otra cosa que hacer y estarían seguramente ociosos si no tuvieran este entretenimiento. No señalo aquí infinidad de cosas que no son verosímiles en el Don Quijote» (III.14. 782–783). A pesar de lo dicho, en un claro ejercicio de preterición, arremete contra los episodios burlescos más sonados de este, los molinos de viento tomados por gigantes y el rebaño de ovejas por un ejército: «Pero para estar loco hasta ese punto, sería preciso no tener ya nada de juicio y este caballero no podía hablar con tanta discreción sobre el resto de cosas» (III.14. 783–784). Aunque contrapone sistemáticamente a estas acciones las de su pastor, su defensa es causa perdida: «Pero si volvemos al caballero andante seguiremos encontrando que su historia está llena de cosas inútiles» (III.14. 784–785): y ahí incluye historias interpoladas como la del Curioso impertinente –el primer texto quijotesco en ser traducido al francés, en 1608–, procedimiento que él mismo utiliza; así como la supuesta bajeza del estilo frente al suyo, «serio a medias y todo lleno de agudezas» (III.14. 785–786).

Sorel niega a Cervantes el objetivo mismo al que responde su empresa, no sin reconocerle casi a su pesar la gracia que tiene: «Por otra parte, aunque Don Quijote fuera extraordinariamente divertido, no sería mejor por eso, ya que todas sus mofas no atacan las novelas de caballerías como debe ser su propósito, no son propiamente sino quimeras inútiles y apostaré que pondré en cuatro páginas todo lo que dentro de ese libro sirve contra los que ataca» (III.14. 787). Nada más lejos de la realidad, porque Sorel necesitó cerca de dos mil páginas, sin contar las Apostillas, para hacer lo propio. Y termina poniendo de relieve lo que constituye para él la gran contradicción de la novela de Cervantes, que vale también para la suya y en mucho mayor grado: el que negara con sus historias inverosímiles la crítica vertida contra ellas64.

Todo ello permite pensar que no es casual que dejara fuera de sus críticas en el Pastor no solo al Quijote, también a los Amadises: lo habría hecho, no porque pertenecieran a una corriente novelesca distinta de las atacadas, sino porque, de hacerlo, habría dado pábulo a las acusaciones de imitación de la obra cervantina. La prueba está en sus dos obras de crítica literaria, La Bibliothèque françoise (1667) y De la Connoissance des bons livres (1671), que siguen una estructura procesal similar al escrutinio soreliano del libro XIII y sí incluyen un juicio de los libros de caballerías, aunque no del Quijote. Las críticas a este vertidas en las Apostillas completan en cierto modo el escrutinio y, con ello, Sorel cree redimirse del silencio imperdonable y ominoso que había mantenido sobre su modelo a lo largo de su obra. En todo caso, queda claro que intenta, a toda costa, minusvalorar y poner en entredicho esa deuda. Lo hace en el texto y, señaladamente, en las Apostillas, incurriendo en flagrantes contradicciones65.p. 458

3.3. Una obra contradictoria: el arte de la paradoja

La crítica cervantina ha venido destacando, con motivos más que sobrados, la naturaleza paradójica del Quijote y cabe pensar que El pastor extravagante, que defiende una cosa y la contraria (Chouinard, «(Anti)romancier» 75–76), lo sea también. Al menos Sorel era muy consciente de ello: es él quien se esconde tras la advertencia que le hace a Lysis su amigo Anselme sobre los discursos de Clarimond, que no en vano desempeña el papel de portavoz del autor: «Haceos a la idea de que todo lo que ha dicho es solo una paradoja. Quiere mostrar su talento refutando la verdad» (III. 115). En realidad, la novela es paradójica desde muchos puntos de vista; entre otros, porque, además de renegar de la impronta cervantina, niega la novela misma que ha ido creando. Él mismo anunciaba sus Apostillas (III. 6) como la «consumación» de su obra; sin embargo, tal y como apunta Isabelle Moreau (93–107), representan más bien la disolución de su ficción, pues acaban por desmontar los mecanismos de la ilusión novelesca, ya menoscabados en el cuerpo del texto por los distintos recursos empleados para ello. Lo cierto es que las críticas excesivas y la exhaustividad de sus propuestas terminan devorando las virtualidades narrativas de la obra.

Hay una contradicción de inicio en la elección de la novela de d’Urfé como materia para su parodia. Primero, porque la evocación pormenorizada que hace de ella en el Pastor, especialmente en los primeros libros, demuestra un conocimiento detallado de la misma que solo estaba al alcance de sus devotos y que no encaja con la crítica agria vertida contra ella tan temprano66. Por otra parte, en L’Astrée el marco es pastoril, pero tienen cabida en ella debates e historias de otra índole –siempre de corte idealista– para tratar y ejemplificar toda la casuística amorosa, e instruir así a lectoras y lectores que carecían de tal preparación. En cambio, el Pastor se va a servir de ese marco para abordar por extenso la censura de tales modelos literarios y conseguir que los lectores se conviertan en críticos de esas lecturas, pero las historias que la ilustran contravienen lo que predica (Spica, «Fascination»).

D’Urfé nunca se cuestionó el género que practicaba, se limitó –que no es poco– a embellecerlo y amplificarlo con una obra maestra. Cervantes, en cambio, sí se lo cuestiona, así como la vida misma, lo que le hace emprender y llevar a término nuevos caminos para el género. Sorel, siguiendo a Cervantes, impugna el género pastoril, pero su excesivo afán crítico lo incapacita para culminar esa tarea. L’Astrée puede considerarse una obra polifónica, en la medida en que las historias son contadas por más de un personaje y al lector corresponde extraer la verdad de las mismas; además, la novela presenta rasgos dialógicos en los continuos debates con dos posturas enfrentadas: la de quienes propugnan con gran rigor la fidelidad en el amor, en clara mayoría, y la de la inconstancia, defendida por un solo personaje que se multiplica para dar una respuesta desenfadada al resto. El Quijote es, claro está, obra polifónica (Martínez 418–419) y paradigma de novela dialógica en el sentido bajtiano del término (Bajtín 13–77); mientras que el Pastor no es ni una cosa ni otra: aunque buena parte del texto es dialogado (ya sea en largos parlamentos o en réplicas que ocupan más extensión que lo relatado por el propio narrador), no puede reclamar para sí la metáfora traída de la música porque es todo menos armónico y no es dialógico porque –paradójicamente– los continuos debates solo lo son en apariencia, pues no hay sino una postura única, la del autor en contra de la literatura de ficción, bien por narrador o personaje interpuestos, bien por el autor directamente en las Apostillas (Weich 252–255).

p. 459La crítica del Pastor se construye desde una obsesión por la lógica, el orden y la verosimilitud, pero Sorel escribe con un estilo descuidado, a vuela pluma, e incluye toda una serie de historias a cual más inverosímil. Incumple además en ellas buena parte de lo que prescribe en el escrutinio e incurre en contradicciones más que evidentes tanto en el cuerpo del texto como en las Apostillas. Es comprensible que el «donoso escrutinio» de la biblioteca del Quijote llamara la atención de Sorel porque le daba alas a su visión crítica de la literatura de ficción. Con certeza esto le llevó a acometer el suyo, pero el de Sorel es todo menos donoso porque, si el de Cervantes es ciertamente ingenioso, con los libros en la mano, el del imitador francés es prolijo y reiterativo hasta la extenuación, sin libros tangibles, con lo que el ejercicio deviene puramente metatextual, perdiendo así el vínculo con la narración.

