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Capítulo III
Acaecimiento penoso de que Arabela se consuela con ejemplos que le suministran sus novelas heroicas

Luego que llegaron a casa ambas primas, la una se fue a su cuarto para meditar en lo sucedido y la otra a sentarse a su tocador hasta la hora de comer. Los dos amigos, mutuamente disgustados, entraron en un café deseosos de explicarse.

—Os agradezco mucho –dijo Tíncel con ademán presumido– lo que os esforzáis a ponerme mal con las damas: carga pesada es un mérito que produce envidiosos.

—¡Envidiosos! Admiro el arte con que os hacéis valer a costa de los demás, pero no envidio semejante talento: me habéis astutamente cargado con las expresiones que proferisteis contra aquella dama...

—Vos revelasteis, por obsequiar, la preferencia que di a su prima…

—¿Cuál era vuestro objeto? El de mortificarla, sin duda, pues ella lo ha sentido; difícilmente, amigo, podré perdonaros esa mala acción.

—No solicito vuestro perdón y lo cierto es que la habéis preocupado contra mí de tal manera que no me ha sido posible justificarme.

—¿Conque no ha querido escucharos? ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Muy bien lo ha hecho. ¡Bueno! La doy muchísimas gracias... A fe mía que no me ha costado mucho ganar el corazón de esa criatura preciosa; algo enojadilla está y debe estarlo, pero la desenojaré con un billete, que es medio que siempre me ha probado bien.

—Oídme, Tíncel: cuidado conque no os divirtáis a expensas mías, porque haré de modo que os arrepintáis; me justificaré, pero os advierto que será diciendo la verdad.

Esta amenaza paró un poco a Tíncel, pero este ocultó lo que pensaba volviendo de nuevo a reírse. Silven, sin más réplica, se fue a escribir a Arabela y el otro, no queriendo que se le anticipasen, pidió también recado de escribir. Ambos billetes llegaron a un mismo tiempo, llevados por sus respectivos mensajeros, quienes presentaron a Lucía sus despachos; esta moza se negó a admitirlos diciendo que ella no recibía cartas como aquellas.

—¡Como estas! –replicó el criado de Silven–. ¿Sabéis lo que contienen?

—Pues ya se ve que lo sé: son cartas de amor y tengo orden de no recibirlas. p. 196

—Podéis tomar la mía –continuó el mismo criado–, porque me ha dicho mi amo que encerraba una cosa importante, que era menester que vuestra ama supiese.

Tomola Lucía entonces…

—Pues tomad también esta mía –dijo el otro criado–, porque tampoco es carta de amor, sino un billete amatorio.

—¿Estáis cierto de eso? –replicó Lucía.

—Sí, sí, certísimo, porque mi amo no escribe otros.

—Vengan, pues, pues los dos… Pero, ¿cómo llamáis a este, porque ya no me acuerdo?

—Un billete amatorio.

Lucía, así como iba andando, iba repitiendo estas palabras hasta que se encontró en el cuarto de su señora, con una carta en cada mano. Al verlas, Arabela la preguntó con sequedad por qué se había encargado de tales cartas. La pobre muchacha, turbada, olvidó cuanto había estudiado y, para acordarse, prestó poca atención a la pregunta de su ama. Esta, ofendida de su silencio, la riñó con acritud.

—Ama mía, os aseguro que no son cartas de amor, pues me he asegurado bien de ello antes de tomarlas; la una es carta de una cosa muy importante y la otra es un... ¡Ay, Dios mío! Ya no me acuerdo de su nombre, es un… En fin, no hay amor en el cómo se llama.

—Cada día te encuentro más simplona –dijo Arabela sonriéndose–. No se me escriben cartas que no sean de amor: devuélvelas… Pero no, aguarda: ¿dices que contiene una cosa muy importante? Acaso será aviso de algún proyecto de robo; dame esta y, en cuanto a la otra, yo… Y es posible que venga de partes varias el aviso…

En aquel instante entró Carlota y Arabela, poseída de sus ideas quiméricas, la dio parte de sus sospechas.

—Extrañas nociones tienes, prima mía, y siempre pecan por la probabilidad. ¿Quién ha de formar ahora el proyecto de robarte?

