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Capítulo I
La aventura en el bosque, junto con una nueva invocación a la musa

Llego, oh risueña Talía, a la última parte de mi eterna obra, eterna por sus propios méritos y por la labor de miríadas de futuros commentatores. Y por fin pronto habré terminado con mi relato. He de agradecer a tu apoyo el haber llegado tan lejos. Tú, oh musa, has sido mi tenaz compañera y si te dormías, el recuerdo de mi Fillis bastaba para resarcirme durante tu sueño. Cautivadora Fillis, muchacha digna de alabanza, aliéntame tú de nuevo y que no haya de hacerlo tu recuerdo. No seas siempre tan inexorable y piensa cuán gloriosa será la eternidad con la que pretendo obsequiarte, aquella que como poeta estoy en condiciones de otorgarte, y dame muestra de tu agradecimiento simplemente con un beso, un solo beso que me embriague y dé pie a mi enardecimiento poético. Pero tú, oh musa, no me rehúyas ahora que doy término a esta obra. Sigue mirándome con esos jocosos ojos que alegraban lo más íntimo de mi ser y creaban en mi alma escenas cómicas.

Pero ved, por mi alma, comienzo con un tono exaltado y me elevo hasta lo heroico. Cuán grande no será mi caída si por causa de la musa de repente hubiera de caer hasta la altura del bacín que le servía de casco al autor.

El audaz marqués de Bellamonte, entretanto, veía colmados todos sus deseos. Llevaba montado en su caballo el preciado objeto de sus anhelos y Du Bois, a su doncella de cámara. Cuando llevaban cabalgados ya algunos minutos, los dos distinguidos enamorados entablaron la conversación más delicada del mundo.

—Por fin, señora mía –dijo Bellamonte–, hemos eludido a la desventura. Ha cedido ante mi valentía y mi amor para dejar de perseguir al modelo de perfección que representáis. Cuán dichoso no seré si en adelante me es posible venerar libremente a vuestros pies las virtudes que hasta ahora solo se me ha permitido reverenciar en secreto.

La hermosa Villafranca respondió, con sus amartelados ojos fijos en los de él, como si no pudiera creer que estaban uno frente al otro:

—No sois el único dichoso, señor marqués. ¿Podría yo ser desdichada y pese a ello haberle permitido que albergara esperanzas de obtener mi favor a un hombre cuyos sentimientos son tan puros como lo son los vuestros, y que es tan noble como para amar solo por el hecho de amar? La afinidad de nuestros sentimientos y de nuestras circunstancias no fue de hecho la razón por la que el destino hubiera de separarnos en un aciago distanciamiento.

p. 140Ante estos pensamientos, la condesa lanzó un suspiro cargado de ternura. Él escuchó este suspiro y, de tan embriagado, no lograba articular palabra. La tomó simplemente de la mano y la besó de la manera más fervorosa. Cien veces le repitió las promesas de su sumisión y de su más extraordinario amor, manifestando que no podía desear mayor dicha que la de ser un devoto de sus encantos y virtudes durante el resto de su vida. Resumiendo, habría de ser yo un joven enamorado, y no uno ya anciano, y habría de poseer una mayor delicadeza y una mayor sensibilidad que el afán de puro divertimiento si quisiera reproducir esta apasionada conversación, así que me detendré algo más en el ayuda de cámara, quien no tenía tanto de quimérico en sus declaraciones.

—Por fin –dijo este– estoy en condiciones, mi angelical Lisetilla, de daros adecuadamente prueba mi amor. Si no os amara tanto, y esto que quede entre nosotros, no me habría expuesto a tales peligros, ni por mi señor ni por su amada. Reconoced mi afecto. No me dejéis seguir añorándoos. Recompensad mi amor. Os ruego encarecidamente que me obsequiéis con vuestro corazón.

Y todo esto lo decía con una voz tan suplicante y, al mismo tiempo, tan vehemente que su amada apenas si lograba contener la risa. Él se aproximó a ella, la abrazó con fuerza y a punto estaba ya de besarla, pues pensaba que sus méritos y los peligros a que se había expuesto le daban derecho suficiente a exigir algún tipo de favor de ella. El disgusto de ella al ver que el afecto de él se tornaba tan pronto sensual, hizo que lo rechazara.

