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Capítulo XVI
Visitas de duelo

—¡Destino cruel!–decía con voz ternísima–. ¡No te contentastes de privar mi infancia de las caricias y cuidados de una madre amorosa, sino que también me dejas sin el único apoyo que tenía en el mundo, cual era el de mi padre, mi amigo y protector de mi juventud!

Para sollozar se detuvo y luego continuó así:

—Reliquias preciosas del mejor padre, ¿por qué no me han permitido regaros con mis lágrimas? ¿Por qué os han desaparecido antes de que mis ojos os pagasen el tributo que os debían?... ¡Y vosotros, desapiadados*! ¿Por qué me estorbasteis que cumpliese con mi padre amado mis últimas obligaciones? ¿Por qué me arrancasteis de donde estaba? ¡Sombra sagrada que reverencio, perdona esta falta involuntaria a tu desconsolada hija!... ¡Perdona a la que solamente vivirá para consagrarte sus llantos!

Poco maravillado Glanville de aquel monólogo, iba a entrar para consolarla, pero su padre le detuvo, diciéndole, con ademán de consternación:

—Mi sobrina está más mala de lo que nos han dicho, porque la posee un delirio.

—No, señor –le repuso Glanville, sentido de la reflexión–; no delira mi prima: es comunísimo en los grandes dolores aliviarse con las quejas.

—Pero las que acabo de oír –añadió el barón– son muy extraordinarias y persisto en creer que tiene trastornada la cabeza.

Iba a decir más Glanville cuando Lucía llegó a decirles que su ama los esperaba. Encontráronla negligentemente recostada sobre una camilla. El luto la sentaba tan bien que el barón quedó admiradísimo. Arabela abrazó a su tío con un afecto tal que lo dejó muy prendado, pero la presencia de Glanville renovó sus lágrimas.

—La última vez que nos vimos, primo mío –le dijo–, cumplíamos entre los dos unas obligaciones muy tristes. ¡Ay! Si Dios hubiera oído nuestros ruegos, mi padre se hubiera mostrado reconocidísimo a tan generosos cuidados. Os estoy tan agradecida como merecéis y espero que nunca me acusaréis de ingrata.

—Si os parece que me debéis alguna gratitud, querida prima, el único medio de acreditármela es el de moderar vuestro dolor y mirar por una salud que amo sobremanera: a vos y a mí nos convida a ello la razón, nuestra desgracia es de una especie que no admite remedio. p. 74

—¡Qué débil es mi dolor si lo comparo al de infinitos ilustres afligidos! Sisigambis (que seguramente no carecía de fuerza ni de valor) se envolvió en un manto, así que supo la muerte de su nieta y no sobrevivió más que tres días a su pena. Menecrates mandó hacer un grandioso sepulcro a su esposa y se enterró en él con sus cenizas. Estos sí que son gloriosos efectos de ternura y altas pruebas de verdadera afición. Después de esto, ¿qué son las lágrimas que me veis derramar37?

Glanville, mortificado con semejantes despropósitos, hizo cuanto pudo para desvanecerlos…, pero su padre, que nunca había oído hablar de Sisigambis ni de Menecrates, la preguntó si había conocido al caballero y a la señora, que hicieron tales extravagancias.

—Los he conocido, tío mío, de la misma manera que todos los que han leído sus historias.

—¡Sus historias! Habrás visto sin duda eso en algunos romanzotes antiguos; créeme, sobrina mía, no leas semejantes librajos, porque te aseguro que son perjudiciales a la juventud38.

—Me pesa –replicó Arabela– que no pensemos del mismo modo.

—Te aseguro, sobrina mía, que me encontrarás siempre un tío complacientísimo mientras no tengamos que contestar más que sobre niñerías iguales, pero, no obstante, creo que una señorita joven razonable y juiciosa, como tú lo eres, debería hacer elección de otras lecturas que de las ridiculísimas sandeces de que abundan todas tus historias caballerescas y heroicas.

—Aunque os tengo respeto, no puedo menos de deciros que es indecente la declamación que hacéis contra las mejores producciones del entendimiento humano; mucho debemos a los autores que trabajaron tanto para entresacar de la historia antigua y reunir las heroicas hazañas de los grandes personajes. Por lo menos convendréis en que, sin la inimitable pluma de la señora Escudery, ignoraríamos las bellas acciones de Orondates, de Aronces, de Juba y de Artabano. Falsos historiadores publicaron que Clelia se arrojó al Tiber para que Porsena no se la llevara en rehenes, pero la Escudery, mejor instruida, nos dice que hizo aquella acción heroica para librar su honestidad de las violencias y persecuciones de Sexto. Sin la Escudery creeríamos que Safo fue una licenciosa: pues de ningún modo, porque amó a Faón con pureza y nunca consintió que la pasión de aquel amante traspasase los límites de una amistad fraternal. Las equivocaciones y falsedades que esta escritora ilustre ha rectificado no tienen número; dudo que otra que ella hubiese descubierto que Cleopatra fue esposa de Julio César y que Cesarión, su hijo, no fue asesinado por orden de Augusto, sino que casó con la hermosa reina de Etiopía, en cuyos estados se refugió. Las acciones valerosas que nos cuenta son muy superiores a las que sabemos por las historias griegas y romanas. ¡Qué mezquinos son sus guerreros comparados con los héroes de la Escudery39!...