Sorel ha dejado acreditado en no pocos pasajes del Pastor extravagante –y antes, y con mayor claridad, en las Nouvelles françoises y en la Histoire comique de Francion, ambas de 1623– sus dotes como narrador, así como su capacidad de observador de las distintas clases sociales, su manejo de los distintos registros –incluido el lenguaje coloquial– y un gran sentido del humor, no siempre fino. ¿Qué ocurrió en el breve lapso de tiempo que va del Francion al Pastor para que Sorel cambiara drásticamente de propósito? No pudo ser más que la relectura atenta del Quijote. Incluso se puede postular como hipótesis que fue el escrutinio de la biblioteca del hidalgo manchego –amén de otros juicios vertidos aquí y allá por Cervantes– el que le indujo a imbuirse de una nueva misión: la de la crítica total, con un espíritu censor llevado al extremo, en un afán desmedido que, aun moderado con el tiempo, dominará toda su obra posterior. Bien se podría afirmar que, al acometerla, se echó en buena medida a perder para la literatura de ficción. Si las expectativas de los lectores del Pastor eran las de encontrarse ante una obra en la estela del Francion, no podemos dejar de pensar que Sorel las defraudó. En cambio, cabe felicitarse por la vía emprendida con esta parodia que, al disolver la narración, abría paradójicamente caminos inexplorados en Francia por la novela y aún menos por la crítica y la teoría literarias.

Bien se puede colegir que, si Cervantes fue Amadís y luego pastor y se curó con los años y los infortunios –pero sin renegar del todo de ellos y sin perder el humor–, Sorel, que se lo había leído todo, fue uno y otro a edad temprana y abjura desabridamente de ellos en plena juventud como si quisiera exorcizarlos. Queda claro, pues, que sacrificó, con toda lucidez, sus dotes como narrador para consagrarse a la crítica literaria, por considerarla dedicación de más altos vuelos, pero también por un supuesto afán de educar a la juventud, en el que insistió tanto en el prefacio como en el escrutinio y en las Apostillas, aunque lo cierto es que sus objeciones fueron siempre de orden estético, no parece que la moral le preocupara por entonces lo más mínimo. Esto no le impidió estar en nómina del librero-impresor más poderoso del momento, Toussaint du Bray, como medio de subsistencia, y escribir entretanto novelas del estilo que condenaba en el Pastor; en algunos casos, continuaciones de estas, como la de Polixène de Molière des Essertines, anónima, naturalmente67. Esta es solo una más de sus contradicciones.

p. 460Por otro lado, mientras que Cervantes hace de don Quijote un modesto hidalgo que, tras sus intentos fallidos por emular glorias de otros tiempos, ansía terminar como pastor, Sorel le da otra vuelta de tuerca más a su personaje principal, quien, partiendo de la posición de burgués parisino y rico, aspira a otra condición mejor, que no es –paradójicamente– sino la de noble, pues nobles ociosos son en esencia los pastores literarios, como reconocen prácticamente todos los prefacios de las obras en las que aparecen (Rosellini, «Berger»). Y burgueses acomodados o nobles retirados temporalmente a sus casas de campo son los amigos de Lysis: Anselme en Saint-Cloud, Clarimond y Montenor en la región de Brie. Lo sorprendente es que, contra todo pronóstico, conseguirá alcanzar su propósito al final; o, mejor dicho, se lo brindarán sus anfitriones, gracias a cuya mediación acabará convertido en gentilhombre campestre, previa compra de cargo y tierras; es decir, cambiará su condición de pastor fingido y en precario por una vida estable de hidalgo.

Paradójicamente también, se podría afirmar que el Pastor extravagante acaba en cierta forma como empieza el Quijote, pues bien podría asimilarse la nueva condición de Lysis a la de Alonso Quijano el Bueno, salvo porque aquel acaba casado con su Dulcinea. En cambio, mientras que Sancho vuelve al final a su condición de campesino, si bien con buenos dineros que le ha dejado su amo, Carmelin mejora de condición, pues pasa de artesano charlatán y luego aprendiz de pastor a intendente del señor de la comarca, principal burlador de la pareja de pastores. El final, abierto a interpretación, es de una modernidad desconcertante para la época, al cuestionar la veracidad del personaje y de la historia misma68:

Como os estoy hablando de una persona que vive todavía, no sé si algunos de los que hayan leído su historia tendrán la curiosidad de ir a Brie para comprobar si encuentran al tan afamado Lysis. Por eso, les advierto desde aquí que no deben molestarse y que, seguramente, no lo encontrarían, por cuanto está tan cambiado que ha dejado hasta el nombre que llevaba cuando era pastor. Además, ¿no desconfían de mí? ¿Cómo saben que no les he contado una fábula en vez de una historia, o bien que para disfrazar las cosas y no dar a conocer a los personajes de los que he hablado, como no les he dado los nombres que llevan normalmente, no he puesto Brie en lugar de otra provincia? (XIV. 428: Fin).

El carácter paradójico del Pastor es reconocido, al menos implícitamente, por algunos de los mejores especialistas en novela francesa moderna. Así, Henri Coulet, al tiempo que identifica a Sorel como el novelista cómico más grande de la época barroca, considera que, en el fondo, no fue novelista porque no creía en la novela, y su encarnizamiento en la crítica deriva de una incomprensión de lo que significa la literatura y, en concreto, la novela (196–200). Por su parte, Maurice Lever, más ponderado, valora la crítica que lleva a cabo de la ficción en nombre de la verosimilitud y de la utilidad moral que preludian el clasicismo, pero lo matiza luego al reconocer que va destruyendo la novela a medida que la cuenta (417–431). Más recientemente, Anne-Elisabeth Spica, una de las mejores especialistas en Sorel, ha puesto de relieve la sorprendente ambigüedad del escritor respecto a las obras que conoce y comenta en el Pastor: las condena sin ambages, así como los géneros a los que pertenecen, pero no duda en practicarlas sin empacho alguno en su propia obra, para acabar elogiándolas en las Apostillas («Fascination»). También incide Jacqueline Sessa en la ambigüedad que comparte el Pastor con el Quijote. Y Pierre Lepape, en su ensayo La disparition de Sorel, atípico ‒por cuanto carece de aparato crítico‒ pero esclarecedor, muestra hasta qué punto la lectura de Cervantes trastocó sus ideas sobre la novela:p. 461

Sorel leyó el Quijote y las Novelas ejemplares como quien descubre un continente virgen. Cervantes aportaba respuestas luminosas a las preguntas sobre la novela a las que no dejaba de dar vueltas y más vueltas, tropezándose con contradicciones que lo paralizaban […] No es seguro que los lectores de 1620 lo percibieran […] Pero él, Sorel, no se equivocó en cuanto a la radical novedad de Cervantes: Don Quijote era ciertamente esa antinovela en la novela, esa confrontación abierta entre la ficción y la realidad cuya forma estaba buscando (169–171).

