Índice

Capítulo XIX
Descripción de una particular pelea

—Permitidme que os pregunte de qué manera pasasteis diez meses sin comer.

—¡Ah! –le respondió Belmur–. ¿Qué otros alimentos podía yo tener que sollozos y lágrimas?

El barón, Glanville y su hermana soltaron la carcajada a un tiempo. Arabela lo extrañó y conservó su seriedad.

—Me parece ridículo –dijo– que supongáis que el príncipe Veridomer vivió diez meses sin alimentarse. Estas menudencias se desprecian en las historias y es de fácil averiguación el modo con que un solitario puede vivir en el desierto.

—Pero, sobrina mía, los alimentos de que ha hablado Belmur me parecen de poquísima substancia.

—Se dice así, pero sin duda se alimentó con frutas silvestres, con yerbas, con raíces y con otras mil cosas que debe producir una selva. Orontes se halló en un caso igual y por cierto que no se murió de hambre.

Conoció el barón que Arabela se formalizaba, no hizo más observaciones, receloso de ofenderla y Belmur, que se hallaba embarazado en la explicación de su hipérbole, sacó partido del medio que le suministró Arabela. Continuó, pues, así su narración: p. 167

—Tales atractivos hallaba yo en la soledad que todavía permanecería en ella, a no haber sido por la aventura que voy a contaros. Un día, que me desvié de la gruta más de lo acostumbrado, oí voces dolorosas que me parecieron de mujer y de allí a algunos momentos vi a un hombre a caballo con una dama a la grupa, la cual hacía continuados esfuerzos para desembarazarse de él. «¡Detente, malvado!», le grité, «¡o prepárate a haberlas conmigo!». Pero él, sin responderme, metió piernas a su caballo y desapareció. Por fortuna estaba el mío junto a mí; armeme con mis armas, monté en él y alcancé muy luego al robador. «Ignoro», me dijo este, «qué motivo te impulsa a contrarrestar mis acciones, pero a bien que, antes de mucho, te arrepentirás de tu temeridad». Vínose a mí entonces y me dio un golpe tremendo que, por fortuna, pude parar con mi escudo. Echeme sobre él y le herí en varias partes: uno de mis golpes le destrozó el morrión y ya iba a degollarlo, cuando el cobarde me pidió la vida. «Recoge tu espada», le dije, «y vive, pues eres tan bajo que lo deseas, después de vencido, pero jura sobre mi espada que no intentarás en adelante cosa alguna contra esta dama». Mientras así le hablaba yo, cayó del caballo; corrí a socorrerlo, pero ya había expirado. Aparteme de aquel triste objeto para consolar a la dama, que se arrodilló delante de mí, diciéndome, con voz muy expresiva:«Caballero generoso, recibid, en esta postura humilde, las muestras de mi agradecimiento, porque os soy deudora de la conservación de mi honor, bien mucho más precioso que la vida». «Suplícoos, señora», la repuse, «que no estéis más tiempo en una postura que debiera ser la mía: no he hecho otra cosa que cumplir con los movimientos de mi corazón y me hallo gozocísimo de haber sido útil a una mujer tan hermosa». Y, a efecto de poneros en el caso de juzgar de la impresión que hizo en mí aquella dama, procuraré haceros de ella un retrato parecido.