—Los dos caballeros con quienes nos hemos paseado.

—Respondo de Tíncel –dijo malignamente Carlota.

—Sabe, pues, que Silven se atrevió a empezar una declaración de amor, que lo reprendí severamente y que, creyéndome más inclinada a Tíncel que a él, me reveló, impulsado ciegamente de sus celos…

—… que Tíncel te amaba; pero no, no lo creas.

—Verdad es que no me lo dijo positivamente, pero me aseguró que su amigo era el culpado de la ofensa que sospechaba yo de él.

Carlota, que conoció de dónde la equivocación venía, tuvo mucho que vencerse para no reírse, mas la curiosidad de ver lo que contenían las cartas la movió a rogar a su prima que las abriera. Hízolo Arabela con la una, miró la firma y la arrojó con desdén sobre la mesa. p. 197

—¡Ah, cielos! –exclamó–. ¡De Silven es! ¡Qué bien hice en no leerla!

—Una vez que la abristes, ya pasas por haberla leído y, si lo haces, sabrás su contexto, pero, por miramiento a tu delicadeza, la leeré.

Estaba la carta concebida en los términos que siguen:

Señora
Ignoro lo que os hayan podido decir de mí y, de consiguiente, la ofensa que ha merecido la indignación que me mostrasteis esta mañana; puedo aseguraros que cuanto he pensado de vos procede de mi admiración y respeto; sospecho que Tíncel me ha perjudicado con falsas imputaciones y pide la necesidad en que estoy de justificarme que os descubra sus faltas: él es, señora, quien ha dicho lo que tan justamente os ha irritado y os protesto que el origen de nuestra disputa es el no haber sido yo de su opinión. Fuera injusto (vos misma lo conocéis) que vuestro resentimiento cayese sobre la inocencia. Me honro de ser, señora, con respetuosa estimación, vuestro servidor más obsequioso.
Silven

—Prima mía –dijo Carlota–, aquí hay alguna equivocación; acusas a Silven de haber tenido la temeridad de amarte y me parece que se justifica de este delito, de manera que has de convenir en que lo condenastes con sobrada precipitación.

—Convendría en ello si pudiera persuadirme a que su carta es sincera.

—Si verdaderamente te amara no veo por qué había de sostener lo contrario, sin caer en una contradicción ridícula.

—Pero no tanto como te lo imaginas, porque de esa estratagema se valió Seramenes cuando, enamorado de Cleobuniza, princesa de Corinto, negó su amor porque no lo desterraran; de todo lo que infiero que la pasión de Silven es por lo mismo, más vehemente de lo que pensamos132.

—Mucho es menester que lo sea, porque la niega muy positivamente… Pero abramos esta otra carta, que presumo ser de Tíncel.

—Lo mismo que tú presumo y adivino lo que contiene; no la abras por Dios o permíteme que me retire.

—No te retirarás y oirás leer la carta… Escucha con resignación, porque ya sabes que soy entera en mis resoluciones.

Abrió Carlota la carta y leyó lo que se sigue:

Señora
Esta mañana logré la honra de aseguraros que las proposiciones de que Silven se ha valido para robarme el inestimable tesoro de estar inscripto entre los que aspiran a vuestro aprecio son totalmente de su invención. ¡No vuelvan a caer sobre mí los lucientes rayos de vuestros bellos ojos, si jamás cupo en mí ni aun el más leve pensamiento que pudiera hacerme indigno de vuestra benevolencia! Concededme la gracia de acompañaros esta tarde en el paseo, donde aguardo convenceros de que no estoy culpado del delito que me atribuyen y de que no hay quien os respete tanto como vuestro humildísimo servidor.
Tíncel

p. 198

—Me alegro, prima –dijo Carlota siguiendo la ironía–, de que no tengas motivo para desterrar al pobre Tíncel; ya ves que tampoco te ama o, a lo menos, lo dice claritamente.

Arabela, leída la segunda carta, no pudo disimular su confusión.

—No es posible que nadie se halle más comprometida que yo lo estoy; mi posición es cabalmente la misma que la de la princesa Serenes, cuyos133

Entró Lucía en aquel momento a decir que estaba la comida en la mesa.

—En otro rato te contaré las aventuras de esta célebre dama y verás que tienen mucha relación con las mías.