4. La recepción del Pastor extravagante

Sorel toma un modelo que acababa de proponerse como tal, el Quijote, e intenta construir otro nuevo sobre él a base de hibridación de materiales y de llevar más lejos algunas de las propuestas contenidas en aquel. Lo conseguirá solo en parte porque, junto a aciertos indiscutibles, no consigue integrarlos del todo en su narrativa a causa de su afán de exhaustividad, su radicalidad en la crítica y su estilo voluntariamente descuidado. Ello supone que no llegue, ni con mucho, a escribir una obra maestra. Con todo, El pastor extravagante debió de gozar de un éxito relativo, pues fue reeditado: al menos como Pastor en 1639 y 1646; como Antinovela, tras la primera vez en 1633-1634, luego en 1642, 1645 y 1657, según Arredondo (744); tal vez incluso alguna más, como apuntaba Roy (407–408), pero no se puede saber con certeza porque no se ha tenido en cuenta que algunas de las propuestas son publicaciones parciales, ni la existencia, tan frecuente en la época, de libreros-impresores asociados, tanto en París como en Ruán; en todo caso, las reediciones no llegaron a las quince que supone Gabrielle Verdier (87).

La deriva que toma Sorel con el Pastor, desbaratando en gran medida la viabilidad de la ficción en aras de un ejercicio metatextual sistemático e inclemente, comprometió sin duda su éxito entre los lectores: una iniciativa tan novedosa y rompedora no podía aspirar a ser comprendida por sus contemporáneos. No en vano, se anticipaba en medio siglo a la Querella de los antiguos y los modernos, pero fue demasiado radical entonces para que su aportación se tuviera en cuenta; aunque atemperada esta con el tiempo en la obra crítica posterior, su carácter intransigente le impidió influir en los círculos en los que se debatían tales cuestiones69. En cambio, sí se tomó en consideración la renovación que suponía la propuesta de Cervantes, al que acabaron adscribiendo a la nómina de los modernos (Bautista Naranjo, «Revolución» 72). La Querella se saldaría con el triunfo de estos hacia final del siglo, anunciando así el imperio de la razón en el Siglo de las Luces. Así y todo, solo contados autores del siglo XVIII atisbaron algunas de las posibilidades que ofrecía el Pastor, pero el XIX las ignoró. Habría que aguardar al siglo XX para ver cómo la literatura las descubría –o las redescubría– y las iba incorporando paulatinamente para acabar renovando en profundidad el género novelesco.

La vida editorial del Pastor –y, con ella, su recepción– prosiguió en suelo británico, pues fue traducido en 1653 en el Reino Unido, y luego reeditado en 1654 y 1660. La traducción, sin nombre de autor, lleva el subtítulo de Anti-Romance, lo que implica que se hizo a partir de la edición de 1633–1634. La edición de 1654 –que hemos podido consultar– cuenta con dos imágenes bastante conseguidas, que no fue el caso de las francesas: la del frontispicio y otra del pastor Lysis al comienzo del primer libro; no tanto el retrato alegórico de Caritea, que se coloca en contraportada. La encabeza una dedicatoria a la Condesa de Winchelsey firmada por el traductor, John Davies, y va seguida del epígrafe «Del traductor al lector», que contiene las Apostillas, muy resumidas, a cada uno de los catorce libros antes de la obra propiamente dicha, a modo de presentación. Al final de estas, el traductor se justifica y, frente a una posible lectura como obra ridícula y frívola, no duda en considerarla la sátira más seria y la obra más grave jamás escrita.

p. 462Se abrevia –y mucho: en unas líneas– el prefacio de Sorel, bajo el epígrafe «del Autor al Lector». El texto en sí parece una traducción bastante fiel: cuenta con un ancho de caja mucho mayor y una tipografía más moderna y más eficiente que el original francés, y respeta la división en libros, pero con dos paginaciones: los diez primeros van de la página 1 hasta la 264 y los cuatro restantes, de la 1 a la 95; en total, 46 páginas sin numerar más 359 paginadas. Se riman las poesías, pero –en contra de la opinión de Sorel, que lo criticaba– se titulan con grandes caracteres las intervenciones en el juicio de Montenor, Anselme y Lysis, y, destacadísimo, El banquete de los dioses; también las poesías y cartas, así como las historias de Philiris, Polidor, Meliante y Carmelin; las aventuras mágicas de Lysis y la historia del mago Anaximandro (que es la de Fontenay); el discurso de Clarimond (Libro XIII), con la réplicas de Philiris y de Amarilis y la sentencia de Anselme, precedidos de comillas en los márgenes70.

Émile Roy (409) señala, además, una traducción al holandés, que no hemos podido contrastar, pero parece incompleta, pues solo consta de seis libros y tiene un formato menor (in-12). He aquí la descripción aportada por el biógrafo: Den Buitenspoorigen Harder oft den Holboligen Lisis, wit het Frans vertaalt. Amsterdam, gedrukt by Timon Houthaak voor Samuel Imbrecht, 1656, 1 vol. in 12, VI libros, 276 páginas.

No se puede obviar la adaptación para la escena del Pastor por el menor de los hermanos Corneille, Thomas, Le Berger extravagant. Pastorale burlesque, con la consiguiente reducción del personaje y de la historia que lleva aparejada una empresa de este tipo. Corneille realiza su adaptación un poco a contracorriente, en unos años en que los temas pastoriles, tan frecuentes hasta los años treinta, han dejado de interesar en el ámbito teatral. No obstante, la primera representación de la obra, en 1652, es privada y para un círculo muy particular, el de Mademoiselle de Montpensier, devota de L’Astrée (Chevalier173–188). La comedia, en verso, comprime la historia, que se traslada directamente a Brie, respeta el inicio de la misma y la figura del tutor Adrian, pero trastoca los roles del resto de personajes. Así, hace a Hircan y a Lucide hermanos y a Montenor pretendiente de Angélique; en cambio, prescinde de Carmelin. Conserva, sin embargo, la broma del Eco a Lysis, muy teatral de por sí, pero la pone en boca de Caritea. Con ánimo de ridiculizar a su personaje, Corneille añade como modelo un poema burlesco reciente, Le Virgile travesti (1648–1652) de Scarron, muy en boga en ese momento (II.2). Y, para recuperar el favor de Caritea, Lysis pide ayuda a Hircan, que ha tomado por druida y mago, y que –como en la novela– finge metamorfosearlo en mujer (II.7) con la autoridad que da el ejemplo de L’Astrée.