—Por cierto, sobrina mía –repuso el anciano–, que has empleado mal tu tiempo, créeme: no cites con frecuencia de esa manera, porque no hay en ello chispa de juicio. Cuando niño, leí cuentos y creía que un hombrecillo del tamaño de mi pulgar corría con las botas puestas de un gigante devorador de muchachos que andaba siete leguas de cada paso: estas puerilidades se destruyen por sí mismas y creo que tus héroes están tan lejos del natural como mi hombrecillo40.

—¡Pero, decidme, señor! ¡Creísteis esas paparruchadas a la edad en que se sabe leer! A pesar de la opinión que parece tenéis de mí, os protesto que no me acuerdo de haber podido ser tan crédula. p. 75

—Mi padre se dedicó a las armas desde niño y ya sabéis, prima mía, que los militares, en Inglaterra, no se pican de erudición.

—¡Mi tío ha servido! ¡Y no respeta las acciones de los grandes guerreros!

—Tus héroes, sobrina mía, son tan maravillosos que nadie ha intentado jamás imitarlos.

—Puédense, no obstante, citar muchos y la Escudery está llena de ellos.

—¿Dónde diablos quieres que se dé con esa gente, a menos que no estén en tu imaginación, que, por desgracia, me parece abundante de quimeras?

—Si vuestra intención, señor, es insultarme sé hasta dónde ha de llegar el respeto que os debo; no hacéis bien en venir a agravar mi dolor y, como no estoy de humor de sufrirlo, os suplico que me dejéis sola.

Viendo Glanville a su prima desabrida, se levantó y convidó a su padre a dar un paseo. El anciano barón salió descontentísimo, graduó a su sobrina de muy mal educada y afeó mucho a su hermano el haber descuidado tanto su educación.

—Os pido, padre mío, que no la juzguéis en estos momentos de enfado; os aseguro que no es lo que parece.

—Es hermosa, te lo confieso; eres mozo y enamorado, y, de consiguiente, hijo mío, incapaz de juzgarla como yo: su modo de hablar es raro y sus ideas estrambóticas; si tuviera el entendimiento que gratuitamente la supones, ¿se persuadiría a cosas que repugnan a un juicio sano? ¿Alabaría a un loco que se enterró con su mujer? ¿Admiraría a una imbécil que muere voluntariamente rebujada en un manto? He oído sus conceptos y es evidente que pasará en todas partes por una extravagante.

Como tan persuadido Glanville a la verdad de aquellas observaciones, no pudo contener un suspiro, que su padre notó.

—Supuesto que ha de ser tu esposa –continuó diciendo– trabaja en inculcarla ideas más justas, porque, a pesar de sus inmensos bienes, padecería yo mucho de verme con una nuera que te pusiese en el caso de correrte... Pero, ¿cómo estás con ella?

—Vivimos familiarmente mientras mi corazón no toma parte en las conversaciones porque si yo me atreviera a pronunciar la palabra amor, sería tratado con la mayor dureza.

—Si la dijeras que su padre te ha dejado la tercera parte de sus bienes, en caso de que no quiera casarse contigo, ¿te parece que esto no trocaría su modo de pensar? Déjame hacer, que yo la hablaré como conviene.

—Ruégoos, señor, que nada hagáis, porque ese medio no se aviene con mi desinterés.

—Bien, hijo mío, no te hablaré más de ello, pues, aunque mi hermano me ha nombrado tutor de su hija, no me ha dado libertad para oponerme a sus gustos; verdad es que la aconseja que consulte conmigo, pero puede casarse sin mi consentimiento.

Glanville pensaba más en su prima que en las observaciones de su padre; dio una respuesta lacónica y buscó la ocasión de quedarse solo. Examinó los inconvenientes que podían resultar de la muerte del marqués y previó que su prima, cuando se presentase en el mundo, iba a verse circundada de un enjambre de adoradores, entre los cuales probablemente los habría más amables que él. Esta idea lo tiranizaba... p. 76

—¿Por qué –decía– no le ha encargado su padre expresamente que se casara conmigo?... La veneración que tributa a su memoria hubiera asegurado mi felicidad... Pero, ¿sería yo dichoso no debiendo su corazón más que a la obediencia?...

Después de muchas reflexiones, se fijó en hacer nuevos esfuerzos para agradar a su prima y se determinó a no servirse del medio que le ofrecía el testamento de su tío.

i Mantengo la forma, recogida así en Aut.

37 Sisigambis es la madre del rey Darío; el episodio referido remite a Cassandre II.2; la referencia a Menécrates parece un error, pues, aunque hay dos personajes así llamados en Artamène, todo indica que Arabela (o Lennox) se confunde con otro llamado Menesteo. [Dalziel 392.]

38 Los sufijos despectivos e intensificadores («romanzotes» y «librajos») para calificar los libros leídos por Arabela remiten, una vez más, a los del hidalgo manchego.

39 No todos los personajes citados en este largo párrafo pertenecen a obras procedentes de «la inimitable pluma de la señora Escudery», pues entre ellos figuran protagonistas de Cassandre y Cléopâtre, ambas de La Calprenède. La mención a Clelia arrojándose al Tíber se hallará en el libro de igual título (V.2 y 3), este sí de Madeleine Scudéry; la historia de Safo se encontrará en Artamène X.2; para Cleopatra, Julio César y Cesarión, la novela de La Calprenéde sobre esta reina de Egipto (I. 2 y 3). [Dalziel 392-393.]

40 Parece alusión diáfana al cuento de Pulgarcito (en inglés Tom Thumb), cuya versión de Charles Perrault (Le Petit Poucet) remite a 1697.