—No puedo permitir –dijo ella– que se me trate de manera tan irrespetuosa. Todavía desconocéis, señor Du Bois, cómo han de ser las muestras de afecto con que se persuade a una amada del amor que se siente por ella. El amor no se expresa con gestos como los que cualquier campesino le hace a su moza. Estáis todavía muy lejos de poder albergar esperanzas con respecto a mi favor, y menos aún de exigirme con tal descaro mi corazón, como si yo no os lo pudiera negar. –Sentía al tiempo aquel olor desapacible que, por necesidad, debían de expeler las ropas del ayuda de cámara, y le preguntó–: ¿Cómo podéis exigir además que se os ame si vuestra veneración es tan nefasta que os mostráis con el aspecto más desaliñado de este mundo? No puedo verlo, pero el olor delata suficientemente que debéis de llevar algo inmundo.

p. 141Entretanto, la luna había ascendido y llegaron a un pequeño claro del bosque donde podían reconocerse a las claras. Lisette vio en su casaca los regueros ocasionados por el vómito del ayuda de cámara. Por los trozos pegados reconoció cuál había sido la causa de todo ello y comenzó a abominar contra el vicio de la bebida, al que estaba claro que se debía de haber rendido aquel. Le dijo claramente que una persona tan grosera no podía albergar ninguna esperanza de conseguir su favor. Du Bois quería ya disculparse y cargar las culpas en el autor, que cabalgaba junto a ellos. Mas este se rio de él. Dijo que Du Bois había estado tan borracho que no le había sido posible despertarlo, y que no tenía la culpa de nada, puesto que el hidalgo al que Bellamonte había vencido lo había arrojado al foso. Con ello arruinó toda la credibilidad del pobre ayuda de cámara ante su señora. Du Bois, sin embargo, se le quedó mirando y no tardó en consumar su venganza, pues observó el ridículo casco sobre aquella cabeza digna de una corona de laureles y comenzó a vociferar. Lisette miró asimismo al autor y no solo se dio cuenta del casco, sino también de las vísceras que aquel llevaba en sus ropas. No pudo reprimir una risa tan estridente que arruinó la delicada conversación del audaz Bellamonte con su hermosa condesa. Estos la interrumpieron y se volvieron hacia sus criados, los cuales señalaban en dirección al autor. El resultado fue una risa similar por parte de ambos, y el poeta a punto de estallar de cólera. En medio de la confusión había olvidado que había perdido tanto su sombrero como su peluca y que, en su lugar, cubría ahora su cabeza un bacín de barro. Solo puedo atribuir esta inadvertencia, que tan extremada era que no olía lo que le fluía por la cara y la ropa, y que sí era percibida por los demás, a los insondables pensamientos en los que andaba enfrascado para llevar a cabo un relato digno de las heroicidades de aquella noche. Pese a todo, finalmente recobró la calma. Se tocó la cabeza y agarró el casco. Con el primer arrebato de ira lo arrojó al suelo y quedó con la cabeza descubierta. La hermosa condesa tenía una sensación desagradable en la nariz, causada por su casaca, y le rogó que se alejara un poco. La discreción se lo aconsejaba a él mismo y para dicha de todos escuchó no demasiado lejos el murmullo de un arroyo. Decidió, así, adecentarse un poco la cara y la ropa y hacia allí se dirigió con su caballo. El marqués creía que la condesa necesitaba un poco de tranquilidad y propuso entonces dar un paseo a la luz de la luna junto al mencionado arroyo. Los demás aceptaron su propuesta. Lisette, por su parte, no quería seguir montando en el mismo caballo que Du Bois. Le dijo que se limpiara junto con el otro en el arroyo y que después no volviera al caballo. Su señora propuso entonces que cabalgaran algo más despacio. Tendrían que alternarse, el ayuda de cámara tendría que ir media hora a pie y su doncella un cuarto de hora. Todos estuvieron de acuerdo con esta decisión. Bellamonte, por su parte, no pudo evitar algunos pensamientos que le vinieron sobre lo extraordinario y ridículo de sus aventuras, pues no lograba recordar que a otro marqués le hubieran sucedido cosas tan extrañas. Estos pensamientos, no obstante, se disiparon cuando bajaron al arroyo y tomó de la mano a la hermosa condesa de Villafranca.