Es una de las primeras obras de un joven Thomas Corneille, que había comenzado versionando comedias españolas –como tantos dramaturgos franceses de la primera mitad del siglo XVII– y acabará cultivando casi todos los géneros teatrales. Autor de talento, pone en verso con bastante fidelidad los pasajes y diálogos del Pastor seleccionados, en un pastiche de los libros de pastores no exento de complicidad. Sin embargo, como se trata de una comedia pastoril burlesca, va a escoger los episodios de la novela más disparatados: la metamorfosis de Lysis en Amarilis que acaba con su juicio por impudicia (III.3–7) y es salvada por la magia de Hircan; también la escena, llevada a lo cómico, de Caritea que finge dormir, es sorprendida por Lysis y termina con el rechazo de este (IV.5). Y luego, con más detalle, en los dos últimos actos, todo el episodio de la metamorfosis de Lysis en sauce (IV.6 y ss), de las supuestas ninfas en árboles frutales y de los dioses fluviales (V.5–6). Finalmente, Lysis es convencido con engaños para que deponga su actitud y la comedia termina. Al contrario de lo que opina Liliane Picciola (225–240), con la ausencia de Carmelin la obra se desquijotiza en gran medida: reina el elemento pastoril, que es tomado mitad como homenaje, mitad en son de burla.

p. 463La comedia gozó de bastante éxito: se publicó en 1653 y se reeditó en 1654, 1656, 1661, 1663 y 1690, sin que con ello los lectores volvieran a interesarse por la novela. Fue traducida en 1654 al inglés, impulsada probablemente por la novela en versión inglesa de 1653, que se reeditaría ese año71.

Por otra parte, Le Roman bourgeois (1666) de Antoine Furetière –gran lector y erudito también– es deudor de la obra de Sorel. Paradójica como la de este, a pesar de basarse mayoritariamente en la observación de la realidad tanto o más que en referencias librescas, difícilmente habría sido posible sin la existencia previa del Pastor. Su burguesita Javotte, absorbida por la lectura de L’Astrée hasta confundir realidad y ficción, bebe más de este que del Quijote. Y es Sorel el que da la pauta a Furetière para las continuas intromisiones del narrador en el relato. Lo mismo ocurre con la crítica de las técnicas novelescas, como las historias diferidas o el recurso de entretejer historias que venía de la novela bizantina: si Charles Sorel no lo veía con buenos ojos, Furetière hará lo propio en la epístola al lector del libro segundo: «Es fácil rellenarla de episodios y coserlos con el hilo de la novela, siguiendo el capricho o el genio de quien los inventa» (145). Más aún: toda la segunda parte del Roman bourgeois es una violenta diatriba contra su amigo hasta hacía bien poco –bajo el anagrama de Charroselles– al que convierte en personaje ridículo de su novela y critica con saña en el físico y en lo moral, como maledicente, envidioso, pedante y menesteroso; un personaje análogo al escritor gorrón y pretencioso que aparecía en el Pastor con el nombre de Musardan. Es cierto que la obra no consiguió éxito alguno, ni conoció reedición hasta el siglo XVIII, salvo una traducción al inglés en 1671 y a nombre de Scarron, pero ha sido reivindicada en el XX como modelo de antinovela.

Lo que parece seguro es que el modelo soreliano le llegó a Marivaux casi un siglo después y le permitió sacar adelante una propuesta similar, aunque con mejores mimbres narrativos, en consonancia con lo que harán los ingleses a conciencia. Intentará así conciliar las vertientes novelescas idealista y realista en sus novelas de juventud; sobre todo con Pharsamon ou les nouvelles folies romanesques, escrito en 1711, publicado en 1737 y reeditado después con el título de Don Quichotte moderne (1765). En él sigue el mismo procedimiento que Sorel, como muy bien ha captado Gérard Genette (164–171). Por otro lado, Jacques le Fataliste et son maître (1778–1780), de Denis Diderot, además de la impronta de Cervantes y de Sterne, llevaría consigo las del Francion y el Pastor, según aprecian Réal Ouellet y Claude Rigault (113–154). Ambas compartirían con aquella un discurso antinovelesco, interpretado como un oxímoron amplificado con una composición en contrapunto, si bien más como contraste entre dos cosas simultáneas que como armonía; interpretación que viene a coincidir con el carácter paradójico que se percibe en la obra de Sorel. Y Pedro Javier Pardo ha estudiado con mayor profundidad las relaciones entre Cervantes, Sterne y Diderot en torno a las nociones de paradoja y dialogismo que se pueden extrapolar perfectamente al Pastor («Paradoxes» 51–92). Buena prueba de la huella que dejó este –incluso una vez que dejó de interesar– la encontramos en Rousseau quien, si bien no consta que la leyera, fue lector compulsivo de otras novelas del XVII y desde edad muy temprana; entre ellas, de L’Astrée. Esta le marcó tanto que acabaría identificándose él mismo con el personaje de Sorel, una vez constatado el desfase entre la ilusión novelesca y la realidad: «ahí tenéis al grave ciudadano de Ginebra, al austero Jean-Jacques con cerca de cuarenta años convertido de golpe en el pastor extravagante»72.

p. 464Incluso George Sand, gran lectora de la literatura del XVII, llevará a cabo en su novela Les Beaux-Messieurs de Bois Doré (1857) una tentativa similar a la emprendida por Marivaux. En ella combinará la novela pastoril con el Quijote, pero con la mediación del Pastor, pues presenta a un noble de provincias tan embebido de L’Astrée que bautiza a todo su entorno, incluidos los animales, con los nombres de esta e intenta establecer una suerte de Edad de Oro. Al mismo tiempo, el Quijote se halla latente en toda la obra pues el protagonista contará con su propio Sancho rebautizado, buscará una joven Dulcinea platónica y hará de «desfazedor de agravios y sinrazones» en su comarca. Crea incluso una pareja antagonista de españoles malvados: D’Alvimar, el amo, y Sanche el criado, alto y enjuto, antítesis de su tocayo. No obstante, como se trata de una novela popular, de capa y espada, su hibridación se queda en el plano narrativo; las citas, alusiones y pastiches remiten a la novela de d’Urfé y no hay un componente metatextual (Gonzalo Santos, «Beaux messieurs» 230–238).

