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Capítulo XXV
Conversaciones de que el lector tomará lo que le agradare

Vuelta a su quinta Arabela, cavilaba en la aventura y en las consecuencias que podía tener. Tan consternada se hallaba que Glanville no se atrevía a hacerla pregunta alguna. Así que llegaron a la quinta, hubo una aclamación general. Carlota dejó su tocador a medio peinar, pero la observación que hizo Arabela disminuyó su gratitud: vio que la inquietud de su prima no había sido tanta que la hiciese olvidar sus adornos por algún tiempo. Arabela la respondió lacónicamente a las preguntas que la hicieron y mostró deseos de que la llevasen a su cuarto. Luego que Lucía se vio sola con su ama, derramó lágrimas e hizo extremos de alegría.

—Tengo –la dijo Arabela– violentas sospechas de tu fidelidad y deseo mucho que puedas justificarte.

Contó Lucía puntualmente cuanto había pasado desde su separación y contribuyó lo que dijo a sincerar a Glanville.

—Injusta fuera, querida Lucía, si no te volviese mi confianza y no titubeo en confesarte que quedé mortificadísima cuando juzgué culpado a Glanville. Te admirará esta debilidad, pero la tuve: no he podido aborrecerlo ni un solo instante.

—¡Aborrecer a Glanville, señora! Nunca os pase por el pensamiento, porque estoy cierta de que os ama, como si fuerais su propia hermana.

—Te prohíbo, Lucía, hablarme de su amor; pero te permito que lo hagas de las quejas que dirigía al cielo creyéndome perdida, de los votos que ofrecía por mi conservación y, en fin, de la desesperación a que lo condujo lo excesivo de su dolor.

—Os aseguro, señora, que nada de eso he visto.

—¡Pues cómo! ¿No lo vistes llorar? ¿No lo sorprendistes macerándose el pecho a golpes?

—No, señora, pero lo vi tristísimo y le oí decir que no pararía en toda la noche hasta hallaros.

—¡Ah, traidor! Su insensibilidad me ofende más que si fuese cómplice del que intentó robarme.

Mandó a Lucía que la desnudase prontamente y se acostó; el descanso la era necesarísimo, pero, ocupada toda su imaginación con la antecedente aventura, no pudo pegar los ojos y pasó una noche malísima. Glanville envió por la mañana a saber de su salud y tuvo una respuesta muy fría. Unos instantes después fue Carlota a tomar chocolate a su cuarto, preguntola mil cosas sobre el extraordinario suceso de la víspera y la contó, riendo a carcajadas, los absurdos que la había dicho Lucía. p. 101

—No puedo responder ahora a tus preguntas ni a tus chanzas: bástete saber que unos motivos poderosísimos me obligaron a lo que hice; cuando leas mi historia los graduarás y entonces te será fácil comprender las cosas que ahora miras como fábulas.

—¡Tu historia, prima! ¿Pues que la escribes?

—La escribiré seguramente, pero no se leerá hasta después de muerta yo.

—¿Y quieres que aguarde hasta entonces?

—No, no; antes satisfaré tu deseo, mas para cimentar mi confianza necesito la tuya.

—¡La mía! No tengo que contar cosas que merezcan componer una historia; para esto se necesitan sucesos y nada me ha sucedido de notable.

—Pero, ¿no has confesado haber tenido amantes?

—Y lo confieso: ¿qué concluyes de ahí? También te diré que amo generalmente a mis admiradores y que en ti es un efecto de ingratitud el tratar a mi hermano como lo tratas; cree que, entre cien hombres, no se hallará uno que sufra tus rigores con tanta paciencia como él.

—Eso significa que, entre cien hombres, no se encontrará uno que sea digno de servirme... Y ya que la casualidad ha promovido esta conversación, dime, ¿de qué rigores se queja? Lo he tratado mejor de lo que él se atrevió a esperar, pues he podido sufrir su presencia, habiendo tenido la temeridad de declararme su amor.

—¡Temerario mi hermano porque te amaba!

—No porque me amaba, sino porque se atrevió a decírmelo.

—¿Y en qué está el delito?

—Acuérdate de la vida de Mandana y verás que esas cosas no se perdonan: apenas perdonó una confesión semejante después de diez años de vencimientos y de servicios.

—¡Diez años! Esa dama no raciocinaba porque diez años son más que bastantes para desfigurar a una mujer. Si pretendes que te amen diez años en silencio y que después te cortejen otros diez, te predigo, prima mía, que te casarás muy añeja.

—¡Qué comunes son tus expresiones! No te enojes si las repito: «¡después que te cortejen!»..., «¡te casarás muy añeja!»... Ve ahí unas palabras muy mal sonantes... En fin, veamos qué tienes que decir a favor de Glanville.

—Como no es posible que mi hermano haya querido ofenderte, no lo justificaré, pero me consta que lo ha mortificado mucho el modo con que esta mañana respondistes a su cortesanía. ¿Qué ha hecho para que lo trates con tanta acritud?

—No es este el momento de explicarme: si Glanville quiere su perdón, procure merecerlo; consiento en concederle una audiencia a la que te suplicaré que asistas. No le dejes ignorar que a ti sola debe esta muestra de mi bondad.

Carlota, que sabía que su hermano deseaba ver a su prima, aceptó la proposición y fue a noticiárselo.