Cuando quiso retomar de nuevo la conversación –y para mayor fortuna mía, que cual fiel cronista habría debido reproducirla en ausencia de un mejor argumento–, se vio interrumpido por algunos vehementes suspiros y una voz lastimera de hombre que procedía de detrás de un espeso arbusto junto al arroyo. Tanto la condesa como Bellamonte los escucharon, por lo que se acercaron al arbusto junto con la doncella de cámara con tanto sigilo como les fue posible, y se dispusieron a escuchar al hombre que se lastimaba:

p. 142—Despiadada Fortuna –escucharon que decía una voz teatral–, ¿cuándo se aplacará tu ira? ¿Cuándo cesarán tus tronidos de acechar a este denuedo que apenas si logra ya oponer resistencia? ¡Oh cielos, que caigan sobre los tiranos el rayo, la tormenta, el azufre y el plomo hirviendo con todos los tormentos de las grandes Furias! Vosotros, dioses, ¿ya no os quedan castigos, castigos de venganza, para desagraviar la crueldad del malhadado Cosroes? ¿Por qué no puedo arrasar, escoltado por cien mil sables, toda Trapisonda y así salvar a mi injuriada amada? ¡Ay! Aurora, princesa divina, ¿es posible que prefirieras el falso brillo de la corona imperial a mi fiel corazón? Mas me vengaré. Mi puño, que ya ha amedrentado a ejércitos enteros, y mi nombre, que hace temblar a toda Asia, no me abandonarán. Toda Trapisonda quedará asolada y mi espada se abrirá camino a través de las malhadadas entrañas de Cosroes. Después, ante los ojos de mi perjura princesa, me clavaré esta misma espada en el leal corazón. Habrá de lamentar sus hechos y derramar por mi muerte unas lágrimas que llegan demasiado tarde.

Algunos profundos suspiros dieron por concluido este trágico monólogo y el marqués creyó que la voz del desdichado amante le resultaba en cierto modo conocida. Así pues, se acercó junto con la condesa al arroyo y al otro lado del arbusto vieron tumbado sobre la yerba al caballero romano que tan heroicamente había contribuido antes a la liberación de la señora. Ya se habían olvidado de él, mas ahora lo recordaban. Bellamonte creyó que debía de ser una especie de comediante que ensayaba aquí su papel. Sin embargo, si pensaba en sus discursos y en los hechos acaecidos no estaba ya seguro de qué debía pensar. Al final llegó a la conclusión de que el desconocido debía de andar mal de la azotea.

Antes de que pudiera hablarle, las heridas recibidas le causaron tal efecto que de debilidad cayó inconsciente. En realidad, estas heridas no eran más graves que unos rasguños de aguja, mas el movimiento al cabalgar y al apearse del caballo, que las abrieron de nuevo, pues ya se habían cerrado, y finalmente la sangre, que poco a poco había ido goteando de las heridas, lo sumieron en tal estado de debilidad. El ruido que hizo al desmoronarse y el enérgico grito de la de Villafranca despertaron al caballero de sus profundas reflexiones. Tomó enseguida el casco que estaba junto a él, pues una larga cabellera rubia le ondeaba espalda abajo, y se cubrió con la convicción de que tendría que enfrentarse a nuevas aventuras. Al levantarse, vio, sin embargo, que no tenía nada que temer.

—Ay, señor mío –le dijo la desconsolada condesa–, por el amor de Dios, sed benevolente… Añadid a vuestra anterior magnanimidad esta bondad… Ayudadme con este señor aquí presente a… –No lograba hilvanar un discurso coherente. Pero el desconocido adivinó lo que quería decir. Llamó enseguida a su escudero Heraldo, el cual llegó apresurado con los caballos y, tras escuchar algunas palabras de su amo, supo qué había que hacer. Heraldo tomó vendajes y apósitos de una valija que llevaba en su caballo y vendó las heridas del marqués. Gracias a ello y a que le colocaron todo tipo de cosas olorosas bajo la nariz volvió aquel en sí. Su amada se había sentado en la yerba y había colocado la cabeza de él sobre su propio regazo. El caballero, por su parte, estaba apoyado contra un árbol y observaba a su escudero. En cuanto Bellamonte se hubo repuesto, tomó la delicada mano de su hermosa condesa y la besó sin mediar palabra con las miradas más tiernas y afligidas. Después desvió la mirada hacia el distinguido romano.

—¿Cómo podré, caballero, resarcir todo cuanto habéis hecho por mí? –dijo con voz aún débil.

—No habléis de resarcimientos, valiente caballero –replicó el otro–, un desdichado como yo no tiene mejor consuelo que ayudar a otros desdichados a alcanzar la felicidad.

Con estos y otros discursos pasaron todavía algún tiempo hasta que, finalmente, tras haber vuelto en sí de su desvanecimiento, el marqués se repuso tanto como para poder seguir cabalgando. Montaron de nuevo en sus cabalgaduras y el caballero los acompañó. El autor, entretanto, se había limpiado las manchas más ostensibles, y también lo hizo así Du Bois. Cabalgaban, así pues, a cierta distancia y Du Bois iba alternándose con Lisette. Heraldo, por su parte, había dejado su corcel a la hermosa condesa de Villafranca por orden de su señor y caminaba a su lado.