Habría que esperar al siglo XX para ver materializadas algunas de las propuestas novedosas incluidas en la obra de Sorel, sin que ello suponga ‒a diferencia de lo ocurrido con el Quijote‒ que los creadores la tuvieran en cuenta. Cabe señalar, no obstante, que el concepto de antinovela, añadido por Sorel en la versión de 1633, fue rescatado ‒de manera un tanto forzada‒ por el conjunto de narradores franceses agrupados bajo el epígrafe de Nouveau roman y que apostarán a partir de los años 50 por acabar con la novela tradicional. Sartre fue unos de los primeros en reivindicar el concepto y relacionarlo con ese movimiento al prologar a una de sus primeras integrantes73. Con todo, mientras que la Histoire comique de Francion contó desde bien pronto con el reconocimiento de los lectores y luego de la crítica, lo que le ha llevado a entrar con merecimiento en los manuales de literatura francesa, El pastor extravagante tuvo un éxito más bien discreto: dejó de interesar a mediados del siglo XVII y, en el mejor de los casos, se ha despachado a menudo con unas cuantas líneas –no siempre acertadas– en esos mismos manuales. Sin duda, lo farragoso y reiterativo de la propuesta, su extensión, así como la radicalidad de su censura, disuadieron a los potenciales lectores. Prácticamente, salvo el trabajo de Émile Roy sobre Sorel (1891) –centrado en su biografía y su influencia en Molière–, hubo que esperar a los años setenta del siglo XX, con la reedición de la novela en facsímil y el desarrollo de los estudios de narratología, para ver una eclosión de artículos y algunas tesis doctorales (Verdier 85-97); un interés que parece haber renacido con el siglo XXI, especialmente en el segundo decenio, y en acercamientos mayoritariamente parciales que ponen de relieve la modernidad de la empresa soreliana.

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1 Juan Pérez de Moya. Philosophía secreta: donde debaxo de historias fabulosas, se contiene mucha doctrina, prouechosa a todos estudios con el origen de los Idolos o Dioses de la Gentilidad, es materia muy necessaria para entender Poetas y Historiadores. 1585. Ed. Carlos Clavería. Cátedra, 1995, pp. 347–348.

2 Una prueba palmaria de su complejidad se hallará en el balance que hace en 1991 Gabrielle Verdier (85–97) de los estudios sobre la novela de Sorel hasta esa fecha.

3 La traducción es nuestra, al igual que las del resto de citas traídas de textos franceses; incluidas, naturalmente, las que provienen del Pastor extravagante y que remiten a la traducción que precede al presente estudio.

4 «Por lo demás, me burlaré de quienes digan que para criticar las novelas he hecho otra novela. Responderé que nada fabuloso hay aquí y que, además de que mi pastor representa en muchos casos a ciertos personajes que han cometido extravagancias semejantes a las suyas, no le sucede ninguna aventura que no se halle ciertamente en los otros autores; de manera que, por un extraño milagro, de varias fábulas recogidas he hecho una historia veraz» (24).

5 Las referencias al Pastor extravagante remiten directamente al libro y página de la traducción que precede a este estudio. En cambio, las de las Apostillas reenvían al tercer volumen de la edición facsímil del Pastor de 1972, en el que se encuentran, seguidas del número del libro al que se refiere la apostilla y la página.

6 Las citas menudean, en cambio, en las Apostillas, pues en ellas se explaya Sorel como autoridades traídas en apoyo de sus argumentos, y conciernen a obras muy diversas. Una de ellas, inesperada porque no había sido mencionada en el cuerpo del texto, atañe a La Celestina. De este modo justifica, en las relativas al último libro, que Lysis se declare adorador de Caritea: «En esto no es más profano que Calisto en la comedia de la Celestina […] así, replica que no es cristiano, es Melibeo, que adora a su Melibea y que es en ella en quien cree» (III.14. 730).

7 «Y créeme que no habrían envidiado la alegría misma del siglo primero si, al igual que el cielo les fuera tan pródigo, Amor les hubiera permitido conservar la felicidad; pero, abandonados a tal sosiego, se sometieron a este lisonjero que, de inmediato, mudó su autoridad en tiranía» (L’Astrée I.1. 9).

8 «No me fío nada, dijo Lysis, traedme dos vejigas de cerdo y después me precipitaré valientemente en el Lignon llevándolas bajo las axilas» (IV. 118).

9 «Creía que todas las fábulas que contaban eran cosas verdaderas, e imaginaba que había silvanos y dríadas en los bosques, náyades en las fuentes, nereidas en el mar. Creía incluso que todo lo que se decía de las transformaciones era verdadero» (Francion IV. 213).

10 «Hace más de tres años que imaginaba incluso estar ya entre ellos, pues formaba parte de una compañía donde todos, mozos y mozas, tomábamos nombres de La Astrea y nuestra conversación era una pastoral completa, de tal modo que puedo deciros que esa es la escuela en la que aprendí a ser pastor» (I. 49).

11 “Digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Falces contra Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso” (I.49. 555–557).

12 El modelo de travestissement burlesco canónico lo proporciona la Eneida travestita (1633) de Giambattista Lalli, en la que se inspira el Virgile travesti (1648–1652) de Paul Scarron, que ya había acometido un esbozo anteriormente con Tiphon ou la Gigantomachie, poème burlesque (1644). El Virgile travesti tuvo un éxito fulgurante, que se tradujo en una boga de publicaciones entre 1648 y 1657, la gran mayoría sobre la Eneida; moda que recuperará Marivaux en 1714 con su Homère travesti.

13 «¡Oh, vosotros! Bóreas y Austro, os conjuro por las pantuflas del Destino, los gregüescos raídos de Saturno, el retrete de Proserpina y por todo lo que de venerable y augusto hay en el orbe, a que vengáis a soplar contra este árbol y lo abatáis de tal suerte que pierda el vigor y pueda así cambiarlo de forma» (V. 180).

14 «A quien he llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara, […] imitando a Ovidio a lo burlesco […] y esto con sus alegorías, metáforas y traslaciones» (II.22. 191).

15 «Así juzgó Silvandre el proceso interpuesto entre Laonice y Tircis; Léonide el de Célidée, Tamire y Calidon, y el de Adraste y Doris; y Diane el de Philis y Silvandre» (II. 58). Los reparos que pone Lysis porque el proceso no se celebre en plena naturaleza como en L’Astrée y, sobre todo, la solución que le da Anselme situándolo debajo de un cuadro con un paisaje añaden una clara intencionalidad paródica.

16 La prueba parodia el modelo, porque Lysis ha de pasar por una gran placa de metal que utilizaban las sirvientas para planchar las camisas tras ponerla al fuego, pero se ha dejado fría aquí.

17 «Cada uno tendrá un lenguaje propio al que se acostumbrará de tal manera que no le costará nada encontrar lo que ha de decir; por ejemplo, uno hablará con alusiones y equívocos, otro con hipérboles, otro con metáforas y otro con galimatías» (IX. 280).

18 No parecen hipertextuales, en cambio, las historias de la casquivana Clarice, contada por el propio Anselme, ni la de Alican, un petimetre derrochador, relatada por Montenor como complemento de la anterior. Soledad Arredondo (363) considera que ambas son típicas de las novelas pastoriles, con personajes que estorban los amores de otros, pero su tratamiento poco tiene de hipertextual por cuanto en ellas da muestras Sorel de unas finas dotes de observación y conocimiento de la sociedad de su tiempo, tanto de la burguesía como de las clases bajas.