Apenas se levantaron de la mesa cuando entró Silven. Arabela mostró tanta inquietud que él se dio por no justificado todavía.

—Muy desventurado seré, señora –la dijo saludándola profundamente–, si la carta que he tenido la honra de escribiros esta mañana no…

—Vais, señor, a olvidar su contenido y, acaso, a hacerme nueva declaración.

—¡Yo, señora! Yo…, yo…, yo… os juro... que os venero ciertamente mucho... pero yo… nunca he pretendido que… que…

—Vuestras pretensiones se han extendido a mucho y olvidaría yo lo que debo a mi gloria si os proporcionase ocasión de ofenderme más… Os prohíbo volver a comparecer en mi presencia hasta que yo esté bien convencida de que el arrepentimiento ha desvanecido vuestras intenciones.

Proferido este mandato, le hizo seña de que se fuera y ella se retiró contentísima de haber procedido ajustada a las reglas del heroísmo. En aquel instante entró Tíncel, quien, habiendo alcanzado a ver a Arabela, se aventuró a entrar en su antecámara. Allí encontró a Lucía, que, después de haberlo mirado de hito en hito, le preguntó, muy entonada, qué quería134.

—Hija mía –la respondió–, di a tu hermosa señora que estoy aquí y que la ruego me conceda algunos instantes de conversación.

—No os puedo servir hasta que me juréis que no sois un amante.

—¡Voto a tantos que eres singularísima! ¿Quién te ha dicho que soy amante de tu ama?... Pero, cuando lo fuera, ¿qué tenemos?...

—¡Oh! Entonces os aconsejaría yo que hicieseis al instante vuestro testamento.

—Creo que también has leído algunos romances viejos; anda, muchacha, y ten entendido que tu ama se compadecería de mí… Dime (pues sin duda eres su confidenta) ¿te ha hablado mucho de mí? ¿Te ha…?

Llamó Arabela con la campanilla y el pisaverde metió media guinea en la mano de Lucía, que corrió, temblando, a dar el recado a su señora135.

—¡Imprudente! –exclamó esta–. ¡Conque no conoces las consecuencias de lo que acabas de hacer! ¡Ese por quien te empleas es un hombre que me ha ofendido mortalmente! p. 199

Pasmada del susto Lucía, dijo que ella no se empleaba por nadie y que había tenido la precaución de preguntar al caballero si era algún amante.

—Obraste, pues, con prudencia; lo confieso, pero hay casos en que no se dice la verdad.

—No, mi señora, no miente y si queréis cercioraros, ahí está en la antecámara.

—¿Lo has acompañado hasta allí? ¡Ay, cielos! ¡He aquí una aventura como la de Estatira! Eres una verdadera Barsina136.

La pobre Lucía, casi sollozando, dijo que ella no era una Barsina y que nadie del mundo la había tratado de aquel modo.

—No, Lucía –dijo Arabela sonriéndose–, no eres Barsina, sino la criatura más simplona que ha nacido. En fin, ¿qué quiere ese amante?

—Me ha encargado que os pida de su parte un rato de conversación.

—Ya entiendo: me ruega humildemente que le conceda algunos momentos de audiencia.

—Os he repetido, señora, puntualmente lo mismo que me dijo.

—Dígote que te engañas, porque no se pide un favor de esa naturaleza en términos tan familiares… Ve y dile que le concedo la audiencia, con tres condiciones: primera, que no abusará de mi complacencia; segunda, que se obligará a obedecer las órdenes que yo le diere y, tercera, que su desesperación no le inducirá a intentar violencia alguna contra sí mismo.

Corrió al instante Lucía a llevar su recado, temerosa de olvidarlo.

—Y pues, embajadorcilla –la preguntó Tíncel–, ¿consiente tu ama en recibirme?

—No, señor.

—¡No! Cosa bien extraña después de hacerme aguardar tanto tiempo.

—No me turbéis, por Dios, caballero, porque olvidaré lo que...

—Perdona, hija mía.

—Pues, señor –continuó la emisaria (y esto remedando la seriedad majestuosa de Arabela)–, mi ama me manda que os diga que no quiere concederos… no es eso… que os concede la audiencia bajo las condiciones…

—¡Que me concede una audiencia! ¿Pues por qué has dicho que no me quería ver?

