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Capítulo VII
Contradicciones bastante felizmente conciliadas

El jardinero principal había tomado un mozo de bonita figura para que le ayudase en su trabajo. Había servido en muchas buenas casas y, sobre ser inteligente, se hacía reparar por su urbanidad y cortesía10.

Paseándose una tarde Arabela, tuvo ocasión de observarlo y, notando una cierta finura en su porte, se humanizó hasta preguntarle. La viveza de sus respuestas, algunas frases respetuosas, y con más delicadeza expresadas que por los otros domésticos, dieron lugar a muchas reflexiones. Descubriéronse evidentemente las señales de una educación distinguida y se pasó al instante desde la idea de que aquel jardinero era un hombre bien nacido a otra más singular. Fortificáronse las sospechas y en poquísimo tiempo se fijó la persuasión de que era un amante disfrazado.

Arabela examinó al joven con más cuidado y la pareció que no estaba acostumbrado al trabajo, que buscaba la soledad, que se hallaba frecuentemente en las alamedas por donde ella paseaba, que la miraba siempre con admiración, que suspiraba respondiendo a sus preguntas y que solía también, sentado bajo de un árbol, meditar tristemente en alguna cosa seria. Supúsose también de que había encontrado un collar de perlas que ella había perdido y que lo había hecho objeto oculto de su adoración. Pero la cifra de su nombre no se veía grabada sobre los árboles con emblemas misteriosos ni tampoco sorprendía al desgraciado amante junto a los arroyuelos aumentando la corriente con sus lágrimas, porque, a pesar de lo riguroso* de su suerte, gozaba una salud muy robusta.

La conciliación de estas ideas era algo embarazosa, pero Arabela, que sabía concordar las cosas más disparatadas, juzgaba que el temor de ser descubierto era la causa de no tomar a los árboles por confidentes, que se entregaba a su dolor de noche y, en fin, que la bondad de su temperamento le prestaba fuerzas para resistir a los pesares. Sin embargo, notábase un poco más pálido que acostumbraba y esto quería decir que no estaba distante la confesión de su pasión amorosa.

Arabela no se sentía dispuesta a aprobar el amor de aquel desconocido y formaba de antemano el proyecto de desterrarlo de su presencia, al mismo tiempo que la dolían los rigores a que la precisaba su obligación. p. 53

—¡Qué desventurada soy –dijo un día a su confidenta, viendo pasar a Eduardo, que así se llamaba el mozo jardinero– en verme causa de una pasión que envilece a ese incógnito ilustre! Sí, Lucía, ese Eduardo, a quien tienes por uno de los menores criados de mi padre, es un hombre de calidad que, bajo un vestido humilde, no piensa en más que en la felicidad de mirarme... Pero, ¿a qué viene esa admiración? ¿Es posible que no lo has adivinado o que no se ha descubierto a ti? ¿No lo has visto nunca con su fiel escudero (porque seguramente lo tiene)? ¿No habla de mí a menudo? Y, en fin, ¿no te ha dejado ver, por distracción, algunas preciosas joyas?

—A fe mía, señora, que siempre lo he tenido por un criado, pero ahora me abrís los ojos: en efecto, su aire no es común y los cuentos que nos refiere en la cocina son mejores que los de los demás. Nunca le he oído hablar de vos más que una vez y fue el día de su llegada: preguntó si erais la hija del señor marqués y dijo que parecíais un ángel en hermosura. En cuanto a joyas preciosas, no sé que tenga ninguna; solo, sí, usa de un reloj de plata que, a decir verdad, habla a favor de su nacimiento y por lo que hace a escudero os protesto que no le he visto ninguno.

Dada esta puntual respuesta, preguntó a su vez Lucía cómo había de comportarse si Eduardo la entregaba alguna carta.

—No la tomarás por más regalos que te ofrezcan y por más súplicas que te hagan: ya sabes cuán fatal pudo serme mi generosidad... Si ese amante se me descubriere, pensaré en el modo como he de tratarlo.

