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Capítulo XV
Cosas muy serias que llevarán al lector a otras más importantes

Atolondrado quedó Glanville y, por mucho tiempo, en la misma postura en que lo había dejado Arabela. Retirose a su cuarto y recapituló, a sangre fría, cuanto su prima le había dicho. Embarazábalo mucho la ambigüedad de su estilo, pero aquel Ariamenes, en quien estaba tan evidentemente figurada su persona, le suscitó sospechas de que alguien hubiese imaginado algún medio novelesco para ponerlo mal con su prima. Acordose de la historia del príncipe Veridomer, de las cartas y de las conversaciones de Jorge Belmur y llegó a persuadirse de que no podía ser otro que él. Animado con su sospecha, se puso a pasear distraídamente; juró vengarse, maldijo las novelas y se despechó contra sí propio, viéndose chasqueado por un competidor cuyas astucias y estratagemas conocía mucho tiempo había162. Su determinación primera fue ir a buscarlo y hacerle confesar lo hecho, pero luego reflexionó que no lo encontraría, que verisímilmente estaba en Londres y, acaso, oculto en Richemont. Dio a creer a su prima que iba a ausentarse para no volver sin las pruebas de su inocencia. Presentose con botas puestas, pasó por debajo de las ventanas de Arabela con Roberto, mayordomo de su padre; se alejó algunas millas y después, entrando en el parque por una puerta cuya llave tenía, se introdujo en su cuarto, sin ser visto de nadie. Arabela, tan agitada como antes, meditaba en la infidelidad de su amante, en la desesperada situación de Cinecia, en la funesta perspectiva de nunca ser dichosa y en las heroínas que se habían encontrado en situación igual a la suya, y, por fin, se acordó de que Mandana había equivocado a Espitridates con Ciro. Esta observación importante la volvió a llevar a las inmediaciones del bosquecillo, donde se encontró con la señora *** y sus dos hijas, quienes la convidaron a ir a pasearse con ellas a Twickenham. Nuestra heroína se excusó por lo pronto, pero, acordándose de que era la residencia de la princesa de las Galias, accedió a acompañarlas. Glanville se lo había confiado todo a Roberto, quien le avisó que Arabela iba hacia Twickenham y recibió la orden de no perderla de vista ni un instante, de observarlo todo y de referirlo puntualmente.

162 ‘viéndose burlado por un competidor’.