—Me habéis turbado de manera que ya no me acuerdo de lo que se sigue… aguardad bajo las condiciones que…

—No te dé cuidado, que tu ama misma me dirá lo demás.

Lucía, que estaba imbuida de las mismas ideas que Arabela, viéndole ir apresuradamente al cuarto de su ama, dio un grandísimo chillido y dijo, poniéndose delante de la puerta: p. 200

—¡Ay, Dios mío! ¡Caballero, no robéis a mi amada señora!

Arabela oyó la exclamación, pidió auxilio y cayó desmayada; llegaron varias de sus mujeres, vieron a su ama sin movimiento junto a Tíncel e infirieron que había sucedido alguna cosa extraordinaria.

—¿Qué hacéis aquí, caballero? –le preguntaron todas a una.

—El demonio me lleve –respondió Tíncel, todo pasmado– si entiendo una palabra de lo que esto significa.

Entre tanto llegaron, agitadísimos y cuidadosos, el barón, Glanville y su hermana; Arabela no abría los ojos, aunque se empleaban todos los medios convenientes para volverla en sí; Glanville se afanaba en socorrerla, mientras el barón y Carlota hacían preguntas a Tíncel, quien, con los ojos clavados en tierra, procuraba adivinar aquel enigma. Comenzó Arabela a dar señales de vida, pero, creyéndose aún en brazos de su raptor, exclamó con voz intermitente y delicada:

—¡Hombre injusto, no pienses conseguir nada con tu violencia, porque mi odio es la recompensa de tu perfidia!

—Sobrina mía, da una ojeada alrededor y verás que cuantos te circundan son tus amigos.

Arabela levantó la cabeza y preguntó, volviéndola hacia todos lados:

—¿No me engañan mis sentidos? ¿Estoy fuera del poder de mi perseguidor? ¿A quién debo este beneficio?... ¿Mas, a quién sino a Glanville?... ¿Dónde está? Quiero expresarle mi agradecimiento.

Glanville, que se había apartado de vergüenza, se arrimó a ella, la dijo al oído que estaba segura y la suplicó que no hablase más de lo acaecido.

—Ahora bien, sobrina mía –dijo el barón–, ya que estás bien restablecida, cuéntanos la causa de tu susto.

—¡Tal pregunta me hacéis! Yo soy quien debo preguntaros por qué casualidad me hallo en mi cuarto.

—Por ninguna, pues no has salido de él desde que volvistes del paseo y entrastes en él, según presumo, por tu santa voluntad.

—¡Ah! Ya veo que ignoráis lo que me ha sucedido… Un violento robador… mas, ¡ay, cielos!... ¡Hele allí!

—¿Qué significa esto? –preguntó el barón a Tíncel, asiéndole por el collarín.

—¡Confúndame el cielo –respondió este– si jamás me he encontrado en una situación como esta! Nada he hecho ni dicho a vuestra sobrina y no tengo culpa del trastorno de su cabeza.

Convencido Glanville de que iban a renovarse las extravagancias y temiendo, por otra parte, más amplias explicaciones, rogó a todos que dejasen descansar a su prima. Arabela, que lo vio salir con Tíncel, supuso que iban a reñir y los llamó para que se explicaran en presencia suya. Glanville cerró la puerta sin escucharla y pidió al petrimetre que lo siguiera.

—Señor, no nos vayamos, porque, si nos oponemos, se pondrá furiosa.

—¡Furiosa, decís!... Es expresión muy mal sonante.

Como no viese Arabela volver a sus amantes, corrió a la puerta a interponer su autoridad. p. 201

—Vais (ya lo veo) a objetarme los ejemplos de Artamenes y de Orontes, pero considerad que el rey de Asiria…

—Por el amor de Dios, prima mía, que dejéis ese lenguaje: ¡Ojalá que el diablo se llevara a vuestros Artamenes y Orontes!

Arabela no había visto hasta entonces encolerizado a Glanville y se retiró. Entre tanto el barón (instruido por Lucía de que Tíncel había llegado solo a la antecámara de Arabela y dado una media guinea para lograr ser admitido a su vista), se acercó al señorito, lo miró con enojo y le prohibió secamente poner más los pies en la casa.

