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Capítulo XIII
Continuación de la aventura de los libros

Fuese Glanville a pasearse al jardín para distraerse. Allí encontró a su tío, a quien contó ingenuamente la escena que acababa de representarse entre su prima y él. Al marqués le pareció chistosa y se divirtió con ella unos instantes.

—Es necesario –le dijo– reconciliaros. No obstante, Glanville, estás culpado en no haber aprovechado bien aquella ocasioncilla de hacer un obsequio: ¿podías imaginarte que mi hija, pidiéndote cuenta de tu lectura, no conociese que no la habías complacido?

—Soy un atolondrado, señor, lo confieso, pero si conseguís rehabilitarme en el concepto de mi prima, prometo ser en lo venidero escrupulosamente exacto en hacer su voluntad.

Fue el marqués a ver a su hija, que estaba en su gabinete, afligidísima de la afrenta que acababa de sufrir. Su pesar era tanto mayor cuanto Glanville había ya hecho en ella alguna ligera impresión; esto es, hablando un lenguaje elevado, que no solamente no lo aborrecía, sino que estaba dispuesta a desearle mucho bien: sus bellos ojos estaban humedecidos de lágrimas y se la conocían en el rostro los vestigios de las derramadas. Hizo el marqués como que nada advertía, se llegó a ella con afecto y la dijo que Glanville estaba apesadumbradísimo de haberla disgustado, y añadió que iba, como amigo común, a proponer su mediación para reconciliarlos.

—¡Ay, señor! ¡No me habléis de un indigno que se ha hecho, por su ingratitud, un objeto odioso!

—Pero, hija mía, ¿qué agradecimiento particular te debe tu primo, para que pueda ser un ingrato?

—Le miré favorablemente por el modo con que se comportó y no parece que se ha mostrado sensible a ello.

—Muy seriamente tomas las cosas, hija mía: al oírte creería cualquiera que se trataba de un gravísimo insulto... Glanville prefirió tu conversación a una lectura fastidiosa: ¡gran mal por cierto!... Me parece que debieras habérselo estimado. No concibo como puede producir tanto ceño una novela ridícula, que nadie tiene la paciencia de leer31.

—Si conocierais el libro, padre mío, creo que hablaríais diferentemente, pero, sea como fuere, no es posible disculpar a mi primo del modo ultrajante con que me ha burlado.

—Es menester perdonarlo, hija mía; exijo su perdón de tu complacencia.

—No, señor, ni debo ni puedo hacerlo y espero que os dignaréis dejarme libre sobre este punto. p. 70

—Te repito que das demasiado valor a frioleras y piensa, por otra parte, en que es extraño, y aun indecente, tratar con tanto rigor a un pariente que ha de ser tu marido32.

—No es dudable, señor, el que yo no esté dispuesta a obedeceros en cuanto sea posible, pero lo que deseáis no lo es.

—¡Qué! ¿Pretendes persuadirme a que es imposible que Glanville sea mi yerno?

—Lo es el que lo sea sin consentimiento mío; si lo diera, contradiría a la primera ley de la naturaleza que prohíbe obrar contra sí mismo.

—Esa obstinación ya me enfada y, en fin, vuelvo a decirte que tu primo tiene el consentimiento mío porque te conviene y añado que mi aborrecimiento a la vida seguirá a tu repulsa de ejecutar lo que deseo.

—Supuesto que no me es posible obedeceros, veome reducida a la dura necesidad de desagradaros, pero sabré morir, si conviniere, para evitar mi desgracia y vuestro enojo.

—Trastornada está seguramente tu cabeza, hija, pero ¿dónde te has familiarizado con la muerte para hablar de ella con tanta indiferencia?

—No me creo inferior en virtud ni en valor a las heroínas que, perseguidas como yo, la han arrostrado a sangre fría. Si Artemisa, Candaza y la hija de Cleopatra pudieron desafiarla, también puedo imitar sus ejemplos para no ser esposa de un hombre que detesto33.

—¡Oh! ¡Esto es ya mucho! ¡He aquí los efectos de las inicuas novelas que he tenido la debilidad de dejarte leer!...

—¿Dónde están? –continuó diciendo y registrando con la vista todo el gabinete–. Quemaré cuantas encontrare a la mano34.

Aún estaban los libros sobre una mesa; violos el marqués y mandó a una criada que los bajase.

Arabela, no atreviéndose a interceder por ellos, los dejó expuestos al furor de su padre y lloró con amargura su suerte. Pero la fortuna, que nunca abandona a los personajes ilustres, los sacó del peligro en que estaban.

31 ‘tanto enfado’; ceño: «Metafóricamente se llama así lo desapacible, desagradable, enfadoso, o triste de cualquier cosa que tenga alguno de estos defectos» (Aut).

32 ‘das demasiado valor a menudencias’; una friolera es un «dicho o hecho de poca importancia y que no tiene substancia, gracia ni utilidad alguna» (Aut).

33 De acuerdo con Dalziel (391-392), estas tres mujeres, Artemisa, Candaza y la hija de Cleopatra, fueron encarceladas y condenadas a muerte, y expresaron la manera con que la afrontaron (Cléopâtre IV.2; XII.1 y XII.3) con expresiones que hace suyas Arabela.

34 Las inmediatamente antes denominadas «inicuas (‘malas’, ‘malvadas’) novelas» son ahora amenazadas con el fuego, a imagen y semejanza de los libros de Alonso Quijano, en el consabido episodio de la biblioteca del hidalgo (DQ I.6).