Capítulo VII

Dormido dejamos a don Quijote y, si fuera por mí, durmiendo se estuviera hasta el día del juicio. Pero no fue así, sino que al cabo de una buena pieza, hallándose entre dormido y despierto, llegó a sus oídos una voz que le pareció (como en aquel punto sucede a todos) sonora y dulcísima. Estando, pues, atento, pudo percibir que decía:

Oh, tú, que estás en tu lecho
entre sábanas de Holanda,
durmiendo a pierna tendida
de la noche a la mañana.

No siguió la voz más adelante, y don Quijote esperezándose y refregándose los ojos:

—Eso —dijo— de dormir a pierna tendida bien puede ser; pero lo de sábanas de Holanda y de la noche a la mañana no lleva camino, porque ni yo duermo sobre otra cosa que una tabla rasa, ni ahora es de noche, sino media tarde.

Y en diciendo estas razones, puesto ya en pie y muy despabilado, tendió la vista por el portal con deseo de saber quién era el poco verídico cantor; y como no viese a nadie, creyó de buena fe* que algún no pequeño misterio se encerraba en el tal pedazo del romance que al primer don Quijote cantó Altisidora86. Y el misterio no era otro que haberle venido en voluntad de cantarlo a un arriero que estaba a la sazón cuidando sus bestias, y, como la pared adonde tenía nuestro andante reclinada la cabeza era de medianía entre el portal y la caballeriza, pudo muy bien oír lo que el arriero cantaba.

Esta era la realidad, y podía don Quijote descubrirla muy fácilmente, pero, a estilo de los de su profesión, quiso más bien imaginarse lo que podía ser que hacer diligencia de averiguarlo, y, acertando a reparar en una imagen pintada en un calesín87, se acordó en el mismo punto de lo sucedido al doctor Sutil con aquella estatua de mármol que por vía de salutación le inclinó la cabeza88, y de lo sucedido, asimismo, a otros muchos caballeros peripatéticos con otras imágenes que les han hablado, ya reprehendiendo su conducta, ya aprobando su doctrina. Y con la memoria de estos ejemplares no dudó un punto que la voz que tanto cuidado le daba había salido de la imagen calesinesca, y que contenía una enfática reprehensión de su pereza y ociosidad; que si bien, por lo tocante al ejercicio de su caballería, le tenía su resolución atadas las manos, podía con fruto emplearse en reconocer el campo, y esto se hallaría hecho si después de retirado a su lugar resolvía hacer segunda salida.

p. 57Con estas consideraciones salió del mesón, y la primera cosa en que fijó la vista fue la inscripción del Gabinete de Historia Natural, cuyas doradas letras heridas del sol entonces más que nunca resplandecían. Acercose, y habiéndolas leído tres o cuatro veces, se cubrió la frente con la mano izquierda en ademán de hombre pensativo. Advirtiendo lo cual, un hombre de buena traza que estaba a la puerta del mismo gabinete (y que como después se supo se llamaba don Luis, y era de los que cuidaban de las cosas de él) le dijo:

— No hay, señor escolar, que pensarlo mucho. Entre usted y verá maravillas.

—Así será –respondió don Quijote– si las obras corresponden a las palabras, quiero decir, si este edificio encierra real y verdaderamente lo que promete su inscripción. Porque, según esta, se hallan en él juntos la naturaleza y el arte; conque si natura doemonia est, como dice Aristóteles, luz y norte de la filosofía, y si el arte es poco menos como dicen por ahí comúnmente, claro está que habrá en este edificio cosas prodigiosísimas89.