Así hablaba Arabela con su criada fiel cuando se oyeron unas voces a cierta distancia; dirigiose hacia allá y vio al jardinero mayor dando de garrotazos al disfrazado héroe, que sufría la corrección con admirable paciencia. Enojose de aquella vileza y contuvo los golpes con una seña de autoridad; Eduardo aprovechó aquel entreacto para huir.

—¿Qué delito ha cometido ese joven –preguntó Arabela– para tratarlo tan cruelmente? ¿Sabes que ese con quien usas de tales libertades puede?... Si no está diestro en el trabajo, debes usar con él de indulgencia.

—No es por falta de habilidad en el oficio por lo que lo castigo, señora: el tuno hace bien lo que hace cuando quiere... pero he descubierto...

—¡Descubierto! ¿Y lo maltratas así?... ¡Pues cómo! ¡Su estado no ha...!

—¡Su estado! Mucho tiempo ha que lo sospecho de tener malas intenciones, he acechado muy de cerca sus pasos y le he visto ir al estanque...

—¡Ay, cielos! –exclamó Lucía mirando a su ama, cuyo corazón palpitaba de susto–. ¡A echarse iba en él!

—No, no –repuso el jardinero, soltando una carcajada–. Iba el pícaro a sacar los mejores peces; es un gran pescador, yo le aseguro que, a no ser por las órdenes del ama, yo le hubiera puesto como merecía.

—¡Ea, callad! –dijo Arabela irritadísima–. Acusaciones semejantes son muy groseras para creídas. p. 54

Avergonzada de aquella escena, se retiró a la alameda más sombría del jardín y en ella se paseó largo rato verdaderamente consternada. Lucía no alcanzaba a conciliar lo que su señora la había dicho de Eduardo con lo que acababa de pasar; necesitaba instrucción para salir de sus dudas y la esperaba. Arabela se veía entre mil dificultades para encontrar a su héroe; pero como estaba dotada de maravillosa penetración y tenía un talento pasmoso para concordar las relaciones, examinó las circunstancias, las vio bajo todos los aspectos posibles, sacó mil consecuencias y, al fin, halló tanto misterio en la conducta del jardinero que quedó, más que nunca, convencida a que era un gran personaje obligado por el amor que la profesaba a vivir en tanta humillación.

No pudo Lucía guardar más tiempo silencio y habló, sin precaución, de robo y de paliza. Estas palabras mal sonantes disgustaron a Arabela.

—¿Es imaginable –replicó muy secamente– que un hombre de calidad vaya a robar peces? ¡Ay! ¡Él iba a realizar su cruel designio, si la dichosa brutalidad del jardinero mayor no se lo hubiera impedido!

—Pero, señora, Woodbind dijo que estaban ya los peces fuera del agua; quisiera yo saber qué iba a hacer de ellos.

—¿Me mortificarás siempre los oídos con expresiones desagradables? Dígote, criatura extravagante y obstinada, que ese infeliz quiso quitarse una vida cuyo peso lo agobia y, advirtiendo que lo observaban, sacó los peces para ocultar su intención. ¿Pudo él imaginar que habían de sospecharlo de una bajeza? No, Lucía, no: una alma grande no se detiene en ideas inferiores a ella.

—Pues siendo así, ama mía, deberíais estorbarle que reiterara la misma tentativa, ordenándole que viviese.

—Haré lo que convenga... y al mismo tiempo que me ocupe en su alivio, no olvidaré lo que me debo.

Estaba persuadida Arabela a que Hervey no hubiera intentado el rapto sin la carta que ella le escribió. Determinada, pues, a ser más circunspecta, no sabía cómo librar a sus amantes, en lo venidero, de la desesperación. Disminuyéronse sus inquietudes, no obstante, cuando supo que el mozo jardinero había dejado el servicio de su padre.

10 ‘se hacía notar’.

i riguroso] rigoroso, forma anticuada que ya no recoge Aut.