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Capítulo X
Recóbrase de su pasmo la heroína

Carlota, menos mirada que su hermano, no pudo ocultar lo que pasaba en su corazón así que anunciaron a Belmur.

—Prima mía –la preguntó con tono chocarrero–, ¿es él? ¿O será, por ventura, su espíritu, que, antes de ir a la morada de las sombras, viene a despedirse de ti?

—Sí, el mismo es –replicó Arabela–y presumo que viene con intención de ejecutar a mi vista su resolución fatal.

—¡Ay, Dios mío, prima! ¡Qué ideas formas tan raras! ¡Me hielas de espanto!

—Sosiégate, porque con facilidad se remedia una desgracia que se prevé.

Tan admirada quedó Carlota de la desarreglada imaginación de Arabela que la escuchó, sin chistar, la historia de Agilmundo y un sin número de citas92. Belmur, entretanto, aguardaba impaciente el momento de ver a Arabela. Lisonjeábase de que su carta se había recibido favorablemente. Después de una breve visita al barón, pidió licencia para saludar a las damas y lo introdujo Glanville. Fingió Belmur un exterior humilde, un rostro melancólico y un mirar vago y feroz. Arabela hizo señas a Glanville para que le quitara la espada, pero, viendo que no la entendía, se acercó ella a Belmur y le dijo:

—Conozco que venís a que yo presencie alguna escena trágica, pero os mando que no deis oídos a las sugestiones de vuestro despecho.

No aguardaba Belmur aquel recibimiento en presencia de Glanville y de su hermana. Pero como su imaginación era vivísima y su entendimiento astuto y, como, además, no quería descomponerse con Carlota ni salir desafiado con su hermano, resolvió continuar su tema burlesco, dándolo así a entender.

—No os engañáis, señora –dijo a Arabela levantando al cielo los ojos, en que se veía la expresión del dolor–; sí, el criminal, que ciertamente os ha ofendido, venía resuelto a morir a vuestros pies para desenojaros, pero ya que, usando de una bondad cruel, ¡oh Arabela divina!, os dignáis de conservarle una vida, que sin cesar envenenará el arrepentimiento, os obedecerá, si puede, y procurará emplearla en daros más y más pruebas de su respeto y sumisión.

—No menos esperaba yo de vuestro valor y pues imitáis tan bien a Lisimaco, no seré menos agradecida que Parisatis: contad con una estimación, de parte mía, proporcionada a la heroica virtud que manifestáis. p. 143

Belmur la hizo una profunda reverencia y, volviéndose a Glanville, le dijo, con tono y gravedad majestuosa:

—¡Oh vos, el más afortunado de los nacidos: no intentéis disminuir el corto alivio que siento, no me envidiéis una estimación sin la que me sería insoportable el peso de la vida y básteos poseer el corazón de la divina Arabela y ser competidor de los mayores monarcas del mundo!

Bien que la escena fuese originalmente cómica, Glanville no estaba divertido; la estratagema de Belmur destruía ciertamente sus sospechas, pero lo tenía indignado el ver a su prima tan ridículamente mofada. Formalizose mucho, dijo al oído a Belmur que deseaba hablarle y se retiró un instante después, y su amigo, luego que tuvo pretexto para salir, lo fue a buscar a los jardines. Glanville le salió al paso, sin rebajar nada de su seriedad.

—¡Cruel y sobradamente feliz amante! –le dijo Belmur continuando su chiste–, ¿qué siniestro nublado advierto en vuestro rostro? ¿Será dable que tengáis celos? ¿No estáis satisfecho con las gloriosas ventajas que sobre mí tenéis? ¿Quisierais todavía quitarme el frío aprecio que la divina Arabela se digna concederme?

—Os pido, Belmur, que dejéis ese pomposo estilo; he deseado hablaros a solas para deciros que es indecente que elijáis a mi prima para objeto de vuestras bufonadas y que lo llevo muy a mal: deberíais conocer que no es de aquella especie de mujeres con quienes pueden ligeramente aventurarse semejantes libertades. Os digo, pues, bajo el doble título de amante y de pariente, que no lo sufriré de nadie.

—¡Oh, suerte cruel! –exclamó Belmur levantando sus ojos al cielo–. ¿He de ser siempre objeto de tus persecuciones? ¿He de ver en mi amigo, sin causa alguna, un competidor y un contrario? ¿Ha de disputarme, aun a vista de mi resignación, una felicidad, que en nada perjudica a sus intereses?... Pero ya que así es –continuó diciendo enfurecido– ¡hiere, amigo inhumano, hiere este pecho donde está estampada la imagen de la sobrehumana Arabela y no creas que me sea posible defenderme del que ella ama!

—Todo eso es bellísimo –replicó Glanville, violentándose para no reír–, pero no viene al caso.

—Sea, pues, lo que tú quisieres, querido Glanville; mas no pretendas comunicarme tu risible gravedad.

—Dos palabras no más tengo que deciros, Belmur: o comportaos diferentemente con mi prima o pensad en haberlas conmigo por lo que la insultáis.

—Ya, ya lo entiendo: queréis decirme que, porque se os antoja ofenderos de una cosa que nada importa, es necesario correr el riego de que me paséis de una estocada. Gran locura sin duda alguna, pero pues la costumbre ha hecho ya de ello una necesidad, sigámosla, Glanville, y que sea ahora mismo, si queréis. Con todo eso, os aseguro que gime mi corazón de medir la espada con mi amigo y con mi compañero de colegio, por una niñería.

—No es necesario reñir –dijo Glanville, convencido de lo que acababa de exponerle la amistad–. He puesto una alternativa y extraño –esto lo añadió con sentimiento– que elijáis el partido que debe seros más costoso. El flanco de mi prima, que alimentáis, no puede, a lo más, proporcionaros sino un entretenimiento proscripto por todos los de buen corazón y a mí me resulta un verdadero pesar: sed justo y conoceréis que nada puede mortificarme más que el mantener en sus ridículas ideas a una persona que ha de ser mi mujer, haciéndola un objeto despreciable. p. 144

—Más que yo faltáis vos mismo a vuestra prima, Glanville: no es de maravillar que una mujer sola y educada en el campo haya leído muchas novelas y modelado por ellas su modo de pensar: ella sabe la historia de los héroes y heroínas como debiera saber la de los personajes merecidamente ilustres, pero encuentro sus rarezas menos desagradables que las que se toleran a las mujeres en la sociedad general.

—Luego sería perfecta sin esas quimeras –replicó Glanville–. No la afirméis, pues, en sus ideas y, al contrario, ayudadme a destruírselas; debéis hacerlo como amigo e interesaros en ello como su vecino.

—Pues que ya no se habla de amenazas, mi estimado Glanville, os prometo hacer cuanto queráis, pero es menester que mi heroísmo disminuya por grados y que yo recobre con decencia mi carácter, pues, de otro modo, se la haría mi presencia odiosa.

Arabela y Carlota se presentaron, después de esta conversación y convenio, y Belmur y Glanville las salieron al encuentro. Arabela se desvió hacia un paseo separado y Glanville iba a seguirla cuando advirtió que su padre dirigía sus pasos hacia ella.

92 La historia de Agilmundo, rey de Lombardía, quien intenta darse muerte con su espada ante su amada Gilismenes al ser acusado por esta de perfidia, aunque sobrevive, se hallará en Faramond X.2 (Dalziel 403).