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Capítulo II
Descripción del vestido de una mujer de moda y principio de una aventura que parece que promete mucho

Entraba Arabela en los diez y siete años de su edad con la imaginación, que era vivísima, ya ocupada de ideas novelescas. Pásanse en silencio los sucesos de su infancia, porque nada tienen de importante. Comenzaba a padecer su amor propio de no tener más admiradores que unas gentes groseras y nada la mortificaba tanto como el que sus atractivos estuviesen ignorados.

La casualidad trajo por allí a un extranjero cuyo concepto podía lisonjear su vanidad: era un joven airoso y de bello personal; llegaba de Londres con intención de pasar algún tiempo en casa de un pariente que tenía en aquella vecindad. La primera vista recíproca se verificó en la iglesia donde Arabela oía misa los domingos. Llegó antes el extranjero y pasó indiferentemente la vista por todas las mozas aldeanas; pero, así que se presentó Arabela, tuvo mucho que violentarse para ocultar la impresión que la hizo. También nuestra heroína, por su parte, sintió una fortísima conmoción al aspecto de un hombre de mundo y conoció los movimientos de su amor propio. Atravesó por entre una turba de aldeanos y de aldeanas, ridículamente respetuosos, recibió con dignidad sus homenajes y fue a sentarse en un sillón de terciopelo ricamente adornado.

Hervey (así se llamaba el joven) quedó prendado de la hermosura de Arabela, pero notó, con admiración, el modo extraño con que iba vestida: su garganta de alabastro y todas las proporciones de su persona se presentaban ventajosamente a la vista; llevaba aquel día una sultana muy ceñida al cuerpo y unida por delante con una presilla de rubíes2; sus cabellos, negros como el ébano, ondeaban sobre su cuello en rizos desiguales y formaban varias trenzas graciosamente distribuidas; su peinado era una especie de velo transparente de que se servía cuando la miraban con sobrada atención. Nunca le fue aquel mueble tan necesario como entonces. Los ojos de Hervey se fijaron en ella y, acabada la misa, se informó inmediatamente del nombre y de las circunstancias de aquella hermosa mujer. Mucha fue su sorpresa así que supo que era hija del famoso marqués de... No podía comprender por qué aquel señor retirado de la corte ocultaba en la obscuridad a una joven muy capaz de defender su causa delante del Rey.

Llegado a casa de su pariente, expresó su admiración de manera que no dejó duda de la impresión que Arabela había hecho en su alma: su primo le dio mucha vaya3, pero le añadió, con seriedad, que si amaba a aquella señorita no le parecía imposible entablar con ella una correspondencia de afecto. p. 43

Tanto tiempo ha que está cautiva –continuó diciendo– que no debe ser difícil hacerla desear la libertad bajo la máscara del matrimonio: ninguno hasta ahora la ha hablado de amor y es probable que el primero que se presente consiga agradarla.

Aunque Hervey se persuadió dificultosamente a que su primo le propusiese de buena fe el obsequiar a la hija de un hombre de la primera distinción y única heredera de inmensos bienes, con todo, admitió el consejo gustoso y se determinó a aventurar algunas tentativas, pero como no quiso exponerse al disgusto de verse ridiculizado, tomó el partido de ocultar sus intenciones.

2 La sultana es una especie de cinta que las mujeres de aquel tiempo se ponían al cuello como adorno; se había introducido en España treinta años antes (según la información proporcionada por Terreros y Pando en su diccionario [NTLLE]); la sultana estaría sujetada por una presilla, esto es, un botón o corchete para tal propósito.

3 ‘el señorito le hizo mucha burla o mofa’.