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Capítulo XII
Conversación en que no se entienden

Lisonjeó tanto a Arabela la exposición de su tío que, en un momento, recobró toda su jovialidad. Belmur continuaba fingiéndose melancólico y la oía con suma atención; habló con tanta viveza y talento que embelesó a todos hasta el punto de olvidar sus ridiculeces. Glanville la miraba más apasionado que nunca, Belmur con admiración y el tío sorprendido y gozoso. Carlota tuvo celos de las impresiones que causaba su prima y de la superioridad que sobre ella tenía; por lo mismo, aguardaba, con impaciencia, el instante de desvanecer una conversación en que no entraba. Hablábase de la historia antigua y se aprovechó diestramente de la primera ocasión para poner a su prima en el camino de ridiculizarse.

—Quisiera saber –dijo a Belmur, fingiendo mucha sinceridad– si las mujeres iban antes a la guerra, porque mi prima suele hablar de una tal Taltris, que debía ser, según mi cuenta, tan animosa como el más valiente de nuestros soldados.

Glanville arqueó las cejas y miró a su hermana con enojo esforzándose, al mismo tiempo, a entablar otra conversación… No pudo sumergirse la pregunta. Arabela dejó hablar a Glanville cuanto quiso, pero después, volviéndose a Belmur, le dijo:

—Mi prima estropea algo los nombres propios, pero sé que ya comprendéis que quiere hablar de la famosa Talestris.

—¿Con qué se ha de decir Talestris? –pregunta Carlota–... Pero ¿existió esa mujer?

—Sí, señora –respondió Belmur–. Era reina de las amazonas, mujeres belicosísimas, que poseían una parte de la Capadocia y que extendieron sus conquistas hasta formar una nación formidable93.

—Ya ves, prima mía, que no te engañé cuando te hice un elogio de dicha reina. Muchos príncipes imploraron su socorro y su presencia aseguraba en todas partes la victoria.

—¡Tate, tate, sobrina! ¿Qué es lo que dices?... Nunca fueron tan viles los hombres que entregasen a una mujer el mando de un ejército: tu historia es inverisímil.

—¡Pues cómo, tío! ¿Queréis contradecir un hecho aseverado por los historiadores más famosos? Eso fuera lo mismo que negar las gloriosas acciones de Orondates y de Juba.

—¿Quiénes eran esos señores? p. 150

—El uno rey de Escitia y el otro príncipe de ambas Mauritanias94.

—Así conozco la Mauritania como la Escitia –repuso el barón–. ¿No están en la luna esos dos reinos?

—Tan conocidos son, tío, como la Francia y la Inglaterra, y no dudo de que todavía reinarán los descendientes de dichos dos grandes príncipes.

—Venero mucho –dijo Belmur– a Artabano y a Juba, pero admiro más al primero.

—Pocos héroes hay –añadió Arabela– que merezcan serle preferidos, pero nuestra parcialidad tiene una causa que os es particular: lo acusaron de infiel y vuestra constancia no pasa por exenta de sospechas.

Encendiósele el color a Arabela dicho esto y Belmur suspiró.

—Si tengo la honra, señora, de parecerme al gran Artabano veo que es por ciertas relaciones que desaprobáis: se atrevió a amar a una divinidad y yo he tenido igual audacia.

—¿Y quién te ha dicho, sobrina, que Belmur es infiel?

—Glanville, y creo que dijo bien, porque Belmur no ha procurado destruir la tal imputación.

—¡Un infiel! No hay cosa más común que la irreligión –continuó diciendo el barón–, mas yo espero que sus máximas nunca corromperán el corazón de mi hijo. La fe es un velo que nunca se alza sin gran riesgo de las costumbres.

—Tío, no condenemos a Belmur hasta que nos haya contado sus historias.

—No insistas en eso, sobrina mía, porque hay circunstancias que no conviene revelar: los infieles no hacen regularmente una vida muy ejemplar.

—Belmur solo debe temer a mi prima y a mí, y ambas estamos dispuestas a perdonarle las faltas de que se confesare.

—Respondes por ti, pero apuesto a que mi hija no piensa lo mismo.

—Su carácter, tío mío, se parece mucho al de Julia y por eso no se ofenderá, hasta cierto punto, de la narración de algunas infidelidades.

—Tus comparaciones me lisonjean siempre, prima querida –repuso Carlota con ironía–, porque sé que resultan a mi favor.

—No os ofendáis del paralelo –añadió Belmur– porque Julia era una de las princesas más hermosas del universo.

—Bien, pero su corazón tuvo algunas variaciones... No digo que mi prima se la parezca en esto, pues lo más que puede reprochársela es algunas ligerezas.

—Las ligerezas, según creo, prima mía, son un defecto.

—Lo son, pero, acaso, las ligerezas proporcionaron a Julia tantas conquistas como sus ojos que, sin los de Cleopatra, hubieran sido los más bellos del mundo. p. 151

—¡Cleopatra! –exclamó el barón–. ¿Pues no era una suiza?

—Según la pregunta, tío, no la conocéis, pero, en vez de disertar, oigamos la historia de Belmur.

—¿Para qué?

—Temo –continuó Arabela, dirigiéndose al mismo– que vuestra modestia no os obligue alguna vez a disfrazar la verdad y, bien considerado, mejor fuera oírla de boca del escudero que participó con vos de los peligros y de los triunfos.

—Más seguro estoy que él, señora, de haceros una fiel narración: es para mí cosa dulcísima obedecer a vuestras órdenes, por más que mi modestia sufra revelándoos acciones que pueden haber llegado a vuestra noticia por haber el público hablado de ellas muy favorablemente.

Hecho este preambulillo, se puso Belmur una mano en la frente y permaneció algún tiempo en la postura de un hombre que recorre su memoria. A pesar del extraño papel que representaba Glanville en esta comedia, deseaba con ansia ver cómo saldría Belmur de su apuro. Carlota, que fiaba en su imaginación, se divertía de antemano; pero el barón, desconfiado de que pudiese haber cosa de importancia en la vida de un mozo libertino, se fue al jardín: la lluvia le estorbó el paseo y lo precisó a escuchar como los otros. Belmur contó, en fin, su historia tal cual está en los capítulos siguientes.

93 Capadocia es una región histórica de Anatolia Central, en Turquía.

94 El reino escita se extendió durante la Antigüedad desde el siglo viii a.C. hasta el ii d.C. por el espacio que ocuparían hoy Kazajistán, sur de Rusia, Ucrania e incluso Bielorrusia y parte de Polonia. Las dos Mauritanias son la Tingitana (con capital en Tingis, actual Tánger, Marruecos) y la Cesariense (con capital en Cesarea, actual Cherchell, Argelia). Todas ellas son denominaciones hoy en desuso, pero que funcionaban en el tiempo evocado en el texto.