—Creéis, barón, mortificarme con esa prohibición, pero os engañáis: vuestra sobrina tiene la imaginación tan acalorada que es menester huir de ella; piensa que todo el mundo quiere robarla… ¡Ahí es un grano de anís! ¡Es asunto muy serio el de un rapto!

—Caballero –dijo Glanville–, hay una equivocación en la escena que habéis presenciado por desgracia y espero que no la glosaréis.

—¡Oh, señor! –repuso Tíncel irónicamente–. Os empeño mi palabra de honor que hablaré de vuestra prima con muchísimo respeto: es una dama apreciabilísima, amable, digna de los mayores obsequios, juiciosa y de gran talento.

—Una palabrita no más, caballero –interrumpió Glanville–. Basta de bufonadas, si os parece… Sé que estáis muy satisfecho del mérito de vuestra persona, pero, si volvéis a hablarme en ese estilo, os precisaré a que llevéis una gran peluca para taparos las orejas, que os echaré abajo a cuchilladas: ¿me entendéis, amigo?

—¡Oh, muy bien!

Así que se fue Tíncel, pasó Glanville a ver a su prima para ver de aquietarla la imaginación.

—¿Conque habéis –le dijo Arabela– despedido a vuestro competidor? ¡Es una generosidad que me complace mucho! Artamenes se comportó como vos en iguales circunstancias.

Avergonzado Glanville de verla insistente en sus absurdos, callaba, sin atreverse a mirarla.

—Queréis –continuó ella– ahorrarme las gracias que debo daros: es un proceder noble, pero no evitaréis la gloria que se os debe, porque esta es tan necesariamente efecto de la virtud como la luz lo es del sol; una acción virtuosa, hecha sin testigos, nada pierde de su mérito, antes bien brilla, por lo mismo, con más vivo resplandor.

—Muy bien dicho, sobrina mía.

—Pienso, tío, que si algo puede disminuir el precio de una buena acción es el deseo de hacerla pública: se pierde la honra de obrar bien por el ansia de que se sepa o, cuando menos, se hace sospechar que la ostentación ha contribuido mucho a la buena obra: no puede llamarse generosa la acción que lleva el sello de algún interés. Hay gentes que trafican en virtud y en gloria, esto es, que dan tanto de la una por tanto de la otra y que, como los negociantes, calculan la ventaja del cambio. p. 202

Enamorado Glanville del entendimiento de Arabela, olvidó que sus razonamientos eran resultado de su extravagancia y la dijo cosas muy lisonjeras. Arabela se corrió y137, para que no continuara su elogio, mostró deseo de quedarse sola. Todos se fueron y dejaron el puesto a Lucía, a quien Arabela pidió la narración menuda de todo lo pasado desde el instante de su desmayo hasta el en que se encontró rodeada de su familia.

132 Cleobuniza debe ser la Cleobuline, reina de Corinto, cuya historia se relata en Artamène (VII. 2); en cambio, no se encuentra ningún Seramenes en la misma obra (Dalziel 410).

133 La princesa Serenes era nieta del emperador Teodosio y su historia se relata en Faramond VII.3; tenía tres pretendientes, de los cuales dos intrigaban contra el tercero, a quien la princesa correspondía. Una de las argucias de aquellos consistió en mostrar a la princesa Serenes una carta de una amante para convencerle de que le era infiel. Cuando esta leyó la carta de explicación del amante correspondido el asunto quedó aclarado (Dalziel 410).

134 ‘mirado detenidamente’; de hito en hito es «mirar fijamente, con atención y sin divertir la vista a otra parte» (Aut).

135 La guinea es una moneda anterior a la libra esterlina inglesa (1817), con un valor de 21 chelines. Antes de la adopción del sistema decimal (1971) una libra esterlina estaba consituidada por 240 peniques. Doce peniques equivalían a un chelín y veinte chelines eran una libra esterlina.

136 Aunque la referencia no es del todo diáfana, la mención parece aludir al momento en que Estatira va a vistar a Barsina y se encuentran en el mismo sitio en el que está Orontes (Cassandre I.6; Dalziel 410).

137 ‘se avergonzó y’.