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Capítulo XXIV
La heroína felizmente puesta en salvo

Aún no habría llegado Lucía a casa de Guillelmo cuando Arabela volvió de su desmayo, quedose pasmada no viendo a Lucía; miró en torno, la llamó a gritos y, como no respondiese, estuvo de nuevo para desmayarse:

—¡Desventurada de mí! –exclamaba–. ¿Me ha vendido aquella con quien más contaba? ¿Aquella confidenta de mis íntimos pensamientos? ¡Ingrata mujer! Más siento tu traición que todas mis desgracias juntas… La pérfida Arianta, a imitación tuya, vendió también a su señora... Mas, ¿a qué quejarme? ¿Soy más infeliz que Mandana?62

Después de empleados algunos instantes en estas reflexiones amargas, se levantó para caminar, pero su torcedura fue tan dolorosa que no la permitió dar un paso. Corrieron de sus ojos abundantes lágrimas y el horrible miedo de verse entregada a su robador la iba a precipitar en un despecho cuando un calesero, con su calesa vacía, pasó por su inmediación. Arabela, con voz que no podía menos de enternecer, le rogó que tuviese lástima de ella. Parose el mancebo y la preguntó en qué podía servirla...

—Extranjero generoso –la respondió– no me rehuséis vuestro socorro para sacarme del mayor de los peligros; véome perseguida y os pido, por la hermosura de la que amáis, que me deis vuestra protección: ¡pueda una acción tan caritativa alcanzaros la posesión de lo que deseáis!

Maravillose el mozo de tal proposición y no menos del buen parecer de quien la pronunciaba, y se quedó como en un éxtasis que le impidió el responder.

—¡Pues cómo, señor! ¿Vaciláis en socorrerme?

—Decidme, señora, quién sois y en qué puedo serviros.

—Creed, caballero, que no soy de nacimiento bajo y es cuanto puedo deciros por ahora. Lo que os pido es que me llevéis a un paraje en que pueda pasar esta noche segura y mañana os suplicaré que informéis a las personas que yo os nombrare del lugar adonde me hubiereis llevado, para que tomen las precauciones convenientes contra el atentado de un malévolo, que me hace huir de mi quinta.

Conoció el calesero por estas palabras que había en ellas misterio y, gozoso de verse depositario de tan graciosa persona, la respondió que mandase y que contase con él. Arabela entró en la calesa y partió con su protector, pero, acercándose demasiado a una zanja, volcó la calesa, sin producir más accidente que el del retardo. Eduardo fue uno de los criados que Glanville envió en busca de su prima y quiso señalar su celo en esta ocasión. Llevole el acaso al paraje en que estaba la calesa. Arabela, que lo vio de lejos, exclamó: p. 96

—¡Ay, cielos! ¡Allí viene mi perseguidor! ¡Con vos cuento, caballero, para que me defendáis!

Como el calesero no vía más que a un criado, le preguntó si era alguno de sus lacayos.

—Sí, señor, pero nunca lo autoricé para que usara de esa librea.

—Luego la conocéis y, ¿quién es el que la lleva?

—Me ponéis, señor, en un tremendo compromiso; confiésoos que ese hombre es de mi familia, mas nunca le he permitido que me sirva...

Más admirado todavía el calesero, iba a hacer otras preguntas cuando Eduardo, que llegó sin aliento, se acercó a Arabela, enajenado de gozo, y la dijo:

—¡Ah, señora, cuántas penas e inquietudes nos habéis causado! ¡Gracias a Dios que os hemos podido encontrar!

—¡Detente, impío! –replicó Arabela–. No des gracias a la divinidad de lo que a sus ojos hace mayor tu delito!... ¡Si continúas en perseguirme, tiembla que este no sea el último día de tu vida!

Eduardo, que no entendió ni una palabra de aquella jerigonza, creyó que había perdido el seso, pero el calesero, arrimándose al pobre joven, le preguntó, con imperio, qué quería a aquella dama y por qué la perseguía. Eduardo, lleno de susto, iba a responder cuando divisó a Glanville, que venía a galope; saliole al paso y le informó de las proposiciones extraordinarias de su ama, y del ademán amenazador del hombre con quien estaba. Glanville se detuvo unos instantes para mandar a un criado que fuese a la quinta a buscar un coche y para hacer algunas preguntas a Eduardo. Conocía el género de carácter de su prima, pero las circunstancias de aquella aventura eran tan extrañas que le era dificilísima su averiguación. Mientras Glanville hablaba con Eduardo, Arabela, preocupada con sus quimeras, supuso inteligencia entre ellos y, al fin, lo dio por hecho. Aquella creída perfidia la hizo derramar lágrimas.