—No hay que dudarlo –le contestó don Luis–. Y hablando de otra cosa, esa cita de Aristóteles ha servido de traerme a la memoria un muy extraño pensamiento de un amigo mío. Decía que varias veces se había puesto a considerar de dónde les vendría a los peripatéticos su aversión a observar la naturaleza, aquella aversión que les ha hecho apartar la vista de tantas maravillas naturales (que por todas partes nos cercan); al mismo tiempo que faltos, al parecer, de materias sobre qué disputar, han ido tan frecuentemente a buscarlas a los espacios imaginarios. Añadía, pues, mi amigo, que esto sin duda ha provenido de haber tomado como suena el dicho de Aristóteles de que natura est doemonia, y así se les ha hecho cargo de conciencia a los benditos peripatéticos el tener tratos con un demonio, y con un demonio hembra, que como tal será el peor de todos los demonios. Y hay más en el caso, y es que, discurriendo de esta manera, se llega muy bien a comprehender en qué fundan sus temores de que sea en daño de la religión la introducción de la filosofía moderna. Fúndanlos, conviene a saber, en que es ley de esta filosofía el observar la naturaleza, y así todos los que hagan profesión de filósofos modernos han de tratar con la tal demonia. Este es el caso, y el pensar de otro modo sería hacer poco favor a los peripatéticos, porque sería creer que no aciertan a distinguir entre libertinos, que, llamándose malamente filósofos modernos, han tomado por oficio el impugnar la religión, y entre filósofos modernos, que se precian de este nombre y que abominan del escolasticismo, pero que están tan lejos de ser libertinos que son, por el contrario, los únicos que contra los ataques de estos han defendido y defienden la religión. Los únicos, pues los escolásticos que han tomado el mismo empeño (como nuestro autor de La falsa filosofía, crimen de Estado, y otros de la misma calaña90) lo han hecho tal y tan bien que, por la mayor parte, vienen siendo más injuriosas a la religión las respuestas de estos sus defensores que los sofismas y bufonadas de aquellos otros sus enemigos. Así mi amigo, cuyo parecer refiero, pero de ninguna manera abrazo, pues el llegar a los escolásticos es llegarme a mí a las niñas de los ojos.

—Buen modo de dorarlo está –respondió don Quijote–. Si como no me hallo, me hallara en términos de poder argüir, yo lo doraría de otra suerte, y haría ver que el amigo que tales blasfemias dijo, y el amigo que las repite, son unos… pero lo dejaremos para mejor ocasión. Vamos ahora a ver esos prodigios naturales, que aunque yo como escolástico o peripatético (todo es uno) entiendo así como suena que la naturaleza es demonia, también como escolástico entiendo de hacer cruces y conjuros.

p. 58En esto como de común acuerdo echaron a andar, subieron la escalera y don Luis puso a don Quijote en la primera sala y, dejándolo en ella, se salió por donde había entrado. Hallose, pues, nuestro caballero en una sala espaciosa, cercadas todas sus paredes de estantes curiosamente labrados, y en ellos entre cristales infinita variedad de muestras de mármoles y otras piedras. Vistas estas cosas por cima, pasó a la segunda sala, y de esta a las demás, deteniéndose poco en todas, excepto en la última, donde halló a su conductor y, llegándose a él, le dijo:

—Sin duda, señor, que tengo que daros muchas gracias por vuestro consejo, porque realmente he visto en esta casa (que no sé por qué llaman Gabinete) cosas prodigiosísimas. Solo he reparado que no hay ni chinches ni pulgas ni los otros, y es lástima porque también los animalejos estos serán prodigios naturales.

—Y que no hay que volver a la cuenta –dijo don Luis–. Mas el señor reparador podía haber reparado que, pues hay aquí maderas y personas, no dejará de haber chinches, pulgas y lo demás que echa menos. Pero hablando seriamente, ¿a quién se le ofrece notar que no haya aquí unos animalillos de que por todas partes hay más de los que quisiéramos?

—¿Conque eso es decir –replicó don Quijote– que si no hay en el Gabinete chinches ni pulgas es porque son muy numerosas sus especies? ¡Pecador de mí! Por esa regla tampoco debía haber ciervos ni cabras monteses, porque los ciervos y cabras monteses son más que las chinches y que las pulgas, y esto no lo saco yo de mi cabeza, sácolo de que el caballero de la Rosa (que por ahí llaman comúnmente el padre Roselli) enseña que hay más ángeles que hombres, porque los ángeles son criaturas más perfectas; conque si es ley de la naturaleza que haya de haber más de lo más perfecto, habrá (como llevo dicho) más ciervos y cabras monteses que chinches y pulgas, y no deberán estos de ser excluidos por muchos donde han sido admitidos aquellos que son más. Así que si hay alguna razón para no tener entre cristales a las pulgas y a las chinches será el nacer, así como todos los demás insectos, de la podredumbre (según modernamente asienta el mismo caballero de la Rosa).