19 El concepto de mise en abyme, acuñado por la tradición francófona, se conoce más comúnmente como relato especular y fue sintetizado por Lucien Dällenbach en 1972.

20 «Dijo que eran ejemplos abreviados de las novelas de moda más impertinentes y que una era de una fábula estúpida como las que las viejas cuentan a los niños y la otra un cuento construido en forma de relato veraz, repleto no obstante de cosas que carecían de verosimilitud» (VIII. 251).

21 Cita en ellas como modelos a Daphnis y Cloe, de Longo; Le Palais d'Angélie (1622), novela corta atribuida al propio Sorel; y su Orphise de Chrysante, histoire cyprienne (1626) que, según reconocerá en la Bibliothèque françoise de 1664, «respeta el orden y las aventuras de las antiguas novelas griegas» (186).

22 El Polifilo salió del taller de uno de los impresores más famosos de todos los tiempos, Aldo Manuzio, y fue considerado la primera obra de arte de la tipografía. Contó con una excelente versión francesa en 1546, ilustrada con grabados que mejoran en mucho los originales gracias a las innovaciones técnicas que se produjeron en esos años.

23 La descripción de estas aves presenta atisbos de crítica social, pues reflejan las condiciones de vida del campesinado, «habida cuenta de que estaban en cautividad y que solo eran los renteros y no los propietarios de tan hermosa tierra, que pertenecía a hombres que vería si quería ir más adelante» (X. 303).

24 No se ha hallado referencia hipertextual, ni la proporciona Sorel en las Apostillas, para el episodio siguiente que recrea a unos seres extraños, hombres y mujeres diáfanos, los cuales se volvían transparentes tras pasar de niños por un horno y «que no podían ocultar lo que pensaban» (X. 304). Con este segundo relato, apenas esbozado, Sorel anticipa el cuento fantástico, rayano en la utopía, que tendrá en Cyrano de Bergerac uno de sus máximo valedores en el siglo XVII y muchos más ya en el XVIII.

25 «Que en todas las novelas se ve que los enamorados tienen un no sé qué de arrebatador que les hacen ser apreciados y reclamados por todos los que encuentran, de manera que no van a ningún lugar donde no se les agasaje sin que tengan que molestarse en abrir su bolsa» (XI. 339).

26 «Si repito tanto “eso dijo” es por un buen motivo: es que quiero que sepáis que no soy yo quien dice eso, sino solo mi amo. Si me atreviera, encerraría, no ya cada período, sino cada palabra suya con el fin de que no me reprendierais y que supieseis que todo lo que os cuento no es sino una alegación» (XII. 360–361).

27 «Por eso, sin otra intención que la de servir al público y, principalmente, a algunos particulares que se complacen en leer semejantes obras, he resuelto demostrarles cuánto pierden el tiempo y qué despropósitos se encuentran en las novelas y en la poesía» (XIII. 380).

28 El propio Cervantes ya había emitido juicios sobre sus contemporáneos en el «Canto de Calíope» inserto en La Galatea; iniciativa que continuará en el Viaje del Parnaso; pero, a diferencia del Pastor, uno y otro se traducen en un panegírico de no pocos de ellos.

29 «Hay jóvenes que, tras leerlas y viendo que todo les sale a pedir de boca a los aventureros de los que tratan, desean llevar una vida semejante y dejan así el oficio que les era propio. Por otra parte, todos los hombres tienen motivos sobrados para presentar quejas contra tales libros, visto que no hay una sola burguesita en París ni en otro lugar que no las quiera tener y que, después de leer tres o cuatro páginas, no se crea capaz de darnos lecciones. Esta lectura es la que les enseña a ser tan coquetas y la que nos quita la posibilidad de entrar en amores con inocencia. Si consideráis todas estas cosas, señor juez, ordenaréis que ya nadie de esta compañía aprecie en adelante tantos libros perniciosos, con el fin de sacar poco a poco de sus errores al resto del pueblo francés» (XIII. 398).

30 «Nosotras, las mujeres, que no vamos a la escuela y no tenemos preceptores como los hombres para aprender las diversas cosas que suceden en el mundo, es únicamente en las novelas donde encontramos la manera de hacernos doctas. Si nos las quitan, nos mantendrán completamente estúpidas y montaraces pues, como nuestras mentes no son adecuadas para los libros de filosofía ni para otras obras serias, no vamos a aprender con ellos ni la virtud, ni la elocuencia. Digo más: cometerán con nosotras gran entuerto porque, al no entregarse ya nuestros enamorados y nuestros maridos a tan agradable lectura, echarán en el olvido todas las gentilezas del amor, de modo que no nos atenderán ya con pasión y no viviremos más aventuras que proporcionen materia para escribir a los autores de este tiempo. Pensad en ello, señor juez, y haceos a la idea de que, si condenáis a las novelas, no solo haréis entuerto a todas las mujeres, sino también a todos los hombres que no las encontrarán ya tan agradables como antaño. Que una consideración tan poderosa os mueva a hacernos justicia» (XIII. 410).

31 «Para hablaros de ese último libro que no he escrito, pero que tengo solo en la imaginación porque llevaba una vara cuando soñé con él, su título será El pastor extravagante» (Francion XI. 438). Anna Lia Franchetti (15) ya había dado cuenta de esa relación.

32 Sorel borrará aún más las pistas en el prefacio a la edición de 1633: «Hace más de ocho años que esta historia me fue comunicada por un personaje que honro con todo mi afecto» (Antiroman I. 7–8).

33 «Le parecía que Musardan era un buen autor y que habría sido mejor pedirle a él que escribiera su historia, y no a Philiris que solo había dado pruebas de elocuencia en los discursos que había hecho de viva voz, pero no de la elegancia que hay que tener para sentarla por escrito» (XII. 378).

34 «Volviendo a mi asunto, si quieres contar mi historia, voy a decirte de qué manera habrá que actuar. Creo que ya has sabido algo de aquí y de allá, pero deseo contarte más y voy a empezar ahora mismo. Primeramente, harás que tome el traje de pastor en Saint-Cloud, pues es ahí donde comienzan mis aventuras más hermosas, y describirás luego con cuánto cariño contemplaba las pocas cosas que guardaba en recuerdo de Caritea […]» (X. 318).

35 «Os he contado aquí todo lo que tenía intención de deciros sobre la original fortuna de mi pastor extravagante conforme a las memorias de Philiris y de Clarimond, que no han tenido tiempo de ponerlas en orden» (XIV. 428).

36 «Bajo el dichoso reino del más invencible rey de las flores de lis, florecía en París el hijo de un mercader de seda cuya virtud igualaba la nobleza de raza y cuya nobleza de raza era superada por sus riquezas» (VIII. 263).

37 «Como os han referido ya buena parte de mi vida, primo Adrian, no querréis que pierda el tiempo en haceros luengas narraciones. Basta con contaros brevemente lo más importante de mis hechos» (XII. 352).