—¡Me vendió también –dijo– y pude creer que ese perjuro era mi amante!...

Informado Glanville de cuanto podía saber de Eduardo, se desmontó y se llegó a Arabela. Después de expresada su alegría, la suplicó que le dijese por qué acaso se hallaba tan tarde a tanta distancia de su casa.

—Si por esa pregunta pretendéis persuadirme a que ignoráis la causa de mi fuga, no logra su intento vuestra disimulación; tengo motivos para creer que estáis tan culpado como aquel cuyas violencias evito, pero el valor de mi protector generoso se opondrá a vuestros atentados y a los suyos... ¡Pariente indigno! ¿Qué ventajas cuentas sacar de una perfidia tan negra? ¿A qué precio has puesto una libertad que no te pertenece? Ese amigo –señalando a Eduardo–, ¿tiene alguna hermana cuya posesión ajustas63? ¿No puedes obtenerla sino entregándome tan bajamente? ... Si eres tan vil que intentes vencer a mi defensor por una desigual pelea, mis voces armarán al cielo y a la tierra, y la providencia, acaso, enviará otros caballeros en mi auxilio y si se mostrare sorda a mis voces, cuenta con que el momento de la victoria será el último de mi vida.

Eduardo que, como ya se dijo, tenía más penetración que sus iguales, se arrimó a Arabela y la estaba mirando con lástima, pero Glanville, indignadísimo, maldecía la inclinación que lo llevaba a amar a una extravagante como su prima.

—¡Por Dios –la dijo– que dejéis de ser víctima de unos temores que no tienen fundamento alguno! p. 97

—¡Cómo qué! ¡Queréis persuadirme a que ese traidor no ha formado el proyecto de robarme!

—¡Yo, señora! –repuso Eduardo–. ¡Yo robaros! Dios me es testigo de que...

—No profanes, bárbaro, nombre tan respetable y confiesa tu delito... ¿Por qué te disfrazastes para entrar al servicio de mi padre?

—Jamás me he disfrazado, señora.

—¡Pues qué significa ese vestido!

—Es el mismo que tenía cuando servía al señor marqués y el que tuvo la bondad de dejarme, acaso porque era viejo.

—¿Y por qué has continuado llevándolo?

—Porque esperaba que…

—Vanas han sido vuestras esperanzas; pude sentir algunos movimientos de compasión, pero los habéis siempre ignorado.

—Sin embargo, supe que habíais usado la bondad de no creer...

—Os engañáis: siempre os juzgué culpado.

—Hacedme, señora, la fineza de oírme: lo que supe fue que no habíais dado fe a lo que se dijo contra mi fidelidad.

—Nada me dijeron: yo misma lo observé todo.

—No obstante, era imposible que pudieseis, desde vuestra habitación, verme sacar los peces.

Aunque se hallaba Glanville en una situación tan penosa, no pudo menos de reírse al oír tamaño despropósito: conocía adónde iba a parar la acusación de Arabela y vía a un pícaro embarazado en sus respuestas. En cuanto al protector no sabía qué pensarse y aguardaba impacientemente el desenlace de aquella escena. Arabela, confundida de que Eduardo tocase un asunto tan humillante para ella, estuvo algunos instantes sin hablar.

—Bien conocí –le dijo– que erais superior a semejante sospecha y por eso no la tuve; bajezas como esas no caben en sujetos como vos.

—A fe mía, señora –dijo el calesero–, que gentes de su especie suelen hacer aun cosas peores.

—Es verdad y puede colocarse en este género el proyecto temerario que concibió de robarme.

—Si sois lo que creo, señora, os protesto que no puede haberle ocurrido tal idea: un rapto supone circunstancias que no advierto.

—Cuando yo fuera superior a lo que me juzgáis es posibilísimo el ser robada... Mandana, Candaza, Clelia, ¿no lo fueron?

—No conozco a ninguna de esas señoras que acabáis de nombrar. p. 98

—¿No?...

