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Capítulo XVIII
Historia de la inglesa Groves

—Poco tiempo ha –dijo Moris– que estoy sirviendo a mi señora, pero creo que sé bien todas las circunstancias de su vida; piensa que las ignoro: este es el segundo viaje que hace de esta especie.

—Hacedme la narración con método: es inútil decirme que Groves ha hecho dos viajes antes de instruirme del motivo porque los ha hecho. Empezad diciéndome quiénes son sus padres.

—Su padre fue un gran negociante que dejó al morir muchísimos bienes. Su madre, a quien tocaron la mitad de ellos, quedó tan rica que el duque de..., viudo algunos años hacía*, no se desdeñó de obsequiarla. Dio oídos, por vanidad, a dicho señor y se casó con él antes de espirar el tiempo de la viudez fijado por las leyes de la decencia. Mi ama, que entonces tenía doce años, pasó con su madre a una casa de campo del duque y se educó con los hijos de este, que tenían casi la misma edad; era muy soberbia, nunca quiso doblegarse a las debidas consideraciones y se dio a aborrecer; las hijas del duque eran modestas, agradables, reservadas y prudentes; gustaba mi ama de diversiones ruidosas, se disfrazaba con frecuencia de hombre y se moría por los ejercicios varoniles. Estas diferencias de caracteres fueron un continuado origen de discordias. La duquesa, ciega por su hija, la permitía correr incesantemente por los bosques y campiñas y exponer su hermosa cara a la aspereza del sol, de la lluvia y del viento, dejándola tomar, con aquel género de vida, inclinaciones no convenientes a su sexo. Conoció la madre su yerro cuando la dijeron que su hija daba oídos a un cazador y que la acompañaba siempre que montaba a caballo.

—Hay gran diferencia –interrumpió Arabela– entre escuchar a un joven en el sentido que decís o verse precisada a escucharlo por circunstancias particulares; supongo que este último caso es el de vuestra señora, porque no es posible que una mujer bien nacida se descomponga hasta ese punto.

—Sea como quiera, señora, la duquesa creyó que la prudencia aconsejaba no dejarla más salir y este medio no la salió bien: mi ama se inclinaba tanto al amor, que convirtió en amante suyo a su maestro de escribir.

—La aventura es de admirar, pero no sin ejemplo: no ha mucho tiempo que un hombre de distinción se disfrazó de jardinero para estar a la vista de la hija de un señor de quien estaba enamorado; estas cosas suceden cada día.

—Pues, señora, este de quien hablo no había hecho jamás otra cosa que enseñar a escribir. Mi señora, prendada locamente de su persona, disponía lo necesario para escaparse con él cuando se descubrió el enredo: echaron de casa al maestro y a la señora la enviaron a Londres, donde, desatendida por su madre, se encontró dueña de sus acciones a los diez y seis años de su edad: ved aquí el origen de sus desgracias. p. 80

—Pues yo insisto en creer que el maestro de escribir era un hombre de calidad porque hay muchos ejemplos que justifican mi opinión; aguardo, en lo sucesivo, verlo representar papeles diferentes.

—Yo, señora, repuso Moris, nunca más he oído hablar de sus amores, pero sé que vive y que continúa enseñando a escribir.

—No pueden creerse las cosas que ofenden a la verisimilitud; más natural es suponer que viaja actualmente por las provincias de Inglaterra buscando el objeto de su amor.

—Si hubiera tenido gana de ver a mi señora bien sabía que estaba en Londres y le era facilísimo el ir a verla, pero discurro que nunca ha pensado en ello.

—Hay acaecimientos cuya explicación es difícil, no hay duda; acaso le hicieron creer que su amada lo había desterrado de su presencia, acaso también estaba celoso... Los celos son inseparables del amor: no hubo pasión más pura que la que tuvo Artamenes a Mandana y, no obstante, aquel príncipe se enfureció por una sospecha mal fundada44...

Moris escuchaba como una boba las observaciones de Arabela y continuó su narración: p. 81

—Mi ama fue a parar a casa del padre de su camarera, que era un mercader perseguido por sus acreedores y allí se estableció. Sus bienes, como ya os dije, eran muchos y allí apuró sus extravagancias y disipó sin tino: toda la casa de su huésped vivía a expensas suyas, alimentaba una caterva de parásitas, que así oí decir que se llamaban; jugaba muy fuerte y no se perdonaba ninguna de las superfluidades dispendiosas invenciones del lujo. Inútil es que yo os la retrate, pues os ha parecido hermosa aun habiendo perdido su primera lozanía; se presentó en la corte con esplendor, el rey la tuvo por digna de sus miradas y las mujeres, por venganza, dijeron que no solamente no era cosa si no que el único mérito que tenía para agradar a S. M. era el de un cierto aire alemán. Mi señora, ensoberbecida con el voto del soberano, aumentó sus ridiculeces: se hizo llamar la hija del duque de... y nunca más habló de su padre. Súpose, no obstante, quién era y se dijeron mil bufonadas sobre su nacimiento; aunque admirada en la corte, no hizo en ella conquistas: ninguno se quería aventurar a casarse con una señorita cuyo genio e inclinaciones no prometían atractivo alguno para un marido. Liwenton, hermano del conde de..., fue el único que la obsequió: tenía bella persona, hablaba bien y agradaba a las mujeres por un exterior bondoso, que era efecto del arte45. Mi ama se envaneció de ello y bastaron para perderla algunos meses de trato; rindiose a unos juramentos mil veces quebrantados. Su oculto manejo tuvo consecuencias que no pudo ocultar a su criada favorecida; aconsejáronla que se fuese a una casa de campo y siguió el consejo. Liwenton la iba a ver, pero raras veces: se disculpaba con el temor de que no la descubriesen, pero la verdad era que no la echaba menos. Parió mi señora un niño muerto y tres semanas después volvió a Londres más hermosa que nunca, y Liwenton también a la continuación de su íntimo trato; este tuvo las mismas consecuencias que el primero. El mercader en cuya casa estableció su domicilio cometió la indignidad de divulgar su estado y su amante la bajeza de jactarse públicamente de sus favores. Mi ama protestó que Liwenton la había dado solemnemente palabra de casamiento; él lo negó y dijo, además, que, como la conquista había sido tan fácil, no era menester recurrir al perjurio. ¡Qué ciego es el amor! Continuó mi señora amando a aquel hombre abominable y nunca permitió que se hablase mal de él en su presencia. Adelantaba su embarazo y fue menester volver al campo, pero el desorden de sus negocios se lo impedía; viose precisada a recurrir a uno de sus tíos (rico negociante) quien pagó sus deudas y se apoderó de sus negocios hasta que tuviese más edad. Forzada, pues, mi ama a vivir con cien libras esterlinas al año, se vino a este país donde parió una niña que Liwenton tuvo la inhumanidad de quitarla, sin darla parte de sus intenciones. El hermano del caballero en cuya casa posaba, prendado de su hermosura y acaso de lo mucho que aguarda de su madre, ha cerrado los ojos sobre la irregularidad de su vida y ha casado con ella. El matrimonio todavía está secreto porque se ha hecho sin el consentimiento del tío, pero su marido ha ido a Londres a noticiárselo y hay apariencia de que, a su vuelta, la llamarán públicamente la señora Barnet.

i hacía] había.

44 Artamenes concibió, en efecto, falsas sospechas sobre la infidelidad de Mandana al verla sonreír cuando había sido dado por muerto, como se relata en Artamène X.3 (Dalziel 393).

45 Bondoso: «bondadoso» (DLE).