38 «Tenéis que daros cuenta de que sé vuestras aventuras mejor que vos mismo, pues he conocido no solo lo que creéis, sino también lo que creen los demás que os han engañado» (XIV. 417)

39 «Anselme pensó que, si comía tranquilamente y quería que lo llamaran Lysis, era que había recuperado el juicio y ya no se creía un árbol, que no era sino la locura de la locura. Con esto quiero decir que era una segunda añadida a la primera: la de ser pastor» (V. 173).

40 «Ahora es el momento de revelaros yo mismo asuntos que han mantenido al lector en suspenso. He querido imitar a propósito las novelas que ponen en juego a muchas personas desconocidas y no declaran sino poco a poco de dónde vienen o lo que han hecho antes, con el fin de causar más admiración» (VII. 215).

41 «Si quisiera transcribirlos enteros, con toda la continuación de la comedia, supondría colocar un libro dentro de otro e importunar a los lectores con gentilezas ya anticuadas que no tienen tanta gracia en el relato como tuvieron la primera vez que se compusieron. Me contentaré, pues, con decir […]» (IX. 290).

42 Hainsworth le afea a Bardon haberse limitado a buscar alusiones, reminiscencias e imitaciones materiales de Cervantes en los textos franceses; considera, además, que ha prestado más atención al siglo XVIII que al XVII y, en relación con el Pastor extravagante, echa de menos mayor precisión al tratarlo (129–135), lo que lo lleva a remediar él mismo las omisiones de Bardon aportando algunos paralelismos (139–140).

43 «Mi propósito sería devolver el esplendor a esta dichosa condición y hacer que las personas nobles y ricas no desdeñasen formar parte de ella, con el fin de que no se entretuviesen ya en litigar o en hacer la guerra y no hablasen más que de amores» (I. 48). El proyecto de Lysis, expuesto reiteradamente a lo largo de la obra, es restablecer la Edad de Oro, recuperando así esa utopía que planea sobre los libros de pastores (Sutcliffe 25). Tal inciativa remeda la de don Quijote, que no pretende sino devolver a la caballería andante todo su esplendor.

44 «Comprad un rebaño, tomad un traje de pastor, trocad vuestra vara de medir por una de pastor y venid aquí a hablar de amores sin aconsejarme que vuelva a París para ejercer un oficio. Traed también a mi señora prima y a todos los sirvientes de vuestra tienda que estarán a sus anchas siendo pastores» (I. 31).

45 «En lugar de libros de derecho solo compraba libros farragosos que se conocen como novelas. ¡Malditos sean quienes los han hecho! Son peores que los heréticos. […] Tales libros son buenos para esos hidalgos que nada tienen que hacer en todo el día […]. Esto me encolerizó y me fui un día a su habitación donde me hice con todos esos libros nefastos y los quemé. Volvió a comprar otros y los escondió, bien entre el jergón de su cama, bien en cualquier otro sitio. No podía impedir que los leyese, si no era en mi casa, era fuera de ella» (I. 32).

46 Sus contribuciones forman parte de una obra colectiva dedicada al tema de la necedad desde el Renacimiento al siglo XVIII (Jacques-Lefèvre y Pouey-Mounou).

47 «Aunque estuviese muy loco, no lo estaba tanto como para eso y, fuera de la extravagancia que manifestaba imaginando que todas las fábulas poéticas eran verdaderas y que era preciso vivir como los héroes de las novelas, se mostraba bastante razonable y tenía por lo demás bastante juicio para saber lo que le podía perjudicar o aprovechar» (II. 56).

48 Aun así, el final dejará entrever hasta qué punto sigue expuesto a la melancolía que ‒según se pensaba entonces‒ se hallaba en el origen de la extravagancia.

49 «El aldeano, al sentirse golpeado, dejó ir a Caritea y, echándose al cuello de Lysis, le cogió el bastón, con el que le midió las costillas de tal suerte que este creyó que lo más seguro era encomendar su salud a la rapidez de sus piernas, pero el otro, que lo había perseguido, lo alcanzó y lo tiró al suelo, donde le dio tres o cuatro patadas» (II. 52).

50 «Cuando estuvieron en la mesa, Carmelin desplegó lo mejor de su saber y discurrió sobre la templanza. Era fácil para todo el mundo, excepto para Lysis, darse cuenta de que hablaba como un loro y que se sabía de memoria cosas que no comprendía, pues pronunciaba mal las palabras, no se paraba después de cada período y no alzaba ni bajaba la voz» (IV. 138).

51 En él se describe un inmenso tapiz que representa un banquete romano y acabará animado, por cuanto bajarán de él los criados con las viandas y las servirán a Lysis y al tragón de Carmelin, que negará siempre tal festín. La historia parece inventada ex profeso para desarrollar un juego de palabras –que tanto gustaba a Sorel– a partir una más de las confusiones de Carmelin: en este caso, entre tapisserie ‘tapiz’ y pâtisserie ‘pastelería’, anagrama una de otra (X. 305–306).

52 «–¿De verdad creéis que os tomará por un árbol? –dijo Carmelin–. Pues os aseguro que estos señores que acaban de marcharse, y que son vuestros amigos, se burlan abiertamente de ello y os habéis dado cuenta. Yo mismo les he oído decir que imaginabais estar aún en tiempos de los paganos, que tenían como artículo de fe todas esas metaforimosis (no sé cómo llamáis a esos inventos) y que de ahí viene vuestro mal.
–Recula o cállate –replicó Lysis–, que pliego una de mis ramas madre y te descargo un golpe tan terrible en el espinazo que te mando al otro mundo. Ni tú ni esos de los que hablas entienden nada de los misterios sagrados» (V. 158).

53 «Pero, estando arriba del todo, solo pudo llegar hasta debajo del alféizar, de manera que empezó a ponerse de puntillas y a estirar tanto el brazo que casi se le salían las articulaciones como si hubiese estado bajo tortura» (II. 69).

54 «Mientras decía esto, el dios Morin rebuscó en una cesta que contenía algunas sobras de la merienda y, tras encontrar una caja bastante cóncava en la que aún quedaba un poco de dulce de membrillo, se la enseñó a Sinope hablándole por signos. “Esto es lo que necesitaba”, dijo ella y, pareciéndole muy apropiada, se la puso a Lysis en la cabeza sin más objeciones. El fondo estaba tan pegajoso que se le fijó al pelo: no necesitaba correa. Toda la compañía se despidió de él, armado de esta guisa» (V. 170).

55 «El lacayo volvió enseguida con un potaje de calabaza que se había preparado para los carreteros. Lo vertieron de nuevo por el embudo y, cuando las sopas no podían pasar, se las empujaba con un bastoncillo como se carga un cañón» (V. 157).

56 «Que luego, con algunos de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un caballero andante, cuya fama en este tiempo se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote» (I. 358–359).

