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Capítulo XXVII
Preceptos excelentes sobre la zumba recargada

Animaba a Glanville un alma incapaz de complacerse por mucho tiempo en oír ridiculizar a un sujeto conocido y, por lo tanto, hizo cuanto pudo para desvanecer la conversación. Arabela, por su parte, desaprobó también las bufonadas del tontuelo pisaverde y no desaprovechó la oportunidad de declamar contra tan maligna disposición de ánimo121.

—Un zumbón –dijo ella– o se hace temible u odioso, y aun puede añadirse que lo uno es consecuencia de lo otro122; cualquiera que contraiga esa costumbre se expone a violar las leyes de la humanidad y de la amistad. ¿No os parece –dijo volviéndose al petimetre burlón– que es cosa dura burlarse del amigo? Débese elegir este con gran cuidado, pero, una vez hecha elección, ha de tratársele con todo el posible miramiento.

—Pero a lo menos, prima mía –dijo Carlota–, permitirás que se zumbe al enemigo cuando se puede.

—Ni al amigo ni al contrario; la zumba, en mi opinión, es una necia venganza: no se debe gastar con los de cortos conocimientos, porque su ignorancia puede proceder de algún defecto de organización, ni tampoco ridiculizar a los que compensan sus defectos con muchas buenas cualidades, porque está visto que ninguno hay perfecto.

—Esto es, señora, que no se ha de zumbar a nadie.

—Juzgo, caballero, que hay poquísimos objetos que convengan a la zumba y todavía menos personas que sepan zumbar: es una suerte de talento debido solo a la naturaleza y que no alcanza a dar el arte; no hay cosa más común que el venir a caer las zumbas sobre los mismos que las dan: se puede adquirir la ciencia, formar el juicio y multiplicar las ideas para conseguir esto que se llama talento; mas para la zumba no basta una expresión viva y oportuna, porque es necesario, además, el modo, el ademán, el sonido de la voz y otras muchas cosas que la sazonan, sin lo que nada vale. Suélese confundir la sátira con la zumba, pero no son una misma cosa: aquella muerde sin consideración y pinta con el pincel de la maldad y esta es delicada, jovial, astuta y ha de herir como la rosa, cuyo agradable olor pone en olvido la punzada que se sintió al cogerla.

—Por cierto, sobrina mía –dijo el barón, hechizado de oír a Arabela–, que raciocinas como un doctor.

—Nadie imaginaría –añadió Glanville– que pudiese mi prima hablar tan bien de una cosa que jamás ha usado y se puede creer, por lo que acaba de decir, que nadie zumbaría con más finura, si se pusiese a ello. p. 183

Silven, aunque algo encrespado por la humillación que acababa de padecer, convino en que no podían darse mejores preceptos sobre la zumba, pero el petrimetre, ofendido de la tal lección, conservó rencor y aumentó sus obsequios a Carlota.

121 Pisaverde: «mozuelo presumido de galán, holgazán y sin empleo ni aplicación, que todo el día se anda paseando» (Aut).

122 La zumba que figura en el título de este capítulo es la chanza, «vaya o chasco ligero que en conversación festiva suelen darse unos a otros» (Aut), de manera que el zumbón es quien la practica o quien «frecuentemente se anda burlando o tiene el genio festivo y poco serio» (Aut).