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Capítulo XX
Juegos olímpicos

Mientras Arabela meditaba sobre la conducta extravagante de la Groves, recibió una carta de su tío en que la decía que sus hijos iban a pasar con ella algunos días. Muy complacida quedó Arabela con la noticia. Esperaba hallar en su prima una compañera agradable y, como conocía el mérito de su hermano, se prometía placer en volver a verlo. A la carta siguió la pronta llegada de Glanville y de su hermana. Carlota era una de aquellas mujeres que nada disimulan en tratándose de graduar la belleza. Pensaba, sí, que el amor habría ampliado la de su prima, pero no quedó poco admirada de encontrarla superior al retrato que su hermano la había hecho. Arabela, prendada de Carlota, la dijo mil cosas lisonjeras sobre su persona y sus gracias y, acabados los primeros cumplimientos, explicó Glanville tiernamente a su prima cuán larga le había parecido la ausencia, aunque corta, y la significó, con energía, el gusto que le causaba volverla a ver.

—No contenderé sobre lo que me decís –replicó Arabela riéndose–, pues parece que estáis contento, pero explicadme cómo ha podido pareceros vuestra ausencia corta y larga, porque en esto hallo una contradicción.

—¡Ay, prima! Quisiera que me permitierais deciros lo que he sufrido...

—Vuestra buena salud, a lo menos, me prueba que os ha sido favorable y este es un cumplimiento que desde luego os hago.

Iba a responderla Glanville cuando Carlota, que había estado ocupada con su persona en el espejo, llegó a mezclarse en la conversación.

Después de comer fueron a pasearse a los jardines, donde Carlota, entrando y saliendo por varias partes, dio tiempo a su hermano para que hablara con Arabela. Temió el destierro y no se atrevió a hablarla de amor, sino con mucha retentiva. Lisonjeada Arabela de su discreción, se le dio por entendida y le dijo cosas que pudieron alentar sus esperanzas. Carlota, al cabo de dos días, se fastidió de tan magnífica soledad y habló de volverse a Londres, pero Glanville la prometió diversiones que la harían gustosa la vida del campo y propuso a Arabela ir a ver las carreras de caballos que habían de celebrarse a algunas millas de la quinta. Primero lo rehusó por causa del luto, pero, viendo que su prima lo deseaba, se rindió por complacencia.

—Ya que gustas de los juegos públicos –la dijo–, celebro que estos se verifiquen mientras estás en proporción de verlos...

—¿Se hacen estos juegos en carros? p. 85

—No, prima mía –contestó Glanville–; los postillones montan en los mejores caballos que se encuentran y hay apuestas, a veces considerables, que gana el primero que llega a la meta48.

—¿Y qué dama dará el premio? Porque sin duda alguno de sus amantes estará en la arena y con menos inquietudes que la dama. Me acuerdo de que la bella Elisimonda tuvo la felicidad, en ocasión semejante, de ver triunfar tres veces en un día al que amaba y de coronarlo ella misma49.

—¿De quién hablas, prima mía? –preguntó Carlota, que ignoraba todas aquellas noticias.

—Hablo de los juegos olímpicos, así llamados a causa de Olimpia, ciudad a que pertenecía la llanura de Elis donde se celebraban50. Consistían en carreras, en luchas y en batallas que figuraban los gladiadores con cestos o con manoplas de metal. Instituyéronse en honor de los dioses y de los héroes y se miraban como parte del culto religioso. Era una escuela militar en que el valor de la juventud tenía ocasión de mostrarse. La gloria del triunfo era la mayor honra a que entonces podía aspirar la juventud. Por eso cuando coronaron al hijo de Diágoras, uno de sus amigos le dijo: «muere ahora dichoso ya que no puedes ser un Dios»51. No acabaría si te contara lo que pasaba en los juegos olímpicos, pero puedes formarte alguna idea por lo que hayas leído de justas y torneos.

—En verdad que nada de eso he leído.

—¡No! Pues en ese caso te diré que las justas y torneos tenían el medio entre las peleas verdaderas y los juegos inventados para el placer. Los juegos olímpicos eran más variados y se hacían con más aparato y pompa. Toda la Grecia y los países circunvecinos no solamente asistían, sino que también pagaban contribuciones para que el espectáculo fuera más majestuoso.

—De nada de eso oí jamás hablar –repuso Carlota bostezando–. Las carreras que he visto me han parecido muy diferentes.

—Sin duda veremos una multitud de héroes atraídos de todas partes por el deseo de adquirir gloria.

—Los postillones o héroes, como se te antoje llamarlos –replicó Carlota– tienen poca parte en la gloria y en el provecho, porque aquella pertenece a los caballos y este a sus dueños.

—¡A sus dueños! –exclamó Arabela–; ¿pues qué envían los príncipes a sus favorecidos? Acuérdome que leí que Alcibiades triunfó por tres veces en los juegos olímpicos y que debió su gloria a los embajadores que vinieron a combatir por sus monarcas52.

Glanville, temiendo alguna respuesta inoportuna de su hermana, se apoderó de la conversación y disertó sobre la historia griega, mientras Carlota se divertía en gorgoritear algunas cantinelas.

48 Postillón significa aquí ‘jinete’, aunque, específicamente, es «el mozo que va a caballo, delante de los que corren la posta, para guiarlos y enseñarlos el camino» (Aut).

49 En Clélie IV.1, Elisimonda vio, en efecto, cómo su amante secreto Hortensio ganaba, pero solo una vez, y no tres como afirma el texto (Dalziel 393).

50 La llanura de Élide se encuentra al noroeste del Peloponeso y, en ella, Olimpia, donde, tal como afirma Arabela, se celebraron los juegos olímpicos de la Edad Antigua.

51 «Diágoras de Rodas fue un atleta griego del siglo V a.C., nacido en la isla de Rodas, descendiente del rey de su ciudad natal Damágenes, que se hizo famoso por ganar varias veces el premio que se daba al vencedor en los cuatro grandes juegos: Olímpicos, Nemeos, Ístmicos y Píticos […]. Ya anciano tuvo la satisfacción de ver a sus dos hijos Damageto y Acusilao vencedores en los Juegos Olímpicos. Se cuenta que justo tras ser coronados, sus hijos lo cogieron en hombros y lo pasearon triunfalmente por el estadio. Entonces uno de los espectadores gritó Κάτθανε Διαγόρα, ουκ εις Όλυμπον αναβήση (“Ya puedes morir, Diágoras, pues no esperes subir al Olimpo”)» (Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, Espasa, 1915, s. v. «Diágoras de Rodas»).

52 Así sucedió en los Juegos Olímpicos del año 416 a. C.