57 «–Este es el carro que ha de llevarnos al castillo encantado –dijo Lysis–, acabo de ver a los caballos y no me parece que lleven alas, aunque el mago Hircan me lo haya asegurado varias veces.
–En cuanto estéis encerrados dentro, empezarán a salirles las alas –dijo Hircan– y os advierto, empero, que no se servirán de ellas de momento mientras se encuentren en el suelo y puedan caminar. No tomarán el vuelo hasta que hayan llegado al mar. Será entonces cuando iréis tan deprisa que el carruaje parecerá no moverse, y habrá otra maravilla: que los días os durarán solo unos minutos» (X. 297).

58 Durendal o Durandal era una de las espadas legendarias de Carlomagno, que se la habría entregado a su sobrino Roldán, muerto en la derrota del ejército franco en Roncesvalles, según cuenta la Chanson de Roland. La tradición hispana convirtió la espada, traducida como Durandarte, en un héroe que protagonizará no pocos romances.

59 «Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías […] Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitándose los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan […]; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud [sic] y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe» (I.47. 540-541).

60 «–A fe mía –dijo Fontenay, que no podía callar nada de lo que pensaba–, pienso que sois el sucesor de don Quijote de la Mancha y que habéis heredado su locura. Después de haber sido caballero andante quiso ser pastor, pero murió con ese deseo y creo que queréis ser pastor en su lugar y que lo imitáis en vuestras extravagancias.
–Mentís –exclamó Lysis–, no hago nada que no sea invención propia, no imitaría nunca al que decís y si he leído su historia, no ha sido sino por encima. Era un loco que se imaginaba que era el amante de Dulcinea sin haberla visto nunca; en cambio yo tengo la ventaja de conversar todos los días con Caritea. Él no sabía cómo buscar la suprema felicidad, no es en las armas donde se encuentra, de ellas solo se recibe pena y el alma se vuelve brutal: cuidando rebaños es como se saca provecho y contentamiento» (IV. 142).

61 «No hay que olvidar que algunos dicen que mi libro no es más que una imitación de Don Quijote de la Mancha, y que Fontenay reprocha también a Lysis que tiene algo del talante del caballero andante; pero, salvo porque estos dos hombres están los dos locos, no encuentro otra semejanza entre ellos. Se me dirá que mi pastor tiene un criado que se hace el gracioso como Sancho, pero […] Es cierto que no niego haber tenido conocimiento del Don Quijote, pero hacía doce años enteros que no lo leía cuando escribí esto y, cuando hice esa primera lectura no estaba en edad de darme cuenta de muchas cosas» (III.14. 780–781).

62 Es casi seguro que Sorel desconocía la lengua castellana o no tenía, al menos, competencia suficiente para leerla de corrido. Así lo piensa Arredondo con el argumento de que solo menciona obras españolas traducidas (308 y 317).

63 «He querido esperar a que mi historia estuviera culminada para ojear por encima el libro de ese valeroso caballero y he aquí el juicio que puedo hacer de él. Me parece que no es verosímil que el duque se de tantas molestias para divertirse a costa de don Quijote y que mandase preparar tanto aparato para engañarlo de tantas maneras» (III.14. 781).

64 «Pero, en fin, para decir en una palabra lo que pienso de la historia de don Quijote, no se cuida de hacer gran cosa contra las novelas, visto que ella misma está entremezclada de una infinidad de cuentos harto novelescos y que tienen poca apariencia de verdad, hasta el punto de que como tal puede colocarse entre tantas otras que se han atacado aquí» (III.14. 788).

65 Algunas de esas contradicciones las han puesto de relieve Anna-Élisabeth Spica («Fascination») y Jean Canavaggio (71–74).

66 Desde el primer libro de las Apostillas, se aprecia que Sorel ha recibido contraataques furibundos de los devotos de la novela urfeana, que se veían ridiculizados ellos mismos y criticada su obra predilecta: «Los que han creído que con ello quería despreciar a L’Astrée tienen una mente muy corta [...]; digo en defensa del autor que respaldan que no han sido perspicaces al decirlo. Que todo esto es un ejercicio de ingenio en el que, con palabras ambiguas, parece que censuro lo que alabo» (III.1. 60–61).

67 La vraie suite des aventures de la Polyxène du feu sieur de Molière, suivie et conclue sur ses mémoires. Anthoine de Sommaville, 1634.

68 Este cuestionamiento de la historia que se cuenta es, en cambio, muy temprano en el Quijote (I.9) y viene de la mano de Cide Hamete, al descubrirse que es este encantador, salido de los libros de ficción, quien ha escrito el libro. Esto supone una paradoja irresoluble y pone ante los ojos del lector el carácter ficcional de todo el texto, como ha señalado muy atinadamente Pedro Javier Pardo («Paradoxes» 59).

69 La Querella la lanzó propiamente Charles Perrault, el autor de los famosos Cuentos, en un discurso ante la Académie Française en 1687 en el que sostenía que los autores modernos, incomparablemente más sabios que los antiguos, debían sobrepasarlos; el fabulista Jean de La Fontaine intervino a favor de los antiguos, señalando que estos seguían siendo los mejores modelos. Fontenelle tomó posición en 1688 con su Digression sur les anciens y les modernes, poniendo de relieve los enormes progresos alcanzados por la ciencias y la filosofía, lastradas durante siglos por el culto a Aristóteles; y Nicolas Boileau medió con una carta a Perrault que supuso la reconciliación pública ‒aunque provisional‒ de los dos bandos en 1700.

70 Esta es la portada de la edición manejada: The Extravagant Shepherd or, The History of the Shepherd Lysis. An Anti-romance. Written originally in French and Now made English [by John Davies]. London. Printed T. Newcomb for Thomas Heath, in Russelstreet near the Piazza’s of Coventgarden, 1654.

71 Esta es su descripción: The Extravagant Shepherd. A pastoral comedy, by T. R. in-4. This piece was translated from the French of T. Corneille, and is founded on a romance called Lysis; or, the Extravagant Shepherd.

72 Jean-Jacques Rousseau. Les Confessions. Oeuvres complètes I. Gallimard, 1959, L.9. 427. Y la lexía tendrá largo recorrido: precede, por ejemplo, al estudio, ajeno al Pastor, sobre La nueva Eloísa de Rousseau: C. McDonald Vance, Extravagant Shepherd: A Study of the Pastoral Vision in Rousseau's «Nouvelle Héloïse» (Studies on Voltaire and Eighteenth Century, 1973).

73 «Las antinovelas conservan la apariencia y los contornos de la novela; son obras de imaginación que nos presentan personajes ficticios y nos cuentan su historia. Pero es para decepcionarnos mejor: se trata de que la novela se impugne ella misma, destruirla ante nuestros ojos al tiempo que parecemos construirla, escribir la novela de una novela que no se hace, que no puede hacerse» (Jean-Paul Sartre, Introduction, Portrait d’un inconnu, de Nathalie Sarraute, Gallimard, 1956, pp. 7-14).