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El traductor a los lectores

Las novelas inglesas tienen aceptación tan constante, que basta serlo para granjearse reputación; pero no quiero decir con esto que todos los novelistas ingleses sean Fieldings ni Richardsons.

Pintan, en general, con menos delicadeza que otros, pero sus cuadros son más sencillos, más variados, más verdaderos y de más importancia, aunque, a veces, sobradamente cargados de menudencias.

La obra que doy a luz es de un género extraño y me atrevo a esperar que agradará, cuando no sea más que por su singularidad misma. La encuentro, no obstante, el defecto principal de que critica algunas novelas cuya lectura ya no es peligrosa, como la de varias que corren en nuestros días. Pero, como quiera que sea, se trata de una señorita inglesa, nacida en un paraje retirado, distante de toda suerte de sociedad, sin madre, sin guía y sin tener, para minorar su tedio, más libros que las obras, ridículamente heroicas, de Magdalena Scudery. Se ven los efectos que semejante lectura puede producir en una muchacha de alma honrada y sencilla, que recibe aquellas primeras impresiones.

Arabela hermosa, joven, modesta, viva y consecuente, aun en su heroísmo extravagante, merece promover la compasión y no el desprecio. Su confidenta es una moza simple, que ríe, llora y solo se presenta en la escena para entregar una carta, abrir una puerta, alargar una silla, hacer alguna comisión ridícula o estropear algunas frases de su ama.

Como a nuestra heroína se la trastornó su buen juicio con la lectura de los mencionados libros heroicos (cuyas ideas gigantescas e impracticables se propuso adoptar, a imitación de nuestro Don Quijote famosísimo), no parece que la sienta mal llamarla Don Quijote con faldas, título con que se anuncia al público esta obra.