p. 59—¡Ya escampa! –dijo don Luis–. Tal especie de animales es más numerosa, luego es más perfecta. Usted, señor escolar, que tal dice, y ese buen hombre (caballero o lo que sea) que le da pie para decirlo, sin duda deben de ser hombres de muchas conveniencias. Viniéranse siquiera una noche a dormir a mi cuarto, que bien pronto las picaduras de las pulgas, las punzadas de los mosquitos y el fastidio de las chinches les harían confesar o que son las tres las más perfectas castas de animales, o que es un delirio el decir que son más perfectas las más numerosas. Los filósofos modernos enseñan que llegan a un mayor grado de conocimiento aquellos animales que tienen más sentidos y más necesidades a que satisfacer, y yo hasta ahora creía que la mayor o menor inteligencia de los animales era la regla a que debíamos atenernos para juzgar de su mayor o menor perfección. Pero no señor, ya debemos decir: de tal casta de animales hay más, luego los animales de tal casta son los más perfectos. Y de aquí sacaremos que en tiempo del diluvio fueron los peces los más perfectos animales del mundo; y que en tiempo de las plagas del Faraón lo fueron sucesivamente las ranas, los mosquitos, las moscas y las langostas. ¡A ver si es moco de pavo la doctrina del caballero de la Rosa! Pues no le va en zaga la otra de que los insectos nacen de la podredumbre. Yo pensaba que hasta los patanes habían ya caído en la cuenta de que tan ridícula cosa es el imaginar que los insectos se engendran de la podredumbre, porque los vemos nacer en ella, como el imaginar que los nogales se engendran de la tierra fresca porque en ella se crían; o que los hombres se engendran de las camas porque en ellas salen a luz. Cualquier insecto, por imperfecto que queramos suponerlo, sabe buscar lo que le aprovecha y huir lo que le daña. Pues para esto, ¿qué delicada máquina de partes en su cuerpo, qué de potencias no necesita en su alma? Es necesario que tenga órganos que le transmitan sensaciones agradables y desagradables, que es el medio de formarse ideas de lo que le aprovecha y de lo que le daña. Es necesario que tenga memoria para conservar estas ideas y valerse de ellas en las ocasiones, para adquirir experiencia, para contraer hábito, porque sin esto no podrá el insecto procurarse lo que le aprovecha hasta haber comenzado a sentir la utilidad, ni evitar lo que le daña hasta haber comenzado a sentir el perjuicio. Últimamente, es necesario que tal insecto piense. Porque ¿cómo sabrá, por ejemplo, que debe huir del insecto A, y que debe acometer o defenderse del insecto B, si no ha comparado sus fuerzas con las de los dos, y comparándolas ha juzgado que las del primero son superiores y las del segundo inferiores o iguales a las suyas? Pues para comparar y juzgar es fuerza tener inteligencia (en paz sea dicho de los señores cartesianos y de los señores peripatéticos). Conque digamos que nacen de un poco de materia corrompida unos animales que de tantas facultades se hallan adornados. Y usted, señor escolar, ciertamente está muy adelantado en la filosofía, pero ¿qué otros adelantamientos nos podemos prometer mientras la estudiemos por tales libros y con tales catedráticos?

Aquí hizo punto don Luis, por acudir adonde le llamaban, y don Quijote no se curó de aguardarlo, antes se salió de la sala diciendo:

p. 60—Este hombre es loco rematado y, si no, ¿cómo había de decir que los insectos piensan, ni cómo había de lamentarse de nuestros estudios de filosofía? ¿Dónde, si no en España, se estudia la verdadera? Pues en cuanto al número de escuelas y de maestros, ¿no podemos desafiar a todas las naciones juntas? En todas las de Europa he oído yo que no se hallará número bastante de filósofos para regentar la décima parte de las cátedras de filosofía que hay en nuestras universidades; y nosotros tenemos catedráticos para todas, y nos sobra un ejército de ellos para los seminarios y para los colegios de regulares, en todos los cuales tenemos asimismo cátedras públicas de la misma ciencia; conque si a más moros más ganancia, a más cátedras y catedráticos más filosofía. Pues si nuestro método es mejor o peor, por los efectos se conocerá. Póngase en una cátedra de filosofía a un extranjero que en estudiarla a su modo haya gastado la mitad de su vida: se verá que el pobre hombre solamente osa hablar de los efectos naturales; y si le preguntan acerca de las causas, sin que le den tormento confesará de plano su ignorancia, o apuntará, cuando más, de qué modo se explican en este y en el otro sistema, pero añadiendo siempre que todos los sistemas flaquean, y que los abstractos no han servido de otra cosa que de producir errores (que en este afectado desprecio de los sistemas procuran los extranjeros encubrir su corta capacidad, que no les ha permitido hacerse cargo de ninguno). De este modo desempeñará su cátedra el profesor extranjero. Póngase en ella a un español que haya estudiado tres años por el Goudin u otro tal autor, que tenga su grado de bachiller (que todas estas circunstancias sin que les falte un punto pedimos a los que pretenden regentar las cátedras de filosofía): verase a nuestro catedrático disputar de todo; para él no habrá misterios en la naturaleza; penetrará las causas, hablará de la esencia de los seres y sostendrá a pie firme su sistema peripatético, contra todas las razones y experiencias del mundo. ¡Pero necio de mí! Entreténgome en mirar el tapiz por el derecho, y es menester mirarlo también por el revés. ¿Qué importa que en los estudios de filosofía nos aventajemos a los extranjeros, si por otra parte no llegamos ni con mucho a nuestros mayores? Ya no hay ni estandartes ni cohetes, ni algazaras ni palos en obsequio de las cabezas de los partidos filosóficos91. Ya los que eran tenidos por pozos de ciencia comienzan a verse reputados por cisternas rotas y charcos cenagosos, donde hay más sapos y culebras que gotas de agua. Ya los caballeros peripatéticos se contentan con argüir unos con otros en sus rincones; y con esto dan lugar a que los malandrines modernos, perdido el miedo, establezcan más y más cátedras de su filosofía y ocupen magníficos edificios con pedruscos, zancarrones, zoquetes de madera y otras tales cosas que ellos llaman portentos naturales92. Ya, por nuestros pecados, hay en España quien juzga ocupación digna de un filósofo el andarse cazando mariposas y recogiendo caracolitos para colocarlos después entre cristales: Quis talia fando temperet a lachrymis*?93. ¡Ah, Palancos, Godoyes, Apodacas! ¿Qué haríais si vierais estos que llaman gabinetes de Historia Natural94? Paréceme que os veo poneros al frente de un ejército de entes de razón, y a dos idas y venidas no quedar títere con cabeza. Y luego a sangre caliente fundar en el mismo sitio un par de cátedras de la verdadera y antigua filosofía; aunque al presente por ventura sería mejor (pues un clavo saca otro clavo), echada fuera la inmundicia que ahora contiene, transformar el Gabinete de Historia Natural en un Gabinete Escolástico, colocando aquí un pedazo de la materia sólida de los cielos, allí un corazón con los nervios naciendo de él, acullá un grupo de accidentes, que el verlos daría mucho gusto al público porque son unas entidades chiquititas pero muy monas, y a este tenor podrían llenarse de verdaderas maravillas filosóficas muchas y grandes salas95.

p. 61Haciendo tales consideraciones se halló don Quijote fuera del Gabinete y, para echar de sí la desazón que le causaba el haberlo visto, determinó entrarse en la primera cátedra de filosofía escolástica que topase, para lo cual se tiró la calle arriba, acercándose a leer cuantos letreros veía escritos sobre las puertas. Y como haciendo esta diligencia llegase a la calle del Príncipe, reparó acaso en un cartel en el cual había escrito: Aquí se componen y se escriben versos; se pintan jeroglíficos; se enseña filosofía, poesía y gramática. Y en un papel pendiente del mismo cartel se añadía: Y se hacen parches con todo género de figuras y cifras. Si va a decir verdad, no agradó mucho a nuestro caballero esta nunca vista mescolanza de ciencias, artes y oficios; y estuvo por pasarse de largo, pero reflexionándolo mejor, dijo:

—Yo en entrar y ver nada pierdo; quizás, y aun sin quizás, será la verdadera y antigua filosofía lo que aquí realmente se enseñe, y aquellas zarandajas del cartel serán añadiduras con que algún malsín96 moderno habrá pretendido desacreditar al caballero peripatético regente de esta cátedra; y llamo zarandajas al pintar jeroglíficos y al hacer parches, porque no sé yo que nunca los gravísimos escolásticos se hayan abajado a estas niñerías. En cuanto a lo demás, no hallo dificultad en que un escolástico enseñe gramática; más duda puede haber acerca del hacer versos y enseñar poesía. Aunque no pienso bien: la poesía y el escolasticismo hacen sin duda buen maridaje; y si no, ahí están, que no me dejarán mentir, las Coplas de la Novena de santo Domingo el Soriano, las cuales compuso un escolástico; y si era o no buen poeta, véase por la primera copla, copla conceptuosa, copla discreta, copla acomodada a la gravedad de nuestras devociones, copla que dice:

En domingo trabajar
hoy mi afecto no rehúsa,
pues de pecado me excusa
no ser fiesta de guardar97.

A este punto de su soliloquio llegaba don Quijote, cuando en el portal inmediato sonaron grandes voces, con lo cual no dudó un instante que había allí real y verdaderamente cátedra de filosofía escolástica y, diciendo muy alegre «aventura tenemos», se entró precipitadamente en el portal, donde sucedió lo que se verá en el siguiente capítulo.

i fe] fee.

ii lachrymis] lacrymis. Al final de la obra, en un breve apartado denominado ERRATAS (se consignan cuatro), se advierte: «Página 24, línea 9, dice lacrymis: léase lachrymis».

86 Se trata, en efecto, del primero de los romances burlescos que la desenvuelta Altisidora dedica a don Quijote, durante el largo episodio de su estancia en el palacio de los Duques (Don Qujote de la Mancha II.44).

87 «Carruaje ligero antiguo, de cuatro ruedas y dos asientos, tirado por una sola caballería» (DRAE).

88 Defensor del dogma de la Inmaculada Concepción y de camino hacia una disputa con negacionistas, Juan Duns Escoto habría rezado y pedido ayuda ante una estatua de la Virgen, que se inclinó hacia él en señal de aprobación y de ánimo.

89 La cita, en efecto, pertenece a uno de los opúsculos contenidos en los Parva naturalia de Aristóteles, De diviniatione per somnum [La adivinación en el sueño], II: «Natura daemonia est, non divina». Para entender esta primera referencia de Centeno y, más aún la broma que sigue, es preciso considerar que en el original etimológico griego daímωn significa ‘espíritu’, ‘genio’, vocablo que en su traducción de la Vulgata San Jerónimo volcó en el latino daemonium, de donde procede nuestro demonio. En su traducción para la Biblioteca Clásica Gredos, Ernesto La Croce y Alberto Bernabé Pajares interpretan daemonia como ‘sobrehumana’, y así lo explican en nota (Acerca de la generación y la corrupción. Tratados breves de historia natural, Gredos, 1987, p. 299). La cita del Estagirita y el primitivo sentido original de daemonia aparecen en el Teatro crítico universal de Feijoo, de forma que el chiste de Centeno tenía, en el XVIII español, una base literaria bien conocida y acaso formara parte de las pullas habituales contra los escolásticos por parte de los ilustrados más arrojados, como nuestro autor: «Demonia llamó a la naturaleza Aristóteles: “Natura daemonia est, non divina”; epíteto de notable energía y que con poca o ninguna diferencia significa lo mismo en la propiedad de la lengua griega que en el uso vulgar y figurado del idioma castellano. De un hombre que hace o dice cosas que, por superar nuestra inteligencia, excitan nuestra admiración, solemos decir que es un demonio. En este mismo sentido y por la misma razón se puede decir que es demonia la naturaleza. Son sus operaciones, y efectos tan admirables […] («Maravillas de la naturaleza», Teatro crítico, t. VI, d. 6, parágrafo I, párrafo 1).