Conociendo Glanville en lo que vendría a parar la conversación, hizo cuanto pudo para interrumpirla.

—Prima mía –la dijo–, no estéis más tiempo al aire; ya es tarde, todos están inquietos por vos: permitid que os vuelva yo a la quinta.

—Mi honor exige –replicó Arabela– que este generoso extranjero no dude de lo que le he dicho... ¿No conocéis, señor, las damas ilustres de que os he hablado?

—Os aseguro que no.

—En ese caso voy a nombraros otras. Sin duda sabéis que Partenisa y Cleopatra estuvieron una y otra muchísimo tiempo entre las manos de sus raptores64.

—Ignoro quién fue Partenisa, pero he leído algo de Cleopatra: no dicen los historiadores que fuese robada, la pintan, al contrario, como una mujer complacientísima para sus amantes.

—¿Decís que Cleopatra fue complaciente con sus amantes?

—Sí, señora: fue una prostituta: ¿no pensáis lo mismo?

—¡Calla, calumniador, que desconoces la virtud!... ¡Ay, cielos! ¡Qué hombre elegí para mi protector!

Gozoso Glanville de verla algo indispuesta contra su conductor, se aprovechó del instante para obligarla a que se volviera a la quinta.

—Señor –dijo sonriéndose al calesero–, no hacéis bien en infamar así a una tan gran reina que fue, como todo el mundo sabe, esposa de Julio César.

—Apruebo que toméis la defensa de una reina tan cruelmente ultrajada y no digáis más, porque vuestro celo pudiera llevaros más allá de lo justo.

—En ese caso, prima mía, permitidme que os repita que es tarde y que exponéis vuestra salud: dejad para otra ocasión la justificación de Cleopatra; mi hermana está inconsolable con vuestra ausencia.

—Pero, ¿qué certidumbre tengo de que mi quinta no será mi prisión? Temo la suerte horrorosa de Candaza, mas, de cualquier modo, me conformo a volver con vos con tal de que me prometáis solemnemente no favorecer violencia alguna y antes necesito, para mi seguridad, que a vuestro amigo se le intime delante de vos un destierro perpetuo... Temerario desconocido, ¿te conformas, para conseguir tu perdón, a desterrarte para siempre de mi presencia?

—Por mi fe, señora, que, si no queréis que os sirva, en vano fuera empeñarme en ello, pero no dejaréis de conocer que es cosa durísima ser castigado por una culpa que no se ha cometido ni que tampoco se comprende.

Arabela le volvió la espalda, diciendo a Glanville:

—Os comparo a Trasibulo y espero que imitaréis a un príncipe tan virtuoso65. p. 99

—En verdad, prima mía, que, si continuáis ese lenguaje, creeré que habéis jurado volverme loco... Dejadme que os conduzca a vuestra casa y, en estando en ella, si os quedaren dudas de mi proceder, podéis negarme la entrada.

—Bien, pues: me avengo a daros gusto... Y vos, señor –hablando al calesero–, os habéis hecho indigno de mi agradecimiento calumniando a Cleopatra: no acepto vuestros servicios, más quiero la guardia de Trasibulo arrepentido que la de un hombre que pinta la virtud con colores tan odiosos.

Hablando así, caminó lentamente a entrarse en el coche que había venido de la quinta. Y el calesero, sin entender ni una palabra de cuanto acababa de oír y presenciar, se quedó tan confundido con el lenguaje de la heroína, como embarazado con su calesa.

62 La «pérfida Arianta» era otra criada de Mandana, a quien traicionó para ayudar al rey de Asiria a raptarla (Artamène II.1; Dalziel 396).

63 ‘acuerdas’, ‘pretendes’ (Aut).

64 Partenisa es la heroína de la novela del mismo nombre de Roger Boyle (Parthenissa, 1651), donde, en efecto, se describe cómo fue retenida varios meses en un castillo antes de ser llevada a Media, donde fue rescatada por su amante Artabanes; La Calprenède refiere el apresamiento de Cleopatra por el rey de Armenia, pero parece que duró bastante menos que el «muchísimo tiempo» indicado por Arabela (Cléopâtre IX.4; Dalziel 396).

65 Trasibulo es personaje que aparece en Artémene (III.3): habiendo sido desheredado, recorre el mar Mediterráneo en busca de aventuras (Dalziel 396).