90 El jerónimo Fray Fernando de Ceballos y Mier es uno de los baluartes de la reacción española contra el movimiento ilustrado, autor de La falsa filosofía o el ateísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de estado contra los soberanos y sus regalías… (Madrid: Antonio de Sancha, 1774-76, 6 vols.), «biblia española de la antifilosofía», en palabras de Francisco Sánchez-Blanco (Europa y el pensamiento español del siglo XVIII, Alianza Editorial, 1991, p. 268).

91 La celebración festiva del triunfo en las controversias y disputas de corte teológico no era nada rara, como la que celebraron los jesuitas en 1607 con motivo de la aprobación por Paulo V de las tesis de Luis de Molina sobre predestinación y libertad humana (la polémica les había enfrentado acremente a los dominicos, defensores del tomismo en este punto), y que incluyó juegos artificiales y corridas de toros.

92 Zancarrón: «hueso grande y alargado, especialmente de las extremidades, despojado de carne» (DRAE). Zoquete: «pedazo de madera corto y grueso, que queda sobrante al labrar o utilizar un madero» (DRAE).

93 En origen, la que seguramente era ya frase proverbial, procede de la Eneida de Virgilio (II. 6-8): “Quis talia fando Myrmidonum Dolopumve aut duri miles Ulixi temperet a lacrimis?” (‘¿quién, al narrar tales desgracias, aun cuando fuera uno de los mirmidones o de los dólopes, o soldado del duro Ulises, contendría las lágrimas?’).

94 Francisco Palanco o Polanco (1657–1720), teólogo y obispo de Jaca, fue y es conocido en especial por su Cursus philosophicus (1695–1697, en 3 ts.), obra muy difundida y polémica, de claro posicionamiento escolástico frente a la nueva ciencia. «Thomista contra atomistas» atacó las ideas de Descartes y de Gassendi y se opuso, en consecuencia, a los novatores españoles. Fue alabado, sin embargo, por Feijoo, quien se refiere a él como «doctísimo» e «ilustrísimo» («Guerras filosóficas», Teatro crítico, t. II, d. 1). El teólogo, predicador y obispo dominico Pedro de Godoy (1608–1677) regentó en la Universidad de Salamanca la Cátedra de Teología y estuvo muy vinculado al Convento de San Esteban. Luis González Alonso-Getino lo considera el último representante de su célebre escuela, iniciada con Francisco de Vitoria 8 («De Vitoria a Godoy. La edad de oro de San Esteban de Salamanca», Ciencia Tomista, vol. 8, 1914, pp. 201-217); en Osma, donde fue obispo, publicó sus Disputationes theologicae Divi Thomae (1666–72, en 7 vols.). Ildefonso González de Apodaca (f. 1782), fue asimismo catedrático de Artes y Teología en la Universidad de Salamanca, ciudad en la que publicó sus obras principales, cuyo signo neoescolástico se revela desde los títulos: Philosophia antigua peripatetica (Salamanca, 1760-62, en 3 vols.) y Theologia scholastica ex puris fontibus S. Augustini et Angelici praeceptoris deprompta (1764-68, en 6 vols).

95 Centeno se burla, una vez más, de la entelequia aristotélico-escolástica, sin traslación operativa al mundo físico: ¿cómo exponer en las vitrinas de los nuevos gabinetes tales conceptos? Para Aristóteles el cambio de las cosas se explica por la combinación en ellas de sustancia (su esencia) y accidentes, determinaciones o alteraciones de la sustancia. Para Aristóteles, el corazón, y no el cerebro, era el centro del cuerpo humano. En cuanto a la composición de las esferas celestes, no parece que su consideración como cuerpos sólidos fuera la común entre los escolásticos, sino la de etéreas, en consonancia con el pensamiento aristotélico que consideraba el éter como el quinto elemento.

96 Malsín: «cizañero» (DRAE).

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